El peso invisible de quienes sostienen

“Obrar responsablemente significa, en primer lugar, asumir que nuestras acciones nos comprometen más allá del instante y que, una vez realizadas, ya no podemos retirarnos de sus consecuencias”
—Hans Jonas

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que no pueden darse el lujo de quebrarse. No porque sean más fuertes que los demás, sino porque si caen, algo más cae con ellos. No es heroísmo ni vocación de sacrificio; muchas veces es simple realidad. Alguien tiene que sostener, y ese alguien suele hacerlo sin aplausos, sin relato y sin permiso para detenerse. Vivimos en una época que dice valorar la vulnerabilidad, pero sólo cierta vulnerabilidad: la que se puede narrar, mostrar, estetizar. Hay fragilidades que no caben en ese marco, porque exhibirlas tendría consecuencias. La fragilidad del que decide, del que cuida, del que responde por otros no se celebra; se exige que sea administrada en silencio.

Por eso me resulta tan potente que el manga/anime Record of Ragnarok haya puesto en escena figuras como el dios Hades y al emperador Qin Shi Huang. No como símbolos de fuerza ruidosa, sino como personajes atravesados por una carga interior constante. No luchan únicamente contra un adversario externo, sino contra el peso íntimo de sostener un lugar que no admite descanso. Hoy quiero pensar contigo —sin prisa, como frente a un café— qué sucede por dentro de quienes sostienen sin poder correrse. No para glorificar el sufrimiento, sino para nombrar una experiencia humana que suele quedar fuera del discurso contemporáneo.

Hades y la dignidad de responder

Hades no gobierna desde el espectáculo ni desde el reconocimiento. Su poder no se apoya en el carisma, sino en la estabilidad. Es el dios que mantiene el orden sin ser visto, el que sostiene para que otros puedan habitar. Y eso lo vuelve una figura incómoda en una cultura que asocia valor con visibilidad. En Record of Ragnarok, Hades no combate para demostrar superioridad ni para ganar afecto. Combate porque entiende que su lugar implica responder. No hay queja ni dramatización; hay aceptación de una tarea que no eligió del todo, pero que asume como propia.

Aquí resulta iluminador el pensamiento de Paul Ricoeur, cuando reflexiona sobre la identidad ligada a la responsabilidad. Ricoeur escribe: “El sí mismo no se comprende a partir de una sustancia inmutable, sino a partir de la capacidad de responder de sus actos, de mantener una palabra y de sostener una promesa, incluso cuando hacerlo implica pérdida o renuncia” (Sí mismo como otro, 1990). Hades encarna precisamente esta forma de identidad: no la del que brilla, sino la del que responde. En un mundo que mide el valor por el impacto, su figura recuerda algo esencial: hay dignidades que sólo existen cuando alguien está dispuesto a cargar sin ser visto.

Qin Shi Huang: el cuerpo como lugar del costo

Si Hades sostiene desde el silencio, Qin Shi Huang sostiene desde el cuerpo. En Record of Ragnarok, su figura resulta perturbadora porque muestra con crudeza que el poder no es sólo una posición simbólica, sino una experiencia encarnada, dolorosa, que deja marca. Qin no puede tocar sin herirse. Cada contacto es sufrimiento. Su cuerpo se convierte en el lugar donde se inscribe el precio de gobernar. No puede delegar ese dolor, ni anestesiarlo sin perder aquello que lo define. El poder, en su caso, no es distancia: es exposición.

Hans Jonas, filósofo alemán, pensó con mucha seriedad esta dimensión del poder y la responsabilidad. En El principio de responsabilidad (1979) advierte: “Quien actúa asume una carga que no puede disolverse en la colectividad ni repartirse sin más; la responsabilidad recae de manera asimétrica sobre quien decide, y esa carga es inseparable de la acción misma”. Qin no es admirable por ser invulnerable, sino porque no huye del costo que implica su lugar. En una época que promete poder sin consecuencias, su figura incomoda porque recuerda una verdad incómoda: toda autoridad real se paga, y muchas veces se paga en soledad.

“El mayor peso no es el que se ve, sino el que no encuentra palabras».
—Maurice Blanchot

El poder que aísla

El cine ha sabido mostrar con gran honestidad esta soledad. En El Padrino II (1990), Michael Corleone descubre que cuanto más asciende, más se estrecha su mundo. El poder no lo libera; lo encierra. No hay descanso posible, ni diálogo genuino, ni regreso a la inocencia. La música también ha sabido nombrar esta experiencia sin edulcorarla. Leonard Cohen lo expresa con crudeza cuando canta: “There is a loneliness in this world so great that you can see it in the slow movement of the hands of a clock / Hay una soledad en este mundo tan grande que puedes verla en el movimiento lento de las manecillas del reloj» (Songs of Love and Hate, 1971). No es una soledad romántica, sino una soledad estructural, ligada a ciertos lugares que se habitan sin compañía.

Estas obras no glorifican el poder; lo desnundan. Muestran que decidir, gobernar o sostener no es un privilegio limpio, sino una experiencia ambigua, muchas veces amarga. Y por eso incomodan tanto a una cultura que quiere éxito sin herida. Hades, Qin, Michael Corleone o la voz cansada de Cohen dicen lo mismo desde lenguajes distintos: hay posiciones que se asumen a costa de la propia intimidad. Y no siempre hay alguien que sostenga al que sostiene.

Los que sostienen en la vida cotidiana

Todo esto no ocurre sólo en mitos, animes o películas. Ocurre todos los días. En el padre o la madre que no puede quebrarse. En el cuidador que no tiene relevo. En quien toma decisiones difíciles sabiendo que no todos quedarán conformes. En quienes cargan sin permiso para caer. José Ortega y Gasset lo dijo con una claridad que sigue vigente: “La vida no es algo que se nos da hecho, sino algo que hay que hacer; es tarea, problema y quehacer incesante” (Meditaciones del Quijote, 1914). Vivir no es simplemente experimentar, sino sostener una forma de estar en el mundo.

Nuestra época celebra al que se expresa, pero suele pasar por alto al que resiste. Al que sigue sin discurso, sin épica, sin relato heroico. Y, sin embargo, gran parte del mundo se mantiene en pie gracias a esas figuras silenciosas. Tal vez por eso estas historias nos tocan tanto. Porque, en algún punto, todos hemos sido —o somos— quienes sostienen sin permiso de quebrarse. Nombrarlo no es debilitarse; es reconocer la verdad de esa carga.

Reflexión final

Déjame dejarte con estas preguntas, sin cerrarlas:

  • ¿Qué cargas sostienes hoy que nadie ve?
  • ¿Qué precio estás pagando en silencio?
  • ¿Quién sostiene al que sostiene?

Pensar esto no nos hace frágiles. Nos vuelve más honestos.

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Gracias por quedarte.
Nos leemos.

Carta a quien llega cansado(a)

Querido lector, querida lectora:

No sé en qué momento exacto llegaste hasta aquí. Tal vez fue por curiosidad, tal vez por cansancio, tal vez porque algo en ti —que no siempre sabe explicarse— pidió silencio y palabras honestas al mismo tiempo. Sea como sea, quiero que sepas algo desde el inicio: no llegas tarde, ni llegas mal, ni llegas roto(a). Llegas humano(a). Es posible que estés cansado(a). Cansado(a) de intentar, de sostener, de explicar lo que te duele sin encontrar del todo las palabras. Cansado(a) de los silencios propios y ajenos. De la tristeza que no siempre se deja nombrar. De esa sensación de ir cumpliendo con todo mientras por dentro algo pide tregua. Si es así, no estás solo(a). De verdad: no lo estás.

La Historia —la verdadera, no la de los monumentos— está llena de hombres y mujeres cansados. No héroes incansables, sino personas que siguieron adelante aun cuando el alma pedía sentarse. Fiódor Dostoievski escribió Crimen y castigo acosado por deudas, epilepsia y una culpa que no era sólo literaria. En una carta confiesa: “He sido probado hasta el límite de mis fuerzas” (Cartas, 1867). Y sin embargo, siguió escribiendo, no para triunfar, sino para no mentirse. Marina Tsvietáieva, poeta rusa marcada por el exilio, el hambre y la pérdida, escribió algo que no tiene nada de grandilocuente y lo dice todo: “No hay nada más terrible que vivir sin fe en la vida” (Cuadernos, 1919). No hablaba de optimismo, sino de esa fe mínima que a veces sólo consiste en no rendirse hoy.

Estas Crónicas no nacieron para dar recetas ni para levantar consignas. Nacieron desde el mismo lugar desde donde ahora te escribo: desde la experiencia de saberse frágil, desde el intento sincero de comprender lo que duele sin convertirlo en espectáculo ni en consigna vacía. Aquí no se trata de “pensar positivo”, ni de negar el dolor, ni de apurarte a sanar. Aquí se trata de acompañar. Hay días —quizá hoy sea uno de ellos— en los que no se puede con todo. Y eso no te hace débil. Albert Camus, que sabía algo del absurdo y del cansancio, escribió: “El verdadero esfuerzo es el que se hace cada día para no ceder” (El mito de Sísifo, 1942). No hablaba de grandes gestas, sino de ese gesto silencioso de levantarse aun cuando no hay aplausos ni certezas.

Tal vez hoy no tengas fuerzas para grandes decisiones. Está bien. A veces resistir ya es una forma de valentía. Seguir leyendo cuando uno está cansado también lo es. Permanecer, aunque sea con dudas, aunque sea con miedo, aunque sea con el corazón en pausa, también cuenta. No todo coraje grita; hay un coraje silencioso que simplemente no se rinde. Pienso también en Abraham Lincoln, que atravesó fracasos políticos, pérdidas familiares profundas y una melancolía persistente. En medio de la guerra civil escribió: “Con frecuencia me he visto llevado al borde de la desesperación, pero no podía rendirme” (Carta a Joshua Speed, 1841). No porque fuera invulnerable, sino porque sabía que rendirse también tenía consecuencias.

