Arthur Gordon Pym: en los límites de lo humano

“La narración de Arthur Gordon Pym es un viaje hacia lo desconocido, pero sobre todo hacia lo que en nosotros mismos permanece inaccesible»
— Charles Baudelaire

Queridos(as) lectores(as):

De todos los escritos de Edgar Allan Poe, La narración de Arthur Gordon Pym (1838) es, quizá, el más desconcertante. No se trata de un cuento breve, sino de su única novela larga: un relato de viaje, naufragio, hambre, violencia, canibalismo y misterio polar. A simple vista podría parecer una aventura marítima del siglo XIX, pero quienes han navegado por sus páginas saben que allí late algo mucho más profundo: el descenso al inconsciente humano y el terror de lo inexplicable. No es casual que escritores como Herman Melville, Julio Verne y Charles Baudelaire encontraran en este libro un enigma fascinante. Verne llegó a escribir La esfinge de los hielos (1897) como continuación de la novela inconclusa de Poe. Y Baudelaire, traductor apasionado del autor, reconocía que en este texto el mar no era sólo geografía, sino espejo de la psique.

Pym no es un héroe clásico: es un hombre enfrentado al hambre, al crimen, a la blancura aterradora del polo. Y el lector, atrapado en la narración, debe preguntarse: ¿qué límites somos capaces de cruzar cuando todo lo conocido se derrumba? La novela nos obliga a revisar nuestras propias expediciones vitales: ¿no emprendemos todos viajes que comienzan con entusiasmo y terminan enfrentándonos a lo que no queremos ver? En Pym, el lector encuentra la metáfora brutal de toda existencia: salir al mar abierto, sabiendo que no hay garantías de regreso.

El mar como inconsciente

Desde las primeras páginas, el océano aparece como fuerza desbordada. Poe lo describe con crudeza: “Las olas se elevaban como montañas y el barco parecía un juguete en medio de la tempestad” (Narración de Arthur Gordon Pym, 1838). El mar, inmenso y oscuro, no es un escenario romántico, sino un monstruo que traga y escupe vidas. Si Freud hablaba de lo inconsciente como una región “sin límites ni coordenadas fijas”, Pym lo experimenta en carne propia. Cada tempestad es la irrupción de lo indomable: lo que no se controla, lo que nunca termina de conocerse. El mar es el inconsciente colectivo y personal, con sus corrientes ocultas.

Herman Melville, en una carta a Evert Duyckinck (1851), reconocía que Poe “conocía bien el mar del alma, aunque jamás fuese capitán de navío”. Melville intuyó que, en Pym, el océano es metáfora: un viaje hacia la mente humana en sus momentos de fractura. No es casual que críticos modernos como Richard Kopley vean en la novela “un relato del hundimiento del yo en un mar que no es físico, sino psicológico” (Edgar Allan Poe and the Dupin Tradition, 1989). El mar de Poe no se limita al Atlántico: es el espejo de todas nuestras aguas internas, allí donde el timón se nos escapa.

El hambre, el canibalismo y la pulsión de muerte

Uno de los pasajes más perturbadores de la novela es el sorteo macabro para decidir quién morirá y servirá de alimento a los demás. Poe lo narra sin adornos: “Nos miramos los unos a los otros, con los labios secos y los ojos vidriosos, hasta que uno fue señalado por la suerte”. Aquí no hay espectros góticos ni castillos derruidos: el horror es la necesidad. El hambre reduce al hombre a lo más primitivo: devorar al semejante para sobrevivir. Freud, en Más allá del principio del placer (1920), señala que la vida se sostiene paradójicamente en una pulsión que tiende hacia la destrucción. El episodio del canibalismo lo encarna de manera brutal: la vida de unos sólo es posible con la muerte de otro.

Jorge Luis Borges, gran lector de Poe, decía en su conferencia sobre “El cuento policial” (1951) que Arthur Gordon Pym era “el libro más terrible” de su autor, no por los fantasmas, sino porque enfrentaba al lector con lo que todos llevamos dentro: la violencia como recurso último. Como ha señalado el crítico Scott Peeples en The Afterlife of Edgar Allan Poe (2004), “el canibalismo en Pym es menos un hecho de supervivencia que una metáfora del sacrificio inevitable que exige la vida moderna: siempre alguien paga el precio por la subsistencia de otros». Poe transforma el hambre en una alegoría universal.

