Volver a Nietzsche

«Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo».

— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Friedrich Nietzsche suele ser visto como un filósofo que derrumba certezas más que como alguien capaz de ofrecer consuelo. Se le asocia con la crítica mordaz al cristianismo, con la proclamación de la “muerte de Dios” y con la exaltación del Übermensch (superhombre). Y sin embargo, en sus páginas se descubre una potencia inesperada: la de alguien que no niega el dolor humano, sino que lo encara con lucidez. Para quienes se encuentran desesperados, tristes o ansiosos, su filosofía puede ser una fuente de resistencia y un recordatorio de que aún en lo más oscuro, hay caminos para afirmarse. No conviene leer a Nietzsche esperando recetas fáciles. Él mismo escribió en Más allá del bien y del mal (1886): “No hay fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de los fenómenos.” Esto significa que no hay reglas eternas que nos salven del sufrimiento. Más bien, cada uno debe encontrar la interpretación que le permita seguir adelante. El dolor no desaparece con fórmulas, pero puede transformarse en fuerza cuando adquiere un sentido.

En ese sentido, Nietzsche se acerca a lo que Viktor Frankl —profundamente influido por él— experimentó en los Campos de Concentración: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias—” (El hombre en busca de sentido, 1946). Frankl cita a Nietzsche precisamente con el “porqué” que sostiene cualquier “cómo”. Allí encontramos el núcleo de la ayuda nietzscheana: no eliminar el dolor, sino convertirlo en combustible para el sentido. Esta entrada no busca suavizar a Nietzsche ni hacerlo pasar por filósofo de autoayuda. Lo que se intenta es mostrar cómo su pensamiento puede ofrecer claves de resistencia a quienes viven en el filo de la desesperación. A través de sus páginas, descubrimos que el dolor puede ser habitado, que el miedo puede transformarse en coraje y que la tristeza puede ser semilla de creación.

El peso de un porqué

Nietzsche entendió que el sufrimiento es inevitable. Lo que aniquila no es el dolor mismo, sino la sensación de que no sirve para nada. En La genealogía de la moral (1887) escribió: “El hombre, en cuanto valora, necesita un porqué, y en la falta de éste se hunde». Esta intuición conecta con nuestra experiencia contemporánea: una persona que atraviesa una pérdida, una ansiedad aguda o un vacío existencial, se derrumba cuando no encuentra un sentido al dolor que vive. El filósofo Karl Jaspers, lector y estudioso de Nietzsche, decía que “lo decisivo no es que el hombre sufra, sino cómo interpreta su sufrimiento” (Nietzsche y el cristianismo, 1938). Esa interpretación es la que puede convertir el peso del dolor en una carga soportable. La depresión, la angustia o el miedo parecen insoportables si se sienten como absurdo, pero adquieren otra textura cuando se ligan a un propósito, aunque sea pequeño y concreto: cuidar a alguien, terminar un proyecto, resistir un día más.

El vínculo entre sufrimiento y sentido no sólo es filosófico. El psicoanálisis también lo confirma. Jacques Lacan afirmaba: “El hombre no puede soportar una verdad demasiado desnuda” (Seminario 7: La ética del psicoanálisis, 1959-1960). Por eso buscamos encuadres, relatos, símbolos. Nietzsche no ofrece ilusiones baratas, pero sí un principio fundamental: el sufrimiento, en sí, no destruye; lo insoportable es carecer de un “para qué”. Para quien atraviesa ansiedad o tristeza, esta idea puede ser una tabla de salvación: no se trata de que el dolor se esfume, sino de que se inscriba en un horizonte que le dé valor. Y ese horizonte puede ser tan simple como “aguantar para ver crecer a mis hijos” o “seguir para escribir lo que aún me queda por decir”. Allí es donde Nietzsche nos invita a recuperar el peso de un porqué.

La afirmación frente al nihilismo

Nietzsche describió como “nihilismo” esa tentación de pensar que nada vale la pena. En sus fragmentos póstumos reunidos en La voluntad de poder (1901), se lee: “El nihilismo no es sólo la creencia de que todo merece perecer, sino el cansancio de la vida misma». En momentos de angustia o desesperación, este cansancio puede invadirlo todo: levantarse, comer, hablar, respirar se vuelven actos sin motivo. Es entonces cuando el nihilismo se siente como un abismo. Martin Heidegger, lector profundo de Nietzsche, explicaba: “El nihilismo es la Historia misma de Occidente” (Nietzsche, 1961). No es un problema personal de algunos, sino el aire que respiramos en una cultura que ha perdido certezas religiosas y no siempre logra crear valores nuevos. Por eso Nietzsche no se limita a diagnosticar; también llama a una respuesta: no hundirse en la nada, sino afirmar la vida incluso en medio de la desolación.

