Ilusión de ser alguien en redes sociales

“La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; quien intenta empujarla hacia adentro, la cierra cada vez más».

-Søren A. Kierkegaard

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un tiempo en que mostrar se ha convertido en sinónimo de ser. Una época donde la identidad parece medirse en seguidores y validarse en la aceptación virtual. Publicamos no tanto para expresarnos, sino para no desaparecer en el flujo incesante de imágenes. Pero en esa búsqueda desesperada de visibilidad corremos un riesgo: olvidar quiénes somos en verdad, detrás de las máscaras digitales.

La pregunta no es banal: ¿qué queda del sujeto cuando la pretensión sustituye a la autenticidad? Las redes, con todo lo bueno que ofrecen, se han convertido también en un lugar donde se fabrican personajes huecos, vitrinas sin alma. Y quien se acostumbra demasiado a ser vitrina, corre el peligro de quedarse sin rostro.

La máscara digital

En El traje nuevo del emperador (1837) de Hans Christian Andersen, el monarca desfila desnudo ante su pueblo mientras todos, temerosos de parecer ignorantes, fingen ver un traje magnífico. Hasta que un niño dice lo obvio: “¡El rey va desnudo!”. Esa fábula sigue viva hoy, porque las redes están llenas de trajes invisibles: filtros, poses, frases de autoayuda que nadie practica, promesas de éxito que sólo existen en la pantalla. Y si antes la vanidad se disfrazaba con joyas o ropajes, hoy se viste de performative reading: esa tendencia en la que llevar un libro a la playa, al café o al metro ya no tiene que ver con leer, sino con proyectar una imagen de cultura. Como si la tapa de un libro —preferiblemente de un autor difícil— bastara para convencer al mundo de nuestra profundidad. Una página no se lee, se exhibe; la lectura deja de ser experiencia íntima y se convierte en accesorio de marketing personal.

Jean Baudrillard lo resumió con crudeza: “Vivimos en el reino de lo hiperreal, donde la simulación precede y determina lo real” (Simulacros y simulación, 1981). Y Søren Kierkegaard advertía el riesgo último de este juego: “El mayor peligro, perderse uno mismo, puede ocurrir con tanta calma como si no pasara nada” (La enfermedad mortal, 1849). El problema es que cuando uno se acostumbra a posar con un libro que no lee, acaba viviendo una vida que no comprende.

El mercado de la vanidad

Las redes sociales funcionan como un inmenso bazar. Allí se intercambian sonrisas retocadas por aplausos, frases motivacionales por seguidores, cuerpos filtrados por reconocimiento. François de La Rochefoucauld lo intuía hace siglos: “La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud” (Máximas, 1665). Las máscaras no existirían si no tuvieran detrás la nostalgia de algo verdadero.

Desde el psicoanálisis, Jacques Lacan hablaba del “estadio del espejo”: ese momento en que el niño se reconoce en un reflejo y proyecta una imagen ideal de sí mismo. Pero en redes, ese reflejo se ha convertido en espectáculo permanente. Ya no se trata de reconocerse, sino de sostener un personaje que nunca descansa. La identidad se convierte en un branding personal. El riesgo es que el yo se fragmente en mil versiones que no dialogan entre sí. Y entonces, como actores que se confunden con su papel, olvidamos el guión original. Una vida reducida a performance es una vida que deja de tener núcleo propio.

Un libro sostenido en la mano no siempre significa una vida leída. Entre filtros, máscaras y vitrinas digitales, la verdad sigue siendo la más desnuda de todas.

La soledad detrás de la pantalla

El escaparate digital promete compañía, pero muchas veces produce aislamiento. Detrás de la imagen perfecta de los influencers —viajes exóticos, sonrisas constantes, rutinas de éxito— se esconden crisis de ansiedad, adicciones y depresiones profundas. Lo que se muestra no coincide con lo que se vive. Friedrich Nietzsche lo expresó con su habitual dureza: “Nos convertimos en actores de nuestro propio drama” (Más allá del bien y del mal, 1886). La paradoja es que mientras más actuamos, menos nos sentimos mirados de verdad. Los aplausos virtuales no sustituyen una mirada que nos reconozca en lo más íntimo.

Edgar Allan Poe lo retrató magistralmente en La máscara de la muerte roja (1842): un baile de disfraces en el que los invitados ocultan su fragilidad tras ropajes espléndidos, hasta que la muerte, implacable, entra en el salón. Así ocurre con la vida en redes: tarde o temprano, la verdad irrumpe, y la máscara se agrieta. El precio de vivir sólo de apariencias es la soledad. Una soledad más dura que la física, porque se experimenta incluso rodeado de multitudes digitales.

Hacia una identidad auténtica

¿Qué significa ser auténtico en tiempos donde todo se muestra? No se trata de apagar las redes, sino de recuperar un núcleo firme de identidad. Donald Winnicott advertía: “La falsedad se convierte en una amenaza para el verdadero self cuando el sujeto vive de forma excesiva para las demandas externas” (Realidad y juego, 1971).

Autenticidad no es exhibicionismo, sino coherencia. No es contarlo todo, sino no traicionarse en lo esencial. Mostrar vulnerabilidad cuando es necesario, reconocer limitaciones, aceptar que la vida no cabe en un feed de Instagram. San Agustín ya lo intuía: “Quieren levantar edificios altos; primero pónganse firmes en el fundamento de la humildad” (Sermón 69, siglo IV). El peligro de carecer de identidad propia es convertirse en un reflejo sin cuerpo, en una sombra que depende de la luz del aplauso ajeno. Y las sombras, por muy estéticas que parezcan en un filtro, se disuelven apenas se apaga la pantalla.

Reflexión final

El fenómeno del performative reading nos deja una enseñanza clara: se puede sostener un libro en la mano sin leerlo, como se puede sostener una vida entera sin vivirla. En un mundo donde todos luchan por atención, lo más valiente sigue siendo vivir sin máscaras. Porque, como en la fábula del emperador desnudo, tarde o temprano alguien señalará lo evidente: que detrás de tanto artificio hay vacío. La diferencia es que, si no cultivamos una identidad propia, cuando nos quiten el traje digital no quedará nada.

Y tenemos que ser muy conscientes que las exigencias cada día van en aumento porue las expectativas de cada uno de nosotros ya están profundamente ligadas o relacionadas con alguien en específico. Seguir de modo casi religioso a influencers que poco o nada aportan hacia una vida más sana, más real, más auténtica, pone en peligro a una sociedad que cada vez demuestra que pensar por sí misma es -además de frustrante- un ejercicio poco importante, porque más vale primero encajar que ser «apartado» y aislado en el mismo mundo donde transcurre todo… menos uno mismo.

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Queridos lectores: ¿qué tanto de lo que muestran en redes son ustedes, y cuánto es una máscara? ¿Qué quedaría si mañana esas plataformas desaparecieran?

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Etiqueta y realidad

“Si me juzgas por mis errores, te pierdes la oportunidad de conocer mis aciertos».

— Oscar Wilde

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un tiempo donde una palabra puede ser más pesada que la verdad misma. Una frase lanzada con ligereza, un juicio hecho sin contexto o el eco persistente de un apodo hiriente puede terminar moldeando la manera en que una persona se ve a sí misma. Lo alarmante es que, en demasiadas ocasiones, ni siquiera se trata de un autorretrato, sino de una obra ajena: alguien más decidió describirnos… y nosotros, sin quererlo, firmamos al pie de esa descripción.

Pensemos en Galileo Galilei, acusado de herejía por atreverse a mirar el cielo con ojos nuevos. O en Juana de Arco, señalada como hereje y bruja por quienes temían su fuerza y su fe, y que siglos después sería canonizada. En cada uno de estos casos, las etiquetas no sólo eran injustas: estaban diseñadas para controlar, silenciar o destruir. No es casualidad. Las palabras tienen filo, y quienes saben usarlas para herir pueden hacer creer a alguien que es aquello que en realidad sólo hizo, dijo o, peor aún, ni siquiera hizo ni dijo.

El peso de una palabra mal puesta

Hay palabras que se clavan más hondo que cualquier herida física. No necesitan ser ciertas para dejar cicatriz; basta con que se repitan el tiempo suficiente. En la Historia, hay ejemplos de sobra. Marie Curie fue acusada de “ladrona” y “adúltera” en la prensa sensacionalista de su época, cuando en realidad estaba revolucionando la ciencia con una ética intachable. Abraham Lincoln fue llamado “loco” y “peligroso” por sus adversarios políticos, mucho antes de ser recordado como uno de los presidentes más influyentes y queridos de Estados Unidos. Lo que estas historias muestran es que las etiquetas no siempre describen la realidad: muchas veces son herramientas de poder. Cuando alguien quiere reducir a otra persona, le basta con encontrar un adjetivo que condense desprecio, miedo o desconfianza… y repetirlo hasta que el mundo lo crea.

El problema es que, con el tiempo, no sólo los demás creen esa mentira: la persona que la recibe puede llegar a adoptarla como parte de su identidad. Es un mecanismo conocido en psicología: la introyección. Sin darnos cuenta, absorbemos las opiniones ajenas y empezamos a tratarnos como ese otro nos describió. Si nos dicen “egoístas” el tiempo suficiente, empezamos a actuar a la defensiva, como si tuviéramos que justificarnos; si nos dicen “incapaces”, dudamos incluso de lo que hacemos bien. Pero las palabras, por muy pesadas que sean, no son cadenas eternas. La Historia está llena de quienes las rompieron. Nelson Mandela fue etiquetado como “terrorista” durante décadas; después, el mundo entero lo reconoció como un símbolo de paz y reconciliación. La lección es clara: no somos las palabras que otros eligen para nosotros.

Actos vs identidad

Una de las confusiones más comunes —y más dañinas— es creer que lo que hacemos define por completo lo que somos. Un error, una mala decisión, incluso un momento de debilidad, no son equivalentes a una sentencia de por vida. Sin embargo, cuando el entorno es hostil o manipulador, el paso de la conducta a la identidad es casi automático. El filósofo romano, Séneca, lo advirtió hace dos mil años: “No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige” (Cartas a Lucilio, año 65). Cuando no sabemos quiénes somos, cualquier palabra que nos lancen puede desviar nuestro rumbo. Tomemos un ejemplo literario. En Los miserables (1862), Victor Hugo nos muestra a Jean Valjean, un hombre marcado por el delito de robar pan. La sociedad lo define como “ladrón”, “delincuente” o “irredimible”. Pero, a través de sus actos posteriores, Valjean demuestra que su esencia va mucho más allá de ese hecho. El lector comprende que un sólo acto no agota la verdad de una vida entera.

En la vida real, la historia de Alfred Nobel es igual de reveladora. Un periódico francés publicó por error su necrológica, titulándola “El mercader de la muerte ha muerto”. Nobel, vivo aún, quedó impactado al leer cómo lo definían exclusivamente por la invención de la dinamita. Decidió entonces dedicar su fortuna a crear un legado distinto: los Premios Nobel (1895), símbolo de contribución al conocimiento y la paz. La clave está en distinguir entre lo que hemos hecho y lo que somos. Las acciones pueden corregirse, los errores pueden repararse, pero la identidad profunda no puede reducirse a un titular, una acusación o un apodo.

Hay dolores que no nacen de la verdad, sino de mentiras que aprendimos a creer.

El control emocional y la perversidad de la etiqueta

Hay un uso de las etiquetas que va más allá del simple error de juicio: el uso intencional para dominar o someter. En estos casos, el adjetivo no es una descripción, sino un arma. Se coloca en el centro de la identidad de la otra persona para que esta viva a la defensiva, sintiéndose culpable incluso de respirar. Viktor Frankl escribió: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad y nuestro poder de elegir nuestra respuesta” (El hombre en busca de sentido, 1946). Quien manipula con etiquetas busca borrar ese espacio, lograr que la respuesta sea automática: obedecer, ceder, callar. Un ejemplo histórico lo encontramos en la figura de Juana de Arco. Durante su juicio en 1431, los cargos de herejía y brujería no eran más que una coartada política para destruir su influencia. La acusación buscaba anularla como líder y como mujer, para que cualquier palabra suya quedara desacreditada. La etiqueta era la condena.