La blancura y lo enigmático

El final de la novela es quizá uno de los más misteriosos de toda la literatura. Pym se interna en el Polo Sur y se encuentra con una figura blanca gigantesca que lo envuelve en su manto: “Y entonces, de la niebla surgió una blancura sin forma definida, más vasta que todo lo que habíamos visto jamás” (Narración de Arthur Gordon Pym, 1838). La narración se corta abruptamente, dejando al lector en suspenso. La crítica ha discutido durante siglos qué significa esa blancura. Melville la transformará en el símbolo de la ballena de Moby-Dick. Para algunos, representa lo divino; para otros, la nada. Poe nos entrega un enigma sin resolver.

Jules Verne afirmaba en Edgar Poe y sus obras (1864): “Poe nos deja ante el abismo de la blancura, allí donde termina el mundo y empieza lo desconocido». La blancura no es pureza: es lo indescifrable, lo que aterra porque no se puede nombrar. El crítico John Carlos Rowe, en Through the Custom-House: Nineteenth-Century American Fiction and Modern Theory (1982), añade: “La blancura en Poe no revela, sino que borra. Es una figura del límite donde el lenguaje fracasa». Quizá por eso el lector, más que respuestas, recibe un silencio: un vacío que lo obliga a contemplar lo inexplicable.

“Las olas se elevaban como montañas, y nuestro navío parecía un espectro arrojado de un lado a otro por una voluntad invisible»
(La narración de Arthur Gordon Pym).

Cultura y barbarie en el viaje

La novela también confronta a Pym con pueblos desconocidos, descritos desde la visión colonial de su época. Sin embargo, lo más terrible no está en “los otros”, sino en lo que los propios marineros hacen entre sí: motines, engaños, asesinatos. La barbarie no viene de fuera, sino que brota dentro del grupo civilizado. En Dialéctica de la Ilustración (1944), Adorno y Horkheimer señalan: “La cultura que se cree liberadora siempre guarda en sí la semilla de la barbarie». Poe lo mostró un siglo antes: en alta mar, sin leyes ni instituciones, el barniz de civilización se agrieta y la violencia se impone.

Baudelaire lo había intuido ya en su prólogo a las Historias extraordinarias: “Poe comprendió que el horror no es un accidente, sino la verdad que late en toda sociedad». Esa es la fuerza de Arthur Gordon Pym: mostrarnos que no necesitamos monstruos externos para hundirnos en el terror. El crítico Toni Morrison, en su ensayo Playing in the Dark (1992), rescató este aspecto de Poe al señalar cómo el “otro” racial en la literatura estadounidense es usado como proyección de miedos internos. En Pym, la otredad sirve de espejo: no descubrimos nuevos pueblos, sino nuestra propia violencia reflejada.

El terror de lo abierto

A diferencia de otros textos de Poe, esta novela no concluye de manera cerrada. No hay explicación, no hay resolución: el relato se interrumpe en el clímax. El lector queda suspendido, atrapado en la incertidumbre. Ese silencio final es, quizá, lo más aterrador de todo. Maurice Blanchot escribió en El espacio literario (1955): “La literatura verdadera no da respuestas, sino que abre un espacio donde el lector queda expuesto al enigma». Arthur Gordon Pym hace exactamente eso: nos expone al enigma de lo incomprensible, nos obliga a aceptar que el terror puede ser lo inacabado.

Y así llegamos a la pregunta esencial: ¿podemos vivir sin explicación? ¿Aceptamos que haya experiencias humanas que nunca podremos comprender del todo? Poe, con su final en blanco, nos invita a convivir con esa falta de sentido. Y tal vez allí esté el verdadero abismo. Como subrayó Harold Bloom en Genius (2002), “Pym es la narración más perturbadora de Poe porque se niega a concluir. Nos entrega al vacío y nos deja allí». El terror último, entonces, no es morir en el mar, ni devorar al prójimo, ni enfrentar al otro: es quedar suspendidos en un relato que no termina.

