La repetición, el ruido, la falta de profundidad

“El hábito debilita todos los sentimientos, salvo el del dolor”
—Honoré de Balzac

Queridos(as) lectores(as):

Quiero empezar con algo que pienso de verdad, no como provocación ni como pose intelectual: creo que gran parte del cansancio contemporáneo no viene de hacer demasiado, sino de vivir sin espesor. Hay agendas llenas, pantallas encendidas, opiniones constantes, pero poca experiencia real. Mucho pasa, pero poco nos pasa. Y esa diferencia, aunque sutil, termina siendo devastadora. Escucho con frecuencia frases como “todo está bien, pero algo no cuadra” o “no me falta nada, pero me siento vacío”. No siempre hay un drama evidente, ni una pérdida concreta, ni un conflicto puntual. Lo que hay es una sensación de desgaste difuso, como si la vida se repitiera sin dejar huella, como si los días se sucedieran sin ser verdaderamente habitados.

Creo que esta época confunde movimiento con vida, reacción con pensamiento e intensidad con profundidad. Todo se acelera, todo se comenta, todo se juzga. Pero casi nada se elabora. Y cuando la elaboración desaparece, lo humano empieza a empobrecerse, aunque esté rodeado de estímulos. Por eso quiero que hoy pensemos juntos —sin prisa, sin consignas y sin moralismos— qué hay detrás de esta repetición constante, de este ruido permanente y de esta dificultad creciente para sentir que algo importa de verdad. No para dar respuestas rápidas, sino para recuperar un poco de claridad.

La repetición que no transforma

No toda repetición es enemiga de la vida. Hay repeticiones que sostienen: rituales, hábitos, rutinas que organizan el tiempo y permiten cierta estabilidad. El problema comienza cuando la repetición deja de ser forma y se convierte en inercia, cuando ya no estructura la existencia sino que la aplana. La literatura ha sabido mostrar esto con una lucidez inquietante. En La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares presenta una repetición perfecta y vacía: personas que repiten eternamente los mismos gestos y palabras sin conciencia ni posibilidad de encuentro real. El narrador lo expresa con crudeza: “Vi que aquellos seres no podían advertir mi presencia, porque no estaban vivos” (La invención de Morel, 1940). La repetición no conserva la vida: la simula.

Algo muy parecido ocurre hoy en muchos niveles de nuestra experiencia cotidiana. Repetimos discursos, posturas morales, reacciones emocionales esperadas. Cambian los temas, pero no la estructura. Se repite la indignación, se repite el entusiasmo, se repite el rechazo. Pero rara vez hay apropiación subjetiva o transformación real. Zygmunt Bauman, sociólogo polaco, lo advirtió con claridad al afirmar que “en una vida líquida, las formas sociales no tienen tiempo de solidificarse” (Vida líquida, 2005). Cuando nada dura lo suficiente, la repetición no construye identidad ni sentido. Sólo produce cansancio. Y cuando la repetición no transforma, la vida empieza a sentirse como un eco de sí misma.

El ruido como anestesia

El ruido no es sólo un exceso accidental; muchas veces es una defensa. Defenderse de qué: del silencio. Porque el silencio obliga a escucharse, y escucharse implica encontrarse con preguntas que no tienen respuestas inmediatas ni cómodas. Vivimos en una cultura que sospecha del silencio y se apresura a llenarlo. Música de fondo constante, videos encadenados, debates interminables, opiniones a granel. Todo con tal de no detenerse demasiado tiempo en un sólo punto. El ruido no aclara: distrae.

El antropólogo francés David Le Breton ha señalado que “el silencio ya no es vivido como una plenitud, sino como un vacío inquietante” (El silencio, 1997). Cuando el silencio se vuelve intolerable, el ruido ocupa su lugar como calmante momentáneo, aunque el malestar de fondo permanezca intacto. Algo muy similar se muestra en la película Her (2013) de Spike Jonze, donde los personajes están permanentemente acompañados por voces, estímulos y vínculos artificiales, pero profundamente solos. El ruido afectivo no sustituye la presencia real. Sólo la aplaza. Y cuanto más se aplaza, más duele cuando irrumpe el vacío.

