Crónica de muerte: la peste negra

“Era tal el espanto que el hermano huía del hermano, el tío del sobrino, la hermana del hermano, y muchas veces la mujer del marido”

-Giovanni Boccaccio

Queridos(as) lectores(as):

Octubre nos invita a mirar de frente aquello que más queremos evitar: la peste, la podredumbre, la cercanía de la muerte como si fuera un aliento constante en la nuca. Y pocas veces en la Historia ese aliento fue tan insoportable como en el siglo XIV, cuando la Peste Negra (1346-1353, 1629-1631 y 1665-1666) arrasó Europa y convirtió aldeas enteras en cementerios. No hablamos aquí de un simple brote, sino de una catástrofe civilizatoria. La enfermedad avanzaba más rápido que cualquier ejército: barcos que llegaban a puerto cargaban especias… y cadáveres. Ciudades que ayer eran bulliciosas amanecían al día siguiente con campanas doblando, con entierros improvisados en fosas comunes. El miedo se hizo atmósfera, más real que el aire mismo.

La peste no fue sólo un hecho médico, sino un espejo deformante del alma humana. Desnudó la fragilidad de la religión, la ignorancia de la medicina, la violencia escondida en el odio hacia los otros. Cada familia, cada casa, se convirtió en un escenario de desolación. Nadie estaba a salvo, ni los pobres ni los poderosos. Hoy, al revisitar esta tragedia, no lo hacemos sólo como arqueólogos de un espanto lejano, sino como testigos que aún cargan sus ecos. Porque lo que latía en esas calles infectadas —el miedo, la soledad, la búsqueda de sentido— sigue latente en nosotros. Y tal vez, al evocarlo, algo en nuestra piel recuerde lo frágil que es la vida.

El origen y los números del horror

El brote comenzó en Asia Central y viajó por las rutas comerciales hasta el puerto de Caffa, en Crimea, en 1346-7. Crónicas cuentan que los tártaros, sitiando la ciudad, lanzaban con catapultas los cadáveres infectados al interior de las murallas. Ese gesto de guerra biológica abrió una puerta imposible de cerrar. Los barcos genoveses que huyeron de allí llevaron el contagio a Constantinopla, Marsella, Génova, Pisa… y de ahí, al corazón de Europa. En sólo cuatro años, la peste se extendió de Sicilia a Escandinavia, de España a Inglaterra. Se calcula que murieron entre 25 y 50 millones de personas: un tercio, quizá la mitad de la población del continente. Las campanas de las iglesias no cesaban de sonar, hasta que hubo pueblos donde ya no quedaban campaneros.

Matteo Villani, cronista florentino, escribió: “No había quien enterrara a los muertos, porque el terror era tan grande que cada cual huía de los otros” (Crónica, 1353). Las fosas comunes se llenaban con cuerpos apilados uno encima de otro, sin nombre, sin duelo, sin oración. La muerte se volvió tan masiva que perdió su individualidad. Nadie lloraba demasiado, porque el siguiente en morir podía ser el que lloraba. El miedo, al ser compartido, dejó de consolar: se volvió un contagio invisible que transformaba el amor en distancia.

El miedo médico

La medicina de la época no sabía contra qué luchaba. Se hablaba de “miasmas”, de aires corrompidos que entraban por la nariz, o de la conjunción fatal de los planetas Saturno, Júpiter y Marte en 1345. Los médicos caminaban con túnicas largas, amuletos colgados al cuello, y recetas absurdas que mezclaban especias, sangre de animales o cuarzos pulverizados. Guy de Chauliac, cirujano papal en Aviñón, relató: “Me enfermé y sufrí terriblemente, pero por la gracia de Dios sobreviví” (Chirurgia Magna, 1363). Su supervivencia fue una excepción: la mayoría de médicos moría junto a los pacientes, o simplemente huía.

Anécdotas horribles abundan: familias que se encerraban juntas esperando sobrevivir, sólo para que la peste los consumiera a todos. Cuerpos abandonados en camas, pudriéndose mientras los vecinos tapiaban las puertas desde afuera. En ciudades como Florencia, se ofrecía dinero a criminales y mendigos para recoger cadáveres, pero hasta ellos desaparecían pronto. El miedo se convirtió en abandono. “El padre no cuidaba del hijo, ni el hermano del hermano” (Decamerón, 1353). El instinto de supervivencia se impuso sobre el amor. El terror desmanteló la idea misma de comunidad.

Religión, culpa y castigo

Para muchos, la peste era un castigo de Dios. Procesiones de flagelantes recorrían las ciudades, azotándose con látigos, cantando salmos, implorando perdón. La piel abierta, sangrante, era ofrecida como expiación pública. El espectáculo del dolor buscaba aplacar la furia divina. Pero cuando las oraciones no funcionaban, el miedo se transformaba en odio. Los judíos fueron acusados de envenenar pozos. En Estrasburgo, en 1349, dos mil fueron quemados vivos en una plaza. En otras ciudades se expulsó o ejecutó comunidades enteras. El terror necesitaba un rostro concreto al que culpar.

La Iglesia perdió autoridad. El Papa Clemente VI se encerró en Aviñón rodeado de hogueras, creyendo que el fuego purificaba el aire. Murieron obispos, monjes, curas. Y los fieles comenzaron a preguntarse: si la Iglesia no puede detener la peste, ¿de qué sirve su poder? Lo religioso no desapareció, pero se volvió más sombrío. Se multiplicaron imágenes del Juicio Final, visiones del infierno, relatos de demonios. Dios se volvió distante, y el diablo parecía estar en cada esquina.

