El problema es no pensar, ¿ofenderse qué?

“Pensar ofende».
— Georges Bataille

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un tiempo extraño: no se prohíben las ideas, se descalifican los desacuerdos. El problema de hoy no es la censura, sino la fragilidad. Antes las personas temían hablar por miedo al poder; hoy temen hablar por miedo al público. Ya no pensamos para buscar la verdad, sino para evitar la incomodidad. Lo que alguna vez fue una capacidad humana —tolerar la diferencia, elaborar lo que nos afecta, dialogar sin destruir— se ha convertido en una amenaza existencial. Todo incomoda, todo hiere, todo se interpreta como agresión. Y sin embargo, la verdadera violencia no está en escuchar algo duro, sino en perder la capacidad de pensar. Quizá el peor síntoma de nuestra época sea que confundimos “estar ofendido” con “tener razón”. La susceptibilidad emocional se ha transformado en criterio moral. Como escribió Martha Nussbaum, filósofa estadounidense: “Sustituimos el argumento por el daño emocional, como si sentir dolor bastara para construir justicia” (Emociones políticas, 2013). Pero el dolor no es un argumento: es un punto de partida. Si creemos que todo cuestionamiento es una agresión, la conversación pública se vuelve imposible. Lo mismo ocurre en lo íntimo: muchas relaciones termina no por maldad, sino por incapacidad de soportar la diferencia.

Tal vez hemos olvidado que pensar duele —y que ese dolor no es un defecto, sino una condición. Como decía Hannah Arendt: “El pensamiento, al interrumpir la marcha automática de la vida, puede ser destructivo y doloroso, pero también es la única garantía de libertad” (La vida del espíritu, 1971). Eso significa que si no podemos soportar la fricción de las ideas, renunciamos a la libertad, aunque sigamos repitiendo la palabra como amuleto. La libertad requiere carácter, no aplausos. Este encuentro no es una invitación a ser cruel. Es una invitación a madurar. A dejar de vivir en la superficie emocional y animarnos a ir más profundo. Pensar no es atacar; callar no es cuidar. Tal vez lo que necesitamos no es menos confrontación, sino más pensamiento.

El imperio de la susceptibilidad

Se ha instalado el derecho a no sentirse incómodo. No es que la gente se haya vuelto más sensible: es que ha dejado de tener recursos para sostener esa sensibilidad. Todo roce se convierte en herida. Cualquier palabra que no confirme una identidad se interpreta como agresión. Pero si el mundo entero debe adaptarse a mi estado emocional, he convertido mi fragilidad en un sistema de poder. Kierkegaard lo intuyó hace casi dos siglos: “La gente exige libertad de expresión como compensación por la libertad de pensamiento que rara vez utiliza” (Diarios, 1837). Nos sentimos dueños de la palabra, pero no responsables del pensamiento. Esta lógica se ha extendido a lo social, lo cultural y lo político. No se debaten ideas: se administran sensibilidades. Un profesor cambia su temario para no incomodar; un escritor es acusado de odio por narrar un conflicto real; una película es retirada porque algún espectador se sintió atacado. Hemos llegado al extremo donde la ficción es tratada como violencia. Como escribió Ray Bradbury, cuya obra fue profética: “No hace falta quemar libros para destruir una cultura. Basta con que la gente deje de leerlos” (Fahrenheit 451, 1953). Y hoy, más que leer, pedimos amabilidad.

La psicología y el psicoanálisis llevan décadas explicando este fenómeno: la dificultad para tramitar frustración. Donald Winnicott lo formuló con claridad: “La inmadurez se caracteriza por la incapacidad de usar la experiencia sin sentirse destruido” (De la infancia a la madurez, 1965). Y una sociedad inmadura convierte cualquier tensión en trauma. Por eso reaccionamos con ira ante un desacuerdo, pero no sabemos qué hacer con un silencio. Lo emocional se volvió tiránico. La susceptibilidad, además, impide la conversación real. Cuando todo es ofensivo, nada puede ser dicho. Y si no puede ser dicho, no puede ser pensado. La ofensa se volvió el fin de la conversación. Paradójicamente, esto no nos hace más empáticos, sino más solitarios. Cada uno protegido detrás de su coraza emocional, incapaz de tocar al otro sin gritar: “¡Me estás hiriendo!”.