Esta afirmación no significa ingenuidad. Nietzsche nunca niega lo terrible de la existencia. En El nacimiento de la tragedia (1872) habla del “horror y absurdo de la existencia” como algo que los griegos sólo pudieron soportar gracias al arte. Esa capacidad de decir “sí” a la vida, pese al dolor, es lo que convierte a la afirmación en un acto de resistencia radical. No se trata de eliminar el sufrimiento, sino de integrarlo. En la práctica, resistir al nihilismo es un trabajo cotidiano: decidir que el dolor no será la última palabra, que la nada no tendrá la victoria. Quien hoy vive la angustia puede escuchar en Nietzsche no un consuelo barato, sino un desafío: “¿Eres capaz de decir sí a la vida, incluso cuando todo parece decirte que no?” En esa afirmación, dura pero vital, puede hallarse un camino.

El valor del coraje interior

Nietzsche celebraba lo que llamó el “espíritu libre”: aquel que se atreve a pensar y vivir por sí mismo, incluso en medio de tormentas. En Más allá del bien y del mal (1886) escribió: “El coraje es el mejor matador del miedo». No se trata de no sentir miedo, sino de no dejarse dominar por él. Para quien atraviesa ansiedad o preocupaciones, esta idea es crucial: el miedo puede convivir con la valentía, siempre que uno decida no rendirse. Hannah Arendt, que leyó con atención a Nietzsche, observaba que “el coraje libera a los hombres de su preocupación por la vida para que puedan dedicarse a la libertad del mundo” (La condición humana, 1958). El miedo nos encierra en nosotros mismos; el coraje, aunque tiemble, nos abre al exterior, al mundo compartido. Nietzsche invita a ese salto: atreverse a vivir incluso cuando nada parece seguro.

El coraje del que habla Nietzsche no es heroísmo de epopeya, sino fuerza íntima. Es levantarse cada mañana a pesar del peso, es sostener una conversación difícil, es dar un paso más en medio del cansancio. “Lo que no me mata, me fortalece”, escribió en El ocaso de los ídolos (1889). Esa frase, tantas veces usada superficialmente, es en realidad un recordatorio: resistir transforma, aunque duela. En tiempos de ansiedad, pensar en el coraje interior puede sonar inalcanzable. Pero Nietzsche no lo plantea como algo distante, sino como una práctica diaria. El coraje es la decisión, pequeña y repetida, de seguir afirmando la vida, aunque el miedo esté presente. No se trata de vencerlo de una vez por todas, sino de caminar con él, sin que dicte cada paso.

“La juventud sería un desperdicio si no se atreviera a lo nuevo, aunque tropiece.” — Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos (1881).

El eterno retorno como prueba de amor

Uno de los pensamientos más desafiantes de Nietzsche es el del eterno retorno. En La gaya ciencia (1882) lanza esta provocación: “¿Qué pasaría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en tu soledad y te dijera: Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla aún una vez más y aún innumerables veces?”. No hay escapatoria: lo vivido deberá repetirse eternamente. La pregunta es: ¿te hundiría esa idea o serías capaz de decirle sí? Muchos intérpretes han visto aquí un llamado al amor fati, el amor al destino. Como explica Gilles Deleuze: “El eterno retorno no significa volver a pasar por lo mismo, sino afirmar la vida en cada uno de sus instantes, de manera que quisiéramos que retornaran” (Nietzsche y la filosofía, 1962). El eterno retorno es una prueba ética: ¿amas lo suficiente tu vida como para desear que se repita?

Para quienes viven con ansiedad o tristeza, esta idea puede parecer cruel. ¿Repetir el dolor una y otra vez? Pero Nietzsche no invita a resignarse al sufrimiento, sino a transformarlo. Si soy capaz de decirle sí a mi vida, incluso con su dolor, significa que he encontrado un modo de afirmarla. El eterno retorno es, en el fondo, una pregunta: ¿quieres vivir plenamente, o sólo sobrevivir esperando que las cosas cambien? Aceptar el eterno retorno no es aceptar un destino fijo, sino abrazar lo vivido con todo lo que tiene de difícil. En esa aceptación hay una liberación: ya no se trata de huir del dolor, sino de encontrar en él un motivo de amor. En la práctica, puede ser la decisión de mirar atrás y decir: “sí, fue duro, pero es mi vida, y la abrazo.”

