Un momento de paz en tu día

«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».

-Thomas Merton

Queridos(as) lectores(as):

Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?

La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.

Respirar como acto sagrado

El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.

>Una práctica simple:

  • Inhalen en 4 segundos
  • Retengan 4 segundos
  • Exhalen en 6 segundos
  • Descansen 2 segundos

Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).

El ritual en lo cotidiano

Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».

Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.

Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).

La oración como brújula

La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).

Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.

Incluso contemplar la naturaleza es desconectarse del caos, conectándonos al mismo tiempo al resto de la vida.

La paz no es negación

No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.

No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.

Ascética cotidiana, no heroica

La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.

5 minutos para el alma

Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.

Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».

Redes sociales: llamadas de auxilio

«Las redes sociales han creado un espacio donde la intimidad se convierte en mercancía y el yo en espectáculo».

-Sherry Turkle

Queridos(as) lectores(as)

Vivimos en una época donde el narcisismo no es un rasgo patológico, sino una expectativa social. Las redes no nos piden autenticidad; nos piden visibilidad. Hace unos días, estuvo saliendo en redes sociales un video de una chica (que desconozco quién sea) que al parecer está en un estadio deportivo, y que cuando empieza a sonar la música, parecía «rendirse» a la «necesidad» de ponerse a bailar, cosa que nadie más hizo y sólo se le quedaban viendo. En palabras de ella «no me pude resistir». De acuerdo, a cuántos no nos ha pasado eso, que escuchamos algo de música que nos gusta y no podemos evitar empezar a movernos con ritmo. El tema acá es que ella hacía ciertos gestos entre el dolor y el goce, casi como una actriz atrapada en un guión no escrito: el del espectáculo de sí misma. Y no sólo fueron los gestos de los demás que la veían, cuando uno entraba a la sección de comentarios, en verdad fue impresionante cómo se le fueron con todo: «Ridícula», «Cuando ya no sabes cómo llamar la atención», «Así o más fingido», «¿En verdad está llorando por bailar?, «Cómo se ve que sabía que la estaban grabando», etc.

Y no es la primera vez que sucede algo así (y por lo que veo tampoco la última). Si bien tuvo sus «defensores» que salieron a decir que los demás eran unos amargados y demás, cosa que también es una posibilidad, no dejar de ser algo que nos inquieta y nos hace preguntar: ¿qué necesidad? ¿De bailar? No, de exponernos. Claro, todos somos libres de hacer lo que se nos pegue la gana, pero haciéndonos cargo de las consecuencias, sean positivas o negativas. Desconozco si la chica en algún momento salió a decir algo sobre lo que se había generado, pero lo que es un hecho es que dejó huella en el eterno malestar del ser humano (por nada). En palabras de Byung-Chul Han: «La sociedad actual no se basa en el deber, sino en el rendimiento. Y el sujeto del rendimiento es un empresario de sí mismo« (La sociedad del cansancio, 2010). El problema es que ese “emprendimiento de uno mismo” en redes como Instagram ha degenerado en una sobreexposición vacía: no se sube contenido con sentido, sino con urgencia. Urgencia de ser visto, de no desaparecer. De gritar, aunque nadie escuche. Todo espectáculo necesita una audiencia. Y todo vacío, un disfraz.

Publicar como acto de supervivencia

La necesidad de llamar la atención en redes es, en el fondo, un síntoma. Un síntoma de angustia y de deseo mal canalizado. Sigmund Freud ya lo anticipaba en El malestar en la cultura (1928), cuando hablaba de la tensión entre el yo y el otro, entre la pulsión y el orden social. Lo que hoy vemos en redes es una forma de acting out digital: «El sujeto no sabe lo que desea, pero actúa su deseo sin saberlo». Así, vemos a miles de personas exponiendo su vida sin contexto, sin forma, sin sentido, sólo con la esperanza de no ser ignorados. Porque en esta era, el anonimato duele más que la crítica. Ser invisible es peor que ser odiado. Aunque, cabe decir, no tiene nada de malo disfrutar lo que uno hace, al contrario, qué mejor para lidiar con tanto estrés y cosas que nos obligan a «ser otros» en la sociedad moderna. Sin embargo, sí es justo entender que las intenciones reales de cada «compartir» nos hablan de ciertas necesidades que no sabemos expresar con palabras, y como diría Freud, sólo las actuamos.

Hay un ejemplo que a más de uno nos hace ruido: cuando vamos a un restaurante y queremos compartir «nada más porque sí» lo que nos acaban de traer. Y nos sale el fotógrafo profesional que habita en nosotros, acomodamos todo de tal manera que luzca todavía mejor el platillo. Tomamos la foto y la subimos a redes sociales. Por lo general acompañada de un texto tipo: «Disfrutando la vida», «Deli», «Viviendo la vida»… etc. Pregunta: ¿por qué? Es decir, de acuerdo, la presentación del platillo puede ser maravillosa, y como bien dice el dicho «de la vista nace el amor». Pero volvamos a algo anterior: acomodamos todo. Lo que se acomoda no es sólo el platillo, sino la escena entera: un montaje donde no buscamos comer, sino ser vistos comiendo. Y a veces ni eso. ¿Qué tiene que ver el ambiente, la distribución de los cubiertos, los condimentos, el servilletero, etc., para este fin? Han habido videos donde las personas que hacen eso, de repente se ven afectados por quien los está grabando ya que les hacen algo que les arruina su moderno ritual, ya sea metiendo la mano en la foto, destruyendo con el tenedor la rebanada de postre, etc. Y claro, la reacción es automática: furia y desquite. Cualquiera reaccionaría así ante una acción como esa, pero, ¿fue por arruinarles el platillo o por arruinarles la foto?

El juicio del otro como condena compartida

Muy bien, dejemos por un momento a la persona que sube el contenido a redes sociales. Hay un fenómeno paralelo que merece atención: cada vez más usuarios se quejan del contenido ajeno. Lo ridiculizan, lo atacan, lo critican. Como si no soportaran ver ese grito desesperado en el otro porque les recuerda el suyo. Jacques Lacan lo explica con claridad: “El deseo del hombre es el deseo del Otro”. (Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964). Una vez, platicando con unos amigos, salió el tema de por qué la gente odia tanto a ciertos individuos. No voy a poner nombres, pero sí profesiones, porque eso nos ayuda a ampliar el espectro: futbolistas, modelos, artistas, youtubers, escritores, influencers, etc. Es en verdad increíble cuánta molestia despiertan en algunas personas, y eso tiene nombre: envidia. ¿Envidia de qué? De que ellos son o hacen lo que los otros no podemos ser o hacer. En aquella ocasión, un amigo me dijo: «Mientras no seas un escritor como Paulo Coelho, no pasa nada». Este autor brasileño es uno de lo más atacados a nivel mundial porque se dice de él que escribe cosas muy bobas o tontas, que es muy simplona su literatura. A lo que le contesté: «Pues ojalá sea como él, que por cosas así me hagan un Best Seller a nivel mundial y pueda vivir de mis libros». Las risas no faltaron.

Rechazar al otro es una manera de no enfrentarnos al vacío propio. Es más fácil burlarse del que sube una foto sin sentido que preguntarse por qué nos molesta tanto. Y esto, una vez más, es un síntoma que cada vez se replica más y más. Søren Kierkegaard nos dice algo importante en su libro La enfermedad mortal (1849): “La desesperación es no querer ser uno mismo». Cuando hablaba de la envidia del otro, no me refiero sólo a lo que es o a lo que hace, sino a todo lo que hace posible que eso suceda. Pienso en cuando un youtuber o influencer sube cualquier cosa y por ello le pagan. ¿Cuál es uno de los primeros reclamos que solemos escuchar? «No, pues así yo también me hago famoso». Es interesante. ¿»Así» qué? Es que es bonita, tiene buen cuerpo, es atractivo, está todo macizo por el gimnasio… etc. Claro, accidentes que «facilitan» el llamar la atención a empresas que se aprovechan de eso para poder vender. Y es una realidad: mientras vendas, me sirves. Pero, aquí está el silencioso problema que padecen a los que usan: tarde o temprano, serán descartados. ¿Después de la belleza y el estilo, qué queda? ¿Con qué se va a llenar ese vacío? El sujeto, como mercancía, tiene fecha de caducidad emocional. Después de usarlo, lo olvidan. Y uno, sin saber quién era antes de todo eso, se queda sólo con el eco del aplauso. Las redes sociales, al final de cuentas, exponen una vida que no es del todo cierta. Es un juego de ilusiones que ocultan muchas carencias dolorosas y silenciosas. Aunque, francamente, eso de que «ocultan», me parece que poco a poco es lo contrario: evidencian.

La pulsión escópica: cuando mirar no basta

En psicoanálisis, la pulsión escópica se refiere al deseo de mirar y ser mirado. En redes sociales, esta pulsión se ha desbordado. No basta con mirar: queremos ser el centro de la mirada del otro. Ya lo decía Oscar Wilde: «Que hablen de uno es espantoso. Que no hablen, es peor». ¿Pero hasta qué punto tan drástico se está llegando? A un voyeurismo peligroso. Un voyeurismo invertido: mostrar para ser consumido. Jacques-Alain Miller, discípulo y yerno de Lacan, afirma: «Las redes sociales son una máquina de producción de goce. Pero el goce sin sentido conduce al agotamiento, no al placer». (Conferencia: “La era del Otro que no existe”, 2004). Una vez más: ilusiones que queremos que crean como una realidad. No nos gusta nuestra vida, no nos parece interesante, no nos gusta la manera en la que pensamos las cosas porque nos ocasiona más molestia que gusto. Y muchas cosas más que se confiesa de manera, otra vez, silenciosa y dolorosa. Las redes sociales se vuelven fábrica de apariencias y descartes: se aparenta algo, descartándonos en ello. Publicar no es siempre compartir. A veces, es simplemente implorar compañía.

