“La peor esclavitud es aquella que no se reconoce como tal”.
— Friedrich Nietzsche
Queridos(as) lectores(as):
Hay una frase que repito con frecuencia a mis alumnos y que hoy quiero traer hasta aquí: “Cuando en una pareja los dos ‘piensan igual’, en realidad uno está pensando por los dos». Y es que vivimos un tiempo extraño, lleno de discursos que hablan de acuerdos, consensos y decisiones compartidas, pero que esconden una trampa silenciosa: la imposición de un deseo individual disfrazado de voluntad común. No hay que ir tan lejos para verlo; basta con observar cómo ciertas relaciones —de pareja, amistad, familia, trabajo o incluso comunidad— funcionan bajo el régimen invisible de una sola cabeza. Una que dicta, persuade, sugiere y acomoda, mientras la otra sostiene la ficción del “estamos de acuerdo”. En el fondo, muchas personas no buscan un diálogo, sino un espejo; no buscan a un otro, sino a alguien que valide sin interrogar. El amor, la lealtad o el simple deseo de evitar tensiones se convierten en terreno fértil para que el capricho se convierta en ley y para que el individualismo salvaje se disfrace de “armonía”.
Hoy quiero reflexionar sobre esa forma contemporánea de egoísmo que no grita, que no golpea la mesa, pero que organiza la vida emocional de quienes la rodean. Este encuentro no es una denuncia moral, sino una invitación a mirar de frente la dinámica del pseudo-consenso. A reconocer cuándo cedemos por miedo y cuándo pedimos que otros cedan en nuestro nombre. A observar con claridad ese lugar donde la diferencia muere, y con ella, la posibilidad de un amor adulto y una convivencia justa.
El capricho moderno: una forma refinada de dominio
Vivimos en una época donde el capricho se ha convertido en virtud. La cultura de la inmediatez, el derecho a la comodidad y la idea de que el mundo debe adaptarse a nuestros estados de ánimo han creado sujetos profundamente convencidos de que su deseo es prioridad absoluta. Lo grave es que muchos ni siquiera lo reconocen como capricho: lo viven como autenticidad, como coherencia consigo mismos. El psicoanalista Donald Winnicott escribió alguna vez que “el verdadero self sólo puede aparecer cuando no se exige al niño que se adapte prematuramente” (Realidad y juego, 1971). Paradójicamente, hoy muchos adultos buscan que todos a su alrededor se adapten a ellos, como si la vida debiera protegerles de la frustración. El capricho moderno no es un berrinche estruendoso; es más sofisticado. Se expresa en frases como “no me gusta”, “me siento incómodo”, “creo que eso no va conmigo” o “si tú me quisieras, entenderías”. Es una forma de gobierno emocional que opera desde la suavidad. No ordena: sugestiona. No exige: insinúa. No impone: emocionaliza la decisión hasta que el otro prefiere ceder. Y una vez cedido, el capricho queda legitimado como acuerdo mutuo.
El problema no es buscar lo que uno quiere. Eso es humano y razonable. El problema es cuando esa voluntad individual se convierte en brújula universal, cuando el deseo de uno se presenta como el bienestar de todos. Ahí surge la trampa más peligrosa: disfrazar la conveniencia personal de armonía colectiva. Como escribió Hannah Arendt, “la persuasión puede ser más tiránica que la fuerza cuando elimina la posibilidad de disentir” (Entre el pasado y el futuro, 1961). Quizá por eso, en las relaciones actuales, muchos dicen creer en el diálogo, pero en realidad esperan que el otro entienda —sin que haya que explicarlo— que “lo mejor” es hacer lo que ellos necesitan. Es el triunfo silencioso del individualismo salvaje: creer que la vida se sostiene mientras todo el mundo piense igual que yo.
