El pasado que no debe olvidarse

“El secreto de la existencia humana no sólo está en vivir, sino también en saber para qué se vive”
— Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

El sábado por la tarde, mientras compartía un café con mi querido amigo Uriel, la conversación tomó un giro que, en estos tiempos, resulta cada vez más necesario: hablamos de la nostalgia. No esa nostalgia melosa que idealiza el pasado como si todo en él fuera virtud, sino la nostalgia crítica, esa que se pregunta qué se ha perdido —y si acaso no se ha perdido algo que merecería ser rescatado.

Uriel y yo coincidíamos en que este siglo XXI tiene mucho de admirable, sí, pero también algo de inestable, de tambaleante, de frágil. Vivimos —como dijo Zygmunt Bauman— en una modernidad líquida: las formas se disuelven, las instituciones envejecen prematuramente, los vínculos se debilitan y hasta la verdad parece una moda de temporada. ¿Es posible entonces mirar hacia atrás sin caer en la falacia de la “época de oro”? ¿Podemos rescatar del pasado algo más que postales sepia? Mi respuesta: un sí rotundo.

La tentación de idealizar el pasado

Es importante comenzar con una advertencia: no hay épocas puramente virtuosas. La Historia está tejida de grandezas y horrores. Todo tiempo humano es mezcla de luz y sombra. Pensar que “todo era mejor antes” suele ser un refugio emocional que nos ahorra el esfuerzo de pensar críticamente el presente. Como bien escribió Hermann Hesse en El lobo estepario (1927): “La nostalgia no tiene por qué engañarnos: quien anhela el pasado no anhela sus hechos, sino su perfume”.

El perfume del pasado nos llega cuando el presente parece insípido. Sin embargo, no debemos confundir la memoria con la parálisis. Lo esencial es distinguir entre el pasado que encadena… y el que da raíces. Hay que saber reconocer que hubo cosas en el ayer que sirvieron a la perfección, por lo que con una pequeña reflexión y una adecuada adaptación a nuestras circunstancias actuales, podría ayudarnos mucho en el presente. Es como cuando nos preguntamos «¿cómo le hizo papá?», «¿de qué modo lo hacía la abuela?».

El vértigo de un presente sin raíces

Lo que caracteriza a nuestra época no es sólo su rapidez, sino su incapacidad para permanecer. Lo que ayer era tendencia hoy es obsoleto. Cambian las palabras, los gestos, las formas de amar, de morir, de educar. En nombre del progreso se desechan costumbres, símbolos, incluso estructuras que durante siglos dieron sentido a la vida común. Pero ¿progreso hacia dónde? Zygmunt Bauman escribió en Modernidad líquida (2000): “Cuando no hay valores duraderos, el yo se vuelve una obra interminable e inestable, una identidad que hay que inventar y reinventar a diario”. Qué curioso -y terrible- que estemos viviendo una de las épocas más confusas y extrañas, donde cada vez hay más miedo que tranquilidad, cada vez hay más quejas que agradecimientos. ¿Por qué será?

Así andamos, reinventándonos de manera compulsiva, como si la estabilidad fuera sospechosa. En este vértigo, muchos se sienten solos, sin guía, sin tiempo para preguntarse quiénes son o por qué hacen lo que hacen. El resultado: un presente hiperactivo pero espiritualmente estéril. Hace tiempo, una amiga me comentaba que una de sus más grandes ilusiones era viajar a la Tailandia, la India, etc., lugares en Oriente que han sido «célebres» por sus enormes cargas de «espiritualidad». Y sí, es cierto que en esos lugares del mundo, la espiritualidad está dividida entre tantas creencias que «hay de dónde escoger», sin embargo, el hecho de que haya tanta variedad nos dice algo que hay que dejar enfriar: mientras más hay, menos tenemos. Tantas opciones nos habla de inconsistencias. Y lejos de ir hacia un punto seguro, nos arrastramos hacia infinidad de inseguridades.

El Conde Rostov: elegancia como forma de resistencia

En la novela Un caballero en Moscú (2016), Amor Towles nos regala a uno de los personajes más memorables de la literatura contemporánea: el conde Alexander Ilyich Rostov. Condenado por el nuevo régimen soviético a arresto domiciliario perpetuo en el Hotel Metropol, Rostov —noble de nacimiento, refinado en maneras, lector empedernido y amante del buen vivir— parece condenado a la irrelevancia. Sin embargo, lo que sigue no es una caída, sino una transformación. Encerrado en unas pocas habitaciones, privado de su estatus, sus privilegios y su libertad, Rostov no se abandona al resentimiento ni a la queja. Cultiva su mundo interior como si la Historia externa no pudiera tocar lo esencial. Organiza su vida con elegancia y propósito, como si incluso la rutina más anodina mereciera ser vivida con cierta forma de arte.

