Contra la infatilización del pensamiento

“La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra con dulzura en las almas.”

—San Juan XXIII

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época que se precia de ser más empática, más inclusiva, más humana. Pero en nombre de esa sensibilidad triunfante, hemos comenzado a sospechar —cuando no condenar— una de las más altas capacidades del espíritu humano: el ejercicio libre y riguroso de la razón. No es que pensar esté prohibido, pero cada vez más, pensar con profundidad o disentir con argumentos es visto como una amenaza emocional. La emoción, elevada a dogma, ha comenzado a silenciar todo lo que la contradiga. Y donde la emoción dicta, la verdad debe callar.

Lo que aparece como un triunfo de la compasión es, en muchos casos, una infantilización del discurso público, donde la fragilidad personal se convierte en vara de juicio, y la ofensa subjetiva, en forma de censura. En lugar de adultos que se enfrentan a la complejidad del mundo con valentía, estamos generando generaciones que viven con miedo, como niños que necesitan dormir con la luz prendida. No por ternura, sino por incapacidad de tolerar la oscuridad inevitable del pensamiento, el disenso y la verdad.

La sensibilidad secuestrada

La sensibilidad, entendida como apertura al dolor del otro, es un bien precioso. Pero cuando se transforma en medida única de lo válido, deja de ser virtud y se convierte en tiranía. La cultura contemporánea ha hecho de la emoción el nuevo centro moral: ya no se pregunta si algo es verdadero, basta con que alguien afirme sentirse herido por ello. El filósofo francés, Pascal Bruckner, crítico del sentimentalismo político, escribió que “la compasión, al transformarse en política, se convierte en una maquinaria cruel” (La miseria del bienestar, 2002).

En otras palabras, la emoción desbordada no nos hace más humanos, sino más frágiles, más manipulables y más cerrados al debate. Así, la sensibilidad deja de conectar para comenzar a dominar. “Me duele” se convierte en “no puedes decirlo”. Lo emocional reemplaza al argumento, y cualquier análisis que incomode se etiqueta de inmediato como agresión. En ese contexto, la sensibilidad ya no es el camino hacia el otro, sino el pretexto para suprimirlo.

La razón silenciada

No se trata de una incapacidad para pensar, sino de un abandono voluntario del pensamiento en favor de una emotividad confortable. Se piensa menos, no porque no se pueda, sino porque se prefiere no hacerlo. Pensar incomoda, y la incomodidad ha sido declarada inaceptable. El escritor británico, George Orwell, célebre por su lucidez crítica, escribió: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario” (Colección de ensayos, 1946). Hoy, el engaño no se manifiesta sólo en propaganda abierta, sino en la presión blanda de lo políticamente sentimental, donde la verdad es vista como amenaza y el pensamiento como agresión.

Quien se atreve a matizar, disentir o pensar fuera del molde afectivo del momento, es cancelado moralmente. La figura del “insensible” ha reemplazado a la del “hereje”. Y ante eso, muchos prefieren callar. Pero el silencio, cuando no es fruto de sabiduría, se convierte en complicidad con lo que no se dice. Lo más peligroso no es la censura externa, sino la autocensura que uno aprende para no ser señalado como violento o indiferente. El miedo a incomodar se vuelve el nuevo límite del pensamiento. Y así, poco a poco, la razón se silencia, y el alma se acomoda a un infantilismo afectivo que todo lo justifica con un “me hizo sentir mal”.

Dormir con la luz prendida

La imagen es deliberadamente simbólica: una humanidad que no puede soportar la oscuridad y exige vivir bajo una luz constante, aunque artificial. No se trata sólo del pensamiento: se trata de una cultura que ha decretado que la vida no debe doler, que las palabras no deben herir, que las ideas no deben incomodar, que los símbolos no deben provocar. Pero eso no es humanidad sensible: es negación neurótica de lo real. El filósofo colombiano, Nicolás Gómez Dávila, feroz crítico del pensamiento moderno, escribió: “El hombre moderno no quiere ser liberado de sus cadenas, sino decorarlas” (Escolios a un texto implícito, 1977).

