La calma de un verso

“El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor,
el dolor que en verdad siente”.
—Fernando Pessoa

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos cansados. No sólo físicamente: cansados de pensar, de decidir, de rendir, de explicarnos. Muchas personas llegan al análisis diciendo “no sé qué me pasa”, “no encuentro las palabras”, “todo me pesa”. Y no es casual: hemos ido perdiendo el lenguaje interior. Leer poesía todos los días —aunque sea un poema breve, aunque sea una estrofa— no es un pasatiempo refinado ni un gesto intelectualista. Es una forma cotidiana de cuidado psíquico, una pausa que ordena, nombra y contiene.

Hoy quisiera hablarles de eso: de qué es (y qué no es) la poesía, de por qué calma, de lo que el psicoanálisis aprendió de los poetas, y de cómo leer poesía sin miedo ni solemnidad.

La poesía no es complicada: es exigente con el silencio

Uno de los grandes prejuicios contra la poesía es pensar que “no se entiende”. En realidad, muchas veces no se deja usar. No sirve para producir, convencer, vender ni demostrar nada. Y eso incomoda. La poesía no pide velocidad, pide presencia. No busca explicarse, busca resonar. Octavio Paz, poeta y ensayista mexicano, lo decía con claridad: “La poesía no dice: muestra” (El arco y la lira, 1956).

Por eso la poesía no se “consume”. Se habita. Se entra en ella como se entra en una habitación en penumbra: con cuidado, dejando que los ojos se acostumbren. Leer poesía a diario nos reeduca en algo que hemos olvidado: estar sin hacer.

La poesía como traductora de lo que sentimos (cuando no sabemos decirlo)

En la clínica aparece constantemente una dificultad: el afecto sin palabras. El cuerpo tenso, el insomnio, la irritabilidad, el llanto sin relato. La poesía ofrece algo precioso: pone palabras donde sólo había sensación. Un verso puede decir por nosotros lo que no sabíamos formular. No porque explique, sino porque condensa.

Idea Vilariño, poeta uruguaya, escribe en Poemas de amor (1957):

“No me abraces.
No me digas palabras.
Déjame sola con mis cosas”.

Quien ha sentido eso, no necesita interpretación. La poesía funciona como un espejo afectivo: “eso soy yo, eso me pasa”. Y en ese reconocimiento, algo del estrés se afloja.

Freud, el inconsciente y los poetas que llegaron antes

Sigmund Freud nunca fue indiferente a la literatura. Al contrario: la respetaba profundamente. En La interpretación de los sueños (1900) afirma que los poetas y artistas intuyeron antes que nadie el funcionamiento del inconsciente. En una carta a Arthur Schnitzler (1922), Freud le confiesa: “Usted ha sabido por intuición —o por autoobservación— todo aquello que yo he descubierto laboriosamente en otros hombres”.

Para el psicoanálisis, la poesía no es adorno: es vía regia al deseo, al conflicto, a lo reprimido. El poema trabaja con condensación, desplazamiento, ambigüedad… exactamente los mismos mecanismos que Freud describe en el sueño. Leer poesía es, sin saberlo, hablar el idioma del inconsciente.

“La poesía es el eco de la melodía del universo en el corazón de los humanos”.
—Rabindranath Tagore, Sadhana (1913).

Lo que la poesía no es (para no espantarnos)

Conviene decirlo claro:

  • La poesía no es autoayuda rimada.
  • No es motivación barata.
  • No son frases bonitas para Instagram (aunque pueda serlo).
  • No exige entenderlo todo.
  • No pide erudición ni títulos.

La poesía no te pide que seas culto. Te pide que seas honesto(a) contigo. Como decía Rainer Maria Rilke: “Viva las preguntas ahora” (Cartas a un joven poeta, 1903).

Leer poesía como acto de resistencia cotidiana

Leer poesía todos los días es resistir a la prisa, al ruido, al utilitarismo. Es recordar que no todo tiene que servir para algo inmediato. Que también somos interioridad, símbolo, pausa. Un poema antes de dormir puede calmar más que muchos consejos. Un verso al amanecer puede ordenar el día mejor que cualquier lista.

La poesía no quita los problemas. Pero ensancha el alma para que no nos ahoguen.

Manual mínimo (y cariñoso) para leer poesía

  1. No leas poesía cuando tengas prisa. La poesía se venga.
  2. Si no entiendes un poema, no te disculpes: acompáñalo.
  3. Lee en voz baja. El poema también tiene cuerpo.
  4. Si un verso te molesta, ahí hay algo tuyo.
  5. No subrayes todo. La poesía se deja volver a encontrar.
  6. Un solo poema al día es suficiente. No es maratón.
  7. Si te emociona, no lo expliques de inmediato. Respétalo.
  8. La poesía no se termina: se relee cuando uno cambia.

Reflexión final

Tal vez por eso la poesía necesita tiempo. Tal vez por eso no se lee de golpe. Tal vez por eso alguien puede tardar en abrir un libro… y está bien. La poesía no reclama. Espera. Y cuando llega el momento, sabe decir exactamente lo que necesitábamos escuchar.

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La poesía —como el psicoanálisis— empieza cuando alguien se anima a escuchar de verdad.

Benedetti y La Tregua

“Lunes 11 de febrero. Hoy ha sido un día nulo”
— Mario Benedetti

Queridos(as) lectores(as):

Hay libros que no llegan a nuestra vida para darnos lecciones, sino para acompañar silenciosamente algo que ya veníamos sospechando dentro de nosotros. La tregua (1960), de Mario Benedetti, es precisamente uno de esos libros. No exige teorías, no ofrece grandes giros narrativos, no tiene la pretensión de revelarlo todo. Su fuerza está en que, con una sencillez que desarma, muestra cómo puede despertar el alma en medio de una existencia rutinaria y desgastada. Esa es la experiencia que viven miles de personas hoy: vidas aparentemente estables, pero emocionalmente anestesiadas, como si la rutina hubiera ido apagando la capacidad de sentir.

La primera frase del libro —“Hoy ha sido un día nulo”— sintetiza esa sensación contemporánea de repetición vacía. No es tristeza, ni depresión propiamente dicha, sino una quietud amarga que se vuelve costumbre. Muchos de nosotros vivimos así: haciendo lo que se espera, respondiendo mensajes, cumpliendo obligaciones, pero sin sentir que realmente estamos viviendo algo propio. Es un estado de suspensión afectiva que se parece al letargo, y que Benedetti retrata con una claridad tan humana que uno siente que le está leyendo los días.

La rutina como forma de anestesia

La vida de Martín Santomé antes de Avellaneda está marcada por esa frase inicial: “día nulo”. Sus jornadas se suceden sin sobresalto, sin alegría, sin dolor intenso. No hay drama, pero tampoco hay vitalidad. Es lo que Byung-Chul Han diagnostica en nuestra época: “La vida se reduce a una sucesión de tareas sin sentido que sólo incrementan la fatiga” (La sociedad del cansancio, 2010). La rutina no mata, pero adormece. Y ese adormecimiento es peligrosamente cómodo. Benedetti muestra esta anestesia sin exageraciones. No convierte a Santomé en un hombre miserable ni resentido. Lo retrata como un hombre común, cansado, responsable, disciplinado, que ha sobrevivido a la vida ejerciendo una especie de administración emocional. Desde una perspectiva psicoanalítica, se diría que Santomé ha puesto su pulsión vital en pausa. Funciona, responde, habla, pero no se arriesga a sentir. La vida, para él, es un trámite que debe completarse sin contratiempos.

Este tipo de existencia es tremendamente actual. Hoy vemos a muchas personas atrapadas en dinámicas similares: trabajar, cuidar, atender, sostener, responder… pero sin espacio para las propias preguntas. Paradójicamente, puede ser más fácil cumplir que sentir. El sentir, en cambio, exige apertura, vulnerabilidad, exposición. Y por eso el sujeto contemporáneo evita lo afectivo incluso sin darse cuenta. La anestesia emocional no es un defecto personal; es un mecanismo de supervivencia frente al exceso de responsabilidad. Pero lo más interesante es que Benedetti no juzga esa anestesia. La muestra como algo casi inevitable en quienes han vivido demasiado, sufrido demasiado o postergado demasiado. Es un estado en el que los días se parecen entre sí, donde el alma se acomoda en un silencio resignado, y donde uno aprende a vivir sin esperar. Ese es el punto de partida de La tregua: no la tragedia, sino la costumbre. Y es precisamente ahí donde se manifiesta el milagro literario del libro.

El estremecimiento que despierta lo dormido

La llegada de Laura Avellaneda no es ruidosa. No hay fanfarrias ni epifanías románticas. Lo que hay es un cambio de ritmo, una presencia que desestabiliza lo que parecía inamovible. Avellaneda no es un personaje idealizado; es la encarnación de una posibilidad. Y a veces, en la vida real, lo que más nos transforma no es alguien extraordinario, sino alguien que nos mira de un modo que nos recuerda que aún estamos vivos. Simone Weil decía: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (Escritos espirituales, 1942). Esa es la clave para entender el vínculo entre Santomé y Avellaneda. Ella lo mira con una atención que él ya había olvidado merecer. Y ese simple acto —ser visto de verdad— es profundamente transformador. Desde el psicoanálisis, Christopher Bollas lo llamaría un “objeto transformacional”: una presencia que activa en la persona una energía dormida, un deseo que llevaba años agazapado.

La novela describe con sutileza ese despertar. No es un enamoramiento súbito, sino un lento derrumbe de defensas. Santomé se sorprende sintiendo curiosidad, luego simpatía, luego afecto. Y en ese proceso descubre algo que ignoraba: que bajo la rutina había un corazón que aún sabía latir. Este despertar es profundamente actual. Muchas personas hoy no están tristes: están dormidas emocionalmente. Y alguien —un amigo, una pareja, una palabra, un gesto— puede ser su Avellaneda. Lo más conmovedor es que Avellaneda no llega para “salvarlo”. No lo rescata ni lo repara. Sólo le ofrece la oportunidad de mirar su vida con otros ojos. Y ese cambio sutil hace que La tregua sea una novela profundamente humana, más cercana a la vida real que muchas historias de amor idealizadas. A veces, la verdadera revolución emocional es que alguien llegue y nos haga lugar en su mirada.

“No sé si la vida es corta o larga para nosotros. Pero sé que nada de lo que vivimos tiene sentido si no lo tocamos el corazón de alguien”.
– Mario Benedetti (La tregua, 1960)

La culpa de volver a ser feliz

Uno de los temas más profundos de la novela es la culpa que Santomé siente al experimentar felicidad después de tanto tiempo. Erich Fromm, en El arte de amar (1956), escribió: “La felicidad no es algo que se posee, sino algo a lo que hay que atreverse». Y esta frase ilumina la experiencia del protagonista: tiene miedo de atreverse a ser feliz. La culpa aparece porque la alegría despierta los fantasmas de la pérdida. Quien ha sufrido sabe que la felicidad puede ser efímera, frágil, incluso peligrosa. La culpa también surge como un mecanismo de defensa: si me convenzo de que no merezco la felicidad, tal vez no dolerá tanto cuando desaparezca. Muchos lectores vivirán este dilema: el temor a permitirse sentir algo bueno por miedo a perderlo.