Pensar duele (pero no impide vivir)

Hoy en día, pensar es una experiencia incómoda. Obliga a reconocer contradicciones, revisar certezas, cuestionar lo que damos por sentado. Y sin embargo, hoy actuamos como si pensar fuera una forma de agresión. “No me hagas pensar, hazme sentir bien”. Lo cual sería comprensible si no fuera trágico. Porque quien renuncia a la incomodidad del pensamiento, renuncia a sí mismo. “Pensar es ensayar la herida” (George Bataille, La experiencia interior, 1943). No es sufrir por sufrir, es abrir una fisura para que entre la luz. El pensamiento profundo no es violento: es examen. Es un espejo. Y, como todos sabemos, los espejos no siempre son amables. Pero ¿cómo crecer sin mirarlos? Simone Weil lo dijo con la precisión que la caracterizaba: “La inteligencia no puede ser movida por la afirmación, sólo por la duda” (Cuadernos, 1942). La duda es la forma más honesta de respeto por la verdad. Quien ya lo sabe todo, no oye nada.

Una cultura incapaz de pensar su dolor lo convierte en identidad. No sufre: milita el sufrimiento. No transforma el malestar: lo enarbola como bandera. Entonces aparecen discursos donde todo disenso es violencia, toda crítica es “odio”, y toda propuesta de reflexión es leída como ataque. Esto no es sensibilidad: es analfabetismo emocional disfrazado de ética. Como decía Zygmunt Bauman: “Una cultura líquida es aquella en la que ya no hay tiempo para devenir, sólo para parecer” (Modernidad líquida, 2000). No queremos comprender, queremos exhibir. Pensar duele porque nos quita excusas, nos arranca máscaras, nos deja sin coartadas. Pero también nos salva. Un pensamiento puede ser una herida que cura. Un silencio bien llevado puede ser una revolución interior. Por eso la esperanza del pensamiento no está en ganar debates, sino en evitar la muerte interior. Pensar no destruye: reconstruye.

Cancelar: el método moderno para no pensar

La cancelación no nace del odio, sino del miedo. Cancelamos cuando no podemos soportar el conflicto. En lugar de discutir una idea, eliminamos a quien la sostiene. En lugar de analizar un argumento, buscamos su error moral. Y así reemplazamos el pensamiento por el linchamiento. La cancelación convierte a la opinión en tribunal. Y en ese tribunal, todos son culpables hasta que se demuestre que piensan igual que nosotros. Paulo Freire advirtió este peligro: “El diálogo no puede existir sin humildad, pero tampoco sin valentía” (Pedagogía del oprimido, 1970). Cancelar es miedo disfrazado de virtud. La cancelación funciona como mecanismo infantil: si algo me molesta, lo elimino. Es la defensa del yo frágil. Y sin embargo, podríamos pensar en la cancelación como lo contrario de la educación. La educación dice: “Vamos a revisar esto juntos”. La cancelación dice: “No quiero que esto exista para que no me duela”. Es un movimiento regresivo: volvemos al útero simbólico donde nada incomoda. Pero la adultez comienza cuando uno aprende a tolerar el malestar sin aniquilar lo que lo provoca.

Todo esto recuerda una escena literaria: en Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, Iván dice que devolvería el mundo a Dios si su felicidad dependiera del sufrimiento de un niño. El libro no responde con propaganda ni panfleto: expone el problema, lo deja abierto, nos obliga a pensar. La literatura no cancela: exponer el conflicto es su esencia. Entonces, ¿qué hacemos nosotros cancelando conflictos reales mientras pretendemos que eso es justicia? Lo más grave de la cultura de la cancelación no es el silencio que provoca, sino el vacío. Después de destruir un discurso, ¿qué queda? Nada. No se construye alternativa, no se ofrece sentido. Es el equivalente simbólico de romper un libro porque nos incomoda una frase. Lo paradójico es que justo eso es lo que hicieron los totalitarismos que decimos rechazar. Quemaron libros… para que la gente no pensara.

