Progreso sin conciencia

“Una vida mejor no puede lograrse más que con el progreso de la conciencia humana”.

—León Tolstói

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época que confunde avanzar con mejorar. Se nos repite que todo progreso es, por definición, un bien; que más velocidad, más tecnología y más opciones equivalen necesariamente a una vida más digna. Pero algo no termina de cuadrar. A pesar de los adelantos, el cansancio crece, la violencia se sofistica y la indiferencia se normaliza. Sabemos más, podemos más, hacemos más… y, sin embargo, algo esencial parece haberse quedado atrás.

León Tolstói, uno de los grandes escritores rusos del siglo XIX, fue un crítico implacable de esta confusión. No desde el rechazo a la ciencia ni desde la nostalgia romántica, sino desde una pregunta incómoda y profundamente actual: ¿qué sentido tiene el progreso si no nos vuelve moralmente mejores? Pensar hoy con Tolstói no es mirar al pasado, sino examinar el presente con una lucidez que incomoda.

El progreso como nueva fe

Para Tolstói, el gran error de la modernidad consiste en creer que el cambio exterior produce automáticamente una transformación interior. Lo dice con una claridad brutal cuando afirma que “los hombres piensan mejorar su vida cambiando las condiciones externas, cuando la verdadera mejora sólo puede provenir del perfeccionamiento moral de cada uno” (Cristianismo y anarquismo, 1901). El progreso, así entendido, se vuelve una nueva fe secular: promete salvación sin conversión, bienestar sin responsabilidad, futuro sin conciencia.

Se confía en sistemas, técnicas y estructuras para resolver problemas que, en el fondo, siguen siendo humanos: la ambición, la violencia, el desprecio por el débil, la mentira cotidiana. Tolstói no niega los avances técnicos. Lo que cuestiona es su absolutización. Cuando el progreso se convierte en un fin en sí mismo, deja de preguntarse para quién avanza, a costa de qué, y con qué consecuencias morales. Entonces ya no ilumina: deslumbra.

Tolstói: un testigo incómodo de su tiempo

Conviene subrayarlo con fuerza: Tolstói no escribió desde una torre de marfil. Fue aristócrata, sí, pero también oficial del ejército en la Guerra de Crimea; conoció de cerca la violencia organizada y la lógica impersonal del Estado. Presenció la miseria campesina en una Rusia que se industrializaba sin piedad y se escandalizó ante el contraste entre el lujo urbano y el sufrimiento rural. Su conversión moral no fue teórica. Renunció progresivamente a privilegios, vivió con austeridad, abrió escuelas para hijos de campesinos y entró en conflicto tanto con el poder político como con la Iglesia institucional (ortodoxa rusa).

Su crítica al progreso nace de la experiencia directa de una civilización que se decía avanzada mientras seguía sacrificando vidas humanas en nombre del orden, la eficacia o la Historia. Por eso puede escribir, sin ironía, que “el progreso técnico no sólo no libera al hombre, sino que con frecuencia lo esclaviza de un modo más refinado” (El reino de Dios está en vosotros, 1894). Tolstói no denuncia el cambio, denuncia la incoherencia moral que lo acompaña.

“La técnica ha dejado de ser un medio y se ha convertido en un fin; y cuando esto ocurre, el hombre deja de dominarla y comienza a servirla”
—Nikolái Berdiaev (El destino del hombre en el mundo contemporáneo, 1934).

Tecnología que avanza, conciencia que se detiene

Aquí está el núcleo de su pensamiento: no todo lo posible es legítimo. El hecho de que algo pueda hacerse no significa que deba hacerse. Y cuando la conciencia abdica de su papel crítico, la técnica se convierte en una fuerza ciega. Tolstói lo expresa con dureza: “El progreso de las formas externas de la vida puede ir acompañado de un retroceso moral” (Cristianismo y anarquismo, 1901). Esta frase resuena hoy con una vigencia inquietante.

Nunca fue tan fácil comunicarse, y nunca fue tan frecuente la deshumanización del otro. Nunca hubo tanta información disponible, y nunca fue tan común la indiferencia. El progreso técnico promete ahorrar tiempo, pero roba atención; promete comodidad, pero produce dependencia; promete control, pero genera ansiedad. Sin una conciencia que lo gobierne, termina dictando el ritmo de la vida y no sirviéndola.

