Redes sociales: llamadas de auxilio

«Las redes sociales han creado un espacio donde la intimidad se convierte en mercancía y el yo en espectáculo».

-Sherry Turkle

Queridos(as) lectores(as)

Vivimos en una época donde el narcisismo no es un rasgo patológico, sino una expectativa social. Las redes no nos piden autenticidad; nos piden visibilidad. Hace unos días, estuvo saliendo en redes sociales un video de una chica (que desconozco quién sea) que al parecer está en un estadio deportivo, y que cuando empieza a sonar la música, parecía «rendirse» a la «necesidad» de ponerse a bailar, cosa que nadie más hizo y sólo se le quedaban viendo. En palabras de ella «no me pude resistir». De acuerdo, a cuántos no nos ha pasado eso, que escuchamos algo de música que nos gusta y no podemos evitar empezar a movernos con ritmo. El tema acá es que ella hacía ciertos gestos entre el dolor y el goce, casi como una actriz atrapada en un guión no escrito: el del espectáculo de sí misma. Y no sólo fueron los gestos de los demás que la veían, cuando uno entraba a la sección de comentarios, en verdad fue impresionante cómo se le fueron con todo: «Ridícula», «Cuando ya no sabes cómo llamar la atención», «Así o más fingido», «¿En verdad está llorando por bailar?, «Cómo se ve que sabía que la estaban grabando», etc.

Y no es la primera vez que sucede algo así (y por lo que veo tampoco la última). Si bien tuvo sus «defensores» que salieron a decir que los demás eran unos amargados y demás, cosa que también es una posibilidad, no dejar de ser algo que nos inquieta y nos hace preguntar: ¿qué necesidad? ¿De bailar? No, de exponernos. Claro, todos somos libres de hacer lo que se nos pegue la gana, pero haciéndonos cargo de las consecuencias, sean positivas o negativas. Desconozco si la chica en algún momento salió a decir algo sobre lo que se había generado, pero lo que es un hecho es que dejó huella en el eterno malestar del ser humano (por nada). En palabras de Byung-Chul Han: «La sociedad actual no se basa en el deber, sino en el rendimiento. Y el sujeto del rendimiento es un empresario de sí mismo« (La sociedad del cansancio, 2010). El problema es que ese “emprendimiento de uno mismo” en redes como Instagram ha degenerado en una sobreexposición vacía: no se sube contenido con sentido, sino con urgencia. Urgencia de ser visto, de no desaparecer. De gritar, aunque nadie escuche. Todo espectáculo necesita una audiencia. Y todo vacío, un disfraz.

Publicar como acto de supervivencia

La necesidad de llamar la atención en redes es, en el fondo, un síntoma. Un síntoma de angustia y de deseo mal canalizado. Sigmund Freud ya lo anticipaba en El malestar en la cultura (1928), cuando hablaba de la tensión entre el yo y el otro, entre la pulsión y el orden social. Lo que hoy vemos en redes es una forma de acting out digital: «El sujeto no sabe lo que desea, pero actúa su deseo sin saberlo». Así, vemos a miles de personas exponiendo su vida sin contexto, sin forma, sin sentido, sólo con la esperanza de no ser ignorados. Porque en esta era, el anonimato duele más que la crítica. Ser invisible es peor que ser odiado. Aunque, cabe decir, no tiene nada de malo disfrutar lo que uno hace, al contrario, qué mejor para lidiar con tanto estrés y cosas que nos obligan a «ser otros» en la sociedad moderna. Sin embargo, sí es justo entender que las intenciones reales de cada «compartir» nos hablan de ciertas necesidades que no sabemos expresar con palabras, y como diría Freud, sólo las actuamos.

