La vida en un suspiro

«Si respiras profundamente, el instante se vuelve eterno».

— Kōdō Sawaki

Para H.

Queridos(as) lectores(as):

La respiración es tan elemental que solemos olvidarla. Nadie nos enseña a prestar atención al aire que entra y sale, y sin embargo, es el movimiento más fiel de nuestra existencia: comienza con nuestro primer llanto y se apaga en el último aliento. Entre ambos extremos transcurre la vida, como un puente invisible sostenido por suspiros. Cuando respiramos con conciencia, todo se vuelve distinto. Lo que parecía fugaz cobra densidad, lo que era ansiedad se convierte en calma, lo que parecía vacío se llena de presencia.

El simple acto de inhalar y exhalar se convierte en recordatorio de que aquí y ahora basta. Hoy quiero invitarles a descubrir cómo nuestros rituales cotidianos —esos pequeños gestos que repetimos casi sin pensarlo— pueden ayudarnos a detener el vértigo del mundo y a recuperar la paz. Respirar con atención es, de algún modo, escribir con el cuerpo un poema sin palabras. Y esa es la clave de lo que sigue: aprender a vivir la vida como si cada instante, cada sorbo y cada pausa, fuera una forma de poesía.

El refugio de los rituales

Un ritual no necesita templo ni solemnidad. Puede ser el mate que se prepara con calma, el café que se sirve cada mañana, o el silencio antes de dormir. Su fuerza no está en lo externo, sino en la intención con la que se realiza. Son pausas que, al repetirse, nos recuerdan que la vida también se construye en los detalles. Georges Bataille advertía que “Lo que importa no es tanto sobrevivir, sino vivir en lo que excede la utilidad” (La experiencia interior, 1943). Un ritual encarna justo eso: un acto que no se mide por su utilidad, sino por el sentido que aporta. En tiempos dominados por la productividad, detenerse a escuchar cómo hierve el agua o cómo se desgrana una tarde parece insignificante, pero es un acto de resistencia.

Cada persona tiene sus propios rituales: quien escribe un diario nocturno, quien reza antes de salir de casa, quien acaricia a su perro como primera acción del día. Son modos distintos de decirnos a nosotros mismos: “estás aquí, no corras tanto”. Y lo más importante: un ritual, al repetirse, se convierte en un refugio al que podemos regresar cuando todo parece derrumbarse. Allí no hace falta explicar nada: basta con estar, con respirar, con dejar que el instante nos devuelva la calma.

Japón: el instante absoluto

La tradición japonesa ha elevado el instante a categoría de enseñanza. Para los samuráis, cada día debía vivirse como si fuera el último. Yamamoto Tsunetomo lo expresó con crudeza y belleza: “El camino del samurái es la aceptación de la muerte en cada instante” (Hagakure, 1716). Esta conciencia no paraliza, al contrario: invita a vivir con más intensidad y dignidad, a no dejar pasar lo que importa. La estética japonesa se nutre también de esa sensibilidad. El ma —ese espacio entre las cosas, ese silencio entre sonidos— nos enseña que lo vacío también es pleno. En un haiku, la pausa tiene tanto peso como las palabras. En una ceremonia del té, el silencio entre sorbos tiene la misma importancia que el sabor.

De ahí surge la expresión “la vida en un suspiro”. El samurái sabía que la vida podía extinguirse tan rápido como un aliento; pero esa misma brevedad era lo que la volvía preciosa. Si todo puede terminar en un instante, entonces cada instante debe vivirse con total presencia. El suspiro no es señal de fragilidad, sino de intensidad: un recordatorio de que la eternidad cabe en lo mínimo. Quizá por eso, cuando respiramos hondo en medio de la ansiedad, sentimos que el mundo se ordena de nuevo, aunque solo sea por unos segundos.

La belleza de lo mínimo: la vida contenida en un gesto.

Occidente: paciencia y resistencia

En nuestra propia tradición, aunque con otros matices, también se ha valorado el tiempo y la espera. Los griegos distinguían hupomonē —la resistencia valiente ante la adversidad— de makrothymía —la paciencia que sabe esperar sin desesperar. San Pablo escribía: “La tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza” (Carta a los Romanos, 5:3-4). La paciencia no es pasividad, sino camino hacia una esperanza más firme. Los estoicos compartieron esa intuición. Marco Aurelio, en medio de las presiones del Imperio Romano, anotó para sí mismo: “No pierdas más tiempo discutiendo sobre cómo debe ser un hombre bueno: sé uno” (Meditaciones, Libro X, 16). Para él, el tiempo no debía desperdiciarse en teorías infinitas, sino en acciones nobles aquí y ahora.

