Capricho disfrazado de consenso

“La peor esclavitud es aquella que no se reconoce como tal”.
— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay una frase que repito con frecuencia a mis alumnos y que hoy quiero traer hasta aquí: “Cuando en una pareja los dos ‘piensan igual’, en realidad uno está pensando por los dos». Y es que vivimos un tiempo extraño, lleno de discursos que hablan de acuerdos, consensos y decisiones compartidas, pero que esconden una trampa silenciosa: la imposición de un deseo individual disfrazado de voluntad común. No hay que ir tan lejos para verlo; basta con observar cómo ciertas relaciones —de pareja, amistad, familia, trabajo o incluso comunidad— funcionan bajo el régimen invisible de una sola cabeza. Una que dicta, persuade, sugiere y acomoda, mientras la otra sostiene la ficción del “estamos de acuerdo”. En el fondo, muchas personas no buscan un diálogo, sino un espejo; no buscan a un otro, sino a alguien que valide sin interrogar. El amor, la lealtad o el simple deseo de evitar tensiones se convierten en terreno fértil para que el capricho se convierta en ley y para que el individualismo salvaje se disfrace de “armonía”.

Hoy quiero reflexionar sobre esa forma contemporánea de egoísmo que no grita, que no golpea la mesa, pero que organiza la vida emocional de quienes la rodean. Este encuentro no es una denuncia moral, sino una invitación a mirar de frente la dinámica del pseudo-consenso. A reconocer cuándo cedemos por miedo y cuándo pedimos que otros cedan en nuestro nombre. A observar con claridad ese lugar donde la diferencia muere, y con ella, la posibilidad de un amor adulto y una convivencia justa.

El capricho moderno: una forma refinada de dominio

Vivimos en una época donde el capricho se ha convertido en virtud. La cultura de la inmediatez, el derecho a la comodidad y la idea de que el mundo debe adaptarse a nuestros estados de ánimo han creado sujetos profundamente convencidos de que su deseo es prioridad absoluta. Lo grave es que muchos ni siquiera lo reconocen como capricho: lo viven como autenticidad, como coherencia consigo mismos. El psicoanalista Donald Winnicott escribió alguna vez que “el verdadero self sólo puede aparecer cuando no se exige al niño que se adapte prematuramente” (Realidad y juego, 1971). Paradójicamente, hoy muchos adultos buscan que todos a su alrededor se adapten a ellos, como si la vida debiera protegerles de la frustración. El capricho moderno no es un berrinche estruendoso; es más sofisticado. Se expresa en frases como “no me gusta”, “me siento incómodo”, “creo que eso no va conmigo” o “si tú me quisieras, entenderías”. Es una forma de gobierno emocional que opera desde la suavidad. No ordena: sugestiona. No exige: insinúa. No impone: emocionaliza la decisión hasta que el otro prefiere ceder. Y una vez cedido, el capricho queda legitimado como acuerdo mutuo.

El problema no es buscar lo que uno quiere. Eso es humano y razonable. El problema es cuando esa voluntad individual se convierte en brújula universal, cuando el deseo de uno se presenta como el bienestar de todos. Ahí surge la trampa más peligrosa: disfrazar la conveniencia personal de armonía colectiva. Como escribió Hannah Arendt, “la persuasión puede ser más tiránica que la fuerza cuando elimina la posibilidad de disentir” (Entre el pasado y el futuro, 1961). Quizá por eso, en las relaciones actuales, muchos dicen creer en el diálogo, pero en realidad esperan que el otro entienda —sin que haya que explicarlo— que “lo mejor” es hacer lo que ellos necesitan. Es el triunfo silencioso del individualismo salvaje: creer que la vida se sostiene mientras todo el mundo piense igual que yo.

El pseudo-consenso: una ilusión que empobrece la relación

¿Qué ocurre cuando alguien dice “estamos de acuerdo” pero no lo está? Lo que ocurre es una renuncia subjetiva, una especie de autocensura afectiva que busca evitar conflicto. El sujeto sacrifica su pensamiento para preservar la relación, olvidando que ninguna relación sana exige ese precio. Como señaló Martin Buber: “Toda vida verdadera es encuentro” (Yo y Tú, 1923). Un encuentro implica dos miradas, no una sola replicada en el otro. El pseudo-consenso opera como un mecanismo de defensa: la persona teme el desacuerdo, teme molestar, teme perder la paz. Entonces dice “sí” para no enfrentar la posibilidad de la diferencia. Pero ese “sí” no construye intimidad; la destruye. Porque la intimidad real se basa en la capacidad de exponerse, de disentir, de revelar el pensamiento propio sin miedo a romper algo. Cuando eso se pierde, la relación se convierte en un teatro donde uno actúa y el otro aplaude.