Hay un ejemplo que a más de uno nos hace ruido: cuando vamos a un restaurante y queremos compartir «nada más porque sí» lo que nos acaban de traer. Y nos sale el fotógrafo profesional que habita en nosotros, acomodamos todo de tal manera que luzca todavía mejor el platillo. Tomamos la foto y la subimos a redes sociales. Por lo general acompañada de un texto tipo: «Disfrutando la vida», «Deli», «Viviendo la vida»… etc. Pregunta: ¿por qué? Es decir, de acuerdo, la presentación del platillo puede ser maravillosa, y como bien dice el dicho «de la vista nace el amor». Pero volvamos a algo anterior: acomodamos todo. Lo que se acomoda no es sólo el platillo, sino la escena entera: un montaje donde no buscamos comer, sino ser vistos comiendo. Y a veces ni eso. ¿Qué tiene que ver el ambiente, la distribución de los cubiertos, los condimentos, el servilletero, etc., para este fin? Han habido videos donde las personas que hacen eso, de repente se ven afectados por quien los está grabando ya que les hacen algo que les arruina su moderno ritual, ya sea metiendo la mano en la foto, destruyendo con el tenedor la rebanada de postre, etc. Y claro, la reacción es automática: furia y desquite. Cualquiera reaccionaría así ante una acción como esa, pero, ¿fue por arruinarles el platillo o por arruinarles la foto?

El juicio del otro como condena compartida

Muy bien, dejemos por un momento a la persona que sube el contenido a redes sociales. Hay un fenómeno paralelo que merece atención: cada vez más usuarios se quejan del contenido ajeno. Lo ridiculizan, lo atacan, lo critican. Como si no soportaran ver ese grito desesperado en el otro porque les recuerda el suyo. Jacques Lacan lo explica con claridad: “El deseo del hombre es el deseo del Otro”. (Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964). Una vez, platicando con unos amigos, salió el tema de por qué la gente odia tanto a ciertos individuos. No voy a poner nombres, pero sí profesiones, porque eso nos ayuda a ampliar el espectro: futbolistas, modelos, artistas, youtubers, escritores, influencers, etc. Es en verdad increíble cuánta molestia despiertan en algunas personas, y eso tiene nombre: envidia. ¿Envidia de qué? De que ellos son o hacen lo que los otros no podemos ser o hacer. En aquella ocasión, un amigo me dijo: «Mientras no seas un escritor como Paulo Coelho, no pasa nada». Este autor brasileño es uno de lo más atacados a nivel mundial porque se dice de él que escribe cosas muy bobas o tontas, que es muy simplona su literatura. A lo que le contesté: «Pues ojalá sea como él, que por cosas así me hagan un Best Seller a nivel mundial y pueda vivir de mis libros». Las risas no faltaron.

Rechazar al otro es una manera de no enfrentarnos al vacío propio. Es más fácil burlarse del que sube una foto sin sentido que preguntarse por qué nos molesta tanto. Y esto, una vez más, es un síntoma que cada vez se replica más y más. Søren Kierkegaard nos dice algo importante en su libro La enfermedad mortal (1849): “La desesperación es no querer ser uno mismo». Cuando hablaba de la envidia del otro, no me refiero sólo a lo que es o a lo que hace, sino a todo lo que hace posible que eso suceda. Pienso en cuando un youtuber o influencer sube cualquier cosa y por ello le pagan. ¿Cuál es uno de los primeros reclamos que solemos escuchar? «No, pues así yo también me hago famoso». Es interesante. ¿»Así» qué? Es que es bonita, tiene buen cuerpo, es atractivo, está todo macizo por el gimnasio… etc. Claro, accidentes que «facilitan» el llamar la atención a empresas que se aprovechan de eso para poder vender. Y es una realidad: mientras vendas, me sirves. Pero, aquí está el silencioso problema que padecen a los que usan: tarde o temprano, serán descartados. ¿Después de la belleza y el estilo, qué queda? ¿Con qué se va a llenar ese vacío? El sujeto, como mercancía, tiene fecha de caducidad emocional. Después de usarlo, lo olvidan. Y uno, sin saber quién era antes de todo eso, se queda sólo con el eco del aplauso. Las redes sociales, al final de cuentas, exponen una vida que no es del todo cierta. Es un juego de ilusiones que ocultan muchas carencias dolorosas y silenciosas. Aunque, francamente, eso de que «ocultan», me parece que poco a poco es lo contrario: evidencian.