“Hay un cansancio que no es del cuerpo, sino de la vida misma”
—Fernando Pessoa (Libro del desasosiego, 1982)

Quisiera decirte algo con claridad y sin dramatismos: no te rindas. No porque todo vaya a mejorar mágicamente, no porque el dolor tenga siempre una explicación justa, sino porque tú vales más que el cansancio que hoy te pesa. Porque incluso en medio de la tristeza hay algo en ti que sigue buscando sentido, verdad, descanso. Y eso ya es un gesto profundamente humano y digno. León Tolstói, en uno de sus momentos de crisis más severos, escribió: “Mientras hay vida, hay posibilidad de bien” (Confesión, 1882). No lo dijo desde la comodidad, sino desde el borde. Desde ese lugar donde uno no promete felicidad, pero se niega a cerrar del todo la puerta.Si continúas leyendo estas páginas, ojalá encuentres aquí un lugar donde puedas bajar la guardia. Un espacio donde pensar no sea una carga, donde sentir no sea un pecado, donde la inteligencia y la ternura puedan caminar juntas sin hacerse daño. Escribo para acompañarte un tramo del camino, no para decirte cómo vivirlo.

Gracias por quedarte. Gracias por leer. Gracias, incluso, por tu cansancio: habla de alguien que ha vivido, que ha amado, que ha intentado. Simone Weil, otra gran cansada lúcida, escribió: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (La gravedad y la gracia, 1947). Si has llegado hasta aquí, ya has ejercido esa atención contigo mismo(a).

Te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván. Y si lo deseas, a escribirme. A veces una palabra compartida no resuelve la vida, pero la vuelve un poco más habitable. No prometo respuestas fáciles, pero sí una compañía honesta.

Aquí seguimos.
Con el corazón abierto.

Atte.

Héctor Chávez

Capricho disfrazado de consenso

“La peor esclavitud es aquella que no se reconoce como tal”.
— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay una frase que repito con frecuencia a mis alumnos y que hoy quiero traer hasta aquí: “Cuando en una pareja los dos ‘piensan igual’, en realidad uno está pensando por los dos». Y es que vivimos un tiempo extraño, lleno de discursos que hablan de acuerdos, consensos y decisiones compartidas, pero que esconden una trampa silenciosa: la imposición de un deseo individual disfrazado de voluntad común. No hay que ir tan lejos para verlo; basta con observar cómo ciertas relaciones —de pareja, amistad, familia, trabajo o incluso comunidad— funcionan bajo el régimen invisible de una sola cabeza. Una que dicta, persuade, sugiere y acomoda, mientras la otra sostiene la ficción del “estamos de acuerdo”. En el fondo, muchas personas no buscan un diálogo, sino un espejo; no buscan a un otro, sino a alguien que valide sin interrogar. El amor, la lealtad o el simple deseo de evitar tensiones se convierten en terreno fértil para que el capricho se convierta en ley y para que el individualismo salvaje se disfrace de “armonía”.

Hoy quiero reflexionar sobre esa forma contemporánea de egoísmo que no grita, que no golpea la mesa, pero que organiza la vida emocional de quienes la rodean. Este encuentro no es una denuncia moral, sino una invitación a mirar de frente la dinámica del pseudo-consenso. A reconocer cuándo cedemos por miedo y cuándo pedimos que otros cedan en nuestro nombre. A observar con claridad ese lugar donde la diferencia muere, y con ella, la posibilidad de un amor adulto y una convivencia justa.

El capricho moderno: una forma refinada de dominio

Vivimos en una época donde el capricho se ha convertido en virtud. La cultura de la inmediatez, el derecho a la comodidad y la idea de que el mundo debe adaptarse a nuestros estados de ánimo han creado sujetos profundamente convencidos de que su deseo es prioridad absoluta. Lo grave es que muchos ni siquiera lo reconocen como capricho: lo viven como autenticidad, como coherencia consigo mismos. El psicoanalista Donald Winnicott escribió alguna vez que “el verdadero self sólo puede aparecer cuando no se exige al niño que se adapte prematuramente” (Realidad y juego, 1971). Paradójicamente, hoy muchos adultos buscan que todos a su alrededor se adapten a ellos, como si la vida debiera protegerles de la frustración. El capricho moderno no es un berrinche estruendoso; es más sofisticado. Se expresa en frases como “no me gusta”, “me siento incómodo”, “creo que eso no va conmigo” o “si tú me quisieras, entenderías”. Es una forma de gobierno emocional que opera desde la suavidad. No ordena: sugestiona. No exige: insinúa. No impone: emocionaliza la decisión hasta que el otro prefiere ceder. Y una vez cedido, el capricho queda legitimado como acuerdo mutuo.

El problema no es buscar lo que uno quiere. Eso es humano y razonable. El problema es cuando esa voluntad individual se convierte en brújula universal, cuando el deseo de uno se presenta como el bienestar de todos. Ahí surge la trampa más peligrosa: disfrazar la conveniencia personal de armonía colectiva. Como escribió Hannah Arendt, “la persuasión puede ser más tiránica que la fuerza cuando elimina la posibilidad de disentir” (Entre el pasado y el futuro, 1961). Quizá por eso, en las relaciones actuales, muchos dicen creer en el diálogo, pero en realidad esperan que el otro entienda —sin que haya que explicarlo— que “lo mejor” es hacer lo que ellos necesitan. Es el triunfo silencioso del individualismo salvaje: creer que la vida se sostiene mientras todo el mundo piense igual que yo.

El pseudo-consenso: una ilusión que empobrece la relación

¿Qué ocurre cuando alguien dice “estamos de acuerdo” pero no lo está? Lo que ocurre es una renuncia subjetiva, una especie de autocensura afectiva que busca evitar conflicto. El sujeto sacrifica su pensamiento para preservar la relación, olvidando que ninguna relación sana exige ese precio. Como señaló Martin Buber: “Toda vida verdadera es encuentro” (Yo y Tú, 1923). Un encuentro implica dos miradas, no una sola replicada en el otro. El pseudo-consenso opera como un mecanismo de defensa: la persona teme el desacuerdo, teme molestar, teme perder la paz. Entonces dice “sí” para no enfrentar la posibilidad de la diferencia. Pero ese “sí” no construye intimidad; la destruye. Porque la intimidad real se basa en la capacidad de exponerse, de disentir, de revelar el pensamiento propio sin miedo a romper algo. Cuando eso se pierde, la relación se convierte en un teatro donde uno actúa y el otro aplaude.

En psicoanálisis, este fenómeno se reconoce como una modalidad de sumisión afectiva: el sujeto renuncia a su criterio para no desatar la frustración del otro. No es obediencia, es mantenimiento de la ficción: “Si yo no digo nada, todo estará bien”. Pero nada está bien. Lo que se mantiene no es la relación, sino la ilusión de que no hay tensiones. Y esa ilusión, tarde o temprano, cobra un precio emocional altísimo. La ilusión del consenso no sólo afecta a las parejas. Lo vemos en grupos de trabajo donde todos “piensan igual”, aunque nadie se atreva a decir lo contrario. Lo vemos en familias donde una opinión domina y los demás se pliegan. Lo vemos en amistades donde una persona siempre decide. Desde fuera, parece armonía; desde dentro, es silencio. Y como advertía Simone Weil, “el consentimiento real sólo es posible cuando también existe la posibilidad de negarse” (Espera de Dios, 1942).

“La mayoría de la gente no es consciente de su necesidad de obedecer; simplemente siente que seguir a la mayoría es lo correcto”.
— Erich Fromm, El miedo a la libertad (1941)

La sugestión emocional: cuando el deseo del otro ocupa mi lugar

Hay personas que no necesitan imponer nada; basta con que expresen un malestar, una incomodidad o un gesto de desagrado para que quienes las rodean se reorganicen alrededor de su sentir. El otro deja de pensar desde sí mismo y comienza a pensar desde el estado emocional ajeno. Ese es el terreno fértil donde crece la sugestión. El deseo del otro se vuelve brújula de la propia conducta. Sigmund Freud describió este fenómeno como “identificación con el ideal del objeto”, donde el yo renuncia a su criterio para conservar el amor del otro (Psicología de las masas y análisis del yo, 1921). No estamos ante una manipulación consciente, sino ante un lazo afectivo donde el temor a defraudar supera el deseo de ser uno mismo. El sujeto comienza a anticipar lo que el otro quiere, a preverlo, a evitarle molestias, a alinearse sin que se lo pidan. Y así, poco a poco, deja de existir como sujeto diferenciado.

Este tipo de relaciones son, en apariencia, tranquilas. No hay discusiones, no hay peleas, no hay tensiones abiertas. Pero el costo es brutal: el silencio interior del que cede. Ese silencio se llena de cansancio, resentimiento y tristeza, porque la persona empieza a vivir la vida del otro, no la propia. Y nadie puede sostener eso sin quebrarse. El problema con la sugestión emocional es que parece amor. Parece empatía. Parece sensibilidad. Pero no lo es. El amor invita a la diferencia; la sugestión la asfixia. La empatía abre espacio; la sugestión lo reduce. La sensibilidad escucha; la sugestión espera obediencia. Si no se nombra esta dinámica, puede convertirse en una forma de dependencia que destruye lentamente la subjetividad.

La comodidad del que impone: un poder que rara vez se reconoce

En toda relación donde uno piensa por dos, hay alguien que obtiene un beneficio: comodidad. La comodidad de no esforzarse en dialogar, de no tolerar la diferencia, de no revisar sus deseos, de no negociar. Esa comodidad es profundamente humana, pero también profundamente peligrosa. Emmanuel Levinas advirtió que “el egoísmo es la pereza del corazón” (Totalidad e infinito, 1961). Es más fácil pedir, exigir o insinuar que escuchar, comprender y renunciar. El que impone no siempre sabe que lo hace. Muchas veces lo interpreta como sensibilidad: “yo sólo dije que me incomoda”, “yo sólo expresé lo que siento”, “yo sólo pedí que me entiendas”. Pero detrás de esas frases puede esconderse una expectativa invisible: que el mundo —o la relación— se acomode alrededor de su necesidad. La psicología contemporánea lo llama centrado en sí: la incapacidad de considerar que el otro existe con pensamientos, ritmos y deseos propios.

