El olvido no es un vacío: Alzheimer y el psicoanálisis

«La memoria no es el recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso».
— Paul Ricoeur

Queridos(as) lectores(as):

Hay enfermedades que hieren el cuerpo, y otras que hieren el alma. Pero hay algunas —más crueles aún— que parecen borrar, poco a poco, a la persona misma. El Alzheimer no es sólo una enfermedad neurológica: es una pregunta abierta a la subjetividad. ¿Dónde queda el “yo” cuando ya no hay recuerdos? ¿Qué pasa con el deseo cuando no hay palabras? ¿Cómo se ama a alguien que ya no te reconoce? El discurso médico nos habla de placas, deterioros y funciones perdidas. Pero en el diván, en la casa, en la cama, en la silla del comedor, lo que se borra no es sólo la memoria, sino la continuidad de un mundo compartido. Es un duelo que empieza en vida. Es, también, un modo inesperado de seguir amando.

Este encuentro no es una crítica a la medicina ni una clase de psicoanálisis. Es una invitación a pensar el Alzheimer no sólo desde lo que falta, sino desde lo que queda. Porque incluso allí donde ya no hay palabra, algo del sujeto —una mirada, un gesto, una respiración— todavía resiste.

El diagnóstico y el silencio del sujeto

En el momento en que una persona recibe el diagnóstico de Alzheimer, lo que se impone no es sólo el nombre de una enfermedad, sino el comienzo de una desposesión. El lenguaje médico nombra, delimita, explica; pero al hacerlo, corre el riesgo de aplastar la singularidad del sujeto bajo un rótulo que lo convierte en «paciente con deterioro cognitivo progresivo», como si la persona fuera ahora un conjunto de fallas. La ciencia cumple su función, pero el lenguaje clínico puede volverse un guión que deja fuera al protagonista. La médica y fundadora de la Medicina Narrativa, Rita Charon, ha insistido en que “la medicina necesita volver a contar historias, no sólo leer resultados” (Narrative Medicine: Honoring the Stories of Illness, 2006). Para ella, todo paciente es una narración viviente que busca ser escuchada, no sólo evaluada. Pero en enfermedades como el Alzheimer, donde la capacidad narrativa se erosiona, ¿quién cuenta la historia? ¿Quién escucha lo que no se dice?

El psicoanálisis puede incomodar aquí, porque no se acomoda al protocolo. En lugar de preguntar por el deterioro, se pregunta por el sujeto: ¿Qué queda del deseo cuando la memoria falla? ¿Puede haber transferencia —ese lazo tan sutil entre analista y analizante— cuando ya no hay relato, ni pregunta, ni queja? La medicina diagnostica; el psicoanálisis, en cambio, escucha incluso cuando ya no hay palabras claras. Escucha en el tono de la voz, en la repetición de un gesto, en la mirada que se pierde y vuelve. El diagnóstico puede ser un punto de partida, pero nunca debe ser una sentencia de muerte subjetiva. Aunque el Alzheimer borre nombres y fechas, no borra del todo el lugar que una persona ocupa en el deseo de otro. Y allí, donde el discurso se calla, el deseo puede —a veces— seguir hablando.

La memoria no es archivo, es relato

Una de las trampas más comunes al hablar del Alzheimer es imaginar la memoria como un gran archivo que se va vaciando: primero desaparecen los documentos recientes, luego los más antiguos, hasta que sólo queda una sala vacía. Pero la memoria humana no funciona como un estante de carpetas. Es una narración en movimiento, una construcción afectiva y simbólica que da coherencia a lo que somos. Perder la memoria no es simplemente olvidar datos; es perder el hilo de la historia que nos mantiene unidos por dentro. Paul Ricoeur dedicó años a estudiar esta dimensión narrativa de la identidad. En La memoria, la historia, el olvido (2000), escribió que “la memoria no es el simple recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso”. Es decir, somos porque contamos. Y cuando ya no podemos contar, alguien más —un hijo, una pareja, un amigo— puede sostener ese hilo narrativo por nosotros, al menos por un tiempo.

Hannah Arendt, por su parte, afirmaba que lo que da continuidad al mundo humano es la capacidad de prometer, de hacer duradera la acción. Esa continuidad —la promesa que el otro representa para mí— se quiebra brutalmente en el Alzheimer. Pero, paradójicamente, también es el lugar donde puede aparecer un nuevo tipo de fidelidad: no a la palabra dicha, sino a la historia compartida. Cuando el enfermo repite siempre el mismo relato, cuando vuelve a una escena de su infancia una y otra vez, no lo hace por error, sino porque ese fragmento de sentido aún está encendido. Y allí donde hay relato, aunque fragmentario, aún hay sujeto. El psicoanálisis no corrige esa repetición: la acompaña, la habita, la escucha como se escucha una canción que amamos aunque ya sepamos de memoria su estribillo. Porque recordar no es recuperar información: es mantener vivo un lazo.