La pulsión escópica: cuando mirar no basta

En psicoanálisis, la pulsión escópica se refiere al deseo de mirar y ser mirado. En redes sociales, esta pulsión se ha desbordado. No basta con mirar: queremos ser el centro de la mirada del otro. Ya lo decía Oscar Wilde: «Que hablen de uno es espantoso. Que no hablen, es peor». ¿Pero hasta qué punto tan drástico se está llegando? A un voyeurismo peligroso. Un voyeurismo invertido: mostrar para ser consumido. Jacques-Alain Miller, discípulo y yerno de Lacan, afirma: «Las redes sociales son una máquina de producción de goce. Pero el goce sin sentido conduce al agotamiento, no al placer». (Conferencia: “La era del Otro que no existe”, 2004). Una vez más: ilusiones que queremos que crean como una realidad. No nos gusta nuestra vida, no nos parece interesante, no nos gusta la manera en la que pensamos las cosas porque nos ocasiona más molestia que gusto. Y muchas cosas más que se confiesa de manera, otra vez, silenciosa y dolorosa. Las redes sociales se vuelven fábrica de apariencias y descartes: se aparenta algo, descartándonos en ello. Publicar no es siempre compartir. A veces, es simplemente implorar compañía.

Esa producción constante de “yo” —historias, fotos, reels, filtros, frases “inspiradoras”— se vuelve un mandato, casi una compulsión. Y como toda compulsión, termina por alienar al sujeto. Cada vez el sujeto es menos auténtico y su contenido peor. De un vacío no se puede sacar más que vacío. Mi cuenta de Instagram (@hchp1) es meramente de difusión cultural. Mi contenido yo sé que «no vende», que no llama siempre la atención. Primero: a la gente no le gusta leer, segundo, las imágenes no son ni a lo que están acostumbrados ni mucho menos lo que buscan. Una vez le pregunté a mis alumnos en la prepa qué esperaban encontrar en esa red social: los hombres fueron descaradamente sinceros, ellos querían ver mujeres guapas, las mujeres… ¡ellas sí que tienen claro que lo suyo es el mundo como tal! Fue impresionante el número de cosas que fueron diciéndome, cosa que me pareció maravillosa. Sin embargo, el hecho de que se abarquen tantas posibilidades corre el riesgo de nunca tener claridad sobre algo en específico. Porque de nada sirve un «me gusta de todo», cuando «no todo me llama la atención realmente». Mi humilde contenido de repente se lleva unos cuantos likes, pero nada en comparación con otros contenidos que estallan tanto en likes como en comentarios. Y créanme que no es queja, es una realidad: si no vendes, no importa. Yo sigo publicando y me da gusto cuando les gusta. Nada más. Pero sabemos bien que claro que me pesa que mi contenido no llame tanto la atención, pero ni modo, es lo que ofrezco.

¿Qué nos queda?

Lo que queda, quizá, es el silencio. La pausa. La posibilidad de no subir, de no mirar, de no buscar likes como forma de existencia. Pero eso exige una fortaleza emocional que pocos tenemos. Como escribió Søren Kierkegaard: «La desesperación más profunda es darse cuenta de que uno ha vivido su vida entera sin ser verdaderamente uno mismo» (La enfermedad mortal, 1849). Y esa es la paradoja: mostramos para ser alguien, pero mientras más mostramos, menos sabemos quién somos. Desde el diván, lo veo con frecuencia. Personas que llegan exhaustas, vacías, con ansiedad, sin saber por qué sienten que no valen nada si nadie les responde una historia o no alcanzan cierto número de vistas. La lógica del mercado se ha colado en la autoestima. Lo que subimos a redes, muchas veces, es lo que no nos atrevemos a decir en voz baja. A veces, sólo les hago una pregunta: «¿Para quién subiste eso?». No buscan respuesta. Sólo quieren ser escuchados. Como todos. Y entonces, en el fondo, Instagram no es más que una gran sala de espera. Un espacio lleno de pacientes sin terapeuta, gritando desde sus celulares lo que no pueden decir en voz alta: Mírame, por favor. No quiero desaparecer.