En lugar de asumir la oscuridad como parte de la vida, preferimos rodearla de frases positivas, comodidades psicológicas y validaciones instantáneas. Pero lo oscuro —la duda, la ambigüedad, el dolor— sigue ahí, silenciado, aguardando su regreso por otras vías. Dormir con la luz prendida puede ser comprensible en un niño. Pero cuando una cultura entera necesita esa luz para no entrar en pánico, no estamos ante sensibilidad, sino ante regresión. Y la regresión, cuando se institucionaliza, bloquea toda posibilidad de pensamiento adulto.

Dormir con la luz encendida: metáfora de una época que teme la oscuridad del pensamiento.

El humor como disidencia

En este panorama, el humor es uno de los últimos espacios donde todavía puede decirse lo que está prohibido pensar. No porque el humor sea irresponsable, sino porque permite decir lo verdadero de un modo que el discurso formal ya no tolera. Y por eso el humor incómodo es tan necesario como molesto. El comediante británico, Jimmy Carr, conocido por su humor negro, ha sido duramente criticado por sus chistes sobre religión, discapacidad, el Holocausto o la corrección política. Pero Carr no busca provocar por provocar. En realidad, expone —con sarcasmo quirúrgico— los puntos ciegos de una cultura que se precia de inclusiva, pero que excluye lo que no puede soportar oír.

El actor y director francés, Jacques Weber, afirmó: “El humor es la forma más civilizada de la desesperación” (Itinerario de un actor, 1998). Reír no siempre es frivolidad: a veces es resistencia. Y el que se ríe de lo prohibido no siempre es un insensible. Muchas veces es el único que se atreve a mirar lo que los demás no soportan sin llorar. El humor, cuando es valiente, es un acto de disidencia. No sólo se burla de lo ridículo, sino que recuerda —con brutal ternura— que la vida no siempre será amable, y que pensar no siempre será agradable. Si un chiste, una manera de expresar lo que cuesta de otro modo, ofende, habría que preguntarnos exactamente qué es lo que nos ofende y por qué. Y eso, en definitiva, es una invitación a reflexionar y no contestar por contestar.

Pensar como forma de adultez

La madurez no consiste en abandonar los sentimientos, sino en ponerlos al servicio de la verdad y no por encima de ella. Sentir es parte de la vida; pero dejar de pensar para no molestar lo que se siente, es una forma lenta de destrucción espiritual. El activista estadounidense, Ambrose Redmoon, escribió: “No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe que hay cosas más importantes que el miedo” (No Peaceful Warriors!, 1991). En nuestra época, entre esas cosas más importantes está el pensamiento libre.

Pensar, hoy, exige coraje: no sólo intelectual, sino moral. Porque no pensar es cómodo, pero pensar es quizás el acto más adulto que nos queda en un mundo que prefiere emociones pasteurizadas y obediencia afectiva. Quien piensa de verdad está dispuesto a perder afectos, aplausos y seguridades. Pero gana algo mucho más grande: la posibilidad de vivir con la luz apagada y la conciencia encendida.

Conclusión: amar la verdad es amar la libertad

Pensar no es lo contrario de sentir. Pero sí es su límite necesario. Una cultura donde nadie puede decir la verdad por miedo a herir, tarde o temprano se convierte en una cultura donde nadie puede amar de verdad. Porque el amor también exige decir lo difícil, mirar lo que duele, abrazar lo que no siempre es amable. Buscar la verdad, con valentía y con humildad, no es un ejercicio de soberbia racional. Es una forma profunda de amor: hacia lo real, hacia los otros, hacia uno mismo. Porque sólo quien se atreve a pensar puede también comprender, perdonar y amar.