Occidente y Oriente, cada cual con su lenguaje, parecen coincidir en lo mismo: la vida se juega en el presente, en lo que somos capaces de sostener con calma y con entereza. La resistencia no está reñida con la ternura; al contrario, una paciencia firme puede ser el modo más humano de abrazar la fragilidad del mundo. Y en esa paciencia descubrimos también algo que nos libera: no somos dueños del tiempo, pero sí podemos elegir cómo habitamos el instante que se nos da.

Entre el caos y la calma

Nuestro tiempo, sin embargo, parece tenerle alergia a la pausa. Todo se quiere rápido: las respuestas, los resultados, incluso la felicidad. Nos hemos acostumbrado a vivir como si lo inmediato fuera lo único valioso, olvidando que lo más profundo requiere tiempo. El filósofo Byung-Chul Han lo expresa así: “El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo hasta el agotamiento” (La sociedad del cansancio, 2010). Frente a esa lógica de la prisa, los rituales se convierten en rebeliones silenciosas. Preparar un mate sin mirar el reloj, escribir unas líneas a mano, observar la lluvia que golpea la ventana: son gestos que nos devuelven el tiempo que creíamos perdido. Allí, en lo sencillo, se abre una calma que ninguna pantalla ni calendario pueden dar.

No se trata de negar el mundo ni de evadir nuestras responsabilidades, sino de recuperar un espacio donde el alma pueda descansar. Tal vez no logremos cambiar el vértigo que nos rodea, pero sí podemos decidir que no devore nuestra respiración. Ese espacio elegido —una pausa, un ritual, un suspiro— es ya una forma de libertad.

La vida en un suspiro

La vida, en su fragilidad, no deja de ser un misterio hermoso. Jorge Luis Borges lo captó en pocas palabras: “Estamos hechos de olvido, de tiempo, de río y de suspiros” (La cifra, 1981). Somos fugaces, y justamente allí radica nuestro valor. Vivir plenamente no significa acumular hazañas o éxitos visibles, sino aprender a habitar con conciencia cada instante. Un suspiro puede contener más verdad que un año entero de prisa. Cuando respiramos con calma, descubrimos que lo que parecía inabarcable se reduce a un sólo momento presente.

La vida en un suspiro es, entonces, la experiencia de concentrar todo lo que somos en ese breve intervalo: alegría, dolor, memoria y esperanza. Hoy les propongo algo sencillo: elijan un ritual propio y háganlo sin prisa. Respiren en él como si toda la vida cupiera en ese instante. Porque la vida, al final, no es más —ni menos— que un suspiro, y en esa brevedad late lo eterno.

Reflexión final

Queridos lectores, esta entrada es un recordatorio suave: el tiempo verdadero no se mide en relojes ni en plazos, sino en los momentos que nos permitimos respirar con calma. Tal vez no podamos detener el mundo, pero sí podemos resguardar un rincón donde el alma encuentre sosiego. Me gustaría saber de ustedes: ¿qué ritual cotidiano les devuelve la calma y les recuerda que la vida también puede ser un suspiro?

Hojas que caen,
la vida en un suspiro
vuelve a empezar.


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Vivir con el mundo al hombro

«La esperanza es el sueño del hombre despierto».

-Aristóteles

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que uno se sienta frente a la taza de café con el alma hecha trizas, aunque nadie lo note. Afuera brilla el sol, los pájaros cantan, y sin embargo, por dentro… algo no está bien. No es una tristeza concreta. No es un duelo inmediato. Es otra cosa. Una especie de peso invisible que se acumula con cada noticia, cada imagen, cada tragedia retransmitida a tiempo real. Es un cansancio del que no se habla porque no tiene forma clara. Un agotamiento que no nace de lo personal, sino de lo colectivo. Del mundo que duele, de lo que no podemos solucionar, de lo que sentimos demasiado grande para comprender y demasiado cercano para ignorar.

