Meme: el inconsciente colectivo en la cultura digital

“El chiste, como el sueño, permite a lo reprimido asomar disfrazado”
—Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

En el transcurso de los últimos años, los memes han pasado de ser un entretenimiento informal a convertirse en una auténtica forma de comunicación cultural. No se trata sólo de chistes visuales: los memes expresan emociones, condensan pensamientos colectivos y revelan —sin proponérselo— estructuras afectivas profundas. Funcionan como huellas psíquicas compartidas, a menudo humorísticas, otras veces inquietantes, que circulan como ecos del inconsciente en un espacio donde todos somos emisores, receptores y, en algún punto, sujetos afectados. El meme, aunque breve y aparentemente trivial, opera como una pequeña obra de condensación simbólica. En él se cruzan la repetición, el deseo, la defensa, el duelo. Su éxito no se mide solamente en likes o cuántas veces se comparte, sino en la intensidad con la que logra tocar algo en el sujeto: una ansiedad, una herida, un sinsentido. En este gesto mínimo se esconde una economía del sufrimiento. No sufrimos menos, pero lo decimos de otra manera.

Desde la teoría psicoanalítica, podríamos entender esta práctica como una de las formas actuales que adopta lo que Sigmund Freud llamó “el retorno de lo reprimido”: aquello que no puede decirse directamente, se repite o se actúa. Desde la filosofía y la historia cultural, el meme aparece como una pathosformel contemporánea, en el sentido propuesto por Aby Warburg: una forma visual que encarna una emoción colectiva y persistente a lo largo del tiempo (Cfr. El ritual de la serpiente, 1923).

Reír para no llorar: el meme como defensa psíquica

El humor es una forma refinada de defensa. Freud decía que el humor “no es resignación, sino rebelión” frente a la realidad que nos oprime (Cfr. El humor, 1927). Cuando no podemos cambiar la realidad, al menos podemos modificar la manera en que la experimentamos. Esa es, en esencia, la lógica del meme: transformar lo insoportable en algo digerible, incluso risible. Durante la pandemia de Covid-19, por ejemplo, circularon miles de memes sobre el encierro, el papel higiénico, las videollamadas y el miedo. ¿Qué estábamos haciendo, en realidad, al compartirlos? Procesar lo impensable. Elaborar —aunque fuera de forma parcial— una situación traumática sin tener que nombrarla directamente.

No podíamos hablar de la muerte, del abandono, del colapso; pero sí podíamos reírnos de que el pan de masa madre no nos salía, de que habíamos perdido la noción del tiempo o de que extrañábamos a alguien. Así, el meme se convierte en una defensa secundaria: no niega el dolor, pero lo transforma en algo transmisible. De hecho, como señala Viktor Frankl: “El humor es otra de las armas del alma en la lucha por la supervivencia” (El hombre en busca de sentido, 1946). Esa arma, hoy, está pixelada.

El inconsciente digital: repetición y goce en el clic

La estructura del meme está hecha para repetirse: se copia, se modifica, se resignifica. Esta repetición no es banal. Desde el psicoanálisis, la repetición es el modo privilegiado por el cual se manifiesta lo que no ha sido elaborado. Jacques Lacan diría que la repetición es “la insistencia de una marca simbólica que retorna allí donde no puede integrarse” (Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964).

Cuando compartimos un meme sobre ansiedad, soledad, relaciones fallidas o crisis existenciales, no sólo nos reímos de ellas: también las repetimos como si esperáramos que, a fuerza de circular, algo se resuelva. Pero no siempre hay elaboración. Muchas veces, la lógica algorítmica intensifica el circuito del goce: queremos volver a ver ese contenido porque nos afecta, porque nos duele, porque nos atrapa. Ahí donde antes teníamos un síntoma que se analizaba, ahora tenemos un loop de imágenes que se viralizan. Es el goce sin dialéctica, como advierte Byung-Chul Han: “El exceso de positividad cancela el espacio del otro, y con él, la posibilidad de una experiencia significativa” (La sociedad de la transparencia, 2012).

El meme no refleja la vida. A veces la reemplaza.

Comunidades del malestar: una clínica de lo colectivo

En la clínica solemos trabajar con la singularidad del sujeto. Pero los memes ponen en escena otro nivel: el del inconsciente colectivo. Carl Jung utilizó este término para hablar de los arquetipos que atraviesan culturas enteras (Cfr. El hombre y sus símbolos, 1964), pero hoy podríamos reformularlo: hay núcleos de angustia, pérdida y deseo que se comparten, se comentan y se actualizan en los lenguajes visuales de internet. No es casual que tantos memes hablen del burnout, del síndrome del impostor, del ghosting o de la desesperanza. Son signos de una comunidad afectiva, aunque fugaz, que reconoce su malestar en un código visual común. No hay consuelo, pero hay reconocimiento. Y en ese mínimo gesto —“yo también me siento así”— se funda una clínica no hablada.