De la desesperación a la fuerza creadora

Nietzsche veía en la angustia y el caos una posibilidad de creación. En Así habló Zaratustra (1883-1885) afirma: “Es necesario llevar dentro de sí un caos para poder dar a luz una estrella danzante». La desesperación no es sólo hundimiento; también puede ser el terreno donde germina una nueva fuerza. Lo que parece destrucción puede convertirse en inicio. Lou Andreas-Salomé, el amor prohibido de Nietzsche, escribió sobre él: “En Nietzsche, la vida se vuelve poesía porque el dolor mismo se transforma en fuerza creadora” (Friedrich Nietzsche en sus obras, 1894). Salomé entendió que su filosofía no se queda en la crítica, sino que apunta a una fecundidad que brota de la herida. Allí donde hay caos, puede surgir una forma nueva de vida.

El psicoanálisis también comparte esta intuición. Donald Winnicott decía: “Es en el juego y solamente en el juego que el individuo, niño o adulto, puede ser creativo” (Realidad y juego, 1971). Ese juego no es evasión, sino creación a partir de lo que se vive. Nietzsche, de manera distinta, nos invita a jugar con el dolor, a transformarlo en arte, en pensamiento, en vida afirmada. Cuando alguien se siente desesperado, puede ser difícil creer que de allí surja algo bueno. Pero Nietzsche nos recuerda que el caos interior no es el final: es el material con el que se puede construir algo nuevo. La fuerza creadora no borra la tristeza, pero la convierte en chispa de transformación. En ese movimiento, la desesperación deja de ser pura pérdida y se vuelve posibilidad.

Reflexión final

Nietzsche no promete consuelo fácil. Sus palabras son duras, sus exigencias altas. Pero precisamente por eso pueden sostener en la desesperación: no niegan el dolor, no lo maquillan, sino que lo miran de frente y lo transforman en afirmación. El porqué que sostiene, la resistencia al nihilismo, el coraje interior, el eterno retorno y la fuerza creadora son cinco claves que pueden acompañar a quien atraviesa miedo, tristeza o ansiedad.

Queridos lectores, ¿qué les provoca todo esto? ¿Pueden encontrar en Nietzsche, con toda su dureza, una palabra de compañía en los momentos oscuros? Los invito a reflexionar y compartirlo en los comentarios.

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Seamos serios: ríamos

«La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño».

-Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que nacen sin pretensión y terminan siendo faros. Esta es una de ellas: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Lo descubrí no en un libro, sino en la vida misma. En el rostro de un paciente que, tras años de dolor, soltó una carcajada que parecía una confesión. Me dijo: «Creo que si no me río, me muero». Y comprendí que la risa, lejos de ser una huida, puede ser también una forma de quedarse, de resistir. Sigmund Freud, en El chiste y su relación con lo inconsciente (1910), no trató el humor como una simple distracción, sino como una vía regia —como lo fue el sueño— para acceder al inconsciente. «El humor es la manifestación más elevada de los mecanismos de adaptación del individuo». El chiste, decía, aligera la carga psíquica, permite decir lo indecible sin el peso del juicio. En una carta a su amigo Theodor Reik (1928), afirmó: “El humor no es resignación; es rebelión.” Y esa frase ha sido una brújula en mi práctica clínica. Nietzsche lo dijo a su modo: la seriedad infantil no es gravedad, es entrega. Y el adulto que ha madurado no es el que se vuelve más rígido, sino el que, habiendo atravesado el dolor, puede volver a jugar con la vida como un niño juega: con todo su ser. Esa seriedad lúdica, ese goce vital que no ignora el abismo, pero no se rinde ante él.

Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido (1946), escribió: “El humor es otra de las armas del alma en la lucha por la autoconservación”. Él sabía bien lo que eso significaba. En los campos de concentración, donde todo parecía perdido, conservar el sentido del humor era una forma de sostener la dignidad. Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser (1984), señala que la broma puede ser una forma de subversión existencial, un juego peligroso que revela lo que no se puede decir directamente. El humor, en su narrativa, no es alivio banal, sino una grieta por donde se cuela lo trágico.

Humor de espacios y momentos

No pocas veces, cuando alguien empieza a reírse de sí mismo en análisis, es señal de que algo ha cambiado. La risa no como cinismo, sino como señal de comprensión. Una risa que dice: ya no me odio por lo que me pasó; ahora puedo ver mi historia con ternura. Jorge Luis Borges escribió en su Prólogo a la obra de Shakespeare (en Otras inquisiciones, 1952): “Quizá la Historia Universal sea la historia de unas cuantas metáforas”. Y entre ellas, la risa es una de las más potentes: una metáfora de la libertad. Incluso el escéptico Emil Cioran escribió en Del inconveniente de haber nacido (1973): “No me fío de nadie que no sepa reírse de sí mismo”. Porque quien no puede hacerlo aún está demasiado identificado con su propio personaje. El humor verdadero exige humildad: saber que no somos el centro del universo, que también somos ridículos, tiernos, frágiles.