El pseudo-consenso: una ilusión que empobrece la relación
¿Qué ocurre cuando alguien dice “estamos de acuerdo” pero no lo está? Lo que ocurre es una renuncia subjetiva, una especie de autocensura afectiva que busca evitar conflicto. El sujeto sacrifica su pensamiento para preservar la relación, olvidando que ninguna relación sana exige ese precio. Como señaló Martin Buber: “Toda vida verdadera es encuentro” (Yo y Tú, 1923). Un encuentro implica dos miradas, no una sola replicada en el otro. El pseudo-consenso opera como un mecanismo de defensa: la persona teme el desacuerdo, teme molestar, teme perder la paz. Entonces dice “sí” para no enfrentar la posibilidad de la diferencia. Pero ese “sí” no construye intimidad; la destruye. Porque la intimidad real se basa en la capacidad de exponerse, de disentir, de revelar el pensamiento propio sin miedo a romper algo. Cuando eso se pierde, la relación se convierte en un teatro donde uno actúa y el otro aplaude.
En psicoanálisis, este fenómeno se reconoce como una modalidad de sumisión afectiva: el sujeto renuncia a su criterio para no desatar la frustración del otro. No es obediencia, es mantenimiento de la ficción: “Si yo no digo nada, todo estará bien”. Pero nada está bien. Lo que se mantiene no es la relación, sino la ilusión de que no hay tensiones. Y esa ilusión, tarde o temprano, cobra un precio emocional altísimo. La ilusión del consenso no sólo afecta a las parejas. Lo vemos en grupos de trabajo donde todos “piensan igual”, aunque nadie se atreva a decir lo contrario. Lo vemos en familias donde una opinión domina y los demás se pliegan. Lo vemos en amistades donde una persona siempre decide. Desde fuera, parece armonía; desde dentro, es silencio. Y como advertía Simone Weil, “el consentimiento real sólo es posible cuando también existe la posibilidad de negarse” (Espera de Dios, 1942).

— Erich Fromm, El miedo a la libertad (1941)
La sugestión emocional: cuando el deseo del otro ocupa mi lugar
Hay personas que no necesitan imponer nada; basta con que expresen un malestar, una incomodidad o un gesto de desagrado para que quienes las rodean se reorganicen alrededor de su sentir. El otro deja de pensar desde sí mismo y comienza a pensar desde el estado emocional ajeno. Ese es el terreno fértil donde crece la sugestión. El deseo del otro se vuelve brújula de la propia conducta. Sigmund Freud describió este fenómeno como “identificación con el ideal del objeto”, donde el yo renuncia a su criterio para conservar el amor del otro (Psicología de las masas y análisis del yo, 1921). No estamos ante una manipulación consciente, sino ante un lazo afectivo donde el temor a defraudar supera el deseo de ser uno mismo. El sujeto comienza a anticipar lo que el otro quiere, a preverlo, a evitarle molestias, a alinearse sin que se lo pidan. Y así, poco a poco, deja de existir como sujeto diferenciado.
Este tipo de relaciones son, en apariencia, tranquilas. No hay discusiones, no hay peleas, no hay tensiones abiertas. Pero el costo es brutal: el silencio interior del que cede. Ese silencio se llena de cansancio, resentimiento y tristeza, porque la persona empieza a vivir la vida del otro, no la propia. Y nadie puede sostener eso sin quebrarse. El problema con la sugestión emocional es que parece amor. Parece empatía. Parece sensibilidad. Pero no lo es. El amor invita a la diferencia; la sugestión la asfixia. La empatía abre espacio; la sugestión lo reduce. La sensibilidad escucha; la sugestión espera obediencia. Si no se nombra esta dinámica, puede convertirse en una forma de dependencia que destruye lentamente la subjetividad.