En el ámbito cultural, podemos recordar a John Lennon, quien en 1966 fue duramente atacado por su frase “somos más populares que Jesús”. El titular descontextualizado se convirtió en munición contra él, ocultando que hablaba del fenómeno social de la música y no de una declaración religiosa. La presión y el boicot demostraron que una etiqueta, bien colocada por los adversarios, puede arrasar reputaciones. En el fondo, este tipo de manipulación opera sobre una misma premisa: si logras que alguien se crea indigno, culpable o incapaz, no necesitarás cadenas físicas para retenerlo. Las cadenas estarán en su mente.

Recuperar el nombre propio

Liberarse de una etiqueta injusta no es un acto instantáneo: es un proceso de volver a mirarse con ojos limpios, sin el filtro de lo que otros han querido imponer. Implica preguntarse, como sugería el Søren Kierkegaard: “La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; hay que retirarse un poco para abrirla” (Diarios, 1843). En otras palabras, a veces hay que dar un paso atrás de las voces ajenas para ver quién se es realmente. En la Historia, hay figuras que lograron hacerlo con una fuerza admirable. Winston Churchill fue considerado por muchos un político acabado tras la Primera Guerra Mundial, cargando con la etiqueta de “fracasado” por el desastre de Gallípoli. Dos décadas después, se convirtió en el primer ministro que lideró la resistencia británica contra el nazismo y en símbolo de tenacidad. No rehuyó su pasado: lo integró en una identidad mucho más amplia.

Otro ejemplo conmovedor es el de Malala Yousafzai. Etiquetada como “niña problemática” por los talibanes por defender la educación de las niñas en Pakistán, sufrió un atentado que buscó silenciarla. En vez de aceptar ese destino, asumió su voz con más fuerza, ganando el Premio Nobel de la Paz en 2014 y convirtiéndose en referente mundial. Recuperar el nombre propio implica un doble movimiento: dejar de responder al llamado que otros nos impusieron y empezar a responder al propio. No es ignorar las acciones pasadas, sino colocarlas en su justa proporción. Un error no define a una persona; un acierto tampoco la agota. La identidad es un río en movimiento, no una piedra inmóvil.

Reflexión final

Las etiquetas son cómodas para quien las pone y pesadas para quien las carga. No requieren pruebas, no exigen matices; sólo necesitan repetirse lo suficiente para que parezcan verdad. Pero la Historia y la vida cotidiana nos enseñan algo: ninguna palabra, por muy afilada que sea, puede contener toda la complejidad de una persona. Si alguna vez te han dicho que “eres” algo que te duele, pregúntate: ¿de dónde viene esa palabra? ¿Qué intención había detrás? Y sobre todo, ¿qué evidencias tienes de que sea tu verdad? Tal vez descubras que has vivido bajo un nombre que no era tuyo.

Recuerda las palabras de Hannah Arendt: “Nadie tiene derecho a obedecer” (Responsabilidad y juicio, 2003). Obedecer una mentira sobre quién eres, aceptarla sin examen, es renunciar a tu libertad interior. Y esa libertad es el primer paso para recuperar tu nombre propio. En el fondo, no se trata de demostrar a otros quién eres: se trata de recordártelo a ti mismo. Porque no eres la suma de etiquetas que te pusieron; eres la suma de tus elecciones, de tus cambios y de tu capacidad para no quedarte reducido a una sola palabra.


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Lou Andreas-Salomé: coleccionista de mentes

“La libertad no es un fin, sino un camino. Y el camino se hace al andar con otros”.

-Lou Andreas-Salomé

Queridos(as) lectores(as):

A finales del siglo XIX y principios del XX, Europa vivía un hervidero intelectual. Las ciudades eran laboratorios de ideas y el mundo cambiaba a un ritmo que desafiaba las tradiciones más firmes. Entre filósofos, poetas y psicoanalistas, surgió una figura singular: Lou Andreas-Salomé.

No fue una sombra detrás de un gran hombre, ni una nota al pie en la Historia del Pensamiento. Fue una viajera de las ideas, una mujer que supo entrar en la intimidad intelectual de gigantes como Nietzsche, Rilke o Freud, y salir de ella con algo propio. No coleccionaba objetos, sino almas e ideas; no como trofeos, sino como material vivo para su propia construcción.

Una inteligencia nacida en los márgenes

Lou nació el 12 de febrero de 1861 en San Petersburgo, hija de Gustav von Salomé, un general alemán del ejército ruso, y Louise Wilm, de ascendencia hugonote. Su infancia estuvo marcada por un entorno bilingüe (alemán y ruso) y por un hogar en el que el orden militar y la disciplina protestante se mezclaban con un respeto profundo por la educación. Desde niña, Lou mostró un apetito insaciable por el conocimiento. Leía no sólo lo que le daban, sino lo que conseguía por su cuenta: Filosofía, Teología, Literatura, Historia del Arte. La muerte de su padre cuando tenía 16 años la afectó profundamente, pero también le abrió un espacio de independencia. Convenció a su madre de que le permitiera estudiar en Zúrich, una de las pocas universidades europeas que aceptaban mujeres.

En Zúrich estudió Teología, Filosofía e Historia de la Religión. Allí descubrió que su curiosidad no se saciaba con exámenes ni diplomas: buscaba una forma de vivir en la que pensar y vivir fueran inseparables. Aquí vemos lo que Winnicott llamaría capacidad de estar sola en presencia de otros: Lou podía sostener su independencia intelectual incluso rodeada de autoridades masculinas que la subestimaban. Esa autonomía interna sería clave para que, más adelante, dialogara de igual a igual con figuras dominantes sin perder su voz.

Nietzsche, Rée y la irreverencia filosófica

En 1882, Lou viajó a Roma, donde conoció al filósofo Paul Rée. Compartían afinidad por el escepticismo religioso y la pasión por la filosofía moral. Rée, fascinado por su inteligencia, le presentó a Friedrich Nietzsche. La química intelectual entre los tres fue inmediata. Planeaban vivir juntos en una especie de “comunidad de pensamiento” en París, lo que escandalizó a la sociedad y a las familias implicadas. Nietzsche le propuso matrimonio en dos ocasiones; ella lo rechazó con cortesía, pero firmeza. Su negativa no era desprecio: era defensa de su libertad.

En sus memorias, Lou escribió sobre Nietzsche: “Era un hombre que luchaba por ser fiel a sí mismo incluso contra sí mismo” (Nietzsche, 1935). De él absorbió el coraje de pensar contra la corriente, pero también la convicción de que un vínculo intelectual no debía convertirse en una prisión afectiva. En esta etapa, Lou practicaba lo que podríamos llamar apropiación simbólica: tomar elementos de un pensamiento ajeno, integrarlos y devolverlos transformados. No se trataba de imitar a Nietzsche, sino de metabolizarlo para fortalecer su propio discurso. El triángulo con Rée y Nietzsche fue también una experiencia de límites: cómo estar cerca sin perderse.

Lou Andreas-Salomé, escritora, filósofa y psicoanalista, cuya vida y obra marcaron el pensamiento europeo de finales del siglo XIX y principios del XX.

La viajera de ideas

Tras el quiebre con Nietzsche y Rée, Lou emprendió una vida de viajes: París, Berlín, Viena, Weimar, San Petersburgo. En cada ciudad buscaba no sólo un lugar donde vivir, sino un círculo donde pensar. En Berlín conoció a artistas y escritores que exploraban las fronteras del simbolismo y el naturalismo. En París asistió a conferencias sobre psicología experimental y a exposiciones que cuestionaban la tradición académica. En Weimar, estudió los archivos de Goethe y se empapó del espíritu humanista.

Durante estos años escribió novelas y ensayos. En Fenitschka (1898), la protagonista es una joven que desafía las convenciones de género, no como proclama política, sino como consecuencia natural de una vida vivida desde la autenticidad. Sigmund Freud diría más tarde que la sublimación es el mecanismo por el cual los impulsos encuentran una vía creativa y socialmente valiosa. Lou sublimaba su necesidad de independencia en escritura y diálogo, desplazando la tensión entre vida personal y entorno conservador hacia la producción intelectual.

Rilke y el alma poética

En 1897, Lou conoció a René Maria Rilke, un joven poeta austriaco de 22 años, sensible y todavía inseguro. Lou lo animó a cambiar su nombre a Rainer, lo introdujo en el arte y la literatura rusa, y lo llevó a San Petersburgo y Moscú. Juntos visitaron a León Tolstói, una experiencia que marcó profundamente a Rilke. Su relación fue intensa: amorosa, intelectual y creativa. Lou fue mentora y amante, pero nunca carcelera. Lo dejó crecer, incluso cuando eso significaba perderlo. “Tenía la fragilidad de quien se sabe pasajero, y la fuerza de quien ama a pesar de ello” (Mi vida, 1931).

Lou actuó como objeto transicional en el sentido winnicottiano: un puente afectivo que permitió a Rilke madurar sin romper bruscamente con su etapa anterior. No pretendió moldearlo, sino facilitarle las condiciones para encontrarse consigo mismo.

Freud y la última conquista intelectual

En 1911, Lou conoció a Sigmund Freud en el Congreso Psicoanalítico de Weimar. Tenía 50 años y ya una trayectoria intelectual consolidada. Freud quedó impresionado por su agudeza. Comenzaron una correspondencia que duraría décadas, en la que Lou no dudaba en cuestionar o matizar sus teorías. Se formó como psicoanalista, trabajó casos clínicos y escribió ensayos sobre la sexualidad femenina, el narcisismo y la dinámica del amor. En una carta a Freud escribió: “Cada ser humano es una patria desconocida que se revela poco a poco, a veces a su pesar” (Correspondencia con Freud, 1931).

Lou aportó al psicoanálisis una sensibilidad que hoy llamaríamos interdisciplinaria. No se limitaba a la técnica; traía a la consulta su bagaje filosófico y literario, enriqueciendo la comprensión de los pacientes más allá del síntoma. Freud la veía como colega, no como discípula, y esa relación horizontal era rara en un entorno dominado por hombres.

Una vida entre gigantes, pero con voz propia

Lou murió en 1937, en Gotinga, dejando una obra que incluye novelas, ensayos, memorias y trabajos psicoanalíticos. Su vida fue un hilo tejido con encuentros significativos: Nietzsche, Rée, Rilke, Freud… pero nunca se diluyó en ellos. No reclamó un lugar en la Historia: lo ocupó. No buscó aprobación: buscó interlocución. Supo escuchar sin someterse y enseñar sin imponerse. Fue, en el sentido más pleno, una coleccionista de almas y de ideas.

Si la pensamos desde Freud, Lou ejerció una forma de “análisis natural” incluso fuera del diván: observaba, escuchaba, interpretaba, y sobre todo, dejaba que el otro se revelara sin forzarlo.

Reflexión final

Lou Andreas-Salomé no fue una espectadora de la Historia Intelectual de su tiempo: fue parte activa de ella. Entró en la vida de algunos de los mayores creadores y pensadores no para orbitarlos, sino para dialogar con ellos. No necesitó banderas para ser libre, ni ideologías para ocupar un lugar en la mesa de los gigantes. Su vida nos recuerda que la verdadera libertad intelectual no es proclamarse independiente, sino vivir como tal: conversar sin miedo, disentir sin romper, inspirar sin poseer.

Tal vez, lector, el reto no sea encontrar a nuestros propios Nietzsche, Rilke o Freud, sino aprender de Lou la manera de encontrarnos a nosotros mismos a través de ellos.


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Dostoievski: morir y volver a nacer

“Cuando me dijeron que quedaban cinco minutos de vida, pensé en ustedes, en mi familia, en mi pasado. La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto podía ser una eternidad de felicidad”.
— Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

No todos mueren para saber qué significa vivir. La mayoría pasa por la vida con la ilusión de que la muerte está lejos, como si fuera un asunto que compete a otros. Dostoievski no tuvo ese privilegio. En una fría mañana de diciembre de 1849, con apenas 28 años, el joven novelista ruso se encontraba con las manos atadas, los ojos vendados y el corazón latiendo con un miedo visceral. Frente a él, un pelotón de fusilamiento esperaba la orden de disparar. Todo estaba preparado para el final… hasta que, en el último instante, un mensajero del zar Nicolás I interrumpió el ritual para anunciar que la pena se conmutaba por trabajos forzados en Siberia.