El sujeto sin palabra, el cuerpo como último texto

Cuando el lenguaje comienza a deshacerse y la memoria se vuelve un territorio confuso, lo que queda es el cuerpo. No como objeto biológico, sino como el primer lugar donde fuimos escritos. Antes de poder hablar, ya habíamos sentido. Antes de decir “yo”, ya habíamos sido tocados, sostenidos, alimentados. Por eso, incluso cuando las palabras nos abandonan, el cuerpo sigue hablando. La psicoanalista francesa, Piera Aulagnier, insistía en que el psiquismo se construye a partir de una “violencia fundadora”: el modo en que la madre (o quien cumple su función) impone al niño una imagen de sí, una historia sobre su cuerpo, su llanto, su existir. Esa inscripción primitiva no desaparece del todo, incluso en el Alzheimer. Algo del cuerpo sigue respondiendo a ciertas voces, ciertas melodías, ciertos olores. Algo del goce permanece, aunque no se pueda nombrar.

André Green, por su parte, habló de ciertos estados mentales como una “muerte psíquica”: no una muerte biológica, sino la extinción del deseo, del pensamiento investido, del mundo interno como espacio de representación. En esos casos, el sujeto no desaparece, pero queda reducido a una presencia opaca, casi sin eco. El desafío es no confundir esa opacidad con ausencia. La pregunta se vuelve entonces ética y clínica: ¿cómo leer el cuerpo cuando ya no hay palabra? ¿Cómo escuchar una emoción que no se dice pero se encarna? Una mujer que se estremece al oír una canción de infancia, un hombre que sonríe al tocar una manta de su juventud, un suspiro repetido cuando alguien entra a la habitación: todo eso son signos. No del pasado, sino del sujeto que aún resiste, incluso si no puede explicarse.

*Cuando todo parece haberse perdido, el cuerpo se vuelve el último texto. Y hay que leerlo con la delicadeza de quien sabe que entre esos gestos aún late un alma.

La memoria no se pierde de golpe, se deshilacha lentamente. A veces, una pieza basta para que todo lo vivido vuelva a brillar por un instante.

Los que acompañan: duelo anticipado y ética del cuidado

El Alzheimer no sólo afecta a quien lo padece. También sacude —a veces brutalmente— a quienes acompañan. Amar a alguien que comienza a olvidarte es una experiencia que no se parece a ninguna otra: es mirar cómo el otro se aleja sin irse, cómo su rostro sigue ahí pero ya no te nombra, cómo el amor permanece pero ya no tiene respuesta. Los familiares y cuidadores atraviesan una forma extraña de duelo: el duelo anticipado. El ser amado todavía vive, pero su presencia es cada vez más difusa. Es una pérdida que se renueva cada día, sin ceremonia, sin fecha. Una hija que ya no es reconocida como hija. Un esposo que escucha su nombre sin entender que lo llaman a él. La identidad compartida se tambalea. Y, sin embargo, el amor insiste.

La filósofa, Cynthia Fleury, especializada en ética del cuidado, sostiene que cuidar a otro es sostener una parte de su dignidad incluso cuando él ya no puede ejercerla. No se trata de devolver lo que el otro nos dio, ni de esperar gratitud: se trata de un acto radical de responsabilidad. “La ternura no es un adorno afectivo, sino un deber de lucidez ante la fragilidad del otro” (Ciudades del cuidado: ética e imaginación política, 2021). Esa lucidez es saber que el cuidado puede ser frustrante, extenuante, incluso desesperante. Y aun así, persistir. Acompañar a alguien en su borramiento no es acompañarlo a desaparecer. Es, por el contrario, un modo feroz de sostenerlo en el ser, aunque sólo quede una chispa de su antiguo fuego. Quien cuida también es sujeto. También necesita palabras, alivio, descanso. Y también merece ser acompañado.

¿Puede el psicoanálisis decir algo allí donde no hay palabra?

A primera vista, el psicoanálisis parecería no tener mucho que decir frente al Alzheimer. ¿Cómo trabajar con quien no recuerda? ¿Cómo interpretar si no hay asociaciones libres, ni historia contada, ni demanda formulada? ¿No se trata acaso de un territorio donde reina el silencio, donde el sujeto parece haberse desvanecido? Pero si el psicoanálisis sólo escuchara palabras, sería apenas una técnica. Lo que escucha, en verdad, es la existencia que resuena en los intersticios: el tono, el gesto, la pausa, la insistencia. Como escribió Thomas Ogden, “pensar en presencia de otro” (Sujetos de análisis, 1994), es ya una forma de cuidado psíquico. No se trata de analizar al paciente como un enigma por descifrar, sino de estar con él como quien acompaña una forma de vida que resiste a su propio borramiento.

