La lógica de lo disponible

“La atención es una forma de amor: implica mirar al otro sin intentar dominarlo».
-Iris Murdoch

Queridos(as) lectores(as):

Hay épocas que se reconocen no por sus grandes eventos, sino por sus pequeñas imposiciones. Una de ellas es ésta: la era de la disponibilidad obligatoria. Hoy no basta con vivir y ser; pareciera que debemos estar siempre listos para responder, opinar, posicionarnos, sensibilizarnos, reaccionar. La disponibilidad —que antes era un gesto amable— se ha transformado en criterio moral, y la indisponibilidad, en sospecha. ¿Por qué no estás aquí? ¿Por qué no dices nada? ¿Por qué no sientes como debes sentir? Estas preguntas, cada vez más comunes, llevan un juicio implícito: fallaste. La lógica de lo disponible es, sobre todo, una lógica del cansancio. La vida pública y privada se ha llenado de demandas que ya no son peticiones, sino pruebas. Pruebas de sensibilidad, de rectitud, de adhesión, de empatía. Pruebas que no se reparten equitativamente: casi siempre se exigen desde una superioridad moral tan segura de sí misma que ya ni siquiera se reconoce como poder. Y, sin embargo, es poder. Un poder suave, emocional, envolvente, que no se nombra, pero se siente.

En términos psicoanalíticos, podría decirse que el superyó contemporáneo se ha vuelto un juez ubicuo, pero con voz amable. No grita: susurra. No amenaza: decepciona. No castiga: etiqueta. Y uno se siente mal no porque haya cometido una falta real, sino porque no ha respondido a las expectativas ajenas. Erich Fromm, en El miedo a la libertad (1941), decía que uno de los peligros modernos es “el sometimiento voluntario a las expectativas del grupo”, un sometimiento que se vive como libertad cuando, en realidad, erosiona la autonomía. Este encuentro busca recuperar algo fundamental: el derecho a no estar disponible. No como desinterés, sino como acto de responsabilidad. No como frialdad, sino como defensa de la interioridad. No como rechazo, sino como reconocimiento de que nadie puede —ni debe— responder a todo. Cuando la disponibilidad deja de ser una elección y se convierte en exigencia, se pierde algo muy humano: la posibilidad de pensar.

El nacimiento de la exigencia

La lógica de lo disponible surge cuando la sensibilidad deja de ser un valor y se transforma en norma. Martha Nussbaum explica en Political Emotions (2013) que las emociones tienen un papel importante en la vida pública, pero advierte del riesgo de convertirlas en criterios inflexibles de juicio moral. Cuando la sociedad exige sensibilidad uniforme, la pluralidad emocional desaparece. Todos deben sentir lo mismo; todos deben reaccionar del mismo modo; todos deben acompañar de manera idéntica. Esto conduce a una paradoja: la imposición de la sensibilidad termina produciendo una forma de insensibilidad. Cuando una emoción se convierte en estándar obligatorio, deja de ser auténtica y comienza a funcionar como mecanismo de obediencia. Isaiah Berlin describía algo parecido en Two Concepts of Liberty (1958), al señalar que la libertad “positiva” puede convertirse en tiranía cuando impone a otros la manera “correcta” de ser libres. Hoy sucede igual: la sensibilidad correcta se transforma en obligación.

De esta exigencia aparecen fenómenos cotidianos: personas corrigiendo el tono emocional ajeno, vigilando el lenguaje, evaluando la intensidad de las reacciones. Si no te conmueves lo suficiente, decepcionas; si te conmueves demasiado, exageras; si te conmueves distinto, fallas. La sensibilidad deja de ser ventana y se vuelve espejo: sólo se acepta lo que refleja nuestras emociones. Y esa uniformidad emocional es profundamente empobrecedora. En el fondo, esta exigencia emocional revela un miedo colectivo a la diferencia. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad (1950), decía que la modernidad nos ha vuelto “hijos de nadie, pero exigentes con todos”. Esa exigencia con todos es visible hoy: pedimos disponibilidad emocional absoluta mientras ocultamos nuestras propias carencias afectivas. Exigimos sensibilidad porque no soportamos quedarnos a solas con nuestras contradicciones.