Si llegaron hasta aquí, tal vez esta entrada tocó algo en ustedes. No lo digo como juicio, sino como invitación a mirar un poco más dentro. Aquí algunas preguntas que vale la pena hacerse:

  1. ¿Alguna vez sintieron que si no subían algo a redes, nadie sabría que existen?
  2. ¿Se han sorprendido esperando ansiosamente que alguien vea o reaccione a sus historias?
  3. ¿Han borrado una publicación porque no tuvo suficientes “me gusta”?
  4. ¿Suelen juzgar con dureza el contenido de los demás, sin preguntarse por qué les molesta tanto?

Si alguna de estas preguntas les incomoda, no es casualidad. Quizás, en ese leve escozor, hay algo valioso que quiere ser atendido. Y para eso, como siempre decimos en este espacio, el diván está disponible. Porque a veces, lo más urgente no es subir algo más… sino bajar a ese lugar interno donde el deseo se aclara, el dolor se nombra y la angustia se acompaña. El análisis o la terapia están ahí para ayudarnos.

Los escucho.

Adolescencia: ecos de una herida

«La adolescencia es una enfermedad… una enfermedad normal, por la que la mayoría sobrevive».

-Donald Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

En estos días estuve viendo la mini serie de Netflix, Adolescence (2025), que ha estado haciendo mucho ruido. La adolescencia es un territorio inestable. Una frontera entre el ya no y el todavía no. Un cuerpo que cambia, una mente que se acelera, una identidad que tantea. En esa tierra movediza, la escucha adulta suele llegar tarde o no llegar en absoluto. Adolescence, no sólo retrata este proceso con crudeza, sino que nos enfrenta a una verdad incómoda: los adultos no estamos escuchando. Aunque no es mi intención spoilearles la serie, si no la han visto y pretenden hacerlo, mejor dejen esta lectura para después.

Hoy, los adolescentes no sólo habitan el mundo físico. Viven también en uno paralelo, digital, complejo y hostil. Uno en el que los emojis tienen significados que los adultos desconocen, donde una historia de Instagram puede significar una súplica o una despedida, y donde la popularidad es tan frágil como el estado emocional del que la busca. Y sin embargo, muchos padres, educadores y cuidadores siguen sin saber qué significan ciertos emojis o dinámicas de interacción que, en la subjetividad adolescente, son tan reales como los golpes.

Acciones y silencios

Como bien señala el filósofo alemán, Byung-Chul Han, en La sociedad de la transparencia (2012), «La exposición total destruye la confianza y disuelve el alma», es decir, la exposición permanente ha suplantado el espacio del secreto, del misterio, de la formación interna. En las redes, el adolescente no sólo se muestra: se inventa, se transforma, se idealiza y se deshace. Sin una brújula afectiva que lo sostenga, se pierde entre la imagen que proyecta y la identidad que no logra construir. La serie nos muestra a un adolescente, Jamie Miller (brillantemente interpretado por Owen Cooper, quien de hecho debuta como actor), que no pide ayuda con palabras, pero grita con actos. Y es que, como afirma el psicoanalista inglés, Donald Winnicott, «El acting out puede ser una manera desesperada del niño o adolescente de mostrar lo que no puede decir» (Realidad y juego, 1971), en otras palabras, es una manera de poner en el escenario algo que no pudo ser simbolizado. El adolescente se autolesiona, miente, se escapa, pero en el fondo lo que hace es intentar sobrevivir a un dolor que no sabe nombrar.

En contraste, la figura de la trabajadora social o psicóloga, Briony Ariston (Erin Doherty, cuya actuación también es magnífica) representa lo mejor del deseo de escucha: alguien que no juzga, que sostiene, que intenta comprender. Pero también nos recuerda que no basta el deseo de ayudar: se necesita un sistema que acompañe, que no abandone. En ella vemos la tensión entre el cuidado y la impotencia institucional, entre la vocación y el límite real. Uno de los momentos más conmovedores de la serie es cuando el padre, Eddie Miller (interpretación magistral de Stephen Graham) se quiebra. Hasta entonces, ha sido una figura funcional, autoritaria, práctica. Pero cuando la tragedia lo alcanza, se derrumba como cualquier ser humano que ha amado sin saber cómo, que ha querido estar presente y ha fallado. Porque también hay que decirlo: muchos padres están rotos. Y no porque no amen a sus hijos, sino porque ellos mismos no fueron escuchados cuando más lo necesitaban. De hecho, en un diálogo íntimo con su esposa, Manda Miller (Christine Tremarco), él le dice que cuando era niño, su padre lo golpeaba y maltrataba a la menor provocación, por lo que juró nunca ser así con sus hijos.