Y por eso, tal vez ha llegado el momento de apagar la luz con la que pretendemos protegernos, y aprender a caminar en la noche como adultos: con fe, con razón, con humor, con coraje. Sin embargo, es apropiado decir algo: decir la verdad es no ofender, no humillar, no denigrar. Habrá quienes estén dispuestos a escuchar y a entablar un diálogo, habrá quienes no. Uno decide si se queda o se va. Uno decide si ver el stand up de alguien como Jimmy Carr o mejor ver una novela turca.

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Seamos serios: ríamos

«La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño».

-Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que nacen sin pretensión y terminan siendo faros. Esta es una de ellas: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Lo descubrí no en un libro, sino en la vida misma. En el rostro de un paciente que, tras años de dolor, soltó una carcajada que parecía una confesión. Me dijo: «Creo que si no me río, me muero». Y comprendí que la risa, lejos de ser una huida, puede ser también una forma de quedarse, de resistir. Sigmund Freud, en El chiste y su relación con lo inconsciente (1910), no trató el humor como una simple distracción, sino como una vía regia —como lo fue el sueño— para acceder al inconsciente. «El humor es la manifestación más elevada de los mecanismos de adaptación del individuo». El chiste, decía, aligera la carga psíquica, permite decir lo indecible sin el peso del juicio. En una carta a su amigo Theodor Reik (1928), afirmó: “El humor no es resignación; es rebelión.” Y esa frase ha sido una brújula en mi práctica clínica. Nietzsche lo dijo a su modo: la seriedad infantil no es gravedad, es entrega. Y el adulto que ha madurado no es el que se vuelve más rígido, sino el que, habiendo atravesado el dolor, puede volver a jugar con la vida como un niño juega: con todo su ser. Esa seriedad lúdica, ese goce vital que no ignora el abismo, pero no se rinde ante él.

Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido (1946), escribió: “El humor es otra de las armas del alma en la lucha por la autoconservación”. Él sabía bien lo que eso significaba. En los campos de concentración, donde todo parecía perdido, conservar el sentido del humor era una forma de sostener la dignidad. Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser (1984), señala que la broma puede ser una forma de subversión existencial, un juego peligroso que revela lo que no se puede decir directamente. El humor, en su narrativa, no es alivio banal, sino una grieta por donde se cuela lo trágico.

Humor de espacios y momentos

No pocas veces, cuando alguien empieza a reírse de sí mismo en análisis, es señal de que algo ha cambiado. La risa no como cinismo, sino como señal de comprensión. Una risa que dice: ya no me odio por lo que me pasó; ahora puedo ver mi historia con ternura. Jorge Luis Borges escribió en su Prólogo a la obra de Shakespeare (en Otras inquisiciones, 1952): “Quizá la Historia Universal sea la historia de unas cuantas metáforas”. Y entre ellas, la risa es una de las más potentes: una metáfora de la libertad. Incluso el escéptico Emil Cioran escribió en Del inconveniente de haber nacido (1973): “No me fío de nadie que no sepa reírse de sí mismo”. Porque quien no puede hacerlo aún está demasiado identificado con su propio personaje. El humor verdadero exige humildad: saber que no somos el centro del universo, que también somos ridículos, tiernos, frágiles.

En mi experiencia como psicoanalista, he aprendido que muchas personas cargan una culpa profunda por reír en medio del duelo, como si la alegría deshonrara la memoria. Pero no es así. A veces la risa es el homenaje más puro. Es el alma diciendo: todavía estoy aquí. Claro, el humor tiene límites. No todo debe ser objeto de burla. Hay un humor que lastima y otro que redime. Uno que escapa y otro que abraza. El humor maduro no banaliza el dolor: lo transforma. Umberto Eco escribió en Apocalípticos e integrados (1964): “El humor es una visión del mundo que permite soportar lo insoportable”. Sin embargo, recordemos esto: nuestro humor, no necesariamente es el del otro. Hacer humor es tomarse en serio el respeto a los demás.

