«El síntoma es una metáfora».
-Jacques Lacan
Queridos(as) lectores(as):
Vivimos en una época que ha logrado dos cosas al mismo tiempo: por un lado, visibilizar con justicia los malestares psíquicos y, por otro, reducirlos a etiquetas casi mercantiles. Si antes el sufrimiento era negado, hoy se ha vuelto marca personal. “Soy ansioso”, “tengo TDAH”, “soy una persona límite” —se dice con una mezcla de resignación, alivio y sentido de pertenencia. Como si el alma pudiera resumirse en un acrónimo clínico, y la biografía en un manual de diagnóstico.
Este encuentro no pretende negar la importancia de la psicopatología, ni romantizar el dolor. Pero sí levantar unas preguntas esenciales, que la filosofía y el psicoanálisis no pueden ignorar: ¿qué perdemos cuando confundimos al sujeto con su síntoma? ¿Qué queda del misterio de una persona cuando creemos haberla descifrado con tres letras? No, no eres tu síntoma. No lo fuiste antes de recibirlo, y no tienes por qué seguir siéndolo después.
El síntoma como lenguaje
Para Sigmund Freud, el síntoma no es una simple disfunción o un “error” de la mente. Es una formación del inconsciente, es decir, una construcción que expresa un conflicto psíquico no resuelto. No se trata de eliminarlo, sino de escucharlo. En palabras del propio Freud: “Los síntomas son actos sustitutivos que, a falta de otra solución, permiten que se satisfaga en forma encubierta un deseo reprimido” (Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1917).
Este enfoque contrasta con el paradigma médico actual, donde el síntoma se interpreta como una anomalía que hay que suprimir. Freud, en cambio, enseñaba a leerlo como se lee un sueño, un lapsus, una obra de arte: como algo que tiene sentido, aunque no sea evidente. Esto implica que detrás de cada síntoma hay un sujeto. No un código genético, ni una tabla de neurotransmisores, sino una persona que sufre, que desea, que teme. Cuando el síntoma se convierte en identidad, ese sujeto desaparece.
El diagnóstico como consuelo y como prisión
Es comprensible que un diagnóstico pueda ser vivido como un alivio. Da nombre a lo que antes era caos. Permite reconocerse en una comunidad de otros que padecen lo mismo. Pero, como todo consuelo rápido, tiene un precio. El filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, advierte que vivimos en una cultura donde lo patológico ha sido privatizado: la sociedad genera condiciones de insalubridad psíquica, pero individualiza el sufrimiento. Escribe: “El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo creyendo que se está realizando. (…) Cuando no puede más, se culpa a sí mismo y no al sistema” (La sociedad del cansancio, 2010).
Así, el diagnóstico puede servir de sedante: “tengo ansiedad”, ergo, no tengo que cuestionar el entorno que me la provoca. Pero también puede operar como condena: si soy ansioso, ¿qué lugar queda para el cambio?
Lacan y el síntoma como metáfora del ser
Jacques Lacan, retomando a Freud, profundizó aún más en el carácter simbólico del síntoma. Para él, el síntoma es una metáfora fallida, un signo que remite a un vacío estructural del sujeto. Es lo que se forma cuando algo no puede decirse, pero insiste. “El síntoma es lo que viene en lugar de lo que no puede ser dicho” (La dirección de la cura, 1958).
Lacan fue muy claro en esto: el síntoma no es el sujeto, sino el modo en que el sujeto intenta estructurarse en medio del lenguaje y el deseo. Cuando decimos “soy ansioso”, nos olvidamos de que esa ansiedad es una respuesta a algo —no un origen, sino un efecto. No una identidad, sino un camino de retorno. Desde esta perspectiva, la cura no consiste en eliminar el síntoma, sino en reconfigurar su sentido. Es decir, en asumirlo no como cárcel, sino como enigma.

Sanar no es normalizar
Hay una tentación peligrosa en el discurso terapéutico moderno: la de convertir la salud mental en un proyecto de normalización. Sanar, se nos dice, es “funcionar bien”, “ser productivo”, “llevarse bien con los demás”. Pero ¿y si el alma no quiere adaptarse, sino despertar? El psicoanalista británico, Darian Leader, comparte lo siguiente al respecto: “Si el objetivo de la terapia es simplemente adaptarse a las exigencias del mundo moderno, entonces el coste puede ser la pérdida del sujeto mismo” (¿Qué es la locura?, 2011).
Quizá parte del sufrimiento psíquico actual sea esta inquietud desfigurada por un mundo que no sabe de descanso. En vez de escuchar el alma, la medicamos; en vez de discernir, diagnosticamos; en vez de confiar, controlamos. El síntoma puede ser una ocasión de conversión: no hacia lo “normal”, sino hacia lo verdadero.
Redescubrir al sujeto: una tarea urgente
Si la cultura del diagnóstico ha reemplazado al sujeto por su síntoma, entonces una de las tareas más urgentes es recuperar la pregunta por el “quién”. No el qué tienes, sino el quién eres. No el cómo funcionas, sino el para qué vives. Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, lo expresó con lucidez: “Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo” (El hombre en busca de sentido, 1946). Esta frase —tan citada como ignorada— contiene una verdad que incomoda a las formas actuales del discurso terapéutico: no basta con reducir el malestar, hay que encontrarle un sentido. No basta con funcionar mejor, hay que vivir con propósito.
Pero ese propósito no se impone desde fuera, ni se compra en talleres de autoayuda. Nace, muchas veces, de atravesar el síntoma. De escucharlo, de respetarlo como se respeta a quien trae una mala noticia que, sin embargo, revela algo verdadero. El síntoma, entonces, no es el enemigo. El verdadero peligro está en perder al sujeto que hay detrás. En anestesiar el alma para que encaje. En dejar que una palabra clínica nos robe el nombre, el rostro, la historia.
No, tú no eres tu síntoma. No eres tu ansiedad, ni tu trauma, ni tu diagnóstico. Eres alguien que ha sufrido, que busca comprender, que desea vivir mejor. Y eso —la dignidad de ser alguien— no hay etiqueta que lo abarque.