Cuando no hay diálogo, un día llegaremos a decir: «Perdóname… por lo que entendiste».

Narcisismo cultural: “No me escuches, apruébame”

Cuando el otro deja de ser interlocutor y se convierte en espejo, desaparece el pensamiento. No hablamos para comprender: hablamos para ser validados. Como escribió Natalia Ginzburg: “Pedimos comprensión, pero lo que realmente queremos es aprobación” (Las pequeñas virtudes, 1962). Por eso discutimos sin escuchar. La discusión ya no busca verdad: busca confirmación. Las redes sociales exacerban esto al máximo. No permiten pensar, sino reaccionar. No invitan a argumentar, sino a performar. Cada usuario es una pequeña marca personal: no quiere verdad, quiere likes. Y el pensamiento no puede sobrevivir donde la verdad se negocia con emoticones. Como dijo Albert Camus: “Hay personas que necesitan que las aplaudan para creer que existen” (Cuadernos, 1951). Esa es la tragedia: si no soy aplaudido, desaparezco.

En psicoanálisis esto tiene un nombre: demanda. La demanda no quiere lo que pide: quiere ser amada por pedirlo. El sujeto no quiere verdad, quiere que lo quieran. Por eso un desacuerdo duele tanto: no hiere la idea, hiere la ilusión de ser amado sin condiciones. Y cuando el amor propio depende de la aprobación externa, el pensamiento se vuelve imposible. La verdadera conversación requiere desilusión. No se puede pensar sin renunciar a ser adorado. De ahí la grandeza del diálogo socrático: no buscaba ganar, sino llegar al límite de la propia ignorancia. En cambio, nuestra cultura prefiere el simulacro: gente opinando sin saber, gente reaccionando sin pensar, gente exigiendo respeto sin respetar el pensamiento.

Recuperar el coraje de pensar

Volver a pensar no significa volver a pelear. Significa recuperar el espacio interior donde la verdad importa más que la aprobación. Pensar nos salva del impulso de destruir. Pensar es lo contrario de la violencia. La violencia anula; el pensamiento abre. Václav Havel escribió: “La libertad consiste en ser capaz de decir la verdad, aunque no se tenga la certeza de un resultado inmediato” (El poder de los sin poder, 1978). Pensar exige valentía, no agresividad. Necesitamos recuperar la incomodidad como virtud. Sin incomodidad no hay conciencia. Sin conciencia no hay libertad. ¿Por qué tememos tanto la tensión? Porque la confundimos con odio. Pero un médico que toca una herida no odia: intenta sanar. A veces el pensamiento funciona igual. Toca lo que duele para liberar lo que está estancado.

Tal vez pensar sea la última forma de resistencia espiritual que nos queda. En un mundo acelerado, superficial y emocionalmente delicado, detenerse a reflexionar ya es un acto contracultural. Pensar es detener el ruido. Y donde hay silencio, hay alma. Como escribió Clarice Lispector: “Mientras yo tenga preguntas y no respuestas, seguiré viviendo” (La hora de la estrella, 1977). Quizá pensar no sea resolver, sino mantener vivo el misterio. El pensamiento honesto no destruye la sensibilidad: la purifica. Y lo que hoy llamamos ofensa, tal vez mañana lo recordemos como el momento exacto en que dejamos de obedecer al miedo.

Reflexión final

¿Cómo podríamos crecer si todo lo que nos incomoda lo cancelamos? ¿En qué momento dejamos de tolerar que el otro piense diferente? ¿Y qué pasará con nuestra libertad si dejamos que la susceptibilidad dicte lo que es verdad? Pensar incomoda. Pero no pensar destruye. El problema no es que se ofendan: es que no nos estamos permitiendo pensar.