¿Y el chiste? Lo tiene el pinshi gato…

El absurdo y el humor

En los tiempos que corren, donde todo parece urgente y dramático, donde el grito ha reemplazado a la palabra y la indignación se vuelve una máscara, reírse desde la ternura es casi un acto revolucionario. Por eso lo sostengo, con más fuerza que nunca: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Porque en ese acto sencillo se esconde una sabiduría ancestral: saber que no podemos controlarlo todo, que sufriremos, que perderemos… pero que aún así, aún con lágrimas, podemos reír. Y en esa risa, encontrar un poco de paz.

El humor, además, nos ayuda a sobrevivir al absurdo diario. Esa cadena de situaciones grotescas, triviales o insólitas que no tienen sentido y, sin embargo, nos suceden. Desde la burocracia que roza lo kafkiano, hasta los pequeños fracasos cotidianos que se acumulan como gotas de agua sobre una piedra. Sin humor, ese absurdo nos enferma. Con humor, lo convertimos en relato, en símbolo, incluso en arte. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), afirmaba que el absurdo nace del enfrentamiento entre el deseo humano de encontrar sentido y el silencio del mundo. Y proponía una rebelión: no huir del absurdo, sino abrazarlo, convivir con él. El humor cumple esa función: no niega el sinsentido, pero tampoco se rinde ante él. Se ríe. Y esa risa no es liviana, es filosófica.

Woody Allen decía irónicamente: “No le tengo miedo a la muerte, sólo que no quiero estar ahí cuando suceda”. Detrás de esa broma hay una profunda conciencia del absurdo, de nuestra propia fragilidad. Pero en lugar de paralizarnos, el humor nos permite seguir. Es un antídoto contra la desesperación que no anestesia, sino que ilumina el sinsentido con una chispa de lucidez. Frente a la rutina, los trámites, las malas noticias, los enredos y las contradicciones humanas, el humor nos permite respirar. Como si fuera una grieta en la pared del sinsentido por la que se cuela un poco de luz. Esa luz puede no resolver el enigma de la vida, pero nos permite recorrerlo con más ligereza, con dignidad… y a veces hasta con alegría.

Ventajas latinoamericanas

Y si hablamos del humor como forma de sobrevivencia, no podemos dejar fuera nuestra raíz latinoamericana. En México, por ejemplo, nos reímos de la muerte, del dolor, de la tragedia… pero no por cinismo, sino por sabiduría popular. Porque, como decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950): “El mexicano frecuenta la muerte, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja; es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”. El humor mexicano, tan lleno de ironía, doble sentido, y ternura escondida, ha sido históricamente una forma de resistencia. Desde los chistes que nacen en medio de las crisis económicas, hasta las calaveritas que escribimos cada Día de Muertos, hay una fuerza cultural que nos enseña a no perder el alma, incluso cuando parece que el mundo insiste en quitárnosla.

Ese humor a veces es triste, a veces es absurdo, otras tantas irreverente, pero siempre profundamente humano. Es como si, en medio del dolor histórico, la carcajada dijera: “Nos podrán quitar todo, menos la capacidad de reírnos de nuestra propia tragedia”. En ese sentido, el humor no es sólo un alivio. Es un acto de dignidad. Es decir: “A pesar de todo esto, de tantas cosas malas y preocupantes, todavía me puedo reír un buen rato”. Lo que les recomiendo a mis pacientes (cuando se puede), familiares y amigos es que antes de terminar el día, tengamos un «ritual de la carcajada»: veamos series o películas cómicas, busquemos un buen Stand Up, platiquemos con quienes siempre nos causan risas, etc. No es negar la realidad, es darnos chance de poder elegir cómo acabamos el día. Y eso, créanme, cambia mucho las cosas.

¿Ya rieron hoy?