Superficie emocional

Otro rasgo de esta época es la emocionalidad rápida y exhibible. Se nos invita a sentir fuerte, expresar mucho y pasar pronto a lo siguiente. Llorar en público, sanar en frases, indignarse por turnos. Todo parece emoción, pero muy poco se asienta. La filósofa francesa Simone Weil, escribió: “La atención es la forma más rara y pura de la generosidad” (La gravedad y la gracia, 1947). Sentir de verdad requiere atención, y la atención necesita tiempo, silencio y paciencia. Justo lo que menos favorece la lógica actual.

Cuando no hay tiempo para elaborar lo que sentimos, las emociones se vuelven superficiales o tiránicas. O se evaporan rápido, o nos arrastran sin comprensión. En ambos casos, el sujeto queda desbordado, pero no acompañado. Por eso muchas personas dicen sentirse “vacías” aun estando emocionalmente activas. No es falta de emociones, sino falta de profundidad emocional. Falta de un espacio donde lo vivido pueda ser pensado, digerido y vuelto propio.

No nos falta comunicación; nos falta profundidad para encontrarnos de verdad.

Pensar como acto de resistencia

Pensar hoy es un acto incómodo. No reaccionar de inmediato, no alinearse automáticamente, no repetir consignas listas para usar tiene un costo. Pero también tiene una recompensa: la dignidad de una vida pensada. Hannah Arendt advirtió que el mayor peligro no era la maldad consciente, sino la irreflexión, esa incapacidad de detenerse a pensar lo que se hace y se dice: “La ausencia de pensamiento no es estupidez; es irreflexión” (Eichmann en Jerusalén, 1963). Cuando dejamos de pensar, dejamos de hacernos responsables.

Pensar no es aislarse del mundo, sino habitarlo con criterio. No es volverse frío, sino resistir la manipulación emocional. No es cerrarse, sino elegir desde dónde se abre uno. Y aquí quiero decir algo con claridad personal: yo desconfío de los discursos que prometen profundidad sin incomodidad y bienestar sin conflicto. La vida real no funciona así. Pensar implica riesgo, lentitud y, a veces, soledad. Pero también es la única forma de no vivir anestesiados.

Reflexión final

Déjame preguntarte algo, ahora que estamos aquí, como si estuviéramos frente a frente tomando un café: ¿Cuánto de tu vida es repetición automática y cuánto experiencia viva?¿Qué ruido utilizas para no escucharte? ¿Qué pasaría si te permitieras un poco más de silencio, aunque incomode? No son preguntas para responder rápido. Son preguntas para acompañarse.

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Gracias por quedarte un rato.
Nos leemos.

Herramientas culturales para cargar la vida

“El arte no reproduce lo visible, sino que hace visible».

— Paul Klee

Queridos(as) lectores(as):

Cada día cargamos con un cúmulo de preocupaciones: el trabajo que nos desborda, las exigencias de los demás, las culpas silenciosas, las pérdidas que aún duelen. La vida nos pide caminar con peso sobre los hombros, como si estuviéramos obligados a resistirlo todo en soledad. Y sin embargo, lo más humano en nosotros no es la fortaleza desmedida, sino la capacidad de encontrar modos más hondos de sostenernos. La cultura, entendida como el conjunto de símbolos, obras y gestos heredados, puede convertirse en ese sostén. No se trata de refugiarse en un museo ni de evadirse en libros para olvidar la realidad, sino de aprender a mirar de otra manera: a descubrir en lo cotidiano —un cuadro, una palabra, un suspiro— una puerta hacia la calma y el sentido. La mirada que se detiene y la respiración que acompaña nos recuerdan que aún es posible vivir con hondura en medio de la prisa.

Detenerse frente a una obra de arte o regalarse un instante de silencio no resuelve los problemas, pero cambia nuestra disposición interior ante ellos. Como escribió Paul Valéry: “El alma está en la superficie” (Tel Quel, 1943). Es decir, lo profundo no siempre se encuentra en grandes hazañas, sino en aprender a mirar con atención lo que tenemos delante. Esa mirada renovada transforma la carga en enseñanza y la fatiga en oportunidad de reencuentro.

Hoy quisiera invitarlos a explorar dos gestos simples pero decisivos: mirar y respirar. Mirar hasta descubrir lo invisible en lo visible; respirar hasta recordar que toda vida se sostiene en un instante. Dos caminos que la cultura nos ofrece para vivir con menos vértigo y más conciencia, incluso cuando la carga del día parezca demasiado.