En psicoanálisis, este fenómeno se reconoce como una modalidad de sumisión afectiva: el sujeto renuncia a su criterio para no desatar la frustración del otro. No es obediencia, es mantenimiento de la ficción: “Si yo no digo nada, todo estará bien”. Pero nada está bien. Lo que se mantiene no es la relación, sino la ilusión de que no hay tensiones. Y esa ilusión, tarde o temprano, cobra un precio emocional altísimo. La ilusión del consenso no sólo afecta a las parejas. Lo vemos en grupos de trabajo donde todos “piensan igual”, aunque nadie se atreva a decir lo contrario. Lo vemos en familias donde una opinión domina y los demás se pliegan. Lo vemos en amistades donde una persona siempre decide. Desde fuera, parece armonía; desde dentro, es silencio. Y como advertía Simone Weil, “el consentimiento real sólo es posible cuando también existe la posibilidad de negarse” (Espera de Dios, 1942).

“La mayoría de la gente no es consciente de su necesidad de obedecer; simplemente siente que seguir a la mayoría es lo correcto”.
— Erich Fromm, El miedo a la libertad (1941)

La sugestión emocional: cuando el deseo del otro ocupa mi lugar

Hay personas que no necesitan imponer nada; basta con que expresen un malestar, una incomodidad o un gesto de desagrado para que quienes las rodean se reorganicen alrededor de su sentir. El otro deja de pensar desde sí mismo y comienza a pensar desde el estado emocional ajeno. Ese es el terreno fértil donde crece la sugestión. El deseo del otro se vuelve brújula de la propia conducta. Sigmund Freud describió este fenómeno como “identificación con el ideal del objeto”, donde el yo renuncia a su criterio para conservar el amor del otro (Psicología de las masas y análisis del yo, 1921). No estamos ante una manipulación consciente, sino ante un lazo afectivo donde el temor a defraudar supera el deseo de ser uno mismo. El sujeto comienza a anticipar lo que el otro quiere, a preverlo, a evitarle molestias, a alinearse sin que se lo pidan. Y así, poco a poco, deja de existir como sujeto diferenciado.

Este tipo de relaciones son, en apariencia, tranquilas. No hay discusiones, no hay peleas, no hay tensiones abiertas. Pero el costo es brutal: el silencio interior del que cede. Ese silencio se llena de cansancio, resentimiento y tristeza, porque la persona empieza a vivir la vida del otro, no la propia. Y nadie puede sostener eso sin quebrarse. El problema con la sugestión emocional es que parece amor. Parece empatía. Parece sensibilidad. Pero no lo es. El amor invita a la diferencia; la sugestión la asfixia. La empatía abre espacio; la sugestión lo reduce. La sensibilidad escucha; la sugestión espera obediencia. Si no se nombra esta dinámica, puede convertirse en una forma de dependencia que destruye lentamente la subjetividad.

La comodidad del que impone: un poder que rara vez se reconoce

En toda relación donde uno piensa por dos, hay alguien que obtiene un beneficio: comodidad. La comodidad de no esforzarse en dialogar, de no tolerar la diferencia, de no revisar sus deseos, de no negociar. Esa comodidad es profundamente humana, pero también profundamente peligrosa. Emmanuel Levinas advirtió que “el egoísmo es la pereza del corazón” (Totalidad e infinito, 1961). Es más fácil pedir, exigir o insinuar que escuchar, comprender y renunciar. El que impone no siempre sabe que lo hace. Muchas veces lo interpreta como sensibilidad: “yo sólo dije que me incomoda”, “yo sólo expresé lo que siento”, “yo sólo pedí que me entiendas”. Pero detrás de esas frases puede esconderse una expectativa invisible: que el mundo —o la relación— se acomode alrededor de su necesidad. La psicología contemporánea lo llama centrado en sí: la incapacidad de considerar que el otro existe con pensamientos, ritmos y deseos propios.

