Capricho disfrazado de consenso

“La peor esclavitud es aquella que no se reconoce como tal”.
— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay una frase que repito con frecuencia a mis alumnos y que hoy quiero traer hasta aquí: “Cuando en una pareja los dos ‘piensan igual’, en realidad uno está pensando por los dos». Y es que vivimos un tiempo extraño, lleno de discursos que hablan de acuerdos, consensos y decisiones compartidas, pero que esconden una trampa silenciosa: la imposición de un deseo individual disfrazado de voluntad común. No hay que ir tan lejos para verlo; basta con observar cómo ciertas relaciones —de pareja, amistad, familia, trabajo o incluso comunidad— funcionan bajo el régimen invisible de una sola cabeza. Una que dicta, persuade, sugiere y acomoda, mientras la otra sostiene la ficción del “estamos de acuerdo”. En el fondo, muchas personas no buscan un diálogo, sino un espejo; no buscan a un otro, sino a alguien que valide sin interrogar. El amor, la lealtad o el simple deseo de evitar tensiones se convierten en terreno fértil para que el capricho se convierta en ley y para que el individualismo salvaje se disfrace de “armonía”.

Hoy quiero reflexionar sobre esa forma contemporánea de egoísmo que no grita, que no golpea la mesa, pero que organiza la vida emocional de quienes la rodean. Este encuentro no es una denuncia moral, sino una invitación a mirar de frente la dinámica del pseudo-consenso. A reconocer cuándo cedemos por miedo y cuándo pedimos que otros cedan en nuestro nombre. A observar con claridad ese lugar donde la diferencia muere, y con ella, la posibilidad de un amor adulto y una convivencia justa.

El capricho moderno: una forma refinada de dominio

Vivimos en una época donde el capricho se ha convertido en virtud. La cultura de la inmediatez, el derecho a la comodidad y la idea de que el mundo debe adaptarse a nuestros estados de ánimo han creado sujetos profundamente convencidos de que su deseo es prioridad absoluta. Lo grave es que muchos ni siquiera lo reconocen como capricho: lo viven como autenticidad, como coherencia consigo mismos. El psicoanalista Donald Winnicott escribió alguna vez que “el verdadero self sólo puede aparecer cuando no se exige al niño que se adapte prematuramente” (Realidad y juego, 1971). Paradójicamente, hoy muchos adultos buscan que todos a su alrededor se adapten a ellos, como si la vida debiera protegerles de la frustración. El capricho moderno no es un berrinche estruendoso; es más sofisticado. Se expresa en frases como “no me gusta”, “me siento incómodo”, “creo que eso no va conmigo” o “si tú me quisieras, entenderías”. Es una forma de gobierno emocional que opera desde la suavidad. No ordena: sugestiona. No exige: insinúa. No impone: emocionaliza la decisión hasta que el otro prefiere ceder. Y una vez cedido, el capricho queda legitimado como acuerdo mutuo.

El problema no es buscar lo que uno quiere. Eso es humano y razonable. El problema es cuando esa voluntad individual se convierte en brújula universal, cuando el deseo de uno se presenta como el bienestar de todos. Ahí surge la trampa más peligrosa: disfrazar la conveniencia personal de armonía colectiva. Como escribió Hannah Arendt, “la persuasión puede ser más tiránica que la fuerza cuando elimina la posibilidad de disentir” (Entre el pasado y el futuro, 1961). Quizá por eso, en las relaciones actuales, muchos dicen creer en el diálogo, pero en realidad esperan que el otro entienda —sin que haya que explicarlo— que “lo mejor” es hacer lo que ellos necesitan. Es el triunfo silencioso del individualismo salvaje: creer que la vida se sostiene mientras todo el mundo piense igual que yo.

El pseudo-consenso: una ilusión que empobrece la relación

¿Qué ocurre cuando alguien dice “estamos de acuerdo” pero no lo está? Lo que ocurre es una renuncia subjetiva, una especie de autocensura afectiva que busca evitar conflicto. El sujeto sacrifica su pensamiento para preservar la relación, olvidando que ninguna relación sana exige ese precio. Como señaló Martin Buber: “Toda vida verdadera es encuentro” (Yo y Tú, 1923). Un encuentro implica dos miradas, no una sola replicada en el otro. El pseudo-consenso opera como un mecanismo de defensa: la persona teme el desacuerdo, teme molestar, teme perder la paz. Entonces dice “sí” para no enfrentar la posibilidad de la diferencia. Pero ese “sí” no construye intimidad; la destruye. Porque la intimidad real se basa en la capacidad de exponerse, de disentir, de revelar el pensamiento propio sin miedo a romper algo. Cuando eso se pierde, la relación se convierte en un teatro donde uno actúa y el otro aplaude.

En psicoanálisis, este fenómeno se reconoce como una modalidad de sumisión afectiva: el sujeto renuncia a su criterio para no desatar la frustración del otro. No es obediencia, es mantenimiento de la ficción: “Si yo no digo nada, todo estará bien”. Pero nada está bien. Lo que se mantiene no es la relación, sino la ilusión de que no hay tensiones. Y esa ilusión, tarde o temprano, cobra un precio emocional altísimo. La ilusión del consenso no sólo afecta a las parejas. Lo vemos en grupos de trabajo donde todos “piensan igual”, aunque nadie se atreva a decir lo contrario. Lo vemos en familias donde una opinión domina y los demás se pliegan. Lo vemos en amistades donde una persona siempre decide. Desde fuera, parece armonía; desde dentro, es silencio. Y como advertía Simone Weil, “el consentimiento real sólo es posible cuando también existe la posibilidad de negarse” (Espera de Dios, 1942).

“La mayoría de la gente no es consciente de su necesidad de obedecer; simplemente siente que seguir a la mayoría es lo correcto”.
— Erich Fromm, El miedo a la libertad (1941)

La sugestión emocional: cuando el deseo del otro ocupa mi lugar

Hay personas que no necesitan imponer nada; basta con que expresen un malestar, una incomodidad o un gesto de desagrado para que quienes las rodean se reorganicen alrededor de su sentir. El otro deja de pensar desde sí mismo y comienza a pensar desde el estado emocional ajeno. Ese es el terreno fértil donde crece la sugestión. El deseo del otro se vuelve brújula de la propia conducta. Sigmund Freud describió este fenómeno como “identificación con el ideal del objeto”, donde el yo renuncia a su criterio para conservar el amor del otro (Psicología de las masas y análisis del yo, 1921). No estamos ante una manipulación consciente, sino ante un lazo afectivo donde el temor a defraudar supera el deseo de ser uno mismo. El sujeto comienza a anticipar lo que el otro quiere, a preverlo, a evitarle molestias, a alinearse sin que se lo pidan. Y así, poco a poco, deja de existir como sujeto diferenciado.

Este tipo de relaciones son, en apariencia, tranquilas. No hay discusiones, no hay peleas, no hay tensiones abiertas. Pero el costo es brutal: el silencio interior del que cede. Ese silencio se llena de cansancio, resentimiento y tristeza, porque la persona empieza a vivir la vida del otro, no la propia. Y nadie puede sostener eso sin quebrarse. El problema con la sugestión emocional es que parece amor. Parece empatía. Parece sensibilidad. Pero no lo es. El amor invita a la diferencia; la sugestión la asfixia. La empatía abre espacio; la sugestión lo reduce. La sensibilidad escucha; la sugestión espera obediencia. Si no se nombra esta dinámica, puede convertirse en una forma de dependencia que destruye lentamente la subjetividad.

La comodidad del que impone: un poder que rara vez se reconoce

En toda relación donde uno piensa por dos, hay alguien que obtiene un beneficio: comodidad. La comodidad de no esforzarse en dialogar, de no tolerar la diferencia, de no revisar sus deseos, de no negociar. Esa comodidad es profundamente humana, pero también profundamente peligrosa. Emmanuel Levinas advirtió que “el egoísmo es la pereza del corazón” (Totalidad e infinito, 1961). Es más fácil pedir, exigir o insinuar que escuchar, comprender y renunciar. El que impone no siempre sabe que lo hace. Muchas veces lo interpreta como sensibilidad: “yo sólo dije que me incomoda”, “yo sólo expresé lo que siento”, “yo sólo pedí que me entiendas”. Pero detrás de esas frases puede esconderse una expectativa invisible: que el mundo —o la relación— se acomode alrededor de su necesidad. La psicología contemporánea lo llama centrado en sí: la incapacidad de considerar que el otro existe con pensamientos, ritmos y deseos propios.

El egoísmo moderno no es agresivo; es narcisista. Está convencido de que su postura es la más razonable, la más lógica, la más humana. Por eso suele sorprenderse cuando alguien se atreve a disentir: “¿pero por qué te molesta?”, “¿por qué te lo tomas personal?”, “¿qué tiene de malo hacerlo así?”. La sorpresa revela el punto ciego: la creencia de que sus decisiones son neutrales, universales, incluso moralmente superiores. Cuando el egoísmo se disfraza de buena voluntad, la relación queda atrapada en un espejismo: parece que ambos están de acuerdo, pero en realidad sólo uno está cómodo. El otro está cansado.

Recuperar la diferencia: condición para amar de verdad

La diferencia no es amenaza: es vínculo. Pensar distinto no rompe nada; rompe más fingir que se piensa igual. Si queremos construir relaciones adultas, profundas y verdaderas, necesitamos recuperar el derecho a disentir. Como escribió Søren Kierkegaard, “la desesperación más profunda es perderse a sí mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Y muchas personas se pierden intentando sostener relaciones donde no hay espacio para la propia voz. Recuperar la diferencia implica reconocer que el otro no está obligado a coincidir conmigo. Implica entender que amar no es exigir, sino escuchar. Implica aceptar que el desacuerdo no es sinónimo de conflicto, sino de humanidad. En análisis, uno de los trabajos más significativos es ayudar al paciente a recuperar su propio criterio, su propio deseo, su propia palabra, después de años de ceder para sostener un pseudo-consenso emocional.

La diferencia es el espacio donde las dos subjetividades se encuentran sin perderse. Es el territorio donde se puede hablar, negociar, disentir, reconciliarse. Sin diferencia, sólo hay fusión; y la fusión, aunque parezca romántica, es una forma de anulación. El sujeto se convierte en sombra del otro, en eco, en asistente emocional. Ninguna relación puede florecer ahí. Por eso, quizá, la frase inicial es más profunda de lo que parece: cuando dos “piensan igual”, alguien está renunciando a sí mismo. La tarea no es romper esas relaciones, sino transformarlas. Hacer espacio para la voz que no se ha escuchado, para el desacuerdo que nunca se ha permitido, para la subjetividad que ha esperado demasiado tiempo en silencio.