Significados ocultos

El psicoanálisis nos invita a mirar más allá del síntoma. A escuchar lo que se dice cuando parece que no se dice nada. Y la adolescencia es, quizás, uno de los momentos donde esto se vuelve más urgente. Porque ahí donde el adulto ve “drama”, muchas veces hay trauma. Donde ve pereza, hay depresión. Donde ve rebeldía, hay desamparo. Como decía Jacques Lacan, «La verdad sólo puede ser dicha a medias. Y su estructura es la de una ficción» (Seminario 7: La ética del psicoanálisis, 1959-1960), y en la adolescencia esa ficción se escribe con lágrimas invisibles. No se trata de sobreproteger. Tampoco de criminalizar. Se trata de acompañar. De comprender que una madre o un padre no tiene que saberlo todo, pero sí debe estar ahí, dispuesto a preguntar, a aprender, a escuchar con humildad.

Incluso admito que han salido varias cosas que no tenía mucha o más bien, nula, información. Por ejemplo, el tema de lo que significan los emojis de corazones. Uno pensaría que simbolizan «amor, cariño, ternura, etc.», sin embargo no es así. Depende del color: rojo (amor), morado (deseo sexual), amarillo (interés mutuo), rosa (atracción sin intención sexual), naranja (todo estará bien). Y uno mandando corazones a diestra y siniestra… Que esta serie nos sirva, no para sentir culpa, sino para abrir los ojos. Para darnos cuenta de que los signos están ahí, pero nadie los traduce. Que el dolor adolescente necesita adultos informados, sensibles, presentes. Que los emojis importan, sí. Pero más aún, los abrazos. Los silencios compartidos. Las preguntas sin juicio. Y esa frase que muchas veces puede salvar una vida: «Estoy aquí. Puedes contar conmigo. No necesitas fingir».

Los medios y la depresión

«Las acciones nobles y los baños calientes son las mejores curas para la depresión».

-Dodie Smith

Queridos(as) lectores(as):

En estos últimos días he estado participando activamente en varios análisis y debates políticos respecto a las posturas del Presidente de EEUU, Donald Trump, que han causado revuelo y logrado acrecentar los temores de inspiración ultraderechista en distintos países. De hecho, ¿cómo olvidar aquel gesto que hizo Elon Musk que hizo pensar en el antiguo saludo nazi? Las exaltaciones ideológicas están a flor de piel y muchos son los discursos que en buena medida «justifican» lo que está pasando. En fin, no entraremos en detalles sobre eso en esta ocasión. Pero sí me gustaría centrarme en el tremendo impacto que los medios de comunicación tienen en las personas, sobre todo en estos días llenos de vacío e incertidumbre. ¿Vacío? Sí, cada vez es más notorio el tremendo vacío de identidad y sentido en las personas. Cada vez es más y más tangible cómo la gente repite y repite lo que otros dicen sin siquiera ponerse a reflexionar al respecto: hoy es más fácil que otros piensen por nosotros. Y cuando se entra en un confrontamiento, la carencia de argumentos válidos es más que evidente. Los medios están cultivando cada vez más y más personas que se niegan al famoso lema de la Ilustración: sapere aude! (¡atrévete a saber, piensa por ti mismo!). El pensamiento crítico está en crisis.

Pero, ¿cómo puede ser que algunos mensajes que vemos constantemente en las redes sociales y demás medios de comunicación resulten tan perjudiciales si parecen con buenas intenciones? Hoy en día es muy común ver cómo redes sociales como Instagram exponen tantas realidades tan «positivas» que no faltan las cuentas donde los personajes (así es, no personas, porque al final de cuentas están contando una narrativa distinta) llamados influencers traten de convencer a sus audiencias sobre varias cosas. Desde la fanática del ejercicio que a la primera provocación se pone a ejercitarse sin importar dónde esté o qué esté haciendo, hasta aquel «experto en nutrición» que comparte lo que a él/ella le sirve para «vida sana» sin pensar en que los cuerpos son distintos; las redes sociales nos ofrecen mucho contenido que se aleja considerablemente de algo positivo, por mucho que pretendan demostrar que no.

