Atreverse a nombrar las cosas

«Dos medias verdades no hacen una verdad»

-Eduard Douwes Dekker

Queridos(as) lectores(as):

Decir las cosas por su nombre es un acto de poder, de claridad y, sobre todo, de libertad. Sin embargo, nos han enseñado que hacerlo es peligroso, que es mejor suavizar, justificar y encontrar explicaciones interminables para quienes no nos valoran, para quienes se escudan en su sufrimiento como excusa para dañar, para quienes han hecho del chantaje emocional su única herramienta de relación. Pero no. No todo se justifica. No todo es comprensible ni digno de ser soportado. Y sobre todo: no es nuestra responsabilidad cargar con la inmadurez emocional de otros.

Freud hablaba de la necesidad de hacer consciente lo inconsciente para poder sanar. «Las emociones reprimidas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen a la luz de las peores maneras», nos advierte en Estudios sobre la histeria (1895). Cuántas veces hemos justificado a quien nos lastima, creyendo que su dolor es excusa para el daño que causan. Sin embargo, como decía Carl Jung: «Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino» (Memorias, sueños, reflexiones, 1962). No podemos vivir en la negación ni en la constante justificación del otro a costa de nuestra paz.

Para lo que no estamos

Jacques Lacan nos recordaba que el lenguaje nos estructura, que es en la palabra donde se definen nuestras posibilidades y también nuestras cadenas. «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» (Escritos, 1966). Entonces, llamemos las cosas por su nombre: si alguien no nos valora, no nos respeta y nos manipula con victimismos, no está mostrando fragilidad, está ejerciendo control. Y nosotros, en nuestra buena voluntad, en nuestra paciencia mal entendida, hemos sido partícipes de esa farsa. Fiódor Dostoievski nos mostró en sus personajes cómo la culpa y el martirio pueden volverse una adicción. En Los hermanos Karamázov (1880), escribe: «Cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todo». Pero esto no significa cargar con las culpas de los demás. Cuántas veces hemos tolerado lo intolerable por no querer ser «malos», por miedo a ser los verdugos en una historia que ya nos ha victimizado antes. Pero una verdad es innegable: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. No estamos para justificar, entender y soportar a quien se niega a crecer.

Rollo May decía que la libertad no es un derecho, sino una conquista. «La verdadera libertad no es la ausencia de restricciones, sino la capacidad de elegir nuestras restricciones», afirmaba en El dilema del hombre (1958). En otras palabras: hay que saber elegir nuestras batallas. La angustia de elegir conlleva responsabilidad, y hay quienes prefieren manipular antes que asumir su propio destino. Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), complementaba esta idea al afirmar: «La ansiedad es el vértigo de la libertad». No seremos libres hasta que aprendamos a soltar lo que nos daña sin culpa, sin miedo y sin la absurda esperanza de que algún día cambiarán. No se cambia a quien no quiere cambiar. Y aquí está el verdadero dilema: ¿estamos dispuestos a seguir cargando con lo que no nos corresponde o vamos, de una vez, a tomar nuestra vida en nuestras manos?

Seamos coherentes

Hay que saber nombrar las cosas. Lo injusto es injusto, el abuso es abuso, la manipulación es manipulación. Y ningún disfraz de «pobrecito yo» lo hará diferente. Simone de Beauvoir decía: «No olvides nunca que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Estos derechos nunca son adquiridos. Debes permanecer vigilante toda tu vida» (El segundo sexo, 1949). Pero no aplica sólo con mujeres, sino con los hombres también. Y lo estamos viendo cabalmente hoy en día: se hace menos a unos por hacer más a otros. Esto termina siendo la dictadura del malestar. Lo mismo podemos decir de nuestros límites personales: si no los defendemos, otros los cruzarán sin dudarlo. No hay conquista sin vigilancia, ni respeto sin exigencia.

En la mañana hablaba con un querido amigo y me contaba sobre los tratos que ha recibido recientemente por parte de una persona. Luego, mi tía Maru de 87 años, cuando le hablé para saludarla temprano, me empezó a decir que una persona cercana a mi familia desde hace años, le habla para contarle sus problemas. ¿Qué tienen que ver mi amigo y mi tía? Simple: ambos hablan con un nudo en el corazón causado por una persona que les ha tratado mal a pesar de la relación que han tenido. Justamente estoy dedicando esta entrada a mi amigo y a quienes la necesiten. Respecto a mi tía, cuando me contaba, la interrumpí y le dije tajantemente: «Perdóname, pero no me interesan los problemas de alguien que no es capaz de preocuparse por los nuestros». Insisto en algo que ya dije: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. Amor con amor, indiferencia con indiferencia. Y no, no es pecado ni nada de eso, es abrazar nuestra dignidad.