Reflexión final

Leer La narración de Arthur Gordon Pym es lanzarse a un viaje donde el verdadero monstruo no está en el océano, sino en el interior del hombre. Poe nos confronta con el hambre, la violencia, lo reprimido y lo inexplicable. Nos recuerda que el terror no es siempre un castillo en ruinas, sino un mar abierto que no se deja abarcar. Queridos(as) lectores(as), ¿se atreverían ustedes a seguir a Pym hasta el borde mismo de lo comprensible? ¿A mirar de frente esa blancura donde se confunde lo divino, lo vacío y lo absoluto?

¿Qué piensan ustedes? ¿Creen que el terror más grande es el de un monstruo externo, o el del enigma que nunca se resuelve?

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El terror de mirarse al espejo: el Doppelgänger

“En verdad, soy yo mismo, idéntico en todo a mi doble. Y sin embargo, siempre lo odié como jamás odié a hombre alguno».

-Edgar Allan Poe (William Wilson)

Queridos(as) lectores(as):

Octubre no sólo trae consigo espectros y casas embrujadas. También nos recuerda un miedo más íntimo: el de encontrarnos frente a nosotros mismos, pero no en el reflejo inocuo del espejo, sino en la figura de un otro idéntico que respira, camina y decide por su cuenta. Ese es el mito del Doppelgänger, palabra alemana que significa “doble andante”. La superstición afirma que ver a tu doble es presagio de desgracia o incluso de muerte. No es un fantasma ajeno, no es un monstruo oculto en la oscuridad, sino una copia exacta de ti, destinada a arrebatarte tu vida o tu lugar en el mundo. El enemigo no llega del exterior: brota de tu propia sombra.

En este encuentro recorreremos los distintos rostros de este mito inquietante. Nos sumergiremos en el folclore europeo, en la literatura universal (Poe, Dostoievski, Stevenson, Borges), en el psicoanálisis que lo interpreta como retorno de lo reprimido y en la psiquiatría, que ha documentado clínicamente el fenómeno de los dobles. El Doppelgänger es, quizá, la metáfora más precisa de lo siniestro: lo familiar vuelto extraño, lo cercano transformado en amenaza. Tal vez lo más terrible no sea encontrarse con un espectro, sino con una copia de uno mismo que se atreve a vivir mejor tu vida.

El mito y el folclore

En el folclore germánico, el Doppelgänger aparece como figura ominosa: ver al propio doble significaba la inminencia de la muerte. El doble no era protector, sino verdugo. Se decía que acompañaba en silencio, como sombra tangible, y que una vez aparecía, nada podía revertir la desgracia. Otros pueblos también desarrollaron supersticiones similares. En Escandinavia, existía la figura del vardøger: un espíritu que se manifiesta ante que la persona real, repitiendo sus acciones. En Irlanda, el fetch cumplía un rol semejante: su presencia anunciaba la muerte próxima de aquel a quien imitaba.

La fascinación por el doble tiene raíces antropológicas. Desde la antigüedad, el reflejo en el agua o en un espejo era motivo de temor. Si el reflejo persistía demasiado, podía interpretarse como que el alma estaba atrapada. El doble, entonces, es la evidencia de que la identidad nunca es tan sólida como creemos. El miedo radica en la inversión: aquello que debería garantizar nuestra unicidad —el rostro, la voz, la forma de caminar— se convierte en réplica. Y con esa réplica, en amenaza. ¿Cómo defenderse de alguien que no es otro, sino tú mismo(a)?

El Doppelgänger en la literatura

Edgar Allan Poe exploró magistralmente el tema en William Wilson (1839). El protagonista es perseguido desde su infancia por un doble idéntico que lo corrige, lo delata y, al final, lo destruye. El cuento concluye con una confesión aterradora: “Maté a mi doble, pero al hacerlo descubrí que me había asesinado a mí mismo” (William Wilson, 1839). En Rusia, Fiódor Dostoievski escribió El Doble (1846), donde el funcionario Goliadkin sufre la irrupción de un homónimo que ocupa su puesto y destruye su reputación. Allí el doble no es castigo moral, sino delirio burocrático: una pesadilla kafkiana antes de Kafka.

Robert Louis Stevenson, con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), llevó el mito a lo fisiológico: el doble es la materialización del mal reprimido en la respetabilidad victoriana. Aquí, el Doppelgänger no aparece como otro idéntico, sino como escisión del yo. Jorge Luis Borges también rozó el abismo de los dobles en textos como El otro (1972), donde se encuentra consigo mismo siendo joven. Borges advertía: “El espejo inquieta porque multiplica al hombre” (El Aleph, 1949). La literatura del doble siempre nos devuelve al mismo punto: ¿qué pasa si no somos uno, sino dos… o más?