Aquel perdón no era misericordia: era una forma sofisticada de tortura psicológica. Y, paradójicamente, fue también el inicio de la metamorfosis que haría de Dostoievski uno de los más grandes conocedores del alma humana.

El día del simulacro

En abril de 1849, Dostoievski fue arrestado junto a otros miembros del Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunía en San Petersburgo para debatir ideas políticas, filosóficas y literarias prohibidas en la Rusia zarista. Allí se leían y traducían textos de Charles Fourier, Saint-Simon y Voltaire, y se hablaba de reformas sociales, la abolición de la servidumbre y la libertad de prensa. Para el zar Nicolás I, estas reuniones eran más peligrosas que cualquier conspiración armada. Las ideas, una vez pronunciadas, no se pueden volver a encadenar. Por eso, en un gesto calculado para enviar un mensaje ejemplar, ordenó arrestar a todos los miembros.

Tras ocho meses de encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el 22 de diciembre de 1849, los prisioneros fueron llevados a la Plaza Semiónov. La sentencia: muerte por fusilamiento. La ceremonia fue pública. Los condenados fueron atados, se les vendaron los ojos y se les alineó en grupos. Dostoievski estaba en el segundo. Vio cómo el primero se preparaba para recibir la descarga. Fue entonces cuando apareció el mensajero con la “misericordia” imperial: la pena sería sustituida por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, seguidos de servicio militar obligatorio. Este episodio ilustra lo que Sigmund Freud llamaría una situación traumática extrema: una vivencia donde el Yo queda desbordado por un peligro real e inminente. Sin embargo, en Dostoievski, ese trauma no derivó en parálisis vital, sino en una reorganización de su aparato psíquico. El “indulto” no borró la angustia, pero le otorgó un nuevo principio de realidad: la certeza de que todo puede terminar en segundos.

El trauma como revelación

Para la mayoría, una experiencia así dejaría una cicatriz paralizante. Dostoievski, en cambio, escribió ese mismo día a su hermano Mijaíl: “Hermano, no estoy desanimado ni deprimido. La vida es en todas partes la vida; la vida está en nosotros mismos, no fuera. A mi alrededor habrá gente, y ser humano entre humanos y permanecer siempre, no entristecerse ni enfadarse, he ahí la vida. El sentido de la vida está en la vida misma” (Carta a Mijaíl Dostoievski, 1988). Aquí no hay ingenuidad. Hay una transformación existencial. El filósofo y psicoanalista, Rollo May, más de un siglo después, lo resumió así: “La creatividad surge a menudo en respuesta a la experiencia de muerte o destrucción” (El coraje de crear, 1975).

En términos freudianos y posteriormente del propio Winnicott, Dostoievski logra aquí una “adaptación creadora” frente al trauma: no niega la experiencia ni se queda atrapado en ella, sino que la integra como un material simbólico. El resultado es una intensificación de la percepción del tiempo y una conciencia más viva de la finitud.

Fiódor Dostoievski, frente al pelotón de fusilamiento en la Plaza Semiónov, instantes antes de recibir el indulto que marcaría su vida y su obra.

El alma humana a la luz de la muerte

Desde ese día, su obra se volvió un espejo de la condición humana enfrentada a sus límites. Crimen y castigo (1866) examina la tensión entre culpa y redención; El idiota (1869) presenta al príncipe Myshkin describiendo, con sorprendente detalle, el estado mental de un condenado a muerte: “Decía que en esos instantes no había un pensamiento que no pasara por su mente, ni un sólo detalle que no captara con intensidad inusitada” (El idiota, 2002). No es un recurso narrativo inventado: es la transposición literaria de un recuerdo grabado a fuego. En Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880), los personajes no son héroes ni villanos puros, sino criaturas complejas que oscilan entre el bien y el mal, siempre bajo la sombra de la mortalidad.

El trauma de Dostoievski se convierte en una matriz narrativa donde sus personajes funcionan como “escenarios internos” (concepto de Melanie Klein): representaciones dramatizadas de los conflictos psíquicos que él mismo experimentó en ese límite entre vida y muerte.

Trauma y empatía

El impacto más profundo no fue literario, sino humano. Dostoievski no se volvió cínico. Al contrario: su empatía se volvió más feroz y más lúcida. En Los demonios afirma: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz; sólo por eso. Eso es todo, todo” (Los demonios, 2001). No es consuelo barato. Es advertencia. La felicidad está ahí, pero pasa inadvertida… hasta que la muerte nos obliga a verla. Aquí vemos lo que Jacques Lacan llamaría atravesar el fantasma: dejar de vivir bajo la ilusión de que siempre habrá más tiempo. La empatía de Dostoievski no es sentimentalismo; es la lucidez de quien ha perdido la inocencia de la inmortalidad.

Reflexión final

No necesitamos un pelotón de fusilamiento para comprender que somos frágiles, pero sí necesitamos —con urgencia— una mirada más honesta hacia nuestra propia finitud. Vivimos como si la muerte fuera un rumor lejano, algo que le sucede a otros, no a nosotros. Pasamos días enteros ocupados en trivialidades, aplazando conversaciones, proyectos y afectos como si tuviéramos crédito infinito de tiempo. Dostoievski no tuvo ese lujo. En un sólo día, la muerte le susurró al oído con la voz de un oficial que le leía la sentencia, y luego lo dejó vivo para que cargara con esa memoria como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro. Desde entonces, escribió como quien sabe que cada palabra podría ser la última, y miró a los demás con la compasión de quien ha estado a un paso del abismo.

Tal vez esa es la lección más incómoda: la vida no se mide en la cantidad de años que acumulamos, sino en la intensidad con la que habitamos cada instante. Podemos tener décadas por delante y, aun así, estar muertos en vida. Podemos tener un sólo día y vivirlo con una plenitud que lo haga valer por mil. Si mañana llegara nuestro propio mensajero —con o sin uniforme, con o sin anuncio dramático—, ¿nos encontraría listos para morir… o descubriría que hasta ahora no hemos empezado a vivir?


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Adolescentes y libros

“Cuando un niño lee, no sólo descubre mundos, se descubre a sí mismo”.
— Gianni Rodari

Queridas lectores y queridos lectores:

En esta ocasión, voy a contestar a un mensaje que me escribió Lucía desde Ecuador. En él me preguntaba sobre la literatura que podría servirle para que su hijo no sólo adquiera gusto por la lectura, sino que también le forme en valores y le haga más consciente del mundo. Espero también les sirva.


Querida Lucía:

Gracias por tu mensaje. De verdad. En un mundo donde muchos padres se preguntan cómo mantener ocupados a sus hijos, tú me preguntas cómo formar su alma. Y lo haces con humildad, con ternura y con un sentido profundo del deber. Eso ya habla bien de ti, pero también nos habla de una necesidad compartida: la de acompañar a nuestros adolescentes en este mundo que parece haber perdido la brújula. Me pediste títulos de libros. Claro que te los voy a dar. Pero antes de enlistarlos, quiero regalarte una reflexión. Porque cuando se trata de adolescentes, no basta con recomendar cosas “bonitas” o “formativas”. Se trata de saber qué necesita un joven hoy: consuelo sin cursilería, desafío sin sermón, palabras verdaderas en medio de tanto ruido.

Y para eso, la literatura —la buena, la que incomoda y consuela al mismo tiempo— sigue siendo una de las mejores aliadas. Como un faro que no obliga a cambiar de rumbo, pero que está ahí, firme, para quien tenga el valor de mirar.

No se trata sólo de leer: se trata de despertar

A veces se cree que leer es simplemente un hábito útil, como lavarse los dientes o hacer ejercicio. Pero no. Leer bien es un acto de libertad. Es uno de los primeros grandes gestos de autonomía que un joven puede asumir: elegir un libro, sentarse a leerlo sin que nadie lo obligue, y dejarse transformar por él. La filósofa española María Zambrano escribió: “El niño aprende a hablar para preguntar. El joven, para responderse. El adulto, para callar” (Persona y democracia, 1958). Leer en la adolescencia es eso: buscar respuestas en medio del caos. Y la buena literatura no da soluciones fáciles, pero ofrece palabras. Y con palabras, viene la posibilidad de comprender.

Hay libros que nos enseñan a mirar de nuevo, a hablar de lo que callábamos, a descubrir que lo que nos pasa también le pasó a otros. Y no desde la teoría, sino desde la carne viva del relato. Por eso no basta con “darles algo para leer”. Hay que ofrecer libros que digan la verdad, aunque duela. Libros que acompañen sin infantilizar, que desafíen sin agredir, que despierten sin empujar. Leer, entonces, es orar con los ojos. Es aprender a esperar. Y no hay etapa que necesite más esa espera —esa paciencia activa del alma— que la adolescencia.

Esa tierra extraña entre silencios y estallidos

Lucía, la adolescencia no es sólo una etapa biológica: es una revolución interior. Es el momento en que uno ya no es niño, pero tampoco adulto. Donde las emociones aparecen como tormentas, pero también como revelaciones. Es una tierra de silencios largos y estallidos repentinos. Y en medio de todo eso, lo que más necesita un joven es compañía. Pero no cualquier compañía: necesita presencia sin juicio, escucha sin prisa, y libros que no le hablen desde arriba, sino desde el costado. Como escribió Alfonso Reyes, maestro de las letras mexicanas: “Leer es buscar compañía en el pensamiento» (Cartones de Madrid, 1917).

Los adolescentes necesitan esa compañía. Alguien que les diga, sin palabras: “No estás solo en esto. Yo también me sentí así alguna vez”. Y cuando encuentran ese alguien en un libro, algo se enciende. No siempre se nota de inmediato. Pero en el alma, algo se mueve. Por eso es tan importante no darles libros para “que se porten bien”, sino libros que les permitan ser. Ser lo que son, sin miedo, sin máscaras, sin presiones. Y si ese libro llega en el momento justo, puede marcar una vida entera.

¿Qué libros pueden acompañar a un adolescente sin imponerle nada, pero sembrándole todo?

Ocho libros para quienes aún no saben que buscan algo más

Aquí van, Lucía, las obras que con mucho cuidado seleccioné. No por ser famosas, sino por ser necesarias. Cada una puede ser una puerta abierta a un cuarto distinto del alma.

1. El principito (Antoine de Saint-Exupéry)
Este pequeño libro es un poema disfrazado de cuento. Nos habla de la amistad, de la pérdida, de lo que significa amar sin poseer. Y, sobre todo, nos recuerda que lo esencial no se ve con los ojos. Publicado en 1943, su mensaje sigue vivo porque es verdadero.

2. Demian (Hermann Hesse)
Un viaje interior sobre la identidad, la ambigüedad del bien y del mal, y la ruptura con lo establecido. Escrito en 1919, sigue siendo un mapa para quienes se sienten raros, distintos o demasiado sensibles. “El que quiere nacer, tiene que destruir un mundo”, dice Hesse. Y sí, crecer es romper moldes.

3. Relatos (Antón Chéjov)
Chéjov es como un espejo bien pulido. No adoctrina: observa. Sus cuentos breves —como La tristeza o El violín de Rothschild— permiten al joven ver que en los detalles más simples puede habitar toda la profundidad del alma humana.

4. La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares)
Una obra breve y brillante sobre la obsesión, la imagen, el amor y la soledad. Ideal para jóvenes con gusto por lo misterioso y lo filosófico. Borges la llamó “perfecta”, y no exageró.

5. Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes)
No se trata de leerlo completo de inmediato, sino de entrar en él por escenas bien elegidas. Don Quijote es un canto al idealismo, al coraje y a la libertad. Como escribió Cervantes: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos” (Parte I, capítulo LVIII, 1605).

6. Matar a un ruiseñor (Harper Lee)
Una historia narrada por una niña que observa las injusticias del mundo. Habla de racismo, compasión y dignidad. Atticus Finch, el padre, es un ejemplo silencioso de integridad.

7. Rebeldes (S.E. Hinton)
Escrita por una adolescente de 16 años, esta novela nos mete en la piel de jóvenes marginados, endurecidos por la vida, pero con una ternura que resiste. “Los libros no me regañan, sólo me entienden”, me dijo una vez un paciente adolescente al leerlo.