En ciertos momentos, un paciente puede no reconocer ni su nombre ni el lugar donde está, pero al oír una voz conocida, su mirada se vuelve luminosa. No lo recuerda, pero responde. Y esa respuesta no es mecánica: es afectiva, es singular. Es un resto del sujeto que se aferra al mundo por una vía distinta a la palabra. La psicoanalista brasileña, Maria Rita Kehl, ha señalado que “incluso cuando el lenguaje se apaga, el deseo puede persistir en formas imprevistas” (El tiempo y el perro: La actualidad de las depresiones, 2009). Un deseo que no se articula pero se insinúa, que no se reconoce pero pulsa, que no sabe decir “yo” pero aún tiembla ante la presencia del otro. En esos casos, el analista —o el cuidador que escucha como un analista sin diván— no interpreta: simplemente está, disponible para recibir ese temblor. Quizá, entonces, el acto más psicoanalítico frente al Alzheimer no sea decir, sino sostener. Sostener una escena donde alguien pueda ser mirado como sujeto, incluso si no puede mirarse a sí mismo. Sostener la dignidad de una vida en su forma más frágil. Sostener lo que queda cuando ya no queda casi nada.

Reflexión final

Hay enfermedades que apagan, poco a poco, la luz del mundo interior. Pero incluso en la penumbra, algo late. Un gesto, un murmullo, una sonrisa fugaz: no son pruebas de memoria, sino señales de que la llama no se ha extinguido del todo. A veces, la presencia más humana es la que no exige nada: ni respuestas, ni reconocimiento, ni gratitud. Es la que se sienta al lado sin pretender detener el olvido, pero sí acompañarlo. Como quien no sabe si será recordado, pero igual decide quedarse.

Y quizás sea ése el acto más amoroso: seguir allí, cuando ya no hay quien nos vea, ni quien nos nombre. Porque aunque la memoria falle, el amor —cuando es verdadero— puede volverse memoria por los dos. ¿Y si amar, cuando ya no hay quien te ame, es la forma más pura de ser recordado?

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Recuerdos que duelen

«La nostalgia ya no es lo que era».

Queridos(as) lectores(as):

La frase con la que abro este primer encuentro del 2025 con ustedes, la he venido «masticando» desde hace una semana. ¿Qué significa? Primero antes que nada, debemos hacer énfasis en nostalgia. ¿Qué es? Vayamos a su etimología: viene de la palabra griega νόστος (nóstos), que significa «regreso» y de ἄλγος (álgos) que significa «dolor». Al unir ambas palabras, damos con «dolor de regresar». Pero, antes de seguir avanzando, tenemos que considerar que nóstos (regreso) surge como un recurso poético que se utiliza en lo relacionado a lo que implica «regresar a», o en otras palabras, «lo que hay en el proceso de vuelta». Ahora bien, tenemos un registro interesante en una tesis médica de 1688, en la que el estudiante de aquel entonces, Johannes Hofer, acuñó el neologismo «nostalgia» para describir la enfermedad que padeció tanto un estudiante como su sirviente, ya que cuando se encontraban lejos de su hogar, se encontraban en plena agonía, y no fue sino hasta que regresaron que «milagrosamente» recuperaron la salud.

Una vez visto lo anterior, veamos lo que es la nostalgia. La nostalgia es una emoción compleja que implica una cognición orientada al pasado y una mezcla de sentimientos. Se puede desencadenar al encontrar un olor, un sonido o un recuerdo familiar, al participar en conversaciones o al sentirse solo. De hecho, en México tenemos un caso deportivo que fue muy sonado durante años (y todavía lo es hasta la fecha). Popularmente se le conoce como «síndrome del Jamaicón», que surge del ex jugador José «Jamaicón» Villegas, una de las estrellas inolvidables del equipo Chivas del Guadalajara, del «Campeonísimo». Este jugador, que había ganado 8 títulos con el equipo tapatío, de indudable talento con la pelota, se «perdió» en la cancha, es decir, no demostró nada mientras participaba en la Copa Mundial de Suecia 58. ¿Razón? Aparentemente extrañaba la comida de su tierra (entre muchas otras cosas que se han dicho). Por muy «absurdo» que suene, la nostalgia es un factor que puede desestabilizar a cualquier persona. Pero, ¿por qué algo «momentáneo» parece ser una sentencia permanente?