“El triunfo de la Muerte”, Pieter Brueghel el Viejo (1562). Una visión apocalíptica donde esqueletos arrasan con todo rastro de vida: ciudades incendiadas, ejércitos derrotados, banquetes interrumpidos. Una alegoría sombría que refleja el terror colectivo de una Europa marcada por la peste y la guerra.

Imágenes del horror

El arte medieval respondió con la danza macabra: esqueletos que bailan tomados de la mano con reyes, campesinos, niños y mujeres. La imagen decía: nadie escapa. La muerte invita a todos al mismo banquete. Las ciudades se transformaron en morgues abiertas. Florencia, Londres, París: calles donde los carros de la peste recogían cuerpos a diario. “Las casas quedaban vacías de parientes y llenas de cadáveres” (Decamerón, 1353). El hedor era tan fuerte que muchos preferían abandonar pueblos enteros.

Niños huérfanos deambulaban entre los cadáveres. En Londres, se reportan perros devorando cuerpos abandonados. En Marsella, barcos enteros quedaban a la deriva porque la tripulación había muerto. El espectáculo del horror se volvió cotidiano. Y lo más terrible fue la costumbre: ver morir a los demás dejó de sorprender. La peste no sólo mataba cuerpos: adormecía la compasión.

Reflexión final

La Peste Negra arrasó con millones de vidas, pero también con certezas. Mostró la fragilidad de la medicina, la vulnerabilidad de la religión, la delgadez del lazo social. Fue un espejo cruel: lo mejor y lo peor del ser humano emergieron de la misma herida. El miedo fue doble filo: llevó a actos de abandono y violencia, pero también a búsquedas de sentido. El Decamerón de Boccaccio nació en medio del desastre, un testimonio de que incluso frente a la muerte, la palabra podía resistir.

Hoy, cuando enfrentamos nuevas epidemias, crisis y amenazas globales, los fantasmas de la Peste Negra regresan. Porque seguimos siendo los mismos: criaturas temerosas, capaces de amar y de odiar bajo la presión del terror. Querido lector, piensa: si mañana el mundo se cubriera otra vez de silencio, ¿qué harías con tu miedo? ¿Serías de los que huyen, de los que acusan, o de los que aún se atreven a contar historias en medio de la peste?


Si esta crónica te estremeció, te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván. Puedes suscribirte gratuitamente para recibir cada nueva entrada directamente en tu correo. También puedes escribirme en la pestaña “Contacto” del blog: siempre será un gusto leerte y responderte. Y si quieres más fragmentos, reflexiones y materiales exclusivos, te espero en Instagram: @hchp1.

Drácula y el abismo del deseo humano

“El verdadero poder consiste en que jamás se sospeche de su existencia”.

–Bram Stoker

Queridos(as) lectores(as):

Seguimos en octubre, el mes del miedo, ese tiempo en que las sombras se vuelven más cercanas y el mundo parece dispuesto a escuchar historias inquietantes. Si en nuestra entrada pasada descendimos a los sótanos de la Ópera de París, ahora nos toca viajar a Transilvania y a los pasillos sombríos de la Inglaterra victoriana para encontrarnos con una de las figuras más icónicas del terror: el conde Drácula. Pero quiero que lo miremos de un modo distinto. No como el vampiro convertido en cliché cinematográfico, sino como lo que realmente es en la novela de Bram Stoker de 1897: una alegoría sobre el deseo, la otredad, la muerte y la sed imposible de apagar. Drácula no es sólo un monstruo: es la encarnación de todo aquello que tememos reconocer en nosotros mismos.

El vampiro, con su ambigüedad fascinante, nos obliga a confrontar un tabú universal: la intimidad entre la vida y la muerte, entre el placer y el dolor. Cada mordida es un acto erótico y al mismo tiempo una condena. Cada sorbo de sangre revela que lo humano siempre está al borde de lo inhumano. En este encuentro quiero que pensemos juntos: ¿qué significa que Drácula nunca pueda saciarse? ¿Qué nos dice esa hambre infinita sobre nuestra propia condición? Tal vez descubramos que el conde no habita únicamente en Transilvania, sino en la grieta más íntima de nuestro ser.

El miedo al extranjero

Cuando Bram Stoker publicó Drácula, Europa vivía obsesionada con la figura del “otro”. El conde que llega de los Cárpatos no es sólo un aristócrata extraño: es el extranjero que amenaza con corromper la estabilidad de Inglaterra. Jonathan Harker lo percibe de inmediato: “Hay algo extraño en este hombre que me mira como si ya me conociera desde siempre”. El vampiro encarna el miedo xenófobo de la época, pero también nos habla a nosotros: ¿qué hacemos con lo distinto? Lo rechazamos, lo encerramos en un castillo, lo demonizamos. Drácula es la otredad radical: un ser que no pertenece a nuestra lógica de tiempo ni de vida. Freud había escrito poco antes, en Tótem y tabú (1913), que el extranjero siempre despierta lo reprimido, aquello que se parece demasiado a lo que quisiéramos negar en nosotros mismos.

El miedo al extranjero no es otra cosa que miedo a nuestro propio desorden interno. Drácula, con su acento, su vestimenta, sus costumbres extrañas, es el espejo de lo que Occidente quería controlar: lo bárbaro, lo instintivo, lo salvaje. Y sin embargo, en su figura hay un magnetismo irresistible: cuanto más se le teme, más se le desea. El lector no puede evitar sentirse atraído por ese otro que, en lugar de destruir, revela. Drácula no invade Inglaterra para imponerse, sino para mostrarnos que toda frontera es frágil, y que lo que creemos sólido puede resquebrajarse por una simple mordida en la penumbra.