8. Cartas a un joven poeta (Rainer Maria Rilke)
Son cartas reales escritas por Rilke a un joven que buscaba ser poeta, pero que, en realidad, buscaba sentido. Rilke le responde con belleza, pero también con verdad. “Viva las preguntas”, le dice. Y eso vale para todos.

Piensan más de lo que dicen

Lucía, hay algo que he aprendido en el espacio analítico una y otra vez: muchos adolescentes piensan más de lo que hablan. Sienten más de lo que muestran. Pero si nadie les da palabras, se quedan atrapados en su mundo interior. Y eso es peligroso. Una vez un chavo de 16 años me dijo, después de leer El viejo y el mar, de Hemingway: «Ese señor está solo, pero no está rendido. Yo me sentí así». Y ahí lo entendí: no buscan héroes perfectos. Buscan espejos que no los juzguen.

José Antonio Marina escribió: “Una persona culta no es la que ha leído muchos libros, sino la que ha encontrado en ellos motivos para vivir mejor”(El vuelo de la inteligencia, 2000). Que eso sea la meta: no formar lectores voraces, sino lectores verdaderos. No darles letra muerta, sino letra que encienda algo. Que puedan decir: “este libro me cambió”. Y si no lo dicen, que al menos lo sientan.

Reflexión final

Querida Lucía: gracias por tu pregunta. Gracias por tu esperanza. Esta entrada no es sólo para ti, sino para todos los padres, madres, abuelos, maestros y jóvenes que aún creen que leer puede ser un acto de libertad, de belleza y de formación interior. No impongas libros: compártelos. Léelos tú también. Pregúntale a tu hijo qué sintió, qué entendió, qué le dolió. A veces, un capítulo leído en voz alta puede ser el inicio de una conversación que dure toda la vida.

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Y tú, lector que llegaste hasta aquí:
¿Qué libro te marcó en tu adolescencia? ¿Cuál fue esa lectura que te salvó sin que nadie lo supiera? Me encantará leerte en los comentarios. Si esta entrada te gustó, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir nuevas publicaciones por correo. También puedes escribirme a través de la pestaña Contacto del blog.

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Sin cultura no hay escucha

“No se puede analizar a alguien si no se ha aprendido a leer novelas”.
— Jacques Lacan

Dedicado a mi maestro, pero sobre todo amigo, el psicoanalista Alberto Montoya.

Queridas y queridos lectores:

Hay quienes piensan que para ejercer el psicoanálisis basta con conocer el método. Que lo esencial se reduce a saber interpretar sueños, manejar el encuadre y aprender a callar con estilo. Pero no es así. Hay una dimensión invisible en todo buen analista: su mundo interior. Su cultura. Cuando hablo de cultura, no me refiero a diplomas ni a acumulación de datos. Hablo de ese alimento profundo que viene de la literatura, del cine, de la música, de la filosofía, etc. Porque quien no ha leído a Kafka no entiende del todo lo que es el sinsentido. Quien no ha sentido angustia viendo a Bergman o Tarkovsky, difícilmente puede acoger el dolor del otro sin necesidad de apurarlo. Y quien no ha atravesado a Pascal o Dostoievski no ha estado frente al abismo de la contradicción humana.

La cultura no es un lujo en la práctica clínica. Es una forma de hospitalidad. Es lo que permite que el analista no se convierta en un tecnócrata del alma, ni en un aplicador de etiquetas DSM disfrazado de escucha empática. Este encuentro es, pues, una defensa apasionada del analista culto. Del que se forma en silencio, del que ve películas sólo para pensar en su paciente, del que lee poesía para entender por qué alguien no puede decir “te quiero”. Es un elogio de esa formación que no se enseña en posgrados, pero que se transmite en el modo de estar, de mirar, de esperar.

Entre técnicos y cultivados

La diferencia entre un técnico y un cultivado no es el conocimiento que poseen, sino el lugar desde donde escuchan. El técnico busca aplicar lo que sabe; el cultivado deja que lo que sabe se transforme en silencio disponible. El primero se apura por identificar un mecanismo psíquico, un «diagnóstico», una etiqueta; el segundo se deja afectar, espera, sospecha que hay algo más allá del síntoma evidente.

El técnico pregunta: ¿Qué categoría le corresponde a este caso?
El cultivado pregunta: ¿Qué mundo interior ha construido esta persona para sobrevivir?

Por eso es que Jacques Lacan podía afirmar que no se puede analizar a alguien sin haber leído novelas. Porque una novela no se lee para obtener respuestas, sino para comprender personajes contradictorios, tramas inconclusas, dolores sin resolución. Leer literatura es, en el fondo, aprender a no juzgar. A convivir con lo complejo. Donald Winnicott —ese pediatra y psicoanalista británico que escribía con el alma— lo decía con sencillez: “No existe la madre perfecta, sólo una madre suficientemente buena” (Realidad y juego, 1971). Esa frase, que ha consolado a generaciones, no es producto de un algoritmo clínico. Es fruto de una mirada humana, que sabe que lo real no encaja en modelos ideales.

En el espacio analítico, quien se ha formado sólo con manuales, escucha en blanco. Pero quien ha vivido la Tragedia de Edipo, la rabia de Medea, el duelo de Anna Karenina, el desconcierto de Gregor Samsa, posee un lenguaje secreto para captar el alma ajena. Porque el sufrimiento humano no entra por los ojos, sino por la cultura.

Cómo la literatura enseña a escuchar lo indecible

Hay dolores que no se pueden decir. Ni siquiera con todo el vocabulario técnico del mundo. Hay traumas que no se narran cronológicamente, sino a través de imágenes inconexas, de silencios largos, de frases entrecortadas. Para poder alojar ese tipo de experiencia, el analista necesita una sensibilidad que no se enseña en las aulas: la sensibilidad literaria. Porque la literatura no da soluciones, pero sí forma el alma para acoger lo imposible. Cuando uno ha leído Los hermanos Karamázov, entiende que el odio hacia el padre puede convivir con la necesidad de su amor. Cuando uno ha caminado con Emma Bovary, comprende que el deseo puede volverse prisión. Y cuando uno ha llorado con Juan Rulfo, descubre que hay voces que vienen del otro lado de la vida, y aún así nos hablan.

En un momento inolvidable de La muerte de Iván Ilich (1886), Lev Tolstói describe el instante en que el protagonista, moribundo, comprende que toda su vida fue falsa. Que vivió para lo que “debía ser”, no para lo que amaba. ¿Qué manual clínico puede transmitir eso? ¿Qué clase de técnica puede enseñarle al analista a reconocer cuando un paciente comienza a despertar a esa misma angustia? Es en la literatura donde se aprende a tolerar el sinsentido, a captar lo simbólico, a sospechar del lenguaje sin caer en cinismo. Como decía Virginia Woolf: “Las palabras no son fósiles inertes, sino criaturas vivas, frágiles, llenas de historia” (Una habitación propia, 1929). Esa mirada es la que necesita el analista: una que vea en cada palabra dicha en sesión una constelación de sentido, dolor y deseo. La literatura enseña que la vida no cabe en la lógica, que lo humano no es lineal, y que detrás de cada palabra hay algo que no se dice —pero que pide ser escuchado.

El cine como ventana al síntoma social

El cine, cuando se lo mira con atención analítica, no es sólo entretenimiento: es un espejo oscuro donde los síntomas de una época se hacen visibles. La gran pantalla nos muestra lo que la sociedad quiere negar. Y un analista cultivado sabe reconocer en esas historias no sólo tramas, sino expresiones condensadas del malestar de la civilización. Ver cine no es evadirse, es entrenar la mirada. Aprender a captar lo que se juega en un gesto, en un encuadre, en una omisión. ¿Cómo comprender el desarraigo sin haber visto Los 400 golpes de Truffaut? ¿Cómo percibir la angustia de la rutina sin El empleo del tiempo de Laurent Cantet? ¿Cómo captar el deseo de redención entre la fe y la locura sin Dancer in the Dark? Una escena de El hijo (2002), de los hermanos Dardenne, muestra a un carpintero que acepta en su taller al adolescente que años antes asesinó a su hijo. No hay diálogo explícito sobre el perdón, pero cada plano está cargado de tensión, contención y humanidad. Un analista que ha visto esa película sabe cómo se construye un lazo más allá del trauma, sin necesidad de palabras espectaculares. Porque el cine enseña algo que también es clínico: el tiempo que toma un vínculo, la resistencia del afecto, la asimetría del deseo.

El cineasta griego Theo Angelopoulos decía: “Lo esencial no está en lo que el personaje dice, sino en lo que calla mientras se lo filma”. Esa frase podría estar escrita en la puerta de cualquier espacio psicoanalítico. El cine no sólo muestra conflictos individuales: revela climas sociales. La ansiedad de las metrópolis, la soledad disfrazada de éxito, el goce silencioso del consumo. El analista que ve cine con ojos atentos, aprende a reconocer en sus pacientes no sólo neurosis personales, sino síntomas colectivos. Porque muchas veces el sufrimiento individual no viene de la historia familiar… sino del ruido del mundo.

Tres formas de habitar la cultura como modo de presencia analítica.

Filosofía como fundamento ético y pregunta permanente

El psicoanálisis sin filosofía corre el riesgo de quedarse sin brújula. Puede interpretar con brillantez, pero no necesariamente con responsabilidad. Puede escuchar sin juzgar, pero sin llegar a implicarse. Y puede hablar de deseo, pero olvidar la pregunta por el bien. Por eso, la filosofía no es un lujo para el analista: es su ancla ética. Simone Weil escribió: “El amor al prójimo en su estado puro es como una capacidad de decirle al otro: ‘Tú no morirás’” (La gravedad y la gracia, 1947). Esa frase podría ser la traducción más íntima de lo que ocurre en una cura analítica: sostener la subjetividad del otro cuando todo en su historia lo empuja hacia la aniquilación interior. Un analista que ha leído filosofía no busca imponer respuestas, sino formular mejores preguntas. Porque ha aprendido de Sócrates a no saber; de Pascal a dudar con fe; de Kierkegaard a mirar el abismo sin perder el temblor. Y quizá de Levinas a recordar que el rostro del otro no es objeto de comprensión, sino llamado a la responsabilidad.

En consulta, muchas veces el sufrimiento que se presenta como ansiedad, duelo o culpa, es en el fondo una pregunta: ¿cómo vivir con dignidad en medio del absurdo? Y esa pregunta no se responde con test de ansiedad ni con pautas de relajación. Se responde —si acaso— con presencia, con humildad y con una escucha que no banaliza el dolor existencial. La filosofía le recuerda al analista que no se trata sólo de aliviar síntomas, sino de ayudar al otro a construir una vida que tenga sentido para él, aunque sea precaria. Porque como decía Albert Camus: “El deber del hombre es encontrar un sentido a su rebelión” (El hombre rebelde, 1951). No hay clínica sin ética. No hay ética sin pregunta. Y no hay pregunta sin cultura.

Cultura como intimidad

Hay una formación que no aparece en los CV’s. Una que no se acredita con constancias ni se paga con mensualidades. Es la formación del alma, es la formación de la mente. Y esa se hace en silencio, en soledad, en compañía de libros, películas, cuadros, canciones y palabras que uno no olvida aunque hayan pasado veinte años. También se hace compartiendo con otros para luego conocer sus opiniones y sentimientos. A veces me pregunto por qué, frente a ciertos analizandos, en lugar de venir a mi mente un autor técnico, recuerdo un poema. O una escena de cine. O una frase que leí de adolescente y que sin saberlo me marcó para siempre. Es que hay cosas que no se piensan con teorías, sino con imágenes. Y hay momentos clínicos en los que no basta saber… hay que haber vivido.

Un analista cultivado no es alguien erudito, sino alguien que se ha dejado tocar. Que ha leído a Clarice Lispector y no ha salido indemne. Que ha mirado a Juliette Binoche llorar en Tres colores: azul y se ha quedado callado largo rato. Que ha escuchado a Mahler con lágrimas en los ojos o ha puesto notas con Cioran en los márgenes de una noche difícil. Que ha visto su propia herida reflejada en un personaje de Dostoievski o en una escena de Bergman. La cultura, cuando es verdadera, no adorna: transforma. Hace del analista alguien más humano. Menos soberbio. Más disponible. Porque la cultura no nos hace saber más, sino escuchar mejor. Y en un mundo donde se multiplican los diplomados exprés, los títulos vacíos y las promesas de éxito rápido, la cultura sigue siendo una trinchera. Un refugio. Una oración laica. Una forma de cuidar el alma, incluso —y sobre todo— cuando se cuidan las de otros.