Reflexión final

Queridos(as) lectores(as), todos hemos sido alguno de los dos: el que cede demasiado o el que, sin darse cuenta, pide demasiado. Todos hemos participado del engaño del pseudo-consenso. Todos hemos tenido miedo de hablar o hemos disfrutado de que el otro calle. La pregunta importante no es “¿quién tiene la razón?”, sino: ¿qué verdad no se está diciendo en mi relación? ¿Dónde he pensado por dos? ¿Dónde he permitido que otro piense por mí?
¿En qué lugar de mi vida he confundido capricho con amor, comodidad con armonía, silencio con paz?
La diferencia no rompe. Lo que rompe es la renuncia interior. Que podamos recuperar nuestra voz y, desde ella, construir vínculos donde pensar juntos no sea pensar igual, sino pensar de verdad.

——————————————-

Si esta reflexión te hizo pensar en tus relaciones, te invito a: seguir el blog, dejar un comentario, escribirme por la página de Contacto, y seguirme en Instagram @hchp1, donde comparto reflexiones breves y contenido sobre psicoanálisis y vida cotidiana. Estoy contigo en este camino de pensarnos con mayor verdad.

Guía para lidiar con la incertidumbre

“El que no sabe hacia qué puerto navega, ningún viento le es favorable”.

— Séneca

Queridos(as) lectores(as):

La incertidumbre no es sólo un estado emocional; es una estructura del mundo. Nadie llega a la vida con un mapa completo ni con las instrucciones para sobrevivir al caos. Desde que somos niños, intuimos que algo es frágil, que nada está asegurado, que lo que amamos puede cambiar o perderse. Y sin embargo, también intuimos que hay una manera de vivir con ello sin destripar el alma.

Este encuentro es una invitación a mirar la incertidumbre de frente, no como un monstruo enemigo, sino como un viejo representante de la condición humana. Desde los filósofos griegos hasta los pensadores modernos, y desde la clínica psicoanalítica hasta nuestras experiencias cotidianas, aprender a vivir con lo incierto no es un lujo intelectual: es un acto de salud mental, espiritual y humana.

Aprender a mirar el mundo sin certezas

Los griegos antiguos lo sabían: la vida es inestable. Heráclito afirmaba: «Todo fluye, nada permanece» (Fragmentos, siglo V a.C.). Para él, lo incierto no era una amenaza sino la textura misma del ser. La sabiduría consistía, entonces, en moverse con el río, no en fosilizar el agua. Aristóteles retomó esta intuición desde otro ángulo. En la Ética a Nicómaco (ca. 340 a.C.), distingue entre el conocimiento teórico —cierto, estable— y la acción humana, siempre sujeta a lo imprevisible. Nadie puede tener certeza absoluta sobre decisiones que dependen de circunstancias cambiantes. La incertidumbre no es error: es la materia prima de la deliberación moral.

Los estoicos dieron otro paso. Para ellos, el mundo está lleno de eventos fuera de nuestro control, y el sufrimiento comienza cuando queremos dominar lo que no se deja dominar. Epicteto lo dijo con claridad quirúrgica: “Hay cosas que dependen de nosotros y cosas que no” (Enquiridión, siglo I). Saber distinguir ambas es la primera forma de libertad interior. Y finalmente, los romanos —más prácticos y teatrales— convirtieron la incertidumbre en disciplina espiritual. Séneca llamó a esto praemeditatio malorum, la anticipación sensata de los males posibles. No para vivir con miedo, sino para no colapsar cuando la vida sorprende. Los clásicos no eliminaron la incertidumbre. Pero nos enseñaron algo decisivo: la incertidumbre sólo destruye a quien cree que está exento de ella. Para los griegos y romanos, la serenidad no es certeza, es preparación interior.

Cuando la incertidumbre se vuelve existencial

San Agustín, mucho antes de Kierkegaard, entendió que la verdadera inseguridad no proviene del mundo, sino del interior. En Confesiones (397 d.C.) reconoce: «Me he convertido para mí mismo en una tierra difícil». La incertidumbre es existencial porque nace de no saber quién soy frente a Dios, frente a mí, frente al tiempo, frente al mundo. En él, la incertidumbre se vuelve una pregunta: ¿qué deseo?, ¿dónde se apoya mi corazón?, ¿qué permanece cuando todo se mueve? Con la modernidad llegó el sueño de control. Descartes busca una verdad indudable, una base firme para construir conocimiento. Pero incluso él comienza su proyecto aceptando que todo puede engañarnos. “Es prudente no confiar nunca en quienes nos han engañado una vez” (Meditaciones, 1641). La filosofía moderna nace de la sospecha. Y, aunque consigue su punto firme —el famoso Cogito—, lo que sigue está lejos de ser estable: el mundo, el cuerpo, el otro… todo sigue siendo incierto.

Kierkegaard es quien finalmente da nombre a lo que hoy sentimos. En El concepto de la angustia (1844) afirma: “La angustia es el vértigo de la libertad». La incertidumbre aparece ahí donde hay posibilidad. Sin incertidumbre, no habría elección; sin elección, no habría yo. Por eso Kierkegaard no propone vencer la incertidumbre, sino habitarla como condición de la fe, de la existencia y del riesgo de amar. Nietzsche empuja más lejos esta intuición. Si la vida es creación, entonces no puede estar asegurada. En La gaya ciencia (1882) escribe: “Tenemos que convertirnos en los poetas de nuestra vida”. Y ningún poeta vive con garantías. Para Nietzsche, sólo quien acepta el desorden puede crear sentido.

Velocidad, ansiedad y control

Hoy la incertidumbre no es metafísica: es cotidiana. Trabajo inestable, vínculos que se diluyen, noticias que nos sobresaturan, decisiones que parecen urgentes. La velocidad produce ansiedad porque no deja espacio para la elaboración interior. Zygmunt Bauman lo resume en un gesto: “La modernidad líquida no mantiene su forma por mucho tiempo” (2000). Vivimos obsesionados con los planes, los seguros, los pronósticos, los métodos infalibles. Pero cuanto más control queremos, más miedo sentimos. Byung-Chul Han lo diagnostica así: “La sociedad del rendimiento se agota a sí misma” (La sociedad del cansancio, 2010). El intento de tenerlo todo bajo control nos deja sin aire.

La incertidumbre no sólo se piensa: se siente. Aparece como insomnio, presión en el pecho, irritabilidad, ansiedad o cansancio crónico. El cuerpo se vuelve portavoz de lo que la mente intenta silenciar. Las redes sociales nos han acostumbrado a respuestas instantáneas. No sabemos esperar, no sabemos dudar, no sabemos estar sin saber. Y, paradójicamente, eso nos hace sentir más frágiles.

“La duda no es una condición agradable, pero la certeza es absurda«.
-Voltaire, carta a Federico II de Prusia (1767)

Psicoanálisis e incertidumbre

El psicoanálisis no promete respuestas claras ni soluciones rápidas. Lo dijo Freud: “Donde ello era, yo debo advenir” (Nuevas conferencias, 1933). El trabajo analítico no elimina el caos: permite que el yo se vuelva más capaz de soportarlo sin desmoronarse. La incertidumbre no desaparece: deja de aterrarnos. Winnicott, en Realidad y juego (1971), describe el espacio transicional: ese lugar entre lo interno y lo externo donde aprendemos a relacionarnos sin perder el sentido. En análisis, ese espacio permite que el paciente deje de actuar su angustia y comience a pensarla. La incertidumbre no se aplasta: se piensa, se elabora, se transforma.

Lacan dice en el Seminario 11 (1964): “El deseo es la falta de ser». La incertidumbre es el eco estructural de esa falta. No saber del todo quién soy, qué quiero o qué espera el otro no es un defecto: es la estructura que permite existir, desear, amar. Mucho de lo que somos opera fuera de la conciencia. La incertidumbre es también el signo de que el inconsciente está trabajando. En análisis, lo que parecía pura angustia comienza a organizarse en sentido.

Hacia una guía personal para vivir con la incertidumbre

1. Pensar lentamente lo que la vida quiere rápido

Haz pausas. Camina. Respira. Escribe. La incertidumbre se vuelve monstruo cuando no le damos palabras. Cada vez que nombras lo que temes, pierdes un poco menos de ti mismo.

2. Diferenciar lo controlable de lo incontrolable

Pregúntate:

  • ¿Esto depende de mí?
  • ¿Depende del tiempo?
  • ¿Depende del otro?
  • ¿Depende del azar?

Lo que depende de ti: actúa.
Lo que no depende de ti: acéptalo sin rendirte.

3. No decidas en crisis

La angustia exige movimiento, pero casi siempre hacia el error. Espera a que baje la ola. La incertidumbre se piensa en serenidad, no en tormenta.

4. Busca sostén: afectivo, clínico, espiritual

Nadie atraviesa lo incierto solo sin romperse. Tener un analista, un amigo, una comunidad o un espacio espiritual no es debilidad: es cordura.

Reflexión final

La incertidumbre no es un enemigo del que haya que defenderse. Es una forma de madurez. Nadie tiene la vida resuelta. Nadie sabe lo que pasará mañana. Y, sin embargo, aquí estamos: pensando, amando, eligiendo, caminando a tientas con la dignidad de quien sigue intentando. Te dejo una pregunta sencilla y brutal: ¿Qué parte de ti podrías dejar de controlar hoy, sólo para respirar mejor mañana?


Si esta reflexión te acompañó, te invito a compartirla, seguir el blog, dejar un comentario y encontrarme también en Instagram como @hchp1.

El miedo a necesitar: apego evitativo

“La capacidad de estar solo es una de las señales más importantes de madurez emocional»
— Donald W. Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que, aunque aman, se alejan cuando sienten que alguien empieza a acercarse demasiado. No lo hacen por desinterés ni por frialdad, sino por miedo. Miedo a ser vistos, miedo a que alguien cruce esa frontera que aprendieron a custodiar desde niños. En apariencia, son independientes y seguros; en el fondo, viven con una herida que dice: “si necesito, me abandonan».

El apego evitativo no nace del egoísmo, sino del intento de protegerse. Es la defensa psíquica de quien aprendió que depender era peligroso, que mostrar ternura era exponerse al rechazo. Y aunque anhelan cercanía, su cuerpo reacciona como si el amor fuera amenaza.

El origen del miedo

John Bowlby, psiquiatra y psicoanalista británico, explicó que el apego es un sistema emocional innato que busca garantizar la supervivencia a través del vínculo. Cuando las figuras parentales responden con indiferencia o frialdad, el niño aprende que expresar sus necesidades no tiene sentido. Así surge el apego evitativo: una aparente autosuficiencia que esconde una profunda desconfianza en el amor (Bowlby, “Attachment and Loss”, 1969). Mary Ainsworth, en su célebre experimento de la “situación extraña”, observó que los niños de apego evitativo no lloraban al separarse de sus madres, pero presentaban altos niveles de cortisol: fingían calma, pero estaban en alerta (Ainsworth et al., “Patterns of Attachment”, 1978). Desde entonces, asociaron la necesidad con el peligro.