La mirada que descubre lo invisible

Cuando nos detenemos frente a una obra de arte, no sólo observamos lo que el artista plasmó. También descubrimos lo que habita en nosotros, como si la imagen fuera un espejo. Un cuadro puede hablarnos de heridas que aún no nombramos o de nostalgias que creíamos olvidadas. En esa experiencia, la cultura no es entretenimiento: es un acto de revelación. Rainer Maria Rilke lo expresó magistralmente en su poema sobre una estatua arcaica de Apolo: “Has de cambiar tu vida” (Neue Gedichte, 1908). Ante la mirada de mármol, Rilke no solo vio una escultura: se sintió interpelado hasta el fondo. El arte, cuando se contempla de veras, nos exige transformación. Nos invita a reconocer que algo en nosotros puede y debe ser distinto.

Lo mismo ocurre fuera del museo. Una fotografía familiar, una canción escuchada en la adolescencia o incluso un rostro en la calle pueden provocar en nosotros un movimiento interior. Como señaló Susan Sontag, “toda fotografía es un memento mori” (On Photography, 1977): nos recuerda el tiempo, la pérdida, lo irrepetible. Mirar con atención nos revela no sólo la belleza del mundo, sino también nuestra propia vulnerabilidad. La mirada, entonces, no es pasiva. Es una forma de conocimiento. En lugar de evadirnos de la vida, nos permite profundizar en ella. Y cuando aprendemos a ver con hondura, la carga cotidiana deja de ser un bloque opaco: se vuelve un tejido en el que podemos leer significados nuevos.

El instante como refugio

Así como mirar abre caminos hacia lo invisible, respirar nos devuelve al presente. La respiración es la frontera mínima entre la vida y la muerte: entre el primer llanto y el último suspiro se juega toda nuestra existencia. Tomar conciencia de este gesto simple puede cambiar radicalmente nuestra manera de habitar los días. La tradición oriental ha hecho de la respiración un arte espiritual. El maestro zen Dōgen decía: “Estudiar el camino es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo” (Shōbōgenzō, siglo XIII). Al respirar con atención, dejamos de estar atrapados en las prisas y nos situamos en un lugar donde lo esencial se vuelve visible.

Matsuo Bashō lo expresó en su célebre haiku: “Viejo estanque / salta una rana / ruido de agua” (Oku no Hosomichi, 1689). Ese instante efímero, al quedar nombrado, se convierte en refugio. El sonido del agua, tan breve, basta para suspender la mente en un presente que no se desgasta. En la vida cotidiana, los rituales sencillos cumplen esa misma función. Una taza de café, un paseo corto, mirar la lluvia caer desde la ventana: todos son gestos que nos devuelven al ahora. Frente al vértigo de lo inmediato, el instante habitado conscientemente se convierte en espacio de resistencia. No elimina la carga, pero nos recuerda que aún respiramos, y en ese respirar hay posibilidad de recomenzar.

El arte de sostenerse

El peso de la vida no desaparece con el arte ni con la respiración. Pero sí se transforma. La cultura es un recordatorio de que no estamos solos en nuestra lucha: generaciones enteras han enfrentado dolores semejantes y han dejado huellas para que encontremos sostén. Viktor Frankl narró cómo incluso en el hambre y la desesperanza un atardecer podía devolverle sentido: “El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de la independencia mental, incluso en las condiciones terribles de tensión psíquica y física” (El hombre en busca de sentido, 1946). La belleza de una puesta de sol, en medio del horror, se convirtió para él en un salvavidas interior.

El arte y la filosofía no eliminan la realidad, pero nos enseñan a sostenernos en ella. Esa capacidad de hallar luz en la penumbra no surge de la negación, sino de la atención a lo que aún permanece vivo. Mirar, leer, escuchar, contemplar: todas son formas de resistencia. Allí donde la vida parece insostenible, el contacto con la cultura nos recuerda que no todo está perdido. Y en ese recordatorio se abre un espacio de libertad, pequeño pero real, donde el alma respira.

Un libro abierto junto a un cuadro abstracto y una rama desnuda: una invitación a contemplar y encontrar refugio en la cultura frente al peso de la vida.