A veces creo que el alma también tiene su propio tipo de inflamación. No se ve, no se diagnostica, pero se siente. Como si estuviéramos viviendo con una conciencia herida por exceso de realidad. Una realidad que entra sin filtro por la pantalla del celular, por los titulares de prensa, por los comentarios en redes, por los rostros ajenos en el transporte público. Todo se nos mete al cuerpo. Y no siempre sabemos qué hacer con eso. En el consultorio, este dolor también aparece. No con nombres geopolíticos, pero sí con síntomas: insomnio, ataques de ansiedad, irritabilidad, sensación de culpa, desesperanza. Personas que no entienden por qué no logran estar bien, cuando «en teoría» todo en su vida está más o menos en orden. Y al escarbar un poco, aparece: el mundo. Lo que pasa en él. Lo que arde. Lo que muere.

Y en ese momento, surge una pregunta silenciosa: ¿Cómo se vive con el mundo al hombro sin que nos rompa por dentro? Lo diré con toda franqueza: no tengo una respuesta mágica. Pero sí algunas palabras. Algunas ideas que me han sostenido. Algunos autores que me han ayudado a mirar el abismo sin dejarme caer. Es de eso de lo que quiero hablar hoy.

La herida de ver todo

Antes, lo que pasaba en otro continente era apenas un rumor que llegaba con retraso. Una noticia de periódico, una imagen borrosa en el noticiero de las diez. Hoy, basta abrir el celular para sentir que el dolor del mundo entra por los ojos como si fuera nuestro. No estamos diseñados para tanta exposición. El alma humana necesita tiempo, espacio, silencio, incluso ignorancia. No por evasión, sino por protección. Pero el flujo de información no da tregua. La guerra, el hambre, la violencia, el colapso ambiental… todo aparece entre una foto de un desayuno perfecto y un meme sobre gatos. Lo trágico y lo trivial conviven en la misma pantalla, en el mismo instante. Y eso —aunque no siempre lo notemos— nos rompe. La conciencia moderna está desbordada. Y el problema no es solo que nos informamos, sino que no sabemos qué hacer con lo que nos informamos. Porque saber duele. Y no poder actuar frente a ese dolor nos deja en un limbo entre la empatía y la impotencia.

Arthur Schopenhauer, en uno de sus textos más sombríos y necesarios, lo expresa sin anestesia: “Si se pusiera sobre una balanza el placer y el dolor de la humanidad, veríamos que el dolor pesa mucho más” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). Sus palabras no buscan deprimirse ni deprimir. Sólo constatar que el sufrimiento no es un accidente de la existencia: es su estructura de fondo. Y sin embargo —y aquí está la paradoja— saber eso no nos libera del impacto de cada nuevo dolor. Por eso tantas personas hoy caminan con una tristeza muda. Porque no saben si están cansadas de vivir, o si lo que realmente las cansa es ver que el mundo sigue su marcha sin compasión. No es que falte sensibilidad. Lo que falta es espacio para tramitarla. Cuando el dolor se acumula sin un lugar donde volcarlo, se transforma en ansiedad, en apatía, en cinismo.
Y eso, en cierto modo, es también una forma de herida.

Leer a quienes atravesaron el fuego

Hay días en los que no basta con apagar la televisión o cerrar la app de noticias. La mente sigue alterada, como si los ecos del mundo siguieran resonando por dentro. Y en esos días —justamente en esos—, suelo volver a ciertos autores que han sabido mirar de frente al horror… y escribir sin perder la dignidad. Primo Levi, por ejemplo, no escribió desde el resentimiento ni desde la desesperación, sino desde un lugar más difícil: el de la lucidez moral. Su relato del campo de concentración no se detiene en el espectáculo de la crueldad, sino que interroga la raíz misma de lo humano. Nos dice: “Comprender es casi justificar. No queremos comprender lo que sucedió, porque si lo comprendiésemos, lo justificaríamos” (Si esto es un hombre, 1947). Su escritura es una advertencia contra el olvido, pero también un acto de compasión hacia quienes ya no pueden contar su historia.

Svetlana Aleksiévich, por su parte, eligió no escribir desde su voz, sino desde las voces de otros. En Voces de Chernóbil (1997), y en La guerra no tiene rostro de mujer (1983), se dedicó a escuchar —pacientemente, dolorosamente— a quienes vivieron las catástrofes más brutales del siglo XX. No teoriza. No interpreta. Sólo deja que hablen. Y en ese acto de escucha radical, la literatura se convierte en acto terapéutico colectivo. Paul Celan, el poeta nacido en Czernowitz, escribió después de Auschwitz en un idioma que ya no creía posible. Sus versos, hechos de silencios y cortes, de palabras que no alcanzan, son una plegaria imposible, un eco de lo que no se puede decir, pero tampoco se debe callar. “Nadie da testimonio por el testigo» (Méridien, 1960).