Cuando el espejo deja de imitarte y comienza a crear su propia voluntad. El rostro que ves podría no ser ya el tuyo.

El retorno de lo reprimido

Sigmund Freud, en Lo siniestro (Das Unheimliche, 1919), explicó que el terror del doble surge cuando algo familiar se vuelve extraño. El reflejo, el eco, la sombra: todos son fenómenos cotidianos, pero si se independizan, se convierten en fuentes de angustia. El Doppelgänger encarna ese retorno de lo que debería permanecer oculto. Freud asociaba el doble a los mecanismos de defensa del yo: desdoblamientos que permiten proyectar lo inaceptable en otra figura. El doble es lo reprimido que insiste, una máscara que delata lo que intentamos negar.

Jacques Lacan añadió otra lectura desde el Estadio del espejo (1936). El yo nace al reconocerse en la imagen, pero ese reconocimiento es también alienación. El doble no es enemigo externo: es constitutivo. Vivimos siempre siendo otro para nosotros mismos. El Doppelgänger es, entonces, el recordatorio de esa falla originaria. El psicoanálisis revela así que el terror del doble no es fantasía gótica, sino experiencia íntima: todos, en algún momento, sentimos que no somos del todo “uno”. Que otra parte de nosotros respira aparte, decide distinto, se escapa en sueños y síntomas.

Psiquiatría y neurología

El mito encontró su correlato en la clínica psiquiátrica. Existe el Síndrome de Fregoli, en el que el paciente cree que distintas personas son en realidad un mismo individuo disfrazado. Y, de manera más directa, el síndrome del doble subjetivo, donde el sujeto está convencido de que un clon suyo vive otra vida paralela. Estos trastornos han sido vinculados a lesiones en el lóbulo temporal derecho y a episodios psicóticos. El neurólogo V. S. Ramachandran documentó casos en los que las conexiones entre visión y reconocimiento emocional fallan, produciendo una alienación radical: el paciente ve a alguien idéntico a sí mismo y lo percibe como otro (Phantoms in the Brain, 1998).

La psiquiatría confirma lo que el folclore intuía: el doble no es sólo invención literaria, sino síntoma de fracturas reales en la percepción del yo. Lo perturbador no es que existan “fantasmas”, sino que el cerebro humano puede fabricar la sensación de estar duplicado. En estos casos clínicos se repite el mismo terror que en las leyendas: el doble aparece autónomo, hostil, invasivo. El paciente no lo controla. Y ese despojo de sí mismo resulta más devastador que cualquier monstruo externo.

Reflexión final

El Doppelgänger nos enfrenta al miedo más íntimo: el de no ser únicos. Nos revela que la identidad no es roca, sino agua. Y que bajo ciertas circunstancias —ya sea un delirio, un espejo, un cuento o un sueño— podemos encontrarnos con un yo que no controlamos. No es casual que, en el folclore, el doble anuncie la muerte. Porque morir es justamente eso: ver que el mundo seguirá existiendo… sin nosotros. El doble anticipa ese vacío: otro ocupará mi lugar, aunque sea mi sombra.

La literatura, el psicoanálisis y la psiquiatría coinciden en lo mismo: el doble siempre retorna. Lo negado, lo reprimido, lo incompleto, se proyecta en esa figura que camina a nuestro lado. Querido(a) lector(a), pregúntate: ¿qué harías si mañana, al entrar en casa, encontraras a tu otro yo ya sentado en tu sillón, sonriéndote con tu propia voz?

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Abundancia innecesaria: una falta no reconocida

«Lo superfluo, lo muy superfluo, es necesario; pero lo innecesario, aun en la abundancia, resulta vacío».