Imposiciones mediáticas

Me llama la atención cómo es que enero se ha convertido en un mes donde la depresión es el GRAN TEMA. Y no es para menos, pensemos en el famoso Blue Monday (lunes azul, o forzado a «lunes triste/deprimente»), el cuál se considera el tercer lunes del mes de enero. Aunque tiene una raíz más bien económica, se ha vuelto una tendencia psicosocial que tiene efectos demoledores en muchas personas. Pensemos, por ejemplo, en la sugestión. ¿Qué es eso? Es la influencia psíquica que se ejerce el sobre alguien más para inducir procesos mentales, como ideas, emociones y acciones. Vamos a decir que uno va por la vida sin enterarse de qué es eso del Blue Monday, pero de repente escucha en la televisión, en la radio, lo ve en internet o en sus redes sociales algo al respecto. ¡El día más triste del mundo! Y el panorama de esa persona cambia por completo. El enterarse de algo que alguien más afirma sin más, debido a las inseguridades personales (e incluso al deseo inconsciente de querer encajar o formar parte de algo), mueve al sujeto en totalidad. Pasamos de la ignorancia a un estado depresivo. Alguien más pensó y dijo lo que tenía que hacer, y «fielmente» se acató la orden.

Esto me recuerda el llamativo inicio de la obra El mercader de Venecia (The Merchant of Venice, 1600) de William Shakespeare. Antonio, que es un mercader poderoso y muy rico, comienza compartiendo con sus amigos, Salerio y Solanio, que se encuentra muy triste: «La verdad, no sé por qué estoy tan triste. Me cansa esta tristeza, os cansa a vosotros; pero cómo me ha dado o venido, en qué consiste, de dónde salió, lo ignoro. Y tan torpe me vuelve este desánimo que me cuesta trabajo conocerme». Ante esta confesión, sus amigos tratan de dar respuesta a partir de lo que ellos sentirían estando en la situación de Antonio. Solanio aventura que quizá es que Antonio está enamorado, cosa que éste rechaza enérgicamente, por lo que Solanio arremete con quizá una de las «obviedades» más grandes de la Historia: «Entonces estás triste porque no estás alegre». Imaginemos si estos intentos de sugestionar a Antonio los aplicáramos de forma masiva, ¿qué logramos? Dudas y convencimientos impuestos. El silencio del malestar es algo muy común que le pasa a todos en algún momento, debido a no querer que se les diga algo a modo de reprenda o que hagan menos nuestros sentimientos, pero cuando este silencio «busca consuelo» en gente que «parece que tiene una vida mejor», la frustración y desilusión se hacen presentes a modo de afirmación tiránica: «lo que daría por ser/estar así». Dando paso a otra peor: «Yo nunca podría lograrlo». Claro está que habrá quienes se puedan inspirar, pero las circunstancias son muy diferentes entre cada uno de nosotros. Querer copiar al otro, una vez más, nos aleja de nuestra propia identidad.

Cuidar lo que vemos en las redes sociales

Hace unos días, mientras despejaba mi mente en Facebook, me topé con una publicación que compartieron en una página que sigo. He aquí:

«Estoy muerto. Cada mañana me despierto con un insoportable deseo de dormir. Visto de negro porque llevo luto por mí mismo. Llevo luto por el hombre que podría haber sido… Ya no sonrío. No tengo las fuerzas suficientes para hacerlo. Estoy muerto y enterrado. No tendré hijos. Los muertos no se reproducen. Soy un muerto que estrecha la mano de la gente en los cafés. Soy un muerto más bien social y muy friolento. Creo que soy la persona más triste que jamás he conocido».