Reflexión final

No todos los analistas son artistas. Pero todo buen analista tiene algo de poeta: sabe demorarse en las palabras, intuir lo no dicho, oler la atmósfera de lo invisible. Y eso no se aprende en manuales ni supervisiones. Se cultiva. Por eso este encuentro no es una crítica a los títulos, sino un elogio a las noches de lectura, a las lágrimas frente al cine, a los cuadernos rayados con frases que un día hicieron sentido. Es un recordatorio de que la escucha clínica no sólo se construye con teoría, sino con vida. Y que cuanto más cultivado esté el analista, más mundo podrá ofrecer como continente simbólico para quien lo ha perdido todo.

A mis colegas les digo: no dejen de leer, de ver cine, de escuchar música. La cultura no es tiempo perdido, es tiempo sembrado. Es fondo. Es intimidad. Y a quienes están en análisis o en búsqueda, sepan que no es lo mismo ser escuchado por alguien que ha pasado por los libros, los silencios y las preguntas que nos hacen más humanos. Porque en el fondo, el acto analítico no es otra cosa que un encuentro entre dos mundos: el del que sufre… y el del que ha aprendido a estar ahí.


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Identidad: ¿Un rompecabezas ideológico?

«La identidad es una historia que nos contamos. El problema comienza cuando ya no somos los autores».
— Zygmunt Bauman

Queridos(as) lectores(as):

Hay imágenes que no se olvidan. Ayer me topé con la imagen que ilustra este encuentro en una página de Facebook (más adelante la podrán apreciar): el rompecabezas de una joven cuyo rostro ha sido parcialmente borrado por las piezas que faltan. No hay sangre, no hay gritos, no hay gesto dramático. Pero hay algo más perturbador: la desaparición lenta de alguien que alguna vez estuvo allí. Esa figura incompleta, ambigua, vulnerable, es —quizá sin quererlo— una metáfora de nuestra época. De nuestros pacientes. De nosotros mismos. Cada vez más personas llegan a análisis con la misma sensación: «Siento que no sé quién soy», «me cambiaron sin darme cuenta», «soy lo que los demás esperan». No es falta de autoestima. Es algo más profundo: es el sujeto atravesado, fragmentado, disuelto en una marea de discursos que lo nombran antes de que pueda hablar por sí mismo. Una identidad hecha de consignas, etiquetas, performances… y vacío.

Desde el psicoanálisis, esta disolución no es novedad: el yo nunca ha sido una unidad sólida, sino una construcción precaria. Pero lo que hoy preocupa no es la falta constitutiva, sino la colonización ideológica de esa falta. Se nos dice quién debemos ser antes de que podamos siquiera preguntarlo. Este encuentro está dedicado a esa pregunta, cada vez más urgente: ¿quién soy entre tantos pedazos?

El sujeto como territorio invadido

Lo que antes llamábamos identidad hoy parece una moneda de cambio cultural. En nombre de la libertad, se ofrecen manuales para ser uno mismo; pero en realidad se trata de adoptar pertenencias, seguir doctrinas o encajar en etiquetas cada vez más rígidas. Lo singular queda aplastado por lo representable. Desde la antropología estructural, Claude Lévi-Strauss advertía ya en 1955 que “el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Los mitos que nos contamos son intentos desesperados por ocupar un lugar que nunca nos fue garantizado” (Tristes trópicos, 1955). El sujeto no tiene un terreno firme sobre el que pararse: su consistencia simbólica es frágil, y eso siempre ha sido así. Pero hoy no sólo se le desdibuja: se le ocupa.

Muchas ideologías contemporáneas —aún aquellas que se presentan como liberadoras— colonizan la grieta estructural del sujeto con discursos prestados. Prometen autenticidad a cambio de obediencia simbólica. No te preguntan qué deseas, sino a qué colectivo perteneces. No te preguntan quién eres, sino qué causa representas. Y aquí es donde surge una pregunta inevitable: ¿cómo distinguir entre la subjetividad herida y el sujeto silenciado? ¿Dónde termina la herida simbólica propia del deseo, y dónde comienza la amputación del yo en nombre de un ideal ajeno?

En este punto, la clínica se encuentra dividida: muchos psiquiatras advierten un aumento en diagnósticos difusos, sin etiología clara. Depresión, ansiedad, trastornos disociativos… pero con una base común: un yo que no logra consolidarse. Un psiquiatra amigo me dijo hace poco: “Cada vez veo más pacientes que no están ‘enfermos’ en sentido clásico; están desorientados. Es como si los hubiesen desprogramado de sí mismos”. Desde el psicoanálisis, responderíamos que no se trata de devolverles una programación, sino de permitir que elaboren sus propias coordenadas simbólicas. En otras palabras: la psiquiatría observa la caída del sujeto desde una perspectiva diagnóstica; el psicoanálisis lo escucha como un síntoma social. El desafío es trabajar juntos, sin negar la dimensión estructural del sufrimiento ni patologizar lo que podría ser una forma de resistencia. Porque cuando el sujeto se fragmenta, no siempre está colapsando: a veces, está intentando no mentirse más.

El rostro borrado: del deseo al mandato

Hay algo profundamente inquietante en esa imagen del rompecabezas: el rostro, centro de reconocimiento y expresión, es lo más dañado. No faltan los pies, ni un rincón del fondo. Falta el rostro. Como si alguien —o algo— hubiese querido borrar justamente la parte que otorga identidad, mirada, voz. No se trata de una omisión cualquiera: es una herida dirigida. En su diario de guerra, Simone Weil escribió: “La opresión más profunda no es la que destruye el cuerpo, sino la que destruye el rostro” (Cuadernos, 1942). Y es que el rostro, para Weil, no es sólo la faz externa: es el lugar simbólico donde el alma se expone al mundo. Cuando se nos priva del derecho a construir ese rostro desde nuestra verdad interior, lo que se instala no es la libertad, sino el mandato. Vivimos en una época en la que ya no se desea: se obedece. Se actúa no desde la pregunta, sino desde el imperativo. Sé auténtico, pero que tu autenticidad cumpla con las reglas. Sé libre, pero que tu libertad se note. Sé tú mismo, pero encaja. El deseo ha sido desplazado por el performance.

Un colega psicoanalista me compartió que hace unos meses atendió a una joven de 22 años. Su demanda era clara: “Quiero saber quién soy, porque ya no lo distingo entre tantas cosas”. Había pasado por grupos activistas, terapias breves, coaching de autoestima y decenas de etiquetas: queer, pansexual, neurodivergente, no binaria, víctima, resiliente. Todo eso —según ella— la definía. Pero al relatarlo, se quebró: “No sé si realmente soy alguna de esas cosas o sólo aprendí a decirlas”. No era una joven confundida. Era alguien saturada. Su rostro simbólico estaba cubierto de máscaras que le habían ofrecido pertenencia, pero le negaban la posibilidad de hacerse la pregunta esencial: ¿quién soy yo, más allá de lo que el mundo espera que diga? Lo que se hizo en el análisis no fue imponer otra etiqueta, sino dar lugar al silencio. Al tartamudeo. A la angustia. Porque el rostro no se recupera desde una nueva consigna, sino desde el dolor de haberse sentido sustituida.

La fragilidad del yo y el espejismo del colectivo

No hay identidad sin fragilidad. El yo es, en sí mismo, una construcción tambaleante, llena de huecos, costuras, repeticiones. Pero esa fragilidad, cuando es acompañada simbólicamente, puede dar lugar al pensamiento, a la creación, al deseo. El problema aparece cuando dicha fragilidad se vuelve insoportable y se pretende esconder tras una máscara colectiva. María Zambrano, filósofa del exilio y de la piedad del pensar, advirtió en medio del siglo XX: “Toda ideología es una traición al pensamiento, pues clausura la incertidumbre del vivir” (Claros del bosque, 1977). La ideología, en este sentido, no es simplemente una doctrina: es una defensa contra el vacío. Una estructura que promete identidad a cambio de sumisión simbólica.

El sujeto contemporáneo —fragmentado, solitario, hiperestimulado— ya no encuentra referencias estables en la familia, en la tradición ni en los relatos religiosos o filosóficos que durante siglos permitieron bordear la falta. En su lugar, se le ofrecen comunidades de sentido prefabricado, con léxicos cerrados y rituales de pertenencia. Así se produce el espejismo: sentirse alguien porque se es parte de algo. Pero el colectivo que se impone sin deseo, que sustituye la historia personal por una narrativa impuesta, termina devorando al sujeto. Y lo peor: el sujeto lo agradece. Porque en tiempos de vértigo, cualquier mapa parece suficiente.

En análisis, esto se ve con claridad: personas que repiten discursos aprendidos al pie de la letra, con la esperanza de encontrar en ellos una brújula. Pero esas brújulas suelen apuntar hacia afuera, nunca hacia el interior. No hay verdadera identidad que se constituya sin conflicto, sin pregunta, sin herida. El colectivo —cuando ocupa el lugar del deseo— impide toda subjetivación. Por eso, el psicoanálisis no ofrece pertenencias, ni eslóganes, ni consignas. Ofrece un lugar donde poder decir yo, aunque sea entre balbuceos. Como decía Jacques Lacan en su Seminario 20: “El inconsciente no es lo que se oculta, sino lo que insiste”. Y esa insistencia es única, incluso si duele.

¿Quién soy entre tantos pedazos?

El síntoma como resistencia: entre el diagnóstico y el grito

Cuando alguien llega al análisis con angustia, insomnio, ataques de pánico o despersonalización, la primera tentación —a nivel cultural y médico— es etiquetar. Nombrar. Diagnosticar. Porque el diagnóstico, se cree, otorga claridad. Pero, ¿y si esa claridad fuera también una forma de silenciar? El psiquiatra italiano, Franco Basaglia, escribió: “El diagnóstico psiquiátrico define a una persona sólo en función de su ausencia de sentido; no la escucha, la clasifica” (La institución negada, 1968). La crítica no es al conocimiento médico en sí, sino al uso totalizante de sus categorías. Lo que debería ser una herramienta orientadora, muchas veces se convierte en una jaula. Desde el psicoanálisis, el síntoma no es sólo una alteración clínica: es una formación del inconsciente. Tiene estructura, sentido, lógica, incluso si no es inmediatamente comprensible. Es, como diría Sigmund Freud, el retorno de lo reprimido —una verdad que no puede decirse en palabras, y entonces grita con el cuerpo, con la conducta, con el sufrimiento.

Volvamos por un momento al rostro incompleto del rompecabezas. Desde cierta perspectiva médica, ese rostro podría representar un “trastorno de identidad”. Desde el psicoanálisis, es más bien la imagen precisa del sujeto barrado, dividido, deseante. La falta no se cura. Se atraviesa. Pero esto no significa despreciar la labor psiquiátrica. Al contrario: muchos analistas trabajamos en diálogo con psiquiatras éticos, conscientes de los límites de su campo y respetuosos de la subjetividad. El verdadero peligro no es la psiquiatría: es su uso ideológico, cuando se convierte en herramienta de normalización forzada, en lugar de acompañamiento singular. Hoy más que nunca, cuando el mercado de la salud mental se ha convertido en una industria que promete “curas rápidas” y “versiones mejoradas de ti mismo”, necesitamos recordar que el síntoma no es un error del sistema: es un mensaje que espera ser escuchado. No se trata de taparlo, sino de traducirlo. No de eliminarlo, sino de descifrar qué pide. Qué falta. Qué desea.