En un momento clave, dice: “Si un hombre no domina sus circunstancias, está destinado a ser dominado por ellas» (Un caballero en Moscú, 2016). Esa frase lo define. La resistencia de Rostov no se expresa en discursos, sino en actos mínimos: seguir vistiéndose con cuidado, leer con disciplina, tratar a cada persona con cortesía, mantener la palabra dada. En un mundo nuevo que ha declarado obsoletas todas esas virtudes, él responde no con nostalgia paralizante, sino con una fidelidad activa. Towles escribe en otro pasaje: “El conde había llegado a comprender que las costumbres pueden ser tan importantes como las leyes; de hecho, en muchos casos, son las costumbres las que aseguran que las leyes sean cumplidas”. Rostov nos recuerda que la compostura no es una pose, sino una forma de mantener el alma intacta cuando todo alrededor se desmorona. En su microcosmos, encarna una civilización que no se rinde: la del respeto, la del deber sin espectáculo, la del buen gusto y el cuidado del otro.

En su compañía, uno no añora un régimen perdido, sino una forma de estar en el mundo que da sentido incluso en la adversidad. En tiempos donde la vulgaridad se disfraza de autenticidad, y la crudeza se vende como honestidad, Rostov nos invita a una resistencia más profunda: la del alma que no se entrega al caos.

«En un mundo que cambia rápidamente, aún podemos elegir cómo responder con dignidad”.
— Amor Towles, Un caballero en Moscú (2016)

Firmeza, cortesía, profundidad

No se trata de restaurar regímenes, ni de repetir estructuras del pasado. Pero sí de rescatar lo mejor que la Historia nos dejó. La cortesía, por ejemplo, entendida no como formalidad vacía sino como arte de cuidar al otro. La vocación de permanencia. El compromiso con la verdad, incluso cuando incomoda. El sentido del deber, no como carga, sino como forma de libertad. León Tolstói escribió en Diarios (1897): “La verdadera grandeza no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que se debe hacer».

Hoy, que todo se relativiza, que la autoafirmación se convierte en fetiche, recordar estas palabras no es nostalgia: es brújula. Y Fiódor Dostoievski, una vez más, apuntó con precisión casi profética en Los demonios (1872): “El que quiere destruir el pasado, destruye también el futuro”. Porque sin herencia no hay proyecto, sin raíces no hay ramas, sin memoria no hay dirección.

Volver a lo que permanece, sin negar lo nuevo

El reto no es oponer pasado y presente, sino reconciliarlos. No se trata de negar lo nuevo —la ciencia, los derechos humanos, el acceso al conocimiento— sino de evitar que la novedad se convierta en un ídolo sin rostro. Como escribió Hermann Hesse en Demian (1919): “Lo que llamamos destino es en realidad nuestro carácter, y el carácter puede cambiarse”. Nuestra época necesita cambiar de carácter. No hacia la rigidez, sino hacia una profundidad más habitable.

Necesitamos volver a preguntar por el sentido. Volver a mirar a los que nos precedieron no como fósiles, sino como maestros. Volver a lo esencial, que nunca pasa de moda.Volver al pasado no es un gesto conservador ni reaccionario: es un acto de sensatez y gratitud. No todo lo viejo es sabio, pero lo sabio suele envejecer bien. Quizá por eso, cuando el presente se tambalea, el alma busca en la memoria una raíz, un refugio, una chispa de belleza.

¿Y ustedes? ¿Qué valores del pasado creen que deberíamos rescatar para este siglo que no termina de encontrarse a sí mismo? No olviden dejar sus comentarios para que este encuentro, en verdad, sea de todos.

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La frustrante frustración

Queridos(as) lectores(as):

Espero que sea el inicio de un gran año para todos nosotros y que logremos lo posible. Como ya saben, he empezado a hacer dinámicas en mi cuenta de Instagram (@HCHP1) para ver sobre qué temas les gustaría que abordáramos en nuestros encuentros, y siguiendo con ello, pidieron que les hablara sobre la tolerancia a la frustración. ¿Qué es exactamente la frustración? Pero, más importante, ¿por qué nos frustramos?

Empecemos por conocer la etimología, que quienes ya están acostumbrados a la lectura de esta página, saben y comprenden que siempre es clave para poder entender las nociones. Viene del latín frustratio, frustrationis, que nos dice que se trata de llevar a alguien al error, a la decepción y/o a la equivocación. A su vez es nombre de acción y efecto del verbo frustrare, que es equivocar, estar engañados, tergiversar), pero su derivación viene del adverbio frustra, que es aquello que es vano o inútil.

Tiempos y resultados

Justo hace unos días platicaba con unos amigos sobre cuando éramos niños y teníamos que ir con nuestras madres a la estética, al banco, al médico o a cualquier lugar que supusiera tener que esperarlas. Lo que bien podría ser cuestión de minutos o quizá una hora a lo mucho, para un niño puede tratarse de una eternidad. Albert Einstein explicaba la relatividad del tiempo, y los niños lo comprobaban. Y es que las acciones eran totalmente distintas: por un lado, el lapso de tiempo era diferente para la madre que se ocupaba y el niño que esperaba. La acción es el quehacer, la espera es el no-quehacer. Por eso es que en aquellas épocas, las madres solían advertir a los niños que llevaran algo (un juguete, un libro, colores, etc.) para que se entretuvieran «en lo que esperaban». Claramente hay generaciones cuyas elecciones eran diametralmente distintas, ya que en algunos casos existía el privilegio de llevar videojuegos. Pobre del niño que olvidara su divertimento en casa. La desesperación se volvía una sentencia, y sólo quedaba «esperar desesperados». En cierta medida, esas generaciones nos fuimos preparando de manera inconsciente a resistir y aguantar la frustración de no poder hacer nada más. Sin embargo, de un modo u otro, los niños se las arreglaban con algo que veremos más adelante…