En mi experiencia como psicoanalista, he aprendido que muchas personas cargan una culpa profunda por reír en medio del duelo, como si la alegría deshonrara la memoria. Pero no es así. A veces la risa es el homenaje más puro. Es el alma diciendo: todavía estoy aquí. Claro, el humor tiene límites. No todo debe ser objeto de burla. Hay un humor que lastima y otro que redime. Uno que escapa y otro que abraza. El humor maduro no banaliza el dolor: lo transforma. Umberto Eco escribió en Apocalípticos e integrados (1964): “El humor es una visión del mundo que permite soportar lo insoportable”. Sin embargo, recordemos esto: nuestro humor, no necesariamente es el del otro. Hacer humor es tomarse en serio el respeto a los demás.

¿Y el chiste? Lo tiene el pinshi gato…

El absurdo y el humor

En los tiempos que corren, donde todo parece urgente y dramático, donde el grito ha reemplazado a la palabra y la indignación se vuelve una máscara, reírse desde la ternura es casi un acto revolucionario. Por eso lo sostengo, con más fuerza que nunca: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Porque en ese acto sencillo se esconde una sabiduría ancestral: saber que no podemos controlarlo todo, que sufriremos, que perderemos… pero que aún así, aún con lágrimas, podemos reír. Y en esa risa, encontrar un poco de paz.

El humor, además, nos ayuda a sobrevivir al absurdo diario. Esa cadena de situaciones grotescas, triviales o insólitas que no tienen sentido y, sin embargo, nos suceden. Desde la burocracia que roza lo kafkiano, hasta los pequeños fracasos cotidianos que se acumulan como gotas de agua sobre una piedra. Sin humor, ese absurdo nos enferma. Con humor, lo convertimos en relato, en símbolo, incluso en arte. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), afirmaba que el absurdo nace del enfrentamiento entre el deseo humano de encontrar sentido y el silencio del mundo. Y proponía una rebelión: no huir del absurdo, sino abrazarlo, convivir con él. El humor cumple esa función: no niega el sinsentido, pero tampoco se rinde ante él. Se ríe. Y esa risa no es liviana, es filosófica.

Woody Allen decía irónicamente: “No le tengo miedo a la muerte, sólo que no quiero estar ahí cuando suceda”. Detrás de esa broma hay una profunda conciencia del absurdo, de nuestra propia fragilidad. Pero en lugar de paralizarnos, el humor nos permite seguir. Es un antídoto contra la desesperación que no anestesia, sino que ilumina el sinsentido con una chispa de lucidez. Frente a la rutina, los trámites, las malas noticias, los enredos y las contradicciones humanas, el humor nos permite respirar. Como si fuera una grieta en la pared del sinsentido por la que se cuela un poco de luz. Esa luz puede no resolver el enigma de la vida, pero nos permite recorrerlo con más ligereza, con dignidad… y a veces hasta con alegría.

Ventajas latinoamericanas

Y si hablamos del humor como forma de sobrevivencia, no podemos dejar fuera nuestra raíz latinoamericana. En México, por ejemplo, nos reímos de la muerte, del dolor, de la tragedia… pero no por cinismo, sino por sabiduría popular. Porque, como decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950): “El mexicano frecuenta la muerte, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja; es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”. El humor mexicano, tan lleno de ironía, doble sentido, y ternura escondida, ha sido históricamente una forma de resistencia. Desde los chistes que nacen en medio de las crisis económicas, hasta las calaveritas que escribimos cada Día de Muertos, hay una fuerza cultural que nos enseña a no perder el alma, incluso cuando parece que el mundo insiste en quitárnosla.

Ese humor a veces es triste, a veces es absurdo, otras tantas irreverente, pero siempre profundamente humano. Es como si, en medio del dolor histórico, la carcajada dijera: “Nos podrán quitar todo, menos la capacidad de reírnos de nuestra propia tragedia”. En ese sentido, el humor no es sólo un alivio. Es un acto de dignidad. Es decir: “A pesar de todo esto, de tantas cosas malas y preocupantes, todavía me puedo reír un buen rato”. Lo que les recomiendo a mis pacientes (cuando se puede), familiares y amigos es que antes de terminar el día, tengamos un «ritual de la carcajada»: veamos series o películas cómicas, busquemos un buen Stand Up, platiquemos con quienes siempre nos causan risas, etc. No es negar la realidad, es darnos chance de poder elegir cómo acabamos el día. Y eso, créanme, cambia mucho las cosas.