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Jack el Destripador: el mal sin rostro

“Estoy tan harto de escuchar sobre mí que pienso seguir trabajando… ”.
–Carta enviada a la policía metropolitana de Londres, 1888

Queridos(as) lectores(as):

Octubre avanza y seguimos explorando las sombras que más nos inquietan. Hasta ahora hemos recorrido el terreno de la ficción: personajes literarios que nos fascinan porque nacieron de la pluma de un autor. Pero hoy quiero detenerme en un caso distinto, uno que no pertenece a la imaginación sino a la historia: Jack el Destripador. En 1888, en el barrio londinense de Whitechapel, varias mujeres fueron brutalmente asesinadas con una violencia quirúrgica. El asesino nunca fue atrapado, aunque la prensa, la policía y los rumores construyeron en torno a él una figura fantasmática. El apodo “Jack the Ripper” surgió de cartas enviadas a los periódicos y a Scotland Yard, algunas auténticas, otras falsas, todas alimentando el mito.

Lo fascinante de Jack no es sólo la brutalidad de sus crímenes, sino lo que representa: el mal sin rostro, el asesino que podría ser cualquiera y, por lo tanto, aterra más que cualquier monstruo literario. Si Drácula vive en un castillo y Frankenstein en su laboratorio, Jack habita en las calles, en la multitud, en la ciudad donde cualquiera de nosotros podría encontrarse con él. Hoy quiero proponerles pensar a Jack el Destripador no desde el morbo policíaco, sino como un símbolo cultural y psíquico. ¿Por qué seguimos hablando de él? ¿Qué nos dice su anonimato sobre nuestra relación con el miedo? ¿Y qué revela de la violencia que persiste aún en nuestras sociedades?

El anonimato como poder

La gran fuerza de Jack no radica en su violencia —otros asesinos mataron con mayor crueldad— sino en su anonimato. Nunca se supo quién fue, y esa incógnita lo convirtió en un mito. Michel Foucault, en su ensayo Vigilar y castigar (1975), escribió: “El poder es más fuerte cuando no se sabe quién lo ejerce”. Jack encarna esa paradoja: su identidad vacía le otorga un poder ilimitado sobre la imaginación. Cada sospechoso —médicos, carniceros, inmigrantes, aristócratas— fue un espejo en el que la sociedad proyectaba sus miedos. El Destripador podía ser cualquiera, y esa posibilidad desestabilizó la confianza en los otros. Lo desconocido se volvió más aterrador que cualquier verdad.

Desde el psicoanálisis, Jacques Lacan diría que el significante “Jack el Destripador” funciona como un vacío que organiza el deseo y el temor social. No importa quién fue en realidad; lo esencial es que su nombre quedó como un agujero negro alrededor del cual gira la imaginación colectiva. Por eso Jack sigue vivo: porque no tiene rostro. Su ausencia de identidad lo convierte en un espejo en el que cada época proyecta sus monstruos. En el siglo XIX era el inmigrante y el pobre; hoy podría ser el vecino, el colega, el desconocido en internet.

El cuerpo femenino como territorio

Todas las víctimas confirmadas de Jack fueron mujeres prostitutas. No es un dato menor: revela que su violencia se ejerció contra cuerpos marginados, frágiles y desprotegidos. Jack no atacó al azar: eligió a las que menos protección tenían, las que vivían en los márgenes de una ciudad hipócrita que consumía sus servicios en secreto y luego las despreciaba en público. Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo (1949): “No se nace mujer: se llega a serlo”. En el Whitechapel victoriano, ser mujer pobre equivalía a cargar con un destino marcado: explotación, miseria, vulnerabilidad. Los crímenes de Jack no hicieron sino subrayar esa herida: el cuerpo femenino como campo de batalla.