Esa producción constante de “yo” —historias, fotos, reels, filtros, frases “inspiradoras”— se vuelve un mandato, casi una compulsión. Y como toda compulsión, termina por alienar al sujeto. Cada vez el sujeto es menos auténtico y su contenido peor. De un vacío no se puede sacar más que vacío. Mi cuenta de Instagram (@hchp1) es meramente de difusión cultural. Mi contenido yo sé que «no vende», que no llama siempre la atención. Primero: a la gente no le gusta leer, segundo, las imágenes no son ni a lo que están acostumbrados ni mucho menos lo que buscan. Una vez le pregunté a mis alumnos en la prepa qué esperaban encontrar en esa red social: los hombres fueron descaradamente sinceros, ellos querían ver mujeres guapas, las mujeres… ¡ellas sí que tienen claro que lo suyo es el mundo como tal! Fue impresionante el número de cosas que fueron diciéndome, cosa que me pareció maravillosa. Sin embargo, el hecho de que se abarquen tantas posibilidades corre el riesgo de nunca tener claridad sobre algo en específico. Porque de nada sirve un «me gusta de todo», cuando «no todo me llama la atención realmente». Mi humilde contenido de repente se lleva unos cuantos likes, pero nada en comparación con otros contenidos que estallan tanto en likes como en comentarios. Y créanme que no es queja, es una realidad: si no vendes, no importa. Yo sigo publicando y me da gusto cuando les gusta. Nada más. Pero sabemos bien que claro que me pesa que mi contenido no llame tanto la atención, pero ni modo, es lo que ofrezco.

¿Qué nos queda?

Lo que queda, quizá, es el silencio. La pausa. La posibilidad de no subir, de no mirar, de no buscar likes como forma de existencia. Pero eso exige una fortaleza emocional que pocos tenemos. Como escribió Søren Kierkegaard: «La desesperación más profunda es darse cuenta de que uno ha vivido su vida entera sin ser verdaderamente uno mismo» (La enfermedad mortal, 1849). Y esa es la paradoja: mostramos para ser alguien, pero mientras más mostramos, menos sabemos quién somos. Desde el diván, lo veo con frecuencia. Personas que llegan exhaustas, vacías, con ansiedad, sin saber por qué sienten que no valen nada si nadie les responde una historia o no alcanzan cierto número de vistas. La lógica del mercado se ha colado en la autoestima. Lo que subimos a redes, muchas veces, es lo que no nos atrevemos a decir en voz baja. A veces, sólo les hago una pregunta: «¿Para quién subiste eso?». No buscan respuesta. Sólo quieren ser escuchados. Como todos. Y entonces, en el fondo, Instagram no es más que una gran sala de espera. Un espacio lleno de pacientes sin terapeuta, gritando desde sus celulares lo que no pueden decir en voz alta: Mírame, por favor. No quiero desaparecer.

Si llegaron hasta aquí, tal vez esta entrada tocó algo en ustedes. No lo digo como juicio, sino como invitación a mirar un poco más dentro. Aquí algunas preguntas que vale la pena hacerse:

  1. ¿Alguna vez sintieron que si no subían algo a redes, nadie sabría que existen?
  2. ¿Se han sorprendido esperando ansiosamente que alguien vea o reaccione a sus historias?
  3. ¿Han borrado una publicación porque no tuvo suficientes “me gusta”?
  4. ¿Suelen juzgar con dureza el contenido de los demás, sin preguntarse por qué les molesta tanto?

Si alguna de estas preguntas les incomoda, no es casualidad. Quizás, en ese leve escozor, hay algo valioso que quiere ser atendido. Y para eso, como siempre decimos en este espacio, el diván está disponible. Porque a veces, lo más urgente no es subir algo más… sino bajar a ese lugar interno donde el deseo se aclara, el dolor se nombra y la angustia se acompaña. El análisis o la terapia están ahí para ayudarnos.

Los escucho.

La pereza de enterarse

«La pereza es el hábito por el cual el hombre siente flojera de hacer lo bueno y evitar lo malo».

-Ramón Llull

Queridos(as) lectores(as):

¿Por qué decidieron leer esto? Quizá por simple curiosidad, morbo o tal vez por enojo ante un título provocador. Posiblemente alguien se los compartió afirmando que les haría ruido, tocando fibras sensibles. Porque sabemos que a veces la curiosidad vence a la pereza. Sin embargo, la mayoría opta por quedarse con la superficie. Abrir un texto no implica necesariamente leerlo con atención; mucho menos entenderlo. Y comprender, implica una acción posterior, algo que hoy en día parece una exigencia insoportable para muchas personas. En palabras de Michel Foucault: «El saber no está hecho para comprender, está hecho para cortar» (La arqueología del saber, 1969). Es decir, el conocimiento genuino no es cómodo, está diseñado para provocar y transformar.

Vivimos en la era digital. Nunca antes habíamos tenido tanto acceso a la información: libros, artículos, ensayos, podcasts, películas, documentales. Y, sin embargo, nunca habíamos leído ni reflexionado tan poco. Según Zygmunt Bauman en su libro Modernidad Líquida (2000), «Vivimos tiempos líquidos, nada permanece, todo es inmediato y descartable». Este fenómeno también afecta la información que consumimos, pues preferimos datos efímeros a verdades sólidas que requieren análisis y reflexión. Umberto Eco lo expresó claramente al decir: «Las redes sociales le han dado el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad» (conferencia en Turín, 2015). Ahora, la información está a nuestro alcance, pero preferimos trivializarla antes que entenderla en profundidad.

Morbo sí, contexto no: la ignorancia como refugio emocional

El morbo vende y lo sabemos. Preferimos historias rápidas, impactantes y emocionales que no exigen demasiado esfuerzo intelectual. Se comparten y se consumen imágenes y noticias fuera de contexto sin analizar las fuentes, sin cuestionar. Vivimos de fragmentos editados para generar impacto. José Saramago sentenció en una entrevista con El País en 2009: «Vivimos en un mundo en que la mayoría es analfabeta funcional». Leemos poco y mal, sin retener ni entender el fondo. Parece que preferimos sentir antes que pensar, porque pensar exige tiempo, y el tiempo es lo que menos queremos invertir en la comprensión profunda del mundo que habitamos.

No querer saber es también una forma de protegerse. Preferimos no enterarnos de ciertas realidades incómodas porque generan angustia. Erich Fromm señaló en su libro El miedo a la libertad (1941) que las personas a menudo renuncian voluntariamente a la libertad (y al conocimiento), porque asumirla implica responsabilidad, compromiso y, muchas veces, dolor. Es más sencillo entretenerse con programas banales que confrontarse con noticias sobre injusticias sociales o tragedias humanas, ya que esto implicaría enfrentar la impotencia y el dolor propio.

Leer es incomodarse

La lectura implica incomodidad porque exige cuestionar, analizar, dudar y cambiar. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, escribió en Temor y temblor (1843): «La vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia adelante». Leer en profundidad nos obliga a confrontarnos con nuestras creencias y prejuicios. Prefieren algunos evadir esta incomodidad a través del entretenimiento superficial, olvidando que el crecimiento implica inevitablemente incomodarse. Es insuficiente sólo leer sin comprender profundamente lo leído. Jorge Luis Borges afirmaba en su ensayo La biblioteca total (1939): «Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído». No importa cuánto se haya leído, sino cuánto se haya comprendido y aplicado. Leer sin comprender es acumular información inútil. Necesitamos reflexionar y convertir la información en conocimiento genuino, en algo útil que nos transforme como seres humanos.

Hay algo que nos atraviesa cuando nos topamos con una verdad que no coincide con lo que esperábamos leer. Esperamos validación, consuelo, confirmación de nuestras creencias. Pero la verdad rara vez viene disfrazada de halago. Lo que uno espera leer muchas veces es una versión amable del mundo, una narrativa que nos acomode, que nos permita seguir igual. Pero la verdad, por su propia naturaleza, incomoda, descoloca, nos hace tambalear. Y cuando eso ocurre, algo dentro de nosotros se rebela. Empezamos a desacreditar la fuente, a atacar el tono, a decir que el texto es «prepotente» o «innecesariamente agresivo». Pero lo que duele no es la forma, sino el fondo. No es que esté mal escrito: es que está diciendo algo que no queríamos aceptar. La filósofa Simone Weil escribió: «La inteligencia no puede ser conducida a la verdad sino por el deseo de la verdad» (La gravedad y la gracia, 1947). Y ese deseo, hoy por hoy, parece escaso. Queremos lecturas que nos abracen, no que nos confronten. Queremos textos que sean mantas, no espejos.

La belleza de enterarse

Finalmente, no todo es crítica ni reclamo. La decisión de saber, enterarse y profundizar sigue siendo una postura valiente y amorosa. Carl Sagan afirmó en El mundo y sus demonios (1995): «El saber no sólo nos empodera, también nos da felicidad». Informarnos, comprender y actuar sobre ello, es un acto amoroso hacia la vida y hacia la humanidad. La lectura es un acto revolucionario contra la ignorancia, contra la apatía. En palabras del escritor Ray Bradbury en Fahrenheit 451 (1953): «No hay que quemar libros para destruir una cultura. Basta con que la gente deje de leerlos». Por eso, hoy más que nunca, decidir enterarse es un acto de resistencia intelectual y emocional.

Si llegaron hasta aquí, gracias. No era sencillo, y quizás dolió, pero valió la pena. Como diría George Orwell en su obra 1984 (1949): «En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario».

¿Y ustedes? ¿Ya se enteraron?