Jean-Luc Nancy afirmaba que la comunidad no se forma por lo que se tiene en común, sino por la experiencia de la exposición mutua al vacío, al límite (Cfr. La comunidad inoperante, 1986). En cierto modo, los memes contemporáneos son una forma de compartir esa exposición sin tener que explicarla.

Memes como ruinas del presente: lo patético como estética

Los memes no sólo dicen algo: muchas veces dicen que no sabemos qué decir. Son retazos, fragmentos, ruinas. En ellos aparece una estética del desborde emocional, del patetismo asumido, del fracaso cotidiano convertido en gesto visual. No son “arte elevado”, pero sí son expresiones de una sensibilidad contemporánea atravesada por el desarraigo simbólico.

Giorgio Agamben, reflexionando sobre los testigos de Auschwitz, afirma que el verdadero testigo es el que habla “en nombre de aquello que no puede hablar” (Lo que queda de Auschwitz, 1998). Salvando las distancias éticas y contextuales, podríamos decir que los memes hacen algo similar: dan forma a lo que no se puede nombrar del todo, a esa experiencia difusa de habitar un mundo donde el tiempo se vuelve efímero, donde todo debe causar efecto, donde el silencio es reemplazado por una risa breve. Walter Benjamin lo anticipó: “La historia está hecha de escombros que iluminan sólo por un instante” (Tesis sobre la Historia, 1940).

Tal vez los memes no pretendan durar, pero en su fugacidad, iluminan zonas que no podríamos mirar de frente.

El lenguaje de las sombras

«Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino»
— Carl Gustav Jung

Queridos(as) lectores(as)

Nos han enseñado a temer a la oscuridad. Desde niños, nos dicen que el monstruo está bajo la cama, que las sombras ocultan amenazas, que lo que no comprendemos debe ser evitado. Y así crecemos: con miedo a lo que no podemos ver, con miedo a lo que no queremos reconocer de nosotros mismos.

Carl Gustav Jung llamó la sombra a ese lado de nuestra psique que reprimimos, lo que negamos o rechazamos de nosotros mismos. Pero, ¿y si el problema no es la sombra en sí, sino nuestra resistencia a mirarla de frente? Hay que tener presente que muchas veces el miedo nos domina sin entender el porqué de ello. Pensemos en el siguiente ejemplo: vamos a un parque de diversiones y nos encontramos con la atracción más importante, la famosa montaña rusa. ¿Qué nos da miedo? ¿Nos impone como tal la estructura? En algún momentos podríamos pensar que sí, sin embargo, nunca falta el amigo o familiar curioso que nos pregunta por qué no nos queremos subir. Y las respuestas florecen: me da miedo la altura, qué tal si esa cosa se cae, me da miedo la velocidad, etc. ¿Qué pasaría si la respuesta fuera algo menos esperado? Que dijéramos «tengo miedo de que me guste».

Las sombras no son el enemigo

La sombra no es maldad, no es un castigo ni una condena. Es simplemente lo que hemos ocultado por miedo, vergüenza o porque la sociedad nos enseñó que ciertas emociones y deseos no deberían existir en nosotros. La ira, la envidia, el resentimiento, incluso la tristeza… todo lo que intentamos reprimir se convierte en una fuerza latente que, si no la integramos, termina controlándonos desde las sombras. Pero integrar la sombra no significa darle rienda suelta ni justificar cualquier impulso. Significa reconocer su existencia, escuchar lo que tiene que decirnos y, en lugar de permitir que nos domine, aprender a dialogar con ella.

Uno de los mejores ejemplos literarios de la sombra es El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson. El Dr. Jekyll, un hombre respetable y virtuoso, reprime sus impulsos más oscuros hasta que encuentra una manera de separarlos en la figura de Edward Hyde. Pero en lugar de integrarlos, Jekyll los divide radicalmente, negando por completo su lado oscuro. El resultado es desastroso: Hyde se convierte en una criatura incontrolable, una sombra que actúa sin límites ni conciencia. Y cuando Jekyll trata de volver a su vida de rectitud, se da cuenta de que ha perdido el control. Su sombra ha tomado vida propia.

Stevenson se adelantó a Freud y a los demás psicoanalistas en la propuesta de la psique estructurada. Este relato es una advertencia sobre lo que ocurre cuando rechazamos nuestra sombra en lugar de aceptarla. Jekyll no era un hombre malvado, pero su incapacidad para reconciliar su propia dualidad lo llevó a la ruina. Stevenson nos muestra que la sombra no es peligrosa por existir, sino por ser negada hasta el punto de desbordarse. En la vida real, no necesitamos una pócima para desatar a Hyde: basta con ignorar nuestras emociones, nuestras contradicciones, y dejarlas acumularse hasta que nos dominen.

