Jack el Destripador: el mal sin rostro

“Estoy tan harto de escuchar sobre mí que pienso seguir trabajando… ”.
–Carta enviada a la policía metropolitana de Londres, 1888

Queridos(as) lectores(as):

Octubre avanza y seguimos explorando las sombras que más nos inquietan. Hasta ahora hemos recorrido el terreno de la ficción: personajes literarios que nos fascinan porque nacieron de la pluma de un autor. Pero hoy quiero detenerme en un caso distinto, uno que no pertenece a la imaginación sino a la historia: Jack el Destripador. En 1888, en el barrio londinense de Whitechapel, varias mujeres fueron brutalmente asesinadas con una violencia quirúrgica. El asesino nunca fue atrapado, aunque la prensa, la policía y los rumores construyeron en torno a él una figura fantasmática. El apodo “Jack the Ripper” surgió de cartas enviadas a los periódicos y a Scotland Yard, algunas auténticas, otras falsas, todas alimentando el mito.

Lo fascinante de Jack no es sólo la brutalidad de sus crímenes, sino lo que representa: el mal sin rostro, el asesino que podría ser cualquiera y, por lo tanto, aterra más que cualquier monstruo literario. Si Drácula vive en un castillo y Frankenstein en su laboratorio, Jack habita en las calles, en la multitud, en la ciudad donde cualquiera de nosotros podría encontrarse con él. Hoy quiero proponerles pensar a Jack el Destripador no desde el morbo policíaco, sino como un símbolo cultural y psíquico. ¿Por qué seguimos hablando de él? ¿Qué nos dice su anonimato sobre nuestra relación con el miedo? ¿Y qué revela de la violencia que persiste aún en nuestras sociedades?

El anonimato como poder

La gran fuerza de Jack no radica en su violencia —otros asesinos mataron con mayor crueldad— sino en su anonimato. Nunca se supo quién fue, y esa incógnita lo convirtió en un mito. Michel Foucault, en su ensayo Vigilar y castigar (1975), escribió: “El poder es más fuerte cuando no se sabe quién lo ejerce”. Jack encarna esa paradoja: su identidad vacía le otorga un poder ilimitado sobre la imaginación. Cada sospechoso —médicos, carniceros, inmigrantes, aristócratas— fue un espejo en el que la sociedad proyectaba sus miedos. El Destripador podía ser cualquiera, y esa posibilidad desestabilizó la confianza en los otros. Lo desconocido se volvió más aterrador que cualquier verdad.

Desde el psicoanálisis, Jacques Lacan diría que el significante “Jack el Destripador” funciona como un vacío que organiza el deseo y el temor social. No importa quién fue en realidad; lo esencial es que su nombre quedó como un agujero negro alrededor del cual gira la imaginación colectiva. Por eso Jack sigue vivo: porque no tiene rostro. Su ausencia de identidad lo convierte en un espejo en el que cada época proyecta sus monstruos. En el siglo XIX era el inmigrante y el pobre; hoy podría ser el vecino, el colega, el desconocido en internet.

El cuerpo femenino como territorio

Todas las víctimas confirmadas de Jack fueron mujeres prostitutas. No es un dato menor: revela que su violencia se ejerció contra cuerpos marginados, frágiles y desprotegidos. Jack no atacó al azar: eligió a las que menos protección tenían, las que vivían en los márgenes de una ciudad hipócrita que consumía sus servicios en secreto y luego las despreciaba en público. Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo (1949): “No se nace mujer: se llega a serlo”. En el Whitechapel victoriano, ser mujer pobre equivalía a cargar con un destino marcado: explotación, miseria, vulnerabilidad. Los crímenes de Jack no hicieron sino subrayar esa herida: el cuerpo femenino como campo de batalla.

El corte quirúrgico en sus víctimas no era sólo una técnica macabra: era una forma de decir “este cuerpo no te pertenece”. El asesinato se volvía mensaje. Y lo perturbador es que la sociedad de entonces, en lugar de proteger a las mujeres, convirtió a Jack en protagonista de un espectáculo mediático. El sufrimiento real de las víctimas fue opacado por el mito del asesino. En ese sentido, Jack no es sólo un individuo: es la encarnación de una estructura de violencia contra lo femenino. Su anonimato permitió que el odio, la indiferencia y la misoginia quedaran enmascaradas bajo la fascinación por el “misterio”. Lo que aterra no es sólo que existiera un Destripador, sino que todavía hoy su sombra siga eclipsando a quienes fueron sus víctimas.