Dostoievski y la civilización como refinamiento de la crueldad

En la misma Rusia del siglo XIX, Fiódor Dostoievski lanzó una advertencia feroz contra el optimismo ingenuo del progreso. Desde la voz amarga del hombre del subsuelo escribe: “La civilización ha hecho al hombre, si no más sanguinario, al menos más vilmente sanguinario” (Memorias del subsuelo, 1864). No se trata de más violencia, sino de una violencia mejor justificada, más racional, más limpia en apariencia.

La técnica no elimina la crueldad; a veces la vuelve eficiente y presentable. El progreso, sin conciencia, no cura el mal humano: lo organiza. Dostoievski desconfiaba profundamente de la idea de que el bienestar material baste para hacer bueno al hombre. El corazón humano, advertía, no se reforma por cálculo ni por comodidad, sino por una lucha interior que ninguna técnica puede reemplazar.

Otras voces rusas contra la ilusión del progreso

Antón Chéjov, médico y escritor, observador fino de la vida cotidiana, escribió con ironía amarga: “El hombre se volverá mejor cuando le mostréis cómo es” (Cuadernos, ca. 1890). No cuando tenga más cosas, sino cuando se mire con honestidad. Aleksandr Herzen, testigo de las promesas y fracasos del progreso político, advirtió que el futuro no puede justificarse sacrificando al presente: “No hay nada más inmoral que vivir para un mañana que nunca llega” (Cartas desde Francia e Italia, 1851).

Vladímir Soloviov, filósofo ruso profundamente preocupado por la Ética, lo formuló de modo aún más claro: “El progreso que no está subordinado al bien moral es sólo una intensificación del mal” (La justificación del bien, 1897). Estas voces, distintas entre sí, convergen en un mismo punto: sin conciencia, el progreso se vuelve peligroso.

Reflexión final

¿En qué aspectos de tu vida avanzas sin mejorar? ¿Dónde confundes comodidad con plenitud? ¿Qué progreso exterior ha dejado intactas —o incluso ha reforzado— tus incoherencias interiores? ¿De qué serviría un mundo más eficiente si seguimos siendo igual de injustos? Tolstói no nos invita a detener la Historia, sino a detenernos nosotros. A recordar que el único progreso que no traiciona es el que nos vuelve más responsables, más lúcidos, más humanos.

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Dostoievski: morir y volver a nacer

“Cuando me dijeron que quedaban cinco minutos de vida, pensé en ustedes, en mi familia, en mi pasado. La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto podía ser una eternidad de felicidad”.
— Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

No todos mueren para saber qué significa vivir. La mayoría pasa por la vida con la ilusión de que la muerte está lejos, como si fuera un asunto que compete a otros. Dostoievski no tuvo ese privilegio. En una fría mañana de diciembre de 1849, con apenas 28 años, el joven novelista ruso se encontraba con las manos atadas, los ojos vendados y el corazón latiendo con un miedo visceral. Frente a él, un pelotón de fusilamiento esperaba la orden de disparar. Todo estaba preparado para el final… hasta que, en el último instante, un mensajero del zar Nicolás I interrumpió el ritual para anunciar que la pena se conmutaba por trabajos forzados en Siberia.

Aquel perdón no era misericordia: era una forma sofisticada de tortura psicológica. Y, paradójicamente, fue también el inicio de la metamorfosis que haría de Dostoievski uno de los más grandes conocedores del alma humana.

El día del simulacro

En abril de 1849, Dostoievski fue arrestado junto a otros miembros del Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunía en San Petersburgo para debatir ideas políticas, filosóficas y literarias prohibidas en la Rusia zarista. Allí se leían y traducían textos de Charles Fourier, Saint-Simon y Voltaire, y se hablaba de reformas sociales, la abolición de la servidumbre y la libertad de prensa. Para el zar Nicolás I, estas reuniones eran más peligrosas que cualquier conspiración armada. Las ideas, una vez pronunciadas, no se pueden volver a encadenar. Por eso, en un gesto calculado para enviar un mensaje ejemplar, ordenó arrestar a todos los miembros.

Tras ocho meses de encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el 22 de diciembre de 1849, los prisioneros fueron llevados a la Plaza Semiónov. La sentencia: muerte por fusilamiento. La ceremonia fue pública. Los condenados fueron atados, se les vendaron los ojos y se les alineó en grupos. Dostoievski estaba en el segundo. Vio cómo el primero se preparaba para recibir la descarga. Fue entonces cuando apareció el mensajero con la “misericordia” imperial: la pena sería sustituida por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, seguidos de servicio militar obligatorio. Este episodio ilustra lo que Sigmund Freud llamaría una situación traumática extrema: una vivencia donde el Yo queda desbordado por un peligro real e inminente. Sin embargo, en Dostoievski, ese trauma no derivó en parálisis vital, sino en una reorganización de su aparato psíquico. El “indulto” no borró la angustia, pero le otorgó un nuevo principio de realidad: la certeza de que todo puede terminar en segundos.