¿Ya rieron hoy?

El peso de la ingratitud

«Hacer beneficios a un ingrato es lo mismo que perfumar a un muerto».

-Plutarco

Queridos(as) lectores(as):

Todos, en algún momento, hemos sentido la herida de la ingratitud. No hay dolor más silencioso que el de dar sin recibir, el de entregar con el alma y encontrar sólo indiferencia. La ingratitud no sólo nos deja con las manos vacías, sino que también nos confronta con la pregunta: ¿vale la pena seguir dando? La Historia, la Filosofía, el Psicoanálisis y el arte han explorado este sentimiento desde múltiples ángulos, y hoy nos adentraremos en esta reflexión para comprenderla mejor y, tal vez, encontrar un modo de sanar.

Esta encuentro lo hago en respuesta a Carolina, quien escribe desde Ecuador. Espero que esto que estamos por desarrollar sea una manera de entender que el mundo está lleno de ingratitud, que hay muchas personas que incluso se ofenden y se indignan cuando se les muestra su actitud egoísta. Es de lo más común. Sin embargo, no hay que persistir en la idea de seguir haciendo lo correcto. Así que me imagino que ya intuyen cuál será mi respuesta/apuesta al final.

Una visión filosófica

El estoicismo nos enseña a liberarnos de la expectativa del reconocimiento. Séneca, en De Beneficiis (De los beneficios, 56-62 d.C.), nos advierte: «Ningún bien se pierde si lo hemos dado por generosidad y no por deseo de reconocimiento». Para los estoicos, dar es un acto que debe nacer de nosotros, sin esperar nada a cambio. Pero ¿cómo resistir el dolor de la indiferencia? La clave estoica es ver el acto de dar como un reflejo de nuestra propia virtud, no como una transacción esperando una respuesta. Sin embargo, es natural que eso de «hacer sin esperar» si bien no es que sea imposible, pero sí muy complicado, porque en la gran mayoría de las veces estamos esperando aunque sea un «gracias» o un por lo menos una sonrisa. La virtud es como el cuerpo: debe ejercitarse.

Friedrich Nietzsche nos ofrece una perspectiva distinta en Zur Genealogie der Moral (Genealogía de la Moral, 1887): «El resentimiento es el veneno de los que esperan gratitud». Para el filósofo alemán, la ingratitud duele porque el ser humano tiene una tendencia natural a buscar validación. Pero si logramos trascender esa necesidad, alcanzamos la verdadera fortaleza. Aquellos que son ingratos pueden verse como esclavos de su propia debilidad, mientras que quienes logran superar la necesidad de reconocimiento encuentran una libertad real. ¿Pero de qué libertad está hablando Nietzsche? Podríamos forzar un poco la respuesta, pero estaría hablando de la libertad de cargar con cosas que no nos corresponden (más).

Por otro lado, Simone Weil nos muestra que la ingratitud también es una falla de la sociedad. En L’Enracinement (Echar raíces, 1949) nos dice: «El mayor sufrimiento no es el hambre, sino el ser invisible para los demás». La ingratitud es, en muchos casos, la negación del otro, el acto de borrar su existencia en el momento en que ya no es útil. En una sociedad que premia lo inmediato y descarta lo que ya no le sirve, la ingratitud se ha convertido en una moneda de cambio. ¿Acaso no parece que el ingrato actúa de una manera tal que pareciera que todos estamos obligados a responder a sus necesidades casi de manera obligatoria? Esa visión del otro como un ser que atiende es quizá uno de los puntos que más pueden calar en la identidad de las personas cuando se preguntan «¿y yo cuándo?».

La ingratitud desde el diván

Bajo la mirada inquisitiva de Sigmund Freud, la ingratitud puede vincularse con la pulsión de muerte, es decir, ese «impulso» inconsciente que nos lleva a rechazar lo que nos hace bien. Freud escribe en Jenseits des Lustprinzips (Más allá del principio del placer, 1920): «Los seres humanos no pueden aceptar plenamente el amor sin que la sombra de la destrucción lo amenace». A veces, la gente no agradece porque reconocer el bien recibido implicaría aceptar su propia fragilidad. La gratitud implica una cierta sumisión psicológica, y hay quienes no pueden tolerar esa idea. El miedo, socialmente generado, a sentirse indefensos o vulnerables es por mucho uno de los que más perjudican la vida de las personas. Esa idea de «si me muestro débil, me harán daño», incubada desde las más tiernas infancias con mandatos poco oportunos, genera una carga muy pesada y ésta ocasiona que las acciones se vuelvan cada vez más complejas en las relaciones humanas.