El psicoanálisis amplió esta idea. Jacques Lacan escribió: “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Negar la necesidad del otro no nos hace libres, sino más solos. Es el niño que dejó de buscar el abrazo que nunca llegó, el adolescente que aprendió a no esperar, el adulto que dice “no necesito a nadie” cuando en realidad teme necesitar demasiado. En literatura, Oscar Wilde lo expresó con dramatismo en El retrato de Dorian Gray: un hombre que teme ser visto en su humanidad, que se esconde tras una imagen inalterable para evitar que alguien toque su verdad. La máscara protege, pero también aísla.

La coraza emocional

El adulto evitativo construye relaciones donde controla la distancia emocional. Ama, pero dosifica. Se muestra, pero no se entrega. Puede compartir risas, pensamientos y hasta proyectos, pero rara vez deja que alguien toque su vulnerabilidad. Prefiere la mente al cuerpo, la ironía a la confesión, la autosuficiencia al consuelo. Erich Fromm escribió: “El amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te necesito porque te amo» (El arte de amar, 1956). Para quien ha desarrollado apego evitativo, ambas frases resultan amenazantes: la primera implica dependencia; la segunda, entrega. Y ninguna parece segura.

En consulta, este patrón se traduce en frases como “me cuesta confiar”, “cuando me siento querido(a), me bloqueo”, o “me abruman las demostraciones de afecto”. Son defensas inconscientes frente a la posibilidad de perder el control. Su cuerpo se tensa ante el abrazo, su mente busca razones para huir. León Tolstói describió con precisión esta dinámica en Anna Karenina (1878): Vronsky ama, pero no soporta el peso de la intimidad. Se refugia en la acción, en el deber, en el movimiento. La cercanía le resulta insoportable porque lo obliga a verse a sí mismo. Así también el evitativo: huye no del otro, sino de la posibilidad de ser visto.

El enemigo más letal de quien padece apego evitativo es el no ponerlo en palabras. Sus acciones dan paso a malas interpretaciones del otro. Y el destino apunta a una dolorosa soledad.

Cuando amar se vuelve amenaza

El miedo a la intimidad suele confundirse con falta de interés, pero en realidad es un reflejo condicionado. Quien teme necesitar ha aprendido que el amor se pierde, y prefiere no arriesgar. Albert Camus lo dijo de forma bellísima: “El hombre teme ser devorado por lo que ama.” (El mito de Sísifo, 1942). Por eso, cuando alguien se acerca con ternura, el evitativo siente que pierde el aire. No soporta la dependencia emocional, pero tampoco la idea de ser rechazado. Entonces se distancia, cancela planes, calla, o se refugia en su trabajo. No sabe cómo quedarse, y en su huida confirma su miedo: “nadie permanece.”

Cuando el vínculo se da entre una persona de apego ansioso y otra evitativa, se genera una danza dolorosa: uno busca más, el otro se repliega. Uno teme el abandono, el otro teme la invasión. Son dos caras del mismo dolor: la dificultad de confiar. Amar implica libertad, pero también riesgo: el de ser amado sin garantías. El evitativo, sin embargo, no deja de amar. Ama a su modo: con prudencia, con miedo, con esperanza en secreto. En su silencio también hay ternura; sólo necesita tiempo para entender que el amor no destruye, sino que sostiene.

Sanar el desapego aprendido

Winnicott hablaba del “ambiente facilitador” como ese espacio en el que el sujeto puede ser sin miedo a ser herido (El proceso de maduración en el niño, 1965). En análisis, esa experiencia se vuelve posible: un vínculo donde la presencia del otro no exige ni invade, sino acompaña. Es el aprendizaje de que se puede estar cerca sin perderse. Sanar un apego evitativo no implica renunciar a la independencia, sino transformar la defensa en elección. Reaprender a quedarse. Sostener la mirada cuando el impulso es bajar los ojos. Decir “te necesito” sin sentir vergüenza. Reconocer que la vulnerabilidad no es un defecto, sino la condición del amor verdadero.

Un ejemplo lo encontramos en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë. Jane ama sin renunciar a su dignidad; se entrega, pero no se disuelve. Ha aprendido a confiar sin perder su libertad. Esa madurez emocional es lo que el evitativo anhela: poder estar con otro sin dejar de ser él mismo. El proceso es lento, pero posible. Requiere paciencia, humildad y vínculos sanos. Porque a veces el amor no cura de golpe: sólo se queda, y en ese quedarse, lentamente, sana.

Reflexión final

El apego evitativo es, en el fondo, una forma de decir: “No me dejes, pero no te acerques demasiado». Una contradicción que encierra el deseo más humano de todos: ser amado sin perderse. Pero sólo cuando uno se atreve a necesitar descubre que el amor no esclaviza, sino que libera. Rainer Maria Rilke escribió: “Amar es un alto empeño, pues exige que tú te formes también, que crezcas, que llegues a ser mundo para otro» (Cartas a un joven poeta, 1929). El amor no exige perfección, sino presencia. Y a veces, quedarse es el acto más valiente de todos.

—————————————————-

Si esta reflexión te resonó, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir nuevas entradas cada semana. También puedes escribirme desde la pestaña Contacto del blog o seguirme en Instagram: @hchp1.

Arthur Gordon Pym: en los límites de lo humano

“La narración de Arthur Gordon Pym es un viaje hacia lo desconocido, pero sobre todo hacia lo que en nosotros mismos permanece inaccesible»
— Charles Baudelaire

Queridos(as) lectores(as):

De todos los escritos de Edgar Allan Poe, La narración de Arthur Gordon Pym (1838) es, quizá, el más desconcertante. No se trata de un cuento breve, sino de su única novela larga: un relato de viaje, naufragio, hambre, violencia, canibalismo y misterio polar. A simple vista podría parecer una aventura marítima del siglo XIX, pero quienes han navegado por sus páginas saben que allí late algo mucho más profundo: el descenso al inconsciente humano y el terror de lo inexplicable. No es casual que escritores como Herman Melville, Julio Verne y Charles Baudelaire encontraran en este libro un enigma fascinante. Verne llegó a escribir La esfinge de los hielos (1897) como continuación de la novela inconclusa de Poe. Y Baudelaire, traductor apasionado del autor, reconocía que en este texto el mar no era sólo geografía, sino espejo de la psique.

Pym no es un héroe clásico: es un hombre enfrentado al hambre, al crimen, a la blancura aterradora del polo. Y el lector, atrapado en la narración, debe preguntarse: ¿qué límites somos capaces de cruzar cuando todo lo conocido se derrumba? La novela nos obliga a revisar nuestras propias expediciones vitales: ¿no emprendemos todos viajes que comienzan con entusiasmo y terminan enfrentándonos a lo que no queremos ver? En Pym, el lector encuentra la metáfora brutal de toda existencia: salir al mar abierto, sabiendo que no hay garantías de regreso.

El mar como inconsciente

Desde las primeras páginas, el océano aparece como fuerza desbordada. Poe lo describe con crudeza: “Las olas se elevaban como montañas y el barco parecía un juguete en medio de la tempestad” (Narración de Arthur Gordon Pym, 1838). El mar, inmenso y oscuro, no es un escenario romántico, sino un monstruo que traga y escupe vidas. Si Freud hablaba de lo inconsciente como una región “sin límites ni coordenadas fijas”, Pym lo experimenta en carne propia. Cada tempestad es la irrupción de lo indomable: lo que no se controla, lo que nunca termina de conocerse. El mar es el inconsciente colectivo y personal, con sus corrientes ocultas.

Herman Melville, en una carta a Evert Duyckinck (1851), reconocía que Poe “conocía bien el mar del alma, aunque jamás fuese capitán de navío”. Melville intuyó que, en Pym, el océano es metáfora: un viaje hacia la mente humana en sus momentos de fractura. No es casual que críticos modernos como Richard Kopley vean en la novela “un relato del hundimiento del yo en un mar que no es físico, sino psicológico” (Edgar Allan Poe and the Dupin Tradition, 1989). El mar de Poe no se limita al Atlántico: es el espejo de todas nuestras aguas internas, allí donde el timón se nos escapa.

El hambre, el canibalismo y la pulsión de muerte

Uno de los pasajes más perturbadores de la novela es el sorteo macabro para decidir quién morirá y servirá de alimento a los demás. Poe lo narra sin adornos: “Nos miramos los unos a los otros, con los labios secos y los ojos vidriosos, hasta que uno fue señalado por la suerte”. Aquí no hay espectros góticos ni castillos derruidos: el horror es la necesidad. El hambre reduce al hombre a lo más primitivo: devorar al semejante para sobrevivir. Freud, en Más allá del principio del placer (1920), señala que la vida se sostiene paradójicamente en una pulsión que tiende hacia la destrucción. El episodio del canibalismo lo encarna de manera brutal: la vida de unos sólo es posible con la muerte de otro.

Jorge Luis Borges, gran lector de Poe, decía en su conferencia sobre “El cuento policial” (1951) que Arthur Gordon Pym era “el libro más terrible” de su autor, no por los fantasmas, sino porque enfrentaba al lector con lo que todos llevamos dentro: la violencia como recurso último. Como ha señalado el crítico Scott Peeples en The Afterlife of Edgar Allan Poe (2004), “el canibalismo en Pym es menos un hecho de supervivencia que una metáfora del sacrificio inevitable que exige la vida moderna: siempre alguien paga el precio por la subsistencia de otros». Poe transforma el hambre en una alegoría universal.

La blancura y lo enigmático

El final de la novela es quizá uno de los más misteriosos de toda la literatura. Pym se interna en el Polo Sur y se encuentra con una figura blanca gigantesca que lo envuelve en su manto: “Y entonces, de la niebla surgió una blancura sin forma definida, más vasta que todo lo que habíamos visto jamás” (Narración de Arthur Gordon Pym, 1838). La narración se corta abruptamente, dejando al lector en suspenso. La crítica ha discutido durante siglos qué significa esa blancura. Melville la transformará en el símbolo de la ballena de Moby-Dick. Para algunos, representa lo divino; para otros, la nada. Poe nos entrega un enigma sin resolver.

Jules Verne afirmaba en Edgar Poe y sus obras (1864): “Poe nos deja ante el abismo de la blancura, allí donde termina el mundo y empieza lo desconocido». La blancura no es pureza: es lo indescifrable, lo que aterra porque no se puede nombrar. El crítico John Carlos Rowe, en Through the Custom-House: Nineteenth-Century American Fiction and Modern Theory (1982), añade: “La blancura en Poe no revela, sino que borra. Es una figura del límite donde el lenguaje fracasa». Quizá por eso el lector, más que respuestas, recibe un silencio: un vacío que lo obliga a contemplar lo inexplicable.