Y luego está Etty Hillesum, esa joven judía holandesa que, sabiendo que sería llevada al campo de concentración, escribió un diario donde se permitió decir, incluso en medio del terror: “La vida es bella a pesar de todo” (Diario, 1941–1943). No por ingenuidad. No por negación. Sino por una sabiduría que solo se alcanza cuando se elige no odiar, aun con razones para hacerlo. Estos autores no nos ofrecen consuelo fácil. Pero ofrecen otra cosa: nos enseñan que escribir, recordar, llorar, y seguir amando, incluso en ruinas, es posible. Que el dolor compartido no se vuelve más liviano, pero sí más habitable. Y eso, a veces, es lo único que necesitamos para no rendirnos.

«No era que el mundo dejara de doler, pero al menos, por un momento, él eligió cuidarse».

Cuando el dolor llega al consultorio

El dolor del mundo no siempre llega a la sesión con titulares. A veces entra disfrazado de insomnio, de crisis de llanto inexplicable, de angustia flotante. No se presenta como “la guerra”, “la injusticia” o “la violencia del sistema”, sino como una frase suelta: “No sé qué me pasa”. «Me siento mal por estar bien”. “Todo me afecta demasiado”. Y entonces el trabajo clínico no es diagnosticar, sino acompañar. Ayudar a que ese “todo” encuentre forma, límite, palabra. Que deje de ser una nube que lo cubre todo y se convierta, al menos, en una lluvia que puede llorarse. El dolor colectivo también deja marcas individuales. Vivimos en un mundo donde la tristeza parece un lujo, donde se espera que sigamos funcionando aunque el alma esté en huelga. Se nos exige productividad, resiliencia, optimismo, y cuando no lo logramos, encima sentimos culpa.

En el diván, lo primero es suspender esa exigencia. Dar permiso para no estar bien. Para decir que el mundo duele. Para confesar que uno no puede con todo, y no por eso es menos fuerte. El psicoanálisis no ofrece recetas. Ni cura el mundo. Pero crea un espacio —único y necesario— donde lo que arde puede decirse sin que nadie lo apague a la fuerza. Y a veces, eso basta. Porque cuando alguien puede decir lo que siente sin ser corregido, ya empezó a curarse. Y cuando alguien escucha sin juzgar, sin comparar, sin interrumpir… ya está ayudando a sostener un poco el peso del mundo. Incluso el silencio, en esos momentos, se vuelve contenedor. No porque oculte, sino porque da lugar. Porque dice: “Estoy aquí. Puedes traer tu angustia sin temor. No vamos a huir de ella”. El consultorio no es un refugio para huir del mundo. Es un lugar donde se aprende a volver a él con más alma, no con más coraza.

Una forma de resistencia: cuidar el alma, cuidar la mente

No todo podemos entender. No todo podemos cambiar. Pero sí podemos decidir qué entra, qué permanece, qué se cuida. Cuidar el alma, cuidar la mente, no es huir del mundo, sino resistirse a que el mundo nos endurezca por dentro. Es preservar la ternura en medio de la violencia. La atención en medio del ruido. El sentido en medio del sinsentido. Y eso también es político. También es ético. También es espiritual. En días de saturación, la respuesta no siempre es saber más, sino sentir distinto. Volver a lo simple: tocar música, leer algo hermoso, caminar sin prisa, mirar el rostro de alguien que amamos, decir una oración breve aunque no sepamos bien a quién va dirigida. Pedir ayuda. Escuchar con el corazón. Agradecer sin motivo.

A veces, eso basta para que el alma no se hunda. Schopenhauer —quien no solía escribir desde la esperanza— lo insinuó con crudeza, pero sin cinismo: “El destino mezcla las cartas, y nosotros las jugamos. Pero si jugamos bien, incluso la peor mano tiene su dignidad” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). No se trata de negar la oscuridad. Se trata de no alimentarla. De no permitir que nos robe lo que aún puede florecer. Quizá no podamos apagar todos los incendios del mundo, pero sí podemos cuidar que el nuestro no se extinga de tristeza. Porque un corazón que aún ama, que aún canta, que aún se detiene a mirar una flor o un rostro, es ya un acto de resistencia luminosa.