El deseo como sed

El núcleo de Drácula es el hambre insaciable. No importa cuánta sangre beba, el conde siempre necesita más. Esa sed interminable es metáfora de un deseo humano que nunca logra satisfacerse. “La sed me quema como fuego eterno”, confiesa en un momento el vampiro. En el psicoanálisis, Jacques Lacan formuló que el deseo no es nunca de un objeto concreto, sino del deseo mismo. Nunca nos basta lo que tenemos, porque lo que buscamos en realidad es llenar una falta imposible de colmar. Drácula es el símbolo perfecto de esa estructura: un ser que vive eternamente pero jamás logra apagar su ansia.

La sangre funciona aquí como metáfora erótica. Cada mordida es un acto de posesión y entrega, donde víctima y victimario quedan unidos por un vínculo tan íntimo que asusta. Georges Bataille escribió: “El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte” (El erotismo, 1957). En Drácula, esa frase se vuelve literal: la vida se prolonga gracias a la muerte del otro. El deseo como sed es lo que nos hace vulnerables. Todos tenemos un Drácula dentro: una pulsión que nos arrastra a querer más, a consumir más, a amar más, sin importar cuánto recibamos. Y lo perturbador es reconocer que esa sed es precisamente lo que nos mantiene vivos.

“El misterio de la vida de cada hombre es el secreto de su propia sangre”
(Bram Stoker, Drácula, 1897).

La inmortalidad como condena

En la superficie, Drácula parece encarnar el sueño de muchos: la vida eterna. Sin embargo, la novela revela pronto que la inmortalidad es una trampa. Stoker describe al conde vagando en soledad, condenado a repetir siglos sin nunca pertenecer a ningún tiempo. “El tiempo es para mí lo que el mar para el navegante perdido: infinito y vacío”. Aquí la novela toca un nervio existencial profundo. ¿Qué es la eternidad sin amor, sin pertenencia, sin posibilidad de redención? Lo que en apariencia es un poder, se convierte en condena. La inmortalidad de Drácula no es plenitud, sino vacío infinito.

Friedrich Nietzsche, en La gaya ciencia (1882), introdujo la idea del “eterno retorno”: vivir la misma vida una y otra vez. Para Drácula, ese retorno es insoportable, porque su vida se ha reducido a un sólo acto: morder, beber, sobrevivir. La repetición vacía transforma el don en maldición. La inmortalidad, entonces, no es un triunfo sobre la muerte, sino la imposibilidad de descansar. Drácula nos recuerda que no deberíamos desear la eternidad a cualquier precio: más que un regalo, podría ser el más cruel de los castigos.

La cruz y la sombra

Uno de los elementos más inquietantes de la novela es la tensión entre lo sagrado y lo profano. El crucifijo, la hostia consagrada, la luz del día: todos son armas contra el vampiro. Pero ¿qué significa que lo religioso sea lo único capaz de frenarlo? Drácula representa la sombra que necesita un límite. Carl Gustav Jung decía: “Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad” (Aion, 1951). En este sentido, el conde no es vencido tanto por la cruz como por la conciencia de que existe una frontera ética que no puede ser traspasada sin consecuencia.

El vampiro no soporta la luz porque la luz revela. No soporta el crucifijo porque el crucifijo recuerda la fragilidad de su poder. La fe, en la novela, no es sólo rito: es símbolo de lo que humaniza frente a lo que devora. La cruz marca un límite donde el deseo absoluto se topa con un “no” necesario. Y, sin embargo, lo fascinante es que sin esa sombra no habría relato. Drácula es necesario porque encarna lo que todos reprimimos: la violencia, el instinto, la sed. La cruz no lo elimina: lo hace visible. En ese choque de símbolos, Stoker nos recuerda que la lucha entre luz y sombra no ocurre afuera, sino dentro de cada uno.

Redención y sacrificio

El desenlace de la novela no es un espectáculo sangriento, sino un acto de sacrificio. Mina Harker, mordida y casi convertida, es rescatada gracias a la entrega de quienes se atreven a enfrentarse al conde. Van Helsing lo resume con claridad: “No luchamos sólo contra la carne, sino contra el espíritu de lo que corrompe”. Aquí aparece un matiz decisivo: Drácula no es derrotado sólo con estacas y cuchillos, sino con la solidaridad de un grupo dispuesto a arriesgarse por el otro. En contraste con el vampiro, que vive eternamente a costa de los demás, los humanos de la novela viven plenamente cuando se entregan unos a otros.

Simone Weil escribió: “La compasión por la desgracia ajena es la más grande de las virtudes” (La gravedad y la gracia, 1947). La redención en Drácula no consiste en matar al monstruo, sino en proteger a la víctima, en cuidar al otro aunque eso implique riesgo. Al final, el conde muere, pero su figura no desaparece. Queda en nosotros como advertencia: si vivimos sólo para saciar nuestra sed, terminaremos como él, condenados a un hambre que nunca se apaga. La salvación, en cambio, está en la entrega, en ese sacrificio que rompe el círculo de la obsesión.

Reflexión final

Drácula no es sólo un clásico del terror: es un espejo oscuro de nuestra propia condición. La figura del conde revela que todos tenemos una sed insaciable, un deseo que nunca se sacia, un miedo a la diferencia que nos consume. Lo monstruoso de Drácula no está sólo en sus colmillos, sino en que nos hace ver lo que no queremos admitir: que, a veces, también nosotros vivimos de la sangre de los demás.

———————————————-

Querido(a) lector(a), este octubre no se trata sólo de asustarnos con vampiros y castillos, sino de preguntarnos: ¿qué sed me persigue? ¿Qué he intentado llenar mil veces sin lograrlo? Y, sobre todo, ¿qué me recuerda que la verdadera vida no está en poseer, sino en entregarse? Tal vez el conde Drácula no sea un mito tan lejano. Tal vez habite, silencioso, en esa parte de ti que todavía busca un sorbo más.