“Las olas se elevaban como montañas, y nuestro navío parecía un espectro arrojado de un lado a otro por una voluntad invisible»
(La narración de Arthur Gordon Pym).

Cultura y barbarie en el viaje

La novela también confronta a Pym con pueblos desconocidos, descritos desde la visión colonial de su época. Sin embargo, lo más terrible no está en “los otros”, sino en lo que los propios marineros hacen entre sí: motines, engaños, asesinatos. La barbarie no viene de fuera, sino que brota dentro del grupo civilizado. En Dialéctica de la Ilustración (1944), Adorno y Horkheimer señalan: “La cultura que se cree liberadora siempre guarda en sí la semilla de la barbarie». Poe lo mostró un siglo antes: en alta mar, sin leyes ni instituciones, el barniz de civilización se agrieta y la violencia se impone.

Baudelaire lo había intuido ya en su prólogo a las Historias extraordinarias: “Poe comprendió que el horror no es un accidente, sino la verdad que late en toda sociedad». Esa es la fuerza de Arthur Gordon Pym: mostrarnos que no necesitamos monstruos externos para hundirnos en el terror. El crítico Toni Morrison, en su ensayo Playing in the Dark (1992), rescató este aspecto de Poe al señalar cómo el “otro” racial en la literatura estadounidense es usado como proyección de miedos internos. En Pym, la otredad sirve de espejo: no descubrimos nuevos pueblos, sino nuestra propia violencia reflejada.

El terror de lo abierto

A diferencia de otros textos de Poe, esta novela no concluye de manera cerrada. No hay explicación, no hay resolución: el relato se interrumpe en el clímax. El lector queda suspendido, atrapado en la incertidumbre. Ese silencio final es, quizá, lo más aterrador de todo. Maurice Blanchot escribió en El espacio literario (1955): “La literatura verdadera no da respuestas, sino que abre un espacio donde el lector queda expuesto al enigma». Arthur Gordon Pym hace exactamente eso: nos expone al enigma de lo incomprensible, nos obliga a aceptar que el terror puede ser lo inacabado.

Y así llegamos a la pregunta esencial: ¿podemos vivir sin explicación? ¿Aceptamos que haya experiencias humanas que nunca podremos comprender del todo? Poe, con su final en blanco, nos invita a convivir con esa falta de sentido. Y tal vez allí esté el verdadero abismo. Como subrayó Harold Bloom en Genius (2002), “Pym es la narración más perturbadora de Poe porque se niega a concluir. Nos entrega al vacío y nos deja allí». El terror último, entonces, no es morir en el mar, ni devorar al prójimo, ni enfrentar al otro: es quedar suspendidos en un relato que no termina.

Reflexión final

Leer La narración de Arthur Gordon Pym es lanzarse a un viaje donde el verdadero monstruo no está en el océano, sino en el interior del hombre. Poe nos confronta con el hambre, la violencia, lo reprimido y lo inexplicable. Nos recuerda que el terror no es siempre un castillo en ruinas, sino un mar abierto que no se deja abarcar. Queridos(as) lectores(as), ¿se atreverían ustedes a seguir a Pym hasta el borde mismo de lo comprensible? ¿A mirar de frente esa blancura donde se confunde lo divino, lo vacío y lo absoluto?

¿Qué piensan ustedes? ¿Creen que el terror más grande es el de un monstruo externo, o el del enigma que nunca se resuelve?

—————————————–

Si esta reflexión les movió algo, los invito a seguir Crónicas del Diván (es gratuito y cada entrada llega directo a su correo). También pueden acompañarme en Instagram: @hchp1.

Peter Pan y el miedo a la adultez

«Todos los niños, menos uno, crecen”.

-J. M. Barrie (Peter Pan)

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que se nos quedan grabadas en la memoria. Una de ellas es la que abre la novela de J. M. Barrie sobre Peter Pan: todos los niños crecen… salvo él. ¿Qué sucede cuando esa fantasía se convierte en programa de vida? ¿Qué pasa cuando alguien se aferra al capricho de no crecer, de no asumir responsabilidades, de prolongar eternamente el juego, pero con cuerpo de adulto? En 1983, el psicólogo Dan Kiley publicó The Peter Pan Syndrome: Men Who Have Never Grown Up. No hablaba de un diagnóstico clínico reconocido, sino de un patrón: adultos que huyen del compromiso, que se escudan en la inmadurez y que viven como si el tiempo no tuviera consecuencias. Es decir, hombres y mujeres que parecen congelados en la adolescencia.

La cultura contemporánea los celebra con eufemismos: “espíritu joven”, “mente abierta”, “rebelde”. Pero detrás de esas máscaras, muchas veces se esconde miedo, parálisis, incapacidad de enfrentar la pérdida y la finitud. Porque crecer no es sólo cumplir años: es aceptar el peso de la vida. En esta entrada recorreremos el mito literario, el concepto psicológico, sus manifestaciones en la sociedad actual y lo que revela desde el psicoanálisis. Al final, la pregunta es inevitable: ¿cuánto de Peter Pan habita en cada uno de nosotros?

Orígenes y definición

El cuento de Peter Pan, escrito por J. M. Barrie a inicios del siglo XX, hablaba de un niño que se niega a crecer y vive en Nunca Jamás, rodeado de hadas, piratas y juegos eternos. En el cuento original no todo es encantador: Peter es cruel, egoísta y vive aislado de cualquier vínculo real. Ya en Barrie hay una advertencia: la infancia eterna puede ser una condena. Lo siento, no todo es bonito como Disney nos ha querido hacerlo ver. Dan Kiley tomó esta figura y la llevó a la Psicología. En su libro de 1983 definió el síndrome como “un patrón de hombres inmaduros, irresponsables y dependientes, que buscan constantemente que alguien más se haga cargo de ellos” (The Peter Pan Syndrome, 1983). Aunque no es una categoría clínica en manuales como el DSM, la expresión ha calado en el lenguaje cotidiano.

La UNAM ha señalado que más que un trastorno, se trata de una forma de inmadurez emocional, asociada a dificultades en la crianza, sobreprotección o miedo al fracaso (Boletín DGCS, UNAM, 2011). Es decir, no se nace Peter Pan: se fabrica en dinámicas familiares y culturales que premian la evasión. Lo inquietante no es que exista el fenómeno, sino que cada vez parece más frecuente. La sociedad ha pasado de exigir responsabilidad temprana a fomentar adolescencias extendidas. El mito se hizo hábito: ya no hablamos de niños perdidos en Nunca Jamás, sino de adultos perdidos en la vida real.

Manifestaciones actuales

En la sociedad actual, el síndrome de Peter Pan se reconoce en gestos concretos: miedo al compromiso amoroso, incapacidad de sostener un trabajo estable, evasión de decisiones a largo plazo, búsqueda constante de gratificación inmediata. El adulto-niño se paraliza ante cualquier cosa que implique renuncia o sacrificio. Las relaciones afectivas son terreno fértil. El Peter Pan contemporáneo promete amor eterno pero desaparece ante la primera dificultad. Rechaza formar familia o se involucra superficialmente, esperando siempre que “otro” sea quien cargue con las responsabilidades. En el fondo, la pareja se convierte en madre sustituta o en cómplice de juegos.

El consumo también refleja este patrón. La industria del entretenimiento y de la tecnología alimenta la ilusión de eterna juventud: videojuegos, gadgets, fiestas interminables, viajes sin responsabilidad. No hay nada malo en disfrutar de esas experiencias, pero cuando se convierten en modo de vida exclusivo, lo que se busca es anestesia contra la realidad. El resultado es un adulto que envejece sin crecer. Y eso es lo más aterrador: el cuerpo se arruga, pero la psique sigue jugando al escondite. El reloj biológico avanza; la madurez emocional, no.

El adulto que se rehúsa a crecer termina viviendo bajo la sombra de un mundo que siempre le resultará demasiado grande.

Psicoanálisis: el miedo a crecer

El psicoanálisis nos ofrece una clave para entender este fenómeno. Crecer implica aceptar la castración simbólica: reconocer que no somos omnipotentes, que hay límites, que no todo deseo puede cumplirse. El síndrome de Peter Pan es, en última instancia, una negativa neurótica a aceptar esa pérdida. Sigmund Freud ya lo advertía: “La vida de los hombres está dominada por la necesidad de renunciar a los deseos infantiles” (El malestar en la cultura, 1930). El adulto que se niega a crecer no soporta esa renuncia: prefiere vivir en la ilusión de que todo sigue siendo posible.

Jacques Lacan lo tradujo en términos de deseo: el niño cree que puede colmar la falta, pero el adulto debe aprender que el vacío nunca se llena del todo. Quien no atraviesa ese umbral queda atrapado en una infancia perpetua, presa de caprichos. El miedo a crecer es, en realidad, miedo a morir. Porque madurar es enfrentar la finitud: aceptar que cada decisión cierra caminos, que cada compromiso marca un destino. El Peter Pan adulto es un fugitivo de esa verdad.

Cultura y sociedad: el eterno adolescente

Vivimos en una cultura que alimenta el síndrome. La publicidad exalta cuerpos jóvenes, el culto fitness promete juventud prolongada, los filtros digitales borran arrugas. El mandato social es claro: no envejezcas nunca. En ese marco, la adultez ya no es aspiración, sino amenaza. Yuval Noah Harari lo advierte: la obsesión contemporánea con prolongar la vida y desafiar la muerte es un síntoma del miedo colectivo a la finitud (Homo Deus, 2015). No se trata sólo de medicina, sino de ideología: el tiempo debe ser negado.

El mercado alimenta la fantasía. Desde cremas “anti-aging” hasta series donde los protagonistas viven eternamente jóvenes, todo nos susurra lo mismo: crecer es fracasar. El Peter Pan contemporáneo no vive en Nunca Jamás, sino en Instagram. Pero la paradoja es cruel: cuanto más intentamos borrar la vejez, más miedo nos produce. La negación no elimina el paso del tiempo: lo vuelve un enemigo constante, una sombra que acecha en cada espejo.

Reflexión final

El síndrome de Peter Pan no es un trastorno clínico en manuales, pero sí un síntoma de época. Habla de una sociedad que glorifica la juventud y demoniza la madurez. Y de adultos que, incapaces de enfrentar la pérdida, prefieren la anestesia de la inmadurez. Crecer duele porque implica renunciar. Pero también libera: sólo quien asume el tiempo puede habitar su vida con plenitud. Peter Pan se quedó en Nunca Jamás, pero al costo de no amar, no envejecer y no morir: una eternidad vacía. Querido(a) lector(a), piensa: ¿qué es más aterrador, envejecer y morir habiendo vivido, o permanecer joven eternamente sin haber existido de verdad? El espejo te devuelve una respuesta cada mañana.