Un momento de paz en tu día

«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».

-Thomas Merton

Queridos(as) lectores(as):

Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?

La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.

Respirar como acto sagrado

El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.

>Una práctica simple:

  • Inhalen en 4 segundos
  • Retengan 4 segundos
  • Exhalen en 6 segundos
  • Descansen 2 segundos

Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).

El ritual en lo cotidiano

Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».

Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.

Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).

La oración como brújula

La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).

Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.

Incluso contemplar la naturaleza es desconectarse del caos, conectándonos al mismo tiempo al resto de la vida.

La paz no es negación

No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.

No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.

Ascética cotidiana, no heroica

La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.

5 minutos para el alma

Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.

Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».

Atreverse a nombrar las cosas

«Dos medias verdades no hacen una verdad»

-Eduard Douwes Dekker

Queridos(as) lectores(as):

Decir las cosas por su nombre es un acto de poder, de claridad y, sobre todo, de libertad. Sin embargo, nos han enseñado que hacerlo es peligroso, que es mejor suavizar, justificar y encontrar explicaciones interminables para quienes no nos valoran, para quienes se escudan en su sufrimiento como excusa para dañar, para quienes han hecho del chantaje emocional su única herramienta de relación. Pero no. No todo se justifica. No todo es comprensible ni digno de ser soportado. Y sobre todo: no es nuestra responsabilidad cargar con la inmadurez emocional de otros.

Freud hablaba de la necesidad de hacer consciente lo inconsciente para poder sanar. «Las emociones reprimidas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen a la luz de las peores maneras», nos advierte en Estudios sobre la histeria (1895). Cuántas veces hemos justificado a quien nos lastima, creyendo que su dolor es excusa para el daño que causan. Sin embargo, como decía Carl Jung: «Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino» (Memorias, sueños, reflexiones, 1962). No podemos vivir en la negación ni en la constante justificación del otro a costa de nuestra paz.

Para lo que no estamos

Jacques Lacan nos recordaba que el lenguaje nos estructura, que es en la palabra donde se definen nuestras posibilidades y también nuestras cadenas. «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» (Escritos, 1966). Entonces, llamemos las cosas por su nombre: si alguien no nos valora, no nos respeta y nos manipula con victimismos, no está mostrando fragilidad, está ejerciendo control. Y nosotros, en nuestra buena voluntad, en nuestra paciencia mal entendida, hemos sido partícipes de esa farsa. Fiódor Dostoievski nos mostró en sus personajes cómo la culpa y el martirio pueden volverse una adicción. En Los hermanos Karamázov (1880), escribe: «Cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todo». Pero esto no significa cargar con las culpas de los demás. Cuántas veces hemos tolerado lo intolerable por no querer ser «malos», por miedo a ser los verdugos en una historia que ya nos ha victimizado antes. Pero una verdad es innegable: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. No estamos para justificar, entender y soportar a quien se niega a crecer.

Rollo May decía que la libertad no es un derecho, sino una conquista. «La verdadera libertad no es la ausencia de restricciones, sino la capacidad de elegir nuestras restricciones», afirmaba en El dilema del hombre (1958). En otras palabras: hay que saber elegir nuestras batallas. La angustia de elegir conlleva responsabilidad, y hay quienes prefieren manipular antes que asumir su propio destino. Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), complementaba esta idea al afirmar: «La ansiedad es el vértigo de la libertad». No seremos libres hasta que aprendamos a soltar lo que nos daña sin culpa, sin miedo y sin la absurda esperanza de que algún día cambiarán. No se cambia a quien no quiere cambiar. Y aquí está el verdadero dilema: ¿estamos dispuestos a seguir cargando con lo que no nos corresponde o vamos, de una vez, a tomar nuestra vida en nuestras manos?

Seamos coherentes

Hay que saber nombrar las cosas. Lo injusto es injusto, el abuso es abuso, la manipulación es manipulación. Y ningún disfraz de «pobrecito yo» lo hará diferente. Simone de Beauvoir decía: «No olvides nunca que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Estos derechos nunca son adquiridos. Debes permanecer vigilante toda tu vida» (El segundo sexo, 1949). Pero no aplica sólo con mujeres, sino con los hombres también. Y lo estamos viendo cabalmente hoy en día: se hace menos a unos por hacer más a otros. Esto termina siendo la dictadura del malestar. Lo mismo podemos decir de nuestros límites personales: si no los defendemos, otros los cruzarán sin dudarlo. No hay conquista sin vigilancia, ni respeto sin exigencia.

