Carta al valor de ser uno mismo

Querido(a) lector(a):

No sé cuántas veces he escuchado la consigna de moda: “sé tú mismo(a)”. La repiten los libros de autoayuda, las marcas de ropa, los discursos motivacionales que duran lo que un café tibio. Pero lo que nadie dice es que ser uno mismo no se celebra realmente. Se tolera apenas. Y muchas veces, ni eso. Ser uno mismo —de verdad— no es una pose ni un eslogan. No es publicar una foto con un pie de página rebelde, ni disfrazarse de extravagancia para evitar el juicio. No. Ser uno mismo es, muchas veces, una forma de intemperie. Es caminar entre miradas que no comprenden, soportar juicios disfrazados de bromas, y ver cómo algunos se alejan sin decir adiós porque ya no pueden controlarte ni moldearte. Uno se va quedando solo, a veces. Más solo, pero más entero. Más sobrio, pero más libre.

Porque cuando decides no rebajar tu inteligencia para encajar, ni fingir humildad para no herir egos frágiles, ni callar tu fe para no incomodar a los escépticos, ni esconder tu tristeza para no parecer débil, ni ceder tu alegría para no molestar a los que viven del resentimiento… entonces, querido(a) lector(a), ya no puedes volver atrás. Empiezas a ver con nitidez lo que antes justificabas: los amigos que competían disfrazando su envidia de ironía, las conversaciones que eran campos minados de vanidades, los vínculos que se sostenían sólo mientras tú no brillaras demasiado.

A veces pienso en Ignatius J. Reilly, ese personaje monumental de La conjura de los necios (1980), tan insoportable como necesario. Su terquedad grotesca, su desprecio por la modernidad, su exagerado sentido de superioridad intelectual… son también un espejo deformado del que intenta no ceder a la estupidez que lo rodea. Es un hombre tan desubicado como honesto, tan ridículo como íntegro en su extravío. Y aunque nos riamos de él, también lo entendemos: en su exageración hay una defensa desesperada contra un mundo que lo empuja a traicionarse. Y también pienso en otros. En Antígona, por ejemplo, desafiando el decreto del poder para enterrar a su hermano, sabiendo que ese acto le costará la vida. ¿Qué otra cosa es ella sino el retrato puro del ser fiel a sí mismo aunque el precio sea altísimo? Y en Don Quijote, cuya locura no es más que una forma elevada de fidelidad a un mundo que ya no existe, pero que él se empeña en hacer presente. Lo llaman loco… porque no entienden que él ve más lejos. Como todo verdadero lúcido. O en Raskólnikov, el atormentado protagonista de Crimen y castigo (1866), cuya caída no es por haber matado, sino por haber creído que podía hacerlo sin consecuencias. Es, al final, la conciencia la que lo persigue, no la ley. Y eso también es ser uno mismo: descubrir, a veces tarde, que tu alma no se negocia, ni siquiera en nombre de una idea brillante. Incluso pienso en figuras más discretas, como Franny Glass, en la obra de Salinger. Esa joven que colapsa espiritualmente porque no puede soportar la falsedad académica, la arrogancia de los intelectuales huecos, el ruido del mundo sin alma. Se encierra, se enferma, pero también despierta. Y su despertar es silencioso: una oración continua, una pequeña llama que arde sin escándalo, pero no se apaga.

Mientras el mundo camina en fila hacia la obediencia ciega, el alma libre elige su propio paso —y sonríe.

¿Y tú, lector(a)? ¿Qué precio has pagado por ser tú mismo(a)? ¿A cuántos has tenido que dejar atrás, no con rabia, sino con un nudo en el pecho, porque te diste cuenta de que ya no podías seguir mendigando comprensión donde sólo había juicio? ¿Cuántas veces te han hecho sentir culpable por tu claridad, como si pensar bien fuera un delito? ¿Cuántas veces te han llamado arrogante sólo porque no te disculpaste por tener una voz propia? El acomplejado no siempre grita. A veces se disfraza de amigo, de colega, de interlocutor. Pero su patrón es reconocible: necesita apagar luces ajenas para no ver su propia sombra. Te ridiculiza en público, te corrige sin razón, se ofende cuando señalas lo evidente, y se ausenta cuando ya no puede influir en ti. Y aquí estás tú. Todavía firme. Quizá más cansado(a). Quizá más selectivo(a). Pero todavía tú.

Ser uno mismo en un mundo así no es una postura estética. Es una postura espiritual. Es el acto profundo de no traicionar la voz interior, de no diluirse en las aguas tibias del agrado ajeno. Es vivir con raíz, aunque no siempre haya flores visibles. Es sostener la llama, incluso cuando el viento de la mediocridad sopla con violencia. Y por eso, si alguna vez dudas… si te sientes solo(a), extraño(a), fuera de lugar… si crees que no vale la pena seguir siendo tú en medio de un mundo de apariencias y de acomplejados organizados en clubes de sarcasmo… vuelve a los grandes. Vuelve a los personajes que te formaron, a las páginas donde sentiste por primera vez que no estabas solo(a). Vuelve a tu oración, si crees. O a tu pensamiento más honesto, si dudas. Vuelve, sobre todo, a ti. Porque este mundo necesita menos adaptados y más fieles. Menos simpáticos funcionales y más almas que, aún rotas, aún heridas, aún cansadas… sigan eligiendo ser ellas mismas.

Con firmeza, con afecto, y con una esperanza que no se explica —pero tampoco se apaga—,

Héctor Chávez Pérez

P.d. En un mundo como éste, tener el valor de ser uno mismo es en sí un verdadero acto revolucionario. Cuando dicen «es que pensamos igual», te puedo asegurar que uno está pensando por todos. Es que las copias son eso… y nada más.