————————————–

Si esta entrada te conmovió, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada publicación en tu correo. También puedes escribirme desde la pestaña “Contacto”: siempre será un gusto leerte. Y si quieres más reflexiones y fragmentos, me encuentras en Instagram: @hchp1.

El terror de mirarse al espejo: el Doppelgänger

“En verdad, soy yo mismo, idéntico en todo a mi doble. Y sin embargo, siempre lo odié como jamás odié a hombre alguno».

-Edgar Allan Poe (William Wilson)

Queridos(as) lectores(as):

Octubre no sólo trae consigo espectros y casas embrujadas. También nos recuerda un miedo más íntimo: el de encontrarnos frente a nosotros mismos, pero no en el reflejo inocuo del espejo, sino en la figura de un otro idéntico que respira, camina y decide por su cuenta. Ese es el mito del Doppelgänger, palabra alemana que significa “doble andante”. La superstición afirma que ver a tu doble es presagio de desgracia o incluso de muerte. No es un fantasma ajeno, no es un monstruo oculto en la oscuridad, sino una copia exacta de ti, destinada a arrebatarte tu vida o tu lugar en el mundo. El enemigo no llega del exterior: brota de tu propia sombra.

En este encuentro recorreremos los distintos rostros de este mito inquietante. Nos sumergiremos en el folclore europeo, en la literatura universal (Poe, Dostoievski, Stevenson, Borges), en el psicoanálisis que lo interpreta como retorno de lo reprimido y en la psiquiatría, que ha documentado clínicamente el fenómeno de los dobles. El Doppelgänger es, quizá, la metáfora más precisa de lo siniestro: lo familiar vuelto extraño, lo cercano transformado en amenaza. Tal vez lo más terrible no sea encontrarse con un espectro, sino con una copia de uno mismo que se atreve a vivir mejor tu vida.

El mito y el folclore

En el folclore germánico, el Doppelgänger aparece como figura ominosa: ver al propio doble significaba la inminencia de la muerte. El doble no era protector, sino verdugo. Se decía que acompañaba en silencio, como sombra tangible, y que una vez aparecía, nada podía revertir la desgracia. Otros pueblos también desarrollaron supersticiones similares. En Escandinavia, existía la figura del vardøger: un espíritu que se manifiesta ante que la persona real, repitiendo sus acciones. En Irlanda, el fetch cumplía un rol semejante: su presencia anunciaba la muerte próxima de aquel a quien imitaba.

La fascinación por el doble tiene raíces antropológicas. Desde la antigüedad, el reflejo en el agua o en un espejo era motivo de temor. Si el reflejo persistía demasiado, podía interpretarse como que el alma estaba atrapada. El doble, entonces, es la evidencia de que la identidad nunca es tan sólida como creemos. El miedo radica en la inversión: aquello que debería garantizar nuestra unicidad —el rostro, la voz, la forma de caminar— se convierte en réplica. Y con esa réplica, en amenaza. ¿Cómo defenderse de alguien que no es otro, sino tú mismo(a)?

El Doppelgänger en la literatura

Edgar Allan Poe exploró magistralmente el tema en William Wilson (1839). El protagonista es perseguido desde su infancia por un doble idéntico que lo corrige, lo delata y, al final, lo destruye. El cuento concluye con una confesión aterradora: “Maté a mi doble, pero al hacerlo descubrí que me había asesinado a mí mismo” (William Wilson, 1839). En Rusia, Fiódor Dostoievski escribió El Doble (1846), donde el funcionario Goliadkin sufre la irrupción de un homónimo que ocupa su puesto y destruye su reputación. Allí el doble no es castigo moral, sino delirio burocrático: una pesadilla kafkiana antes de Kafka.

Robert Louis Stevenson, con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), llevó el mito a lo fisiológico: el doble es la materialización del mal reprimido en la respetabilidad victoriana. Aquí, el Doppelgänger no aparece como otro idéntico, sino como escisión del yo. Jorge Luis Borges también rozó el abismo de los dobles en textos como El otro (1972), donde se encuentra consigo mismo siendo joven. Borges advertía: “El espejo inquieta porque multiplica al hombre” (El Aleph, 1949). La literatura del doble siempre nos devuelve al mismo punto: ¿qué pasa si no somos uno, sino dos… o más?

Cuando el espejo deja de imitarte y comienza a crear su propia voluntad. El rostro que ves podría no ser ya el tuyo.

El retorno de lo reprimido

Sigmund Freud, en Lo siniestro (Das Unheimliche, 1919), explicó que el terror del doble surge cuando algo familiar se vuelve extraño. El reflejo, el eco, la sombra: todos son fenómenos cotidianos, pero si se independizan, se convierten en fuentes de angustia. El Doppelgänger encarna ese retorno de lo que debería permanecer oculto. Freud asociaba el doble a los mecanismos de defensa del yo: desdoblamientos que permiten proyectar lo inaceptable en otra figura. El doble es lo reprimido que insiste, una máscara que delata lo que intentamos negar.

Jacques Lacan añadió otra lectura desde el Estadio del espejo (1936). El yo nace al reconocerse en la imagen, pero ese reconocimiento es también alienación. El doble no es enemigo externo: es constitutivo. Vivimos siempre siendo otro para nosotros mismos. El Doppelgänger es, entonces, el recordatorio de esa falla originaria. El psicoanálisis revela así que el terror del doble no es fantasía gótica, sino experiencia íntima: todos, en algún momento, sentimos que no somos del todo “uno”. Que otra parte de nosotros respira aparte, decide distinto, se escapa en sueños y síntomas.

Psiquiatría y neurología

El mito encontró su correlato en la clínica psiquiátrica. Existe el Síndrome de Fregoli, en el que el paciente cree que distintas personas son en realidad un mismo individuo disfrazado. Y, de manera más directa, el síndrome del doble subjetivo, donde el sujeto está convencido de que un clon suyo vive otra vida paralela. Estos trastornos han sido vinculados a lesiones en el lóbulo temporal derecho y a episodios psicóticos. El neurólogo V. S. Ramachandran documentó casos en los que las conexiones entre visión y reconocimiento emocional fallan, produciendo una alienación radical: el paciente ve a alguien idéntico a sí mismo y lo percibe como otro (Phantoms in the Brain, 1998).

La psiquiatría confirma lo que el folclore intuía: el doble no es sólo invención literaria, sino síntoma de fracturas reales en la percepción del yo. Lo perturbador no es que existan “fantasmas”, sino que el cerebro humano puede fabricar la sensación de estar duplicado. En estos casos clínicos se repite el mismo terror que en las leyendas: el doble aparece autónomo, hostil, invasivo. El paciente no lo controla. Y ese despojo de sí mismo resulta más devastador que cualquier monstruo externo.

Reflexión final

El Doppelgänger nos enfrenta al miedo más íntimo: el de no ser únicos. Nos revela que la identidad no es roca, sino agua. Y que bajo ciertas circunstancias —ya sea un delirio, un espejo, un cuento o un sueño— podemos encontrarnos con un yo que no controlamos. No es casual que, en el folclore, el doble anuncie la muerte. Porque morir es justamente eso: ver que el mundo seguirá existiendo… sin nosotros. El doble anticipa ese vacío: otro ocupará mi lugar, aunque sea mi sombra.

La literatura, el psicoanálisis y la psiquiatría coinciden en lo mismo: el doble siempre retorna. Lo negado, lo reprimido, lo incompleto, se proyecta en esa figura que camina a nuestro lado. Querido(a) lector(a), pregúntate: ¿qué harías si mañana, al entrar en casa, encontraras a tu otro yo ya sentado en tu sillón, sonriéndote con tu propia voz?

————————————

Si esta reflexión te inquietó, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada entrada en tu correo. También puedes escribirme desde la pestaña “Contacto”: siempre será un gusto conversar contigo. Y si quieres más fragmentos e ideas, me encuentras en Instagram: @hchp1.

Crónica de muerte: la peste negra

“Era tal el espanto que el hermano huía del hermano, el tío del sobrino, la hermana del hermano, y muchas veces la mujer del marido”

-Giovanni Boccaccio

Queridos(as) lectores(as):

Octubre nos invita a mirar de frente aquello que más queremos evitar: la peste, la podredumbre, la cercanía de la muerte como si fuera un aliento constante en la nuca. Y pocas veces en la Historia ese aliento fue tan insoportable como en el siglo XIV, cuando la Peste Negra (1346-1353, 1629-1631 y 1665-1666) arrasó Europa y convirtió aldeas enteras en cementerios. No hablamos aquí de un simple brote, sino de una catástrofe civilizatoria. La enfermedad avanzaba más rápido que cualquier ejército: barcos que llegaban a puerto cargaban especias… y cadáveres. Ciudades que ayer eran bulliciosas amanecían al día siguiente con campanas doblando, con entierros improvisados en fosas comunes. El miedo se hizo atmósfera, más real que el aire mismo.

La peste no fue sólo un hecho médico, sino un espejo deformante del alma humana. Desnudó la fragilidad de la religión, la ignorancia de la medicina, la violencia escondida en el odio hacia los otros. Cada familia, cada casa, se convirtió en un escenario de desolación. Nadie estaba a salvo, ni los pobres ni los poderosos. Hoy, al revisitar esta tragedia, no lo hacemos sólo como arqueólogos de un espanto lejano, sino como testigos que aún cargan sus ecos. Porque lo que latía en esas calles infectadas —el miedo, la soledad, la búsqueda de sentido— sigue latente en nosotros. Y tal vez, al evocarlo, algo en nuestra piel recuerde lo frágil que es la vida.

El origen y los números del horror

El brote comenzó en Asia Central y viajó por las rutas comerciales hasta el puerto de Caffa, en Crimea, en 1346-7. Crónicas cuentan que los tártaros, sitiando la ciudad, lanzaban con catapultas los cadáveres infectados al interior de las murallas. Ese gesto de guerra biológica abrió una puerta imposible de cerrar. Los barcos genoveses que huyeron de allí llevaron el contagio a Constantinopla, Marsella, Génova, Pisa… y de ahí, al corazón de Europa. En sólo cuatro años, la peste se extendió de Sicilia a Escandinavia, de España a Inglaterra. Se calcula que murieron entre 25 y 50 millones de personas: un tercio, quizá la mitad de la población del continente. Las campanas de las iglesias no cesaban de sonar, hasta que hubo pueblos donde ya no quedaban campaneros.

Matteo Villani, cronista florentino, escribió: “No había quien enterrara a los muertos, porque el terror era tan grande que cada cual huía de los otros” (Crónica, 1353). Las fosas comunes se llenaban con cuerpos apilados uno encima de otro, sin nombre, sin duelo, sin oración. La muerte se volvió tan masiva que perdió su individualidad. Nadie lloraba demasiado, porque el siguiente en morir podía ser el que lloraba. El miedo, al ser compartido, dejó de consolar: se volvió un contagio invisible que transformaba el amor en distancia.