Nombrar es liberar

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: «El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio». Pero no sólo el suicidio literal: también el emocional. Cuántas veces nos matamos en pequeñas dosis, aceptando dinámicas que nos desgastan, que nos hacen sentir indignos de algo mejor. Pero la existencia nos exige rebelarnos ante eso, elegir lo que nos nutre, lo que nos dignifica. No podemos ir por la vida callando el dolor que nos provocan los tratos de personas que al primer reclamo se escudan y nos atacan de poco empáticos, de que no los entendemos, de que no sabemos lo que ellos viven. Pregunta: ¿no es curioso cómo reflejan sus carencias en los demás? Claro, porque es muy fácil exigir en vez de dar. Y eso ya estuvo bien. Hay gente fantástica en este mundo, ¿por qué empeñarnos a estar con personas que sólo ofrecen malestar? ¿Pobres? ¿Y nosotros no o cómo funciona esto? Todos tenemos que ser responsables de nuestras vidas, y no cargarle el peso de nuestra frustración al otro, por muy amable que sea. No confundamos amabilidad con pendejismo.

Quien nos ama, nos trata con dignidad. Quien nos valora, nos respeta. Quien nos quiere en su vida, hace el esfuerzo de mantenerse en ella sin chantajes. Si no es así, entonces no lo llamemos amor, porque no lo es. Como decía Erich Fromm en El arte de amar (1956): «El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo'». Y el amor maduro no somete, no mendiga, no manipula: libera. Es en verdad momento de forzar el lenguaje, de pretender que las cosas pasarán sin el mínimo esfuerzo, de hablar sobre cosas inexistentes. Se puede amar y ayudar, pero cuando eso no se valora, se puede seguir amando pero ya no estando. No hay cosa más importante que la dignidad de cada uno de nosotros. Recordemos a San Juan Pablo II: «No hay amor verdadero sin respeto por la dignidad de la persona. Quien ama de verdad no puede humillar, manipular o someter a la persona amada» (Familiaris Consortio, 1981). No atentemos contra e lenguaje y usémoslo adecuadamente.

Y sí, estoy en verdad molesto… ¿para qué decir que no?

¡Ya no juego! … Un berrinche de adulto

«A veces, el silencio es la peor mentira».

-Miguel de Unamuno

Queridos(as) lectores(as):

Últimamente he escuchado mucho (y también vivido) eso de que la gente de repente se desaparece, pero a diferencia del fenómeno conocido como ghosting (del cual ya hemos hablado con anterioridad), no lo hacen «para siempre». Es comprensible que muchos se saquen de onda -como decimos en México- sobre este tipo de reacciones por parte de amigos, familiares y conocidos. Pongamos un ejemplo: un día, Manuel estaba hablando con Francisco; pasaron algunas cosas entre ellos y, sin un aparente problema, uno de ellos dejó de estar presente por varios días en la vida del otro. ¿Se enojó? ¿Se ofendió? ¿Qué pasó? Ese silencio y esa retirada no son sino un mecanismo de defensa por las inseguridades del sujeto. Pero, lo que es más llamativo de esto, es que ya es una tendencia social que si bien no es preocupante, puede llegar a serlo en otros factores de la vida.

Algo que me llama mucho la atención es la apología que se hace de la persona que recurre a esas (re)acciones, pues suelen decir de ella que «así es» y, peor todavía: «hay que entenderle». ¿Por qué digo peor? Veamos, cuando no se hablan las cosas, se puede prestar para un sinfín de posibilidades tanto para el sujeto que se calla y se retira y también para quienes «padecen» de eso. Por un lado, el sujeto no logra comunicar el malestar que le ocasiona algo en específico y al no trabajarlo, puede empeorar con el transcurso del tiempo haciendo que se acostumbre a no lidiar con los problemas. Por el otro, los demás empiezan a sentirse mal y logran generar un sentimiento de rechazo por parte del otro. Claro, estoy siendo muy simplista, pues debo insistir que es un abanico de posibilidades lo que puede suceder.