El trauma como revelación

Para la mayoría, una experiencia así dejaría una cicatriz paralizante. Dostoievski, en cambio, escribió ese mismo día a su hermano Mijaíl: “Hermano, no estoy desanimado ni deprimido. La vida es en todas partes la vida; la vida está en nosotros mismos, no fuera. A mi alrededor habrá gente, y ser humano entre humanos y permanecer siempre, no entristecerse ni enfadarse, he ahí la vida. El sentido de la vida está en la vida misma” (Carta a Mijaíl Dostoievski, 1988). Aquí no hay ingenuidad. Hay una transformación existencial. El filósofo y psicoanalista, Rollo May, más de un siglo después, lo resumió así: “La creatividad surge a menudo en respuesta a la experiencia de muerte o destrucción” (El coraje de crear, 1975).

En términos freudianos y posteriormente del propio Winnicott, Dostoievski logra aquí una “adaptación creadora” frente al trauma: no niega la experiencia ni se queda atrapado en ella, sino que la integra como un material simbólico. El resultado es una intensificación de la percepción del tiempo y una conciencia más viva de la finitud.

Fiódor Dostoievski, frente al pelotón de fusilamiento en la Plaza Semiónov, instantes antes de recibir el indulto que marcaría su vida y su obra.

El alma humana a la luz de la muerte

Desde ese día, su obra se volvió un espejo de la condición humana enfrentada a sus límites. Crimen y castigo (1866) examina la tensión entre culpa y redención; El idiota (1869) presenta al príncipe Myshkin describiendo, con sorprendente detalle, el estado mental de un condenado a muerte: “Decía que en esos instantes no había un pensamiento que no pasara por su mente, ni un sólo detalle que no captara con intensidad inusitada” (El idiota, 2002). No es un recurso narrativo inventado: es la transposición literaria de un recuerdo grabado a fuego. En Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880), los personajes no son héroes ni villanos puros, sino criaturas complejas que oscilan entre el bien y el mal, siempre bajo la sombra de la mortalidad.

El trauma de Dostoievski se convierte en una matriz narrativa donde sus personajes funcionan como “escenarios internos” (concepto de Melanie Klein): representaciones dramatizadas de los conflictos psíquicos que él mismo experimentó en ese límite entre vida y muerte.

Trauma y empatía

El impacto más profundo no fue literario, sino humano. Dostoievski no se volvió cínico. Al contrario: su empatía se volvió más feroz y más lúcida. En Los demonios afirma: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz; sólo por eso. Eso es todo, todo” (Los demonios, 2001). No es consuelo barato. Es advertencia. La felicidad está ahí, pero pasa inadvertida… hasta que la muerte nos obliga a verla. Aquí vemos lo que Jacques Lacan llamaría atravesar el fantasma: dejar de vivir bajo la ilusión de que siempre habrá más tiempo. La empatía de Dostoievski no es sentimentalismo; es la lucidez de quien ha perdido la inocencia de la inmortalidad.

Reflexión final

No necesitamos un pelotón de fusilamiento para comprender que somos frágiles, pero sí necesitamos —con urgencia— una mirada más honesta hacia nuestra propia finitud. Vivimos como si la muerte fuera un rumor lejano, algo que le sucede a otros, no a nosotros. Pasamos días enteros ocupados en trivialidades, aplazando conversaciones, proyectos y afectos como si tuviéramos crédito infinito de tiempo. Dostoievski no tuvo ese lujo. En un sólo día, la muerte le susurró al oído con la voz de un oficial que le leía la sentencia, y luego lo dejó vivo para que cargara con esa memoria como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro. Desde entonces, escribió como quien sabe que cada palabra podría ser la última, y miró a los demás con la compasión de quien ha estado a un paso del abismo.

Tal vez esa es la lección más incómoda: la vida no se mide en la cantidad de años que acumulamos, sino en la intensidad con la que habitamos cada instante. Podemos tener décadas por delante y, aun así, estar muertos en vida. Podemos tener un sólo día y vivirlo con una plenitud que lo haga valer por mil. Si mañana llegara nuestro propio mensajero —con o sin uniforme, con o sin anuncio dramático—, ¿nos encontraría listos para morir… o descubriría que hasta ahora no hemos empezado a vivir?


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