Atreverse a nombrar las cosas

«Dos medias verdades no hacen una verdad»

-Eduard Douwes Dekker

Queridos(as) lectores(as):

Decir las cosas por su nombre es un acto de poder, de claridad y, sobre todo, de libertad. Sin embargo, nos han enseñado que hacerlo es peligroso, que es mejor suavizar, justificar y encontrar explicaciones interminables para quienes no nos valoran, para quienes se escudan en su sufrimiento como excusa para dañar, para quienes han hecho del chantaje emocional su única herramienta de relación. Pero no. No todo se justifica. No todo es comprensible ni digno de ser soportado. Y sobre todo: no es nuestra responsabilidad cargar con la inmadurez emocional de otros.

Freud hablaba de la necesidad de hacer consciente lo inconsciente para poder sanar. «Las emociones reprimidas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen a la luz de las peores maneras», nos advierte en Estudios sobre la histeria (1895). Cuántas veces hemos justificado a quien nos lastima, creyendo que su dolor es excusa para el daño que causan. Sin embargo, como decía Carl Jung: «Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino» (Memorias, sueños, reflexiones, 1962). No podemos vivir en la negación ni en la constante justificación del otro a costa de nuestra paz.

Para lo que no estamos

Jacques Lacan nos recordaba que el lenguaje nos estructura, que es en la palabra donde se definen nuestras posibilidades y también nuestras cadenas. «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» (Escritos, 1966). Entonces, llamemos las cosas por su nombre: si alguien no nos valora, no nos respeta y nos manipula con victimismos, no está mostrando fragilidad, está ejerciendo control. Y nosotros, en nuestra buena voluntad, en nuestra paciencia mal entendida, hemos sido partícipes de esa farsa. Fiódor Dostoievski nos mostró en sus personajes cómo la culpa y el martirio pueden volverse una adicción. En Los hermanos Karamázov (1880), escribe: «Cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todo». Pero esto no significa cargar con las culpas de los demás. Cuántas veces hemos tolerado lo intolerable por no querer ser «malos», por miedo a ser los verdugos en una historia que ya nos ha victimizado antes. Pero una verdad es innegable: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. No estamos para justificar, entender y soportar a quien se niega a crecer.

Rollo May decía que la libertad no es un derecho, sino una conquista. «La verdadera libertad no es la ausencia de restricciones, sino la capacidad de elegir nuestras restricciones», afirmaba en El dilema del hombre (1958). En otras palabras: hay que saber elegir nuestras batallas. La angustia de elegir conlleva responsabilidad, y hay quienes prefieren manipular antes que asumir su propio destino. Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), complementaba esta idea al afirmar: «La ansiedad es el vértigo de la libertad». No seremos libres hasta que aprendamos a soltar lo que nos daña sin culpa, sin miedo y sin la absurda esperanza de que algún día cambiarán. No se cambia a quien no quiere cambiar. Y aquí está el verdadero dilema: ¿estamos dispuestos a seguir cargando con lo que no nos corresponde o vamos, de una vez, a tomar nuestra vida en nuestras manos?

Seamos coherentes

Hay que saber nombrar las cosas. Lo injusto es injusto, el abuso es abuso, la manipulación es manipulación. Y ningún disfraz de «pobrecito yo» lo hará diferente. Simone de Beauvoir decía: «No olvides nunca que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Estos derechos nunca son adquiridos. Debes permanecer vigilante toda tu vida» (El segundo sexo, 1949). Pero no aplica sólo con mujeres, sino con los hombres también. Y lo estamos viendo cabalmente hoy en día: se hace menos a unos por hacer más a otros. Esto termina siendo la dictadura del malestar. Lo mismo podemos decir de nuestros límites personales: si no los defendemos, otros los cruzarán sin dudarlo. No hay conquista sin vigilancia, ni respeto sin exigencia.

En la mañana hablaba con un querido amigo y me contaba sobre los tratos que ha recibido recientemente por parte de una persona. Luego, mi tía Maru de 87 años, cuando le hablé para saludarla temprano, me empezó a decir que una persona cercana a mi familia desde hace años, le habla para contarle sus problemas. ¿Qué tienen que ver mi amigo y mi tía? Simple: ambos hablan con un nudo en el corazón causado por una persona que les ha tratado mal a pesar de la relación que han tenido. Justamente estoy dedicando esta entrada a mi amigo y a quienes la necesiten. Respecto a mi tía, cuando me contaba, la interrumpí y le dije tajantemente: «Perdóname, pero no me interesan los problemas de alguien que no es capaz de preocuparse por los nuestros». Insisto en algo que ya dije: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. Amor con amor, indiferencia con indiferencia. Y no, no es pecado ni nada de eso, es abrazar nuestra dignidad.

Nombrar es liberar

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: «El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio». Pero no sólo el suicidio literal: también el emocional. Cuántas veces nos matamos en pequeñas dosis, aceptando dinámicas que nos desgastan, que nos hacen sentir indignos de algo mejor. Pero la existencia nos exige rebelarnos ante eso, elegir lo que nos nutre, lo que nos dignifica. No podemos ir por la vida callando el dolor que nos provocan los tratos de personas que al primer reclamo se escudan y nos atacan de poco empáticos, de que no los entendemos, de que no sabemos lo que ellos viven. Pregunta: ¿no es curioso cómo reflejan sus carencias en los demás? Claro, porque es muy fácil exigir en vez de dar. Y eso ya estuvo bien. Hay gente fantástica en este mundo, ¿por qué empeñarnos a estar con personas que sólo ofrecen malestar? ¿Pobres? ¿Y nosotros no o cómo funciona esto? Todos tenemos que ser responsables de nuestras vidas, y no cargarle el peso de nuestra frustración al otro, por muy amable que sea. No confundamos amabilidad con pendejismo.

Quien nos ama, nos trata con dignidad. Quien nos valora, nos respeta. Quien nos quiere en su vida, hace el esfuerzo de mantenerse en ella sin chantajes. Si no es así, entonces no lo llamemos amor, porque no lo es. Como decía Erich Fromm en El arte de amar (1956): «El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo'». Y el amor maduro no somete, no mendiga, no manipula: libera. Es en verdad momento de forzar el lenguaje, de pretender que las cosas pasarán sin el mínimo esfuerzo, de hablar sobre cosas inexistentes. Se puede amar y ayudar, pero cuando eso no se valora, se puede seguir amando pero ya no estando. No hay cosa más importante que la dignidad de cada uno de nosotros. Recordemos a San Juan Pablo II: «No hay amor verdadero sin respeto por la dignidad de la persona. Quien ama de verdad no puede humillar, manipular o someter a la persona amada» (Familiaris Consortio, 1981). No atentemos contra e lenguaje y usémoslo adecuadamente.

Y sí, estoy en verdad molesto… ¿para qué decir que no?

Cuando nadie aplaude, pero igual importa

«La manera de hacer es ser».

-Lao Tsé

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que la sensación de inutilidad pesa más que cualquier carga física. Esos días en los que nos preguntamos: ¿Para qué sigo escribiendo si nadie comenta? ¿Para qué ayudar si nadie lo nota? ¿Para qué hacer algo si parece que todo se pierde en el vacío? Nos han vendido la idea de que el valor de lo que hacemos está condicionado a la respuesta de los demás, a la validación inmediata, al reconocimiento público. Si no hay eco, parece que lo hemos hecho no tiene importancia. Pero la realidad es otra. Existen obras que han cambiado la historia y que fueron ignoradas en su tiempo. Hay gestos de bondad que nunca son aplaudidos pero sostienen el mundo.

Lo que hacemos, aunque parezca insignificante, tiene valor. Albert Camus, Hannah Arendt, Sigmund Freud, Fiódor Dostoievski y San Juan de la Cruz, entre muchos más, nos han enseñado que no es el aplauso lo que da sentido a nuestras acciones, sino la esencia de lo que hacemos, el acto mismo de hacer. Este encuentro de hoy es un recordatorio de eso. Un manifiesto contra la desesperanza, un llamado a seguir empujando la roca, aunque nadie lo vea. Porque incluso en la aparente invisibilidad, cada acción deja una huella. Aunque no la notemos. Aunque el mundo permanezca en silencio.

El espejismo del reconocimiento

Vivimos en un mundo que nos ha condicionado a medir el valor de lo que hacemos en función de la respuesta externa. Si no hay likes, comentarios o una muestra desesperada de aplausos, parece que lo hecho se diluye en la nada. Terminamos el día cansados, fatigados, hasta frustrados, con la pregunta inquisitiva e insistente: ¿para qué hago esto? Tal como comentaba al principio, nos han enseñado que la validación externa es la confirmación de que lo que hacemos importa. Pero, ¿y si el valor de las cosas no dependiera de su eco inmediato, sino de su propia existencia?

En un tiempo donde todo es fugaz, donde la inmediatez dicta el éxito de una publicación, de una idea o incluso de una vida, olvidamos que hay cosas cuyo impacto es silencioso. No todo tiene que viralizarse para ser significativo. La historia está llena de artistas, escritores y pensadores que nunca fueron reconocidos en vida, pero cuya obra marcó generaciones posteriores. ¿Eran menos valiosos entonces? ¿O es que hemos perdido la capacidad de ver el valor en lo que no se mide en cifras? Claramente me dirán que, sobre todo hoy en día, se requiere de cierta validación a modo de pago. Porque, claro, nadie vive de gracias o de aplausos. Pero la pregunta es: ¿y si lo estamos enfocando mal? Quizá la respuesta nos ayude a ver dónde hacer mejor las cosas… y con quién.

Sísifo y la felicidad del absurdo

Albert Camus nos da una pista con El mito de Sísifo (1942): un hombre condenado a empujar una roca cuesta arriba sólo para verla caer, una y otra vez, para volver a hacer la más dinámica por toda la eternidad. En apariencia, su labor es absurda. No hay triunfo, no hay recompensa. No hay un final glorioso ni una moraleja optimista. Sin embargo, Camus nos suelta un golpe directo: «hay que imaginar a Sísifo feliz». ¿Por qué? Porque el acto en sí mismo ya es suficiente. Porque el valor no está en la meta, sino en el movimiento. Hacer por hacer, amar por amar, crear por crear, sin esperar más que el proceso mismo.