La novela retrata este conflicto con una mezcla de ternura y brutal honestidad. Santomé quiere entregarse, pero algo dentro de él lo retiene. Y ese algo no es cobardía: es humanidad. Cargar con historias de dolor hace que la alegría se vuelva un territorio incierto. Pero a la vez, es precisamente esa incertidumbre la que vuelve más valioso el momento en que alguien nos devuelve al mundo afectivo. Esto hace que La tregua sea también un libro sobre el acto de recibir. Recibir cariño, recibir compañía, recibir ternura. A veces hemos vivido tanto tiempo en modo “supervivencia” que no sabemos cómo responder cuando la vida nos ofrece algo bueno. El libro enseña que la felicidad, aunque sea breve, aunque sea tímida, es siempre un acto de valentía.

La tregua como acontecimiento existencial

La palabra “tregua” en la novela no es casual. Es un concepto cargado de resonancias filosóficas. No es simplemente un descanso; es una suspensión del conflicto. Albert Camus, en El verano (1952), escribió: “En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que había dentro de mí un verano invencible”. Ese verano interior es lo que Avellaneda representa para Santomé: un respiro en medio de la dureza cotidiana. La tregua es el tiempo en el que lo extraordinario se filtra en lo ordinario. Es una grieta en la programación de la vida. No cambia la estructura externa de la existencia, pero transforma su sentido. La tregua podría entenderse como un acontecimiento: algo que irrumpe y exige ser interpretado. No es simplemente algo que pasa, sino algo que marca.

Este espacio funciona como un territorio intermedio: un lugar donde el sujeto puede experimentar su deseo sin la carga total de sus mecanismos defensivos. Es un espacio transicional, diría Winnicott, donde la persona se permite jugar con la posibilidad de una vida más propia. Y ese juego, por breve que sea, puede ser profundamente reparador. Benedetti muestra que una tregua puede ser suficiente para reconfigurar la memoria emocional. No hace falta una felicidad eterna para que algo en nosotros se dignifique y se recoloque. A veces, basta una experiencia luminosa para que la vida deje de ser nula. Esa es la enseñanza más suave y más profunda del libro.

El golpe final y la pregunta que queda

No revelaré aquí el desenlace, pero quienes lo han leído saben que la novela no concluye con un final complaciente. Lo que ocurre obliga a Santomé —y a nosotros— a enfrentarnos a una verdad difícil: incluso lo bueno puede perderse. Sin embargo, la novela no es nihilista. Es consciente de que las pérdidas también pueden convertirse en parte de la dignidad de la vida. Benedetti consigue que el lector sienta que la tregua valió la pena, aunque haya sido breve. Que el despertar del corazón, aunque frágil, tiene un valor que no se borra. Que lo vivido no se cancela por su duración. Esta idea contrasta con una cultura que valora sólo lo que dura mucho, lo que se mantiene estable, lo que no cambia. La tregua recuerda que lo breve puede ser transformador.

La novela nos deja con la pregunta fundamental: ¿qué hacemos con lo que la vida nos da y luego nos quita? La respuesta no es sencilla, pero Benedetti sugiere algo: honrar lo vivido, guardarlo, permitir que nos cambie. La experiencia, aunque dolorosa, no es inútil. La tregua muestra que incluso un amor breve puede reorganizar el mundo interno de una persona. Y quizás esa sea la verdadera enseñanza: la vida puede ser dura, injusta, impredecible… pero aun así, vale la pena cuando aparece alguien que nos mira de modo distinto. Por breve que sea, es una prueba de que todavía podemos ser alcanzados por la luz.

Reflexión final

Si estás cansado, si la rutina te ha ido apagando, si ya no esperas gran cosa de los días, La tregua puede ser un libro para ti. No te ofrecerá fórmulas ni optimismo vacío. Te ofrecerá compañía. Te recordará que incluso en los momentos más planos puede aparecer algo que despierte tu alma. Y que esa chispa, por pequeña que sea, puede cambiarlo todo.

Los invito a leer La tregua. A entrar en sus silencios, en sus ternuras, en sus días nulos que de pronto dejan de serlo. Y, si lo desean, a compartir en los comentarios qué les movió por dentro esta historia. A veces, un libro es la mano suave que necesitábamos sin saberlo.

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Esperanza en tiempos de venganza

“Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar»
— Alexandre Dumas

Queridos(as) lectores(as):

A veces un libro se vuelve más que una historia: se vuelve espejo, advertencia, consuelo. El Conde de Montecristo (1844) es uno de esos libros que parecen escritos para cada época. Alexandre Dumas no narró sólo la caída de un hombre inocente, sino el descenso de todo ser humano cuando la traición le quiebra el alma. Edmond Dantès, ese joven marinero injustamente encarcelado, encarna la pregunta que todos, en algún momento, nos hemos hecho: ¿qué hacer cuando la vida se vuelve injusta? La obra comienza con un hombre que confía, ama y espera. Pero la envidia de otros —Danglars, Fernand y Villefort— convierte su ascenso en ruina. Dantès es encarcelado en el Château d’If, donde la desesperación se convierte en su única compañía. Su fe se quiebra, y con ella se abre el abismo de la desesperanza. Sin embargo, en esa oscuridad encuentra al abate Faria, quien lo instruye, lo humaniza y, sobre todo, le enseña que el conocimiento puede ser una forma de libertad.

Años después, cuando escapa y se convierte en el misterioso Conde de Montecristo, la novela deja de ser una tragedia y se transforma en una reflexión sobre el poder, la justicia y la redención. Dantès podría ser cualquiera de nosotros: alguien que ha amado, ha sido herido, y ha tenido que decidir si convierte su herida en venganza o en sabiduría. Esa elección —que parece personal— es también moral y colectiva: define qué tipo de humanidad queremos construir. Hoy, cuando el mundo parece moverse entre resentimientos, ofensas y cancelaciones, la historia de Montecristo nos invita a otra mirada. “Busquen su propio árbol”, dice Dumas al final. No el árbol del rencor, ni el de la resignación, sino el de la esperanza madura: esa que se planta en la tierra del dolor y da fruto en silencio

La celda como espejo del alma

En la celda húmeda del Château d’If, Dantès descubre la verdad más brutal: que el dolor no sólo proviene de los otros, sino del derrumbe interior que provoca la injusticia. “Fui a la prisión creyendo en Dios y salí creyendo en el diablo”, dice en uno de los pasajes más desoladores de la obra. Es la frase de un hombre que ha tocado fondo, que ha sentido la traición como una forma de muerte.Sigmund Freud, en Más allá del principio del placer (1920), llamó a ese impulso de autodestrucción “pulsión de muerte”: una fuerza que busca el retorno al silencio cuando la realidad se vuelve insoportable. Pero Dantès no se deja consumir del todo. La irrupción del abate Faria es el primer destello de Eros, la pulsión de vida. A través de la enseñanza, del pensamiento y del vínculo, el prisionero comienza a reconstruirse. “El saber es la única riqueza que no se pierde”, le dice el abate. En esas palabras se esconde una idea profunda: el conocimiento como acto de resistencia frente al sufrimiento. Lo que salva a Dantès no es la fe ingenua ni la fuerza física, sino el trabajo interior que le permite dar forma al caos.

Durante años, ambos cavan túneles, comparten teorías, sueñan con la libertad. Faria se convierte en su maestro y en su padre espiritual, y le revela la existencia del tesoro de Montecristo. Sin embargo, el verdadero tesoro no es el oro, sino la sabiduría que brota del dolor compartido. Dantès, que había perdido toda esperanza, vuelve a creer —no en los hombres, sino en el sentido. La celda se convierte en claustro, y el cautiverio, en iniciación. En ese proceso, Dumas nos enseña algo que el mundo moderno parece olvidar: que las crisis no destruyen, sino que revelan. La prisión de Dantès es metáfora de los encierros interiores que también habitamos hoy: los de la depresión, la decepción, la soledad. Pero así como el abate Faria aparece en su oscuridad, también cada uno de nosotros puede hallar una voz que despierte el deseo de vivir.

Conocimiento y poder como tentación

Cuando Dantès escapa y encuentra el tesoro en la isla de Montecristo, el joven ingenuo ha muerto. Renace como un hombre nuevo, pero también peligroso: el que ha visto el abismo y ha aprendido a dominarlo. “El saber y la paciencia son las dos llaves del poder”, escribe Dumas. La transformación es impresionante: del marinero sencillo surge el conde sofisticado, calculador, dueño de una fortuna y de una mente prodigiosa. Sin embargo, bajo esa elegancia se esconde una herida que todavía sangra. El conocimiento, cuando no se acompaña de compasión, puede volverse un arma. Montecristo domina idiomas, ciencias, finanzas; conoce los secretos de todos, manipula destinos. Pero su inteligencia, sin amor, se convierte en hielo. Karl Gustav Jung advertía en Recuerdos, sueños, pensamientos (1961) que “quien mira demasiado tiempo al abismo, corre el riesgo de que el abismo mire dentro de él” (idea profundamente nietzscheana). Eso le ocurre a Dantès: el poder lo aísla, la sabiduría lo separa, y la venganza lo consume como una enfermedad disfrazada de justicia.

Su metamorfosis recuerda un proceso que el psicoanálisis ha descrito con precisión: el del yo que intenta reparar el trauma volviéndose invulnerable. Montecristo no busca sólo castigar a sus enemigos; busca demostrar que ha vencido al destino. Pero en ese empeño pierde algo más valioso: la capacidad de amar sin cálculo. Su antigua prometida, Mercedes, lo percibe enseguida: “No es la venganza lo que te consume, Edmond, sino la soledad». Esa frase, dicha desde el amor que aún sobrevive, marca el punto de inflexión. El poder, que parecía su salvación, se revela como otra prisión. Dumas, con una lucidez casi espiritual, parece recordarnos que el saber sin humildad vuelve al hombre un dios trágico. En un tiempo donde el conocimiento se confunde con superioridad moral, El Conde de Montecristo nos advierte que todo poder no purificado por el amor termina devorando a quien lo ejerce.

Justicia o venganza: el alma ante su espejo

“Yo soy el ángel de la venganza de Dios”, proclama Montecristo. Pero en esa afirmación se esconde la trampa de todo justiciero: creer que la herida propia autoriza a convertirse en juez del mundo. Durante gran parte de la novela, Dantès castiga con precisión quirúrgica a quienes lo traicionaron. Cada uno recibe su destino —el banquero arruinado, el político deshonrado, el traidor humillado—. Sin embargo, la perfección de su justicia deja un sabor amargo: no hay redención, sólo equilibrio matemático. Freud afirmaba que la repetición del trauma es una forma de muerte psíquica. La venganza no libera: reactualiza la herida. Montecristo vive de noche, observa desde la sombra, manipula, juzga. En su frialdad hay una tristeza que ni el oro ni la gloria disimulan. El conde se cree instrumento divino, pero poco a poco comprende que ha usurpado un papel que no le corresponde. “Sólo Dios tiene el derecho de castigar, porque sólo Él puede perdonar”, terminará admitiendo. Esa frase marca su redención.