Si esta reflexión te gustó, recuerda que puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada nueva entrada en tu correo. También puedes escribirme directamente a través de la pestaña “Contacto” del blog: me encantará saber de ti.

Y no olvides seguirme en Instagram: @hchp1, donde comparto más reflexiones, fragmentos literarios y análisis culturales.

Dostoievski: morir y volver a nacer

“Cuando me dijeron que quedaban cinco minutos de vida, pensé en ustedes, en mi familia, en mi pasado. La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto podía ser una eternidad de felicidad”.
— Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

No todos mueren para saber qué significa vivir. La mayoría pasa por la vida con la ilusión de que la muerte está lejos, como si fuera un asunto que compete a otros. Dostoievski no tuvo ese privilegio. En una fría mañana de diciembre de 1849, con apenas 28 años, el joven novelista ruso se encontraba con las manos atadas, los ojos vendados y el corazón latiendo con un miedo visceral. Frente a él, un pelotón de fusilamiento esperaba la orden de disparar. Todo estaba preparado para el final… hasta que, en el último instante, un mensajero del zar Nicolás I interrumpió el ritual para anunciar que la pena se conmutaba por trabajos forzados en Siberia.

Aquel perdón no era misericordia: era una forma sofisticada de tortura psicológica. Y, paradójicamente, fue también el inicio de la metamorfosis que haría de Dostoievski uno de los más grandes conocedores del alma humana.

El día del simulacro

En abril de 1849, Dostoievski fue arrestado junto a otros miembros del Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunía en San Petersburgo para debatir ideas políticas, filosóficas y literarias prohibidas en la Rusia zarista. Allí se leían y traducían textos de Charles Fourier, Saint-Simon y Voltaire, y se hablaba de reformas sociales, la abolición de la servidumbre y la libertad de prensa. Para el zar Nicolás I, estas reuniones eran más peligrosas que cualquier conspiración armada. Las ideas, una vez pronunciadas, no se pueden volver a encadenar. Por eso, en un gesto calculado para enviar un mensaje ejemplar, ordenó arrestar a todos los miembros.

Tras ocho meses de encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el 22 de diciembre de 1849, los prisioneros fueron llevados a la Plaza Semiónov. La sentencia: muerte por fusilamiento. La ceremonia fue pública. Los condenados fueron atados, se les vendaron los ojos y se les alineó en grupos. Dostoievski estaba en el segundo. Vio cómo el primero se preparaba para recibir la descarga. Fue entonces cuando apareció el mensajero con la “misericordia” imperial: la pena sería sustituida por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, seguidos de servicio militar obligatorio. Este episodio ilustra lo que Sigmund Freud llamaría una situación traumática extrema: una vivencia donde el Yo queda desbordado por un peligro real e inminente. Sin embargo, en Dostoievski, ese trauma no derivó en parálisis vital, sino en una reorganización de su aparato psíquico. El “indulto” no borró la angustia, pero le otorgó un nuevo principio de realidad: la certeza de que todo puede terminar en segundos.

El trauma como revelación

Para la mayoría, una experiencia así dejaría una cicatriz paralizante. Dostoievski, en cambio, escribió ese mismo día a su hermano Mijaíl: “Hermano, no estoy desanimado ni deprimido. La vida es en todas partes la vida; la vida está en nosotros mismos, no fuera. A mi alrededor habrá gente, y ser humano entre humanos y permanecer siempre, no entristecerse ni enfadarse, he ahí la vida. El sentido de la vida está en la vida misma” (Carta a Mijaíl Dostoievski, 1988). Aquí no hay ingenuidad. Hay una transformación existencial. El filósofo y psicoanalista, Rollo May, más de un siglo después, lo resumió así: “La creatividad surge a menudo en respuesta a la experiencia de muerte o destrucción” (El coraje de crear, 1975).

En términos freudianos y posteriormente del propio Winnicott, Dostoievski logra aquí una “adaptación creadora” frente al trauma: no niega la experiencia ni se queda atrapado en ella, sino que la integra como un material simbólico. El resultado es una intensificación de la percepción del tiempo y una conciencia más viva de la finitud.

Fiódor Dostoievski, frente al pelotón de fusilamiento en la Plaza Semiónov, instantes antes de recibir el indulto que marcaría su vida y su obra.

El alma humana a la luz de la muerte

Desde ese día, su obra se volvió un espejo de la condición humana enfrentada a sus límites. Crimen y castigo (1866) examina la tensión entre culpa y redención; El idiota (1869) presenta al príncipe Myshkin describiendo, con sorprendente detalle, el estado mental de un condenado a muerte: “Decía que en esos instantes no había un pensamiento que no pasara por su mente, ni un sólo detalle que no captara con intensidad inusitada” (El idiota, 2002). No es un recurso narrativo inventado: es la transposición literaria de un recuerdo grabado a fuego. En Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880), los personajes no son héroes ni villanos puros, sino criaturas complejas que oscilan entre el bien y el mal, siempre bajo la sombra de la mortalidad.

El trauma de Dostoievski se convierte en una matriz narrativa donde sus personajes funcionan como “escenarios internos” (concepto de Melanie Klein): representaciones dramatizadas de los conflictos psíquicos que él mismo experimentó en ese límite entre vida y muerte.

Trauma y empatía

El impacto más profundo no fue literario, sino humano. Dostoievski no se volvió cínico. Al contrario: su empatía se volvió más feroz y más lúcida. En Los demonios afirma: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz; sólo por eso. Eso es todo, todo” (Los demonios, 2001). No es consuelo barato. Es advertencia. La felicidad está ahí, pero pasa inadvertida… hasta que la muerte nos obliga a verla. Aquí vemos lo que Jacques Lacan llamaría atravesar el fantasma: dejar de vivir bajo la ilusión de que siempre habrá más tiempo. La empatía de Dostoievski no es sentimentalismo; es la lucidez de quien ha perdido la inocencia de la inmortalidad.