El egoísmo moderno no es agresivo; es narcisista. Está convencido de que su postura es la más razonable, la más lógica, la más humana. Por eso suele sorprenderse cuando alguien se atreve a disentir: “¿pero por qué te molesta?”, “¿por qué te lo tomas personal?”, “¿qué tiene de malo hacerlo así?”. La sorpresa revela el punto ciego: la creencia de que sus decisiones son neutrales, universales, incluso moralmente superiores. Cuando el egoísmo se disfraza de buena voluntad, la relación queda atrapada en un espejismo: parece que ambos están de acuerdo, pero en realidad sólo uno está cómodo. El otro está cansado.

Recuperar la diferencia: condición para amar de verdad

La diferencia no es amenaza: es vínculo. Pensar distinto no rompe nada; rompe más fingir que se piensa igual. Si queremos construir relaciones adultas, profundas y verdaderas, necesitamos recuperar el derecho a disentir. Como escribió Søren Kierkegaard, “la desesperación más profunda es perderse a sí mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Y muchas personas se pierden intentando sostener relaciones donde no hay espacio para la propia voz. Recuperar la diferencia implica reconocer que el otro no está obligado a coincidir conmigo. Implica entender que amar no es exigir, sino escuchar. Implica aceptar que el desacuerdo no es sinónimo de conflicto, sino de humanidad. En análisis, uno de los trabajos más significativos es ayudar al paciente a recuperar su propio criterio, su propio deseo, su propia palabra, después de años de ceder para sostener un pseudo-consenso emocional.

La diferencia es el espacio donde las dos subjetividades se encuentran sin perderse. Es el territorio donde se puede hablar, negociar, disentir, reconciliarse. Sin diferencia, sólo hay fusión; y la fusión, aunque parezca romántica, es una forma de anulación. El sujeto se convierte en sombra del otro, en eco, en asistente emocional. Ninguna relación puede florecer ahí. Por eso, quizá, la frase inicial es más profunda de lo que parece: cuando dos “piensan igual”, alguien está renunciando a sí mismo. La tarea no es romper esas relaciones, sino transformarlas. Hacer espacio para la voz que no se ha escuchado, para el desacuerdo que nunca se ha permitido, para la subjetividad que ha esperado demasiado tiempo en silencio.

Reflexión final

Queridos(as) lectores(as), todos hemos sido alguno de los dos: el que cede demasiado o el que, sin darse cuenta, pide demasiado. Todos hemos participado del engaño del pseudo-consenso. Todos hemos tenido miedo de hablar o hemos disfrutado de que el otro calle. La pregunta importante no es “¿quién tiene la razón?”, sino: ¿qué verdad no se está diciendo en mi relación? ¿Dónde he pensado por dos? ¿Dónde he permitido que otro piense por mí?
¿En qué lugar de mi vida he confundido capricho con amor, comodidad con armonía, silencio con paz?
La diferencia no rompe. Lo que rompe es la renuncia interior. Que podamos recuperar nuestra voz y, desde ella, construir vínculos donde pensar juntos no sea pensar igual, sino pensar de verdad.

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Perder a personas buenas

“La bondad es la única inversión que nunca falla».
—Henry David Thoreau

Queridos(as) lectores(as):

Hay pérdidas que desordenan la vida entera, no por su violencia sino por su silencio. Perder a una persona buena no es como perder a cualquiera: es como si un lenguaje desapareciera del mundo, un modo de ser que sostenía cosas que uno nunca vio del todo. A las personas buenas solemos darlas por hecho. Asumimos que su paciencia es infinita, que su presencia es inquebrantable, que su comprensión es automática. Creemos —desde un lugar inconsciente, casi infantil— que siempre estarán ahí, sosteniendo lo que nosotros no queremos mirar. Y esta ilusión, tan cómoda como peligrosa, es la que nos prepara para un duelo especialmente cruel. En este encuentro les propongo pensar no en la pérdida en sí misma, sino en la dinámica que la antecede: esa mezcla de ceguera afectiva, egoísmo cotidiano, fantasmas inconscientes y roles que repetimos sin darnos cuenta. Parafraseando a Freud: “No somos dueños de nuestra propia casa”. Y cuando en esa casa interna vive la comodidad, el miedo o la dependencia, la bondad ajena puede volverse un recurso que se exprime, no un vínculo que se cuida.

La idea no es idealizar a nadie. Las personas buenas también tienen fallas, contradicciones, impulsos, sombras. Friedrich Nietzsche y Vincent Van Gogh —dos ejemplos que retomaremos— fueron tan sensibles como difíciles, tan nobles como irascibles. Pero la injusticia con la que se les trató en vida no desaparece por reconocer sus defectos. Si algo muestran sus historias es que la bondad, cuando se combina con la vulnerabilidad, queda a merced de quienes no saben verla. Hoy reflexiono sobre esto porque se ha vuelto un hábito peligroso en nuestra época: el de pensar que el otro tiene que soportarnos. Y cuando por fin la persona buena se rompe, quien queda atrás suele acomodarse en el papel más cómodo de todos: el de la víctima. De eso se trata este texto: de mirar con honestidad lo que perdemos y lo que repetimos.

La ilusión de que la bondad es inagotable

La mayoría de nosotros lleva en el inconsciente una idea muy infantil: que la persona que nos quiere es una fuente inagotable. Como señalaba Donald Winnicott: “Dar es fácil si uno ya ha recibido lo suficiente” (El niño, la familia y el mundo exterior, 1964). Pero esa fantasía de abundancia se convierte en un permiso silencioso para abusar, exigir, presionar o ignorar. Cuando alguien es bueno, paciente y dispuesto, nuestra mente se acomoda: baja la guardia, deja de esforzarse y empieza a dar por hecho lo que debería agradecerse con cuidado. Es normal que esto no se vea mientras ocurre. La rutina tiene la habilidad de volver invisible lo esencial. Uno piensa: “Ya mañana cuido esto”, “Ya le explicaré mejor”, “Puede esperar”, “No pasa nada, me conoce”. Esa postergación continua es precisamente lo que desgasta. Las personas buenas suelen avisar poco y soportar mucho; ahí está el riesgo. Entre más avisos callados dan, más creemos que no necesitan nada o que siempre podrán con todo.

Esta ilusión se alimenta de una premisa falsa: que la bondad equivale a fortaleza inquebrantable. Pero no es así. La bondad es una sensibilidad fina, una forma de escucha, una ética afectiva. No es un escudo. De hecho, a veces es todo lo contrario: un punto vulnerable expuesto. Como escribió Rainer Maria Rilke: “Ser amado es consumirse” (Cartas a un joven poeta, 1929). La persona buena se desgasta en silencio mientras sostiene más de lo que puede nombrar. Y cuando finalmente se cansa, cuando ya no puede más, el golpe suele sentirse injusto porque nadie vio venir lo que estaba desgastado desde hace años. Pero no estaba oculto: simplemente nos acostumbramos a no mirar. La bondad se volvió paisaje.

La tragedia de los incomprendidos

Friedrich Nietzsche no sólo sufrió la incomprensión de una época entera; también la de su propio círculo. Era un hombre profundamente sensible, torpe para expresarse emocionalmente y con una necesidad enorme de ser escuchado de verdad. En sus cartas se percibe un deseo casi infantil de compañía. Sin embargo, quienes lo rodeaban —incluida Lou Andreas-Salomé— interpretaron sus gestos como exageraciones, arrebatos o debilidades. Su bondad, esa docilidad íntima que escondía bajo su dureza escrita, quedó eclipsada por su carácter difícil. El resultado fue un aislamiento progresivo. Como él mismo advirtió: “Lo que se hace por amor siempre acontece más allá del bien y del mal” (Más allá del bien y del mal, 1886). Y aun así nadie supo comprenderlo. Vincent van Gogh vivió algo parecido. Su capacidad de amar era tan intensa que se volvía torpe, desbordada, casi dolorosa. Theo lo entendió mejor que nadie, pero el resto del mundo lo redujo a sus arrebatos y a su desesperación. La Historia parece olvidar que Van Gogh cocinaba para desconocidos, daba su comida a otros, regalaba dibujos a quien lo necesitaba, escribía cartas donde suplicaba cariño. Era un hombre bueno, pero cargado de una sensibilidad sin defensas. Como escribió en una de sus cartas: “No tengo otra cosa que mi trabajo, mi miseria y mi corazón” (Cartas a Theo, 1888).

Ambos —Nietzsche y Van Gogh— fueron figuras complejas, por momentos insoportables, sí. Pero también fueron hombres profundamente buenos a quienes se trató con una dureza desproporcionada. Su tragedia no fue sólo su enfermedad, sino la incapacidad de quienes los rodeaban para ver la fragilidad que intentaban ocultar. Cuando ellos se quebraron, los mismos que los criticaron se sorprendieron. Siempre pasa así con la gente buena: nadie imagina que pueden romperse hasta que ocurre. Estas vidas muestran que la bondad, sin cuidado, se convierte en blanco fácil: se malinterpreta, se exige sin reciprocidad, se explota. Y cuando el bueno se derrumba, el entorno culpa a la “inestabilidad”. Nunca a su propio descuido.

«Nunca pensé que te irías, porque siempre estabas ahí para mí»

Roles, fantasías y cegueras

El psicoanálisis tiene una respuesta clara frente a estas dinámicas: lo que no se elabora se actúa. Freud lo dijo con precisión: “El que no recuerda, repite” (Psicopatología de la vida cotidiana, 1901). Cuando una persona buena entra en nuestra vida, el inconsciente tiende a colocarla en el lugar del cuidador ideal, del sostén perfecto, de la figura que no falla. Ahí nacen los roles peligrosos: el que exige, el que se descuida, el que se vuelve dependiente, el que se cree con derecho. Estas fantasías no son conscientes. Uno no se levanta diciendo: “Hoy voy a usar a esa persona buena como objeto”. No. Ahí radica la crueldad sutil: la persona se convierte en soporte psicológico sin que nadie lo decida. Es el inconsciente compensando vacíos: heridas infantiles, abandonos previos, modelos relacionales torcidos. Se espera del otro lo que no se recibió antes; se exige lo que la propia Historia no pudo dar.

El problema es que la persona buena suele aceptar ese rol con naturalidad, casi sin darse cuenta. Quiere cuidar, quiere acompañar, quiere amar. Pero ese deseo también tiene un límite. Winnicott lo explicó al hablar de las madres suficientemente buenas: incluso el cuidado más profundo necesita reciprocidad. La ausencia de esa reciprocidad genera resentimiento, agotamiento y tristeza. Cuando la persona buena empieza a cansarse y a marcar límites, el otro suele reaccionar con sorpresa o con enojo. “¿Qué hice?”, “¿Por qué está distante?”, “Antes no era así”. Pero esa sorpresa es apenas evidencia de la ceguera: la bondad ajena se asumió como incondicional. Y nada lo es.