Recuerdos que duelen

En la clínica psicoanalítica es muy común toparnos constantemente con la nostalgia personalizada en los pacientes. No es nada raro ni de extrañar. La nostalgia acompaña al ser humano por el simple hecho de que éste tiene memoria. «Nada como el pasado», dicen los abuelitos hoy en día, «nada como el ayer». Y la clave está precisamente en ese «nada». El ayer, el pasado, lo que fue, no es más, se ha «perdido en la nada». Lo único que lo mantiene «vivo» es el recuerdo de cada quien. Sin embargo, ¿qué pasa cuando el pasado no es recordado de la misma manera? Recordemos que la memoria no es perfecta, por mucho que nos acordemos de detalles, estos no son del todo ciertos o tal como fueron, por eso es que muchas veces recurrimos a la fantasía para rellenar esos «espacios» y, por qué no, maquillar los recuerdos. De hecho, muchos recuerdos son dolorosos, tristes o simplemente no son muy gratos, por eso es que se les maquilla para que «no suframos» por recordar. Aunque no lo logremos realmente…

La nostalgia por eso es que viene acompañada en varios casos de lágrimas y gestos que no coinciden con los que estamos recordando y compartiendo con los demás. Pienso, por ejemplo, en una amiga que «fascinada» me contaba sobre aquellos años en los que jugaba con sus hermanos cuando eran niños. Mientras ella me narraba sus vivencias, notaba cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. ¿Qué te duele? -le pregunté, a lo que ella me contestó: «Nada, sólo es que recuerdo y me da tristeza». Antes de ello, cabe decir, me decía «no sabes cómo extraño lo mucho que nos divertíamos». Sí, es cierto, puede haber tristeza por el hecho de ya no poder hacer lo que se hacía antes, no todo es resistencia, pero había algo en su relato que no cuadraba, porque en otras ocasiones ella me compartía que por ser la más chica, y la única mujer, sus hermanos la «molestaban» cada vez que podían. Dejé reposar la pregunta que le hice por unos minutos sin hacer de nuevo mención, a lo que pasados unos minutos ella dijo: «Malditos, cómo les encantaba jugar rudo conmigo cuando yo les decía que eso no me gustaba». Los recuerdos encubridores terminan sucumbiendo ante la realidad que solemos negar. La nostalgia, por tanto, puede ser una acumulación de recuerdos que se debaten entre lo que fue, lo que quisimos que fuera y lo que terminamos por creernos. Pero como dice la sabiduría popular: no podemos tapar el sol con un dedo.

¿Está mal recordar?

No, por supuesto que no. Como todo en la vida, hay que saber cómo hacerlo, cuándo sí y cuándo no. ¿De qué nos sirve recordar de modo que nos duela hacerlo? Veamos, yo recuerdo a mi abuelita, y cuando lo hago digo cómo fue mi relación con ella. Cuando platico con algunos de mis primos, como he mencionado anteriormente, los recuerdos que tenemos con y sobre ella, son muy variados y muy distintos. Yo recuerdo a mi abuelita materna muy linda, tierna, cariñosa, sin dejar de tener ese peculiar caracter fuerte que sí tenía. Mientras que algunos de mis primos no recuerdan con la misma carga de afecto esas virtudes. «Nombre, mi abuela sí era ruda, su manera de mostrar su amor y cariño era a través de la comida». Notemos cómo incluso la manera en la que nos referimos a ella es distinta: mientras yo le digo «abuelita», ellos le dicen «abuela». En México, el diminutivo se emplea con ternura (por tanto, amor) para referirnos a algo o a alguien. Cabe mencionar que yo era el más chico de los nietos y sí, la edad va cambiando a la gente. Aunque cabe aclarar que todos quisimos y amamos a nuestra abuelita. Lo duro se va suavizando con el paso del tiempo. Pero, eso sí, todos coincidimos que, haya sido como haya sido con cada uno de nosotros, siempre fue una persona linda y que se preocupaba por cada uno de nosotros.

«La nostalgia ya no es lo que era» es importante tenerlo en cuenta para poder «curarnos» del pasado que nos atormenta. La vida siguió su camino y las cosas se quedaron atrás. Sí, hay cosas del pasado que definitivamente nos marcan, pero NO NOS DEFINEN NI NOS DETERMINAN. Cuando alguien dice «es que soy así porque en el pasado sufrí mucho», es entendible y triste, sin embargo, hay que entender que «no porque las cosas fueron de un modo, no significa que tengan que seguir siendo así». Es importante hablar las cosas y poder trabajarlas, para que de un modo se puedan resignificar y nos den la oportunidad de no repetir lo vivido con alguien más, que muchas veces «ni la culpa tiene». Todos pasamos por cosas que hubiéramos querido que fueran de otra manera, pero no fue así. Les vuelvo a compartir una cosa que dice el Dr. Irvin D. Yalom: «Hay que renunciar a la esperanza de un pasado mejor». Sólo así podremos dejar de cargar peso innecesario y alivianar el viaje de cada uno de nosotros hacia la vida que sí podemos elegir.