En esta lógica, la insistencia en continuar, aunque parezca inútil, es en sí misma un acto de rebelión contra un mundo que nos quiere productivos, pero no necesariamente plenos. Si seguimos haciendo lo que nos apasiona, aunque parezca que nadie lo nota, estamos desafiando la idea de que sólo lo visible merece existir. Muchas veces cargamos con el peso muerto de mandatos de la infancia que son, irónicamente absurdos: «si no logras esto, está mal», «si para cuando tengas tal edad no has hecho esto…», y un largo bla bla bla. Aquí habría que preguntarnos la finalidad de ello: ¿inspirar o meter miedo?

La vita activa y el poder de lo pequeño

Hannah Arendt, en su concepto de la vita activa, nos recuerda que no todo lo que hacemos tiene que trascender en grande. A veces, las pequeñas cosas—como escribir un post que sólo lee una persona, preparar café en la mañana, o incluso regar una planta—son lo que nos ancla al mundo. El acto es el valor, no la reacción que genera.

En un mundo obsesionado con el impacto, olvidamos que la grandeza está en los detalles. La comida que alguien preparó con amor, aunque no reciba elogios. La conversación que sostuvimos con un amigo, aunque no haya cambiado el rumbo de la Historia. La lectura que alguien hizo en silencio y que resonó en su interior, aunque nunca lo comente. Cada acción es un pequeño ladrillo en la construcción de algo más grande, incluso si nunca vemos la estructura completa.

Seamos como los niños: ellos juegan, aunque nadie más entienda a qué

Sublimación y la necesidad de hacer

Desde el Psicoanálisis, Freud hablaba de la sublimación: transformar lo que nos duele en algo creativo. No siempre podemos controlar lo que sentimos, pero podemos elegir qué hacer con ello. Escribir aunque nadie lea, hablar aunque parezca que nadie escucha, crear aunque nadie reconozca. No porque el mundo lo exija, sino porque nosotros lo necesitamos. Pero también hay un sentido que sólo cada uno de nosotros puede (y debiera) ver. El psicoanalista argentino, David Nasio, lo dice de la siguiente manera: «El acto de crear es la capacidad de dejar de llorar el objeto amado perdido».

Cuando escribimos una carta, un poema, dibujamos en una servilleta, cantamos a todo pulmón en la regadera, etc., estamos creando, estamos haciendo por nosotros. Aquí entra la importancia de hacer por el simple hecho de hacer. Porque el acto creativo, el esfuerzo y la entrega son en sí mismos terapéuticos. Son una forma de procesar lo que nos pasa, de darle estructura a lo que de otra forma sería caos. Y en ese hacer, encontramos significado, más allá de la validación externa.

La fe en lo invisible de Dostoievski

Fiódor Dostoievski lo supo siempre. En Los hermanos Karamázov (1880) nos deja una idea demoledora: «No hay nada más hermoso, profundo, simpático y razonable que Cristo. Si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, preferiría quedarme con Cristo que con la verdad». Esto no es sobre religión en sí, sino sobre la fe en lo que hacemos, aunque parezca invisible. Es curioso que, como humanos que somos, siempre estemos esperando que las respuestas a las preguntas que nos hacemos, siempre vengan de afuera. Hemos ido perdiendo la capacidad de escucharnos, de cuestionarnos las cosas, nos hemos perdido en el mar de los demás.

El acto de ayudar, de servir, de amar, de escribir, de crear, tiene peso, aunque no nos den las gracias. Hay cosas que, aunque no se ven, sostienen el mundo. El amor de una madre que nunca se exhibe. El sacrificio de alguien que nunca será reconocido. La enseñanza que un maestro deja en un estudiante sin saberlo. Lo que hacemos, incluso si parece que nadie lo nota, tiene un efecto que trasciende más allá de lo inmediato.

La noche oscura del alma y la persistencia del hacer

San Juan de la Cruz hablaba de la Noche oscura del alma, ese momento en el que todo parece vacío, donde Dios parece ausente. Pero en ese vacío también hay algo: la persistencia. Hacer sin certezas, seguir aunque todo parezca en silencio. Muchas veces estamos esperando que ciertas personas respondan a nuestro llamado. Pienso, por ejemplo, en las veces que queremos compartir algo en Facebook, algo que nos parece divertido, interesante y, por qué no, preocupante. Pero pasa el día y nadie interactúa con nosotros en dicha publicación.

¿No les importa? ¿Por qué no dicen nada? Y muchas preguntas de ese estilo nos desbordan constantemente. Hasta que alguien participa, un alguien inesperado, es cuando nos damos cuenta que no somos invisibles. Esa es una llamada de la vida a abrirnos más en los círculos que solemos tener. A veces, el eco tarda en llegar. Otras veces, nunca lo oímos, pero está ahí. No todo impacto es visible, no toda respuesta es inmediata. Si el acto mismo de hacer nos llena, entonces no ha sido en vano. Es como cuando recordamos el: haz el bien sin mirar a quién. Nunca somos, ni seremos, verdaderamente conscientes de lo que podemos generar no sólo de manera directa, sino también indirecta, en los demás, incluso en los que ni siquiera imaginamos.

Hacer aunque nadie responda

Entonces, si hoy sienten que lo que hacen no tiene impacto, recuerden esto: no todo eco es inmediato, no toda huella es visible. Escribir, hablar, crear, ayudar, aunque parezca que nadie responde, importa. Hay quienes leen y no comentan, quienes sienten y no expresan, quienes reciben sin decirlo. Y eso está bien. Por eso es que hago este espacio para ustedes, porque aunque rara vez se animen a comentar o me regalen un like, es lo de menos, mientras les ayude, me doy por bien servido. Claro, uno agradece (y debe hacerlo) cuando los demás valoran lo que hacemos, cuando comparten nuestras cosas, pero también es importante saber ser los que valoramos y compartimos lo que somos y lo que hacemos.

Porque al final, como diría Camus, hay que imaginar que lo que hacemos es suficiente. Aunque el mundo no lo diga en voz alta. Ya que si nosotros no nos damos el valor que tenemos, nadie más lo hará. No podemos estar esperando que todo llegue y se nos dé, porque no siempre es así. Y bueno, como dice una amiga: «Si no me hecho porras yo misma, estoy jodida esperando que alguien más lo haga». Y sí, cuesta, pero es importante hacerlo.

El lenguaje de las sombras

«Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino»
— Carl Gustav Jung

Queridos(as) lectores(as)

Nos han enseñado a temer a la oscuridad. Desde niños, nos dicen que el monstruo está bajo la cama, que las sombras ocultan amenazas, que lo que no comprendemos debe ser evitado. Y así crecemos: con miedo a lo que no podemos ver, con miedo a lo que no queremos reconocer de nosotros mismos.

Carl Gustav Jung llamó la sombra a ese lado de nuestra psique que reprimimos, lo que negamos o rechazamos de nosotros mismos. Pero, ¿y si el problema no es la sombra en sí, sino nuestra resistencia a mirarla de frente? Hay que tener presente que muchas veces el miedo nos domina sin entender el porqué de ello. Pensemos en el siguiente ejemplo: vamos a un parque de diversiones y nos encontramos con la atracción más importante, la famosa montaña rusa. ¿Qué nos da miedo? ¿Nos impone como tal la estructura? En algún momentos podríamos pensar que sí, sin embargo, nunca falta el amigo o familiar curioso que nos pregunta por qué no nos queremos subir. Y las respuestas florecen: me da miedo la altura, qué tal si esa cosa se cae, me da miedo la velocidad, etc. ¿Qué pasaría si la respuesta fuera algo menos esperado? Que dijéramos «tengo miedo de que me guste».

Las sombras no son el enemigo

La sombra no es maldad, no es un castigo ni una condena. Es simplemente lo que hemos ocultado por miedo, vergüenza o porque la sociedad nos enseñó que ciertas emociones y deseos no deberían existir en nosotros. La ira, la envidia, el resentimiento, incluso la tristeza… todo lo que intentamos reprimir se convierte en una fuerza latente que, si no la integramos, termina controlándonos desde las sombras. Pero integrar la sombra no significa darle rienda suelta ni justificar cualquier impulso. Significa reconocer su existencia, escuchar lo que tiene que decirnos y, en lugar de permitir que nos domine, aprender a dialogar con ella.

Uno de los mejores ejemplos literarios de la sombra es El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson. El Dr. Jekyll, un hombre respetable y virtuoso, reprime sus impulsos más oscuros hasta que encuentra una manera de separarlos en la figura de Edward Hyde. Pero en lugar de integrarlos, Jekyll los divide radicalmente, negando por completo su lado oscuro. El resultado es desastroso: Hyde se convierte en una criatura incontrolable, una sombra que actúa sin límites ni conciencia. Y cuando Jekyll trata de volver a su vida de rectitud, se da cuenta de que ha perdido el control. Su sombra ha tomado vida propia.

Stevenson se adelantó a Freud y a los demás psicoanalistas en la propuesta de la psique estructurada. Este relato es una advertencia sobre lo que ocurre cuando rechazamos nuestra sombra en lugar de aceptarla. Jekyll no era un hombre malvado, pero su incapacidad para reconciliar su propia dualidad lo llevó a la ruina. Stevenson nos muestra que la sombra no es peligrosa por existir, sino por ser negada hasta el punto de desbordarse. En la vida real, no necesitamos una pócima para desatar a Hyde: basta con ignorar nuestras emociones, nuestras contradicciones, y dejarlas acumularse hasta que nos dominen.