El corte quirúrgico en sus víctimas no era sólo una técnica macabra: era una forma de decir “este cuerpo no te pertenece”. El asesinato se volvía mensaje. Y lo perturbador es que la sociedad de entonces, en lugar de proteger a las mujeres, convirtió a Jack en protagonista de un espectáculo mediático. El sufrimiento real de las víctimas fue opacado por el mito del asesino. En ese sentido, Jack no es sólo un individuo: es la encarnación de una estructura de violencia contra lo femenino. Su anonimato permitió que el odio, la indiferencia y la misoginia quedaran enmascaradas bajo la fascinación por el “misterio”. Lo que aterra no es sólo que existiera un Destripador, sino que todavía hoy su sombra siga eclipsando a quienes fueron sus víctimas.

“Me encanta mi trabajo y quiero volver a empezar si tengo la oportunidad»
(Carta conocida como Dear Boss, firmada “Jack the Ripper”)

La ciudad como escenario del horror

Whitechapel no era un simple barrio: era el corazón de la miseria victoriana. Calles oscuras, hacinamiento, alcoholismo, prostitución, enfermedades. Jack no inventó la violencia: simplemente emergió de un espacio donde la vida valía poco y la muerte acechaba en cada esquina. Charles Booth, en su famoso mapa de pobreza de Londres (1889), describía Whitechapel como “la zona más desesperada de la ciudad”. Allí, la neblina, la suciedad y el abandono formaban un decorado perfecto para que el mal se moviera sin ser visto. La ciudad, con su indiferencia, fue cómplice de los crímenes.

Desde un punto de vista simbólico, Londres funcionó como un organismo vivo con un corazón podrido. Mientras la alta sociedad disfrutaba de teatros y bailes, el East End se convertía en un teatro del horror donde los cuerpos de las mujeres aparecían mutilados. El contraste era insoportable, pero real. Lo fascinante es que la ciudad no sólo albergó al asesino: lo produjo. Jack es, en este sentido, hijo legítimo de la modernidad urbana, con sus luces y sus sombras. El verdadero horror es descubrir que el mal no viene de afuera, sino que nace en las entrañas mismas de la civilización.

El mito que nunca muere

Más de un siglo después, seguimos hablando de Jack el Destripador. Libros, películas, documentales, teorías conspirativas: el mito se ha multiplicado. ¿Por qué no podemos soltarlo? El criminólogo Donald Rumbelow, en su estudio The Complete Jack the Ripper (1975), señalaba: “Lo que mantiene vivo al Destripador no son los hechos, sino los vacíos”. Cada laguna en el caso es un espacio para la imaginación. Cada sospechoso descartado renueva la fascinación.

Aquí actúa un mecanismo psíquico poderoso: el mal anónimo calma y excita a la vez. Calma porque, al no tener rostro, cualquiera de nosotros puede creer que “ya no existe”; excita porque siempre puede regresar, encarnado en alguien más. Jack se volvió inmortal porque nunca fue atrapado. En la cultura, la impunidad es sinónimo de eternidad. Y en esa eternidad, su nombre funciona como advertencia: el mal no necesita rostro para operar; basta con el rumor, con el miedo, con la sospecha de que está en todas partes.

Lo humano detrás del monstruo

Tal vez lo más perturbador de Jack es imaginar que no era un demonio ni un espectro, sino un hombre común. Podría haber sido un médico respetable, un vecino amable, un carnicero del barrio. Esa posibilidad nos desarma porque revela que el mal no siempre viene disfrazado de monstruo: puede habitar en lo cotidiano. Hannah Arendt lo explicó con brutal claridad en Eichmann en Jerusalén (1963): “Lo más temible del mal es su banalidad”. Jack encarna esa banalidad: no necesitó poderes sobrenaturales ni ciencia avanzada para aterrar a una ciudad entera; le bastó un cuchillo, la noche y la certeza de que nadie lo reconocería.