En la mañana hablaba con un querido amigo y me contaba sobre los tratos que ha recibido recientemente por parte de una persona. Luego, mi tía Maru de 87 años, cuando le hablé para saludarla temprano, me empezó a decir que una persona cercana a mi familia desde hace años, le habla para contarle sus problemas. ¿Qué tienen que ver mi amigo y mi tía? Simple: ambos hablan con un nudo en el corazón causado por una persona que les ha tratado mal a pesar de la relación que han tenido. Justamente estoy dedicando esta entrada a mi amigo y a quienes la necesiten. Respecto a mi tía, cuando me contaba, la interrumpí y le dije tajantemente: «Perdóname, pero no me interesan los problemas de alguien que no es capaz de preocuparse por los nuestros». Insisto en algo que ya dije: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. Amor con amor, indiferencia con indiferencia. Y no, no es pecado ni nada de eso, es abrazar nuestra dignidad.

Nombrar es liberar

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: «El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio». Pero no sólo el suicidio literal: también el emocional. Cuántas veces nos matamos en pequeñas dosis, aceptando dinámicas que nos desgastan, que nos hacen sentir indignos de algo mejor. Pero la existencia nos exige rebelarnos ante eso, elegir lo que nos nutre, lo que nos dignifica. No podemos ir por la vida callando el dolor que nos provocan los tratos de personas que al primer reclamo se escudan y nos atacan de poco empáticos, de que no los entendemos, de que no sabemos lo que ellos viven. Pregunta: ¿no es curioso cómo reflejan sus carencias en los demás? Claro, porque es muy fácil exigir en vez de dar. Y eso ya estuvo bien. Hay gente fantástica en este mundo, ¿por qué empeñarnos a estar con personas que sólo ofrecen malestar? ¿Pobres? ¿Y nosotros no o cómo funciona esto? Todos tenemos que ser responsables de nuestras vidas, y no cargarle el peso de nuestra frustración al otro, por muy amable que sea. No confundamos amabilidad con pendejismo.

Quien nos ama, nos trata con dignidad. Quien nos valora, nos respeta. Quien nos quiere en su vida, hace el esfuerzo de mantenerse en ella sin chantajes. Si no es así, entonces no lo llamemos amor, porque no lo es. Como decía Erich Fromm en El arte de amar (1956): «El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo'». Y el amor maduro no somete, no mendiga, no manipula: libera. Es en verdad momento de forzar el lenguaje, de pretender que las cosas pasarán sin el mínimo esfuerzo, de hablar sobre cosas inexistentes. Se puede amar y ayudar, pero cuando eso no se valora, se puede seguir amando pero ya no estando. No hay cosa más importante que la dignidad de cada uno de nosotros. Recordemos a San Juan Pablo II: «No hay amor verdadero sin respeto por la dignidad de la persona. Quien ama de verdad no puede humillar, manipular o someter a la persona amada» (Familiaris Consortio, 1981). No atentemos contra e lenguaje y usémoslo adecuadamente.

Y sí, estoy en verdad molesto… ¿para qué decir que no?

En busca del silencio

«Escucha, y serás sabio; porque el comienzo de la sabiduría es el silencio».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

Cada día es en definitiva una experiencia muy distinta para cada uno de nosotros. La relatividad se constata de muchas e incontables maneras, pero lo que es cierto es que hay cosas, quizá podríamos decir «necesidades», que todos y cada uno de nosotros busca satisfacer. ¿Es acaso el mismo estrés vivir en el campo que en la ciudad? Seguramente muchos de ustedes me dirán que no, que en definitiva no es lo mismo, que seguramente la vida en el campo es menos estresante que la que se tiene en la ciudad. Pero eso sería partir del «yo creo» y no del «así es». Cada vida tiene lo suyo y aunque no se pueden comparar las cosas entre sí con tanta facilidad, debemos considerar que para cada quien las cosas son lo que son. ¿Es lo mismo la frustración de que se ponche/reviente una llanta en plena avenida problemática en el horario desquiciante, a que se descomponga el tractor sabiendo que no está cerca el técnico especialista para poder arreglarlo?