En el fondo, Dantès aprende lo que el mundo contemporáneo parece no entender: que la justicia no es una revancha, sino una forma de verdad. Hoy vivimos en una época donde la cancelación sustituye al diálogo y la exposición del otro al castigo. Montecristo sería un espejo incómodo para nuestra época: un hombre que logra vengarse de todos y, sin embargo, descubre que sigue vacío. Lo que falta no es triunfo, sino sentido. Dumas no nos deja con una moraleja moralista, sino con una advertencia existencial: quien hace de la venganza su razón de vivir termina habitando una cárcel más sutil. El odio, como la sal, conserva, pero también corroe. La única verdadera libertad —parece decirnos el autor— es la del perdón, no porque el culpable lo merezca, sino porque el alma lo necesita.

Un árbol siempre será recordatorio de que la espera y la confianza siempre traen increíbles frutos.

La esperanza: el árbol de Montecristo

Al final de la novela, cuando Montecristo se despide de Maximilien Morrel y Valentine, les deja una carta donde escribe: “Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar». Esas dos palabras condensan todo el viaje de Edmond Dantès. Esperar no como resignación, sino como acto de fe en la posibilidad del bien. Confiar no como ingenuidad, sino como lucidez espiritual. Después de haberlo perdido todo, Dantès comprende que la esperanza no consiste en que el mundo cambie, sino en que el corazón vuelva a creer.

El árbol del que habla al final —“Busquen su propio árbol”— no es sólo una metáfora poética: es el símbolo de la reconciliación interior. El árbol tiene raíces (la memoria), tronco (la fortaleza) y ramas (el futuro). En un mundo donde todos corren, Montecristo invita a detenerse y plantar. Plantar algo que dure, algo que no dependa del éxito ni de la revancha. Como escribió Kierkegaard en La enfermedad mortal (1849): “La desesperación es no querer ser uno mismo; la fe es aceptar serlo ante Dios.” Dantès, al final, se acepta: ya no busca castigar ni demostrar nada; simplemente existe. La esperanza, en este contexto, no es un consuelo fácil. Es una tarea. Requiere paciencia, humildad, silencio. Y también perdón. Montecristo, que había jugado a ser Dios, termina comprendiendo que el verdadero poder está en retirarse, en dejar que el amor siga su curso sin control. “He vivido demasiado para odiar”, dice. Es el triunfo de la vida sobre la muerte, de Eros (amor) sobre Tánatos (muerte).

En tiempos como los nuestros —tan impacientes, tan ruidosos—, la esperanza se ha vuelto un acto de rebeldía. Pero Dantès nos recuerda que sólo quien espera puede volver a amar. “Esperen y esperen siempre”, dice. Porque sólo quien sabe esperar puede, al fin, plantar su propio árbol.

Mirar el mundo con los ojos de Edmond Dantès

Si Edmond Dantès viviera hoy, quizá no sería un conde, sino un hombre común: alguien que fue traicionado por su país, abandonado por sus amigos y tentado a vengarse del mundo. Viviría entre las redes y los noticieros, viendo cómo cada día se celebra la caída de alguien. Pero también sería, como entonces, un hombre que busca sentido. Su mirada atravesaría el cinismo contemporáneo con la serenidad del que ha perdonado sin olvidar. Montecristo nos invitaría a mirar más allá del ruido. A no convertir el dolor en espectáculo, ni la justicia en venganza colectiva. Nos recordaría que el odio es un lujo que sólo pueden permitirse los que han perdido la esperanza. Y nos pediría, como a Morrel, que aprendiéramos a esperar y a confiar, incluso cuando todo parece derrumbarse. Porque sin esperanza, la inteligencia se vuelve crueldad, y sin amor, la justicia se vuelve venganza.

En el fondo, El Conde de Montecristo no es una historia de castigo, sino de conversión. El viaje de Dantès —de víctima a juez y de juez a hombre reconciliado— es el itinerario de toda alma humana que busca sentido en el dolor. Dumas, con su genio narrativo, nos recuerda que las heridas pueden educar o destruir, según el uso que les demos. El secreto está en no convertirlas en trinchera. “Busquen su propio árbol”, nos dice el Conde, y la frase resuena como un testamento espiritual. En ese árbol está todo: la sombra del perdón, la savia del amor, la raíz del sentido. Quien planta su árbol, planta su alma. Y quien aprende a esperarlo, se reconcilia con la vida.

Reflexión final

Quizá todos, alguna vez, hemos habitado un Château d’If interior: un lugar de silencio, culpa o desesperanza. Pero si algo enseña El Conde de Montecristo es que la herida no es el final, sino el comienzo de la transformación. En un mundo que responde a la ofensa con furia y a la tristeza con ironía, Edmond Dantès se alza como una voz serena: la de quien ha aprendido que la venganza no cura, pero la esperanza sí. Así que, queridos(as) lectores(as), si el mundo los traiciona, no corran a vengarse: siembren. Si el dolor los encierra, aprendan. Y si el tiempo parece perder sentido, esperen. La paciencia, como el árbol, crece lento pero firme. Montecristo lo supo al final: no se trata de ser fuertes, sino sabios; no de castigar, sino de confiar.

“Esperen y esperen siempre. Busquen su propio árbol«.

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Gracias por leer.

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Nos seguimos leyendo —con un café, un libro y, ojalá, un poco de esperanza…

Arthur Gordon Pym: en los límites de lo humano

“La narración de Arthur Gordon Pym es un viaje hacia lo desconocido, pero sobre todo hacia lo que en nosotros mismos permanece inaccesible»
— Charles Baudelaire

Queridos(as) lectores(as):

De todos los escritos de Edgar Allan Poe, La narración de Arthur Gordon Pym (1838) es, quizá, el más desconcertante. No se trata de un cuento breve, sino de su única novela larga: un relato de viaje, naufragio, hambre, violencia, canibalismo y misterio polar. A simple vista podría parecer una aventura marítima del siglo XIX, pero quienes han navegado por sus páginas saben que allí late algo mucho más profundo: el descenso al inconsciente humano y el terror de lo inexplicable. No es casual que escritores como Herman Melville, Julio Verne y Charles Baudelaire encontraran en este libro un enigma fascinante. Verne llegó a escribir La esfinge de los hielos (1897) como continuación de la novela inconclusa de Poe. Y Baudelaire, traductor apasionado del autor, reconocía que en este texto el mar no era sólo geografía, sino espejo de la psique.

Pym no es un héroe clásico: es un hombre enfrentado al hambre, al crimen, a la blancura aterradora del polo. Y el lector, atrapado en la narración, debe preguntarse: ¿qué límites somos capaces de cruzar cuando todo lo conocido se derrumba? La novela nos obliga a revisar nuestras propias expediciones vitales: ¿no emprendemos todos viajes que comienzan con entusiasmo y terminan enfrentándonos a lo que no queremos ver? En Pym, el lector encuentra la metáfora brutal de toda existencia: salir al mar abierto, sabiendo que no hay garantías de regreso.

El mar como inconsciente

Desde las primeras páginas, el océano aparece como fuerza desbordada. Poe lo describe con crudeza: “Las olas se elevaban como montañas y el barco parecía un juguete en medio de la tempestad” (Narración de Arthur Gordon Pym, 1838). El mar, inmenso y oscuro, no es un escenario romántico, sino un monstruo que traga y escupe vidas. Si Freud hablaba de lo inconsciente como una región “sin límites ni coordenadas fijas”, Pym lo experimenta en carne propia. Cada tempestad es la irrupción de lo indomable: lo que no se controla, lo que nunca termina de conocerse. El mar es el inconsciente colectivo y personal, con sus corrientes ocultas.

Herman Melville, en una carta a Evert Duyckinck (1851), reconocía que Poe “conocía bien el mar del alma, aunque jamás fuese capitán de navío”. Melville intuyó que, en Pym, el océano es metáfora: un viaje hacia la mente humana en sus momentos de fractura. No es casual que críticos modernos como Richard Kopley vean en la novela “un relato del hundimiento del yo en un mar que no es físico, sino psicológico” (Edgar Allan Poe and the Dupin Tradition, 1989). El mar de Poe no se limita al Atlántico: es el espejo de todas nuestras aguas internas, allí donde el timón se nos escapa.

El hambre, el canibalismo y la pulsión de muerte

Uno de los pasajes más perturbadores de la novela es el sorteo macabro para decidir quién morirá y servirá de alimento a los demás. Poe lo narra sin adornos: “Nos miramos los unos a los otros, con los labios secos y los ojos vidriosos, hasta que uno fue señalado por la suerte”. Aquí no hay espectros góticos ni castillos derruidos: el horror es la necesidad. El hambre reduce al hombre a lo más primitivo: devorar al semejante para sobrevivir. Freud, en Más allá del principio del placer (1920), señala que la vida se sostiene paradójicamente en una pulsión que tiende hacia la destrucción. El episodio del canibalismo lo encarna de manera brutal: la vida de unos sólo es posible con la muerte de otro.

Jorge Luis Borges, gran lector de Poe, decía en su conferencia sobre “El cuento policial” (1951) que Arthur Gordon Pym era “el libro más terrible” de su autor, no por los fantasmas, sino porque enfrentaba al lector con lo que todos llevamos dentro: la violencia como recurso último. Como ha señalado el crítico Scott Peeples en The Afterlife of Edgar Allan Poe (2004), “el canibalismo en Pym es menos un hecho de supervivencia que una metáfora del sacrificio inevitable que exige la vida moderna: siempre alguien paga el precio por la subsistencia de otros». Poe transforma el hambre en una alegoría universal.

La blancura y lo enigmático

El final de la novela es quizá uno de los más misteriosos de toda la literatura. Pym se interna en el Polo Sur y se encuentra con una figura blanca gigantesca que lo envuelve en su manto: “Y entonces, de la niebla surgió una blancura sin forma definida, más vasta que todo lo que habíamos visto jamás” (Narración de Arthur Gordon Pym, 1838). La narración se corta abruptamente, dejando al lector en suspenso. La crítica ha discutido durante siglos qué significa esa blancura. Melville la transformará en el símbolo de la ballena de Moby-Dick. Para algunos, representa lo divino; para otros, la nada. Poe nos entrega un enigma sin resolver.

Jules Verne afirmaba en Edgar Poe y sus obras (1864): “Poe nos deja ante el abismo de la blancura, allí donde termina el mundo y empieza lo desconocido». La blancura no es pureza: es lo indescifrable, lo que aterra porque no se puede nombrar. El crítico John Carlos Rowe, en Through the Custom-House: Nineteenth-Century American Fiction and Modern Theory (1982), añade: “La blancura en Poe no revela, sino que borra. Es una figura del límite donde el lenguaje fracasa». Quizá por eso el lector, más que respuestas, recibe un silencio: un vacío que lo obliga a contemplar lo inexplicable.

“Las olas se elevaban como montañas, y nuestro navío parecía un espectro arrojado de un lado a otro por una voluntad invisible»
(La narración de Arthur Gordon Pym).