El miedo médico

La medicina de la época no sabía contra qué luchaba. Se hablaba de “miasmas”, de aires corrompidos que entraban por la nariz, o de la conjunción fatal de los planetas Saturno, Júpiter y Marte en 1345. Los médicos caminaban con túnicas largas, amuletos colgados al cuello, y recetas absurdas que mezclaban especias, sangre de animales o cuarzos pulverizados. Guy de Chauliac, cirujano papal en Aviñón, relató: “Me enfermé y sufrí terriblemente, pero por la gracia de Dios sobreviví” (Chirurgia Magna, 1363). Su supervivencia fue una excepción: la mayoría de médicos moría junto a los pacientes, o simplemente huía.

Anécdotas horribles abundan: familias que se encerraban juntas esperando sobrevivir, sólo para que la peste los consumiera a todos. Cuerpos abandonados en camas, pudriéndose mientras los vecinos tapiaban las puertas desde afuera. En ciudades como Florencia, se ofrecía dinero a criminales y mendigos para recoger cadáveres, pero hasta ellos desaparecían pronto. El miedo se convirtió en abandono. “El padre no cuidaba del hijo, ni el hermano del hermano” (Decamerón, 1353). El instinto de supervivencia se impuso sobre el amor. El terror desmanteló la idea misma de comunidad.

Religión, culpa y castigo

Para muchos, la peste era un castigo de Dios. Procesiones de flagelantes recorrían las ciudades, azotándose con látigos, cantando salmos, implorando perdón. La piel abierta, sangrante, era ofrecida como expiación pública. El espectáculo del dolor buscaba aplacar la furia divina. Pero cuando las oraciones no funcionaban, el miedo se transformaba en odio. Los judíos fueron acusados de envenenar pozos. En Estrasburgo, en 1349, dos mil fueron quemados vivos en una plaza. En otras ciudades se expulsó o ejecutó comunidades enteras. El terror necesitaba un rostro concreto al que culpar.

La Iglesia perdió autoridad. El Papa Clemente VI se encerró en Aviñón rodeado de hogueras, creyendo que el fuego purificaba el aire. Murieron obispos, monjes, curas. Y los fieles comenzaron a preguntarse: si la Iglesia no puede detener la peste, ¿de qué sirve su poder? Lo religioso no desapareció, pero se volvió más sombrío. Se multiplicaron imágenes del Juicio Final, visiones del infierno, relatos de demonios. Dios se volvió distante, y el diablo parecía estar en cada esquina.

“El triunfo de la Muerte”, Pieter Brueghel el Viejo (1562). Una visión apocalíptica donde esqueletos arrasan con todo rastro de vida: ciudades incendiadas, ejércitos derrotados, banquetes interrumpidos. Una alegoría sombría que refleja el terror colectivo de una Europa marcada por la peste y la guerra.

Imágenes del horror

El arte medieval respondió con la danza macabra: esqueletos que bailan tomados de la mano con reyes, campesinos, niños y mujeres. La imagen decía: nadie escapa. La muerte invita a todos al mismo banquete. Las ciudades se transformaron en morgues abiertas. Florencia, Londres, París: calles donde los carros de la peste recogían cuerpos a diario. “Las casas quedaban vacías de parientes y llenas de cadáveres” (Decamerón, 1353). El hedor era tan fuerte que muchos preferían abandonar pueblos enteros.

Niños huérfanos deambulaban entre los cadáveres. En Londres, se reportan perros devorando cuerpos abandonados. En Marsella, barcos enteros quedaban a la deriva porque la tripulación había muerto. El espectáculo del horror se volvió cotidiano. Y lo más terrible fue la costumbre: ver morir a los demás dejó de sorprender. La peste no sólo mataba cuerpos: adormecía la compasión.

Reflexión final

La Peste Negra arrasó con millones de vidas, pero también con certezas. Mostró la fragilidad de la medicina, la vulnerabilidad de la religión, la delgadez del lazo social. Fue un espejo cruel: lo mejor y lo peor del ser humano emergieron de la misma herida. El miedo fue doble filo: llevó a actos de abandono y violencia, pero también a búsquedas de sentido. El Decamerón de Boccaccio nació en medio del desastre, un testimonio de que incluso frente a la muerte, la palabra podía resistir.

Hoy, cuando enfrentamos nuevas epidemias, crisis y amenazas globales, los fantasmas de la Peste Negra regresan. Porque seguimos siendo los mismos: criaturas temerosas, capaces de amar y de odiar bajo la presión del terror. Querido lector, piensa: si mañana el mundo se cubriera otra vez de silencio, ¿qué harías con tu miedo? ¿Serías de los que huyen, de los que acusan, o de los que aún se atreven a contar historias en medio de la peste?


Si esta crónica te estremeció, te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván. Puedes suscribirte gratuitamente para recibir cada nueva entrada directamente en tu correo. También puedes escribirme en la pestaña “Contacto” del blog: siempre será un gusto leerte y responderte. Y si quieres más fragmentos, reflexiones y materiales exclusivos, te espero en Instagram: @hchp1.

¿Por qué tenemos miedo?

“Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son: el miedo a la muerte…”

-Thomas Hobbes

Queridos(as) lectores(as):

Octubre nos presta su sombra para mirar de frente al miedo. No al espanto fácil de la pantalla, sino a esa emoción primaria que nos acompaña desde la cueva y decide —muchas veces sin pedir permiso— cómo respiramos, qué evitamos y hasta lo que amamos. Entender su origen no es un capricho intelectual: es un acto de higiene del alma. El miedo es universal y, sin embargo, se disfraza de mil formas. Para algunos es un latido acelerado frente a una pérdida; para otros, la rigidez silenciosa que antecede a una discusión; para otros más, ese murmullo antiguo que dice “no vayas”, “no arriesgues”, “no mires”. ¿De dónde viene? ¿Es solo una descarga eléctrica en el cerebro, un fantasma del inconsciente, o el reverso inevitable de la libertad?

En estas líneas te propongo un viaje en tres planos. Primero, la neurología: los circuitos que disparan defensas y moldean hábitos; luego, el psicoanálisis: la diferencia entre miedo y angustia, y el modo en que lo reprimido retorna; finalmente, la filosofía: de Hobbes a Kierkegaard y Heidegger, para pensar qué revela el miedo sobre nosotros y sobre la ciudad que habitamos. La ambición es simple: que al terminar no quieras “extirpar” tu miedo, sino conversar con él. Tal vez descubras que, bien escuchado, más que enemigo es brújula.

El miedo en el cerebro: circuitos de supervivencia

Desde finales del siglo XX, la investigación en condicionamiento del miedo mostró que la amígdala cumple un papel crítico para asociar estímulos con respuestas defensivas (congelamiento, aumento de pulso, liberación de hormonas del estrés). Joseph LeDoux sintetiza: “la amígdala vincula estímulos externos con respuestas de defensa” (The Emotional Brain, 1996). Estos circuitos no “piensan” razones: detectan y preparan. Aprenden peligros nuevos, pero también se apoyan en memorias y contextos —donde el hipocampo aporta el “dónde/cuándo” del miedo, complementando a la amígdala en el recuerdo del peligro. Cuando ambos sistemas conversan, nace esa punzada: “ya he estado aquí… y dolió” (Synaptic Self, 2002, Joseph LeDoux).

Conviene matizar el lugar común de “la amígdala = centro del miedo”. Lisa Feldman Barrett insiste: “las emociones no son circuitos fijos, sino construcciones que el cerebro arma al integrar señales corporales y conceptos aprendidos” (How Emotions are Made, 2017). La amígdala participa, sí, pero no es un botón mágico: es parte de redes más amplias que nos preparan para defendernos. Cuando el disparo es desproporcionado —un claxon nos “secuestra” y reaccionamos como si fuera un depredador—, ocurre lo que Daniel Goleman llamó “secuestro amigdalar”: una activación defensiva que sobrepasa la evaluación contextual de la corteza (cfr. Emotional Intelligence, 1995). Regular el miedo no es reprimirlo, sino darle más información: respirar, nombrar la emoción, reencuadrar el contexto. Literalmente, eso cambia el circuito que está en juego.

El miedo en el psicoanálisis: del objeto a la falta

Sigmund Freud distinguió entre miedo, angustia y pánico. En Inhibición, síntoma y angustia (1926) precisó cómo ciertas fobias infantiles (a la oscuridad, a quedarse solo, a los extraños) se enlazan con el peligro de perder el objeto; otras parecen restos arcaicos de preparación ante amenazas reales. La angustia, en cambio, no tiene objeto: es un estado de desamparo. El psicoanálisis lee así el miedo no sólo como descarga, sino como mensaje. El síntoma protege algo que no puede simbolizarse de otro modo. Por eso el trabajo analítico no busca eliminar el miedo, sino hacerlo hablar: ¿qué historia oculta?, ¿qué pérdida teme?, ¿qué deseo interfiere?

Jacques Lacan retomó la idea freudiana de lo siniestro (das Unheimliche) y la llevó más lejos: “La angustia no engaña” (Seminario X: La angustia, 1962-63). El sujeto teme no tanto al objeto externo, sino a la irrupción de lo que lo constituye: la falta, lo ominosamente familiar. En clínica, el miedo aparece con máscaras: miedo a fracasar, a ser visto, a hablar, a amar. Cada uno esconde la misma raíz: la amenaza de perder lo que sostiene nuestra frágil identidad. Cuando puede ponerse en palabras, el miedo deja de paralizar y se convierte en señal de deseo.

El miedo en la filosofía antigua y política

Para Baruch Spinoza, “el miedo es una tristeza inconstante nacida de la idea de una cosa futura o pasada cuyo resultado dudamos” (Ética, 1677). Añade: “no hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza”. En su visión, el miedo no es un accidente, sino parte del movimiento mismo de la existencia. Los estoicos, en cambio, se centraron en la práctica. Séneca escribió: “Sufrimos más a menudo en la imaginación que en la realidad” (Cartas a Lucilio, siglo I). El miedo debía enfrentarse con preparación racional, entrenando la mente para aceptar la muerte y las pérdidas como inevitables.

Con Hobbes, el miedo entra en la política. “El miedo a la muerte y al daño es la causa de todas las leyes humanas” (Leviatán, 1651). Para él, es la pasión fundante: sin miedo al caos, los hombres nunca habrían aceptado ceder poder al soberano. El miedo funda orden, pero también puede justificar tiranía. Estas reflexiones muestran que el miedo no es sólo privado, sino también social. Ha sido arquitecto de Estados, de religiones y de pactos. Y lo sigue siendo cada vez que seguridad y libertad entran en tensión.

Muchas veces el mayor miedo que tenemos es sólo un paso hacia un mayor conocimiento propio.