Ahora bien, contemplado lo anterior, la vida de cada uno de nosotros es difícil a su modo, así como lo es fácil también. Hace unos días en Instagram, vi un reel en el que decían «nunca desees la vida del otro cuando sólo disfrutas lo visible». Es como la falacia de la Época de Oro: cuántos de nosotros no hemos dicho «en x tiempo la vida era mejor a lo que es actualmente». Por ejemplo: un muy querido amigo se la pasa añorando los tiempos del gran resplandor de Roma, insistiendo que aquella época era lo mejor; desviviéndose en señalar cada aspecto «bueno» de aquel entonces, enalteciendo algunas cosas determinadas, etc. ¿Pero la vida de quién quisieras, la de un senador romano o la de un esclavo? -le suelo interrumpir. Claramente pensamos desde lo mejor, desde lo positivo, lo acomodado y el lujo. Nadie en su locura se atrevería a decir (bueno, hay uno que otro que tal vez sí): ¡quisiera ser un esclavo en tiempos de Roma! En fin, espero se entienda el punto. Pero, como comentaba anteriormente, hay cosas que sí o sí todos necesitamos y que buscamos satisfacer, entre ellas es encontrar un poco de silencio ante el escándalo de la vida.

Añoranzas regionales

Es curioso cómo habiendo tantos recursos tan fantásticos en nuestra región occidental, solemos voltear hacia oriente para deslumbrarnos con lo que ellos tienen para sí. Hay que tener presente que la cosmovisión, el modo de vida, las creencias y demás rasgos culturales de aquellas zonas, poco o nada tienen que ver con las nuestras. Hablamos mucho de querer alcanzar los «niveles del nirvana«, palabra de origen sánscrito que refiere a un estado óptimo o superior del alma que se logra con una profunda meditación en la que nos desprendemos de todo lo material y que «nada ni nadie nos puede perturbar». Interesante, porque el mundo griego nos ofrece algo que se conoce como ataraxia, que es casi lo mismo, sólo que en vez de la negación de los deseos y demás cosas que inquietan la psique o el alma de las personas, se logra un estado de control total de las emociones y demás cosas que perturban al ser humano. Sí, seguramente habrá entre ustedes que me digan , y con justa razón, que muchas cosas de Occidente son herencia directa de Oriente. Sólo que no hay que descuidar que más bien se tratan de adaptaciones que más tienen que ver con lo nuestro, con lo que nos es propio. Pongamos un ejemplo que quizá sea un poco burdo, pero me parece que servirá para esto que estoy comentando. En Occidente cuando decimos «quiero comer comida japonesa», lo que estamos pidiendo es la versión occidentalizada (sobre todo agringada o estadounidense) de esos platillos, ya que lo que conocemos como tal pasó por las modificaciones hechas en EEUU. ¿En qué parte de Japón servirán sushi PHILADELPHIA?

Ahora bien, esas añoranzas regionales nos distraen justo de las cosas que quizá podrían tener más efecto en nosotros. En verdad desconozco si a los orientales les pasa lo mismo, es decir, que en vez de hacer meditaciones un día digan «vamos a rezar el rosario en vez de meditación budista para BUSCAR EL MISMO FIN». Francamente lo dudo. Aunque, insisto, puede ser. El hecho de que en Occidente tengamos medios específicos para lograr ciertos fines es porque simple y sencillamente es lo que nos ha funcionado. Y no me mal entiendan, no les estoy diciendo que está mal que practiquen yoga o que tomen cursos de mindfulness, porque si es algo que les sirve, qué bueno. Pero sí es un recordatorio que acá, de este lado del mundo, tenemos también nuestras propias herramientas y/o recursos, y que muchas veces solemos ignorar por modas de otros. Hay que darle oportunidad a lo que también es nuestro y difundirlo. Esa es parte de la identidad, misma que se ve cada vez más fragmentada por las influencias forzadas de otros o de lugares distintos. No es de sorprender las crisis de identidad cuando día con día la detonamos con cosas externas.