Reflexión final

No necesitamos un pelotón de fusilamiento para comprender que somos frágiles, pero sí necesitamos —con urgencia— una mirada más honesta hacia nuestra propia finitud. Vivimos como si la muerte fuera un rumor lejano, algo que le sucede a otros, no a nosotros. Pasamos días enteros ocupados en trivialidades, aplazando conversaciones, proyectos y afectos como si tuviéramos crédito infinito de tiempo. Dostoievski no tuvo ese lujo. En un sólo día, la muerte le susurró al oído con la voz de un oficial que le leía la sentencia, y luego lo dejó vivo para que cargara con esa memoria como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro. Desde entonces, escribió como quien sabe que cada palabra podría ser la última, y miró a los demás con la compasión de quien ha estado a un paso del abismo.

Tal vez esa es la lección más incómoda: la vida no se mide en la cantidad de años que acumulamos, sino en la intensidad con la que habitamos cada instante. Podemos tener décadas por delante y, aun así, estar muertos en vida. Podemos tener un sólo día y vivirlo con una plenitud que lo haga valer por mil. Si mañana llegara nuestro propio mensajero —con o sin uniforme, con o sin anuncio dramático—, ¿nos encontraría listos para morir… o descubriría que hasta ahora no hemos empezado a vivir?


Si esta reflexión te hizo pensar, te invito a suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada nueva entrada por correo. También puedes escribirme mediante la pestaña “Contacto” o seguirme en Instagram: @hchp1.

Freud y la dignidad del enfermo

“Mi querido Freud, qué admirable eres. Sufres como un perro y no te quejas nunca”.

— Marie Bonaparte

Queridos(as) lectores(as):

Hay momentos en la vida que no pueden ser habitados con discursos fáciles. Cuando el cuerpo comienza a desmoronarse y el dolor se vuelve compañero constante, uno ya no necesita teorías sino compañía, silencio y dignidad. Esta entrada nace desde ese lugar: no desde la explicación, sino desde la contemplación del dolor como umbral. Un umbral que Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, cruzó con entereza hasta su último aliento. Mucho se ha dicho de su obra, de sus controversias, de su genio. Pero hoy quiero hablar de su humanidad. De ese Freud enfermo, consumido por más de treinta intervenciones quirúrgicas, que no dejó de pensar, de escribir, de recibir amigos… y de sufrir. Porque a veces es en la enfermedad donde se revela con más claridad la hondura de un ser humano.

Este encuentro no será una biografía ni una elegía, sino una invitación a mirar con respeto la fragilidad. Porque hay dolores que no se pueden evitar, pero hay maneras de habitarlos que ennoblecen. Acompáñenme.

El cuerpo traicionado

Cuando el cuerpo enferma de forma crónica, el sujeto no sólo sufre un mal físico: asiste al progresivo extrañamiento de su propio límite. El cuerpo —ese aliado constante, silencioso e invisible en la salud— se vuelve un enigma, un enemigo, un recordatorio continuo de la finitud. Para Freud, esto no fue teoría: fue experiencia cotidiana durante los últimos dieciséis años de su vida. En 1923, a los 67 años, le fue diagnosticado un carcinoma en el paladar. A partir de ahí, su vida transcurrió entre consultas médicas, intervenciones quirúrgicas, hemorragias, infecciones, y un aparato ortopédico que le dificultaba hablar y comer, conocido como el “monstruo”. Pese a esto, Freud no dejó de escribir ni de recibir pacientes y discípulos.

En una carta dirigida a Lou Andreas-Salomé en 1924, escribe: “Mi cuerpo ya no me pertenece. Cada día me recuerda con nuevos signos que el final está en marcha. Pero, mientras tanto, sigo trabajando: quizá porque el trabajo no duele». Este desprendimiento del cuerpo como posesión muestra una resignación activa: no una derrota, sino una aceptación lúcida. Freud no negó su enfermedad, no se refugió en un optimismo ingenuo ni buscó consuelo banal. Nombró su padecimiento, convivió con él, lo soportó con una mezcla de estoicismo e ironía vienesa.

Ernest Jones, su discípulo y biógrafo, narra que en una ocasión, después de una cirugía particularmente dolorosa, Freud simplemente comentó: “Mi querido Jones, he perdido la cuenta de las veces que me han cortado la cara, pero uno se acostumbra. El problema es cuando el espejo no se acostumbra” (Ernest Jones, La vida y la obra de Sigmund Freud, 1957). Este humor amargo no debe confundirse con cinismo. Era, más bien, una forma de mantener el espíritu en pie cuando el cuerpo comenzaba a derrumbarse. La lucidez con la que Freud enfrentó su enfermedad revela la profundidad de su pensamiento, incluso (y quizá sobre todo) cuando ya no podía sostenerlo todo con palabras.

Porque cuando el cuerpo se traiciona, el sujeto puede perder también el deseo de vivir. Pero en Freud encontramos una tenacidad que no nace del narcisismo, sino del compromiso con algo más grande: su obra, sus vínculos, su convicción de que el psicoanálisis debía sobrevivirle. En los tiempos actuales, donde tantas enfermedades se viven con vergüenza o negación, y donde el cuerpo enfermo es apartado de la vida pública y del pensamiento, la figura de Freud reaparece como una interpelación ética: ¿qué hacemos con nuestra fragilidad?, ¿cómo habitamos un cuerpo que ya no responde como antes?, ¿qué queda cuando duele existir?