El egoísmo moderno no es agresivo; es narcisista. Está convencido de que su postura es la más razonable, la más lógica, la más humana. Por eso suele sorprenderse cuando alguien se atreve a disentir: “¿pero por qué te molesta?”, “¿por qué te lo tomas personal?”, “¿qué tiene de malo hacerlo así?”. La sorpresa revela el punto ciego: la creencia de que sus decisiones son neutrales, universales, incluso moralmente superiores. Cuando el egoísmo se disfraza de buena voluntad, la relación queda atrapada en un espejismo: parece que ambos están de acuerdo, pero en realidad sólo uno está cómodo. El otro está cansado.

Recuperar la diferencia: condición para amar de verdad

La diferencia no es amenaza: es vínculo. Pensar distinto no rompe nada; rompe más fingir que se piensa igual. Si queremos construir relaciones adultas, profundas y verdaderas, necesitamos recuperar el derecho a disentir. Como escribió Søren Kierkegaard, “la desesperación más profunda es perderse a sí mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Y muchas personas se pierden intentando sostener relaciones donde no hay espacio para la propia voz. Recuperar la diferencia implica reconocer que el otro no está obligado a coincidir conmigo. Implica entender que amar no es exigir, sino escuchar. Implica aceptar que el desacuerdo no es sinónimo de conflicto, sino de humanidad. En análisis, uno de los trabajos más significativos es ayudar al paciente a recuperar su propio criterio, su propio deseo, su propia palabra, después de años de ceder para sostener un pseudo-consenso emocional.

La diferencia es el espacio donde las dos subjetividades se encuentran sin perderse. Es el territorio donde se puede hablar, negociar, disentir, reconciliarse. Sin diferencia, sólo hay fusión; y la fusión, aunque parezca romántica, es una forma de anulación. El sujeto se convierte en sombra del otro, en eco, en asistente emocional. Ninguna relación puede florecer ahí. Por eso, quizá, la frase inicial es más profunda de lo que parece: cuando dos “piensan igual”, alguien está renunciando a sí mismo. La tarea no es romper esas relaciones, sino transformarlas. Hacer espacio para la voz que no se ha escuchado, para el desacuerdo que nunca se ha permitido, para la subjetividad que ha esperado demasiado tiempo en silencio.

Reflexión final

Queridos(as) lectores(as), todos hemos sido alguno de los dos: el que cede demasiado o el que, sin darse cuenta, pide demasiado. Todos hemos participado del engaño del pseudo-consenso. Todos hemos tenido miedo de hablar o hemos disfrutado de que el otro calle. La pregunta importante no es “¿quién tiene la razón?”, sino: ¿qué verdad no se está diciendo en mi relación? ¿Dónde he pensado por dos? ¿Dónde he permitido que otro piense por mí?
¿En qué lugar de mi vida he confundido capricho con amor, comodidad con armonía, silencio con paz?
La diferencia no rompe. Lo que rompe es la renuncia interior. Que podamos recuperar nuestra voz y, desde ella, construir vínculos donde pensar juntos no sea pensar igual, sino pensar de verdad.

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Contra la infatilización del pensamiento

“La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra con dulzura en las almas.”

—San Juan XXIII

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época que se precia de ser más empática, más inclusiva, más humana. Pero en nombre de esa sensibilidad triunfante, hemos comenzado a sospechar —cuando no condenar— una de las más altas capacidades del espíritu humano: el ejercicio libre y riguroso de la razón. No es que pensar esté prohibido, pero cada vez más, pensar con profundidad o disentir con argumentos es visto como una amenaza emocional. La emoción, elevada a dogma, ha comenzado a silenciar todo lo que la contradiga. Y donde la emoción dicta, la verdad debe callar.

Lo que aparece como un triunfo de la compasión es, en muchos casos, una infantilización del discurso público, donde la fragilidad personal se convierte en vara de juicio, y la ofensa subjetiva, en forma de censura. En lugar de adultos que se enfrentan a la complejidad del mundo con valentía, estamos generando generaciones que viven con miedo, como niños que necesitan dormir con la luz prendida. No por ternura, sino por incapacidad de tolerar la oscuridad inevitable del pensamiento, el disenso y la verdad.