Cuando la causa se vuelve consigna

La lógica de lo disponible se sostiene también por un mecanismo político y afectivo muy sutil: el chantaje de la adhesión. Albert Hirschman, en Exit, Voice and Loyalty (1970), describe cómo las organizaciones suelen exigir fidelidad absoluta y convertir cualquier crítica en traición. Ese modelo se ha filtrado a la vida cotidiana: no sólo las instituciones, sino también los grupos, las comunidades digitales e incluso las amistades funcionan mediante expectativas de adhesión total. La adhesión no es un problema cuando nace del convencimiento. Se vuelve problema cuando se exige. Cuando la causa deja de ser causa y se transforma en consigna. Cuando una postura política o cultural no admite matices. Cuando el silencio deja de ser silencio y pasa a interpretarse como hostilidad. Cuando “estar disponible” significa aceptar el todo o el nada. Esa lógica binaria empobrece la conversación pública y agota la vida afectiva.

La exigencia de adhesión funciona mediante una técnica muy eficaz: la culpa preventiva. No importa lo que digas o pienses; importa que no incomodes el relato dominante del grupo. Si no te sumas, decepcionas; si matizas, confundes; si dudas, te conviertes en parte del problema. Mary Midgley lo advertía en The Myths We Live By (2003): los grupos humanos se sostienen con mitos, y los mitos más peligrosos son aquellos que “encubren su carácter parcial bajo un aura de necesidad moral”. El chantaje emocional se vuelve arma política porque promete pertenencia a cambio de disponibilidad moral. Pero esa pertenencia es frágil: dura mientras cumplas. La lógica de lo disponible no construye comunidad; construye vigilancia. Y donde hay vigilancia, no hay libertad.

“La mayoría renuncia a su libertad sin darse cuenta, entregándose a los patrones dominantes de su cultura”.
-Erich Fromm (El miedo a la libertad, 1941)

La erosión de la alteridad

Uno de los efectos más profundos de la lógica de lo disponible es la erosión silenciosa de la alteridad. Cuando exigimos que el otro esté siempre disponible —emocional, afectiva, ideológica o lingüísticamente—, dejamos de verlo como alguien distinto. Lo reducimos a una función: la función de apoyar, ceder, comprender, adherir. Y un ser humano reducido a función deja de ser prójimo. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), recordaba que “el hombre se rebela porque algo dentro de él dice que las cosas deben tener sentido”. Hoy, en cambio, la disponibilidad obligatoria pretende que uno se adapte aunque no vea sentido alguno. La exigencia no busca comprensión: busca conformidad. Y esa conformidad desgasta lo más íntimo de la libertad humana.

La alteridad también se erosiona en las relaciones personales. Se espera que el otro esté disponible para nuestras emociones sin preguntar por las suyas; que entienda lo que sentimos sin explicarlo; que responda sin tardanza; que acompañe sin condiciones. Ese nivel de disponibilidad no es humano: es táctico. Transforma la relación en un juego de roles, no en un encuentro. Desaparece el tú concreto y aparece el tú funcional. Lo más grave es que la indisponibilidad —decir “no puedo”, “no ahora”, “no así”— se interpreta como un ataque. Pero la indisponibilidad no es falta de amor: es límite. Y, como enseñaba Hannah Arendt en La condición humana (1958), el límite es lo que permite que exista el espacio común, porque delimita “dónde termina uno y empieza el otro”. Sin límite, no hay encuentro: sólo absorción.