La sombra en la literatura

La literatura está llena de personajes que luchan con sus sombras, algunos con éxito, otros no tanto. Raskólnikov en Crimen y castigo (1866-7) de Dostoievski: un hombre que cree poder justificar un asesinato con su teoría del “hombre extraordinario”. Pero su sombra lo atormenta hasta que finalmente encuentra redención al aceptarla y entregarse a la verdad. Heathcliff en Cumbres Borrascosas (1847) de Emily Brontë: un personaje que, en lugar de enfrentar su sombra, se deja consumir por ella, convirtiéndose en un ser cruel y vengativo. Su historia es un ejemplo de lo que ocurre cuando el dolor no se procesa, sino que se alimenta hasta convertirse en obsesión.

Pensemos también en cómo autores como Jorge Luis Borges plasmaron cosas como su espejo inquietante: En cuentos como El otro (1972) o El Aleph (1949), el escritor argentino juega con la idea de la identidad y la dualidad del ser. Nos muestra que, a veces, el verdadero terror no está en lo externo, sino en la imagen que nos devuelve el espejo. Y, claro, no podíamos dejar de mencionar la obra culmen de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) , con la dualidad separada de Víctor Frankenstein y su monstruo. La criatura creada por el científico es, en cierto sentido, su sombra personificada. Representa todo lo que el doctor quiso evitar: el miedo al fracaso, la responsabilidad de sus actos y el rechazo a lo desconocido. Pero, en lugar de enfrentarlo, lo abandona, y el monstruo se convierte en una fuerza destructiva que amenaza hasta a su creador y a su familia.

Un encuentro con uno mismo

La sombra es un maestro silencioso. Nos muestra lo que no queremos aceptar, nos obliga a enfrentarnos con nuestras contradicciones y, si tenemos el valor de mirarla con honestidad, nos guía hacia la autenticidad. «Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad», diría Jung. Todos hemos sentido rabia alguna vez. Todos hemos envidiado, deseado el fracaso de alguien, experimentado emociones que nos hicieron sentir culpables. Pero, ¿qué pasaría si en lugar de negarlas, nos preguntamos por qué están ahí? La rabia nos habla de injusticias que no hemos sanado. La envidia nos muestra lo que secretamente deseamos pero no nos permitimos buscar. El miedo nos advierte de lo que no hemos enfrentado. Cada emoción reprimida tiene un mensaje. Escucharla es el primer paso para transformarla. La paradoja es que, mientras más intentamos alejarnos de la sombra, más poder le damos sobre nosotros. Pero cuando la aceptamos, cuando la traemos a la luz y aprendemos a integrarla en nuestra vida, deja de ser una amenaza. Es como entrar a un cuarto oscuro: al principio, todo parece aterrador. Pero cuando encendemos la luz, nos damos cuenta de que lo que nos asustaba no era más que nuestra propia imaginación proyectada en las sombras. La verdadera libertad comienza cuando dejamos de huir de nosotros mismos.

Si aprendiéramos a hacer las paces con nuestra sombra, nos permitiríamos vivir con más ligereza. No desde la culpa ni el juicio, sino desde la comprensión de que somos seres completos: luz y oscuridad, virtudes y defectos, errores y aprendizajes. La sombra no es un enemigo. Es un reflejo de lo que aún no hemos comprendido de nosotros mismos. Y al final, no se trata de vencerla, sino de integrarla. Dejar de temerle y convertirla en parte del camino. Aquí es donde las palabras de Friedrich Nietzsche nos hacen completo sentido: «Y cuando mires largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.» Sí, el abismo nos mira. Pero también podemos mirar de vuelta. Y cuando lo hacemos con valentía, descubrimos que no está ahí para devorarnos, sino para mostrarnos que la luz, la verdadera luz, sólo se encuentra cuando dejamos de huir de la oscuridad.

Platiquemos

He decidido agregar esta nueva sección en ésta y en las futuras entradas y/o encuentros, de modo que ustedes y yo podamos tener un diálogo sobre lo que acabamos de compartir. Sería fascinante que se den el tiempo de contestar en comentarios de la entrada. ¡Los leeré con muchísimo gusto!

  1. ¿Han sentido que alguna vez su sombra ha tomado el control de sus decisiones o emociones? ¿Cómo lo manejaste?
  2. ¿Qué aspectos de ustedes mismos(as) han reprimido por miedo o por presión social? ¿Cómo creen que podrían reconciliarse con ellos?
  3. En la literatura y el cine, hay muchos personajes que luchan con su sombra. ¿Qué historia o personaje les ha hecho reflexionar sobre este tema?

El peso de la ingratitud

«Hacer beneficios a un ingrato es lo mismo que perfumar a un muerto».

-Plutarco

Queridos(as) lectores(as):

Todos, en algún momento, hemos sentido la herida de la ingratitud. No hay dolor más silencioso que el de dar sin recibir, el de entregar con el alma y encontrar sólo indiferencia. La ingratitud no sólo nos deja con las manos vacías, sino que también nos confronta con la pregunta: ¿vale la pena seguir dando? La Historia, la Filosofía, el Psicoanálisis y el arte han explorado este sentimiento desde múltiples ángulos, y hoy nos adentraremos en esta reflexión para comprenderla mejor y, tal vez, encontrar un modo de sanar.

Esta encuentro lo hago en respuesta a Carolina, quien escribe desde Ecuador. Espero que esto que estamos por desarrollar sea una manera de entender que el mundo está lleno de ingratitud, que hay muchas personas que incluso se ofenden y se indignan cuando se les muestra su actitud egoísta. Es de lo más común. Sin embargo, no hay que persistir en la idea de seguir haciendo lo correcto. Así que me imagino que ya intuyen cuál será mi respuesta/apuesta al final.

Una visión filosófica

El estoicismo nos enseña a liberarnos de la expectativa del reconocimiento. Séneca, en De Beneficiis (De los beneficios, 56-62 d.C.), nos advierte: «Ningún bien se pierde si lo hemos dado por generosidad y no por deseo de reconocimiento». Para los estoicos, dar es un acto que debe nacer de nosotros, sin esperar nada a cambio. Pero ¿cómo resistir el dolor de la indiferencia? La clave estoica es ver el acto de dar como un reflejo de nuestra propia virtud, no como una transacción esperando una respuesta. Sin embargo, es natural que eso de «hacer sin esperar» si bien no es que sea imposible, pero sí muy complicado, porque en la gran mayoría de las veces estamos esperando aunque sea un «gracias» o un por lo menos una sonrisa. La virtud es como el cuerpo: debe ejercitarse.

Friedrich Nietzsche nos ofrece una perspectiva distinta en Zur Genealogie der Moral (Genealogía de la Moral, 1887): «El resentimiento es el veneno de los que esperan gratitud». Para el filósofo alemán, la ingratitud duele porque el ser humano tiene una tendencia natural a buscar validación. Pero si logramos trascender esa necesidad, alcanzamos la verdadera fortaleza. Aquellos que son ingratos pueden verse como esclavos de su propia debilidad, mientras que quienes logran superar la necesidad de reconocimiento encuentran una libertad real. ¿Pero de qué libertad está hablando Nietzsche? Podríamos forzar un poco la respuesta, pero estaría hablando de la libertad de cargar con cosas que no nos corresponden (más).

Por otro lado, Simone Weil nos muestra que la ingratitud también es una falla de la sociedad. En L’Enracinement (Echar raíces, 1949) nos dice: «El mayor sufrimiento no es el hambre, sino el ser invisible para los demás». La ingratitud es, en muchos casos, la negación del otro, el acto de borrar su existencia en el momento en que ya no es útil. En una sociedad que premia lo inmediato y descarta lo que ya no le sirve, la ingratitud se ha convertido en una moneda de cambio. ¿Acaso no parece que el ingrato actúa de una manera tal que pareciera que todos estamos obligados a responder a sus necesidades casi de manera obligatoria? Esa visión del otro como un ser que atiende es quizá uno de los puntos que más pueden calar en la identidad de las personas cuando se preguntan «¿y yo cuándo?».

La ingratitud desde el diván

Bajo la mirada inquisitiva de Sigmund Freud, la ingratitud puede vincularse con la pulsión de muerte, es decir, ese «impulso» inconsciente que nos lleva a rechazar lo que nos hace bien. Freud escribe en Jenseits des Lustprinzips (Más allá del principio del placer, 1920): «Los seres humanos no pueden aceptar plenamente el amor sin que la sombra de la destrucción lo amenace». A veces, la gente no agradece porque reconocer el bien recibido implicaría aceptar su propia fragilidad. La gratitud implica una cierta sumisión psicológica, y hay quienes no pueden tolerar esa idea. El miedo, socialmente generado, a sentirse indefensos o vulnerables es por mucho uno de los que más perjudican la vida de las personas. Esa idea de «si me muestro débil, me harán daño», incubada desde las más tiernas infancias con mandatos poco oportunos, genera una carga muy pesada y ésta ocasiona que las acciones se vuelvan cada vez más complejas en las relaciones humanas.

Melanie Klein, en su teoría sobre la envidia desarrollada en Envy and gratitude (Envidia y gratitud, 1957), explica que la ingratitud puede ser una forma de negación: «El niño que no puede aceptar el amor de su madre destruye simbólicamente el vínculo». La ingratitud, en muchos casos, no es sólo olvido, sino rechazo activo. Hay quienes, incapaces de tolerar la deuda emocional, optan por borrar todo rastro de lo que han recibido. Aquí habría que preguntarnos qué es lo que genera esa incapacidad o rechazo. ¿Qué se viene arrastrando?