La sensibilidad secuestrada

La sensibilidad, entendida como apertura al dolor del otro, es un bien precioso. Pero cuando se transforma en medida única de lo válido, deja de ser virtud y se convierte en tiranía. La cultura contemporánea ha hecho de la emoción el nuevo centro moral: ya no se pregunta si algo es verdadero, basta con que alguien afirme sentirse herido por ello. El filósofo francés, Pascal Bruckner, crítico del sentimentalismo político, escribió que “la compasión, al transformarse en política, se convierte en una maquinaria cruel” (La miseria del bienestar, 2002).

En otras palabras, la emoción desbordada no nos hace más humanos, sino más frágiles, más manipulables y más cerrados al debate. Así, la sensibilidad deja de conectar para comenzar a dominar. “Me duele” se convierte en “no puedes decirlo”. Lo emocional reemplaza al argumento, y cualquier análisis que incomode se etiqueta de inmediato como agresión. En ese contexto, la sensibilidad ya no es el camino hacia el otro, sino el pretexto para suprimirlo.

La razón silenciada

No se trata de una incapacidad para pensar, sino de un abandono voluntario del pensamiento en favor de una emotividad confortable. Se piensa menos, no porque no se pueda, sino porque se prefiere no hacerlo. Pensar incomoda, y la incomodidad ha sido declarada inaceptable. El escritor británico, George Orwell, célebre por su lucidez crítica, escribió: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario” (Colección de ensayos, 1946). Hoy, el engaño no se manifiesta sólo en propaganda abierta, sino en la presión blanda de lo políticamente sentimental, donde la verdad es vista como amenaza y el pensamiento como agresión.

Quien se atreve a matizar, disentir o pensar fuera del molde afectivo del momento, es cancelado moralmente. La figura del “insensible” ha reemplazado a la del “hereje”. Y ante eso, muchos prefieren callar. Pero el silencio, cuando no es fruto de sabiduría, se convierte en complicidad con lo que no se dice. Lo más peligroso no es la censura externa, sino la autocensura que uno aprende para no ser señalado como violento o indiferente. El miedo a incomodar se vuelve el nuevo límite del pensamiento. Y así, poco a poco, la razón se silencia, y el alma se acomoda a un infantilismo afectivo que todo lo justifica con un “me hizo sentir mal”.

Dormir con la luz prendida

La imagen es deliberadamente simbólica: una humanidad que no puede soportar la oscuridad y exige vivir bajo una luz constante, aunque artificial. No se trata sólo del pensamiento: se trata de una cultura que ha decretado que la vida no debe doler, que las palabras no deben herir, que las ideas no deben incomodar, que los símbolos no deben provocar. Pero eso no es humanidad sensible: es negación neurótica de lo real. El filósofo colombiano, Nicolás Gómez Dávila, feroz crítico del pensamiento moderno, escribió: “El hombre moderno no quiere ser liberado de sus cadenas, sino decorarlas” (Escolios a un texto implícito, 1977).

En lugar de asumir la oscuridad como parte de la vida, preferimos rodearla de frases positivas, comodidades psicológicas y validaciones instantáneas. Pero lo oscuro —la duda, la ambigüedad, el dolor— sigue ahí, silenciado, aguardando su regreso por otras vías. Dormir con la luz prendida puede ser comprensible en un niño. Pero cuando una cultura entera necesita esa luz para no entrar en pánico, no estamos ante sensibilidad, sino ante regresión. Y la regresión, cuando se institucionaliza, bloquea toda posibilidad de pensamiento adulto.

Dormir con la luz encendida: metáfora de una época que teme la oscuridad del pensamiento.

El humor como disidencia

En este panorama, el humor es uno de los últimos espacios donde todavía puede decirse lo que está prohibido pensar. No porque el humor sea irresponsable, sino porque permite decir lo verdadero de un modo que el discurso formal ya no tolera. Y por eso el humor incómodo es tan necesario como molesto. El comediante británico, Jimmy Carr, conocido por su humor negro, ha sido duramente criticado por sus chistes sobre religión, discapacidad, el Holocausto o la corrección política. Pero Carr no busca provocar por provocar. En realidad, expone —con sarcasmo quirúrgico— los puntos ciegos de una cultura que se precia de inclusiva, pero que excluye lo que no puede soportar oír.