El derecho a no estar disponible

En un mundo que exige reacción permanente, el derecho a no estar disponible es una forma de resistencia ética. No para desentenderse del mundo, sino para participar en él desde un lugar más genuino. La indisponibilidad no es negación: es cuidado. No es abandono: es pausa. No es egoísmo: es dignidad. Erich Fromm, en El arte de amar (1956), dice que “el amor maduro significa unión con la condición de preservar la integridad propia”. Esa idea, trasladada a la vida pública, revela algo esencial: no se puede amar —ni dialogar, ni pensar— si uno está constantemente disponible para las demandas ajenas. La integridad se erosiona cuando la disponibilidad se vuelve obligación.

El cansancio contemporáneo no es sólo físico: es un cansancio moral. Cansancio de sostener discursos que no sentimos, sensibilidades que no compartimos, adhesiones que no nos representan. Cansancio de tener que estar “presentes” incluso cuando no tenemos nada que decir. Cansancio de estar expuestos a la vigilancia emocional constante. La indisponibilidad no busca apagar el mundo, sino apagar esa vigilancia. En lo cotidiano, el derecho a no estar disponible es la posibilidad de recuperar la interioridad: apagar el teléfono, no contestar, no reaccionar, no defenderse, no explicarse. Es una forma de descanso mental y espiritual. Y es, también, un recordatorio de que uno no está hecho para ser herramienta emocional de nadie.

Libertad frente a la exigencia

La única manera de desmontar la lógica de lo disponible es recuperar el ritmo propio. No el ritmo impuesto por el juicio moral ajeno, sino el ritmo interior. Iris Murdoch insistía en que la atención —esa forma profunda de mirar— sólo ocurre cuando suspendemos la voluntad de dominar. Pensar más despacio no es pensar menos: es pensar mejor. La disponibilidad infinita asfixia la capacidad de discernir. Cuando todo exige respuesta inmediata, la reflexión muere. Cuando todo exige adhesión instantánea, el juicio se vuelve inútil. Cuando todo exige sensibilidad uniforme, la libertad emocional se pierde. Pensar más despacio es negarse a participar en esa maquinaria de inmediatez. Es recuperar el derecho a mirar sin obedecer.

La libertad interior no nace del rechazo frontal, sino de la distancia. De la pausa. Del silencio. De la posibilidad de decir: “voy a pensarlo”, “no lo sé”, “no ahora”. Ese tipo de respuestas, hoy vistas como insuficientes, son en realidad las más responsables. Porque no nacen del miedo ni de la presión, sino del discernimiento. Mary Midgley decía que el pensamiento filosófico comienza cuando reconocemos que “no estamos obligados a aceptar los mitos dominantes” (Philosopher’s Poem, 1998). Pensar más despacio es, justamente, dejar de aceptar el mito contemporáneo de la disponibilidad total.

Reflexión final

La lógica de lo disponible no es sólo un hábito cultural: es una forma de poder. Pero un poder que se disfraza de sensibilidad. Recuperar la libertad interior implica cultivar un espacio propio donde el juicio, el silencio y la pausa tengan derecho de residencia. Resistir no es oponerse al mundo: es no dejar que el mundo decida por nosotros.

Querido lector, querida lectora: ¿Qué parte de ti has puesto en disponibilidad permanente… y cuál deseas recuperar?


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Freud y Marx: ¿un puente posible?

“La ilusión de que el hombre puede ser completamente regenerado por cambios en las condiciones externas es uno de los errores más peligrosos”.
— Sigmund Freud


Queridos(as) lectores(as):