Melanie Klein, en su teoría sobre la envidia desarrollada en Envy and gratitude (Envidia y gratitud, 1957), explica que la ingratitud puede ser una forma de negación: «El niño que no puede aceptar el amor de su madre destruye simbólicamente el vínculo». La ingratitud, en muchos casos, no es sólo olvido, sino rechazo activo. Hay quienes, incapaces de tolerar la deuda emocional, optan por borrar todo rastro de lo que han recibido. Aquí habría que preguntarnos qué es lo que genera esa incapacidad o rechazo. ¿Qué se viene arrastrando?

Más adelante, Jacques Lacan nos advierte que el deseo humano es insaciable. Nunca nos sentimos completamente llenos, por lo que muchas veces no agradecemos porque siempre estamos esperando algo más. En Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964), afirma: «El deseo del ser humano es el deseo del otro». La gratitud exige detenerse y reconocer lo recibido, algo que la estructura del deseo a menudo nos impide hacer. ¿Cómo podemos agradecer algo que no sabemos por qué lo queríamos o necesitábamos? Si atendemos la mímesis del deseo, que nuestro deseo es el deseo del otro, es entendible que entremos en conflicto cuando realizamos el deseo y caemos en cuenta de que en realidad no era algo que habíamos querido.

La ingratitud lastima de maneras diversas

El retrato literario

Fue Fiódor Dostoievski quien, en Prestupléniye i nakazániye (Crimen y castigo, 1866-77), nos muestra a Raskólnikov, un hombre que ayuda, pero termina sintiéndose vacío y culpable. Nos recuerda que a veces, la ingratitud no es sólo del otro, sino también de nosotros mismos cuando no aceptamos nuestro propio valor. En esta novela, vemos cómo incluso la culpa puede convertirse en una forma de rechazo de la gratitud. Anlicemos esta frase de la novela: «Se habituó a la idea de que los hombres, en general, se inclinan por la ingratitud, basándose en que, aun cuando alguien sea excesivamente generoso con ellos, en el fondo no se lo perdonan». Esta frase refleja la visión pesimista de Raskólnikov sobre la naturaleza humana, sugiriendo que la ingratitud no es sólo un acto de olvido, sino también una forma de resentimiento hacia quien da sin esperar nada a cambio. Es una idea que encaja con su teoría del «hombre extraordinario» y su justificación para el crimen, pues ve en la sociedad una estructura donde la bondad no siempre es recompensada.

León Tolstói, en Smert Ivana Ilichá (La muerte de Iván Ilich, 1886), nos muestra la indiferencia de la familia ante el sufrimiento del protagonista. «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?'». La ingratitud también es el abandono. La historia nos revela cómo la sociedad construye vidas vacías y cómo las relaciones personales pueden convertirse en pura apariencia. Iván Ilich, al final de su vida, descubre el vacío de una existencia guiada por lo que «debía ser» en lugar de lo que verdaderamente quería ser. Tolstói nos obliga a pensar en la manera en que los que nos rodean nos abandonan en nuestro error. Por eso es que debe existir la figura de alguien que nos oriente, haciendo una corrección fraterna a tiempo. Aunque, cuidado aquí: de nada sirve que nos hagan ver nuestro error si no hay humildad para reconocerlo y enmendar.

Por último, Anton Chéjov, en Vishniovy sad (El jardín de los cerezos, 1903-4), nos habla de cómo el pasado y los sacrificios son olvidados con facilidad. «Todo lo que amamos se convierte en un fantasma». La ingratitud puede ser el precio del tiempo, de una modernidad que no respeta la historia personal de los demás. Cuando amamos algo o a alguien, le damos un valor emocional enorme. Sin embargo, con el tiempo, incluso lo más amado puede desvanecerse, convirtiéndose en un fantasma de lo que fue. Esto aplica a las relaciones humanas: podemos ser profundamente importantes para alguien en un momento, pero con el tiempo, nuestra presencia o actos se diluyen en la memoria de los demás. Esto nos enseña que hay que saber valorar a las personas, las situaciones y las cosas en su justa dimensión.

¿Cómo viven la ingratitud?

  • ¿Alguna vez han sentido la herida de la ingratitud? ¿Cómo lo manejaron?
  • ¿Creen que la gratitud debería ser una expectativa o un regalo espontáneo?
  • ¿Cómo creen que la sociedad actual influye en la manera en que valoramos lo que recibimos de los demás?
  • ¿Tienen alguna canción, película o libro que refleje su experiencia con la ingratitud?