Reunir los pedazos: identidad, deseo y silencio

Cuando uno observa el rostro incompleto del rompecabezas, no puede evitar pensar en las criaturas literarias que nacieron de la ruptura entre lo humano y lo deseado, entre lo propio y lo temido. El monstruo de Frankenstein, por ejemplo, no es simplemente un producto de la ambición científica. Es un grito de identidad no reconocida. Un cuerpo armado con pedazos, pero sin un nombre. Mary Shelley lo expresó con dolorosa lucidez: “Soy sólo lo que tú supones de mí; no tengo otro yo que tu repulsión” (Frankenstein, 1818). Ese ser sin rostro simbólico, condenado a ser mirado como error, representa a muchos sujetos contemporáneos: compuestos por múltiples discursos, expuestos al juicio de todos, pero ignorados en su verdad.

Del otro lado, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), Robert Louis Stevenson propone la escisión radical del yo: el hombre que desea, pero no se atreve; el sujeto que obedece en el día y transgrede en la sombra. Hyde no es un intruso: es la parte de Jekyll que no puede integrarse en la moralidad del mundo. Stevenson escribe: “El hombre no es uno, sino dos… y quién sabe si no somos más” (Dr. Jekyll y Mr. Hyde, 1886). Hoy, el drama ya no se vive como escisión entre el bien y el mal, sino entre la multiplicidad de etiquetas impuestas y el silencio interno. Entre lo que se espera que digamos y lo que no hemos podido escuchar de nosotros mismos.

Reunir los pedazos, entonces, no es una operación estética ni un regreso nostálgico a una identidad perdida. Es un acto profundamente ético: abrir espacio al deseo, al conflicto, al relato propio, aunque esté lleno de dudas. No para encajar en un rostro perfecto, sino para decir “yo” incluso con las piezas que faltan. Porque en tiempos donde todos parecen gritar certezas, el silencio de quien se busca es un acto de resistencia.

Reflexión final

Tal vez nunca podamos completarnos del todo. Tal vez el rostro que buscamos se arme y desarme durante toda la vida. Pero hay una diferencia profunda entre aceptar que algo falta y resignarse a ser lo que otros imponen. En medio del ruido ideológico, de los diagnósticos apurados y de las pertenencias impuestas, aún es posible volver a esa pregunta silenciosa, difícil, única: ¿quién soy yo? Quizá la respuesta no venga de una fórmula ni de una consigna, sino del trabajo lento y valiente de quien se atreve a escuchar sus propios fragmentos. A dejar que su síntoma hable. A reconocerse en lo que aún no sabe decir. Porque hay una dignidad radical en quien, incluso herido, incluso incompleto, no se rinde a ser definido por otros. Hoy más que nunca, defender la singularidad del sujeto es un acto de amor. Y de libertad.

¿Alguna vez te has sentido así —como un rostro hecho de piezas que no encajan? ¿Te han ofrecido respuestas que sólo te alejaban más de tu propia voz? ¿Has sentido que no hay lugar para la duda, para el silencio, para ser quien eres sin tener que representarlo todo?

Te leo con gusto en los comentarios.

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Gracias por estar aquí

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El olvido no es un vacío: Alzheimer y el psicoanálisis

«La memoria no es el recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso».
— Paul Ricoeur

Queridos(as) lectores(as):

Hay enfermedades que hieren el cuerpo, y otras que hieren el alma. Pero hay algunas —más crueles aún— que parecen borrar, poco a poco, a la persona misma. El Alzheimer no es sólo una enfermedad neurológica: es una pregunta abierta a la subjetividad. ¿Dónde queda el “yo” cuando ya no hay recuerdos? ¿Qué pasa con el deseo cuando no hay palabras? ¿Cómo se ama a alguien que ya no te reconoce? El discurso médico nos habla de placas, deterioros y funciones perdidas. Pero en el diván, en la casa, en la cama, en la silla del comedor, lo que se borra no es sólo la memoria, sino la continuidad de un mundo compartido. Es un duelo que empieza en vida. Es, también, un modo inesperado de seguir amando.

Este encuentro no es una crítica a la medicina ni una clase de psicoanálisis. Es una invitación a pensar el Alzheimer no sólo desde lo que falta, sino desde lo que queda. Porque incluso allí donde ya no hay palabra, algo del sujeto —una mirada, un gesto, una respiración— todavía resiste.

El diagnóstico y el silencio del sujeto

En el momento en que una persona recibe el diagnóstico de Alzheimer, lo que se impone no es sólo el nombre de una enfermedad, sino el comienzo de una desposesión. El lenguaje médico nombra, delimita, explica; pero al hacerlo, corre el riesgo de aplastar la singularidad del sujeto bajo un rótulo que lo convierte en «paciente con deterioro cognitivo progresivo», como si la persona fuera ahora un conjunto de fallas. La ciencia cumple su función, pero el lenguaje clínico puede volverse un guión que deja fuera al protagonista. La médica y fundadora de la Medicina Narrativa, Rita Charon, ha insistido en que “la medicina necesita volver a contar historias, no sólo leer resultados” (Narrative Medicine: Honoring the Stories of Illness, 2006). Para ella, todo paciente es una narración viviente que busca ser escuchada, no sólo evaluada. Pero en enfermedades como el Alzheimer, donde la capacidad narrativa se erosiona, ¿quién cuenta la historia? ¿Quién escucha lo que no se dice?

El psicoanálisis puede incomodar aquí, porque no se acomoda al protocolo. En lugar de preguntar por el deterioro, se pregunta por el sujeto: ¿Qué queda del deseo cuando la memoria falla? ¿Puede haber transferencia —ese lazo tan sutil entre analista y analizante— cuando ya no hay relato, ni pregunta, ni queja? La medicina diagnostica; el psicoanálisis, en cambio, escucha incluso cuando ya no hay palabras claras. Escucha en el tono de la voz, en la repetición de un gesto, en la mirada que se pierde y vuelve. El diagnóstico puede ser un punto de partida, pero nunca debe ser una sentencia de muerte subjetiva. Aunque el Alzheimer borre nombres y fechas, no borra del todo el lugar que una persona ocupa en el deseo de otro. Y allí, donde el discurso se calla, el deseo puede —a veces— seguir hablando.

La memoria no es archivo, es relato

Una de las trampas más comunes al hablar del Alzheimer es imaginar la memoria como un gran archivo que se va vaciando: primero desaparecen los documentos recientes, luego los más antiguos, hasta que sólo queda una sala vacía. Pero la memoria humana no funciona como un estante de carpetas. Es una narración en movimiento, una construcción afectiva y simbólica que da coherencia a lo que somos. Perder la memoria no es simplemente olvidar datos; es perder el hilo de la historia que nos mantiene unidos por dentro. Paul Ricoeur dedicó años a estudiar esta dimensión narrativa de la identidad. En La memoria, la historia, el olvido (2000), escribió que “la memoria no es el simple recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso”. Es decir, somos porque contamos. Y cuando ya no podemos contar, alguien más —un hijo, una pareja, un amigo— puede sostener ese hilo narrativo por nosotros, al menos por un tiempo.

Hannah Arendt, por su parte, afirmaba que lo que da continuidad al mundo humano es la capacidad de prometer, de hacer duradera la acción. Esa continuidad —la promesa que el otro representa para mí— se quiebra brutalmente en el Alzheimer. Pero, paradójicamente, también es el lugar donde puede aparecer un nuevo tipo de fidelidad: no a la palabra dicha, sino a la historia compartida. Cuando el enfermo repite siempre el mismo relato, cuando vuelve a una escena de su infancia una y otra vez, no lo hace por error, sino porque ese fragmento de sentido aún está encendido. Y allí donde hay relato, aunque fragmentario, aún hay sujeto. El psicoanálisis no corrige esa repetición: la acompaña, la habita, la escucha como se escucha una canción que amamos aunque ya sepamos de memoria su estribillo. Porque recordar no es recuperar información: es mantener vivo un lazo.

El sujeto sin palabra, el cuerpo como último texto

Cuando el lenguaje comienza a deshacerse y la memoria se vuelve un territorio confuso, lo que queda es el cuerpo. No como objeto biológico, sino como el primer lugar donde fuimos escritos. Antes de poder hablar, ya habíamos sentido. Antes de decir “yo”, ya habíamos sido tocados, sostenidos, alimentados. Por eso, incluso cuando las palabras nos abandonan, el cuerpo sigue hablando. La psicoanalista francesa, Piera Aulagnier, insistía en que el psiquismo se construye a partir de una “violencia fundadora”: el modo en que la madre (o quien cumple su función) impone al niño una imagen de sí, una historia sobre su cuerpo, su llanto, su existir. Esa inscripción primitiva no desaparece del todo, incluso en el Alzheimer. Algo del cuerpo sigue respondiendo a ciertas voces, ciertas melodías, ciertos olores. Algo del goce permanece, aunque no se pueda nombrar.

André Green, por su parte, habló de ciertos estados mentales como una “muerte psíquica”: no una muerte biológica, sino la extinción del deseo, del pensamiento investido, del mundo interno como espacio de representación. En esos casos, el sujeto no desaparece, pero queda reducido a una presencia opaca, casi sin eco. El desafío es no confundir esa opacidad con ausencia. La pregunta se vuelve entonces ética y clínica: ¿cómo leer el cuerpo cuando ya no hay palabra? ¿Cómo escuchar una emoción que no se dice pero se encarna? Una mujer que se estremece al oír una canción de infancia, un hombre que sonríe al tocar una manta de su juventud, un suspiro repetido cuando alguien entra a la habitación: todo eso son signos. No del pasado, sino del sujeto que aún resiste, incluso si no puede explicarse.

*Cuando todo parece haberse perdido, el cuerpo se vuelve el último texto. Y hay que leerlo con la delicadeza de quien sabe que entre esos gestos aún late un alma.

La memoria no se pierde de golpe, se deshilacha lentamente. A veces, una pieza basta para que todo lo vivido vuelva a brillar por un instante.

Los que acompañan: duelo anticipado y ética del cuidado

El Alzheimer no sólo afecta a quien lo padece. También sacude —a veces brutalmente— a quienes acompañan. Amar a alguien que comienza a olvidarte es una experiencia que no se parece a ninguna otra: es mirar cómo el otro se aleja sin irse, cómo su rostro sigue ahí pero ya no te nombra, cómo el amor permanece pero ya no tiene respuesta. Los familiares y cuidadores atraviesan una forma extraña de duelo: el duelo anticipado. El ser amado todavía vive, pero su presencia es cada vez más difusa. Es una pérdida que se renueva cada día, sin ceremonia, sin fecha. Una hija que ya no es reconocida como hija. Un esposo que escucha su nombre sin entender que lo llaman a él. La identidad compartida se tambalea. Y, sin embargo, el amor insiste.

La filósofa, Cynthia Fleury, especializada en ética del cuidado, sostiene que cuidar a otro es sostener una parte de su dignidad incluso cuando él ya no puede ejercerla. No se trata de devolver lo que el otro nos dio, ni de esperar gratitud: se trata de un acto radical de responsabilidad. “La ternura no es un adorno afectivo, sino un deber de lucidez ante la fragilidad del otro” (Ciudades del cuidado: ética e imaginación política, 2021). Esa lucidez es saber que el cuidado puede ser frustrante, extenuante, incluso desesperante. Y aun así, persistir. Acompañar a alguien en su borramiento no es acompañarlo a desaparecer. Es, por el contrario, un modo feroz de sostenerlo en el ser, aunque sólo quede una chispa de su antiguo fuego. Quien cuida también es sujeto. También necesita palabras, alivio, descanso. Y también merece ser acompañado.

¿Puede el psicoanálisis decir algo allí donde no hay palabra?

A primera vista, el psicoanálisis parecería no tener mucho que decir frente al Alzheimer. ¿Cómo trabajar con quien no recuerda? ¿Cómo interpretar si no hay asociaciones libres, ni historia contada, ni demanda formulada? ¿No se trata acaso de un territorio donde reina el silencio, donde el sujeto parece haberse desvanecido? Pero si el psicoanálisis sólo escuchara palabras, sería apenas una técnica. Lo que escucha, en verdad, es la existencia que resuena en los intersticios: el tono, el gesto, la pausa, la insistencia. Como escribió Thomas Ogden, “pensar en presencia de otro” (Sujetos de análisis, 1994), es ya una forma de cuidado psíquico. No se trata de analizar al paciente como un enigma por descifrar, sino de estar con él como quien acompaña una forma de vida que resiste a su propio borramiento.