Cuando se van, no es por capricho

La salida de una persona buena no es una salida impulsiva. Es una salida acumulada. Detrás hay años de avisos silenciosos, de heridas pequeñas, de cargas no distribuidas. Como escribió Albert Camus: “El cansancio viene primero, luego la fatiga de tener que seguir siendo uno mismo ante los otros” (El hombre rebelde, 1951). Esa frase podría aplicarse a cualquier vínculo donde la bondad se ha convertido en sostén unilateral. Cuando una persona buena se va, rara vez lo hace con escándalo. Lo hace agotada, drenada, deshecha. Lo hace porque ya no tiene recursos afectivos para negociar ni para explicarse. Lo hace porque quedarse sería una forma de autoabandono. Y, sobre todo, lo hace porque entender que uno merece cuidado también es un acto de dignidad. Muchos creen que la salida de una persona así es injusta. “Se fue sin avisar”, “Se cansó de la nada”, “Yo también sufría”.

Es cierto que todos sufren. Pero hay una verdad incómoda: la persona buena, antes de irse, ya estaba rota desde hace tiempo. La ruptura visible es sólo el último capítulo de una historia que nadie quiso leer. Es doloroso entender esto porque nos obliga a mirarnos con radical honestidad. Reconocer que el otro aguantó demasiado revela algo sobre nuestras propias dinámicas: la falta de escucha, la comodidad, la exigencia solapada. Y aceptar esto es el inicio de un duelo real, no del duelo romántico donde uno se pinta como inocente. Cuando se pierde a una persona buena, no se pierde sólo un vínculo: se pierde un espejo. Uno que mostraba quiénes éramos realmente con ella.

El refugio más cómodo para quien no quiere cambiar

Lo más triste ocurre después: los que se quedan solos suelen contarse una historia donde ellos son las víctimas. Esa narrativa funciona como defensa. Melanie Klein escribió: “El dolor por el daño causado puede transformarse en persecución imaginaria” (Envidia y gratitud, 1957). Es decir: es más fácil sentir que el otro “nos abandonó” que aceptar que lo desgastamos. Esa versión del relato acomoda todo: “Yo di más”, “No valoró lo que tenía”, “Siempre fui yo quien sostuvo”, “No era tan buena como parecía”. Es un mecanismo clásico para evitar la culpa y preservar la autoimagen. Pero es una trampa porque no permite el crecimiento: quien se cree víctima no cambia nada.

Esa postura también borra la responsabilidad afectiva: elimina la necesidad de revisar los propios gestos, palabras, descuidos, silencios. La persona buena queda convertida en culpable por irse, por poner límites, por cansarse. Y eso es profundamente injusto. Además, esta victimización tiene un efecto devastador: perpetúa el ciclo. Quien no ve sus propios patrones tiende a repetirlos en relaciones futuras. Cambia la persona, pero el guión sigue intacto: exigencia, desgaste, sorpresa, abandono, victimización. La tragedia se repite porque no se piensa. Salir de esta postura requiere un acto de madurez: reconocer que la bondad es una responsabilidad compartida. Que ninguna persona buena está obligada a quedarse donde se siente usada. Y que, si se va, el deber es mirar hacia adentro, no culpar hacia afuera.

Reflexión final

Perder a una persona buena duele porque nos confronta con lo que pudimos hacer y no hicimos. Con lo que dimos por sentado. Con lo que asumimos como eterno. Pero también puede abrir una puerta: la del crecimiento auténtico. Cuidar mejor, escuchar mejor, agradecer mejor. Como escribió Simone Weil: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (A la espera de Dios, 1950). Tal vez de eso se trate: de aprender a mirar antes de perder. Querido lector, las preguntas finales son sencilla pero urgente: ¿A quién estás dando por sentado hoy? ¿Y qué podrías hacer mañana para que esa persona no se rompa en silencio?


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El miedo a necesitar: apego evitativo

“La capacidad de estar solo es una de las señales más importantes de madurez emocional»
— Donald W. Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que, aunque aman, se alejan cuando sienten que alguien empieza a acercarse demasiado. No lo hacen por desinterés ni por frialdad, sino por miedo. Miedo a ser vistos, miedo a que alguien cruce esa frontera que aprendieron a custodiar desde niños. En apariencia, son independientes y seguros; en el fondo, viven con una herida que dice: “si necesito, me abandonan».

El apego evitativo no nace del egoísmo, sino del intento de protegerse. Es la defensa psíquica de quien aprendió que depender era peligroso, que mostrar ternura era exponerse al rechazo. Y aunque anhelan cercanía, su cuerpo reacciona como si el amor fuera amenaza.

El origen del miedo

John Bowlby, psiquiatra y psicoanalista británico, explicó que el apego es un sistema emocional innato que busca garantizar la supervivencia a través del vínculo. Cuando las figuras parentales responden con indiferencia o frialdad, el niño aprende que expresar sus necesidades no tiene sentido. Así surge el apego evitativo: una aparente autosuficiencia que esconde una profunda desconfianza en el amor (Bowlby, “Attachment and Loss”, 1969). Mary Ainsworth, en su célebre experimento de la “situación extraña”, observó que los niños de apego evitativo no lloraban al separarse de sus madres, pero presentaban altos niveles de cortisol: fingían calma, pero estaban en alerta (Ainsworth et al., “Patterns of Attachment”, 1978). Desde entonces, asociaron la necesidad con el peligro.

El psicoanálisis amplió esta idea. Jacques Lacan escribió: “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Negar la necesidad del otro no nos hace libres, sino más solos. Es el niño que dejó de buscar el abrazo que nunca llegó, el adolescente que aprendió a no esperar, el adulto que dice “no necesito a nadie” cuando en realidad teme necesitar demasiado. En literatura, Oscar Wilde lo expresó con dramatismo en El retrato de Dorian Gray: un hombre que teme ser visto en su humanidad, que se esconde tras una imagen inalterable para evitar que alguien toque su verdad. La máscara protege, pero también aísla.

La coraza emocional

El adulto evitativo construye relaciones donde controla la distancia emocional. Ama, pero dosifica. Se muestra, pero no se entrega. Puede compartir risas, pensamientos y hasta proyectos, pero rara vez deja que alguien toque su vulnerabilidad. Prefiere la mente al cuerpo, la ironía a la confesión, la autosuficiencia al consuelo. Erich Fromm escribió: “El amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te necesito porque te amo» (El arte de amar, 1956). Para quien ha desarrollado apego evitativo, ambas frases resultan amenazantes: la primera implica dependencia; la segunda, entrega. Y ninguna parece segura.

En consulta, este patrón se traduce en frases como “me cuesta confiar”, “cuando me siento querido(a), me bloqueo”, o “me abruman las demostraciones de afecto”. Son defensas inconscientes frente a la posibilidad de perder el control. Su cuerpo se tensa ante el abrazo, su mente busca razones para huir. León Tolstói describió con precisión esta dinámica en Anna Karenina (1878): Vronsky ama, pero no soporta el peso de la intimidad. Se refugia en la acción, en el deber, en el movimiento. La cercanía le resulta insoportable porque lo obliga a verse a sí mismo. Así también el evitativo: huye no del otro, sino de la posibilidad de ser visto.

El enemigo más letal de quien padece apego evitativo es el no ponerlo en palabras. Sus acciones dan paso a malas interpretaciones del otro. Y el destino apunta a una dolorosa soledad.

Cuando amar se vuelve amenaza

El miedo a la intimidad suele confundirse con falta de interés, pero en realidad es un reflejo condicionado. Quien teme necesitar ha aprendido que el amor se pierde, y prefiere no arriesgar. Albert Camus lo dijo de forma bellísima: “El hombre teme ser devorado por lo que ama.” (El mito de Sísifo, 1942). Por eso, cuando alguien se acerca con ternura, el evitativo siente que pierde el aire. No soporta la dependencia emocional, pero tampoco la idea de ser rechazado. Entonces se distancia, cancela planes, calla, o se refugia en su trabajo. No sabe cómo quedarse, y en su huida confirma su miedo: “nadie permanece.”

Cuando el vínculo se da entre una persona de apego ansioso y otra evitativa, se genera una danza dolorosa: uno busca más, el otro se repliega. Uno teme el abandono, el otro teme la invasión. Son dos caras del mismo dolor: la dificultad de confiar. Amar implica libertad, pero también riesgo: el de ser amado sin garantías. El evitativo, sin embargo, no deja de amar. Ama a su modo: con prudencia, con miedo, con esperanza en secreto. En su silencio también hay ternura; sólo necesita tiempo para entender que el amor no destruye, sino que sostiene.

Sanar el desapego aprendido

Winnicott hablaba del “ambiente facilitador” como ese espacio en el que el sujeto puede ser sin miedo a ser herido (El proceso de maduración en el niño, 1965). En análisis, esa experiencia se vuelve posible: un vínculo donde la presencia del otro no exige ni invade, sino acompaña. Es el aprendizaje de que se puede estar cerca sin perderse. Sanar un apego evitativo no implica renunciar a la independencia, sino transformar la defensa en elección. Reaprender a quedarse. Sostener la mirada cuando el impulso es bajar los ojos. Decir “te necesito” sin sentir vergüenza. Reconocer que la vulnerabilidad no es un defecto, sino la condición del amor verdadero.

Un ejemplo lo encontramos en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë. Jane ama sin renunciar a su dignidad; se entrega, pero no se disuelve. Ha aprendido a confiar sin perder su libertad. Esa madurez emocional es lo que el evitativo anhela: poder estar con otro sin dejar de ser él mismo. El proceso es lento, pero posible. Requiere paciencia, humildad y vínculos sanos. Porque a veces el amor no cura de golpe: sólo se queda, y en ese quedarse, lentamente, sana.