Déjenme sus comentarios, me encantaría leer sus perspectivas y generar un diálogo sobre este tema tan humano y universal.

Gracias por leer.

Vivir en el abismo de la elección

«Elige la mejor manera de vivir, la costumbre te la hará agradable».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

El miedo es una de las emociones más primitivas del ser humano, pero también una de las más reveladoras. Nos confronta con nuestra fragilidad, con nuestra incertidumbre ante la vida, y con la necesidad de elegir. Nos paraliza y, al mismo tiempo, nos empuja. Es el filo de la navaja entre la comodidad de lo conocido y el vértigo de lo auténtico. Pero ¿qué significa realmente ser auténtico? Y más aún, ¿por qué el miedo parece ser su mayor enemigo y, paradójicamente, su mayor impulsor? Kierkegaard nos da una pista en El concepto de la angustia (1844): «La angustia es el vértigo de la libertad».

La libertad nos permite elegir, pero con la elección viene la angustia. No hay certezas absolutas, no hay garantías de que lo que decidimos será lo correcto. Esta es la gran paradoja: el miedo nos hace dudar, pero solo a través de la duda podemos encontrar el camino a la autenticidad. En Temor y temblor (1843), Kierkegaard nos muestra a Abraham enfrentando la prueba definitiva de su fe. Dios le pide sacrificar a su hijo Isaac, y él, sin entender completamente el propósito, decide obedecer. Lo que hace a Abraham un «caballero de la fe» no es la ausencia de miedo, sino su decisión de atravesarlo. No busca justificaciones racionales, no espera que el mundo lo entienda. Simplemente da el salto. «La fe es precisamente la paradoja de que el individuo es superior a lo universal». En otras palabras, la autenticidad requiere un acto de valentía: la disposición de vivir según nuestras convicciones más profundas, aun cuando vayan en contra de lo que dicta la sociedad o la razón común.

La autenticidad como un camino, no como un destino

Jean-Paul Sartre lo plantea de otro modo en El ser y la nada (1943): «El hombre está condenado a ser libre». No tenemos opción. Siempre estamos eligiendo, incluso cuando decidimos no elegir. Pero muchas veces lo hacemos desde el miedo: miedo a decepcionar, miedo a fracasar, miedo a la soledad. Entonces nos refugiamos en lo que Sartre llama la mala fe: esa actitud de autoengaño en la que fingimos que nuestras decisiones no nos pertenecen realmente. Por eso, la autenticidad no es un punto fijo al que se llega, sino un esfuerzo constante. Simone de Beauvoir lo entendió bien cuando escribió en Para una moral de la ambigüedad (1965): «Ser libre no es actuar según los propios caprichos, sino comprometerse con un camino que se elige conscientemente». Ser auténtico implica renunciar a muchas cosas: a la validación externa, a la comodidad de lo predecible, al falso control sobre nuestro futuro. Pero nos da algo invaluable: una vida que realmente nos pertenece.

Dostoievski, en Los hermanos Karamázov (1880), nos presenta la historia del Gran Inquisidor, quien argumenta que la mayoría de las personas no quieren ser libres, porque la libertad es aterradora. Prefieren que alguien más les diga qué hacer, qué pensar, cómo vivir. Prefieren renunciar a su autenticidad a cambio de seguridad. Pero también nos muestra lo contrario: aquellos que eligen, a pesar del miedo. El príncipe Myshkin, en El idiota (1866-67), elige la compasión a pesar de la crueldad del mundo. Raskólnikov, en Crimen y castigo (1886-67), enfrenta su propia culpa y se entrega a la redención. Tolstói, en La muerte de Iván Ilich (1886), nos da una lección aún más dura: «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?’». Es el miedo más profundo de todos: el miedo a haber vivido mal, a haber traicionado nuestra esencia por complacencia o cobardía.

La decisión de vivir sin miedo: el coraje de la autenticidad

Llegamos al punto crucial: ¿cómo se vive sin miedo? O mejor dicho, ¿cómo se vive a pesar del miedo? Porque el miedo nunca desaparece del todo. Está en cada elección, en cada cambio, en cada despedida. Es el susurro de la duda que nos paraliza antes de dar un paso hacia lo desconocido. Y sin embargo, hay quienes se lanzan, quienes atraviesan la tormenta y siguen caminando. ¿Cuál es su secreto? Para Nietzsche, la respuesta estaba en la afirmación de la vida. En Así habló Zaratustra (1883-85), nos dice: «Lo que no me mata, me hace más fuerte». Una frase que ha sido malinterpretada hasta el cansancio, pero cuyo significado original es mucho más profundo. Nietzsche no se refiere a una simple resistencia al dolor, sino a una transformación interna. Cada desafío, cada miedo superado, nos convierte en algo más grande de lo que éramos antes.