Cultura y barbarie en el viaje

La novela también confronta a Pym con pueblos desconocidos, descritos desde la visión colonial de su época. Sin embargo, lo más terrible no está en “los otros”, sino en lo que los propios marineros hacen entre sí: motines, engaños, asesinatos. La barbarie no viene de fuera, sino que brota dentro del grupo civilizado. En Dialéctica de la Ilustración (1944), Adorno y Horkheimer señalan: “La cultura que se cree liberadora siempre guarda en sí la semilla de la barbarie». Poe lo mostró un siglo antes: en alta mar, sin leyes ni instituciones, el barniz de civilización se agrieta y la violencia se impone.

Baudelaire lo había intuido ya en su prólogo a las Historias extraordinarias: “Poe comprendió que el horror no es un accidente, sino la verdad que late en toda sociedad». Esa es la fuerza de Arthur Gordon Pym: mostrarnos que no necesitamos monstruos externos para hundirnos en el terror. El crítico Toni Morrison, en su ensayo Playing in the Dark (1992), rescató este aspecto de Poe al señalar cómo el “otro” racial en la literatura estadounidense es usado como proyección de miedos internos. En Pym, la otredad sirve de espejo: no descubrimos nuevos pueblos, sino nuestra propia violencia reflejada.

El terror de lo abierto

A diferencia de otros textos de Poe, esta novela no concluye de manera cerrada. No hay explicación, no hay resolución: el relato se interrumpe en el clímax. El lector queda suspendido, atrapado en la incertidumbre. Ese silencio final es, quizá, lo más aterrador de todo. Maurice Blanchot escribió en El espacio literario (1955): “La literatura verdadera no da respuestas, sino que abre un espacio donde el lector queda expuesto al enigma». Arthur Gordon Pym hace exactamente eso: nos expone al enigma de lo incomprensible, nos obliga a aceptar que el terror puede ser lo inacabado.

Y así llegamos a la pregunta esencial: ¿podemos vivir sin explicación? ¿Aceptamos que haya experiencias humanas que nunca podremos comprender del todo? Poe, con su final en blanco, nos invita a convivir con esa falta de sentido. Y tal vez allí esté el verdadero abismo. Como subrayó Harold Bloom en Genius (2002), “Pym es la narración más perturbadora de Poe porque se niega a concluir. Nos entrega al vacío y nos deja allí». El terror último, entonces, no es morir en el mar, ni devorar al prójimo, ni enfrentar al otro: es quedar suspendidos en un relato que no termina.

Reflexión final

Leer La narración de Arthur Gordon Pym es lanzarse a un viaje donde el verdadero monstruo no está en el océano, sino en el interior del hombre. Poe nos confronta con el hambre, la violencia, lo reprimido y lo inexplicable. Nos recuerda que el terror no es siempre un castillo en ruinas, sino un mar abierto que no se deja abarcar. Queridos(as) lectores(as), ¿se atreverían ustedes a seguir a Pym hasta el borde mismo de lo comprensible? ¿A mirar de frente esa blancura donde se confunde lo divino, lo vacío y lo absoluto?

¿Qué piensan ustedes? ¿Creen que el terror más grande es el de un monstruo externo, o el del enigma que nunca se resuelve?

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Las grietas del alma: un viaje a la Casa Usher

“La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia».
— Edgar Allan Poe

Queridos(as) lectores(as):

Pocas veces la literatura logra condensar en un relato breve los abismos de la mente humana, la decadencia de una cultura y el terror que nos sobrecoge en las madrugadas cuando todo parece callar. Uno de esos textos es La caída de la Casa Usher (1839) de Edgar Allan Poe. Su atmósfera sombría, sus personajes enfermizos y la casa misma —convertida en un cuerpo vivo— han desconcertado a generaciones de lectores. Poe logra que el lector experimente el mismo malestar que el narrador anónimo al acercarse a la mansión: “Me miré con un sentimiento de un intolerable abatimiento. Un frío, un sofocante malestar invadía mi espíritu” (La caída de la Casa Usher, 1839). Desde el inicio, la narración plantea preguntas que nos interpelan: ¿qué ocurre cuando el refugio se convierte en amenaza? ¿Cuándo la razón se vuelve contra sí misma? ¿Cómo distinguir lo real de lo alucinado?

Y es aquí donde Poe alcanza una vigencia sorprendente: ¿acaso no vivimos hoy en un mundo donde muchas “casas” —familias, instituciones, incluso nuestra propia interioridad— parecen desgastadas, corroídas, a punto de caer? El miedo que despierta Poe no es sólo literario: es existencial.

La casa como símbolo de la mente

La descripción inicial de la mansión es uno de los pasajes más famosos de Poe: “Vi ante mí una mansión que había resistido el paso de los siglos, aunque cubierta de desolación. Tenía grietas desde el tejado hasta el suelo” (La caída de la Casa Usher, 1839). Esa fisura es más que arquitectónica: simboliza la grieta del yo, la fragilidad de la conciencia. Gaston Bachelard escribió en La poética del espacio (1957): “La casa es nuestro rincón del mundo. Ella nos protege y nos recuerda quiénes somos”. En Poe, la casa se convierte en todo lo contrario: un espejo demente que refleja la disolución de la identidad. El lector siente que no está entrando en un hogar, sino en un cráneo agrietado.

El psicoanálisis nos recuerda que lo siniestro (Das Unheimliche) se manifiesta cuando lo más familiar se torna extraño. ¿No es acaso inquietante que la mansión, símbolo de seguridad, se transforme en un lugar de amenaza? La grieta nos obliga a preguntarnos: ¿qué parte de nuestra propia mente está ya cuarteada? ¿Qué se esconde en nuestras profundidades, esperando derrumbarse? Y sin embargo, el verdadero terror de la Casa Usher no radica en sus ruinas visibles, sino en la certeza de que aquello que se quiebra afuera está reflejando un quiebre interior. Cada lector, al avanzar, sospecha que hay un rincón de sí mismo que late con la misma humedad y sombra que esos muros.

Filosofía de la decadencia

El mundo de los Usher no es simplemente una familia enferma: es la imagen de una civilización que ha llegado a su límite. Poe describe a Roderick como un hombre consumido por una sensibilidad tan extrema que roza la locura: “Su constitución física estaba en decadencia; sus nervios, de una sensibilidad mórbida” (La caída de la Casa Usher, 1839). En lugar de citar las frases más trilladas, pensemos en lo que Nietzsche escribió en una carta a Peter Gast en 1883: “La cultura se corrompe cuando ya no crea, sino que repite; y en esa repetición se enferma de sí misma». Roderick Usher vive en esa repetición: escucha la misma música, contempla los mismos cuadros, se encierra en un linaje sin renovación. La casa se convierte en un museo de su propia ruina.

Arthur Schopenhauer, por su parte, advertía en Parerga y Paralipomena (1851): “El exceso de conciencia es una enfermedad”. En Roderick, esa conciencia hipertrofiada lo vuelve incapaz de vivir. Aquí el terror se profundiza: no se trata de un fantasma externo, sino de un exceso de lucidez que paraliza. El deterioro de Usher es, en última instancia, el deterioro de la esperanza. ¿Qué pasa cuando la sensibilidad deja de ser fuente de arte y se convierte en condena? Poe obliga al lector a verse reflejado: ¿hasta qué punto nuestra propia sociedad vive del exceso de nervios, del ruido de imágenes y sonidos que, como en la música de Usher, anuncia el colapso?

Roderick y Madeline, el doble reprimido

Pocas escenas son tan estremecedoras como el retorno de Lady Madeline. Poe escribe: “Allí estaba, con los labios ensangrentados, con la túnica desgarrada y la figura temblorosa… con un grito aterrador cayó pesadamente sobre su hermano” (La caída de la Casa Usher, 1839). Ese momento encarna la irrupción brutal de lo reprimido. Freud lo habría explicado como el retorno de lo sepultado en el inconsciente. Pero más que repetir el famoso ensayo de Lo siniestro, podemos recuperar sus Conferencias de introducción al psicoanálisis (1917), donde afirma: “Lo reprimido vive con más intensidad bajo tierra que en la superficie.” Madeline, enterrada viva, es la confirmación de esa verdad.

El lector no puede dejar de hacerse preguntas: ¿cuántas “Madelines” hemos enterrado en nuestra vida? ¿Qué parte de nosotros mismos mantenemos bajo tierra, esperando que no resurja? El terror se profundiza porque no basta con cerrar un ataúd: lo reprimido siempre encuentra la forma de volver. Y es precisamente ahí donde Poe nos asusta más: la muerte en vida de Madeline no es solo metáfora, es una advertencia. ¿Qué ocurre cuando condenamos a una parte de nosotros a la tumba del silencio? Tal vez, como en el cuento, el verdadero horror no sea morir, sino seguir vivos bajo tierra, atrapados en lo que nunca quisimos enfrentar.

“La casa y la familia llevaban unidas tanto tiempo, que parecía imposible separarlas» -Edgar Allan Poe (La caída de la Casa de Usher, 1839)

Una lectura cultural: el derrumbe de Occidente

La caída de la mansión no es sólo la ruina de una familia, sino la metáfora de un mundo que se desploma. Poe lo describe con precisión: “Mientras el sol naciente se alzaba… la mansión de los Usher se hundió, y las aguas de la laguna cerraron silenciosas sobre sus restos” (La caída de la Casa Usher, 1839). Walter Benjamin, en un pasaje menos citado de su Libro de los pasajes (compuesto entre 1927-1940), escribió: “Toda arquitectura es al mismo tiempo construcción y ruina anticipada.” La Casa Usher encarna esa paradoja: nació con el germen de su derrumbe. ¿No sentimos hoy lo mismo? Instituciones, familias, tradiciones: todas muestran grietas invisibles que presagian un derrumbe.

El terror de Poe no es sólo gótico: es cultural. Nos obliga a preguntarnos: ¿qué casas estamos habitando que tarde o temprano se hundirán? ¿Qué cimientos de nuestra civilización son ya ruinas disfrazadas? Y quizá lo más inquietante sea esta pregunta: ¿somos nosotros los últimos habitantes de una Casa Usher global? Poe parece advertirnos que la cultura que no se renueva acaba sepultada en su propio pantano.

El terror como experiencia estética y psicológica

Lo que distingue a La caída de la Casa Usher no es solamente la trama, sino el modo en que Poe logra que el lector sienta el mismo terror que sus personajes. El narrador, desde el principio, confiesa su “intolerable abatimiento” al contemplar la mansión. El malestar es contagioso: la atmósfera de humedad, la penumbra, la música disonante, las paredes resquebrajadas generan un estado de hipnosis inquietante. Søren Kierkegaard, en un pasaje de su Diario (1849), escribió: “El miedo que no tiene objeto es el más verdadero, porque es el miedo a uno mismo.” En Poe, el terror no tiene un monstruo externo: es la experiencia de que el yo y su mundo se están desmoronando sin remedio.

