El placer secreto de tu sufrimiento

“El hombre, en su sufrimiento, se aferra a él con una obstinación extraña, como si temiera perderse a sí mismo en la felicidad».

—Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

Hay una verdad incómoda que rara vez admitimos en voz alta: a veces encontramos un cierto placer en nuestro propio dolor. No me refiero al masoquismo físico ni a experiencias extremas, sino a ese goce silencioso, casi invisible, que se esconde detrás de la queja, de la tristeza prolongada o del papel de víctima que adoptamos sin querer.

¿Y si el sufrimiento no fuese únicamente una desgracia que nos toca cargar, sino también un refugio íntimo al que regresamos una y otra vez, porque nos ofrece identidad, compañía o incluso poder? Esta pregunta puede incomodar, pero al mismo tiempo libera. Porque sólo cuando reconocemos el placer secreto que habita en nuestro sufrimiento podemos empezar a dejarlo atrás.

El dolor que nos identifica

El dolor tiene la fuerza de una marca. Muchas personas se definen a partir de lo que han perdido: “soy el hijo abandonado”, “soy la mujer engañada”, “soy el que fracasó en los negocios”. El sufrimiento deja cicatrices tan profundas que acaban convirtiéndose en nuestra tarjeta de presentación. Sigmund Freud advirtió en Más allá del principio del placer (1920) sobre la pulsión de repetición, ese extraño impulso por revivir una y otra vez la misma herida, como si en ella encontráramos consistencia para existir. El trauma se convierte en identidad, y la identidad, en un refugio seguro aunque doloroso.

Ejemplo claro: alguien que constantemente recuerda cómo lo despidieron de un trabajo hace años. Habla del tema con detalle, con resentimiento… pero también con brillo en los ojos. Porque ese episodio, aunque amargo, lo define, lo singulariza y le da un relato. El sufrimiento, entonces, deja de ser un enemigo y pasa a ser un espejo en el que nos reconocemos.

La trampa del goce oculto

No hay dolor inocente: todo sufrimiento, por más desgarrador que parezca, conlleva un resto de goce. Jacques Lacan, en su Seminario VII: La ética del psicoanálisis (1959-1960), lo expuso de manera brutal: “El hombre no sólo busca el bien, también goza en su mal.” Ese goce oculto no significa que seamos culpables de lo que nos hiere, sino que en lo hondo se produce un vínculo perverso entre el dolor y la satisfacción. La persona que no deja de hablar de su ex, por ejemplo, puede sufrir recordando el abandono, pero también goza en revivir ese drama, en ocupar el lugar de quien fue injustamente tratado.

Hay un poder extraño en ser la víctima: nadie puede reprocharle nada, nadie puede quitarle ese lugar. Dostoievski lo retrató magistralmente en personajes que se hunden en su desgracia pero la defienden como si fuese un tesoro. La queja, el reproche y la insistencia en el dolor se convierten en una forma de reafirmar la propia existencia.

A veces, incluso en el dolor más hondo, hay un gesto secreto que revela el extraño goce de sufrir.

El placer de la queja

La queja es una de las formas más comunes de este goce secreto. Nos quejamos para liberar tensión, sí, pero también para convocar la atención de los demás. Hay personas que, sin darse cuenta, han hecho de la queja su modo de relacionarse: siempre tienen un malestar, una injusticia, una historia de sufrimiento que contar. El filósofo Emil Cioran, en Silogismos de la amargura (1952), escribió con ironía: “Quien no tiene desgracias propias, las inventa”. En esa frase se esconde una verdad punzante: el sufrimiento, real o imaginario, nos permite reclamar un lugar en la conversación, una dosis de compañía, e incluso una pequeña forma de poder.

Un ejemplo ligero: todos hemos conocido a alguien que, aunque su vida vaya bien, siempre encuentra la manera de quejarse del clima, del tráfico, de la comida o de la salud. Parece un hábito sin importancia, pero detrás puede haber un mecanismo más profundo: mantener viva la atención de los otros a través del malestar. Porque quien se queja rara vez queda ignorado.

Salir del círculo vicioso

Reconocer el placer secreto de nuestro sufrimiento no significa culparnos por él, sino entender que existe un vínculo complejo entre el dolor y el goce. Ese reconocimiento ya es un primer paso para liberarnos. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: “No hay destino que no se venza con el desprecio”. Y aquí el desprecio no es hacia la vida, sino hacia la trampa del goce que nos mantiene prisioneros. Se trata de dejar de acariciar la herida como si fuera una joya, y empezar a verla como lo que es: una parte de nuestra historia, pero no toda nuestra vida.

Salir del círculo vicioso del sufrimiento requiere coraje. Es más fácil quedarse en el rol de víctima, repetir el mismo relato y obtener la atención de los demás. Lo difícil es atreverse a vivir sin esa muleta, a enfrentar la libertad que surge cuando ya no tenemos excusa en el dolor.

Reflexión final

Querido lector: si en algún momento te has descubierto disfrutando, aunque sea un poco, de tu propio sufrimiento, no te avergüences. Todos lo hemos hecho. Lo importante no es negar esa verdad, sino reconocerla y decidir qué hacer con ella. El placer secreto del sufrimiento puede ser cómodo, pero también es una cárcel. Sólo quien lo descubre está en condiciones de abrir la puerta y salir.

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