No se trata sólo de sobrevivir, sino de vivir con intensidad, con un sentido de propósito que haga que la vida valga la pena. Aquí es donde entra una figura crucial para entender la decisión de vivir sin miedo: San Juan Pablo II. El 22 de octubre de 1978, en su primera homilía como Papa, Juan Pablo II pronunció las palabras que marcarían su pontificado: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo». No era una frase vacía. Karol Wojtyła conocía el miedo de primera mano: la Segunda Guerra Mundial, la ocupación nazi en Polonia, la represión comunista, la muerte de su familia en su juventud. Era un hombre que había visto de cerca el horror, el sufrimiento y la desesperación. Pero nunca se dejó dominar por el miedo. ¿Por qué? Porque entendía que el miedo sólo tiene poder sobre nosotros si le damos espacio en el corazón. Vivir sin miedo no significa ignorarlo, sino enfrentarlo con fe, con valentía y con amor.

En su libro Cruzando el umbral de la esperanza (1994), escribe: «El hombre que se aparta de Dios no sólo se aleja de su Creador, sino que también se aleja de sí mismo. No se entiende a sí mismo, no sabe para qué vive, no sabe cuál es su misión». Es aquí donde encontramos la clave: el miedo es el resultado de la incertidumbre sobre quiénes somos y para qué vivimos. Si no tenemos un propósito claro, el miedo nos consume. Nos aferramos a lo seguro, a lo predecible, porque el vacío nos aterra. Pero cuando encontramos ese propósito —cuando abrimos las puertas a lo trascendente, al amor, al bien—, el miedo pierde su fuerza. No desaparece, pero ya no nos controla.

El miedo y el amor: la verdadera batalla

En Cartas del diablo a su sobrino (1942), C.S. Lewis nos muestra el miedo como un arma del enemigo. El demonio intenta que el ser humano viva atrapado en la incertidumbre, en la ansiedad, en la angustia de lo que vendrá. Pero la única respuesta real al miedo no es la valentía, sino el amor. «No hay miedo en el amor, sino que el amor perfecto echa fuera el miedo». (1 Juan 4:18) Esto nos lleva a una verdad profunda: vivir sin miedo no es una cuestión de valentía, sino de amor.

Cuando amamos de verdad —a Dios, a los demás, a la vida misma—, dejamos de tener miedo. Nos lanzamos sin reservas, porque sabemos que, pase lo que pase, valdrá la pena. San Juan Pablo II lo vivió así. Enfrentó atentados, persecuciones, crisis globales. Pero nunca dejó de sonreír, de abrazar, de hablar con esperanza. No era ingenuidad. Era la certeza de que el amor es más fuerte que el miedo.

Regresamos a la gran pregunta: ¿cómo se vive sin miedo? No hay fórmulas mágicas, pero hay decisiones que pueden cambiarlo todo:

  1. Aceptar la incertidumbre. No podemos controlarlo todo, y eso está bien. La vida es un viaje, no un plan maestro perfectamente trazado.
  2. Elegir la autenticidad sobre la aprobación. No podemos vivir esperando la validación de los demás. Como decía Sartre, estamos condenados a ser libres.
  3. Dejar de posponer la felicidad. Siempre estamos esperando el “momento ideal”, pero ese momento nunca llega. La vida se vive ahora.
  4. Vivir desde el amor. Cuando amamos lo que hacemos, a quienes nos rodean y a la vida misma, el miedo pierde su poder.
  5. Tener un propósito más grande que uno mismo. Cuando sabemos por qué estamos aquí, cuando vivimos para algo más grande que nuestro propio ego, el miedo se convierte en un obstáculo pequeño en un camino inmenso.

En el fondo, vivir sin miedo es un acto de fe, no sólo en Dios, sino en la vida misma. En el amor, en la posibilidad de construir algo hermoso a pesar del dolor y la incertidumbre. Juan Pablo II lo entendió mejor que nadie. Sus palabras resuenan aún hoy, en un mundo dominado por la ansiedad y el miedo: «¡No tengáis miedo!» No tengamos miedo de ser quienes realmente somos. De vivir con intensidad, con amor, con esperanza. De mirar al abismo y dar el salto, no porque estemos seguros del futuro, sino porque estamos seguros de que vale la pena intentarlo.

Porque al final, sólo aquellos que se atreven a vivir realmente, viven sin miedo.