Reflexión final

El apego evitativo es, en el fondo, una forma de decir: “No me dejes, pero no te acerques demasiado». Una contradicción que encierra el deseo más humano de todos: ser amado sin perderse. Pero sólo cuando uno se atreve a necesitar descubre que el amor no esclaviza, sino que libera. Rainer Maria Rilke escribió: “Amar es un alto empeño, pues exige que tú te formes también, que crezcas, que llegues a ser mundo para otro» (Cartas a un joven poeta, 1929). El amor no exige perfección, sino presencia. Y a veces, quedarse es el acto más valiente de todos.

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La tristeza de Antonio: un hecho sin obviedad

“En verdad no sé por qué estoy tan triste; me cansa, y vosotros decís que también os cansa a vosotros. Pero cómo he llegado a estarlo, lo ignoro».
William Shakespeare

Queridos(as) lectores(as):

En los primeros versos de El mercader de Venecia (1596), Shakespeare nos presenta a Antonio, un hombre exitoso, respetado y próspero, que sin embargo confiesa estar triste sin saber por qué. Sus amigos intentan consolarlo con frases vacías, hasta que uno de ellos, en un alarde de sentido común, pronuncia la mayor obviedad posible: “Estás triste porque no estás contento”. Qué sentencia tan absurda y, sin embargo, tan actual. ¿Cuántas veces hemos escuchado —o incluso dicho— algo parecido? En el intento por comprender el malestar ajeno, terminamos reduciéndolo a una ecuación tan simple que anula todo misterio.

Siempre me ha parecido que no hay nada más sospechoso que lo obvio. Lo obvio clausura el pensamiento, apaga la pregunta, convierte el sufrimiento en un fenómeno superficial. Pero el dolor humano no se agota en la superficie; se filtra por las grietas del alma, busca expresión en la palabra, en el cuerpo o en el silencio. Decirle a alguien que “sufre porque quiere” o que “debería estar feliz” es negar la complejidad de su historia, de sus deseos y de su inconsciente. Antonio está triste no porque lo haya decidido, sino porque algo en él lo habita y lo interroga.

La tristeza sin causa

Antonio encarna esa forma de melancolía que no encuentra motivo aparente. Es el rostro del hombre moderno que, aun teniéndolo todo, experimenta una falta inexplicable. “No sé por qué estoy triste”, dice, y esa confesión basta para abrir el drama: un afecto sin objeto, una pesadumbre sin nombre. No hay pérdida visible, ni catástrofe, ni decepción amorosa. Lo que hay es el peso de lo que Freud llamaría lo que se ha perdido en la sombra del yo. En Duelo y melancolía (1917), Sigmund Freud escribió: “En la melancolía, el enfermo sabe a quién ha perdido, pero no lo que ha perdido en esa persona». El texto podría aplicarse palabra por palabra a Antonio: no sabe qué ha perdido, pero el vacío se manifiesta. Su tristeza es una experiencia sin representación consciente, una herida que no se ve. Y precisamente por eso lo cansa: porque no se puede elaborar lo que no se puede nombrar.

Kierkegaard, en La enfermedad mortal (1849), afirmó que “la desesperación es no querer ser uno mismo”. Tal vez Antonio esté cansado de sí mismo, del personaje que la sociedad le exige representar: el comerciante infalible, el hombre rico, el amigo generoso. Todo eso lo encierra en una identidad sin respiro. En el fondo, su tristeza es el síntoma de una escisión: entre lo que es y lo que se espera que sea. Y esa es, acaso, la raíz de muchas tristezas contemporáneas. Personalmente, creo que esta escena inicial tiene algo profundamente clínico. Antonio no busca lástima; busca comprenderse. Lo que cansa no es el llanto, sino la imposibilidad de decir qué duele. Su malestar no se cura con frases de ánimo, sino con escucha y silencio. Esa es, en cierto modo, la tarea del analista: acompañar al paciente en ese “no sé por qué” hasta que algo empiece a tener sentido.

Contra la obviedad

Decir “estás triste porque no estás contento” es un modo elegante de cerrar el enigma antes de abrirlo. Es lo mismo que decirle a un deprimido “échale ganas”, o a un ansioso “tranquilízate”. Son frases que no buscan comprender, sino detener la incomodidad que el sufrimiento del otro provoca en nosotros. Por eso, cuando alguien responde con obviedades, conviene sospechar. La obviedad siempre es una defensa contra el pensamiento. Nietzsche, en Más allá del bien y del mal (1886), escribió: “Todo lo profundo ama la máscara». El inconsciente también: se oculta tras gestos, palabras y silencios aparentemente banales. Lo obvio, en este sentido, no revela la verdad: la encubre. Y ahí radica la tarea del pensamiento crítico —y del psicoanálisis—: no aceptar las cosas tal como se presentan, sino interrogar el sentido de lo que parece natural, evidente o inocente.

Paul Ricoeur llamó a Marx, Nietzsche y Freud “los maestros de la sospecha”. Los tres enseñaron que detrás de lo que parece claro puede esconderse una mentira, una pulsión o una ideología. Lo mismo ocurre con el sufrimiento: muchas veces lo que parece “decisión” o “actitud” es en realidad repetición inconsciente. Por eso, en la clínica, el analista no busca causas inmediatas, sino huellas; no respuestas, sino resonancias. Me conmueve pensar que Antonio —sin saberlo— se ubica en esta línea de sospecha. Su tristeza no se explica por la razón práctica, sino por la existencia misma. Y frente a un mundo que exige optimismo constante, Antonio tiene el valor de decir “no sé”. En esa ignorancia honesta hay más verdad que en todas las certezas felices del mercado.

La obviedad como forma de indiferencia

Vivimos rodeados de frases hechas. Cuando alguien expresa dolor, la sociedad responde con clichés que buscan calmar al hablante más que consolar al que sufre: “Todo pasa por algo”, “lo importante es pensar positivo”, “Dios aprieta pero no ahorca”. Estas fórmulas se repiten no por malicia, sino por miedo: el sufrimiento del otro nos confronta con el propio, y el sentido común ofrece un refugio fácil frente a lo insoportable. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: “No hay amor de la vida sin desesperación de vivir». Aceptar el absurdo es el inicio de toda lucidez. Sin embargo, el discurso contemporáneo teme al absurdo; prefiere la consigna, el eslogan, el optimismo automático. Así, el pensamiento se vuelve anestesiado: todo se responde, nada se escucha. La obviedad reemplaza al diálogo, la consigna al encuentro.

A veces me impresiona ver cómo se ha convertido en hábito la rapidez con que se responde. Alguien confiesa que está triste y enseguida recibe un consejo y hasta un regaño; alguien dice que está perdido, y le mandan una receta de autoayuda. Nadie pregunta, nadie se detiene. Pero donde no hay pausa, no hay profundidad. Y donde no hay profundidad, el alma se vuelve liviana hasta desaparecer. Lo obvio no sólo mata el pensamiento: mata la compasión.

Jeremy Irons interpretando a Antonio en la película «El mercader de Venecia» (2004)

El psicoanálisis y la sospecha del alma

El psicoanálisis nació precisamente para contradecir la obviedad. No pregunta “¿por qué sufres?”, sino “¿qué dice tu sufrimiento?”. Se niega a confundir el síntoma con su superficie. Por eso, cuando alguien dice “sufres porque quieres”, el analista sabe que no: que nadie elige su inconsciente, y que lo que parece una elección es a menudo un destino repetido. Jacques Lacan escribió en su Seminario XI (1964): “El inconsciente está estructurado como un lenguaje». Y como todo lenguaje, necesita ser escuchado. El analista, a diferencia de los amigos de Antonio, no responde de inmediato. No ofrece soluciones, sino espacio. En ese espacio se revela la verdad del sujeto: una verdad que no se impone, sino que se deja decir.

Como analista, siempre me conmueve ese momento en que alguien logra poner en palabras lo que durante años fue puro malestar. No hay mayor alivio que encontrar una forma de decir. El trabajo analítico no consiste en eliminar la tristeza, sino en descifrarla. Porque detrás de cada tristeza hay una historia que pide ser contada, una verdad que no se puede reducir al sentido común.

La tentación de explicar lo inexplicable

Podría ser —y no pocos lo han pensado— que la tristeza de Antonio tenga nombre y rostro. Que el motivo de su melancolía sea Bassanio, su joven amigo, aquel por quien lo arriesga todo. Las palabras de Antonio lo delatan más por su ternura que por su lógica: “Mi bolsa, mi persona, todo cuanto tengo, está a tu disposición” (El mercader de Venecia, Acto I, Escena I) En una sociedad donde el amor entre hombres era impensable, el afecto debía disfrazarse de amistad, lealtad o sacrificio. Freud habría reconocido allí un desplazamiento afectivo, una represión que transforma el deseo en entrega silenciosa. Antonio no puede decir “te amo”, pero su tristeza lo dice por él. Y en ese sentido, la melancolía sería el precio de un amor no confesado, un dolor nacido de lo que no puede ser nombrado. De hecho, el amigo del sentido común afilado, antes de decirle la tremenda obviedad, le cuestiona: «¿No será que estás enamorado?», siendo eufórica la respuesta de Antonio a modo de negación y les pide «callar».

Sin embargo, esta hipótesis —tan seductora y humana— nos enfrenta a otra trampa: la del alivio interpretativo. Si decimos “Antonio sufre porque ama a Bassanio”, habremos sustituido una obviedad vacía por una obviedad sofisticada. Lo habremos explicado, sí, pero quizás también lo habremos reducido. Porque el amor, incluso en su forma más secreta, no agota la totalidad de un alma. Hay dolores que no se dejan domesticar por el significado, ni siquiera por el más romántico. Y ahí está lo irónico: al intentar comprenderlo, terminamos haciendo lo mismo que sus amigos, sólo con más elegancia. Queremos encontrar una causa, un sentido, un “por qué”. Pero tal vez lo que hace a Antonio tan universal es que su tristeza no se deja traducir del todo. Que su silencio —más que su amor— sea el verdadero misterio. En el fondo, Antonio nos devuelve a la misma lección: incluso cuando creemos entender, seguimos sin saber.