Hoy en día, la tecnología y las nuevas crianzas, aseguran que un niño de privilegios no se aburra, no se desespere, pues se les da el celular, la tablet o algún otro dispositivo digital para que «no estén molestando» y en esto está la clave para entender un rompimiento relacional de los padres con sus hijos. Solemos ver que la interacción empieza a quebrarse, y las pantallas dividen, separan, teniéndolos de frente. Pero, ¿qué pasa si no hay con qué entretener a los peques? Ya hablamos de dos desesperaciones distintas y el malestar se agiganta. La frustración deriva entonces en el fracaso, en el «no hay de otra, pero, ¡exijo que haya de otra!». Y la realidad es que sí la hay, pero resulta inconveniente que los niños (y muchos adultos) ya no cuentan con un factor que generaciones atrás sí: la imaginación. Y los problemas, ridículos pero en demasía incómodos, se vuelven enormes.

Vivir el momento tal y como es

Hay que tener claro algo: cuando las cosas no salen como las esperamos, nos frustramos. Es perfectamente entendible y, por qué no, natural. Un profesor en la carrera nos decía que «la Filosofía es una herramienta para lidiar con la frustración». ¿A qué se refería con ello? Primero hay que recordar que la Filosofía precisamente es un modo de vivir. Eso de «mi filosofía de vida» es una narrativa posmoderna que pretende que suene muy profundo el decir «yo vivo así». Nada más. Pero resulta muy frustrante cuando ese «modo de vivir» no da resultados realmente buenos. En fin, no entraré en esa discusión en este encuentro. Poder lidiar con la frustración es entender que NO ES TODO, que se trata de un momento y de una situación que NO DETERMINA lo demás. Pero, cuidado, no caigamos en la terquedad de tener ese pensamiento mágico de «si niego la frustración, no existe». Por favor, no lo hagamos.

El primer paso para lidiar con la frustración es aceptarla. Ya que de no hacerlo, caemos en un círculo vicioso de intento de auto-superación que lo único que genera es más y más frustración sin poder salir de ello. Como todo sentimiento, la frustración debe saberse controlar y administrar. Segundo, hay que evitar a toda costa ver cosas donde no hay, es decir, cuidado con la expectativa. Muchas veces pecamos de un optimismo o de una negatividad tal que los llevamos al extremo. Hay que abrazar la idea de que las cosas son como son (ojo: no como deben ser, porque eso es comprar una cierta expectativa y negar toda posibilidad de cambio).

Aquí la pregunta que debemos hacernos es: ¿de qué manera VIVIMOS las cosas? Cuando aprendemos a lidiar con lo que no podemos controlar (al menos no del todo), logramos convertirnos en observadores en lugar de ser simplemente los sujetos pacientes de las mismas. Por poner un ejemplo: cuando vamos manejando y hay mucho tráfico, en ese momento, ¿qué podemos hacer? Tocar el claxon de manera desesperada, decir una y otra grosería, no hará que los demás coches desaparezcan de manera mágica. Lo único que queda es aceptar lo que está sucediendo, quizá poner algo de música que nos ayude a relajarnos, aprovechar y hacer alguna llamada, etc. ¿De qué manera vivimos el momento? Se trata de aceptar y reconocer que hay cosas, momentos, personas, que no podemos controlar sin más. Pero a nosotros mismos sí y ver qué está en nuestras manos para lograr otras cosas. ¿Qué vida ponen a su tiempo?

Ejercitar la virtud

La frustración es un sentimiento que sólo empeora la condición. Es por ello que a nuestro rescate vienen las virtudes, mismas que solemos olvidar o que nos hacen olvidar. Virtudes tales como la paciencia, la prudencia, la amabilidad y, por qué no decirlo, incluso la caridad, son las que más nos pueden ayudar en los tremendos momentos de frustración. Hay que aprender a anticiparnos a las cosas, pero sobre todo, darnos cuenta que siempre hay algo que podemos hacer para ayudarnos en momentos complicados. Y no olvidar, sobre todo, que no estamos solos, siempre podemos contar con algún familiar, algún amigo, pero también con profesionales de la salud mental realmente capacitados.

Ejercitar la virtud es lograr apuntalar hacia la meta que no es otra que aprender a encontrar calma en medio de la tormenta. La frustración es un engaño en sí mismo, es un pensamiento que se empecina en nublarnos la mente. De hecho, también hay que aprender a decir «hasta aquí», en sentido de que muchas veces estamos muy sumidos en cosas que nos estresan y frustran. ¿Por qué no poner pausa? Salirse a caminar un rato, leer un libro, ver alguna serie, relajarse, hacer algo de meditación, orar, platicar con algún amigo, comer algo rico, etc. No sé… imaginar es gratis…