Herramientas culturales para la vida diaria

Las reflexiones anteriores pueden parecer abstractas si no se traducen en prácticas concretas. Por eso, quisiera proponer algunas herramientas culturales sencillas que pueden integrarse en la vida cotidiana, sin necesidad de grandes recursos ni tiempos extraordinarios. La primera es contemplar. No mirar con prisa, sino detenerse frente a una obra, una frase o incluso una escena de la calle, y preguntarse: ¿qué despierta en mí? Como escribió Simone Weil: “La atención, absolutamente pura y sin mezcla, es oración” (Attente de Dieu, 1950). Mirar con atención se convierte así en un acto espiritual. La segunda es respirar. Hacerlo conscientemente tres veces antes de responder a un mensaje, tomar una decisión o iniciar una tarea. Ese pequeño gesto evita que actuemos desde la reacción inmediata y nos devuelve a la libertad interior.

La tercera es elegir un ritual. Puede ser una taza de té, encender una vela, caminar al final del día. Lo importante no es el objeto, sino el sentido que ponemos en él: se convierte en un recordatorio de que hay un espacio nuestro que no depende del caos externo. Y la cuarta es escribir una sola frase cada día. No un diario exhaustivo, sino una línea que capture algo vivido. Cesare Pavese anotaba: “No recordamos días, recordamos momentos” (Il mestiere di vivere, 1952). Esa frase diaria nos ayuda a fijar un momento en el tiempo y a darle lugar en nuestra memoria.

Reflexión final

La vida, al mirarla y respirarla con calma, no pesa tanto. Quizá lo que cargamos no se elimine nunca del todo, pero sí puede transformarse. La cultura nos enseña a ver más allá de la superficie y a sostenernos en lo pequeño: un cuadro que nos interpela, un suspiro que nos recuerda que seguimos vivos, una palabra que se convierte en compañía. No se trata de grandes escapes ni de soluciones mágicas.

Se trata de aprender a habitar la carga con otros ojos y otros ritmos. Recordemos a Octavio Paz: “La cultura es la respuesta del hombre a su soledad” (El laberinto de la soledad, 1950). Allí donde el cansancio nos amenaza, podemos volver a esas respuestas y encontrar consuelo. La carga sigue presente, pero ya no nos aplasta. Entre mirada y respiro se abre un espacio nuevo: un lugar donde la vida, aun con su peso, se vuelve habitable. Y en esa habitabilidad, descubrimos que también somos capaces de ternura, de paciencia, de esperanza.

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Querido(a) lector(a), ¿qué gesto, obra o ritual te ayuda a cargar mejor con la vida? Me encantaría conocerlo en los comentarios. Recuerda que puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir notificaciones de nuevas entradas. También puedes seguirme en Instagram: @hchp1.

Un momento de paz en tu día

«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».

-Thomas Merton

Queridos(as) lectores(as):

Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?

La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.

Respirar como acto sagrado

El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.

>Una práctica simple:

  • Inhalen en 4 segundos
  • Retengan 4 segundos
  • Exhalen en 6 segundos
  • Descansen 2 segundos

Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).

El ritual en lo cotidiano

Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».

Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.

Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).

La oración como brújula

La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).

Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.

Incluso contemplar la naturaleza es desconectarse del caos, conectándonos al mismo tiempo al resto de la vida.

La paz no es negación

No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.

No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.

Ascética cotidiana, no heroica

La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.

5 minutos para el alma

Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.

Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».

En busca del silencio

«Escucha, y serás sabio; porque el comienzo de la sabiduría es el silencio».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

Cada día es en definitiva una experiencia muy distinta para cada uno de nosotros. La relatividad se constata de muchas e incontables maneras, pero lo que es cierto es que hay cosas, quizá podríamos decir «necesidades», que todos y cada uno de nosotros busca satisfacer. ¿Es acaso el mismo estrés vivir en el campo que en la ciudad? Seguramente muchos de ustedes me dirán que no, que en definitiva no es lo mismo, que seguramente la vida en el campo es menos estresante que la que se tiene en la ciudad. Pero eso sería partir del «yo creo» y no del «así es». Cada vida tiene lo suyo y aunque no se pueden comparar las cosas entre sí con tanta facilidad, debemos considerar que para cada quien las cosas son lo que son. ¿Es lo mismo la frustración de que se ponche/reviente una llanta en plena avenida problemática en el horario desquiciante, a que se descomponga el tractor sabiendo que no está cerca el técnico especialista para poder arreglarlo?