Lo que nos une

Una vez visto lo anterior, vuelvo a insistir: a pesar de las diferencias, los seres humanos tenemos las mismas necesidades básicas, seamos de donde seamos. El silencio es precisamente una de ellas. Ya sea en Oriente o en Occidente, el silencio tiene un fin igual: la paz interior, lo que se entienda por ello. Es decir, eso no está con derechos de autor o de exclusividad cultural. ¿Cuántos de nosotros, después de las tediosas jornadas que vivimos, no buscamos un poco de paz, de calma, de tranquilidad… de silencio? Y no me digan que no, ¿no acaso hay muchos que tienen o tenemos el celular, ya no en modo vibrador, sino en silencio? Es una demanda inconsciente que se vuelve cada vez más consciente. No es motivo de asustarse, es perfectamente natural y por tanto entendible que el ser humano busque un poco de orden en tanto caos. Y el silencio es una oportunidad, precisamente, de lograr ese poco de orden en cada momento de nuestras vidas.

Los católicos, por ejemplo, le damos una gran importancia al silencio: cuando hacemos oración, cuando meditamos (oh, sí, también meditamos para poner en orden nuestras pasiones, nuestros pensamientos, poder entrar en contacto con nuestros sentimientos y tener cierta claridad en lo que vivimos), cuando reflexionamos sobre alguna circunstancia, etc. En el examen de conciencia que muchos de nosotros solemos hacer en la mañana y/o en la noche, incluso hay una pregunta muy importante: «¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?». Todos y cada uno de nosotros tenemos derecho a un poco de silencio en nuestros días. Pero aquí surge una pregunta que lo hace todavía más interesante e importante: ¿por qué? El estado místico del ser humano no sólo es hacer algo determinado que nos liga con nuestra espiritualidad, sino saber exactamente por qué lo hacemos. El silencio es una invitación a escucharnos a nosotros mismos, a darnos nuestro espacio, a poner límites a nuestra relación con los demás. No es egoísmo, al contrario, es algo necesario para mejorar primero con nosotros y así después con los demás.

Trampas constantes

Si bien es cierto que hay gente que no sabe estar sola, que no le gusta estar sola, es lo mismo que aplica con el silencio. Y lo volvemos a preguntar: ¿por qué? El silencio, desde el psicoanálisis, es un recurso de elaboración de lo que nos sucede sin interferencia de algo o alguien más. El problema es que hay campañas, hay gente, que promueve nociones negativas sobre la soledad, pero también sobre el silencio. Y todavía presionan en decir «no está bien». ¿Según quién y por qué? Y no faltarán respuestas débiles a estas preguntas tan fuertes. Cuando no sabemos valorar el silencio, rompemos en la desesperada necesidad de llenar de ruido el ambiente. Hay quienes no pueden hacer absolutamente nada en silencio y recurren a poner música (muchas veces a niveles muy altos), a hablar sí o sí con alguien, etc. Haciendo trampa en la búsqueda del silencio. Pero, ojo, no me mal entiendan otra vez, no estoy en ningún momento diciendo que está mal trabajar con un poco de música, por ejemplo, ya que al contrario, muchas veces (si no es que siempre) nos ayuda a tener más ánimo, nos inspira, etc. Pero todo tiene su tiempo, y cuando hay oportunidades para silenciar todo y estar en perfecta compañía con nosotros mismos, no hay que desaprovecharla nunca.

De hecho, retomando un poco lo que decía más arriba respecto a la pregunta en el examen de conciencia («¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?»), es curioso que eso muy pocas veces lo sabemos hacer. No respetamos nuestro silencio, mucho menos el de los demás. Pienso, por ejemplo, en las personas que viven o trabajan con otros. Nunca falta quien se ponga a escuchar música (sus gustos) sin importarle los demás. Además de falta de respeto, es falta de consideración por lo que los demás necesitan en esos momentos. Puede ser que no haya problema, pero quizá la medida más correcta es hacer uso de audífonos. Ya si los demás dicen «¿qué estás escuchando?» y se animan a acompañar eso, ¡fantástico! Pero, de nueva cuenta, es tan necesario el silencio porque me atrevo a comentar, hay quienes de ustedes al leer lo anterior se dijeron a sí mismos «oye, yo hago eso…». El silencio y la soledad, son hornos de transformación para cada uno de nosotros. Son ocasiones para caer en cuenta de muchas cosas que tienen que ver con los demás, pero sobre todo con nosotros mismos, que solemos ignorarlas o de plano no darles su merecida importancia.

Sucede que pasa.

Pasa que sucede.