Freud en su jardín de Hampstead, Londres, poco antes de morir. El cuerpo ya rendido, pero el alma todavía despierta.

El dolor como interlocutor

Freud no sólo padeció el dolor: lo pensó, lo estudió, lo soportó. Para él, el dolor no fue únicamente un síntoma que debía ser eliminado, sino una experiencia que podía ser observada desde dentro, con la misma agudeza con la que analizaba los sueños. En su carta a Marie Bonaparte del 10 de junio de 1938, ya exiliado en Londres, Freud escribió: “El dolor me acompaña como un huésped fiel. No discutimos mucho, pero tampoco me deja solo. Me ayuda a saber que estoy vivo, aunque a veces desearía que no me recordara tanto». Este tono, casi irónico, revela una conciencia aguda: el dolor no es sólo un castigo del cuerpo, sino también una confrontación con uno mismo. Quien sufre —de verdad— se encuentra con partes de su alma que quizá no conocería de otro modo.

Para el psicoanálisis, el dolor no siempre debe silenciarse. A veces, debe ser escuchado. Y Freud, que tanto exploró el inconsciente, aprendió en carne propia que hay dolores que no se elaboran con palabras, pero que se pueden habitar con dignidad. Jones señala que “Freud nunca permitió que el dolor se volviera excusa para la amargura”. No buscaba héroes ni mártires, pero sí supo resistir sin entregarse al resentimiento. En ello reside, quizá, su forma más profunda de enseñanza: mostrar que el sufrimiento humano puede tener sentido incluso cuando no tiene solución.

Acompañar sin anestesiar

Estar junto a alguien que sufre puede ser más difícil que sufrir. Porque implica renunciar a los consuelos fáciles, a las frases hechas, al impulso de hacer desaparecer lo insoportable. Freud tuvo a su lado a personas que lo acompañaron sin anestesiarlo, sin infantilizarlo, sin robarle su lucidez. Esa es quizá una de las formas más altas de amor. Marie Bonaparte, su discípula, protectora y amiga íntima, fue una de ellas. Ella organizó su huida de Viena cuando los nazis anexaron Austria. Le consiguió los permisos, le pagó el rescate exigido, y estuvo presente hasta el último día. Fue ella quien escribió: “Estar con Freud era saber que la muerte rondaba, pero que había que seguir hablando. Él nos enseñó que acompañar no es aliviar el peso del otro, sino caminar junto a él sin apartar la mirada» (Freud y su mundo, 1951).

También su hija Anna fue presencia constante, sostén firme y discreto. Lo cuidó con una entrega silenciosa, protegiendo al padre sin suprimir al maestro. Freud nunca se dejó reducir a un paciente: su sufrimiento no le robó la voz. Y quienes lo acompañaron supieron respetar eso. Acompañar a alguien que se va desgastando es un acto que exige respeto. No todos están hechos para ello. Requiere una mezcla extraña de ternura y fortaleza. De saber estar ahí sin decir demasiado. De aprender que el silencio —cuando es presencia verdadera— puede ser más profundo que cualquier consuelo. A veces no hay nada que decir. Sólo estar. Y eso basta.

Una última dignidad

Freud murió el 23 de septiembre de 1939, en Londres, tras pedir a su médico de confianza, el doctor Max Schur, que pusiera fin a su sufrimiento. No lo hizo en un acto impulsivo, sino con la misma serenidad con la que durante años había habitado su enfermedad. Schur cuenta en sus memorias que Freud le dijo: “Ahora no tiene ningún sentido. Ya no es soportable. Hágalo, y no me haga esperar más” (Freud: Living and Dying, 1972). Tras la administración de morfina, Freud entró en un sueño profundo. Murió como había vivido los últimos años: sin alarde, sin escándalo, con una dignidad que no buscaba ser ejemplar, pero que lo fue.

En una carta posterior, Schur escribe: “No quiso morir con dramatismo, sino con sobriedad. Lo único que le preocupaba era no perder la conciencia del mundo. Y al final, se fue sin hacer ruido, como un sabio que ya no necesita decir nada más». Esa es quizá la última enseñanza de Freud: que incluso al borde de la muerte, la lucidez puede ser un acto de amor. Que no es necesario renunciar a uno mismo para aceptar el final. Que hay una forma de morir que no es rendición, sino fidelidad a lo que se ha sido. Su funeral fue discreto, con pocas palabras, y una urna que lleva grabado un verso griego antiguo: “He aquí el hombre que logró conocerse a sí mismo”. No hay mayor epitafio.

Reflexión final

Sigmund Freud no fue un mártir, ni un santo, ni un héroe. Fue un hombre que convivió con el dolor sin convertirlo en espectáculo. Y eso, en estos tiempos de exhibicionismo emocional, es profundamente admirable. Su enfermedad no lo definió, pero sí reveló algo de lo más hondo de su ser: su fidelidad al pensamiento, su capacidad de soportar sin dramatismo, su respeto por los límites. En un mundo que suele temer la fragilidad o esconderla, él la habitó con entereza. Cada enfermo merece ser mirado así: no como una carga, ni como una historia trágica, sino como alguien que sigue siendo, aún en su deterioro, digno de amor, de respeto, de presencia.

Y tú, lector, ¿a quién estás acompañando?, ¿cómo habitas tu propio dolor?, ¿de qué forma te permites estar ahí —junto al otro o junto a ti mismo— sin negar lo que duele y sin rendirte a ello? Ojalá que este encuentro no sea sólo una lectura, sino una presencia. Un pequeño acto de compañía en medio del dolor, como ese silencio compartido que, a veces, dice mucho más que cualquier palabra.