El actor y director francés, Jacques Weber, afirmó: “El humor es la forma más civilizada de la desesperación” (Itinerario de un actor, 1998). Reír no siempre es frivolidad: a veces es resistencia. Y el que se ríe de lo prohibido no siempre es un insensible. Muchas veces es el único que se atreve a mirar lo que los demás no soportan sin llorar. El humor, cuando es valiente, es un acto de disidencia. No sólo se burla de lo ridículo, sino que recuerda —con brutal ternura— que la vida no siempre será amable, y que pensar no siempre será agradable. Si un chiste, una manera de expresar lo que cuesta de otro modo, ofende, habría que preguntarnos exactamente qué es lo que nos ofende y por qué. Y eso, en definitiva, es una invitación a reflexionar y no contestar por contestar.

Pensar como forma de adultez

La madurez no consiste en abandonar los sentimientos, sino en ponerlos al servicio de la verdad y no por encima de ella. Sentir es parte de la vida; pero dejar de pensar para no molestar lo que se siente, es una forma lenta de destrucción espiritual. El activista estadounidense, Ambrose Redmoon, escribió: “No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe que hay cosas más importantes que el miedo” (No Peaceful Warriors!, 1991). En nuestra época, entre esas cosas más importantes está el pensamiento libre.

Pensar, hoy, exige coraje: no sólo intelectual, sino moral. Porque no pensar es cómodo, pero pensar es quizás el acto más adulto que nos queda en un mundo que prefiere emociones pasteurizadas y obediencia afectiva. Quien piensa de verdad está dispuesto a perder afectos, aplausos y seguridades. Pero gana algo mucho más grande: la posibilidad de vivir con la luz apagada y la conciencia encendida.

Conclusión: amar la verdad es amar la libertad

Pensar no es lo contrario de sentir. Pero sí es su límite necesario. Una cultura donde nadie puede decir la verdad por miedo a herir, tarde o temprano se convierte en una cultura donde nadie puede amar de verdad. Porque el amor también exige decir lo difícil, mirar lo que duele, abrazar lo que no siempre es amable. Buscar la verdad, con valentía y con humildad, no es un ejercicio de soberbia racional. Es una forma profunda de amor: hacia lo real, hacia los otros, hacia uno mismo. Porque sólo quien se atreve a pensar puede también comprender, perdonar y amar.

Y por eso, tal vez ha llegado el momento de apagar la luz con la que pretendemos protegernos, y aprender a caminar en la noche como adultos: con fe, con razón, con humor, con coraje. Sin embargo, es apropiado decir algo: decir la verdad es no ofender, no humillar, no denigrar. Habrá quienes estén dispuestos a escuchar y a entablar un diálogo, habrá quienes no. Uno decide si se queda o se va. Uno decide si ver el stand up de alguien como Jimmy Carr o mejor ver una novela turca.

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La pereza de enterarse

«La pereza es el hábito por el cual el hombre siente flojera de hacer lo bueno y evitar lo malo».

-Ramón Llull

Queridos(as) lectores(as):

¿Por qué decidieron leer esto? Quizá por simple curiosidad, morbo o tal vez por enojo ante un título provocador. Posiblemente alguien se los compartió afirmando que les haría ruido, tocando fibras sensibles. Porque sabemos que a veces la curiosidad vence a la pereza. Sin embargo, la mayoría opta por quedarse con la superficie. Abrir un texto no implica necesariamente leerlo con atención; mucho menos entenderlo. Y comprender, implica una acción posterior, algo que hoy en día parece una exigencia insoportable para muchas personas. En palabras de Michel Foucault: «El saber no está hecho para comprender, está hecho para cortar» (La arqueología del saber, 1969). Es decir, el conocimiento genuino no es cómodo, está diseñado para provocar y transformar.

Vivimos en la era digital. Nunca antes habíamos tenido tanto acceso a la información: libros, artículos, ensayos, podcasts, películas, documentales. Y, sin embargo, nunca habíamos leído ni reflexionado tan poco. Según Zygmunt Bauman en su libro Modernidad Líquida (2000), «Vivimos tiempos líquidos, nada permanece, todo es inmediato y descartable». Este fenómeno también afecta la información que consumimos, pues preferimos datos efímeros a verdades sólidas que requieren análisis y reflexión. Umberto Eco lo expresó claramente al decir: «Las redes sociales le han dado el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad» (conferencia en Turín, 2015). Ahora, la información está a nuestro alcance, pero preferimos trivializarla antes que entenderla en profundidad.