Modernidad y existencia: vértigo y nada

Kierkegaard vio en la angustia el “vértigo de la libertad”: “La angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844). No se teme al objeto, sino a la posibilidad. La libertad nos abre tantas opciones que asusta: lo que más aterra no es caer, sino poder saltar. Martin Heidegger distinguió entre Furcht (temor) y Angst (angustia). El temor es siempre de algo concreto; la angustia, en cambio, es “ante la nada” (Ser y tiempo, 1927). Lo ominoso es que en la angustia no hay enemigo definido: sólo la revelación de nuestra finitud.

Esa indeterminación no es un defecto: es apertura. La angustia nos arranca de la distracción y nos enfrenta con lo que somos: seres arrojados, finitos, pero capaces de sentido. Heidegger lo entendía como “modo privilegiado de apertura al ser”. Así, el miedo moderno deja de ser un enemigo a derrotar y se convierte en un maestro incómodo: nos recuerda que toda vida verdadera exige enfrentar el vértigo, no huir de él.

Del paleolítico al smartphone: el miedo hoy

Nuestros cerebros se moldearon en la sabana para huir de depredadores. Pero los mismos circuitos reaccionan hoy a notificaciones, entrevistas laborales o comentarios en redes. Antonio Damasio lo explica: “Los sentimientos son marcadores somáticos, huellas de experiencias pasadas que orientan nuestras decisiones” (Descartes’ Error, 1994). El miedo no desapareció: se transformó en brújula. El problema es cuando ese marcador se sobregeneraliza: huimos de lo que no es amenaza real. Ahí aparece la ansiedad crónica, la fobia social, la parálisis de quien evita toda exposición. El mismo mecanismo que nos salvó de tigres puede hoy aislarnos de los demás.

Pero también está el miedo fabricado. Los políticos y los medios lo saben: el miedo moviliza, une, controla. ¿Nos suena acaso aquello de «pandemias mundiales»? De allí que titulares y discursos apelen constantemente a él. Como advirtió Hobbes, el miedo puede ser fuerza de paz… o de tiranía. En pleno siglo XXI, el desafío no es extirpar el miedo, sino distinguirlo: ¿qué miedo protege un valor real y qué miedo es manipulado? La diferencia entre una vida auténtica y una vida sometida puede estar en esa simple pregunta.

Reflexión final

No hay vida sin miedo. Hay, sí, diferentes modos de vivirlo. La neurología nos enseña cómo se encienden sus circuitos; el psicoanálisis, cómo se disfraza en síntomas; la filosofía, cómo señala el sentido. El objetivo no es no temer, sino no quedar gobernados por el miedo. Querido(a) lector(a), toma tu miedo más persistente y pregúntate: ¿qué valor protege? ¿qué deseo señala? Si logras ponerlo en palabras, habrás dado un paso enorme: el miedo habrá dejado de ser amo para convertirse en maestro.

————————————–

Si esta reflexión te gustó, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada nueva entrada en tu correo. También puedes escribirme por la pestaña “Contacto” del blog: me encantará leerte. Y, si quieres más materiales y fragmentos, te espero en Instagram @hchp1.

Las brujas de Salem: el miedo que necesita culpables

“El demonio está vivo en Salem, y no descansará hasta que encuentre a los culpables”
–Arthur Miller

Queridos(as) lectores(as):

Octubre es el mes del miedo, y en este recorrido por las sombras humanas hemos hablado de vampiros, asesinos y fantasmas. Pero hoy quiero detenerme en un caso real, uno que nos muestra que el terror no siempre proviene de criaturas sobrenaturales, sino de la propia comunidad cuando se deja arrastrar por la histeria: los juicios de Salem, ocurridos en 1692 en Massachusetts. Más de doscientas personas fueron acusadas de brujería, la mayoría mujeres. Veinte fueron ejecutadas: diecinueve en la horca y un hombre, Giles Corey, aplastado con piedras por negarse a confesar. Lo que se desató en aquella pequeña aldea puritana no fue solo un episodio de superstición, sino un fenómeno de miedo colectivo que convirtió a vecinos en enemigos y a la religión en un arma de persecución.

La Historia de Salem se ha contado muchas veces, pero no siempre se subraya lo esencial: no hubo brujas. Lo que hubo fue una comunidad aterrorizada que necesitaba culpables para explicar lo que no entendía: enfermedades, malas cosechas, tensiones políticas, ansiedades sexuales. Y como tantas veces en la Historia, las víctimas fueron mujeres pobres, viudas, ancianas o simplemente distintas. Hoy quiero que pensemos juntos en lo que Salem significa todavía. Porque el miedo que se vivió allí no murió con las hogueras, sino que sigue reapareciendo en cada época en que la sociedad necesita fabricar enemigos para sentirse segura.

El miedo como construcción social

Salem fue, ante todo, un laboratorio de miedo. En una comunidad pequeña, rígidamente puritana (protestante), donde la vida era dura y la religión impregnaba cada aspecto de la existencia, bastó con que unas niñas tuvieran convulsiones y acusaran a otras de “embrujarlas” para que la histeria explotara. De pronto, lo invisible —el demonio, la brujería— se volvió explicación de todo lo que salía mal. El filósofo Thomas Hobbes había escrito en Leviatán (1651): “El miedo invisible es la primera semilla de lo divino”. En Salem, ese miedo invisible fue la semilla de la catástrofe. Lo divino se transformó en sospecha, y la sospecha se volvió condena. El mal no necesitaba pruebas: bastaba con una acusación.

Lo que aterra de Salem no es la creencia en brujas, sino la facilidad con la que el miedo colectivo puede suspender la razón. Cuando el temor se organiza socialmente, deja de importar la verdad: lo único relevante es encontrar un culpable que calme la angustia. Y así Salem nos enseña algo inquietante: el miedo no es sólo una emoción individual, sino un arma cultural que, cuando se comparte, puede justificar lo injustificable.

La mujer como chivo expiatorio

La mayoría de las acusadas de Salem fueron mujeres. No es casualidad. En el imaginario puritano, la mujer era vista como más vulnerable al pecado, más propensa a dejarse seducir por el diablo. El cuerpo femenino, con su misterio y su capacidad de dar vida, se convertía en sospechoso. Michel de Montaigne, en uno de sus Ensayos (1580), ya denunciaba la crueldad con la que se perseguía a las mujeres acusadas de brujería en Europa: “Se quema a gentes por adivinaciones y por lo que no es más que aire y fantasía”. Pero en Salem, ese aire se volvió hoguera. Las acusadas solían ser mujeres pobres, ancianas, solitarias, o aquellas que no encajaban en la comunidad.

La “bruja” no era la hechicera sobrenatural, sino la mujer incómoda: la que hablaba demasiado, la que vivía sin marido, la que no se sometía al orden establecido. Salem mostró con brutal claridad cómo el miedo se proyecta en quienes ya están en los márgenes. En este sentido, la verdadera brujería de Salem no estuvo en pócimas ni conjuros, sino en la capacidad de una comunidad para transformar la diferencia en delito y la fragilidad en amenaza.

La comunidad contra el individuo

Los juicios de Salem fueron también un espectáculo de la presión social. Quien no acusaba, era acusado. Quien no delataba, era sospechoso. De pronto, todos tenían que elegir entre sobrevivir traicionando a otros o arriesgarse a la horca guardando silencio. Arthur Miller, en The Crucible, escribió la que quizá sea la frase más lúcida sobre Salem: “No hay nada más temible que un grupo de gente que cree estar haciendo el bien”. Ese fue el motor de las condenas: la convicción de que se actuaba en nombre de Dios y de la pureza de la comunidad.

Sigmund Freud, en Psicología de las masas y análisis del yo (1921), explicó cómo el individuo en grupo pierde su capacidad crítica y se deja arrastrar por la sugestión colectiva. Salem fue un ejemplo perfecto: lo que parecía impensable de manera individual —acusar sin pruebas, ejecutar inocentes— se volvió aceptable cuando todos lo hacían. Aquí está el verdadero terror: descubrir que la comunidad, cuando se deja dominar por el miedo, puede ser más peligrosa que cualquier enemigo externo.

“Yo no hago pacto con el Diablo. Soy inocente. Dios lo sabe”
(Declaración de Rebecca Nurse antes de ser ejecutada, Juicios de Salem, 1692).

El teatro como espejo moderno

En 1953, Arthur Miller estrenó The Crucible, una obra que tomó los juicios de Salem como metáfora del macartismo en Estados Unidos. En plena caza de comunistas, Miller vio en Salem un espejo inquietante: la repetición de la histeria colectiva disfrazada de justicia. “Salem es una tragedia americana”, escribió Miller en el prólogo de la obra. Lo es porque revela un patrón universal: cada época inventa sus brujas. En el siglo XVII fueron mujeres pobres acusadas de pactar con el diablo; en el XX, intelectuales señalados de comunistas; en el XXI, quienes son cancelados en las redes sociales.

El teatro de Miller nos recuerda que Salem no quedó en el pasado. Que seguimos buscando enemigos invisibles para tranquilizar nuestros miedos. Y que lo más fácil es siempre culpar a quienes no tienen poder para defenderse. Así, el mito de las brujas de Salem sigue vivo no por lo que ocurrió en 1692, sino porque muestra lo que puede ocurrir en cualquier sociedad que confunde el miedo con la verdad.

La vigencia del mito de la bruja

Hoy ya no colgamos a mujeres en plazas públicas, pero seguimos usando la palabra “bruja” para descalificar, marginar o ridiculizar. El mito persiste porque responde a una necesidad psíquica: tener a alguien sobre quien descargar lo que no queremos reconocer en nosotros mismos. Carl Gustav Jung hablaba de la “sombra” como aquello que reprimimos y proyectamos en otros. La bruja de Salem es esa sombra: encarna lo que la comunidad puritana no quería admitir —deseo, ambición, libertad— y que prefirió exterminar antes que integrar.

El mito de la bruja, entonces, no es sólo un recuerdo oscuro: es una advertencia. Cada vez que estigmatizamos a alguien por su diferencia, cada vez que el miedo reemplaza a la razón, volvemos a encender la hoguera de Salem. Lo más perturbador es que, como sociedad, aún necesitamos esas “brujas”. Nos calma pensar que el mal está en otros, en lugar de reconocerlo en nosotros mismos.

Reflexión final

Las brujas de Salem no existieron. Lo que existió fue el miedo. Lo que existió fue la violencia de una comunidad que necesitaba culpables para sostener su frágil seguridad. Lo que existió fue la condena de mujeres que no encajaban en el molde impuesto por una religión rígida y un poder social que necesitaba reafirmarse.

——————————

Querido(a) lector(a), pensar en Salem es mirarnos al espejo. ¿Cuántas veces señalamos a otros para no enfrentar nuestras propias sombras? ¿Cuántas veces hemos preferido creer en culpables inventados antes que aceptar la complejidad de la realidad? Las hogueras cambian de forma, pero siguen ardiendo. Y lo que está en juego no es el demonio, sino nuestra humanidad.