Desde el psicoanálisis, esta es la esencia de lo siniestro: aquello que, siendo íntimamente familiar, se revela hostil. Poe, maestro del suspenso, dosifica ese retorno con precisión quirúrgica: primero, la enfermedad de Roderick; después, la presencia silenciosa de Madeline; finalmente, su irrupción espectral. El lector queda atrapado en un crescendo de angustia. En lo cultural, este cuento también nos enseña que el terror tiene una función: despertarnos del adormecimiento de lo cotidiano. El miedo no es sólo un recurso narrativo, sino una llamada a la conciencia. ¿Qué estructuras sociales, qué seguridades personales, qué convicciones parecen tan sólidas que jamás caerán? Poe nos muestra que hasta los cimientos más firmes tienen una grieta. Y quizá el lector, tras cerrar el libro, se quede con una pregunta incómoda: ¿dónde está mi propia Casa Usher?

Reflexión final

Releer La caída de la Casa Usher es aceptar que el verdadero terror no proviene de fantasmas ajenos, sino de nuestras propias grietas. Poe nos enfrenta a lo que más tememos: la ruina de la razón, el retorno de lo reprimido, el colapso de lo que considerábamos sólido. Queridos(as) lectores(as), ¿qué parte de su propia casa interior sienten hoy agrietada? ¿En qué rincones de su memoria habita una Madeline esperando salir? Poe nos deja con la certeza de que nadie escapa a ese derrumbe: la mansión de los Usher está dentro de nosotros.

Y tal vez ese sea el mayor gesto de genio de Poe: mostrarnos que el terror nunca está allá afuera, sino en lo más íntimo de nuestro ser. No es un género de entretenimiento, sino un espejo. ¿Estaremos dispuestos a mirarnos en él? ¿Qué piensan ustedes? ¿Se atreven a mirar sus propias grietas como quien entra en la mansión de los Usher?

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El terror de mirarse al espejo: el Doppelgänger

“En verdad, soy yo mismo, idéntico en todo a mi doble. Y sin embargo, siempre lo odié como jamás odié a hombre alguno».

-Edgar Allan Poe (William Wilson)

Queridos(as) lectores(as):

Octubre no sólo trae consigo espectros y casas embrujadas. También nos recuerda un miedo más íntimo: el de encontrarnos frente a nosotros mismos, pero no en el reflejo inocuo del espejo, sino en la figura de un otro idéntico que respira, camina y decide por su cuenta. Ese es el mito del Doppelgänger, palabra alemana que significa “doble andante”. La superstición afirma que ver a tu doble es presagio de desgracia o incluso de muerte. No es un fantasma ajeno, no es un monstruo oculto en la oscuridad, sino una copia exacta de ti, destinada a arrebatarte tu vida o tu lugar en el mundo. El enemigo no llega del exterior: brota de tu propia sombra.

En este encuentro recorreremos los distintos rostros de este mito inquietante. Nos sumergiremos en el folclore europeo, en la literatura universal (Poe, Dostoievski, Stevenson, Borges), en el psicoanálisis que lo interpreta como retorno de lo reprimido y en la psiquiatría, que ha documentado clínicamente el fenómeno de los dobles. El Doppelgänger es, quizá, la metáfora más precisa de lo siniestro: lo familiar vuelto extraño, lo cercano transformado en amenaza. Tal vez lo más terrible no sea encontrarse con un espectro, sino con una copia de uno mismo que se atreve a vivir mejor tu vida.

El mito y el folclore

En el folclore germánico, el Doppelgänger aparece como figura ominosa: ver al propio doble significaba la inminencia de la muerte. El doble no era protector, sino verdugo. Se decía que acompañaba en silencio, como sombra tangible, y que una vez aparecía, nada podía revertir la desgracia. Otros pueblos también desarrollaron supersticiones similares. En Escandinavia, existía la figura del vardøger: un espíritu que se manifiesta ante que la persona real, repitiendo sus acciones. En Irlanda, el fetch cumplía un rol semejante: su presencia anunciaba la muerte próxima de aquel a quien imitaba.

La fascinación por el doble tiene raíces antropológicas. Desde la antigüedad, el reflejo en el agua o en un espejo era motivo de temor. Si el reflejo persistía demasiado, podía interpretarse como que el alma estaba atrapada. El doble, entonces, es la evidencia de que la identidad nunca es tan sólida como creemos. El miedo radica en la inversión: aquello que debería garantizar nuestra unicidad —el rostro, la voz, la forma de caminar— se convierte en réplica. Y con esa réplica, en amenaza. ¿Cómo defenderse de alguien que no es otro, sino tú mismo(a)?

El Doppelgänger en la literatura

Edgar Allan Poe exploró magistralmente el tema en William Wilson (1839). El protagonista es perseguido desde su infancia por un doble idéntico que lo corrige, lo delata y, al final, lo destruye. El cuento concluye con una confesión aterradora: “Maté a mi doble, pero al hacerlo descubrí que me había asesinado a mí mismo” (William Wilson, 1839). En Rusia, Fiódor Dostoievski escribió El Doble (1846), donde el funcionario Goliadkin sufre la irrupción de un homónimo que ocupa su puesto y destruye su reputación. Allí el doble no es castigo moral, sino delirio burocrático: una pesadilla kafkiana antes de Kafka.

Robert Louis Stevenson, con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), llevó el mito a lo fisiológico: el doble es la materialización del mal reprimido en la respetabilidad victoriana. Aquí, el Doppelgänger no aparece como otro idéntico, sino como escisión del yo. Jorge Luis Borges también rozó el abismo de los dobles en textos como El otro (1972), donde se encuentra consigo mismo siendo joven. Borges advertía: “El espejo inquieta porque multiplica al hombre” (El Aleph, 1949). La literatura del doble siempre nos devuelve al mismo punto: ¿qué pasa si no somos uno, sino dos… o más?

Cuando el espejo deja de imitarte y comienza a crear su propia voluntad. El rostro que ves podría no ser ya el tuyo.

El retorno de lo reprimido

Sigmund Freud, en Lo siniestro (Das Unheimliche, 1919), explicó que el terror del doble surge cuando algo familiar se vuelve extraño. El reflejo, el eco, la sombra: todos son fenómenos cotidianos, pero si se independizan, se convierten en fuentes de angustia. El Doppelgänger encarna ese retorno de lo que debería permanecer oculto. Freud asociaba el doble a los mecanismos de defensa del yo: desdoblamientos que permiten proyectar lo inaceptable en otra figura. El doble es lo reprimido que insiste, una máscara que delata lo que intentamos negar.

Jacques Lacan añadió otra lectura desde el Estadio del espejo (1936). El yo nace al reconocerse en la imagen, pero ese reconocimiento es también alienación. El doble no es enemigo externo: es constitutivo. Vivimos siempre siendo otro para nosotros mismos. El Doppelgänger es, entonces, el recordatorio de esa falla originaria. El psicoanálisis revela así que el terror del doble no es fantasía gótica, sino experiencia íntima: todos, en algún momento, sentimos que no somos del todo “uno”. Que otra parte de nosotros respira aparte, decide distinto, se escapa en sueños y síntomas.

Psiquiatría y neurología

El mito encontró su correlato en la clínica psiquiátrica. Existe el Síndrome de Fregoli, en el que el paciente cree que distintas personas son en realidad un mismo individuo disfrazado. Y, de manera más directa, el síndrome del doble subjetivo, donde el sujeto está convencido de que un clon suyo vive otra vida paralela. Estos trastornos han sido vinculados a lesiones en el lóbulo temporal derecho y a episodios psicóticos. El neurólogo V. S. Ramachandran documentó casos en los que las conexiones entre visión y reconocimiento emocional fallan, produciendo una alienación radical: el paciente ve a alguien idéntico a sí mismo y lo percibe como otro (Phantoms in the Brain, 1998).

La psiquiatría confirma lo que el folclore intuía: el doble no es sólo invención literaria, sino síntoma de fracturas reales en la percepción del yo. Lo perturbador no es que existan “fantasmas”, sino que el cerebro humano puede fabricar la sensación de estar duplicado. En estos casos clínicos se repite el mismo terror que en las leyendas: el doble aparece autónomo, hostil, invasivo. El paciente no lo controla. Y ese despojo de sí mismo resulta más devastador que cualquier monstruo externo.

Reflexión final

El Doppelgänger nos enfrenta al miedo más íntimo: el de no ser únicos. Nos revela que la identidad no es roca, sino agua. Y que bajo ciertas circunstancias —ya sea un delirio, un espejo, un cuento o un sueño— podemos encontrarnos con un yo que no controlamos. No es casual que, en el folclore, el doble anuncie la muerte. Porque morir es justamente eso: ver que el mundo seguirá existiendo… sin nosotros. El doble anticipa ese vacío: otro ocupará mi lugar, aunque sea mi sombra.

La literatura, el psicoanálisis y la psiquiatría coinciden en lo mismo: el doble siempre retorna. Lo negado, lo reprimido, lo incompleto, se proyecta en esa figura que camina a nuestro lado. Querido(a) lector(a), pregúntate: ¿qué harías si mañana, al entrar en casa, encontraras a tu otro yo ya sentado en tu sillón, sonriéndote con tu propia voz?

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Drácula y el abismo del deseo humano

“El verdadero poder consiste en que jamás se sospeche de su existencia”.

–Bram Stoker

Queridos(as) lectores(as):

Seguimos en octubre, el mes del miedo, ese tiempo en que las sombras se vuelven más cercanas y el mundo parece dispuesto a escuchar historias inquietantes. Si en nuestra entrada pasada descendimos a los sótanos de la Ópera de París, ahora nos toca viajar a Transilvania y a los pasillos sombríos de la Inglaterra victoriana para encontrarnos con una de las figuras más icónicas del terror: el conde Drácula. Pero quiero que lo miremos de un modo distinto. No como el vampiro convertido en cliché cinematográfico, sino como lo que realmente es en la novela de Bram Stoker de 1897: una alegoría sobre el deseo, la otredad, la muerte y la sed imposible de apagar. Drácula no es sólo un monstruo: es la encarnación de todo aquello que tememos reconocer en nosotros mismos.

El vampiro, con su ambigüedad fascinante, nos obliga a confrontar un tabú universal: la intimidad entre la vida y la muerte, entre el placer y el dolor. Cada mordida es un acto erótico y al mismo tiempo una condena. Cada sorbo de sangre revela que lo humano siempre está al borde de lo inhumano. En este encuentro quiero que pensemos juntos: ¿qué significa que Drácula nunca pueda saciarse? ¿Qué nos dice esa hambre infinita sobre nuestra propia condición? Tal vez descubramos que el conde no habita únicamente en Transilvania, sino en la grieta más íntima de nuestro ser.

El miedo al extranjero

Cuando Bram Stoker publicó Drácula, Europa vivía obsesionada con la figura del “otro”. El conde que llega de los Cárpatos no es sólo un aristócrata extraño: es el extranjero que amenaza con corromper la estabilidad de Inglaterra. Jonathan Harker lo percibe de inmediato: “Hay algo extraño en este hombre que me mira como si ya me conociera desde siempre”. El vampiro encarna el miedo xenófobo de la época, pero también nos habla a nosotros: ¿qué hacemos con lo distinto? Lo rechazamos, lo encerramos en un castillo, lo demonizamos. Drácula es la otredad radical: un ser que no pertenece a nuestra lógica de tiempo ni de vida. Freud había escrito poco antes, en Tótem y tabú (1913), que el extranjero siempre despierta lo reprimido, aquello que se parece demasiado a lo que quisiéramos negar en nosotros mismos.