No es nuevo, pero desde hace años ha existido una tendencia a emparejar al marxismo con el psicoanálisis. Sin embargo, esa mezcla suele ignorar —o directamente negar— los fundamentos mismos de la teoría freudiana. Es cierto que algunas corrientes del siglo XX intentaron unirlos: el freudo-marxismo de la Escuela de Frankfurt, Wilhelm Reich, Erich Fromm y otros intentos de síntesis ideológica. Pero ninguno de ellos logró una verdadera compatibilidad conceptual porque, en esencia, Freud parte del conflicto interior, mientras que Marx explica el conflicto exterior. Para uno, el sujeto se sostiene en su inconsciente; para el otro, el sujeto se disuelve en la estructura material. El problema no es que se dialogue críticamente —eso siempre es valioso—, sino que muchos “psicoanalistas” intentan hoy defender una lectura ideológica del psicoanálisis que no sólo traiciona su método, sino que lo vacía de su núcleo: el inconsciente, la castración simbólica, el límite, el deseo. En este encuentro quiero intentar poner orden, explicar lo que Freud realmente dijo sobre Marx y por qué el psicoanálisis no puede reducirse a doctrina política, ni marxista ni de ningún otro signo.

El objetivo no es polemizar por deporte, sino recordar que el psicoanálisis nace para escuchar al sujeto, no para servir como propaganda de un proyecto histórico. Freud conocía perfectamente el marxismo, lo leyó con atención y lo comentó en su correspondencia; y aún así, jamás lo consideró compatible con su obra. Hoy vamos a esforzarnos por demostrar por qué.

Dos antropologías opuestas

Sigmund Freud respetaba la potencia crítica del marxismo como análisis económico, pero jamás lo consideró una teoría del sujeto. En una carta a Arnold Zweig (1930), Freud escribió: “La ilusión de un cambio completo en la naturaleza humana mediante modificaciones en lo económico es insostenible” (Correspondencia, 1930). Para Freud, el ser humano no es una hoja en blanco moldeada por las condiciones materiales: es un ser atravesado por impulsos, pulsiones, deseos, traumas y conflictos internos que ninguna revolución puede borrar. Mientras que Karl Marx afirmaba que “no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia” (La ideología alemana, 1846), pero Freud sostenía exactamente lo contrario: que la conciencia es apenas una pequeña isla en un vasto océano inconsciente, y que los determinantes centrales de la vida psíquica no son económicos sino pulsionales. La libido, la agresividad, el retorno de lo reprimido, el conflicto edípico, la culpa, los sueños y los síntomas tienen una lógica que no depende del salario, la clase o la propiedad.

En El malestar en la cultura (1930), Freud es explícito: las sociedades humanas están condenadas a la tensión porque la pulsión no desaparece nunca. No hay ingeniería social capaz de eliminar la ambivalencia del deseo. Esa es la incompatibilidad antropológica fundamental: Marx cree en la transformación del ser humano mediante el cambio estructural; Freud, en el reconocimiento del conflicto permanente como condición de existencia. Quien intente unir ambos sistemas debe negar a uno de los dos. Y, por lo general, terminan negando a Freud.

Un sujeto transparente y uno roto

Otro choque esencial está en la idea de sujeto. El marxismo —especialmente el de corte más dogmático— necesita un sujeto homogéneo: clase obrera, conciencia de clase, masa revolucionaria, voluntad colectiva. Es un sujeto exterior, definido por su posición económica y su rol en la estructura social. El psicoanálisis, en cambio, trabaja con un sujeto dividido, deseante, ambivalente, incoherente, atravesado por su historia infantil y por lo que no sabe de sí. Freud lo dijo claramente en Introducción al psicoanálisis (1917): “El yo no es dueño en su propia casa”. ¿Cómo compatibilizar eso con la idea marxista de un sujeto que puede volverse plenamente consciente mediante la praxis revolucionaria? Un sujeto inconsciente no puede ser un sujeto político perfecto. Y un sujeto político perfecto no puede tener inconsciente.

Por eso Fromm, Reich y otros tuvieron que “limpiar” a Freud: eliminaron el Edipo, suavizaron la idea de pulsión, casi borraron la agresividad humana. “Civilizaron” a Freud para volverlo útil a la militancia. El resultado no fue psicoanálisis, sino una psicología social de izquierda, legítima quizá, pero no freudiana. Para Freud, el individuo es trágico; para Marx, es histórico. Esa diferencia hace imposible cualquier fusión honesta.