Conclusión

Tal vez Antonio esté triste porque ama, o porque calla, o porque en el fondo presentía que ninguna de sus riquezas podría salvarlo del vacío. Pero acaso esa imposibilidad de saber sea, precisamente, lo que nos une a él. No hay tristeza sin misterio, ni alma que se explique a sí misma sin perder algo de su hondura. Intentar entender del todo a Antonio —como intentar entender del todo a nosotros mismos— es un acto tan humano como condenado al fracaso. Y, sin embargo, ese fracaso nos dignifica. Porque hay dolores que no piden diagnóstico, sino respeto; no buscan sentido, sino compañía. La tristeza de Antonio, como la de tantos, no necesita resolverse: necesita ser escuchada sin prisa, sin juicio, sin consigna.

El mundo moderno —tan veloz para etiquetar, tan cómodo en su certeza— ha olvidado el arte de no saber. Pero en la ignorancia honesta de Antonio hay una sabiduría que el sentido común desconoce: la de quien se atreve a sentir sin comprender. En su tristeza hay una verdad más profunda que cualquier explicación. Nos recuerda que no todo dolor se cura, ni toda oscuridad se aclara; pero que incluso en la sombra, el alma sigue viva, buscando su palabra. Y quizá eso baste: reconocer que hay lágrimas que no necesitan justificación, y que incluso el silencio puede ser una forma de amor.

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Volver a Nietzsche

«Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo».

— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Friedrich Nietzsche suele ser visto como un filósofo que derrumba certezas más que como alguien capaz de ofrecer consuelo. Se le asocia con la crítica mordaz al cristianismo, con la proclamación de la “muerte de Dios” y con la exaltación del Übermensch (superhombre). Y sin embargo, en sus páginas se descubre una potencia inesperada: la de alguien que no niega el dolor humano, sino que lo encara con lucidez. Para quienes se encuentran desesperados, tristes o ansiosos, su filosofía puede ser una fuente de resistencia y un recordatorio de que aún en lo más oscuro, hay caminos para afirmarse. No conviene leer a Nietzsche esperando recetas fáciles. Él mismo escribió en Más allá del bien y del mal (1886): “No hay fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de los fenómenos.” Esto significa que no hay reglas eternas que nos salven del sufrimiento. Más bien, cada uno debe encontrar la interpretación que le permita seguir adelante. El dolor no desaparece con fórmulas, pero puede transformarse en fuerza cuando adquiere un sentido.

En ese sentido, Nietzsche se acerca a lo que Viktor Frankl —profundamente influido por él— experimentó en los Campos de Concentración: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias—” (El hombre en busca de sentido, 1946). Frankl cita a Nietzsche precisamente con el “porqué” que sostiene cualquier “cómo”. Allí encontramos el núcleo de la ayuda nietzscheana: no eliminar el dolor, sino convertirlo en combustible para el sentido. Esta entrada no busca suavizar a Nietzsche ni hacerlo pasar por filósofo de autoayuda. Lo que se intenta es mostrar cómo su pensamiento puede ofrecer claves de resistencia a quienes viven en el filo de la desesperación. A través de sus páginas, descubrimos que el dolor puede ser habitado, que el miedo puede transformarse en coraje y que la tristeza puede ser semilla de creación.

El peso de un porqué

Nietzsche entendió que el sufrimiento es inevitable. Lo que aniquila no es el dolor mismo, sino la sensación de que no sirve para nada. En La genealogía de la moral (1887) escribió: “El hombre, en cuanto valora, necesita un porqué, y en la falta de éste se hunde». Esta intuición conecta con nuestra experiencia contemporánea: una persona que atraviesa una pérdida, una ansiedad aguda o un vacío existencial, se derrumba cuando no encuentra un sentido al dolor que vive. El filósofo Karl Jaspers, lector y estudioso de Nietzsche, decía que “lo decisivo no es que el hombre sufra, sino cómo interpreta su sufrimiento” (Nietzsche y el cristianismo, 1938). Esa interpretación es la que puede convertir el peso del dolor en una carga soportable. La depresión, la angustia o el miedo parecen insoportables si se sienten como absurdo, pero adquieren otra textura cuando se ligan a un propósito, aunque sea pequeño y concreto: cuidar a alguien, terminar un proyecto, resistir un día más.

El vínculo entre sufrimiento y sentido no sólo es filosófico. El psicoanálisis también lo confirma. Jacques Lacan afirmaba: “El hombre no puede soportar una verdad demasiado desnuda” (Seminario 7: La ética del psicoanálisis, 1959-1960). Por eso buscamos encuadres, relatos, símbolos. Nietzsche no ofrece ilusiones baratas, pero sí un principio fundamental: el sufrimiento, en sí, no destruye; lo insoportable es carecer de un “para qué”. Para quien atraviesa ansiedad o tristeza, esta idea puede ser una tabla de salvación: no se trata de que el dolor se esfume, sino de que se inscriba en un horizonte que le dé valor. Y ese horizonte puede ser tan simple como “aguantar para ver crecer a mis hijos” o “seguir para escribir lo que aún me queda por decir”. Allí es donde Nietzsche nos invita a recuperar el peso de un porqué.

La afirmación frente al nihilismo

Nietzsche describió como “nihilismo” esa tentación de pensar que nada vale la pena. En sus fragmentos póstumos reunidos en La voluntad de poder (1901), se lee: “El nihilismo no es sólo la creencia de que todo merece perecer, sino el cansancio de la vida misma». En momentos de angustia o desesperación, este cansancio puede invadirlo todo: levantarse, comer, hablar, respirar se vuelven actos sin motivo. Es entonces cuando el nihilismo se siente como un abismo. Martin Heidegger, lector profundo de Nietzsche, explicaba: “El nihilismo es la Historia misma de Occidente” (Nietzsche, 1961). No es un problema personal de algunos, sino el aire que respiramos en una cultura que ha perdido certezas religiosas y no siempre logra crear valores nuevos. Por eso Nietzsche no se limita a diagnosticar; también llama a una respuesta: no hundirse en la nada, sino afirmar la vida incluso en medio de la desolación.

Esta afirmación no significa ingenuidad. Nietzsche nunca niega lo terrible de la existencia. En El nacimiento de la tragedia (1872) habla del “horror y absurdo de la existencia” como algo que los griegos sólo pudieron soportar gracias al arte. Esa capacidad de decir “sí” a la vida, pese al dolor, es lo que convierte a la afirmación en un acto de resistencia radical. No se trata de eliminar el sufrimiento, sino de integrarlo. En la práctica, resistir al nihilismo es un trabajo cotidiano: decidir que el dolor no será la última palabra, que la nada no tendrá la victoria. Quien hoy vive la angustia puede escuchar en Nietzsche no un consuelo barato, sino un desafío: “¿Eres capaz de decir sí a la vida, incluso cuando todo parece decirte que no?” En esa afirmación, dura pero vital, puede hallarse un camino.

El valor del coraje interior

Nietzsche celebraba lo que llamó el “espíritu libre”: aquel que se atreve a pensar y vivir por sí mismo, incluso en medio de tormentas. En Más allá del bien y del mal (1886) escribió: “El coraje es el mejor matador del miedo». No se trata de no sentir miedo, sino de no dejarse dominar por él. Para quien atraviesa ansiedad o preocupaciones, esta idea es crucial: el miedo puede convivir con la valentía, siempre que uno decida no rendirse. Hannah Arendt, que leyó con atención a Nietzsche, observaba que “el coraje libera a los hombres de su preocupación por la vida para que puedan dedicarse a la libertad del mundo” (La condición humana, 1958). El miedo nos encierra en nosotros mismos; el coraje, aunque tiemble, nos abre al exterior, al mundo compartido. Nietzsche invita a ese salto: atreverse a vivir incluso cuando nada parece seguro.

El coraje del que habla Nietzsche no es heroísmo de epopeya, sino fuerza íntima. Es levantarse cada mañana a pesar del peso, es sostener una conversación difícil, es dar un paso más en medio del cansancio. “Lo que no me mata, me fortalece”, escribió en El ocaso de los ídolos (1889). Esa frase, tantas veces usada superficialmente, es en realidad un recordatorio: resistir transforma, aunque duela. En tiempos de ansiedad, pensar en el coraje interior puede sonar inalcanzable. Pero Nietzsche no lo plantea como algo distante, sino como una práctica diaria. El coraje es la decisión, pequeña y repetida, de seguir afirmando la vida, aunque el miedo esté presente. No se trata de vencerlo de una vez por todas, sino de caminar con él, sin que dicte cada paso.

“La juventud sería un desperdicio si no se atreviera a lo nuevo, aunque tropiece.” — Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos (1881).

El eterno retorno como prueba de amor

Uno de los pensamientos más desafiantes de Nietzsche es el del eterno retorno. En La gaya ciencia (1882) lanza esta provocación: “¿Qué pasaría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en tu soledad y te dijera: Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla aún una vez más y aún innumerables veces?”. No hay escapatoria: lo vivido deberá repetirse eternamente. La pregunta es: ¿te hundiría esa idea o serías capaz de decirle sí? Muchos intérpretes han visto aquí un llamado al amor fati, el amor al destino. Como explica Gilles Deleuze: “El eterno retorno no significa volver a pasar por lo mismo, sino afirmar la vida en cada uno de sus instantes, de manera que quisiéramos que retornaran” (Nietzsche y la filosofía, 1962). El eterno retorno es una prueba ética: ¿amas lo suficiente tu vida como para desear que se repita?

Para quienes viven con ansiedad o tristeza, esta idea puede parecer cruel. ¿Repetir el dolor una y otra vez? Pero Nietzsche no invita a resignarse al sufrimiento, sino a transformarlo. Si soy capaz de decirle sí a mi vida, incluso con su dolor, significa que he encontrado un modo de afirmarla. El eterno retorno es, en el fondo, una pregunta: ¿quieres vivir plenamente, o sólo sobrevivir esperando que las cosas cambien? Aceptar el eterno retorno no es aceptar un destino fijo, sino abrazar lo vivido con todo lo que tiene de difícil. En esa aceptación hay una liberación: ya no se trata de huir del dolor, sino de encontrar en él un motivo de amor. En la práctica, puede ser la decisión de mirar atrás y decir: “sí, fue duro, pero es mi vida, y la abrazo.”