El miedo al extranjero no es otra cosa que miedo a nuestro propio desorden interno. Drácula, con su acento, su vestimenta, sus costumbres extrañas, es el espejo de lo que Occidente quería controlar: lo bárbaro, lo instintivo, lo salvaje. Y sin embargo, en su figura hay un magnetismo irresistible: cuanto más se le teme, más se le desea. El lector no puede evitar sentirse atraído por ese otro que, en lugar de destruir, revela. Drácula no invade Inglaterra para imponerse, sino para mostrarnos que toda frontera es frágil, y que lo que creemos sólido puede resquebrajarse por una simple mordida en la penumbra.

El deseo como sed

El núcleo de Drácula es el hambre insaciable. No importa cuánta sangre beba, el conde siempre necesita más. Esa sed interminable es metáfora de un deseo humano que nunca logra satisfacerse. “La sed me quema como fuego eterno”, confiesa en un momento el vampiro. En el psicoanálisis, Jacques Lacan formuló que el deseo no es nunca de un objeto concreto, sino del deseo mismo. Nunca nos basta lo que tenemos, porque lo que buscamos en realidad es llenar una falta imposible de colmar. Drácula es el símbolo perfecto de esa estructura: un ser que vive eternamente pero jamás logra apagar su ansia.

La sangre funciona aquí como metáfora erótica. Cada mordida es un acto de posesión y entrega, donde víctima y victimario quedan unidos por un vínculo tan íntimo que asusta. Georges Bataille escribió: “El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte” (El erotismo, 1957). En Drácula, esa frase se vuelve literal: la vida se prolonga gracias a la muerte del otro. El deseo como sed es lo que nos hace vulnerables. Todos tenemos un Drácula dentro: una pulsión que nos arrastra a querer más, a consumir más, a amar más, sin importar cuánto recibamos. Y lo perturbador es reconocer que esa sed es precisamente lo que nos mantiene vivos.

“El misterio de la vida de cada hombre es el secreto de su propia sangre”
(Bram Stoker, Drácula, 1897).

La inmortalidad como condena

En la superficie, Drácula parece encarnar el sueño de muchos: la vida eterna. Sin embargo, la novela revela pronto que la inmortalidad es una trampa. Stoker describe al conde vagando en soledad, condenado a repetir siglos sin nunca pertenecer a ningún tiempo. “El tiempo es para mí lo que el mar para el navegante perdido: infinito y vacío”. Aquí la novela toca un nervio existencial profundo. ¿Qué es la eternidad sin amor, sin pertenencia, sin posibilidad de redención? Lo que en apariencia es un poder, se convierte en condena. La inmortalidad de Drácula no es plenitud, sino vacío infinito.

Friedrich Nietzsche, en La gaya ciencia (1882), introdujo la idea del “eterno retorno”: vivir la misma vida una y otra vez. Para Drácula, ese retorno es insoportable, porque su vida se ha reducido a un sólo acto: morder, beber, sobrevivir. La repetición vacía transforma el don en maldición. La inmortalidad, entonces, no es un triunfo sobre la muerte, sino la imposibilidad de descansar. Drácula nos recuerda que no deberíamos desear la eternidad a cualquier precio: más que un regalo, podría ser el más cruel de los castigos.

La cruz y la sombra

Uno de los elementos más inquietantes de la novela es la tensión entre lo sagrado y lo profano. El crucifijo, la hostia consagrada, la luz del día: todos son armas contra el vampiro. Pero ¿qué significa que lo religioso sea lo único capaz de frenarlo? Drácula representa la sombra que necesita un límite. Carl Gustav Jung decía: “Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad” (Aion, 1951). En este sentido, el conde no es vencido tanto por la cruz como por la conciencia de que existe una frontera ética que no puede ser traspasada sin consecuencia.

El vampiro no soporta la luz porque la luz revela. No soporta el crucifijo porque el crucifijo recuerda la fragilidad de su poder. La fe, en la novela, no es sólo rito: es símbolo de lo que humaniza frente a lo que devora. La cruz marca un límite donde el deseo absoluto se topa con un “no” necesario. Y, sin embargo, lo fascinante es que sin esa sombra no habría relato. Drácula es necesario porque encarna lo que todos reprimimos: la violencia, el instinto, la sed. La cruz no lo elimina: lo hace visible. En ese choque de símbolos, Stoker nos recuerda que la lucha entre luz y sombra no ocurre afuera, sino dentro de cada uno.

Redención y sacrificio

El desenlace de la novela no es un espectáculo sangriento, sino un acto de sacrificio. Mina Harker, mordida y casi convertida, es rescatada gracias a la entrega de quienes se atreven a enfrentarse al conde. Van Helsing lo resume con claridad: “No luchamos sólo contra la carne, sino contra el espíritu de lo que corrompe”. Aquí aparece un matiz decisivo: Drácula no es derrotado sólo con estacas y cuchillos, sino con la solidaridad de un grupo dispuesto a arriesgarse por el otro. En contraste con el vampiro, que vive eternamente a costa de los demás, los humanos de la novela viven plenamente cuando se entregan unos a otros.

Simone Weil escribió: “La compasión por la desgracia ajena es la más grande de las virtudes” (La gravedad y la gracia, 1947). La redención en Drácula no consiste en matar al monstruo, sino en proteger a la víctima, en cuidar al otro aunque eso implique riesgo. Al final, el conde muere, pero su figura no desaparece. Queda en nosotros como advertencia: si vivimos sólo para saciar nuestra sed, terminaremos como él, condenados a un hambre que nunca se apaga. La salvación, en cambio, está en la entrega, en ese sacrificio que rompe el círculo de la obsesión.

Reflexión final

Drácula no es sólo un clásico del terror: es un espejo oscuro de nuestra propia condición. La figura del conde revela que todos tenemos una sed insaciable, un deseo que nunca se sacia, un miedo a la diferencia que nos consume. Lo monstruoso de Drácula no está sólo en sus colmillos, sino en que nos hace ver lo que no queremos admitir: que, a veces, también nosotros vivimos de la sangre de los demás.

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Querido(a) lector(a), este octubre no se trata sólo de asustarnos con vampiros y castillos, sino de preguntarnos: ¿qué sed me persigue? ¿Qué he intentado llenar mil veces sin lograrlo? Y, sobre todo, ¿qué me recuerda que la verdadera vida no está en poseer, sino en entregarse? Tal vez el conde Drácula no sea un mito tan lejano. Tal vez habite, silencioso, en esa parte de ti que todavía busca un sorbo más.

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El fantasma detrás de la máscara

“No había nada humano en su mirada, y sin embargo me atravesaba el corazón”

–Gaston Leroux

Queridos(as) lectores(as):

Octubre se abre ante nosotros, y con él llega esa atmósfera peculiar en la que la cultura se viste de sombras. Es el mes en que las librerías desempolvan a Poe, en que los cines reviven viejos clásicos de terror y en que hasta los niños, sin saberlo, juegan con máscaras que recuerdan la fragilidad de lo humano. Quiero que en este mes, desde Crónicas del Diván, nos sumerjamos en obras que dialogan con el miedo, con la oscuridad que habita en cada uno, con esas zonas donde el deseo y lo siniestro se tocan. Y para comenzar, no podía elegir mejor que El Fantasma de la Ópera de Gaston Leroux (1910). Aunque hoy es recordado más por el musical que por la novela, la obra original es un laberinto fascinante: mezcla gótico, romanticismo y un suspenso casi detectivesco. En ella, el miedo no viene de espectros etéreos, sino de un hombre de carne y hueso, Erik, que nos confronta con una pregunta brutal: ¿qué hacemos con lo que consideramos monstruoso?

El Fantasma de la Ópera no es sólo una historia de pasadizos oscuros y amores imposibles. Es también un tratado sobre la soledad, el rechazo, la necesidad de ser visto. Leroux construyó a Erik como un personaje que nos repugna y nos atrae al mismo tiempo. No hay aquí moraleja sencilla: lo grotesco también puede crear belleza sublime, y lo angelical puede ser cruel en su indiferencia. En esta entrada quiero invitarlos a bajar conmigo al sótano de la Ópera de París, donde las máscaras no esconden solamente un rostro deformado, sino también nuestras heridas más secretas. Si octubre es el mes del miedo, que no sea sólo el miedo a lo externo, sino también el coraje de mirar lo que llevamos dentro.

La máscara y la identidad

En El Fantasma de la Ópera, la máscara es mucho más que un objeto: es un destino. Erik la lleva para protegerse de la mirada ajena, pues su rostro ha sido condenado desde la infancia. La sociedad, incapaz de tolerar lo que rompe con la norma estética, lo empuja a ocultarse. Así, la máscara no disfraza, sino que revela la tragedia de vivir en un mundo donde lo que no encaja debe ser eliminado de la vista. Leroux escribe en voz de Christine: “Bajo esa máscara hay una calavera… y sin embargo, sus lágrimas eran más humanas que las de cualquier hombre”. Esta ambivalencia define al Fantasma: lo monstruoso y lo humano entrelazados en un mismo rostro. Freud, en Lo siniestro (1919), ya lo advertía: lo que debía permanecer oculto —un cadáver, una deformidad, un secreto— cuando se muestra nos aterra porque revela la fragilidad de nuestra propia normalidad.

La pregunta incómoda surge: ¿qué somos sin nuestras máscaras? Tal vez no de yeso ni terciopelo, pero sí esas que usamos cada día para que nadie vea nuestras cicatrices emocionales. Søren Kierkegaard anotó en su Diario (1849): “La desesperación más profunda es querer desesperadamente ser otro que uno mismo”. Erik vive en ese abismo: nunca puede ser amado como es, y lo que en realidad aterra no es su fealdad, sino el eco de nuestra propia desesperación de no ser aceptados. Jacques Lacan sostenía que el yo se constituye en la mirada del otro. Erik es un hombre que, visto sólo como monstruo, jamás puede ser otra cosa que lo que los demás proyectan en él. El fantasma no es, en última instancia, un “villano”, sino la encarnación de lo que ocurre cuando la mirada social condena a alguien a vivir eternamente bajo el signo del rechazo.

El deseo y la posesión

El amor de Erik hacia Christine no es un amor libre: es una obsesión que aprisiona. “Quería tenerla para mí, con su voz, con su alma… aunque me odiara”, confiesa él mismo en la novela. Esta frase basta para comprender que el deseo, cuando se convierte en posesión, deja de ser amor. Lo que Erik busca no es la felicidad de Christine, sino la confirmación de que incluso un ser como él puede ser amado. El filósofo danés Knud Ejler Løgstrup afirmaba: “Confiar en otro es poner algo de uno mismo en sus manos” (The Ethical Demand, 1956). Erik, en cambio, no confía: retiene, controla, amenaza. Su amor es el grito desesperado de alguien que nunca fue acariciado. De ahí que su relación con Christine sea, más que erótica, reparadora: intenta compensar con ella la falta de ternura de toda una vida.