“Freud no puede reducirse a ninguna filosofía social, y menos a la filosofía de la praxis marxista»
(Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, 1965)

¿Una sociedad sin conflicto?

En varias obras, Freud dejó claro que ningún cambio económico o político puede suprimir la tragedia del deseo humano. En El porvenir de una ilusión (1927), afirmó que la agresividad es constitutiva de la especie, y que todo proyecto que pretenda eliminarla caerá inevitablemente en nuevas formas de violencia. Marx soñaba con una sociedad sin explotación; Freud consideraba imposible una sociedad sin conflicto. Son dos horizontes éticos distintos. Y aunque Freud reconocía la injusticia social —nadie lo niega—, también advertía contra la utopía política que promete la redención total.

Freud escribió: “La libertad del individuo no es un regalo de la cultura, sino su mayor enemigo” (El malestar en la cultura, 1930). Es decir: incluso en la sociedad más justa, la pulsión seguirá resistiendo. Para Marx, la injusticia está en el sistema; para Freud, está también en el interior. Por eso Freud nunca adhirió a partido alguno ni se alineó con teoría política alguna. Para él, el trabajo analítico no era un acto colectivo de redención social, sino un encuentro íntimo donde un sujeto enfrenta su deseo, su culpa y su padecer singular. Nada más lejos de la aspiración a construir conciencia revolucionaria. Su clínica y su antropología contradicen completamente las promesas del marxismo.

¿Es posible intentar un freudo-marxismo?

Hay razones históricas, académicas e incluso emocionales que explican esta tendencia. Por un lado, la Escuela de Frankfurt intentó salvar a Freud del “biologismo” y convertirlo en una herramienta de crítica cultural. Marcuse, en Eros y civilización (1955), reinterpretó la pulsión de muerte como producto de la represión capitalista, distorsionando profundamente el pensamiento freudiano. Marcuse afirmaba: “La represión excedente es una imposición de las condiciones económicas”. Pero Freud jamás habló de “represión excedente”: la represión es estructural, no económica. Por otro lado, la izquierda académica del siglo XX buscaba una teoría del sujeto que legitimara sus luchas. Freud era un autor prestigioso y subversivo; Marx, el centro de la teoría crítica. Pero su unión dio como resultado más ideología que clínica. Hoy, muchos repiten esos discursos sin haber leído a Freud —o leyéndolo mal— y reducen el sufrimiento psíquico a categorías sociológicas: “alienación”, “explotación”, “hegemonía”, “violencia simbólica”. Todo eso puede ser útil, pero no es psicoanálisis.

El psicoanálisis escucha al sujeto, no a la estructura. Y cuando un “analista” usa la sesión para hacer militancia política, deja de ser analista para convertirse en propagandista. Eso Freud jamás lo habría tolerado. Finalmente, existe una razón más simple: compaginar ambos discursos permite evitar el trabajo clínico, que es lento, singular y exige escucha. La ideología es rápida; el psicoanálisis no. Y lo rápido suele seducir más.

Reflexión final

Las preguntas son: ¿puede el psicoanálisis dialogar con la política? Sí. ¿Puede convertirse en un instrumento de ella? No sin dejar de ser psicoanálisis. Freud fue claro: el ser humano es conflictivo por naturaleza, y ninguna revolución —por justa que sea— eliminará la ambivalencia del deseo. Marx también fue claro: la transformación social requiere una lectura materialista del mundo. Ambos pueden dialogar, pero no fusionarse sin traicionar a uno de los dos. Si el psicoanálisis debe servir a alguien, es al sujeto concreto que sufre, no a causas abstractas.

Queridos(as) lector(as), les dejo una pregunta: ¿están escuchando lo que realmente les pasa —su historia, su deseo, su conflicto— o están usando algún discurso ideológico para no escucharse?


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