De la desesperación a la fuerza creadora

Nietzsche veía en la angustia y el caos una posibilidad de creación. En Así habló Zaratustra (1883-1885) afirma: “Es necesario llevar dentro de sí un caos para poder dar a luz una estrella danzante». La desesperación no es sólo hundimiento; también puede ser el terreno donde germina una nueva fuerza. Lo que parece destrucción puede convertirse en inicio. Lou Andreas-Salomé, el amor prohibido de Nietzsche, escribió sobre él: “En Nietzsche, la vida se vuelve poesía porque el dolor mismo se transforma en fuerza creadora” (Friedrich Nietzsche en sus obras, 1894). Salomé entendió que su filosofía no se queda en la crítica, sino que apunta a una fecundidad que brota de la herida. Allí donde hay caos, puede surgir una forma nueva de vida.

El psicoanálisis también comparte esta intuición. Donald Winnicott decía: “Es en el juego y solamente en el juego que el individuo, niño o adulto, puede ser creativo” (Realidad y juego, 1971). Ese juego no es evasión, sino creación a partir de lo que se vive. Nietzsche, de manera distinta, nos invita a jugar con el dolor, a transformarlo en arte, en pensamiento, en vida afirmada. Cuando alguien se siente desesperado, puede ser difícil creer que de allí surja algo bueno. Pero Nietzsche nos recuerda que el caos interior no es el final: es el material con el que se puede construir algo nuevo. La fuerza creadora no borra la tristeza, pero la convierte en chispa de transformación. En ese movimiento, la desesperación deja de ser pura pérdida y se vuelve posibilidad.

Reflexión final

Nietzsche no promete consuelo fácil. Sus palabras son duras, sus exigencias altas. Pero precisamente por eso pueden sostener en la desesperación: no niegan el dolor, no lo maquillan, sino que lo miran de frente y lo transforman en afirmación. El porqué que sostiene, la resistencia al nihilismo, el coraje interior, el eterno retorno y la fuerza creadora son cinco claves que pueden acompañar a quien atraviesa miedo, tristeza o ansiedad.

Queridos lectores, ¿qué les provoca todo esto? ¿Pueden encontrar en Nietzsche, con toda su dureza, una palabra de compañía en los momentos oscuros? Los invito a reflexionar y compartirlo en los comentarios.

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¿Será que estás deprimido(a)?

“La depresión es la incapacidad de construir un futuro”

— Rollo May

Queridos(as) lectores(as):

Tal vez alguna vez te preguntaste en silencio: “¿Será que estoy deprimido(a)?”. Puede que haya sido después de varios días de agotamiento, cuando nada te motiva, o en una noche larga donde el silencio pesa más de lo normal. Hoy la palabra “depresión” se usa en todos lados. La vemos en memes, en charlas rápidas, incluso como broma. Pero la depresión no es moda ni exageración: es un dolor real que va más allá de estar triste.

Quien la padece siente que el mañana no traerá nada distinto. Esta entrada busca dos cosas: hablarte de manera cercana, como en una conversación íntima, y al mismo tiempo darte claves sencillas para distinguir la tristeza común de la depresión.

No toda tristeza es depresión

La tristeza es humana y hasta necesaria. Como escribió Séneca: “No hay razón para quejarse de la tristeza; sin ella no sabríamos qué es la alegría” (Cartas a Lucilio, año 65). Todos atravesamos momentos duros: una pérdida, una decepción, un cambio inesperado. La tristeza acompaña esos momentos y nos ayuda a procesarlos.

Pero la depresión no pasa con el tiempo ni con distracciones. Se instala y pinta todo de gris. No es un estado transitorio: es un modo de estar en el mundo donde nada parece tener sentido. Como le sucedía a M., que después de una ruptura amorosa sentía que no sólo había perdido a alguien, sino también la capacidad de disfrutar lo más mínimo.

Señales que conviene atender

Algunos signos de depresión son claros y no conviene ignorarlos:

  • Pérdida de interés por lo que antes disfrutabas.
  • Alteraciones en el sueño o el apetito.
  • Pensamientos frecuentes de desesperanza.
  • Una fatiga que no mejora ni con descanso.

Como le sucedía a L., que me contaba que aunque dormía más de diez horas, despertaba agotada y sin ganas de levantarse. Sigmund Freud lo explicó en Duelo y melancolía (1917): en el duelo normal sufrimos la pérdida de alguien o algo; en la depresión, sentimos que una parte de nosotros mismos está rota.

El cuerpo también habla

La depresión no es sólo mental. Puede sentirse en el cuerpo: pesadez, dolores vagos, problemas digestivos, falta de energía. J., por ejemplo, describía que tenía “un nudo en el estómago todo el día” y lo confundía con un problema digestivo. En realidad era el cuerpo hablando el mismo idioma que la mente. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross lo escribió con fuerza: “Las personas enfermas no están enfermas sólo en el cuerpo, sino también en el alma” (La rueda de la vida, 1997). Por eso, la depresión necesita un abordaje integral: médico, psicológico, psicoanalítico. Y, sobre todo, necesita compañía. Nadie debe cargar sólo con ese peso.

El silencio, el cansancio, la soledad: señales de un dolor que merece compañía.

El peligro de banalizarla

Hoy se escucha “estoy depre” como si fuera estar aburrido o cansado. Esa banalización hace daño: invisibiliza el sufrimiento real. C. solía decirlo de broma, pero cuando un amigo suyo confesó que pensaba en quitarse la vida, entendió que no era un juego.

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), fue directo: “El mayor problema filosófico es el suicidio”. Lo dijo para recordarnos que hay personas que, al hundirse en la depresión, llegan a cuestionar si vale la pena seguir viviendo. La depresión no es un chiste. Tampoco es flojera. Es una herida seria que necesita cuidado.

¿Qué hacer si sospechas que la tienes?

El primer paso es no autoetiquetarte ni buscar soluciones rápidas en internet. La clave está en reconocer que algo no anda bien y pedir ayuda. Hablar con un psicólogo, psicoanalista o psiquiatra puede marcar la diferencia. También hablar con sinceridad con alguien de confianza, sin miedo ni vergüenza. Como hizo R., que después de meses en silencio se animó a contarle a un amigo lo que sentía. Ese gesto fue el inicio de un proceso de acompañamiento.

Simone de Beauvoir lo dijo con sencillez: “El que ha vivido alguna vez en el abandono sabe que nadie se salva solo” (La fuerza de las cosas, 1963). Pedir ayuda no es debilidad: es valentía.

Reflexión final

Si al leer estas líneas te sentiste identificado(a), no lo ignores. La depresión no se va sola ni se cura con frases optimistas. Requiere tiempo, palabras y compañía. La pregunta que da título a esta entrada —“¿Será que estás deprimido(a)?”— puede ser el primer paso hacia una respuesta, y sobre todo, hacia un camino de apoyo y sanación.


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Etiqueta y realidad

“Si me juzgas por mis errores, te pierdes la oportunidad de conocer mis aciertos».

— Oscar Wilde

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un tiempo donde una palabra puede ser más pesada que la verdad misma. Una frase lanzada con ligereza, un juicio hecho sin contexto o el eco persistente de un apodo hiriente puede terminar moldeando la manera en que una persona se ve a sí misma. Lo alarmante es que, en demasiadas ocasiones, ni siquiera se trata de un autorretrato, sino de una obra ajena: alguien más decidió describirnos… y nosotros, sin quererlo, firmamos al pie de esa descripción.

Pensemos en Galileo Galilei, acusado de herejía por atreverse a mirar el cielo con ojos nuevos. O en Juana de Arco, señalada como hereje y bruja por quienes temían su fuerza y su fe, y que siglos después sería canonizada. En cada uno de estos casos, las etiquetas no sólo eran injustas: estaban diseñadas para controlar, silenciar o destruir. No es casualidad. Las palabras tienen filo, y quienes saben usarlas para herir pueden hacer creer a alguien que es aquello que en realidad sólo hizo, dijo o, peor aún, ni siquiera hizo ni dijo.

El peso de una palabra mal puesta

Hay palabras que se clavan más hondo que cualquier herida física. No necesitan ser ciertas para dejar cicatriz; basta con que se repitan el tiempo suficiente. En la Historia, hay ejemplos de sobra. Marie Curie fue acusada de “ladrona” y “adúltera” en la prensa sensacionalista de su época, cuando en realidad estaba revolucionando la ciencia con una ética intachable. Abraham Lincoln fue llamado “loco” y “peligroso” por sus adversarios políticos, mucho antes de ser recordado como uno de los presidentes más influyentes y queridos de Estados Unidos. Lo que estas historias muestran es que las etiquetas no siempre describen la realidad: muchas veces son herramientas de poder. Cuando alguien quiere reducir a otra persona, le basta con encontrar un adjetivo que condense desprecio, miedo o desconfianza… y repetirlo hasta que el mundo lo crea.

El problema es que, con el tiempo, no sólo los demás creen esa mentira: la persona que la recibe puede llegar a adoptarla como parte de su identidad. Es un mecanismo conocido en psicología: la introyección. Sin darnos cuenta, absorbemos las opiniones ajenas y empezamos a tratarnos como ese otro nos describió. Si nos dicen “egoístas” el tiempo suficiente, empezamos a actuar a la defensiva, como si tuviéramos que justificarnos; si nos dicen “incapaces”, dudamos incluso de lo que hacemos bien. Pero las palabras, por muy pesadas que sean, no son cadenas eternas. La Historia está llena de quienes las rompieron. Nelson Mandela fue etiquetado como “terrorista” durante décadas; después, el mundo entero lo reconoció como un símbolo de paz y reconciliación. La lección es clara: no somos las palabras que otros eligen para nosotros.

Actos vs identidad

Una de las confusiones más comunes —y más dañinas— es creer que lo que hacemos define por completo lo que somos. Un error, una mala decisión, incluso un momento de debilidad, no son equivalentes a una sentencia de por vida. Sin embargo, cuando el entorno es hostil o manipulador, el paso de la conducta a la identidad es casi automático. El filósofo romano, Séneca, lo advirtió hace dos mil años: “No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige” (Cartas a Lucilio, año 65). Cuando no sabemos quiénes somos, cualquier palabra que nos lancen puede desviar nuestro rumbo. Tomemos un ejemplo literario. En Los miserables (1862), Victor Hugo nos muestra a Jean Valjean, un hombre marcado por el delito de robar pan. La sociedad lo define como “ladrón”, “delincuente” o “irredimible”. Pero, a través de sus actos posteriores, Valjean demuestra que su esencia va mucho más allá de ese hecho. El lector comprende que un sólo acto no agota la verdad de una vida entera.