Si te gustó esta reflexión, puedes suscribirte gratuitamente al blog para recibir notificaciones por correo cada vez que haya una nueva entrada. Y si quieres escribirme, puedes hacerlo desde la pestaña “Contacto”. También me puedes seguir en Instagram: @hchp1.

El duelo de C.S. Lewis

«El duelo es como una larga avenida, por la que uno se arrastra, en la que cada recodo parece prometer la salida… y no lo es».
— C.S. Lewis

Queridos(as) lectores(as):

La vez pasada tuvimos la oportunidad de abordar El problema del dolor (1940) de C.S. Lewis, por lo que me parece conveniente darle su debida continuación. Cuando un ser amado muere, no muere sólo él, sólo ella. Algo en nosotros también se derrumba, se rompe, se desordena. En Una pena en observación (1961), C.S. Lewis no intenta entender el dolor desde el intelecto, sino desde la herida misma. Ya no es el pensador que nos hablaba del «el problema del dolor» como categoría teológica o lógica; es un hombre con el alma en carne viva, escribiendo desde el silencio y la confusión que siguen a la muerte de su esposa, Joy.

Este encuentro es una continuación natural de la anterior. Pero ya no estamos en el terreno de las ideas: aquí nos adentramos en un testimonio desgarrador. Y quizás, al compartirlo, podamos ofrecer un poco de compañía a quienes también atraviesan alguna pena —grande o pequeña— que les ha dejado sin palabras. Vamos a recorrer juntos esas páginas, no como quien analiza un texto, sino como quien acompaña un lamento. Como quien se sienta al lado de alguien que llora, sin querer explicarlo todo… pero sin irse.

La pérdida concreta

Cuando Joy Davidman murió en 1960, C.S. Lewis no perdió simplemente a una esposa: perdió una compañera espiritual, una interlocutora aguda, una presencia que había devuelto calor a su vida adulta. Lewis había vivido muchos años en una especie de celibato voluntario, intelectual y afectivo, y fue recién en la madurez que se permitió el amor. Por eso la pérdida de Joy fue, en cierto modo, la pérdida de una vida que recién empezaba. Una pena en observación no es un tratado, sino un cuaderno de duelo. Lo escribió en pequeños fragmentos, casi como anotaciones entre sollozos. Lo publicó originalmente bajo seudónimo, “N.W. Clerk”, para protegerse del escrutinio público. Y lo que escribió es duro, honesto, incómodo: “No estoy en peligro de dejar de creer en Dios”, confiesa, “el verdadero peligro es creer cosas horribles de Él”. Lewis no intenta idealizar a Joy ni convertir su historia en consuelo fácil. Lo que hace es mostrar, sin filtros, cómo el dolor real desarma incluso las certezas más nobles. El hombre que había defendido la existencia de un Dios bueno y justo ahora dudaba, no de su existencia, sino de su bondad. Su testimonio es valiente porque no teme contradecirse. Su fe, dice, se tambalea no porque Dios no exista, sino porque el rostro de ese Dios parece haber desaparecido por completo.

Esto no es raro en quienes hemos perdido a alguien. Hay días en que el dolor es tan agudo que Dios parece sordo, mudo, ausente. Lewis, con palabras sencillas pero profundas, pone en texto ese sinsentido. No hace falta que el lector haya vivido exactamente lo mismo; el modo en que lo dice es suficiente para despertar una resonancia interior. El duelo, nos dice, no es lineal. No es una bajada progresiva hacia la aceptación. Es una especie de espiral, en la que el mismo dolor vuelve, pero diferente. Lewis encuentra que, al intentar recordar a su esposa, muchas veces sólo consigue una imagen vacía. “¿Dónde está?”, se pregunta. ¿En el cielo? ¿En su memoria? ¿En sus palabras escritas? ¿En la risa que ya no escucha? Y con esa pregunta comienza a hablar el alma herida. No el teólogo. No el apologista. El hombre.

El desmoronamiento de la imagen de Dios

Uno de los momentos más desoladores de Una pena en observación ocurre cuando Lewis, en medio del llanto, escribe: “Ve a Dios y lo que encuentras es una puerta que se cierra con golpe y se tranca por dentro”. No es una frase ligera. Para quien ha dedicado su vida a escribir sobre la fe, el cristianismo y la razón, confesar algo así es casi un escándalo… y sin embargo, es profundamente cristiano. Lo que Lewis experimenta es la noche oscura del alma. Pero a diferencia de San Juan de la Cruz o Santa Teresa, no la vive desde una práctica mística, sino desde una intimidad desgarrada. No duda de Dios como teoría, duda de Dios como consuelo. Le habla —como Job— desde la herida, desde la tierra húmeda con lágrimas, desde la indignación más legítima: ¿Por qué, si eres amor, no has impedido esto? Es notable cómo se desploma su imagen anterior de Dios. En El problema del dolor (1940), Lewis había sostenido que el sufrimiento era parte de un plan amoroso, un cincel que Dios utiliza para moldearnos. En Una pena en observación, ese cincel se ha vuelto puñal. Y aunque su razón sigue buscando sentido, su corazón grita como cualquiera: “Esto duele y no entiendo por qué”.

Pero ese colapso tiene un valor inmenso. Nos muestra que una fe auténtica no es la que nunca se tambalea, sino la que sobrevive incluso cuando ha sido zarandeada. Lewis no nos presenta a un creyente ideal, sino a uno real: contradictorio, enojado, triste, humano. Dice: “Cuando estás feliz, tan feliz que no sientes necesidad de Dios… si te acuerdas de Él, lo agradecerás. Pero acudes a Él como un último recurso, y lo que oyes es un portazo”. Hay creyentes que jamás se animan a decir esto en voz alta. Lewis sí. Y eso es lo que vuelve tan poderosa esta obra. No pretende dar respuestas —no las tiene—. En su lugar, ofrece compañía, lucidez y una vulnerabilidad que muchas veces nos salva más que mil sermones.