Ahora bien, contemplado lo anterior, la vida de cada uno de nosotros es difícil a su modo, así como lo es fácil también. Hace unos días en Instagram, vi un reel en el que decían «nunca desees la vida del otro cuando sólo disfrutas lo visible». Es como la falacia de la Época de Oro: cuántos de nosotros no hemos dicho «en x tiempo la vida era mejor a lo que es actualmente». Por ejemplo: un muy querido amigo se la pasa añorando los tiempos del gran resplandor de Roma, insistiendo que aquella época era lo mejor; desviviéndose en señalar cada aspecto «bueno» de aquel entonces, enalteciendo algunas cosas determinadas, etc. ¿Pero la vida de quién quisieras, la de un senador romano o la de un esclavo? -le suelo interrumpir. Claramente pensamos desde lo mejor, desde lo positivo, lo acomodado y el lujo. Nadie en su locura se atrevería a decir (bueno, hay uno que otro que tal vez sí): ¡quisiera ser un esclavo en tiempos de Roma! En fin, espero se entienda el punto. Pero, como comentaba anteriormente, hay cosas que sí o sí todos necesitamos y que buscamos satisfacer, entre ellas es encontrar un poco de silencio ante el escándalo de la vida.

Añoranzas regionales

Es curioso cómo habiendo tantos recursos tan fantásticos en nuestra región occidental, solemos voltear hacia oriente para deslumbrarnos con lo que ellos tienen para sí. Hay que tener presente que la cosmovisión, el modo de vida, las creencias y demás rasgos culturales de aquellas zonas, poco o nada tienen que ver con las nuestras. Hablamos mucho de querer alcanzar los «niveles del nirvana«, palabra de origen sánscrito que refiere a un estado óptimo o superior del alma que se logra con una profunda meditación en la que nos desprendemos de todo lo material y que «nada ni nadie nos puede perturbar». Interesante, porque el mundo griego nos ofrece algo que se conoce como ataraxia, que es casi lo mismo, sólo que en vez de la negación de los deseos y demás cosas que inquietan la psique o el alma de las personas, se logra un estado de control total de las emociones y demás cosas que perturban al ser humano. Sí, seguramente habrá entre ustedes que me digan , y con justa razón, que muchas cosas de Occidente son herencia directa de Oriente. Sólo que no hay que descuidar que más bien se tratan de adaptaciones que más tienen que ver con lo nuestro, con lo que nos es propio. Pongamos un ejemplo que quizá sea un poco burdo, pero me parece que servirá para esto que estoy comentando. En Occidente cuando decimos «quiero comer comida japonesa», lo que estamos pidiendo es la versión occidentalizada (sobre todo agringada o estadounidense) de esos platillos, ya que lo que conocemos como tal pasó por las modificaciones hechas en EEUU. ¿En qué parte de Japón servirán sushi PHILADELPHIA?

Ahora bien, esas añoranzas regionales nos distraen justo de las cosas que quizá podrían tener más efecto en nosotros. En verdad desconozco si a los orientales les pasa lo mismo, es decir, que en vez de hacer meditaciones un día digan «vamos a rezar el rosario en vez de meditación budista para BUSCAR EL MISMO FIN». Francamente lo dudo. Aunque, insisto, puede ser. El hecho de que en Occidente tengamos medios específicos para lograr ciertos fines es porque simple y sencillamente es lo que nos ha funcionado. Y no me mal entiendan, no les estoy diciendo que está mal que practiquen yoga o que tomen cursos de mindfulness, porque si es algo que les sirve, qué bueno. Pero sí es un recordatorio que acá, de este lado del mundo, tenemos también nuestras propias herramientas y/o recursos, y que muchas veces solemos ignorar por modas de otros. Hay que darle oportunidad a lo que también es nuestro y difundirlo. Esa es parte de la identidad, misma que se ve cada vez más fragmentada por las influencias forzadas de otros o de lugares distintos. No es de sorprender las crisis de identidad cuando día con día la detonamos con cosas externas.