¿Infantilización?

Como decía al principio, cada vez es más notorio que las personas recurran a estos mecanismos de defensa, que bien podemos decir pueden tener un origen inconsciente pero, en muchas ocasiones es bastante consciente. Lo cierto es que por lo general se debe a que el sujeto yace frente a un problema del cual no quiere saber. Que alguien más se haga cargo, que alguien más vea qué se puede hacer. Al menos eso pensamos en primera instancia. Pero, ¿qué sucede cuando hay algo más de por medio? Es decir, ya lo decía también al principio, estamos hablando de las inseguridades del sujeto, entre las cuales quizá haya una de cierta impotencia que lo haga sentirse menos ante las cosas y las personas. Lo curioso es que se torna en una cierta derivación de responsabilidades: una actitud infantil.

El niño sólo se concentra en sus deseos, aunque no los tenga bien definidos. Al niño lo único que le importa es jugar, divertirse, que nadie lo moleste. Pero, ¿qué pasa cuando en el juego existe una molestia con los demás niños? Es muy común que el niño diga «ya no juego», se enoja y se retira. Los demás sólo se le quedan viendo sin entender qué pasó, porque por lo general el berrinche no da explicación del porqué. Eso mismo estamos viendo en estos casos de adultos que guardan silencio y no comparten su malestar, optando por «ya no jugar», irse y dejar que se les pase aquello que los molestó/ofendió/asustó. Puede ser unas horas, unos días, un mes… pero pasa y vuelven. Lo llamativo resulta cuando en su retorno tampoco hay una explicación o una disculpa. ¿Por qué habría de haberla? Es decir, «yo sé por qué me fui, yo sé por qué regreso».

Actitudes que no evolucionan

Cuando los niños hacen este tipo de berrinches, el adulto por lo general se acerca para preguntarles qué ha pasado. Al menos así era en mis tiempos, porque hoy en día eso de «tipos de crianza» ha dado paso a muchos caminos que no dejan claridad de qué manera se involucran directamente los padres. En fin, no soy pedagogo, pero sí he llevado por un tiempo psicoanálisis infantil, y puedo decir desde mi experiencia que muchos padres nos traen a sus hijos para que nosotros averigüemos qué pasa con ellos, con el pretexto de «no sé qué le pasa, pero no sé qué hacer para que me lo diga». Las resistencias en la mente de los niños son para muchos muy complicadas, pero hay que tratar de abordarlos de tal manera que no se sientan presionados y que, al contrario, tengan la seguridad de tener un espacio donde puedan decir lo que sienten. Eso de no hacerse responsable es algo que se hereda al momento de la mímesis. Recordemos que los niños aprenden por lo que ven que los adultos hacen.

Ahora bien, pensemos un poco en aquella obra literaria, El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, (1959) de Günter Grass. El protagonista del mismo, Oscar Matzerath, es un niño que a los 3 años de edad decide negarse a seguir creciendo, logrando que su mente se desarrolle como la de un adulto, pero conservando su cuerpo de infante y cómo es que terminó siendo recluido en el psiquiátrico a los 29 años. Por otro lado, pensemos ahora en James Matthew Barrie, célebre autor escocés de la obra de teatro Peter Pan y Wendy (1904), que como sabemos se trata de un niño que se niega a crecer también. La diferencia entre Oscar y Peter radica en que el primero sí «madura» (sea lo que entendamos por esto) a nivel mental, y el segundo se mantiene como niño «por nunca jamás». Esto permitió que en la década de los 80’s, el psicólogo estadounidense, Dan Kiley, planteara lo que se conoce como el Síndrome de Peter Pan, a partir de la observación de varios de sus pacientes y cómo estos se negaban a tomar las responsabilidades propias de los adultos. Ese miedo a crecer, muchos lo comentamos (y lidiamos con ello) a modo de broma cuando decimos que «nos estafaron y que queremos nuestra infancia de vuelta». Sea pues que las personas que en silencio se retiran, es perfectamente entendible que padezcan en cierta medida un temor inconsciente a la responsabilidad social y afectiva, prefiriendo huir por un tiempo, para regresar cuando sientan que ya pasó el «peligro» de hacerse responsables.