Esa es la herencia inquietante del Destripador: no saber quién fue nos obliga a aceptar que pudo haber sido cualquiera. Y si pudo ser cualquiera, entonces el mal no está afuera, sino latente en todos nosotros. Lo que nos aterra de Jack no es sólo lo que hizo, sino que nos recuerda lo que podríamos ser.

Reflexión final

Jack el Destripador sigue vivo porque nunca tuvo rostro. Su anonimato lo convirtió en un fantasma cultural que no deja de interpelarnos. Nos recuerda que el verdadero miedo no está en lo sobrenatural, sino en lo humano; no en los monstruos de la literatura, sino en las calles oscuras de nuestras propias ciudades.

Querido lector(a), este octubre no quiero preguntarte si crees en vampiros o fantasmas. Quiero preguntarte algo más incómodo: ¿qué haces con la sombra de lo humano? Porque tal vez el Destripador no se esconde ya en Whitechapel, sino en cada indiferencia que permite que la violencia se repita en silencio. El mal sin rostro nos sigue mirando. ¿Lo reconocemos?

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Justificar el daño

“El colmo del trauma no es lo que te hicieron. Es que termines convenciéndote de que estuvo bien”.
— Christiane Sanderson

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que uno escucha en consulta con el estómago apretado. No porque sorprendan, sino porque duelen. Duelen por la normalidad con la que se dicen, por la ternura con la que se recuerdan, por la obediencia con la que se repiten. Una de ellas es: “Bueno, no fue tan grave… igual me quiso a su manera”. ¿A su manera? ¿Qué significa eso cuando hablamos de alguien que te controló, que te humilló en nombre del amor, que manipuló tu vulnerabilidad como si fuera un interruptor que podía apagar o encender según su humor?

Estamos en una época que romantiza el trauma, lo camufla, lo justifica. En vez de llamar al abuso por su nombre, le decimos “dinámica difícil”, “relación intensa” o simplemente “algo que no funcionó”. Y muchas veces no lo hacemos por ingenuidad, sino por miedo. Miedo a aceptar que alguien que amábamos profundamente… no supo amarnos sin destruirnos un poco o bastante. Hoy vamos a hablar de eso: de la trampa emocional de justificar a quien te hirió. Porque sí, el abuso emocional existe. Y no siempre deja moretones visibles, pero sí deja almas hechas polvo.

El lenguaje del abusador

El abuso emocional no siempre se anuncia con golpes ni con amenazas. Es más sutil, más elegante, más difícil de rastrear. Es el comentario sarcástico lanzado como una broma. Es la crítica constante disfrazada de preocupación. Es el castigo silencioso que te congela cuando no obedeces. Es el “te quiero, pero…” Una paciente me relataba con voz temblorosa: “Al principio era sólo eso… que me hacía sentir que yo exageraba. Después, cada vez que discutíamos, decía que él no podía estar con alguien tan inestable. Llegó un momento en que yo le pedía perdón por llorar”.

El abuso emocional no necesita fuerza física. Necesita acceso a tu alma. A tus miedos más íntimos. A esa parte tuya que se pregunta si tal vez, sólo tal vez, mereces que te quieran a medias. Byung-Chul Han escribió que hoy vivimos en una sociedad del rendimiento donde uno mismo se vuelve explotador de sí mismo. En el abuso emocional ocurre algo parecido: la víctima termina siendo parte del mecanismo que la somete.

Las excusas que nos tragamos

Hay algo muy cruel en el modo en que justificamos el daño. A veces, nos volvemos más defensores del abusador que testigos de nuestro propio sufrimiento. Y no es porque no lo sintamos, sino porque nos resulta insoportable mirarlo de frente. “Es que nadie le enseñó a amar”. “Él también tenía ansiedad”. “Yo era muy demandante». “Ella tuvo una infancia difícil». Sí, puede que todo eso sea cierto. Pero no borra el daño. El hecho de que alguien esté herido no le da derecho a herirte también. Lo que pasa es que a veces necesitamos justificarlo porque reconocer el abuso nos haría enfrentarnos a una nueva pérdida: la del amor idealizado.