Este texto pertenece al escritor francés, Frédéric Beigbeder (1965). Definitivamente es bastante deprimente su contenido. Una declaración que para nada sorprendente muchos se identifiquen con lo expresado. De hecho, y creo que ninguno de ustedes me dejará mentir, creo que lo que más nos llama la curiosidad en publicaciones chistosas, delirantes y deprimentes en redes sociales, son los comentarios. ¡Son auténticas joyas! Muchas veces celebramos la enorme creatividad de las contestaciones, pero en otras se nos hace un nudo en la garganta por lo que comparten. Y en este caso, no fue la excepción. Por resumirles todo lo que fui leyendo, podría decirles que «así me siento» es lo que más encontré. Tenemos que tener mucho cuidado con lo que nos topamos en las redes sociales, porque en verdad pueden ser muy perjudiciales para nuestra salud mental y, por tanto, para nuestra integridad. Durante la p(l)andemia de Covid-19, la demanda por series y películas sobre pandemias y exterminio creció a niveles preocupantes, por lo tanto, la ansiedad y depresión de las personas que pudieron pasarla confinadas. No es de extrañar que la novela de Albert Camus, La peste (1947) se vendiera como pan caliente.

No está mal que existan esos contenidos, lo que está mal es que nos alcancemos a identificar con algo que nos hace ruido de ellas y no hagamos nada para trabajarlo. Cuando la película Guasón (Joker, 2019) de Todd Phillips salió, muchos se sintieron identificados con el trágico personaje de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix). Pero lejos de ir a buscar asistencia con profesionales de la salud mental, asumieron esa realidad como algo inevitable y sin esperanza de cambiar y quizá hasta sanar. Las audiencias sin capacidad crítica se están volviendo el gran mercado de muchas marcas que han entendido el poderoso uso de la sugestión. ¿Cuántos de nosotros no hemos comprado un producto sólo por la presión mediática y social? ¿Cuántos no hemos sucumbido a comprar «medicamentos» milagro que nos ayuden a bajar de peso? Y así le podemos seguir. Después de esto, ¿se les hace extraño que la depresión «esté ganando» la batalla diaria?

Tatuaje: símbolo y subjetividad

«Nuestros cuerpos fueron impresos como páginas en blanco para ser llenados con la tinta de nuestro corazón».

-Michael Biondi

Queridos(as) lectores(as):

Recientemente el tema de los tatuajes ha salido mucho en algunas conversaciones que he tenido con amigos y familiares, ni qué decir en la clínica, pero lo que es un hecho es que se trata de un tema que sigue dividiendo mucho entre opiniones y sentencias. ¿Sentencias? Sí, porque todavía hay posicionamientos sociales que señalan que el tatuarse es algo que entra dentro de un parámetro moral muy marcado. Todavía el tatuaje se debate entre el bien y el mal. Es curioso porque lejos de hablar sobre el tatuaje, habla sobre quienes lo perciben.

De hecho, apenas el día de ayer, una conocida en Instagram compartió que acababa de hacerse un tatuaje. Palabras más palabras menos, ella expresaba lo que significaba para ella romper con ese tabú de prohibición ya que se trataba de su primer tatuaje. Lo que me llamó la atención fue que pedía que la respetaran y que no le hicieran comentarios negativos, ya que para ella se trataba de un proceso muy difícil de aceptar todavía. Una marca en la piel, no… un significado. Pero es cierto, de repente la «opinología» que se abre paso en las redes sociales puede ser devastadora y cruel.

Símbolo y significado

Los tatuajes entran de llano en el mundo de los símbolos, por eso, tal como estos últimos, el tatuaje no determina, no define, más bien nos orienta. ¿A qué? A un significado. Hay que hacer un esfuerzo por comprender que todo símbolo va más allá de lo estrictamente racional. Podemos decir que se trata de un auténtico paradigma del ser y esto, a su vez, posibilita que las cosas sean. La expresión siempre queda limitada por el lenguaje, pero nunca va más allá del mismo. Es decir, un símbolo puede simplificar una expresión pero siempre hará uso de toda palabra posible en el mismísimo imaginario del ser humano. Y es, a su vez, la posibilidad misma de la interpretación. Sin embargo, en el tatuaje, toda interpretación es posible en tanto que el significado del mismo sí existe, pero que es custodiada celosamente por el sentimiento de quien lo tiene en su piel.