El psicoanálisis nos ayuda a leer este gesto. Donald Winnicott habló de los “objetos transicionales”, que sirven al niño como puente entre la soledad y el mundo externo. Christine, para Erik, no es sólo una mujer: es el imposible objeto transicional, el consuelo que le faltó, la madre que no acarició, el otro que nunca lo aceptó. Por eso no puede soltarla: porque dejarla ir equivaldría a aceptar el vacío. Aquí el lector se ve reflejado. ¿Cuántas veces llamamos “amor” a lo que en realidad es miedo a quedarnos solos? El deseo de Erik no es extraño, es cercano: es el mismo que late cuando confundimos la necesidad de ser vistos con la capacidad de amar. Leroux, sin indulgencia, nos muestra el filo peligroso en el que todos caminamos.

La belleza y lo monstruoso

El contraste entre Christine y Erik parece claro: ella, la belleza luminosa; él, la deformidad oscura. Sin embargo, Leroux invierte esta lógica. Erik compone música capaz de arrancar lágrimas a cualquiera; Christine, con su voz angelical, puede ser cruel en su compasión a medias. La belleza y lo monstruoso no están en bandos opuestos, sino entrelazados. “Lo prohibido excita el deseo con más fuerza que lo permitido”, escribió Georges Bataille en El erotismo (1957). Erik encarna ese principio: es lo prohibido que atrae con una intensidad irresistible. Su rostro horripila, pero su arte fascina. Leroux nos obliga a preguntarnos si lo verdaderamente monstruoso es su deformidad o la sociedad que lo encierra en las catacumbas.

Hay un momento en que Christine confiesa: “Tenía miedo, pero también compasión… y no podía dejar de escucharlo”. Esa confesión revela la paradoja: lo monstruoso no nos atrae porque sea bello, sino porque refleja lo que nos falta. La fascinación nace de reconocer en el otro nuestra propia sombra. En esta dialéctica, el lector queda atrapado. Erik es repulsivo y seductor, víctima y verdugo, humano y monstruo. Y al obligarnos a mirarlo, Leroux nos arranca una confesión íntima: lo que más tememos de los otros es, en realidad, lo que rechazamos en nosotros mismos.

El teatro como espejo del alma

La Ópera de París no es sólo un edificio: es el escenario del inconsciente. Con sus sótanos, pasadizos secretos y trampillas, funciona como una metáfora del aparato psíquico. Arriba, en el escenario, la luz y la belleza; abajo, en las catacumbas, la oscuridad y lo reprimido. El fantasma habita allí, en lo que no se muestra, pero determina la función entera. Carl Gustav Jung escribió en Aion (1951): “Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma”. La sociedad parisina niega el rostro de Erik, y al hacerlo lo vuelve más poderoso, capaz de aterrorizar desde las sombras. La Ópera es la ciudad entera: un espacio que, al silenciar su sótano, queda a merced de aquello que no se atreve a nombrar.

Leroux insiste en los espejos, en los ecos, en los pasillos interminables. Es un lenguaje onírico: los sueños también repiten, distorsionan, nos devuelven lo reprimido en forma de pesadilla. Erik no es un espectro, es la encarnación de esa verdad que vuelve en lo nocturno. El teatro, entonces, no es sólo un decorado. Es una confesión: todos actuamos sobre el escenario de lo social, pero nuestras decisiones más profundas se cuecen en los sótanos que evitamos visitar. El fantasma es, en última instancia, ese eco subterráneo que mueve los hilos de nuestra propia representación.

“Soy un ser del que todos huyen; y sin embargo, cuando cierro los ojos, sueño con que alguien me ama» (Gaston Leroux, El Fantasma de la Ópera, 1910).

Redención y piedad

El clímax de la novela no es un asesinato ni una fuga espectacular, sino un gesto de ternura: Christine besa al fantasma. “Lloró como un niño… porque nunca una mujer había dejado que sus labios tocaran su frente”. Ese beso lo desarma más que cualquier espada. La compasión, allí, se vuelve más poderosa que el miedo. Hannah Arendt señaló en La condición humana (1958): “El perdón es la única reacción que rompe la cadena de las consecuencias”. Christine no justifica a Erik, pero rompe la lógica de odio que lo encadenaba. Al besarlo, le concede lo que siempre le fue negado: la certeza de que su rostro también merece un gesto de ternura.

Ese instante es insoportable y liberador: insoportable porque muestra la fragilidad de Erik, liberador porque nos recuerda que incluso lo monstruoso anhela piedad. ¿Quién no es, en algún momento, ese ser que ruega ser amado a pesar de todo? La lección no es ingenua: no se trata de romantizar al monstruo, sino de advertirnos que lo que más asusta —nuestro lado rechazado, nuestra herida más honda— no se redime con castigo, sino con reconocimiento. En el beso de Christine late una verdad perturbadora: lo humano no se salva por la perfección, sino por la misericordia.

Reflexión final

El Fantasma de la Ópera es más que un relato gótico: es una meditación sobre lo que escondemos y sobre cómo el amor se deforma cuando nace del miedo. Erik, con su máscara, su música y su soledad, nos muestra que el verdadero horror no está en lo grotesco, sino en la indiferencia de quienes no se atreven a mirar más allá de la superficie.

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Querido lector, este octubre no te invito sólo a encender velas frente a lo sobrenatural, sino a bajar a tus propios sótanos. A preguntarte: ¿qué máscara uso cada día? ¿Qué heridas escondo para que no me rechacen? ¿Y qué pasaría si alguien, con ternura, se atreviera a besar justo esa herida? Comparte en los comentarios cuál es tu máscara, tu sombra, tu secreto que guardas bajo tierra. Tal vez descubramos juntos que, al final, todos somos un poco Erik.

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Borges y los laberintos infinitos

«Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca».
— Jorge Luis Borges

Queridos(as) lectores(as):

Si Rayuela de Cortázar nos invitaba a saltar, Ficciones de Jorge Luis Borges (1944) nos arrastra a un laberinto donde cada pasillo conduce a otro más profundo. No es una novela ni un tratado filosófico, sino una constelación de relatos que parecen espejos entre sí. Borges no busca contarnos historias en el sentido clásico, sino recordarnos que toda historia es, en realidad, el eco de otras. La experiencia de leerlo no es tanto avanzar hacia un final, sino perderse en un juego de reflejos donde cada respuesta abre nuevas preguntas. Cuando leí Ficciones en mi adolescencia, me pasó algo extraño: estaba acostumbrado a que los libros tuvieran principio, nudo y desenlace, y de pronto Borges me enfrentó a relatos donde lo importante no era “qué pasa”, sino “cómo pasa” y “qué significa que pase”. A ratos me frustraba, a ratos me fascinaba. Fue quizá el primer libro que me enseñó que la literatura podía ser filosofía encubierta. Que un cuento sobre una biblioteca infinita era, en realidad, un tratado sobre la condición humana.

Años después, en mi juventud gracias a mi mamá, entendí que ese desconcierto inicial era precisamente lo que Borges buscaba. En una entrevista dijo: “El hecho central de mi vida fue la existencia de las palabras y la posibilidad de entrelazarlas” (Conversaciones con Osvaldo Ferrari, 1985). Lo suyo no era “contar” sino mostrar el vértigo del lenguaje. Lo descubrí una noche en que, después de una larga jornada de estudio, me quedé releyendo El jardín de senderos que se bifurcan. Cerré el libro y sentí que mi propia vida estaba hecha de bifurcaciones invisibles: cada decisión, por mínima que fuera, me había llevado hasta ese instante. Borges nos recuerda que el sentido de la vida no está en encontrar un hilo recto, sino en aprender a habitar el laberinto. Como decía Macedonio Fernández, su maestro y amigo: “Yo no escribo para que me lean, sino para que me relean” (Papeles de Recienvenido, 1929). Y tal vez la vida, como Borges, no está hecha para entenderla a la primera, sino para vivirla en constantes relecturas.

El laberinto como metáfora

Uno de los símbolos más persistentes en Ficciones es el laberinto. En “La biblioteca de Babel”, el universo entero aparece como una biblioteca infinita donde los hombres buscan, entre anaqueles interminables, un libro que les dé sentido. Esa imagen es brutalmente humana: buscamos explicaciones en medio de un mar de signos que, en su mayoría, no entendemos. Borges sabía que el laberinto no era sólo una figura literaria, sino una metáfora de nuestra condición. Recuerdo que, en mis años de juventud, pasaba tardes enteras en las bibliotecas de la UNAM, rodeado de estantes que parecían no terminar nunca. No buscaba nada concreto: hojeaba, me perdía, encontraba libros que ni sabía que existían. Borges habría sonreído ante ese extravío, porque para él perderse era ya una forma de hallazgo.

Chesterton, otro de sus grandes referentes, había escrito: “Un hombre que piensa sigue siendo un hombre, aunque piense solo” (Ortodoxia, 1908). En el laberinto borgiano, incluso la soledad es compañía porque siempre hay un libro, una palabra, un espejo. El laberinto no se resuelve: se habita. Esa es la lección más incómoda. A los adolescentes nos dicen que la vida es “trazar un camino”, pero Borges sugiere lo contrario: que la vida es aceptar que no hay mapa último. Aquí pienso en Freud, que afirmaba: “La voz del intelecto es baja, pero no descansa hasta ser oída” (El porvenir de una ilusión, 1927). En el laberinto de la mente —y del deseo— siempre habrá un murmullo que nos lleve más adentro.

«El laberinto es uno de los caminos más antiguos de la humanidad, quizá porque todos estamos perdidos en uno».
— Jorge Luis Borges, conferencia El tiempo y J. W. Dunne (1952)

El tiempo como encrucijada

En “El jardín de senderos que se bifurcan”, Borges imagina un libro-laberinto donde cada decisión abre infinitos futuros posibles. Ese relato me golpeó fuerte en mis años universitarios, cuando dudaba entre seguir el camino académico o abrirme a la escritura y la clínica. Sentía que cada elección significaba cerrar todas las demás. Borges me mostró que quizás no, que el tiempo no es una línea, sino un entramado de bifurcaciones donde todos los caminos conviven en potencia. Schopenhauer, a quien Borges leía con pasión, escribió: “El presente es lo único que existe y es lo más breve que pueda imaginarse” (El mundo como voluntad y representación, 1819). El tiempo, entonces, no es algo que poseamos, sino algo que nos escapa a cada instante.

Lo mismo decía el obispo Berkeley: “Ser es ser percibido” (Tratado sobre los principios del conocimiento humano, 1710). En Borges, el tiempo se percibe, se imagina, se multiplica, pero nunca se posee del todo. Recuerdo haber pensado, en una tarde de dudas, que cada decisión que no tomaba se convertía en un fantasma: “el Héctor que pudo haber sido”. Borges me reconcilió con esa angustia: quizás todos esos Héctor posibles existen en algún jardín de senderos que se bifurcan. Y que la angustia de elegir —como diría Lacan— no es señal de error, sino de libertad.