— Séneca

Queridos(as) lectores(as):

Estamos rodeados de opciones: tiendas que venden todo tipo de productos, plataformas de streaming con miles de títulos, redes sociales saturadas de contenidos. El mercado y la cultura actual nos repiten que la felicidad consiste en tener siempre algo más. Y, sin embargo, ¿no es curioso que cuanto más acumulamos, más sentimos el peso de un vacío? A este fenómeno lo he llamado «abundancia innecesaria». Se trata de esa acumulación que no responde a ninguna necesidad real: ropa que nunca usamos, información que jamás procesamos, relaciones que no llegan a ser vínculos. Justo ayer platicaba con mi amiga Viri, y en un momento salió el tema que buscaré tratar con ustedes este día. Una abundancia que parece plenitud, pero que sólo nos dispersa. Y lo más interesante es que este exceso tiene relación con algo que solemos ignorar: la falta de cultura del inconsciente.

La abundancia innecesaria no es una categoría económica, sino existencial. Aparece cuando dejamos de mirar hacia dentro y confiamos en que lo exterior resuelva lo que nos duele. No estoy seguro en afirmar que sea un fenómeno de nuestro tiempo, pero ciertamente es un espejo en el que cada uno puede reconocer sus propias fugas y evasiones. Y, al mismo tiempo, puede ser una invitación: si la abundancia innecesaria encubre la falta, entonces reconocerla puede abrirnos la posibilidad de un modo más simple y verdadero de vivir.

El malestar en la cultura del exceso

Sigmund Freud, en El malestar en la cultura (1930), señaló que cada progreso humano trae consigo nuevas formas de insatisfacción. Escribió: “El hombre civilizado ha cambiado un trozo de felicidad posible por un trozo de seguridad”. Ese trueque nos deja con un hueco. Hoy ese hueco lo intentamos compensar con más consumo, más pantallas, más experiencias. Ejemplo cotidiano: la ansiedad que sentimos cuando la conexión a internet se interrumpe. ¿Por qué nos altera tanto? No porque lo necesitemos para sobrevivir, sino porque nos hemos acostumbrado a que el exceso de información calme un vacío que no sabemos nombrar. La abundancia innecesaria se convierte en un calmante cultural, pero como todo calmante, dura poco y deja huella.

Podría decirse que nuestra cultura ha convertido el malestar en un negocio. No soportamos el silencio, y entonces aparecen apps, dispositivos, series y compras que nos prometen alivio instantáneo. Pero ese alivio nunca toca la raíz. Freud ya lo sabía: no hay progreso que anule el conflicto interno, sólo hay maneras más sofisticadas de posponerlo. Pensemos en los gimnasios que venden no sólo salud, sino identidades enteras: “serás más feliz si tienes este cuerpo”. O en las redes sociales, que explotan nuestra necesidad de reconocimiento. La abundancia innecesaria, vista desde Freud, es un síntoma de la misma tensión de siempre: el ser humano intentando tapar con objetos lo que en realidad sólo se resuelve en la palabra y en el vínculo.

La falta y el fetiche del objeto

Fue Jacques Lacan quien insistió en que el ser humano está estructurado por una falta, y que esa falta no debe eliminarse, sino asumirse como motor del deseo. “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Cuando desconocemos esta lógica, caemos en el fetichismo de los objetos: creemos que la plenitud está en lo que compramos, en lo que acumulamos. Es como cuando alguien que, después de un día difícil, va de compras compulsivas. La bolsa con ropa nueva parece llenar el vacío. Pero la sensación dura poco, porque no se trataba de ropa: se trataba de un deseo no escuchado. Sin cultura del inconsciente, confundimos abundancia con plenitud, y terminamos cargando con lo que no necesitamos. Cuando era niño, recuerdo que íbamos a visitar a mi familia en Puebla, por lo que cuando llegábamos a las casetas de cobro, siempre veía fascinados los aviones de lámina que vendían unas personas a lo largo de las filas de los autos. Pero nunca me compraron uno mis papás, no porque no tuvieran o no quisieran. Es que «no me faltaba», «no lo necesitaba». Y bien me conocían, porque era más que probable que me aburriera después. Sin embargo, la razón detrás era más importante: al ser de lámina, se podría oxidar y si me llegaba a cortar, podría infectarse la herida y traerme complicaciones de salud. Hubo prudencia paterna ante una demanda infantil sin fundamento.