La sombra en la literatura

La literatura está llena de personajes que luchan con sus sombras, algunos con éxito, otros no tanto. Raskólnikov en Crimen y castigo (1866-7) de Dostoievski: un hombre que cree poder justificar un asesinato con su teoría del “hombre extraordinario”. Pero su sombra lo atormenta hasta que finalmente encuentra redención al aceptarla y entregarse a la verdad. Heathcliff en Cumbres Borrascosas (1847) de Emily Brontë: un personaje que, en lugar de enfrentar su sombra, se deja consumir por ella, convirtiéndose en un ser cruel y vengativo. Su historia es un ejemplo de lo que ocurre cuando el dolor no se procesa, sino que se alimenta hasta convertirse en obsesión.

Pensemos también en cómo autores como Jorge Luis Borges plasmaron cosas como su espejo inquietante: En cuentos como El otro (1972) o El Aleph (1949), el escritor argentino juega con la idea de la identidad y la dualidad del ser. Nos muestra que, a veces, el verdadero terror no está en lo externo, sino en la imagen que nos devuelve el espejo. Y, claro, no podíamos dejar de mencionar la obra culmen de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) , con la dualidad separada de Víctor Frankenstein y su monstruo. La criatura creada por el científico es, en cierto sentido, su sombra personificada. Representa todo lo que el doctor quiso evitar: el miedo al fracaso, la responsabilidad de sus actos y el rechazo a lo desconocido. Pero, en lugar de enfrentarlo, lo abandona, y el monstruo se convierte en una fuerza destructiva que amenaza hasta a su creador y a su familia.

Un encuentro con uno mismo

La sombra es un maestro silencioso. Nos muestra lo que no queremos aceptar, nos obliga a enfrentarnos con nuestras contradicciones y, si tenemos el valor de mirarla con honestidad, nos guía hacia la autenticidad. «Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad», diría Jung. Todos hemos sentido rabia alguna vez. Todos hemos envidiado, deseado el fracaso de alguien, experimentado emociones que nos hicieron sentir culpables. Pero, ¿qué pasaría si en lugar de negarlas, nos preguntamos por qué están ahí? La rabia nos habla de injusticias que no hemos sanado. La envidia nos muestra lo que secretamente deseamos pero no nos permitimos buscar. El miedo nos advierte de lo que no hemos enfrentado. Cada emoción reprimida tiene un mensaje. Escucharla es el primer paso para transformarla. La paradoja es que, mientras más intentamos alejarnos de la sombra, más poder le damos sobre nosotros. Pero cuando la aceptamos, cuando la traemos a la luz y aprendemos a integrarla en nuestra vida, deja de ser una amenaza. Es como entrar a un cuarto oscuro: al principio, todo parece aterrador. Pero cuando encendemos la luz, nos damos cuenta de que lo que nos asustaba no era más que nuestra propia imaginación proyectada en las sombras. La verdadera libertad comienza cuando dejamos de huir de nosotros mismos.

Si aprendiéramos a hacer las paces con nuestra sombra, nos permitiríamos vivir con más ligereza. No desde la culpa ni el juicio, sino desde la comprensión de que somos seres completos: luz y oscuridad, virtudes y defectos, errores y aprendizajes. La sombra no es un enemigo. Es un reflejo de lo que aún no hemos comprendido de nosotros mismos. Y al final, no se trata de vencerla, sino de integrarla. Dejar de temerle y convertirla en parte del camino. Aquí es donde las palabras de Friedrich Nietzsche nos hacen completo sentido: «Y cuando mires largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.» Sí, el abismo nos mira. Pero también podemos mirar de vuelta. Y cuando lo hacemos con valentía, descubrimos que no está ahí para devorarnos, sino para mostrarnos que la luz, la verdadera luz, sólo se encuentra cuando dejamos de huir de la oscuridad.

Platiquemos

He decidido agregar esta nueva sección en ésta y en las futuras entradas y/o encuentros, de modo que ustedes y yo podamos tener un diálogo sobre lo que acabamos de compartir. Sería fascinante que se den el tiempo de contestar en comentarios de la entrada. ¡Los leeré con muchísimo gusto!

  1. ¿Han sentido que alguna vez su sombra ha tomado el control de sus decisiones o emociones? ¿Cómo lo manejaste?
  2. ¿Qué aspectos de ustedes mismos(as) han reprimido por miedo o por presión social? ¿Cómo creen que podrían reconciliarse con ellos?
  3. En la literatura y el cine, hay muchos personajes que luchan con su sombra. ¿Qué historia o personaje les ha hecho reflexionar sobre este tema?