En la vida real, la historia de Alfred Nobel es igual de reveladora. Un periódico francés publicó por error su necrológica, titulándola “El mercader de la muerte ha muerto”. Nobel, vivo aún, quedó impactado al leer cómo lo definían exclusivamente por la invención de la dinamita. Decidió entonces dedicar su fortuna a crear un legado distinto: los Premios Nobel (1895), símbolo de contribución al conocimiento y la paz. La clave está en distinguir entre lo que hemos hecho y lo que somos. Las acciones pueden corregirse, los errores pueden repararse, pero la identidad profunda no puede reducirse a un titular, una acusación o un apodo.

Hay dolores que no nacen de la verdad, sino de mentiras que aprendimos a creer.

El control emocional y la perversidad de la etiqueta

Hay un uso de las etiquetas que va más allá del simple error de juicio: el uso intencional para dominar o someter. En estos casos, el adjetivo no es una descripción, sino un arma. Se coloca en el centro de la identidad de la otra persona para que esta viva a la defensiva, sintiéndose culpable incluso de respirar. Viktor Frankl escribió: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad y nuestro poder de elegir nuestra respuesta” (El hombre en busca de sentido, 1946). Quien manipula con etiquetas busca borrar ese espacio, lograr que la respuesta sea automática: obedecer, ceder, callar. Un ejemplo histórico lo encontramos en la figura de Juana de Arco. Durante su juicio en 1431, los cargos de herejía y brujería no eran más que una coartada política para destruir su influencia. La acusación buscaba anularla como líder y como mujer, para que cualquier palabra suya quedara desacreditada. La etiqueta era la condena.

En el ámbito cultural, podemos recordar a John Lennon, quien en 1966 fue duramente atacado por su frase “somos más populares que Jesús”. El titular descontextualizado se convirtió en munición contra él, ocultando que hablaba del fenómeno social de la música y no de una declaración religiosa. La presión y el boicot demostraron que una etiqueta, bien colocada por los adversarios, puede arrasar reputaciones. En el fondo, este tipo de manipulación opera sobre una misma premisa: si logras que alguien se crea indigno, culpable o incapaz, no necesitarás cadenas físicas para retenerlo. Las cadenas estarán en su mente.

Recuperar el nombre propio

Liberarse de una etiqueta injusta no es un acto instantáneo: es un proceso de volver a mirarse con ojos limpios, sin el filtro de lo que otros han querido imponer. Implica preguntarse, como sugería el Søren Kierkegaard: “La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; hay que retirarse un poco para abrirla” (Diarios, 1843). En otras palabras, a veces hay que dar un paso atrás de las voces ajenas para ver quién se es realmente. En la Historia, hay figuras que lograron hacerlo con una fuerza admirable. Winston Churchill fue considerado por muchos un político acabado tras la Primera Guerra Mundial, cargando con la etiqueta de “fracasado” por el desastre de Gallípoli. Dos décadas después, se convirtió en el primer ministro que lideró la resistencia británica contra el nazismo y en símbolo de tenacidad. No rehuyó su pasado: lo integró en una identidad mucho más amplia.

Otro ejemplo conmovedor es el de Malala Yousafzai. Etiquetada como “niña problemática” por los talibanes por defender la educación de las niñas en Pakistán, sufrió un atentado que buscó silenciarla. En vez de aceptar ese destino, asumió su voz con más fuerza, ganando el Premio Nobel de la Paz en 2014 y convirtiéndose en referente mundial. Recuperar el nombre propio implica un doble movimiento: dejar de responder al llamado que otros nos impusieron y empezar a responder al propio. No es ignorar las acciones pasadas, sino colocarlas en su justa proporción. Un error no define a una persona; un acierto tampoco la agota. La identidad es un río en movimiento, no una piedra inmóvil.

Reflexión final

Las etiquetas son cómodas para quien las pone y pesadas para quien las carga. No requieren pruebas, no exigen matices; sólo necesitan repetirse lo suficiente para que parezcan verdad. Pero la Historia y la vida cotidiana nos enseñan algo: ninguna palabra, por muy afilada que sea, puede contener toda la complejidad de una persona. Si alguna vez te han dicho que “eres” algo que te duele, pregúntate: ¿de dónde viene esa palabra? ¿Qué intención había detrás? Y sobre todo, ¿qué evidencias tienes de que sea tu verdad? Tal vez descubras que has vivido bajo un nombre que no era tuyo.

Recuerda las palabras de Hannah Arendt: “Nadie tiene derecho a obedecer” (Responsabilidad y juicio, 2003). Obedecer una mentira sobre quién eres, aceptarla sin examen, es renunciar a tu libertad interior. Y esa libertad es el primer paso para recuperar tu nombre propio. En el fondo, no se trata de demostrar a otros quién eres: se trata de recordártelo a ti mismo. Porque no eres la suma de etiquetas que te pusieron; eres la suma de tus elecciones, de tus cambios y de tu capacidad para no quedarte reducido a una sola palabra.


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Carta a esa mirada triste

«Hay silencios que no callan, sino que abrazan con la voz de lo que no se atreve a decirse».

Hay miradas que no piden explicaciones, sólo compañía. Hay silencios que parecen fríos, pero que en realidad están guardando algo delicado. Esta carta es para esos momentos en los que uno quisiera que alguien se sentara cerca, sin prisas, sin juicios, y se quedara allí hasta que el alma descanse. Si hoy llevas en los ojos un peso que no sabes cómo nombrar, si hace tiempo que no recibes palabras que abracen sin apretar, aquí tienes un lugar para ti.

(Y aunque no lo digas, yo sé que estabas esperando que llegara).

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Querido(a) lector(a):

No sé en qué momento llegó a ti esta mirada. Tal vez fue de golpe, una tarde cualquiera, como la sombra repentina de una nube que tapa el sol en mitad de un paseo. O quizá se fue instalando despacio, como el polvo que se acumula en los rincones sin que uno lo note hasta que, un día, la luz lo revela flotando en el aire. No me lo tienes que contar. Hay cosas que se sienten incluso sin verlas. Y yo, aunque no te tenga delante, sé que tu mirada carga un peso. A veces imagino que, si nos cruzáramos por la calle, lo sabría de inmediato: lo notaría en esa quietud que a veces tienen los ojos cuando no quieren que nadie los toque, pero en el fondo suplican que alguien se acerque.

Hoy te escribo porque quiero estar contigo, aunque sea así, en letras. No para llenarte de explicaciones, ni para prometerte que todo pasará. No voy a disfrazar el dolor con frases rápidas que no se sostienen. Te escribo para quedarme a tu lado un rato. Para que sepas que, en este momento, no estás solo(a). El silencio está aquí. Puede ser incómodo, como una habitación fría a la que uno entra descalzo, o áspero, como una tela que raspa la piel. Pero si lo dejas, también puede convertirse en un manto que envuelve, en un refugio donde no hace falta fingir. Y aunque ahora tal vez parezca un enemigo, puede ser un guardián que protege lo que todavía no estás listo(a) para decir. Aquí no tienes que ser fuerte. No tienes que mostrar la mejor versión de ti. No tienes que convencerme de que estás bien. Puedes bajar los brazos y dejar que el peso caiga. Puedes llorar, si lo necesitas. Aquí nadie va a mirar el reloj mientras lo haces. Aquí no hay “demasiado” ni “ya es hora de parar”.

Si estuvieras conmigo ahora, te prepararía un té caliente o un café recién hecho, quizá un rico mate, según lo que prefieras. Pondría la taza frente a ti, y me quedaría mirando cómo envuelves tus manos alrededor, dejando que el calor suba lentamente por tus dedos. Afuera, quizá, se oiría el murmullo lejano de una calle viva, pero aquí dentro el mundo se reduciría a nosotros dos y a este instante. Te invitaría a sentarte cerca de la ventana. La luz de la tarde entraría suave, dibujando sombras largas en el suelo. El aire tendría ese olor a madera y a papel que guardan los lugares donde se conversa despacio. Si quisieras, abriría un poco la ventana para que entre una brisa ligera, de esas que mueven apenas una hoja de papel sobre la mesa. Si me dejaras, te abrazaría. No con un abrazo rápido, distraído, sino con uno lento, prolongado. De esos en los que el cuerpo entero se amolda y en los que puedes soltar el aire sin miedo. Un abrazo que dice: “No tienes que sostenerlo todo tú solo(a). Yo puedo sostenerte un rato”.

Y así, sin prisa, nos quedaríamos. Tal vez escucharíamos el ruido de la calle como un eco lejano, o el golpeteo de una rama contra el cristal. Tal vez no hablaríamos nada. Tal vez sí, pero sin necesidad de ordenar las frases. Porque hay momentos en los que lo importante no es entender, sino acompañar. Quiero que sepas que pienso en ti más de lo que imaginas, aunque puede ser que no te conozca. No como quien piensa en un nombre al pasar, sino con esa atención que se reserva para lo que importa. Y aunque no pueda caminar a tu lado ahora, aquí estoy, y estaré cada vez que vuelvas a estas palabras. Somos caminantes que comparten sus soledades, soledades que se encuentran, caminos que se descubren acompañados. Si un día sientes que quieres buscarme, que te mueres de ganas de estar conmigo, hazlo. Yo también querré verte. Y si eso no ocurre pronto, está bien. Nos tendremos aquí, en este rincón de letras que late como si fuera piel.

Hoy, mientras lees esto, no estás solo(a). No mientras yo te esté pensando.

Con afecto, con paciencia, y con un lugar reservado para ti en mi abrazo y en mi corazón,

Héctor Chávez

P.D. No sé si esta carta llegó tarde o justo a tiempo. Sólo sé que la escribí con la certeza de que tú la ibas a entender. Siempre supe que, de alguna manera, estaba esperando encontrarte aquí.

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Si estas palabras te han acompañado, no te las lleves solo(a): compártelas con quien hoy podría necesitar un refugio. Y si alguna vez sientes que quieres volver a este lugar, aquí estaré, en silencio o en palabra, pero siempre esperándote. También puedes seguir Crónicas del Diván para recibir más textos como éste, o escribirme a través de la pestaña Contacto. En Instagram estoy como @hchp1.