Lo curioso es que el mercado entiende muy bien esta dinámica. Nos ofrece objetos que funcionan como espejismos: el celular más nuevo, la prenda de moda, la experiencia “imperdible”. Todo está diseñado para hacernos creer que la falta se colma. Pero Lacan advertía: la falta no desaparece; se desplaza. Y cuando no la trabajamos, la convertimos en un carrusel interminable de abundancia innecesaria. Un ejemplo claro lo vemos en la publicidad de los smartphones: cada año sale un modelo con mejoras mínimas, pero presentado como indispensable. Esa compulsión colectiva no se explica por utilidad, sino por la ilusión de que el objeto trae consigo un reconocimiento. Lo que en realidad se desea no es el aparato, sino la mirada del Otro.

Cuando el exceso de cosas convierte el lugar de descanso en un espacio inhabitable

El vacío enmascarado

Es curioso, porque hace dos siglos el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, advirtió en Así habló Zaratustra (1883-1885): “El desierto crece: ¡ay de aquel que alberga desiertos!”. La frase, tan lapidaria, nos recuerda que el exceso puede ser un disfraz del vacío. La abundancia innecesaria es como una mesa repleta de comida en la que nadie tiene hambre. Un ejemplo cultural: pensemos en la industria del entretenimiento. Hoy podemos maratonear series por horas, sin detenernos. ¿Eso es disfrute real o un modo de no enfrentarnos al silencio? Muchas veces, el desierto se disfraza de fiesta interminable, pero en el fondo sigue siendo desierto.

Nietzsche veía que el mayor peligro no era la carencia, sino el aburrimiento disfrazado. Cuando todo está disponible, el hombre se hastía de todo. Y entonces el exceso ya no es disfrute, sino anestesia. El desierto crece no porque falten cosas, sino porque sobran demasiadas sin sentido. Esa es la paradoja de la abundancia innecesaria: cuanto más tenemos, más nos pesa el vacío. Lo vemos en los viajes exprés que prometen “vivirlo todo” en un fin de semana. Paisajes, comidas, selfies, recuerdos enlatados: una saturación que a menudo termina en agotamiento. El viajero vuelve con fotos en el teléfono pero con la sensación de no haber habitado realmente ningún lugar. El desierto, disfrazado de abundancia, lo ha acompañado todo el viaje.

Cultura del inconsciente vs. cultura del exceso

Aquí está el núcleo del problema. Una cultura que desconoce el inconsciente reduce todo a un esquema simple: si algo me falta, lo compro; si estoy vacío, me lleno. El psicoanálisis enseña lo contrario: la falta no se elimina, se escucha. La cultura del exceso fabrica “abundancia innecesaria” para callar la pregunta, para tapar la herida. El culto al multitasking, por ejemplo. Hacer diez cosas al mismo tiempo no nos vuelve más plenos, nos fragmenta. En vez de escuchar lo que verdaderamente nos habita, llenamos el día de ocupaciones. Y cuando cae la noche, sentimos la soledad como un eco amplificado.

Si hubiera una cultura del inconsciente más extendida, aprenderíamos a tolerar la falta, a habitarla. Descubriríamos que la pausa no es vacío, sino lugar de sentido. Pero al no tener esa educación, la sociedad nos lanza a la hiperactividad y al consumo. Y así, la abundancia innecesaria se convierte en un modo de existencia aceptado, incluso celebrado, aunque sepamos que nos desgasta. Basta ver cómo tratamos a los niños: cada vez más expuestos a juguetes, pantallas y actividades, como si debieran estar siempre entretenidos. Pero, ¿qué lugar dejamos para el aburrimiento, que tantas veces es fuente de creatividad? Una cultura del inconsciente sabría que la pausa y el silencio también educan, mientras que la abundancia innecesaria sólo distrae.

Reflexión final

La abundancia innecesaria no es un signo de riqueza, sino un síntoma de negación. Es como el ruido que no nos deja escuchar una música más profunda: la del deseo, la del inconsciente, la de lo verdaderamente esencial. Reconocer esto no significa despreciar los bienes materiales, sino distinguir lo que es necesario de lo que es sólo un disfraz brillante. Quizá el desafío de nuestro tiempo no sea tener más, sino aprender a vivir con lo justo y lo necesario, para que la falta no se convierta en vacío, sino en motor de sentido. La verdadera riqueza no está en la acumulación, sino en el espacio interior que dejamos para lo que importa: el encuentro, la palabra, la pregunta. Y tal vez ese sea el camino para transformar la abundancia innecesaria en abundancia verdadera: aquella que nace del sentido compartido, no del exceso que cansa, sino del don que se entrega y permanece.


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