La filósofa Simone Weil decía que “La desgracia arrastra al alma hasta el último límite de la miseria” (La gravedad y la gracia, 1947) Y sí, a veces la desdicha hace que la víctima se convenza de que lo que vivió no fue tan malo, sólo para poder seguir caminando. Pero hay que tener el valor de llamar al daño por su nombre. No por rencor, sino por dignidad.

¿Por qué nos cuesta tanto nombrarlo?

Nombrar lo que nos hicieron es también nombrar lo que permitimos. Y eso nos llena de vergüenza. ¿Cómo pude quedarme tanto tiempo ahí? ¿Cómo pude amar a alguien que me apagaba? ¿Cómo no me di cuenta? Nos cuesta porque al reconocerlo, toca rehacer toda la historia. Desde el principio. Como si tuviéramos que quemar el diario donde habíamos escrito nuestra versión del amor. Y sin diario, ¿quiénes somos?

Vivimos en una cultura que espiritualiza el aguante. “Perdona”, “entiende”, “suelta”. Pero pocas veces se dice: “nómbralo”, “denúncialo”, “párate frente a eso y no te muevas”. La sanación no siempre es suave. A veces arde. A veces implica decir: sí, me lastimaron. No, no estuvo bien. Y no lo voy a justificar más. Recuerdo cariñosamente a una amiga, cuyo padre la insultaba cada vez que se equivocaba. Nunca la tocó, pero la hacía sentir inútil. Ya adulta, decía: “Es que él quería que yo fuera fuerte. Me estaba formando para el mundo”. No, amiga. No era formación. Era violencia emocional. Y está bien que te duela decirlo.

Hay quienes piensan que el amor real es el que más duele. Y no, no es así…

Del dolor que libera al dolor que encadena

No todo dolor es crecimiento. Hay dolores que son cárceles, que se repiten como un eco porque nadie se atrevió a interrumpir el sonido. Justificar a quien te hirió es como ponerle flores a una celda. Puede parecer bonito, pero sigues encerrado. El dolor que libera es el que se dice, el que se llora, el que se escribe aunque sea con la mano temblando. Es el que atraviesa la vergüenza y la culpa, y llega al otro lado, donde hay palabras nuevas: límite, derecho, reparación, libertad.

Un conocido me decía: “No sé por qué me duele más reconocer que fue abuso que haberlo vivido”. Y otro le contestó: “Porque cuando lo vivías, al menos tenías la fantasía de que algún día iba a cambiar. Ahora sabes que no”. Aceptar eso duele. Pero también libera. Porque uno ya no espera nada del otro. Comienza a esperarse a sí mismo.

Y tú, ¿de qué te estás convenciendo?

Hoy quiero hacerte unas preguntas que no buscan culparte, sino despertarte: ¿qué historia te estás contando para no enfrentarte al dolor real? ¿Sigues pensando que él era “bueno, pero confundido”? ¿Que ella te amaba, pero tenía miedo? ¿Que tú eres el problema porque siempre fuiste “demasiado”? Tal vez esa historia te ayudó a sobrevivir. Pero ya no necesitas sobrevivir: necesitas vivir. Y para eso, hay que dejar de justificar. No estás solo, no estás sola. No estás loco, no estás loca. No estás exagerando. Y si hay una parte de ti que se sintió reconocida en estas líneas, entonces ya comenzaste el camino de regreso. A tu voz. A tu verdad. A tu vida sin disfraces.

Sanar no es olvidar. Sanar es dejar de mentirse para proteger quien te rompió. No necesitas gritarlo, pero sí decirlo. Aunque sea en voz baja. Aunque sea hoy, frente a esta pantalla, en la soledad de tu habitación. “Eso que me hicieron estuvo mal”.
Y aunque nadie más lo entienda, tú lo sabes. Y eso basta.


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