Espejos y duplicaciones del yo

Otro de los motivos de Borges son los espejos. En “Borges y yo” escribe: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” (El hacedor, 1960). La fractura entre el que vive y el que escribe, entre el que piensa y el que actúa, es algo que cualquier lector experimenta. Y también, en cierto modo, cualquier analizante: el yo nunca coincide consigo mismo. Freud ya lo había advertido: “El yo no es dueño en su propia casa” (Introducción al psicoanálisis, 1917). En mi juventud me pasó algo curioso: leía a Borges y sentía que había un “yo lector” distinto del “yo que vivía la vida real”. El primero se maravillaba, el segundo se preocupaba por el día a día. Y ambos parecían no encontrarse. De hecho, en alguna conversación que tuve con mi querida maestra y amiga, Lourdes Penella Jean, le decía «deja que me pregunte luego qué quise decir cuando no dije nada… pero que no me escuche, no sea que me juegue otra mala pasada».

Bioy Casares, en sus memorias, recordaba: “La amistad con Borges fue una conversación ininterrumpida que duró más de cincuenta años” (Memorias, 1994). Quizá eso somos: conversaciones ininterrumpidas con distintos yos que nunca acaban de encontrarse. El espejo no sólo refleja: multiplica. En la adolescencia, uno suele querer una identidad sólida, clara. Borges nos muestra que lo humano es, precisamente, aceptar que somos varios. Winnicott lo dijo con ternura: “Una vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir” (Realidad y juego, 1971). Y quizás esa multiplicidad de yos que llevamos dentro sea, más que un problema, una oportunidad para vivir más de una vida en la misma existencia.

El vértigo del infinito

Si algo caracteriza a Borges es su fascinación por lo inabarcable. En “La biblioteca de Babel” dice: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales” (Ficciones, 1944). No se trata de resolver el enigma, sino de aprender a habitarlo. En mi juventud me obsesionaba con entenderlo todo: quería que la filosofía me diera respuestas claras, que la teología me explicara a Dios, que el psicoanálisis me mostrara el mapa del alma. Borges me enseñó lo contrario: que lo humano es reconocer los límites. Como escribió él mismo: “La identidad personal es una superstición” (Otras inquisiciones, 1952). Y en ese reconocimiento del límite hay una forma de libertad.

A veces, cuando camino por las calles de la Ciudad de México y veo librerías, pienso en esa biblioteca infinita. Sé que nunca leeré todos los libros, y en lugar de angustiarme, sonrío. Bioy lo resumió mejor: “Él me enseñó que toda gran literatura es también una forma de juego” (entrevista, 1980s). Y sí, tal vez el infinito no está para comprenderse, sino para jugar con él.

Reflexión final

Ficciones nos recuerda que la vida no es un relato lineal, sino un laberinto de bibliotecas, espejos y bifurcaciones donde cada paso abre nuevas posibilidades. Borges nos invita a perder el miedo a no abarcarlo todo y a disfrutar el vértigo de lo inabarcable. Como Quevedo escribió siglos antes: “Soy un fue, y un será, y un es cansado” (Sonetos, 1631). Y como Borges respondió, quizá sin quererlo, en cada página: lo importante no es poseer la totalidad, sino asombrarse con sus destellos.

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Saltos hacia el vacío: Rayuela y la identidad fragmentada

“Y por qué escribir siempre es, en el fondo, otra manera de buscar».

— Julio Cortázar

Queridos(as) lectores(as):

Cuando Julio Cortázar publicó Rayuela en 1963, la literatura latinoamericana dio un salto inesperado. No sólo porque rompió con la estructura tradicional de la novela, sino porque puso al lector en el centro de la experiencia. Cortázar no quería simplemente contar una historia, sino invitar a vivirla como un juego, un tablero abierto, un laberinto de capítulos que podían recorrerse en distinto orden. Con ello, nos obligó a preguntarnos: ¿leemos o jugamos? ¿Buscamos sentido o nos dejamos arrastrar por el sinsentido?

Lo fascinante es que este experimento literario no se queda en la forma: habla directamente de la vida. Porque, al fin y al cabo, ¿no vivimos también así, entre fragmentos dispersos, saltos al vacío, intentos de armar con coherencia lo que muchas veces no la tiene? La novela se convierte entonces en un espejo de la identidad contemporánea: una identidad hecha de pedazos, de búsquedas inacabadas, de certezas que se desmoronan apenas creemos tenerlas. Además, Rayuela nos confronta con algo que preferimos evitar: que no hay camino seguro ni reglas fijas. La vida, como el libro, exige al lector-jugador una decisión constante. ¿Avanzar o retroceder? ¿Saltar o quedarse en el mismo casillero? En esa incertidumbre se esconde su fuerza, porque nos recuerda que toda existencia auténtica implica riesgo, como decía Søren Kierkegaard: “La angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844).

El tablero y el salto

La estructura de Rayuela nos obliga a decidir: podemos leerla de manera lineal, del capítulo 1 al 56, o seguir el “tablero de dirección” que propone Cortázar y saltar a voluntad entre capítulos. Ese gesto, aparentemente lúdico, cambia todo: convierte la lectura en un acto de libertad. No hay un sólo camino, sino múltiples trayectorias. Como si la vida misma estuviera hecha de esos saltos imprevisibles que nos obligan a arriesgarnos sin garantías. Kierkegaard decía que “el salto es el movimiento de la pasión” (Temor y temblor, 1843), y quizás eso es lo que Cortázar quiso poner en manos del lector: la responsabilidad de saltar, aunque no sepamos si caeremos en un cielo o en un infierno.

En lo personal, recuerdo una tarde en que un amigo me compartía que llevaba meses dudando si dejar un trabajo estable para perseguir un proyecto que lo entusiasmaba más. Me decía que no podía con la angustia de equivocarse, de quedarse sin nada. Yo pensaba entonces en Oliveira, el protagonista de Rayuela, siempre atrapado en el dilema entre avanzar o detenerse, entre la Maga y el Club de la Serpiente. Al final, mi amigo dio el salto. No todo salió como esperaba, pero hoy dice que aprendió más de ese fracaso parcial que de todos los años de seguridad acumulada. Y en su voz reconocí lo que Cortázar intuía: que la vida, como el libro, se juega en los riesgos que aceptamos correr.

Oliveira y la búsqueda infinita

Horacio Oliveira es, en esencia, un buscador. Intelectual, irónico, siempre tentado por el escepticismo, encarna esa figura moderna que sabe mucho y, sin embargo, no logra encontrar sentido en lo que vive. Vive entre París y Buenos Aires, entre el deseo y el tedio, entre la Maga y sus obsesiones intelectuales. Es un hombre dividido, incapaz de asentarse, siempre huyendo de lo que lo compromete demasiado. Su dilema no es menor: ¿cómo reconciliar la vida pensada con la vida vivida? Dostoievski apuntaba en Los hermanos Karamázov (1880): “El misterio de la existencia humana no está en quedarse vivo, sino en saber para qué se vive”. Oliveira encarna esa pregunta sin respuesta.

Pienso en un conocido que siempre pospone la felicidad: “Cuando termine el posgrado, cuando consiga ese trabajo, cuando viaje allá, cuando…” Y la vida se le escurre en condicionales. Un día me dijo que sentía que había leído más sobre la vida de lo que había vivido en sí misma. Eso es Oliveira: el intelectual atrapado en su propia telaraña, el que ve en cada posibilidad un motivo de duda. Rayuela nos recuerda, con brutal honestidad, que esa búsqueda infinita puede convertirse en prisión.

La Maga: inocencia y abismo

Si Oliveira representa la mente dividida, la Maga es el cuerpo y el alma lanzados a la experiencia. No estudia, no analiza, vive. Se mueve con una ingenuidad luminosa que irrita y fascina a Oliveira. Ella es autenticidad pura, presencia viva. En palabras de Winnicott: “Ser es más fundamental que hacer” (Realidad y juego, 1971). La Maga no necesita justificar su existencia: la habita. Y en esa inocencia se abre también el abismo de su fragilidad, porque amar y entregarse sin defensas también puede doler.

Me acuerdo de una amiga que solía decir: “Yo no sé teorizar sobre nada, pero sé reírme, llorar, querer. ¿No basta?”. Ella tenía algo de Maga: ese modo de estar en el mundo sin cálculo, que a veces desconcierta a quienes siempre necesitamos explicaciones. En ella entendí que vivir no es acumular teorías sino dejarse atravesar por lo real, por lo inmediato. La Maga nos incomoda porque nos muestra lo que hemos perdido: la capacidad de vivir sin tanta mediación.

Fragmentos, espejos y lector

Cortázar juega con la novela como si fuera un rompecabezas que nunca se completa. Los capítulos dispersos, las notas, las digresiones, los “capítulos prescindibles”: todo apunta a romper la linealidad y obligarnos a reconocer la condición fragmentaria de nuestra propia identidad. ¿No somos también un montón de escenas inconexas, recuerdos, deseos, temores que intentamos hilar para sentirnos uno solo? Freud lo había advertido: “El yo no es dueño en su propia casa” (Introducción al psicoanálisis, 1917).

Una vez, conversando con un conocido que atravesaba una ruptura, me decía que sentía que se había quedado en pedazos: “El que era con ella ya no existe, y el que soy ahora no sé quién es”. Me vino a la mente la estructura de Rayuela: un ser hecho de retazos, de capítulos desordenados, que sin embargo forman parte del mismo libro. Tal vez la identidad no sea un bloque sólido, sino ese rompecabezas incompleto en el que a veces falta una pieza y aun así seguimos jugando.

Si caes te levanto y si no, me acuesto a tu lado
(Rayuela, 1963)

La rayuela como metáfora existencial

El juego infantil de la rayuela (en «avioncito» en México y otros países) consiste en saltar casillas hasta llegar al cielo. En la novela, esa figura se expande como metáfora de la vida: un ir y venir entre cielo y tierra, entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, lo lógico y lo irracional. Blaise Pascal lo decía con lucidez: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” (Pensamientos, 1670). Rayuela nos invita a aceptar esa tensión entre lo humano y lo trascendente, entre lo que aspiramos a ser y lo que inevitablemente somos.

Recuerdo a un amigo que, después de una pérdida muy dolorosa, me dijo: “Ahora todo es como una rayuela: a veces logro dar un salto y sonrío, a veces me tropiezo y caigo en la tierra. Pero sigo jugando, porque si no juego, me muero”. En esa confesión estaba la esencia de Cortázar: no se trata de alcanzar siempre el cielo, sino de animarse a saltar una y otra vez, aunque la piedra se caiga o el cuerpo se canse.

Reflexión final

Rayuela no nos ofrece respuestas cerradas, sino un espejo de nuestra propia existencia fragmentada. Oliveira, la Maga, el lector mismo: todos somos piezas de un tablero que no termina de ordenarse. Cortázar nos recuerda que la vida es menos un relato lineal que un conjunto de saltos, caídas, búsquedas, pérdidas y hallazgos. La pregunta no es si llegaremos al cielo, sino si tendremos el coraje de seguir jugando.

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