Más adelante, Jacques Lacan nos advierte que el deseo humano es insaciable. Nunca nos sentimos completamente llenos, por lo que muchas veces no agradecemos porque siempre estamos esperando algo más. En Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964), afirma: «El deseo del ser humano es el deseo del otro». La gratitud exige detenerse y reconocer lo recibido, algo que la estructura del deseo a menudo nos impide hacer. ¿Cómo podemos agradecer algo que no sabemos por qué lo queríamos o necesitábamos? Si atendemos la mímesis del deseo, que nuestro deseo es el deseo del otro, es entendible que entremos en conflicto cuando realizamos el deseo y caemos en cuenta de que en realidad no era algo que habíamos querido.

La ingratitud lastima de maneras diversas

El retrato literario

Fue Fiódor Dostoievski quien, en Prestupléniye i nakazániye (Crimen y castigo, 1866-77), nos muestra a Raskólnikov, un hombre que ayuda, pero termina sintiéndose vacío y culpable. Nos recuerda que a veces, la ingratitud no es sólo del otro, sino también de nosotros mismos cuando no aceptamos nuestro propio valor. En esta novela, vemos cómo incluso la culpa puede convertirse en una forma de rechazo de la gratitud. Anlicemos esta frase de la novela: «Se habituó a la idea de que los hombres, en general, se inclinan por la ingratitud, basándose en que, aun cuando alguien sea excesivamente generoso con ellos, en el fondo no se lo perdonan». Esta frase refleja la visión pesimista de Raskólnikov sobre la naturaleza humana, sugiriendo que la ingratitud no es sólo un acto de olvido, sino también una forma de resentimiento hacia quien da sin esperar nada a cambio. Es una idea que encaja con su teoría del «hombre extraordinario» y su justificación para el crimen, pues ve en la sociedad una estructura donde la bondad no siempre es recompensada.

León Tolstói, en Smert Ivana Ilichá (La muerte de Iván Ilich, 1886), nos muestra la indiferencia de la familia ante el sufrimiento del protagonista. «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?'». La ingratitud también es el abandono. La historia nos revela cómo la sociedad construye vidas vacías y cómo las relaciones personales pueden convertirse en pura apariencia. Iván Ilich, al final de su vida, descubre el vacío de una existencia guiada por lo que «debía ser» en lugar de lo que verdaderamente quería ser. Tolstói nos obliga a pensar en la manera en que los que nos rodean nos abandonan en nuestro error. Por eso es que debe existir la figura de alguien que nos oriente, haciendo una corrección fraterna a tiempo. Aunque, cuidado aquí: de nada sirve que nos hagan ver nuestro error si no hay humildad para reconocerlo y enmendar.

Por último, Anton Chéjov, en Vishniovy sad (El jardín de los cerezos, 1903-4), nos habla de cómo el pasado y los sacrificios son olvidados con facilidad. «Todo lo que amamos se convierte en un fantasma». La ingratitud puede ser el precio del tiempo, de una modernidad que no respeta la historia personal de los demás. Cuando amamos algo o a alguien, le damos un valor emocional enorme. Sin embargo, con el tiempo, incluso lo más amado puede desvanecerse, convirtiéndose en un fantasma de lo que fue. Esto aplica a las relaciones humanas: podemos ser profundamente importantes para alguien en un momento, pero con el tiempo, nuestra presencia o actos se diluyen en la memoria de los demás. Esto nos enseña que hay que saber valorar a las personas, las situaciones y las cosas en su justa dimensión.

¿Cómo viven la ingratitud?

  • ¿Alguna vez han sentido la herida de la ingratitud? ¿Cómo lo manejaron?
  • ¿Creen que la gratitud debería ser una expectativa o un regalo espontáneo?
  • ¿Cómo creen que la sociedad actual influye en la manera en que valoramos lo que recibimos de los demás?
  • ¿Tienen alguna canción, película o libro que refleje su experiencia con la ingratitud?

Déjenme sus comentarios, me encantaría leer sus perspectivas y generar un diálogo sobre este tema tan humano y universal.

Gracias por leer.

Soledad en la era digital

«Estar juntos pero solos»

-Sherry Turkle

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un mundo hiperconectado, donde un mensaje de WhatsApp puede viajar miles de kilómetros en segundos y las redes sociales nos permiten «compartir» momentos en tiempo real. Sin embargo, nunca hemos estado más solos. Sherry Turkle, en Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other (2011), advierte que las nuevas tecnologías nos han hecho confundir conexión con intimidad. La conversación ha sido sustituida por la mensajería instantánea, donde los tiempos de respuesta, los «visto» y las reacciones sustituyen la profundidad del diálogo.

Desde el psicoanálisis, Freud hablaba del individuo y cómo, al vivir en sociedad, debe reprimir sus deseos y emociones más profundas. En la era digital, esto se multiplica: presentamos una imagen editada de nosotros mismos, dejando fuera los aspectos más humanos como el dolor, la tristeza y la vulnerabilidad. ¿Cómo podríamos construir relaciones genuinas si constantemente estamos administrando nuestra «marca personal»? En su libro, El malestar en la cultura (1928), nos dice: «La felicidad en el sentido restringido del término solo es posible en contraposición con el sufrimiento. La vida social nos exige renunciar a impulsos que nos son propios, y en ese sacrificio se encuentra nuestra frustración».

El miedo al silencio y la incapacidad de estar con uno mismo

Uno de los grandes problemas de nuestra época es la incapacidad de estar solos sin estímulos externos. Todo el tiempo buscamos algo con qué distraernos: redes sociales, series, música, mensajes. El silencio se ha convertido en un enemigo. Hannah Arendt, filósofa alemana, nos vería de reojo y sentenciaría: «La soledad es la condición humana. Cultívala». Para Hannah Arendt, la verdadera soledad no es la ausencia de compañía, sino la incapacidad de tener un diálogo interno. Es en la introspección donde realmente nos encontramos con nosotros mismos, pero en un mundo donde todo es inmediato, ¿cómo podríamos detenernos a pensar y sentir? En su libro, La condición humana (1958), Arendt nos explica que «el pensamiento comienza en la soledad, cuando nos distanciamos del ruido del mundo y nos enfrentamos a nuestra propia conciencia«.

Freud también abordó el tema de la evitación del vacío. Desde su perspectiva, la mente busca placer y huye del displacer. Si el silencio nos incomoda, si estar con nosotros mismos genera angustia, es porque hemos aprendido a huir de nuestras propias emociones. Me he topado varios casos en los que las personas no pueden, no toleran, estar en silencio. Cayendo entonces en una desesperada respuesta: hacer ruido, sea como sea. «El ruido como un inquietante y necesario acompañante», diría un paciente. Lo llamativo aquí es que hay ocasiones en que incluso irrumpen de manera directa, y hasta grosera, con el silencio de otros. Pienso en un amigo, que sin importarle que esté yo escribiendo o leyendo, por esa necesidad desesperada de interacción, demanda mi atención al mostrarme algo en su celular o compartirme algo que quizás no es para mí de importancia o interés. ¿Pero qué importa? Hay que satisfacer esa demanda sea como sea, porque la angustia es insufrible.

El culto al «yo» y la soledad como alienación

El auge del individualismo nos ha llevado a creer que ser autosuficientes es un valor absoluto, pero ¿realmente lo es? Erich Fromm, en El arte de amar (1959), advierte que en la sociedad moderna la independencia ha sido llevada a un extremo tal, que hemos perdido la capacidad de vincularnos con los demás. Nos aislamos en la idea de que «nadie nos merece», en la necesidad de validación digital y en la obsesión por demostrar que somos exitosos sin necesitar a nadie. Pero Fromm nos recuerda: «Si el hombre es incapaz de construir un puente hacia el otro, se condena a sí mismo a la soledad». Un amigo me decía que «los valores no existen, sólo en la bolsa». Claramente lo decía con ironía. Ciertamente estamos atrapados en una manera de vivir en la que el individualismo nos consume de una manera desmedida. Y es que es muy común que confundamos las nociones. «La independencia no es aislamiento. El amor es la superación de la separación humana», recalca Fromm.

Zygmunt Bauman, por su parte, en Amor líquido (2003), analiza cómo las relaciones humanas han perdido solidez y se han vuelto reemplazables. En la era digital, las personas son «descartables», los vínculos frágiles y las conexiones efímeras. No nos damos el tiempo de profundizar en los otros porque la inmediatez nos ha enseñado que todo es reemplazable, incluso el amor y la amistad. Hay prisa. No hay tiempo. Conocer al otro es algo todavía más riesgoso: implicaría tener que conocerme bien, o al menos intentarlo. ¿Qué pasaría si el otro me pregunta genuinamente sobre mí? En una ocasión, charlando con una amiga vía Whatsapp, le dije: «Ya no me hables de tus problemas y frustraciones. Cuéntame sobre ti». Y la respuesta fue automática: «No hay nada que decir». ¿Y los sueños, los gustos, los miedos, las vivencias del día a día, etc.? Me parece que al momento en el que se pone sobre la mesa de la conversación algo que limita al sujeto en su satisfacción inmediata, pongamos por ejemplo la queja, hace que una barrera se alce entre los interlocutores y no haya otra posibilidad. Bauman agrega: «Las relaciones humanas se han convertido en productos de consumo, desechables cuando ya no producen satisfacción inmediata».

El diván en tiempos de redes sociales

En el espacio psicoanalítico, el silencio tiene un valor fundamental. Mientras que el mundo exige respuestas rápidas, en el diván el tiempo se detiene y se permite el pensamiento sin presión. El filósofo francés, Roland Barthes, hablaba del lenguaje como un acto de amor, donde el significado real no siempre está en lo que se dice, sino en lo que se deja entrever. En su libro, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Barthes nos dice: «En un mundo de constantes interacciones, pocos se detienen a escuchar«. Hoy por hoy es más que notorio que la demanda individual exige la escucha del otro, pero no hay espacio para una demanda empática de también escucharlo. Las constantes interrupciones durante una charla, el no dar su espacio y tiempo al tema que el otro está compartiendo, arremeter con algo que no tiene nada que ver y advertir en forma de disculpa «perdona, antes de que sigas, un paréntesis», son muestra de ello.