Morbo sí, contexto no: la ignorancia como refugio emocional

El morbo vende y lo sabemos. Preferimos historias rápidas, impactantes y emocionales que no exigen demasiado esfuerzo intelectual. Se comparten y se consumen imágenes y noticias fuera de contexto sin analizar las fuentes, sin cuestionar. Vivimos de fragmentos editados para generar impacto. José Saramago sentenció en una entrevista con El País en 2009: «Vivimos en un mundo en que la mayoría es analfabeta funcional». Leemos poco y mal, sin retener ni entender el fondo. Parece que preferimos sentir antes que pensar, porque pensar exige tiempo, y el tiempo es lo que menos queremos invertir en la comprensión profunda del mundo que habitamos.

No querer saber es también una forma de protegerse. Preferimos no enterarnos de ciertas realidades incómodas porque generan angustia. Erich Fromm señaló en su libro El miedo a la libertad (1941) que las personas a menudo renuncian voluntariamente a la libertad (y al conocimiento), porque asumirla implica responsabilidad, compromiso y, muchas veces, dolor. Es más sencillo entretenerse con programas banales que confrontarse con noticias sobre injusticias sociales o tragedias humanas, ya que esto implicaría enfrentar la impotencia y el dolor propio.

Leer es incomodarse

La lectura implica incomodidad porque exige cuestionar, analizar, dudar y cambiar. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, escribió en Temor y temblor (1843): «La vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia adelante». Leer en profundidad nos obliga a confrontarnos con nuestras creencias y prejuicios. Prefieren algunos evadir esta incomodidad a través del entretenimiento superficial, olvidando que el crecimiento implica inevitablemente incomodarse. Es insuficiente sólo leer sin comprender profundamente lo leído. Jorge Luis Borges afirmaba en su ensayo La biblioteca total (1939): «Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído». No importa cuánto se haya leído, sino cuánto se haya comprendido y aplicado. Leer sin comprender es acumular información inútil. Necesitamos reflexionar y convertir la información en conocimiento genuino, en algo útil que nos transforme como seres humanos.

Hay algo que nos atraviesa cuando nos topamos con una verdad que no coincide con lo que esperábamos leer. Esperamos validación, consuelo, confirmación de nuestras creencias. Pero la verdad rara vez viene disfrazada de halago. Lo que uno espera leer muchas veces es una versión amable del mundo, una narrativa que nos acomode, que nos permita seguir igual. Pero la verdad, por su propia naturaleza, incomoda, descoloca, nos hace tambalear. Y cuando eso ocurre, algo dentro de nosotros se rebela. Empezamos a desacreditar la fuente, a atacar el tono, a decir que el texto es «prepotente» o «innecesariamente agresivo». Pero lo que duele no es la forma, sino el fondo. No es que esté mal escrito: es que está diciendo algo que no queríamos aceptar. La filósofa Simone Weil escribió: «La inteligencia no puede ser conducida a la verdad sino por el deseo de la verdad» (La gravedad y la gracia, 1947). Y ese deseo, hoy por hoy, parece escaso. Queremos lecturas que nos abracen, no que nos confronten. Queremos textos que sean mantas, no espejos.

La belleza de enterarse

Finalmente, no todo es crítica ni reclamo. La decisión de saber, enterarse y profundizar sigue siendo una postura valiente y amorosa. Carl Sagan afirmó en El mundo y sus demonios (1995): «El saber no sólo nos empodera, también nos da felicidad». Informarnos, comprender y actuar sobre ello, es un acto amoroso hacia la vida y hacia la humanidad. La lectura es un acto revolucionario contra la ignorancia, contra la apatía. En palabras del escritor Ray Bradbury en Fahrenheit 451 (1953): «No hay que quemar libros para destruir una cultura. Basta con que la gente deje de leerlos». Por eso, hoy más que nunca, decidir enterarse es un acto de resistencia intelectual y emocional.

Si llegaron hasta aquí, gracias. No era sencillo, y quizás dolió, pero valió la pena. Como diría George Orwell en su obra 1984 (1949): «En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario».

¿Y ustedes? ¿Ya se enteraron?