“Su ausencia es como el cielo, se extiende sobre todo”.
— C.S. Lewis, Una pena en observación (1961)

El lenguaje del dolor

Hay un momento en Una pena en observación en que Lewis admite no poder hablar. No porque no sepa qué decir, sino porque el dolor lo ha reducido a un balbuceo interior. “No hay nada que puedas hacer con el sufrimiento —dice—. No puedes compartirlo, ni siquiera describirlo. El verdadero dolor es mudo”. Y sin embargo, lo intenta. Una y otra vez, como quien palpa a oscuras buscando una forma de decir lo que duele. Y eso convierte su obra en un ejercicio lingüístico y existencial de primer orden: ¿cómo hablar de lo que por definición quiebra el lenguaje? El dolor, en Lewis, no tiene estructura ni gramática. Cambia de forma, se transforma, retrocede y vuelve a golpear. Es como un animal salvaje que se cuela en la casa y no deja nada intacto. En su intento por escribirlo, Lewis no ordena; registra. A veces con ternura, a veces con rabia, a veces con una fatiga tan profunda que las palabras apenas se sostienen.

Esto lo vuelve profundamente humano. Y profundamente literario. Lewis se permite contradecirse, y eso es parte del duelo: decir una cosa hoy y desmentirla mañana. Un día siente que Joy sigue viva en algún modo misterioso, y al siguiente teme que todo haya sido una ilusión. “El dolor insiste en ser atendido”, había dicho antes. Ahora, el dolor escribe por él. Como filósofo, pero sobre todo como psicoanalista, me conmueve observar este intento de ponerle nombre al abismo. Lewis no se escuda en frases hechas ni intenta “superar” su dolor. Lo deja vivir, lo mira a los ojos, se deja afectar. Lo escribe. Y al hacerlo, sin quererlo, nos enseña que a veces el único modo de soportar la pena es tratar —con torpeza, con miedo, con dignidad— de ponerla en palabras. Lo que muchos lectores encuentran en este texto no es un manual de duelo, sino una compañía. Un eco. Un espejo. Y eso basta.

De la oscuridad a la esperanza

En las primeras páginas de Una pena en observación, el tono de Lewis es tan sombrío que uno podría pensar que no hay salida posible. Pero conforme avanza, algo cambia. No es una recuperación triunfal ni una respuesta mágica. Es más bien un respiro. Una grieta por donde entra un poco de luz. No hay un momento exacto en el que Lewis diga “he sanado”. Lo que hay es un lento desplazamiento: del grito, al susurro; del caos, al murmullo de algo que empieza a sostenerse otra vez. Poco a poco, Joy ya no es sólo la ausencia que duele, sino también la presencia que amó. No desaparece el dolor, pero aparece una forma distinta de recordarla. “La muerte —escribe— no ha quitado nada de lo que realmente importaba de ella. La ha dejado fuera de mi alcance. Eso es todo”. Esa frase, tan simple y tan desgarradora, contiene una de las verdades más hondas del duelo: el amor no se borra con la muerte. Se transforma, se vuelve memoria, suspiro, plegaria. Y en ese espacio, Dios vuelve a asomarse, no como respuesta, sino como presencia. Lewis lo dice con humildad: “Tal vez mi idea de Dios era sólo una imagen… y ha tenido que romperse para que Dios pueda acercarse de verdad”.

Lo más conmovedor de esta parte es que Lewis no escribe desde la victoria, sino desde la fidelidad. La fe que vuelve no es la de antes, sino una más vulnerable, más delgada, pero también más real. Ya no se trata de entender a Dios, sino de seguir buscándolo incluso cuando duele. “Amar —nos recuerda— es estar expuesto. Y sufrir por amor no es fracaso: es señal de que fue verdadero». Para quienes están atravesando una pérdida, este libro no ofrece consuelo fácil. Pero sí ofrece verdad, y eso a veces consuela más que cualquier frase reconfortante. Lewis no promete que todo mejorará. Promete que no estás solo. Que otros también han gritado, dudado, llorado. Y que hay caminos, lentos pero ciertos, hacia una forma nueva de vivir con la ausencia.

Cuando el alma escribe con lágrimas

Escribir desde el dolor verdadero exige coraje. C.S. Lewis lo tuvo. En Una pena en observación no nos enseñó a superar la pena, sino a atravesarla sin negarla. Nos mostró que incluso los corazones creyentes tiemblan. Que incluso los sabios se quiebran. Y que incluso en la oscuridad, puede haber fidelidad. Quizá tú, lector o lectora, estés hoy atravesando una pérdida. O tal vez te duela algo que no puedes nombrar del todo. Si es así, este encuentro es para ti. No pretende explicarte nada, sólo decirte: no estás solo(a). La pena no es un error. Es la marca de haber amado. Y aunque parezca interminable, tiene un ritmo, una respiración, una manera de irse acomodando con el tiempo. A veces, lo más valiente que puedes hacer es simplemente seguir de pie, aunque sea temblando. Lewis lo hizo. Tú también puedes.


Si este texto te ha hablado al corazón, te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván. El blog es gratuito y puedes suscribirte para recibir las nuevas entradas por correo. También puedes escribirme directamente desde la pestaña Contacto si deseas compartir tu historia o simplemente decir «aquí estoy».

También me puedes seguir en Instagram: @hchp1, donde comparto reflexiones, fragmentos y acompañamientos desde lo humano y lo profundo.

Nos seguimos leyendo