En un mundo donde todo se comparte en redes, nos olvidamos de que hay cosas que no necesitan ser vistas para ser reales. Muchas veces, la verdadera conexión se encuentra en lo invisible: en una mirada sincera, en el tiempo que se dedica a escuchar, en el acto de estar presentes. «El amor no se dice, se muestra en la espera, en la escucha, en el cuidado», nos anima Barthes. Es curioso cómo lo que antes podría ser visto como una falta de educación, hoy no es otra cosa sino la imposición narcisista de la inseguridad personal. Mi amigo tenía razón en su ironía: los valores no existen. Y es que estamos haciendo que no existan. Las demandas constantes no está balanceados con lo que ofrecemos al otro. Es exigir sin dar. Reclamar sin ofrecer. No es de sorprender que la gente se termine cansando. Que limite sus interacciones. «¿De qué sirve que cuente si no me escuchan?». Y a pesar de ello, la resistencia a ir con el psicoanalista no cede. Porque incluso en eso hay una demanda: yo merezco que me escuchen, pero a mi modo, a mi manera, cuando yo quiera. Pero los pretextos son otros a la hora de afrontar la posibilidad de una terapia, de un análisis, etc.

La soledad como posibilidad

La soledad no es el problema. El problema es la incapacidad de abrazarla como un espacio de introspección y crecimiento. Nos han hecho creer que estar solos es un fracaso, cuando en realidad es una oportunidad. La era digital nos ha quitado la paciencia, el silencio y la intimidad, pero no estamos condenados a ello. Podemos recuperar la capacidad de conversar, de escuchar y de estar realmente presentes en nuestra vida y en la de los demás.

Porque, como decía Arendt, «la soledad no es ausencia de compañía, sino la capacidad de dialogar con uno mismo». El problema surge cuando decimos: «no tengo nada interesante que contar». Me voy asumiendo poco o nada interesante. Alguien más. Una vida cualquiera sin valor. Sin chiste. Es así cuando la soledad negativa en verdad triunfa: no vale la pena frecuentar a esa persona. Qué aburrido. Qué pérdida de tiempo. Pero las redes sociales siempre estarán ahí para enmascararnos. Para culpar al mundo. Para no hacernos responsables.

Vivir en el abismo de la elección

«Elige la mejor manera de vivir, la costumbre te la hará agradable».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

El miedo es una de las emociones más primitivas del ser humano, pero también una de las más reveladoras. Nos confronta con nuestra fragilidad, con nuestra incertidumbre ante la vida, y con la necesidad de elegir. Nos paraliza y, al mismo tiempo, nos empuja. Es el filo de la navaja entre la comodidad de lo conocido y el vértigo de lo auténtico. Pero ¿qué significa realmente ser auténtico? Y más aún, ¿por qué el miedo parece ser su mayor enemigo y, paradójicamente, su mayor impulsor? Kierkegaard nos da una pista en El concepto de la angustia (1844): «La angustia es el vértigo de la libertad».

La libertad nos permite elegir, pero con la elección viene la angustia. No hay certezas absolutas, no hay garantías de que lo que decidimos será lo correcto. Esta es la gran paradoja: el miedo nos hace dudar, pero solo a través de la duda podemos encontrar el camino a la autenticidad. En Temor y temblor (1843), Kierkegaard nos muestra a Abraham enfrentando la prueba definitiva de su fe. Dios le pide sacrificar a su hijo Isaac, y él, sin entender completamente el propósito, decide obedecer. Lo que hace a Abraham un «caballero de la fe» no es la ausencia de miedo, sino su decisión de atravesarlo. No busca justificaciones racionales, no espera que el mundo lo entienda. Simplemente da el salto. «La fe es precisamente la paradoja de que el individuo es superior a lo universal». En otras palabras, la autenticidad requiere un acto de valentía: la disposición de vivir según nuestras convicciones más profundas, aun cuando vayan en contra de lo que dicta la sociedad o la razón común.

La autenticidad como un camino, no como un destino

Jean-Paul Sartre lo plantea de otro modo en El ser y la nada (1943): «El hombre está condenado a ser libre». No tenemos opción. Siempre estamos eligiendo, incluso cuando decidimos no elegir. Pero muchas veces lo hacemos desde el miedo: miedo a decepcionar, miedo a fracasar, miedo a la soledad. Entonces nos refugiamos en lo que Sartre llama la mala fe: esa actitud de autoengaño en la que fingimos que nuestras decisiones no nos pertenecen realmente. Por eso, la autenticidad no es un punto fijo al que se llega, sino un esfuerzo constante. Simone de Beauvoir lo entendió bien cuando escribió en Para una moral de la ambigüedad (1965): «Ser libre no es actuar según los propios caprichos, sino comprometerse con un camino que se elige conscientemente». Ser auténtico implica renunciar a muchas cosas: a la validación externa, a la comodidad de lo predecible, al falso control sobre nuestro futuro. Pero nos da algo invaluable: una vida que realmente nos pertenece.

Dostoievski, en Los hermanos Karamázov (1880), nos presenta la historia del Gran Inquisidor, quien argumenta que la mayoría de las personas no quieren ser libres, porque la libertad es aterradora. Prefieren que alguien más les diga qué hacer, qué pensar, cómo vivir. Prefieren renunciar a su autenticidad a cambio de seguridad. Pero también nos muestra lo contrario: aquellos que eligen, a pesar del miedo. El príncipe Myshkin, en El idiota (1866-67), elige la compasión a pesar de la crueldad del mundo. Raskólnikov, en Crimen y castigo (1886-67), enfrenta su propia culpa y se entrega a la redención. Tolstói, en La muerte de Iván Ilich (1886), nos da una lección aún más dura: «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?’». Es el miedo más profundo de todos: el miedo a haber vivido mal, a haber traicionado nuestra esencia por complacencia o cobardía.

La decisión de vivir sin miedo: el coraje de la autenticidad

Llegamos al punto crucial: ¿cómo se vive sin miedo? O mejor dicho, ¿cómo se vive a pesar del miedo? Porque el miedo nunca desaparece del todo. Está en cada elección, en cada cambio, en cada despedida. Es el susurro de la duda que nos paraliza antes de dar un paso hacia lo desconocido. Y sin embargo, hay quienes se lanzan, quienes atraviesan la tormenta y siguen caminando. ¿Cuál es su secreto? Para Nietzsche, la respuesta estaba en la afirmación de la vida. En Así habló Zaratustra (1883-85), nos dice: «Lo que no me mata, me hace más fuerte». Una frase que ha sido malinterpretada hasta el cansancio, pero cuyo significado original es mucho más profundo. Nietzsche no se refiere a una simple resistencia al dolor, sino a una transformación interna. Cada desafío, cada miedo superado, nos convierte en algo más grande de lo que éramos antes.

No se trata sólo de sobrevivir, sino de vivir con intensidad, con un sentido de propósito que haga que la vida valga la pena. Aquí es donde entra una figura crucial para entender la decisión de vivir sin miedo: San Juan Pablo II. El 22 de octubre de 1978, en su primera homilía como Papa, Juan Pablo II pronunció las palabras que marcarían su pontificado: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo». No era una frase vacía. Karol Wojtyła conocía el miedo de primera mano: la Segunda Guerra Mundial, la ocupación nazi en Polonia, la represión comunista, la muerte de su familia en su juventud. Era un hombre que había visto de cerca el horror, el sufrimiento y la desesperación. Pero nunca se dejó dominar por el miedo. ¿Por qué? Porque entendía que el miedo sólo tiene poder sobre nosotros si le damos espacio en el corazón. Vivir sin miedo no significa ignorarlo, sino enfrentarlo con fe, con valentía y con amor.

En su libro Cruzando el umbral de la esperanza (1994), escribe: «El hombre que se aparta de Dios no sólo se aleja de su Creador, sino que también se aleja de sí mismo. No se entiende a sí mismo, no sabe para qué vive, no sabe cuál es su misión». Es aquí donde encontramos la clave: el miedo es el resultado de la incertidumbre sobre quiénes somos y para qué vivimos. Si no tenemos un propósito claro, el miedo nos consume. Nos aferramos a lo seguro, a lo predecible, porque el vacío nos aterra. Pero cuando encontramos ese propósito —cuando abrimos las puertas a lo trascendente, al amor, al bien—, el miedo pierde su fuerza. No desaparece, pero ya no nos controla.

El miedo y el amor: la verdadera batalla

En Cartas del diablo a su sobrino (1942), C.S. Lewis nos muestra el miedo como un arma del enemigo. El demonio intenta que el ser humano viva atrapado en la incertidumbre, en la ansiedad, en la angustia de lo que vendrá. Pero la única respuesta real al miedo no es la valentía, sino el amor. «No hay miedo en el amor, sino que el amor perfecto echa fuera el miedo». (1 Juan 4:18) Esto nos lleva a una verdad profunda: vivir sin miedo no es una cuestión de valentía, sino de amor.

Cuando amamos de verdad —a Dios, a los demás, a la vida misma—, dejamos de tener miedo. Nos lanzamos sin reservas, porque sabemos que, pase lo que pase, valdrá la pena. San Juan Pablo II lo vivió así. Enfrentó atentados, persecuciones, crisis globales. Pero nunca dejó de sonreír, de abrazar, de hablar con esperanza. No era ingenuidad. Era la certeza de que el amor es más fuerte que el miedo.