Lo maravilloso del símbolo es que nos revela distintas y muy variadas consideraciones respecto al sentido del mismo. Por poner unos casos: parábola, analogía, metáfora, alegoría, atributo… síntoma… etc. Entonces, el símbolo nos conduce más allá de la significación al requerir una interpretación y, a su vez, de cierta predisposición. Lo que nos hace pensar en la carga afectiva y en la demanda de dinamismo que tiene por parte de quien lo utiliza (y de quien lo contempla). Un cruz, por ejemplo, puede significar tantas cosas y a la vez nada. Puede ser representación del cristianismo, de un fallecimiento, de vida y esperanza, una operación matemática, un hospital o servicio de emergencia, etc.

El tatuaje y lo prohibido

Regresando a esta conocida, me puedo imaginar los mil y un comentarios que hubo, que se expresaron y que se callaron. La cuestión es que hayan sido positivos o negativos, esos comentarios nos relatan una historia muy particular que nos conduce directamente a la experiencia subjetiva de cada uno de los emisores. Es curioso, ahora que lo pienso, porque lo que para ella fue ponerse un tatuaje de una llave, que Jean Chevalier y Alain Gheerbrant en su maravilloso Diccionario de los símbolos nos dicen que «el simbolismo de la llave es del todo evidente en relación con su doble papel de abertura y cierre», fue abrir la puerta para que los demás proyectaran su sentir a partir de ella. De hecho, le comenté en una de las historias que compartió, que «esa llave abrió la puerta de la posibilidad. Todo lo que puedes ser».

Es fascinante en verdad el mundo de los tatuajes por todo lo que podemos aprender de ello. Estoy casi seguro que habrá quienes me cuestionarán si con esto «autorizo» (¿quién soy o qué para tal cosa?) que la gente se ponga tatuajes, si pienso si está bien o no considero que esté mal. Me parece que eso es una decisión muy personal de cada uno. Si bien es cierto que sigue siendo un tema, como dije al principio, tabú para algunas culturas y expresiones religiosas, aquí la pregunta que cada uno de nosotros nos tendríamos que hacer, me parece que sería: ¿por qué me afecta a mí el que alguien más tenga un tatuaje? Y eso nos conduciría, quizá, a otra pregunta muy certera: ¿por qué él/ella sí y yo no?

De lo personal

Recordemos a Ludwig Wittgenstein con algo muy sencillo: «De lo que no se puede hablar, es mejor callar». Habría que pensar en qué yace en nosotros que nos inquieta tanto y que nos mueve a opinar sobre lo que los demás hacen o no. Es muy común que la opinión se vuelva tan desgastante y perjudicial porque quien la expresa no logra dimensionar la falta que le lleva a ello. Es decir, volviendo a lo que preguntaba en el pasaje anterior, ¿a mí qué me afecta que el otro haga lo que yo no? Un tatuaje es un recordatorio muy personal de algún suceso, algún recuerdo especial, y como decíamos anteriormente, que fue revestido de una carga afectiva tremenda, y que brinda al portador un cobijo simbólico que jamás seremos capaces de entender siendo meramente espectadores.

Hace algunos años, descubrí que un tatuaje se estaba volviendo «moda» entre ciertas personas. El tatuaje no era otro sino un «;» en la parte de abajo de la muñeca. Lo notaba más y más. Hasta que un día, una persona me contó que se lo había hecho porque había pasado por varios intentos de suicidio. Ese punto y coma tenía un valor simbólico enorme para esta persona. Me explicó que era algo que compartían entre los que habían vivido algo así. Y no tardé en encontrarme con quien se lo hizo sólo porque lo vio en otra persona y se le hizo cool. No es para juzgar a esta persona, porque tampoco sabremos qué le hizo pensar eso sobre ese tatuaje. Sí, el tatuaje puede caer en asuntos de moda o estética, pero nunca debemos despreciar el hecho de que también, aún así, hay un valor simbólico de por medio y que la persona guarda ese secreto. O tal vez no…