Lo que nos une

Una vez visto lo anterior, vuelvo a insistir: a pesar de las diferencias, los seres humanos tenemos las mismas necesidades básicas, seamos de donde seamos. El silencio es precisamente una de ellas. Ya sea en Oriente o en Occidente, el silencio tiene un fin igual: la paz interior, lo que se entienda por ello. Es decir, eso no está con derechos de autor o de exclusividad cultural. ¿Cuántos de nosotros, después de las tediosas jornadas que vivimos, no buscamos un poco de paz, de calma, de tranquilidad… de silencio? Y no me digan que no, ¿no acaso hay muchos que tienen o tenemos el celular, ya no en modo vibrador, sino en silencio? Es una demanda inconsciente que se vuelve cada vez más consciente. No es motivo de asustarse, es perfectamente natural y por tanto entendible que el ser humano busque un poco de orden en tanto caos. Y el silencio es una oportunidad, precisamente, de lograr ese poco de orden en cada momento de nuestras vidas.

Los católicos, por ejemplo, le damos una gran importancia al silencio: cuando hacemos oración, cuando meditamos (oh, sí, también meditamos para poner en orden nuestras pasiones, nuestros pensamientos, poder entrar en contacto con nuestros sentimientos y tener cierta claridad en lo que vivimos), cuando reflexionamos sobre alguna circunstancia, etc. En el examen de conciencia que muchos de nosotros solemos hacer en la mañana y/o en la noche, incluso hay una pregunta muy importante: «¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?». Todos y cada uno de nosotros tenemos derecho a un poco de silencio en nuestros días. Pero aquí surge una pregunta que lo hace todavía más interesante e importante: ¿por qué? El estado místico del ser humano no sólo es hacer algo determinado que nos liga con nuestra espiritualidad, sino saber exactamente por qué lo hacemos. El silencio es una invitación a escucharnos a nosotros mismos, a darnos nuestro espacio, a poner límites a nuestra relación con los demás. No es egoísmo, al contrario, es algo necesario para mejorar primero con nosotros y así después con los demás.

Trampas constantes

Si bien es cierto que hay gente que no sabe estar sola, que no le gusta estar sola, es lo mismo que aplica con el silencio. Y lo volvemos a preguntar: ¿por qué? El silencio, desde el psicoanálisis, es un recurso de elaboración de lo que nos sucede sin interferencia de algo o alguien más. El problema es que hay campañas, hay gente, que promueve nociones negativas sobre la soledad, pero también sobre el silencio. Y todavía presionan en decir «no está bien». ¿Según quién y por qué? Y no faltarán respuestas débiles a estas preguntas tan fuertes. Cuando no sabemos valorar el silencio, rompemos en la desesperada necesidad de llenar de ruido el ambiente. Hay quienes no pueden hacer absolutamente nada en silencio y recurren a poner música (muchas veces a niveles muy altos), a hablar sí o sí con alguien, etc. Haciendo trampa en la búsqueda del silencio. Pero, ojo, no me mal entiendan otra vez, no estoy en ningún momento diciendo que está mal trabajar con un poco de música, por ejemplo, ya que al contrario, muchas veces (si no es que siempre) nos ayuda a tener más ánimo, nos inspira, etc. Pero todo tiene su tiempo, y cuando hay oportunidades para silenciar todo y estar en perfecta compañía con nosotros mismos, no hay que desaprovecharla nunca.

De hecho, retomando un poco lo que decía más arriba respecto a la pregunta en el examen de conciencia («¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?»), es curioso que eso muy pocas veces lo sabemos hacer. No respetamos nuestro silencio, mucho menos el de los demás. Pienso, por ejemplo, en las personas que viven o trabajan con otros. Nunca falta quien se ponga a escuchar música (sus gustos) sin importarle los demás. Además de falta de respeto, es falta de consideración por lo que los demás necesitan en esos momentos. Puede ser que no haya problema, pero quizá la medida más correcta es hacer uso de audífonos. Ya si los demás dicen «¿qué estás escuchando?» y se animan a acompañar eso, ¡fantástico! Pero, de nueva cuenta, es tan necesario el silencio porque me atrevo a comentar, hay quienes de ustedes al leer lo anterior se dijeron a sí mismos «oye, yo hago eso…». El silencio y la soledad, son hornos de transformación para cada uno de nosotros. Son ocasiones para caer en cuenta de muchas cosas que tienen que ver con los demás, pero sobre todo con nosotros mismos, que solemos ignorarlas o de plano no darles su merecida importancia.

Sucede que pasa.

Pasa que sucede.