En ciertos momentos, un paciente puede no reconocer ni su nombre ni el lugar donde está, pero al oír una voz conocida, su mirada se vuelve luminosa. No lo recuerda, pero responde. Y esa respuesta no es mecánica: es afectiva, es singular. Es un resto del sujeto que se aferra al mundo por una vía distinta a la palabra. La psicoanalista brasileña, Maria Rita Kehl, ha señalado que “incluso cuando el lenguaje se apaga, el deseo puede persistir en formas imprevistas” (El tiempo y el perro: La actualidad de las depresiones, 2009). Un deseo que no se articula pero se insinúa, que no se reconoce pero pulsa, que no sabe decir “yo” pero aún tiembla ante la presencia del otro. En esos casos, el analista —o el cuidador que escucha como un analista sin diván— no interpreta: simplemente está, disponible para recibir ese temblor. Quizá, entonces, el acto más psicoanalítico frente al Alzheimer no sea decir, sino sostener. Sostener una escena donde alguien pueda ser mirado como sujeto, incluso si no puede mirarse a sí mismo. Sostener la dignidad de una vida en su forma más frágil. Sostener lo que queda cuando ya no queda casi nada.

Reflexión final

Hay enfermedades que apagan, poco a poco, la luz del mundo interior. Pero incluso en la penumbra, algo late. Un gesto, un murmullo, una sonrisa fugaz: no son pruebas de memoria, sino señales de que la llama no se ha extinguido del todo. A veces, la presencia más humana es la que no exige nada: ni respuestas, ni reconocimiento, ni gratitud. Es la que se sienta al lado sin pretender detener el olvido, pero sí acompañarlo. Como quien no sabe si será recordado, pero igual decide quedarse.

Y quizás sea ése el acto más amoroso: seguir allí, cuando ya no hay quien nos vea, ni quien nos nombre. Porque aunque la memoria falle, el amor —cuando es verdadero— puede volverse memoria por los dos. ¿Y si amar, cuando ya no hay quien te ame, es la forma más pura de ser recordado?

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Gracias por estar aquí. Porque tu lectura también sostiene una memoria.

Un paso al frente

“La vida se encoge o se expande en proporción al coraje”.
-Anaïs Nin, Diarios (1931)

Queridos(as) lectores(as):

Hay un momento en la vida —a veces breve como un parpadeo, otras veces largo como un invierno— en el que el alma se agota de esperar. No se trata de impaciencia ni de capricho. Es algo más hondo, más visceral. Un cansancio que no es solo físico, sino existencial: uno se cansa de no entenderse, de vivir con el piloto automático, de fingir que está bien, de sostener vínculos que ya no se sostienen solos. Y ese cansancio, paradójicamente, puede volverse el umbral de algo nuevo.

Recuerdo a J, una conocida de 39 años que una vez soltó una frase demoledora: “Me cansé de mi vida”. Es directora de una empresa, madre de dos hijos, casada desde hace quince años. Desde fuera, todo parecía en orden. Pero por dentro vivía en ruinas: sin deseo, sin palabra, sin pausa. Había pasado años cumpliendo todos los deberes —trabajar, criar, sostener, rendir— sin escuchar nunca qué quería para sí. Lo que la trajo al análisis no fue una crisis dramática, sino el agotamiento absoluto. Un día, mientras se preparaba el café, sintió que algo en su cuerpo ya no respondía. “Me senté en el suelo de la cocina y me puse a llorar. No de tristeza. De vacío».

J no lo sabía, pero ese llanto era ya un paso al frente. Venía de tocar fondo, sí, pero también de empezar a decirse. Comenzó un proceso psicoanalítico. A lo largo del proceso, no tomó decisiones ruidosas. No se divorció, no dejó su trabajo, no se fue a recorrer el mundo. Pero aprendió a tomar distancia de los mandatos que la oprimían. A decir “no” sin culpa. A pedir ayuda. A dormir sin exigirse salvar a todos. Y poco a poco, su vida se fue ensanchando: no por lo que cambió afuera, sino por lo que por fin se movió adentro. Este encuentro es para quienes han sentido que ya no pueden más, pero no se han rendido. Para los que viven atrapados en una rutina que ya no les refleja, para los que sienten que algo en su interior está pidiendo un cambio, aunque no sepan por dónde empezar. Porque a veces, avanzar no es correr ni volar. A veces, simplemente, es dar un paso al frente.

El hartazgo como umbral

A veces el punto de partida no es la esperanza, sino la fatiga. El análisis, los cambios de vida, las decisiones que transforman rara vez empiezan por una visión clara del futuro; casi siempre comienzan cuando ya no se puede sostener el presente. No hay cosa más solitaria que sentir que uno está viviendo una vida que no le pertenece. Y, sin embargo, esa soledad —tan honda, tan paralizante— puede convertirse en terreno fértil. ¿Por qué? Porque cuando todo se rompe por dentro, también se abren rendijas por donde empieza a entrar la verdad. “Estoy cansado”, “ya no puedo”, “esto no es lo que quiero”, son frases que, dichas con honestidad, contienen una potencia silenciosa. Reconocerse agotado puede ser más valiente que insistir en seguir funcionando.

Viktor Frankl, sobreviviente de los Campos de Concentración, escribió una frase que suele pasar desapercibida entre sus ideas más conocidas, pero que aquí cobra sentido: “Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos» (El hombre en busca de sentido, 1946). El hartazgo genuino, el que nace desde lo más íntimo, es un signo de que algo en nosotros aún vive, aún resiste, aún quiere. No es resignación: es inicio.

El miedo a moverse

Si el hartazgo es el umbral, el miedo es la puerta. Una puerta pesada, silenciosa, que uno rodea muchas veces antes de atreverse a tocar. Porque cuando el cansancio ya no puede más, aparece el paso inevitable: moverse. Pero es entonces cuando surge el miedo con toda su voz: ¿Y si cambio todo y sigue igual? ¿Y si salto y me rompo? ¿Y si descubro que ni siquiera era eso lo que buscaba? El miedo al cambio no es signo de cobardía, sino de lucidez. Sólo teme quien ha imaginado consecuencias, quien ha vivido suficiente como para saber que no hay garantías. Incluso las decisiones más nobles pueden doler. Incluso los caminos más necesarios pueden estar llenos de incertidumbre.

La filósofa francesa, Simone Weil, lo encarnó con radicalidad. En 1935, renunció a su cátedra en París para trabajar como obrera en una fábrica metalúrgica. Lo hizo, escribió, “porque necesitaba sentir en el cuerpo el peso de aquello que tanto había teorizado”. Su familia, sus colegas, sus amigos: todos le dijeron que era un error. Que una mujer frágil, brillante, de salud delicada, no podía sobrevivir ahí. Y tenían razón. Sufrió desmayos, humillaciones, agotamiento. Pero también algo dentro de ella despertó. En sus Cuadernos dejó escrito: “El miedo de caer es más violento que la caída misma” (1938). Sabía que el paso más difícil no era el físico, sino el interior: vencer la parálisis que impone el temor. No se trataba de masoquismo ni de heroísmo. Sino de una certeza casi espiritual: no se puede pensar verdaderamente el mundo desde la comodidad perpetua. Hay que habitarlo. Hay que rozar el abismo con los pies. Uno no da un paso al frente cuando deja de tener miedo, sino cuando deja de obedecerle.

Una pequeña decisión lo cambia todo

No siempre es un gran gesto el que cambia la vida. A veces es una acción mínima, una frase apenas dicha, una puerta que se cierra sin estruendo. El primer paso hacia uno mismo rara vez es visible para los demás. Pero adentro, en lo más íntimo, puede ser decisivo. C.S. Lewis, el escritor y pensador inglés que muchos conocen por Las Crónicas de Narnia, fue durante años un ateo convencido. No por frivolidad, sino por lógica. Educado en la razón, marcado por el dolor, había aprendido a desconfiar de toda esperanza trascendente. Y sin embargo, como contaría en Cautivado por la alegría (1955), hubo un instante silencioso que lo transformó todo. Fue en un paseo en motocicleta hacia el zoológico de Whipsnade. Subió al sidecar como no creyente, y al llegar, algo en él había cambiado: “Cuando salí del zoológico, ya creía en Dios”.

No hubo una visión, ni una epifanía dramática. Sólo un giro interno, casi imperceptible, pero irreversible. Lewis mismo lo escribió con ironía: “Era como si, sin saber cómo ni por qué, me hubiese pasado algo. No lo busqué. No lo entendí del todo. Pero supe que ya no podía volver atrás”. Ese tipo de decisiones —que no siempre son religiosas, pero sí existenciales— se parecen mucho al paso al frente del que hablamos aquí. No siempre tienen forma de ruptura visible. Pero marcan un antes y un después. Como cuando alguien, por primera vez, dice: “No quiero seguir así”. O: “Quiero vivir con sentido, aunque aún no sepa cómo”. Hay pasos que no se anuncian. Se dan.

Mi mamá me decía: «Cuando pienses de más… salte mejor a caminar un rato».

Nadie puede dar el paso por ti

Hay decisiones que se toman entre muchos: mudanzas, proyectos, matrimonios, incluso terapias. Pero el paso al frente del que hablamos aquí —ese que inaugura una vida más fiel a uno mismo— siempre se da en soledad. No porque uno esté solo, sino porque nadie puede ocupar ese lugar. Elegir es asumir. Y asumir es dejar de delegar en los otros la responsabilidad de lo que uno vive. Es fácil decir que no se puede por el trabajo, la pareja, la familia, la economía, los traumas del pasado. Y muchas veces todo eso es cierto. Pero también es cierto que, tarde o temprano, uno tiene que decidir si quiere seguir repitiendo lo que no elige… o empezar a elegir lo que aún no sabe cómo vivir. Hannah Arendt, marcada por el exilio y el horror de su tiempo, escribió una frase punzante en su ensayo La vida del espíritu (1971): “Ser libre es estar solo con uno mismo y atreverse a juzgar”. En un mundo que todo lo mide por la aprobación externa, por el algoritmo o por el éxito visible, elegir desde dentro se vuelve un acto subversivo. Y profundamente humano.

No hay garantías. Nadie aplaude. Nadie absuelve. Pero en esa elección —íntima, silenciosa, propia— comienza la libertad. No la abstracta, sino la concreta: la de decirse con verdad, la de vivir con coherencia, la de mirar el espejo sin vergüenza. Uno da un paso al frente no porque alguien más lo empuje, sino porque algo en el interior por fin se alinea. Y ese paso, aunque no lo vea nadie, cambia el mundo de quien lo da.

Cuando la vida se ensancha

Después del paso, no siempre llega la paz. A veces viene la duda, el desconcierto, el silencio. Pero también, de pronto, aparece un pequeño respiro. La vida no se transforma de golpe, pero comienza a sentirse más respirable. Como si uno pudiera habitar su propia existencia con menos miedo. Con más verdad. Hay quien al dar ese paso vuelve a dormir sin ansiedad. Otro descubre que puede caminar más lento. Otro más —sin saber cómo— empieza a llorar por fin, o a reír con algo de ternura.

María Zambrano, exiliada durante décadas y profundamente atenta al alma humana, escribió: “Toda verdad es un alumbramiento, y todo alumbramiento trae su dolor” (Claros del bosque, 1977). Pero también dijo que, tras ese dolor, “la vida se dilata, como si uno pudiera ser por fin más ancho que sus miedos”. Y eso es lo que ocurre: no que todo se arregle, sino que todo se vuelve más amplio. Más real. Más propio.

Reflexión final

Quizá tú, que estás leyendo esto, también estés en ese momento. Quizá ya te cansaste de fingir que no pasa nada. Quizá ya no te alcanza la energía para sostener lo insostenible. Si es así, no esperes un gran milagro. No lo necesitas. Basta un gesto: escribir ese mensaje que llevas días postergando. Decir esa verdad que duele. O simplemente sentarte en silencio y admitir lo que ya sabías, pero no te habías atrevido a mirar. A veces, el paso más valiente es el más sencillo: dejar de mentirse.

Dar un paso al frente no es cambiarlo todo. Es dejar de esconderse. Es recuperar la dignidad de moverse, aunque sea con miedo. Y si tiembla la voz, que tiemble. Pero que sea tuya. La vida, con sus contradicciones y sus heridas, aún puede ensancharse. Y empieza por ahí.