La comodidad del que impone: un poder que rara vez se reconoce
En toda relación donde uno piensa por dos, hay alguien que obtiene un beneficio: comodidad. La comodidad de no esforzarse en dialogar, de no tolerar la diferencia, de no revisar sus deseos, de no negociar. Esa comodidad es profundamente humana, pero también profundamente peligrosa. Emmanuel Levinas advirtió que “el egoísmo es la pereza del corazón” (Totalidad e infinito, 1961). Es más fácil pedir, exigir o insinuar que escuchar, comprender y renunciar. El que impone no siempre sabe que lo hace. Muchas veces lo interpreta como sensibilidad: “yo sólo dije que me incomoda”, “yo sólo expresé lo que siento”, “yo sólo pedí que me entiendas”. Pero detrás de esas frases puede esconderse una expectativa invisible: que el mundo —o la relación— se acomode alrededor de su necesidad. La psicología contemporánea lo llama centrado en sí: la incapacidad de considerar que el otro existe con pensamientos, ritmos y deseos propios.
El egoísmo moderno no es agresivo; es narcisista. Está convencido de que su postura es la más razonable, la más lógica, la más humana. Por eso suele sorprenderse cuando alguien se atreve a disentir: “¿pero por qué te molesta?”, “¿por qué te lo tomas personal?”, “¿qué tiene de malo hacerlo así?”. La sorpresa revela el punto ciego: la creencia de que sus decisiones son neutrales, universales, incluso moralmente superiores. Cuando el egoísmo se disfraza de buena voluntad, la relación queda atrapada en un espejismo: parece que ambos están de acuerdo, pero en realidad sólo uno está cómodo. El otro está cansado.
Recuperar la diferencia: condición para amar de verdad
La diferencia no es amenaza: es vínculo. Pensar distinto no rompe nada; rompe más fingir que se piensa igual. Si queremos construir relaciones adultas, profundas y verdaderas, necesitamos recuperar el derecho a disentir. Como escribió Søren Kierkegaard, “la desesperación más profunda es perderse a sí mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Y muchas personas se pierden intentando sostener relaciones donde no hay espacio para la propia voz. Recuperar la diferencia implica reconocer que el otro no está obligado a coincidir conmigo. Implica entender que amar no es exigir, sino escuchar. Implica aceptar que el desacuerdo no es sinónimo de conflicto, sino de humanidad. En análisis, uno de los trabajos más significativos es ayudar al paciente a recuperar su propio criterio, su propio deseo, su propia palabra, después de años de ceder para sostener un pseudo-consenso emocional.
La diferencia es el espacio donde las dos subjetividades se encuentran sin perderse. Es el territorio donde se puede hablar, negociar, disentir, reconciliarse. Sin diferencia, sólo hay fusión; y la fusión, aunque parezca romántica, es una forma de anulación. El sujeto se convierte en sombra del otro, en eco, en asistente emocional. Ninguna relación puede florecer ahí. Por eso, quizá, la frase inicial es más profunda de lo que parece: cuando dos “piensan igual”, alguien está renunciando a sí mismo. La tarea no es romper esas relaciones, sino transformarlas. Hacer espacio para la voz que no se ha escuchado, para el desacuerdo que nunca se ha permitido, para la subjetividad que ha esperado demasiado tiempo en silencio.
Reflexión final
Queridos(as) lectores(as), todos hemos sido alguno de los dos: el que cede demasiado o el que, sin darse cuenta, pide demasiado. Todos hemos participado del engaño del pseudo-consenso. Todos hemos tenido miedo de hablar o hemos disfrutado de que el otro calle. La pregunta importante no es “¿quién tiene la razón?”, sino: ¿qué verdad no se está diciendo en mi relación? ¿Dónde he pensado por dos? ¿Dónde he permitido que otro piense por mí?
¿En qué lugar de mi vida he confundido capricho con amor, comodidad con armonía, silencio con paz? La diferencia no rompe. Lo que rompe es la renuncia interior. Que podamos recuperar nuestra voz y, desde ella, construir vínculos donde pensar juntos no sea pensar igual, sino pensar de verdad.
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