Regresamos a la gran pregunta: ¿cómo se vive sin miedo? No hay fórmulas mágicas, pero hay decisiones que pueden cambiarlo todo:

  1. Aceptar la incertidumbre. No podemos controlarlo todo, y eso está bien. La vida es un viaje, no un plan maestro perfectamente trazado.
  2. Elegir la autenticidad sobre la aprobación. No podemos vivir esperando la validación de los demás. Como decía Sartre, estamos condenados a ser libres.
  3. Dejar de posponer la felicidad. Siempre estamos esperando el “momento ideal”, pero ese momento nunca llega. La vida se vive ahora.
  4. Vivir desde el amor. Cuando amamos lo que hacemos, a quienes nos rodean y a la vida misma, el miedo pierde su poder.
  5. Tener un propósito más grande que uno mismo. Cuando sabemos por qué estamos aquí, cuando vivimos para algo más grande que nuestro propio ego, el miedo se convierte en un obstáculo pequeño en un camino inmenso.

En el fondo, vivir sin miedo es un acto de fe, no sólo en Dios, sino en la vida misma. En el amor, en la posibilidad de construir algo hermoso a pesar del dolor y la incertidumbre. Juan Pablo II lo entendió mejor que nadie. Sus palabras resuenan aún hoy, en un mundo dominado por la ansiedad y el miedo: «¡No tengáis miedo!» No tengamos miedo de ser quienes realmente somos. De vivir con intensidad, con amor, con esperanza. De mirar al abismo y dar el salto, no porque estemos seguros del futuro, sino porque estamos seguros de que vale la pena intentarlo.

Porque al final, sólo aquellos que se atreven a vivir realmente, viven sin miedo.

Mandatos y rebelión

«La única forma de lidiar con un mundo sin libertad es volverse tan absolutamente libre que tu propia existencia sea un acto de rebelión».

-Albert Camus

Queridos(as) lectores(as):

Hace algunos ayeres, mi querido amigo, Paniel, tuvo la amabilidad de invitarme a dar una conferencia sobre el Psicoanálisis para sus alumnos de Psicología en la UPAEP (Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla) aquí en México. El subtítulo de la misma fue Una revolución antropológica. Desde hace mucho tiempo, me he sumado a las voces de aquellos que dicen que el psicoanálisis, en cierta medida, es una filosofía práctica. ¿Han escuchado alguna vez esa redundancia de «mi filosofía de vida»? ¿Por qué digo que es una redundancia? Porque la Filosofía en sí es un modo de vida, es algo antropológico como tal, surge del hombre y regresa al hombre. El hecho «ver la vida interior», esa profunda reflexión, ese cuestionamiento, nos obliga al análisis de lo que somos, lo que hacemos con ello, por qué no hacemos y demás, llegando a un acuerdo con el propio psicoanálisis. Es justo recordar que Sigmund Freud, quiso ser filósofo (fue alumno de Henri Bergson) pero su deseo mayor era poder casarse, por lo que estudió Medicina para convertirse en Neurólogo. Y de ahí hacia la fundación del Psicoanálisis.

En fin, no entraré en más detalles en esta ocasión. Pero, regresando al subtítulo de mi conferencia, el Psicoanálisis justamente genera una revolución antropológica, es decir, un cambio en la persona. Y es que uno de los mayores deseos del ser humano, sin lugar a dudas, es saber quién es. Pero no es fácil contestar si se plantea desde algo meramente relacional: es hijo de, hermano de, estudió tal cosa, es de tal lugar, etc. Una de las primeras demandas en la clínica es precisamente lograr encontrar autenticidad. Eso es innegable. Ahora, antes de continuar, quiero dejar muy en claro que esto es lo que yo he ido viendo con mi experiencia, y quizá muchos de mis colegas no estén de acuerdo. Y qué bueno, ya que eso brinda oportunidad de diálogo y de seguir aclarando las cosas. Todo esto sin descuidar un hecho: puede que nunca lleguemos a estar 100% de acuerdo, y en verdad lo celebro.

Lo que le decimos a los niños

Muchos profesionales de la salud mental estarán de acuerdo con Freud y su famosa frase de que «infancia es destino», es decir, lo que se vive en la infancia demuestra la importancia de las experiencias primarias y su impacto en el desarrollo de la persona (y de su neurosis). Más tarde, Santiago Ramírez, lo refuerza ya que para él la infancia imprime su sello en los modelos de comportamiento tardío del sujeto. Y no hay que ser expertos en el tema para caer con la evidencia de ello. En una charla, un amigo mío recurrió varias veces al uso de la palabra «mediocre» y a sus derivados. Pero, lo que llamó mi atención, es que esa palabra era constantemente algo que se decía a sí mismo. Un temor profundo por la mediocridad. Cada vez que la decía, era con un profundo desprecio, coraje y hasta odio en su expresión. Por lo que a la primera oportunidad le pregunté por qué decía tanto esa palabra y por qué le pesaba tanto. Cabe decir, antes de continuar, que en un momento él me compartió: «Si yo sigo en el trabajo en el que estoy en 2 años, seré un verdadero mediocre». Y, como lo he dicho, al hacerlo mostraba una negatividad tremenda. Sigamos. Fue entonces cuando me contestó que «mediocre» es algo que decían mucho su abuela y su madre. ¡Era casi un pecado ser mediocre! Y sí, este amigo lo demuestra constantemente, odia a profundidad esa palabra. Aunque es curioso, ya que ni su abuela ni su madre se referían a él porque lo fuera, sino que más bien le advertían: «No vayas a ser un mediocre». Aunque, aquí vamos a hacer otra nota, este amigo suele ser muy cruel con quienes él considera mediocres, ya que se refiere a gente que juzga así de una forma denigrante y terrible. El dolor se vuelve la herramienta sádica contra el otro, ya que cuando se burla del otro, se ve en su rostro un goce innegable.

Ahora bien, ¿será que ese mandato de la infancia realmente se vuelve su apoyo para salir adelante o más bien una auténtica pesadilla? En un momento masoquista, su recuerdo maternal le genera una cierta satisfacción de auto-complacencia al tratar de justificar que no está siendo un mediocre en su actual trabajo, exaltando todo lo que hace (que siendo honesto, es lo mínimo que se espera del trabajador) a tal punto que los demás «no son como él», y de ahí la burla hacia ellos. Pero el temor latente está ahí. ¿Qué pasará el día en que alguien le diga directamente «mediocre»? Lo mismo que pasa por ese doloroso recuerdo de su abuela y de su madre, sólo que ahora sí será él sentenciado por el mandato. Y de ahí la frustración, el dolor, la tristeza, el menosprecio y demás negatividad posible. Aunque, mientras tenga con quiénes compararse y poderse desquitar, por el momento será su dulce bálsamo. Sin embargo, como sabemos, ese tipo de defensas no terminan nunca bien.

Rebelarse contra los mandatos

Sapere aude! (piensa por ti mismo/atrévete a saber), es sin lugar a dudas otro mandato, pero justo y necesario. Cuando uno lo dice, no tiene la menor idea quién lo manda, pero en un ejercicio de reflejo del espejo, ese mandato nos lo decimos a nosotros mismos. Parte de del desarrollo y evolución de las personas, sin lugar a dudas, es la de cuestionar lo que antes le han hecho pensar, decir, hacer y, por supuesto ser. No olvidemos que eso es parte de la cultura. De nada nos sirve ir por la vida diciendo que somos algo que no sabemos por qué. La idea de la rebelión de uno mismo no es otra que la invitación de cuestionarse, aprender a discernir y a desafiar las cosas que simplemente no nos gustan, no nos parecen coherentes. En México al menos es muy común el legado familiar en cuanto a profesiones se refiere. El abuelo es médico, el papá también, el hijo, por tanto, «tendría que serlo». Y sí, en muchos casos las profesiones se recubren del talento que se hereda y claro que es algo bueno. Sin embargo, muchas veces, el ser por ser no es lo mejor. Como dice el dicho popular: las cosas ni a la fuerza. Es decir, forzar algo o a alguien, sólo genera problemas. Si la familia de médicos tiene a un integrante que le gusta, le apasiona, no sé, ser bailarín de ballet clásico como profesional, pues es lo que es. Pero eso muchas veces cuesta por los temores a no cumplir con las expectativas, de otros y propias. Eso es precisamente rebelarse contra uno mismo, contra sus miedos, contra sus dudas, sus hechos incluso. Probando un poco de todo puede que se encuentre lo ideal.

Tampoco se trata de rebelarse a lo idiota, poniendo la salud, la vida y la dignidad en riesgo. No podemos estar en el «adolescente» perpetuo que se niega a responsabilizarse, como muchos en la sociedad actual se encuentran: inconformes, quejumbrosos, caprichosos… adultos con su niño interior roto y frustrado. La rebelión en sí misma es algo que exige compromiso, que existe aceptación respecto a la responsabilidad de la decisión que se toma. Si nos equivocamos, pues nos equivocamos, hay que enmendar y seguir intentando. Regresando a la palabra «favorita» de mi amigo, la única mediocridad es el conformismo, de quedarse «agusto» en la zona de confort y nada más estar quejándose con una pose como si el mundo nos debiera todo. La mediocridad, del latín mediocris (medio, común, ordinario), está ligada al compuesto medius (medio, central, intermedio) y ocris, palabra de origen arcaico que puede significar montaña o peñasco. «El que se queda a la mitad de la montaña». Pensemos, el sujeto no quiere seguir hacia arriba o regresar hacia abajo, se queda ahí, sin hacer más. Pero ve que otros sí suben o que otros se regresan, y sólo los critica, los envidia o anhela un día ser como ellos, nada más que no dice cuándo con exactitud. La queja es un recurso para lidiar con la realidad que no nos gusta, pero no hacer nada más… eso sí es mediocre. ¿Qué ha hecho mi amigo entonces con tanta queja? Perpetuar el mandato de su infancia de manera tajante e irse identificando de manera inconsciente (a veces me atrevería a pensar que bastante consciente) con ello. ¿Qué será lo que realmente odia? Se lo dejo a ustedes…