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C.S. Lewis y el dolor

“El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor. Es su megáfono para despertar a un mundo sordo”.
— C.S. Lewis

Queridos(as) lectores(as):

A veces basta un diagnóstico, una llamada en la madrugada, una ausencia inesperada, para que la vida se quiebre sin previo aviso. Es en ese instante —cuando el alma tiembla y el cuerpo no entiende— que surge la pregunta que ha atravesado los siglos: ¿por qué duele? Escribir sobre el dolor es arriesgarse a pisar terreno sagrado y herido. No hay respuestas fáciles, ni fórmulas que consuelen de verdad. Pero hay voces, como la de Clive Staples Lewis, que se atreven a mirar el sufrimiento con una mezcla rara de lucidez, fe y ternura. En El problema del dolor (1940), Lewis no sólo piensa el dolor: lo escucha, lo atraviesa, lo interroga desde su experiencia y su fe. Y eso, en sí mismo, es un acto de profundo amor.

Este encuentro no pretende resumir el libro, sino dejar que algunas de sus intuiciones dialoguen con lo que he vivido y visto en el diván, en los pasillos de los hospitales, en los silencios de quienes no saben cómo seguir. Porque si el dolor tiene algún sentido, quizás sea este: que aún heridos, aún rotos, podemos mirar al otro con compasión verdadera. Que el dolor —cuando no se glorifica ni se niega— puede ser un lugar de encuentro, no de condena. Vamos paso a paso. Que esta lectura no sea un peso más, sino un pequeño descanso en medio del camino.

El dolor como escándalo de la conciencia

Hay dolores que no se pueden explicar sin traicionar su peso. La muerte de un hijo, una enfermedad injusta, la traición de alguien amado… Hay dolores que no se comprenden, sino que se padecen. Para C.S. Lewis, el dolor no es un problema intelectual cualquiera, sino el mayor obstáculo para la fe de un alma sensible: “Si Dios fuese bueno, desearía que sus criaturas fueran perfectamente felices; y si fuese omnipotente, podría lograrlo. Pero las criaturas no son felices. Por tanto, parece que Dios carece de bondad, de poder, o de ambas cosas” (El problema del dolor, 1940). Lewis no esconde esta objeción: la enfrenta. Y lo hace con la honestidad de quien ha amado, sufrido y pensado profundamente. Porque el escándalo del dolor no está sólo en lo que se siente, sino en lo que contradice: la idea de un mundo justo, de un Dios bueno, de una vida con sentido.

En el consultorio, he escuchado muchas veces ese mismo lamento, aunque venga envuelto en otras palabras. Una mujer que fue abusada en la infancia y se pregunta si todo estaba ya escrito. Un hombre que pierde su empleo y con él, su dignidad. Padres que no logran proteger a sus hijos. Gente buena que, simplemente, no puede más. Lo que duele no es sólo el hecho, sino la experiencia de desamparo, la sensación de que el dolor desmiente todo lo que nos dijeron que era la vida. Y sin embargo —como decía el poeta Paul Claudel—: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino a explicarlo. Vino a llenarlo con su presencia». En esto radica uno de los grandes aportes de Lewis: el dolor no es prueba de la ausencia de Dios, sino quizá el único lugar donde algunos llegan a escucharlo. “El dolor es el megáfono de Dios para despertar a un mundo sordo”, insiste Lewis. No como castigo, sino como llamado. Claro que esto no consuela a la ligera. A veces, en la clínica, lo único que uno puede hacer es estar allí, callado, cuando el otro se desmorona. Porque hay dolores que no piden explicaciones, sino brazos abiertos. Y aún así —con el tiempo, con ternura, con trabajo— muchos descubren que el dolor no fue el final. Que, extrañamente, fue el principio de una vida más verdadera.

El amor que duele: cuando Dios no nos deja en paz

Lo más provocador de El problema del dolor no es que Lewis defienda la existencia de Dios a pesar del sufrimiento, sino que se atreva a decir que es justamente porque Dios nos ama que permite que suframos. En sus palabras: “No es la benevolencia del que quiere simplemente que los hombres estén contentos, sino la del artista que no descansará hasta haber plasmado su imagen perfecta en la criatura” (El problema del dolor, 1940). No es fácil aceptar esta idea. Suena incluso cruel. ¿Qué clase de amor permite el quebranto? ¿Qué tipo de Dios “moldea” con lágrimas? Lewis no habla desde la teoría. Él mismo perdería años después a su esposa Joy por un cáncer devastador, y escribiría Una pena en observación (1961) como testimonio desgarrado. Ya no era el académico brillante, sino un hombre roto. Y aún así, no renegó de Dios. Cambió su tono, su confianza, su fe infantil… pero no dejó de creer. Porque comprendió que el amor divino no es complaciente: es transformador. Y a veces, transforma a través del crujir de los huesos.

Muchos pacientes llegan a consulta destrozados no sólo por lo que han vivido, sino por la pregunta latente: ¿por qué yo? Y en esa pregunta hay una queja, sí, pero también una intuición: que la vida —y quizás Dios— tiene algo que decirnos incluso en la ruina. Esto me conmueve personalmente porque me hace recordar a mi papá, quien en su profunda sensibilidad y sabiduría, me hacía pensar en otra pregunta: ¿por qué yo no? Mi amigo Uriel, de hecho, me hablaba con la calidez de un amigo, pero sobre todo de un hermano en la fe: «Las tribulaciones que vivimos muchas veces nos ayudan a poner más atención en cosas que no veríamos de estar en paz o en calma». ¿Quiénes somos para no tener que vivir lo que otros viven con absoluta dignidad?

El amor que duele no es sádico. Es exigente. Lewis compara a Dios con un cirujano: una vez que ha comenzado la operación, no puede detenerse solo porque el paciente sufre. Su finalidad no es herir, sino curar. Pero no lo hace a medias. Como un escultor que talla a golpe de martillo, porque ve en el mármol una belleza que aún no ha emergido. Claro que todo esto sólo puede decirse con humildad. Cuando uno no es quien está sufriendo, lo mejor es guardar silencio. Pero cuando uno ha pasado por el fuego —y sabe que no fue en vano— entonces estas palabras pueden comenzar a tener sentido. No como explicación, sino como compañía.

«No basta con decir que el sufrimiento enseña; si lo hace, es porque ha sido escuchado».
-C.S. Lewis, El problema del dolor (1940)

Dolor, dignidad y sentido en la clínica

Una de las grandes intuiciones de C.S. Lewis es que el sufrimiento no nos deja igual. “Dios susurra en nuestros placeres, habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor” —no es sólo una imagen poética, sino una verdad clínica. Porque el dolor, cuando no se anestesia ni se niega, puede volverse revelación. Y lo revelado no siempre es algo nuevo: a veces es algo olvidado. Lo he visto muchas veces en el consultorio: el hombre que se quiebra después de años de sostenerlo todo, y por fin puede decir que tiene miedo. La mujer que empieza a dormir bien sólo después de permitirse llorar. El joven que reconoce que no odia a sus padres, sino que quiere ser visto. Y también he visto lo contrario: personas en quienes el dolor ha fermentado en resentimiento, desconfianza o rabia muda. Porque el sufrimiento no es maestro automático de nada. Sólo puede enseñar si encuentra un oído que escuche, un otro que acompañe, un espacio donde hablar sin ser juzgado.

En El problema del dolor, Lewis distingue entre el sufrimiento físico y el moral, pero reconoce que ambos afectan el alma. En clínica, esa distinción se vuelve difusa: hay cuerpos que somatizan lo que no pueden decir, y hay dolores emocionales que se experimentan como heridas en la carne. Por eso, acompañar el dolor no es sólo intervenir en lo que “duele”, sino en lo que esa persona ha hecho —o no ha podido hacer— con su historia. Recuerdo un paciente que había atravesado una infancia marcada por el abandono. Durante meses, hablaba como si todo le fuera indiferente. Pero una vez —al mencionar que, de niño, fingía dormir para no escuchar a sus padres pelear— se quedó en silencio. Y luego, con la voz quebrada, dijo: “Yo quería que alguien me defendiera”. No hablaba un adulto: hablaba el niño que aún no había podido dolerse en paz. A partir de ahí, comenzó el trabajo real. Lewis insiste en que Dios no quiere que seamos “felices” a cualquier precio, sino santos. Esto puede sonar lejano, incluso hostil, si se lo dice a alguien en crisis. Pero si lo traducimos: Dios desea que seamos verdaderos. Que nuestra dignidad no dependa del éxito, del cuerpo joven o del reconocimiento externo. En clínica, eso también se busca: que la persona descubra que, incluso en medio del dolor, hay un “sí” que puede decir a la vida. A veces pequeño, casi susurrado. Pero real.

No sentido, sino presencia

Hay historias que no se olvidan, no por lo escandalosas, sino por lo profundamente humanas. Una mujer me contó una vez que, tras años de vivir violencia familiar, huyó una noche con su hija pequeña y una maleta. Terminó en un refugio. No tenía trabajo, ni red, ni autoestima. Durante meses, cada palabra suya era una mezcla de culpa y vergüenza. Pero hubo un punto de inflexión: una mañana, mientras barría, su hija le dijo: “Me gusta más tu risa cuando estamos solas”. Esa frase fue un parteaguas. “Entonces supe que todavía podía empezar otra historia”, me dijo. El dolor no desapareció. Pero ya no era el dueño de su vida. Otro caso que me marcó fue el de un hombre que, tras perder a su esposa en un accidente, se negó durante años a rehacer su vida. No por fidelidad, sino por miedo. Miedo a olvidar, miedo a traicionar, miedo a volver a amar. En consulta, me dijo un día: “La única manera en que ella sigue viva es si yo no soy feliz sin ella”. Nos quedamos en silencio. Y luego preguntó: “¿Será que ella querría eso?”. No respondí. No hizo falta. El dolor que lo había encerrado empezó a volverse recuerdo, no cárcel. A los meses, volvió a la música —ella era pianista— y empezó a tocar de nuevo. No para olvidarla, sino para recordarla de otro modo.

Lewis diría que lo que esas personas encontraron no fue un sentido abstracto, sino una Presencia. “El dolor elimina las ilusiones sobre nosotros mismos” —escribió— “y nos obliga a ver quiénes somos y quién es Dios” (El problema del dolor, 1940). No para condenarnos, sino para liberarnos de todo lo que nos impide vivir con verdad. A veces, acompañar a alguien en su dolor es como quedarse junto a él mientras cruza un puente roto. No se trata de dar respuestas, sino de ser testigo. Y hay algo en ese testimonio compartido que convierte el sufrimiento en semilla.

Reflexión final

Hay dolores que nos cambian para siempre. Sería injusto decir que todo se supera, que el tiempo cura, que basta con ver el lado positivo. A veces no hay “lado positivo”. A veces sólo hay ruinas, silencio y preguntas que duelen más que el propio hecho vivido. Pero también es cierto —y lo digo no desde el dogma, sino desde lo visto y vivido— que el dolor puede transformarse. No se borra. No se explica del todo. Pero puede encontrar un lugar donde no destruya, sino fecunde. Como las grietas por donde entra la luz, como las cicatrices que no tapan la herida, pero sí indican que hubo sanación. C.S. Lewis no escribió El problema del dolor desde la comodidad. Su fe no fue nunca un escudo contra el sufrimiento, sino una forma más profunda de atravesarlo. En uno de sus pasajes más hermosos, escribió: “He aprendido ahora que mientras aquellos que no sufren pueden ayudarnos por lo que dicen, los que han sufrido pueden ayudarnos por lo que son”. Eso es lo que más necesitamos: no explicaciones perfectas, sino presencias verdaderas.

Si estás pasando por un momento oscuro, que sepas esto: no estás solo(a). Y aunque no lo parezca ahora, es posible que algún día, lo que hoy te rompe sea también lo que te vuelva más compasivo(a), más libre, más profundo(a). No porque el dolor sea bueno, sino porque tú eres más grande que tu herida. Que podamos ser, cada uno a su modo, testigos del consuelo. Porque a veces, basta con que alguien nos mire con ternura para volver a creer que la vida todavía puede ser hermosa.


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