La repetición, el ruido, la falta de profundidad

“El hábito debilita todos los sentimientos, salvo el del dolor”
—Honoré de Balzac

Queridos(as) lectores(as):

Quiero empezar con algo que pienso de verdad, no como provocación ni como pose intelectual: creo que gran parte del cansancio contemporáneo no viene de hacer demasiado, sino de vivir sin espesor. Hay agendas llenas, pantallas encendidas, opiniones constantes, pero poca experiencia real. Mucho pasa, pero poco nos pasa. Y esa diferencia, aunque sutil, termina siendo devastadora. Escucho con frecuencia frases como “todo está bien, pero algo no cuadra” o “no me falta nada, pero me siento vacío”. No siempre hay un drama evidente, ni una pérdida concreta, ni un conflicto puntual. Lo que hay es una sensación de desgaste difuso, como si la vida se repitiera sin dejar huella, como si los días se sucedieran sin ser verdaderamente habitados.

Creo que esta época confunde movimiento con vida, reacción con pensamiento e intensidad con profundidad. Todo se acelera, todo se comenta, todo se juzga. Pero casi nada se elabora. Y cuando la elaboración desaparece, lo humano empieza a empobrecerse, aunque esté rodeado de estímulos. Por eso quiero que hoy pensemos juntos —sin prisa, sin consignas y sin moralismos— qué hay detrás de esta repetición constante, de este ruido permanente y de esta dificultad creciente para sentir que algo importa de verdad. No para dar respuestas rápidas, sino para recuperar un poco de claridad.

La repetición que no transforma

No toda repetición es enemiga de la vida. Hay repeticiones que sostienen: rituales, hábitos, rutinas que organizan el tiempo y permiten cierta estabilidad. El problema comienza cuando la repetición deja de ser forma y se convierte en inercia, cuando ya no estructura la existencia sino que la aplana. La literatura ha sabido mostrar esto con una lucidez inquietante. En La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares presenta una repetición perfecta y vacía: personas que repiten eternamente los mismos gestos y palabras sin conciencia ni posibilidad de encuentro real. El narrador lo expresa con crudeza: “Vi que aquellos seres no podían advertir mi presencia, porque no estaban vivos” (La invención de Morel, 1940). La repetición no conserva la vida: la simula.

Algo muy parecido ocurre hoy en muchos niveles de nuestra experiencia cotidiana. Repetimos discursos, posturas morales, reacciones emocionales esperadas. Cambian los temas, pero no la estructura. Se repite la indignación, se repite el entusiasmo, se repite el rechazo. Pero rara vez hay apropiación subjetiva o transformación real. Zygmunt Bauman, sociólogo polaco, lo advirtió con claridad al afirmar que “en una vida líquida, las formas sociales no tienen tiempo de solidificarse” (Vida líquida, 2005). Cuando nada dura lo suficiente, la repetición no construye identidad ni sentido. Sólo produce cansancio. Y cuando la repetición no transforma, la vida empieza a sentirse como un eco de sí misma.

El ruido como anestesia

El ruido no es sólo un exceso accidental; muchas veces es una defensa. Defenderse de qué: del silencio. Porque el silencio obliga a escucharse, y escucharse implica encontrarse con preguntas que no tienen respuestas inmediatas ni cómodas. Vivimos en una cultura que sospecha del silencio y se apresura a llenarlo. Música de fondo constante, videos encadenados, debates interminables, opiniones a granel. Todo con tal de no detenerse demasiado tiempo en un sólo punto. El ruido no aclara: distrae.

El antropólogo francés David Le Breton ha señalado que “el silencio ya no es vivido como una plenitud, sino como un vacío inquietante” (El silencio, 1997). Cuando el silencio se vuelve intolerable, el ruido ocupa su lugar como calmante momentáneo, aunque el malestar de fondo permanezca intacto. Algo muy similar se muestra en la película Her (2013) de Spike Jonze, donde los personajes están permanentemente acompañados por voces, estímulos y vínculos artificiales, pero profundamente solos. El ruido afectivo no sustituye la presencia real. Sólo la aplaza. Y cuanto más se aplaza, más duele cuando irrumpe el vacío.

Superficie emocional

Otro rasgo de esta época es la emocionalidad rápida y exhibible. Se nos invita a sentir fuerte, expresar mucho y pasar pronto a lo siguiente. Llorar en público, sanar en frases, indignarse por turnos. Todo parece emoción, pero muy poco se asienta. La filósofa francesa Simone Weil, escribió: “La atención es la forma más rara y pura de la generosidad” (La gravedad y la gracia, 1947). Sentir de verdad requiere atención, y la atención necesita tiempo, silencio y paciencia. Justo lo que menos favorece la lógica actual.

Cuando no hay tiempo para elaborar lo que sentimos, las emociones se vuelven superficiales o tiránicas. O se evaporan rápido, o nos arrastran sin comprensión. En ambos casos, el sujeto queda desbordado, pero no acompañado. Por eso muchas personas dicen sentirse “vacías” aun estando emocionalmente activas. No es falta de emociones, sino falta de profundidad emocional. Falta de un espacio donde lo vivido pueda ser pensado, digerido y vuelto propio.

No nos falta comunicación; nos falta profundidad para encontrarnos de verdad.

Pensar como acto de resistencia

Pensar hoy es un acto incómodo. No reaccionar de inmediato, no alinearse automáticamente, no repetir consignas listas para usar tiene un costo. Pero también tiene una recompensa: la dignidad de una vida pensada. Hannah Arendt advirtió que el mayor peligro no era la maldad consciente, sino la irreflexión, esa incapacidad de detenerse a pensar lo que se hace y se dice: “La ausencia de pensamiento no es estupidez; es irreflexión” (Eichmann en Jerusalén, 1963). Cuando dejamos de pensar, dejamos de hacernos responsables.

Pensar no es aislarse del mundo, sino habitarlo con criterio. No es volverse frío, sino resistir la manipulación emocional. No es cerrarse, sino elegir desde dónde se abre uno. Y aquí quiero decir algo con claridad personal: yo desconfío de los discursos que prometen profundidad sin incomodidad y bienestar sin conflicto. La vida real no funciona así. Pensar implica riesgo, lentitud y, a veces, soledad. Pero también es la única forma de no vivir anestesiados.

Reflexión final

Déjame preguntarte algo, ahora que estamos aquí, como si estuviéramos frente a frente tomando un café: ¿Cuánto de tu vida es repetición automática y cuánto experiencia viva?¿Qué ruido utilizas para no escucharte? ¿Qué pasaría si te permitieras un poco más de silencio, aunque incomode? No son preguntas para responder rápido. Son preguntas para acompañarse.

————————————-

Si este texto resonó contigo, te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván, a dejar tu comentario y a escribir por la sección Contacto. Pensar juntos, a veces, ya es un primer alivio. También puedes seguirme en Instagram @hchp1, donde estas conversaciones continúan por otros caminos.

Gracias por quedarte un rato.
Nos leemos.

Un momento de paz en tu día

«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».

-Thomas Merton

Queridos(as) lectores(as):

Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?

La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.

Respirar como acto sagrado

El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.

>Una práctica simple:

  • Inhalen en 4 segundos
  • Retengan 4 segundos
  • Exhalen en 6 segundos
  • Descansen 2 segundos

Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).

El ritual en lo cotidiano

Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».

Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.

Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).

La oración como brújula

La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).

Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.

Incluso contemplar la naturaleza es desconectarse del caos, conectándonos al mismo tiempo al resto de la vida.

La paz no es negación

No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.

No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.

Ascética cotidiana, no heroica

La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.

5 minutos para el alma

Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.

Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».