“Me encanta mi trabajo y quiero volver a empezar si tengo la oportunidad»
(Carta conocida como Dear Boss, firmada “Jack the Ripper”)

La ciudad como escenario del horror

Whitechapel no era un simple barrio: era el corazón de la miseria victoriana. Calles oscuras, hacinamiento, alcoholismo, prostitución, enfermedades. Jack no inventó la violencia: simplemente emergió de un espacio donde la vida valía poco y la muerte acechaba en cada esquina. Charles Booth, en su famoso mapa de pobreza de Londres (1889), describía Whitechapel como “la zona más desesperada de la ciudad”. Allí, la neblina, la suciedad y el abandono formaban un decorado perfecto para que el mal se moviera sin ser visto. La ciudad, con su indiferencia, fue cómplice de los crímenes.

Desde un punto de vista simbólico, Londres funcionó como un organismo vivo con un corazón podrido. Mientras la alta sociedad disfrutaba de teatros y bailes, el East End se convertía en un teatro del horror donde los cuerpos de las mujeres aparecían mutilados. El contraste era insoportable, pero real. Lo fascinante es que la ciudad no sólo albergó al asesino: lo produjo. Jack es, en este sentido, hijo legítimo de la modernidad urbana, con sus luces y sus sombras. El verdadero horror es descubrir que el mal no viene de afuera, sino que nace en las entrañas mismas de la civilización.

El mito que nunca muere

Más de un siglo después, seguimos hablando de Jack el Destripador. Libros, películas, documentales, teorías conspirativas: el mito se ha multiplicado. ¿Por qué no podemos soltarlo? El criminólogo Donald Rumbelow, en su estudio The Complete Jack the Ripper (1975), señalaba: “Lo que mantiene vivo al Destripador no son los hechos, sino los vacíos”. Cada laguna en el caso es un espacio para la imaginación. Cada sospechoso descartado renueva la fascinación.

Aquí actúa un mecanismo psíquico poderoso: el mal anónimo calma y excita a la vez. Calma porque, al no tener rostro, cualquiera de nosotros puede creer que “ya no existe”; excita porque siempre puede regresar, encarnado en alguien más. Jack se volvió inmortal porque nunca fue atrapado. En la cultura, la impunidad es sinónimo de eternidad. Y en esa eternidad, su nombre funciona como advertencia: el mal no necesita rostro para operar; basta con el rumor, con el miedo, con la sospecha de que está en todas partes.

Lo humano detrás del monstruo

Tal vez lo más perturbador de Jack es imaginar que no era un demonio ni un espectro, sino un hombre común. Podría haber sido un médico respetable, un vecino amable, un carnicero del barrio. Esa posibilidad nos desarma porque revela que el mal no siempre viene disfrazado de monstruo: puede habitar en lo cotidiano. Hannah Arendt lo explicó con brutal claridad en Eichmann en Jerusalén (1963): “Lo más temible del mal es su banalidad”. Jack encarna esa banalidad: no necesitó poderes sobrenaturales ni ciencia avanzada para aterrar a una ciudad entera; le bastó un cuchillo, la noche y la certeza de que nadie lo reconocería.

Esa es la herencia inquietante del Destripador: no saber quién fue nos obliga a aceptar que pudo haber sido cualquiera. Y si pudo ser cualquiera, entonces el mal no está afuera, sino latente en todos nosotros. Lo que nos aterra de Jack no es sólo lo que hizo, sino que nos recuerda lo que podríamos ser.

Reflexión final

Jack el Destripador sigue vivo porque nunca tuvo rostro. Su anonimato lo convirtió en un fantasma cultural que no deja de interpelarnos. Nos recuerda que el verdadero miedo no está en lo sobrenatural, sino en lo humano; no en los monstruos de la literatura, sino en las calles oscuras de nuestras propias ciudades.

Querido lector(a), este octubre no quiero preguntarte si crees en vampiros o fantasmas. Quiero preguntarte algo más incómodo: ¿qué haces con la sombra de lo humano? Porque tal vez el Destripador no se esconde ya en Whitechapel, sino en cada indiferencia que permite que la violencia se repita en silencio. El mal sin rostro nos sigue mirando. ¿Lo reconocemos?

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