Si esta reflexión te gustó, recuerda que puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada nueva entrada en tu correo. También puedes escribirme directamente a través de la pestaña “Contacto” del blog: me encantará saber de ti.

Y no olvides seguirme en Instagram: @hchp1, donde comparto más reflexiones, fragmentos literarios y análisis culturales.

El fantasma detrás de la máscara

“No había nada humano en su mirada, y sin embargo me atravesaba el corazón”

–Gaston Leroux

Queridos(as) lectores(as):

Octubre se abre ante nosotros, y con él llega esa atmósfera peculiar en la que la cultura se viste de sombras. Es el mes en que las librerías desempolvan a Poe, en que los cines reviven viejos clásicos de terror y en que hasta los niños, sin saberlo, juegan con máscaras que recuerdan la fragilidad de lo humano. Quiero que en este mes, desde Crónicas del Diván, nos sumerjamos en obras que dialogan con el miedo, con la oscuridad que habita en cada uno, con esas zonas donde el deseo y lo siniestro se tocan. Y para comenzar, no podía elegir mejor que El Fantasma de la Ópera de Gaston Leroux (1910). Aunque hoy es recordado más por el musical que por la novela, la obra original es un laberinto fascinante: mezcla gótico, romanticismo y un suspenso casi detectivesco. En ella, el miedo no viene de espectros etéreos, sino de un hombre de carne y hueso, Erik, que nos confronta con una pregunta brutal: ¿qué hacemos con lo que consideramos monstruoso?

El Fantasma de la Ópera no es sólo una historia de pasadizos oscuros y amores imposibles. Es también un tratado sobre la soledad, el rechazo, la necesidad de ser visto. Leroux construyó a Erik como un personaje que nos repugna y nos atrae al mismo tiempo. No hay aquí moraleja sencilla: lo grotesco también puede crear belleza sublime, y lo angelical puede ser cruel en su indiferencia. En esta entrada quiero invitarlos a bajar conmigo al sótano de la Ópera de París, donde las máscaras no esconden solamente un rostro deformado, sino también nuestras heridas más secretas. Si octubre es el mes del miedo, que no sea sólo el miedo a lo externo, sino también el coraje de mirar lo que llevamos dentro.

La máscara y la identidad

En El Fantasma de la Ópera, la máscara es mucho más que un objeto: es un destino. Erik la lleva para protegerse de la mirada ajena, pues su rostro ha sido condenado desde la infancia. La sociedad, incapaz de tolerar lo que rompe con la norma estética, lo empuja a ocultarse. Así, la máscara no disfraza, sino que revela la tragedia de vivir en un mundo donde lo que no encaja debe ser eliminado de la vista. Leroux escribe en voz de Christine: “Bajo esa máscara hay una calavera… y sin embargo, sus lágrimas eran más humanas que las de cualquier hombre”. Esta ambivalencia define al Fantasma: lo monstruoso y lo humano entrelazados en un mismo rostro. Freud, en Lo siniestro (1919), ya lo advertía: lo que debía permanecer oculto —un cadáver, una deformidad, un secreto— cuando se muestra nos aterra porque revela la fragilidad de nuestra propia normalidad.

La pregunta incómoda surge: ¿qué somos sin nuestras máscaras? Tal vez no de yeso ni terciopelo, pero sí esas que usamos cada día para que nadie vea nuestras cicatrices emocionales. Søren Kierkegaard anotó en su Diario (1849): “La desesperación más profunda es querer desesperadamente ser otro que uno mismo”. Erik vive en ese abismo: nunca puede ser amado como es, y lo que en realidad aterra no es su fealdad, sino el eco de nuestra propia desesperación de no ser aceptados. Jacques Lacan sostenía que el yo se constituye en la mirada del otro. Erik es un hombre que, visto sólo como monstruo, jamás puede ser otra cosa que lo que los demás proyectan en él. El fantasma no es, en última instancia, un “villano”, sino la encarnación de lo que ocurre cuando la mirada social condena a alguien a vivir eternamente bajo el signo del rechazo.

El deseo y la posesión

El amor de Erik hacia Christine no es un amor libre: es una obsesión que aprisiona. “Quería tenerla para mí, con su voz, con su alma… aunque me odiara”, confiesa él mismo en la novela. Esta frase basta para comprender que el deseo, cuando se convierte en posesión, deja de ser amor. Lo que Erik busca no es la felicidad de Christine, sino la confirmación de que incluso un ser como él puede ser amado. El filósofo danés Knud Ejler Løgstrup afirmaba: “Confiar en otro es poner algo de uno mismo en sus manos” (The Ethical Demand, 1956). Erik, en cambio, no confía: retiene, controla, amenaza. Su amor es el grito desesperado de alguien que nunca fue acariciado. De ahí que su relación con Christine sea, más que erótica, reparadora: intenta compensar con ella la falta de ternura de toda una vida.

El psicoanálisis nos ayuda a leer este gesto. Donald Winnicott habló de los “objetos transicionales”, que sirven al niño como puente entre la soledad y el mundo externo. Christine, para Erik, no es sólo una mujer: es el imposible objeto transicional, el consuelo que le faltó, la madre que no acarició, el otro que nunca lo aceptó. Por eso no puede soltarla: porque dejarla ir equivaldría a aceptar el vacío. Aquí el lector se ve reflejado. ¿Cuántas veces llamamos “amor” a lo que en realidad es miedo a quedarnos solos? El deseo de Erik no es extraño, es cercano: es el mismo que late cuando confundimos la necesidad de ser vistos con la capacidad de amar. Leroux, sin indulgencia, nos muestra el filo peligroso en el que todos caminamos.

La belleza y lo monstruoso

El contraste entre Christine y Erik parece claro: ella, la belleza luminosa; él, la deformidad oscura. Sin embargo, Leroux invierte esta lógica. Erik compone música capaz de arrancar lágrimas a cualquiera; Christine, con su voz angelical, puede ser cruel en su compasión a medias. La belleza y lo monstruoso no están en bandos opuestos, sino entrelazados. “Lo prohibido excita el deseo con más fuerza que lo permitido”, escribió Georges Bataille en El erotismo (1957). Erik encarna ese principio: es lo prohibido que atrae con una intensidad irresistible. Su rostro horripila, pero su arte fascina. Leroux nos obliga a preguntarnos si lo verdaderamente monstruoso es su deformidad o la sociedad que lo encierra en las catacumbas.

Hay un momento en que Christine confiesa: “Tenía miedo, pero también compasión… y no podía dejar de escucharlo”. Esa confesión revela la paradoja: lo monstruoso no nos atrae porque sea bello, sino porque refleja lo que nos falta. La fascinación nace de reconocer en el otro nuestra propia sombra. En esta dialéctica, el lector queda atrapado. Erik es repulsivo y seductor, víctima y verdugo, humano y monstruo. Y al obligarnos a mirarlo, Leroux nos arranca una confesión íntima: lo que más tememos de los otros es, en realidad, lo que rechazamos en nosotros mismos.

El teatro como espejo del alma

La Ópera de París no es sólo un edificio: es el escenario del inconsciente. Con sus sótanos, pasadizos secretos y trampillas, funciona como una metáfora del aparato psíquico. Arriba, en el escenario, la luz y la belleza; abajo, en las catacumbas, la oscuridad y lo reprimido. El fantasma habita allí, en lo que no se muestra, pero determina la función entera. Carl Gustav Jung escribió en Aion (1951): “Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma”. La sociedad parisina niega el rostro de Erik, y al hacerlo lo vuelve más poderoso, capaz de aterrorizar desde las sombras. La Ópera es la ciudad entera: un espacio que, al silenciar su sótano, queda a merced de aquello que no se atreve a nombrar.

Leroux insiste en los espejos, en los ecos, en los pasillos interminables. Es un lenguaje onírico: los sueños también repiten, distorsionan, nos devuelven lo reprimido en forma de pesadilla. Erik no es un espectro, es la encarnación de esa verdad que vuelve en lo nocturno. El teatro, entonces, no es sólo un decorado. Es una confesión: todos actuamos sobre el escenario de lo social, pero nuestras decisiones más profundas se cuecen en los sótanos que evitamos visitar. El fantasma es, en última instancia, ese eco subterráneo que mueve los hilos de nuestra propia representación.

“Soy un ser del que todos huyen; y sin embargo, cuando cierro los ojos, sueño con que alguien me ama» (Gaston Leroux, El Fantasma de la Ópera, 1910).

Redención y piedad

El clímax de la novela no es un asesinato ni una fuga espectacular, sino un gesto de ternura: Christine besa al fantasma. “Lloró como un niño… porque nunca una mujer había dejado que sus labios tocaran su frente”. Ese beso lo desarma más que cualquier espada. La compasión, allí, se vuelve más poderosa que el miedo. Hannah Arendt señaló en La condición humana (1958): “El perdón es la única reacción que rompe la cadena de las consecuencias”. Christine no justifica a Erik, pero rompe la lógica de odio que lo encadenaba. Al besarlo, le concede lo que siempre le fue negado: la certeza de que su rostro también merece un gesto de ternura.

Ese instante es insoportable y liberador: insoportable porque muestra la fragilidad de Erik, liberador porque nos recuerda que incluso lo monstruoso anhela piedad. ¿Quién no es, en algún momento, ese ser que ruega ser amado a pesar de todo? La lección no es ingenua: no se trata de romantizar al monstruo, sino de advertirnos que lo que más asusta —nuestro lado rechazado, nuestra herida más honda— no se redime con castigo, sino con reconocimiento. En el beso de Christine late una verdad perturbadora: lo humano no se salva por la perfección, sino por la misericordia.

Reflexión final

El Fantasma de la Ópera es más que un relato gótico: es una meditación sobre lo que escondemos y sobre cómo el amor se deforma cuando nace del miedo. Erik, con su máscara, su música y su soledad, nos muestra que el verdadero horror no está en lo grotesco, sino en la indiferencia de quienes no se atreven a mirar más allá de la superficie.

——————————-

Querido lector, este octubre no te invito sólo a encender velas frente a lo sobrenatural, sino a bajar a tus propios sótanos. A preguntarte: ¿qué máscara uso cada día? ¿Qué heridas escondo para que no me rechacen? ¿Y qué pasaría si alguien, con ternura, se atreviera a besar justo esa herida? Comparte en los comentarios cuál es tu máscara, tu sombra, tu secreto que guardas bajo tierra. Tal vez descubramos juntos que, al final, todos somos un poco Erik.

Si esta reflexión te gustó, recuerda que puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada nueva entrada en tu correo. También puedes escribirme directamente a través de la pestaña “Contacto” del blog: me encantará saber de ti.

Y no olvides seguirme en Instagram: @hchp1, donde comparto más reflexiones, fragmentos literarios y análisis culturales.