Carta a quien llega cansado(a)

Querido lector, querida lectora:

No sé en qué momento exacto llegaste hasta aquí. Tal vez fue por curiosidad, tal vez por cansancio, tal vez porque algo en ti —que no siempre sabe explicarse— pidió silencio y palabras honestas al mismo tiempo. Sea como sea, quiero que sepas algo desde el inicio: no llegas tarde, ni llegas mal, ni llegas roto(a). Llegas humano(a). Es posible que estés cansado(a). Cansado(a) de intentar, de sostener, de explicar lo que te duele sin encontrar del todo las palabras. Cansado(a) de los silencios propios y ajenos. De la tristeza que no siempre se deja nombrar. De esa sensación de ir cumpliendo con todo mientras por dentro algo pide tregua. Si es así, no estás solo(a). De verdad: no lo estás.

La Historia —la verdadera, no la de los monumentos— está llena de hombres y mujeres cansados. No héroes incansables, sino personas que siguieron adelante aun cuando el alma pedía sentarse. Fiódor Dostoievski escribió Crimen y castigo acosado por deudas, epilepsia y una culpa que no era sólo literaria. En una carta confiesa: “He sido probado hasta el límite de mis fuerzas” (Cartas, 1867). Y sin embargo, siguió escribiendo, no para triunfar, sino para no mentirse. Marina Tsvietáieva, poeta rusa marcada por el exilio, el hambre y la pérdida, escribió algo que no tiene nada de grandilocuente y lo dice todo: “No hay nada más terrible que vivir sin fe en la vida” (Cuadernos, 1919). No hablaba de optimismo, sino de esa fe mínima que a veces sólo consiste en no rendirse hoy.

Estas Crónicas no nacieron para dar recetas ni para levantar consignas. Nacieron desde el mismo lugar desde donde ahora te escribo: desde la experiencia de saberse frágil, desde el intento sincero de comprender lo que duele sin convertirlo en espectáculo ni en consigna vacía. Aquí no se trata de “pensar positivo”, ni de negar el dolor, ni de apurarte a sanar. Aquí se trata de acompañar. Hay días —quizá hoy sea uno de ellos— en los que no se puede con todo. Y eso no te hace débil. Albert Camus, que sabía algo del absurdo y del cansancio, escribió: “El verdadero esfuerzo es el que se hace cada día para no ceder” (El mito de Sísifo, 1942). No hablaba de grandes gestas, sino de ese gesto silencioso de levantarse aun cuando no hay aplausos ni certezas.

Tal vez hoy no tengas fuerzas para grandes decisiones. Está bien. A veces resistir ya es una forma de valentía. Seguir leyendo cuando uno está cansado también lo es. Permanecer, aunque sea con dudas, aunque sea con miedo, aunque sea con el corazón en pausa, también cuenta. No todo coraje grita; hay un coraje silencioso que simplemente no se rinde. Pienso también en Abraham Lincoln, que atravesó fracasos políticos, pérdidas familiares profundas y una melancolía persistente. En medio de la guerra civil escribió: “Con frecuencia me he visto llevado al borde de la desesperación, pero no podía rendirme” (Carta a Joshua Speed, 1841). No porque fuera invulnerable, sino porque sabía que rendirse también tenía consecuencias.

“Hay un cansancio que no es del cuerpo, sino de la vida misma”
—Fernando Pessoa (Libro del desasosiego, 1982)

Quisiera decirte algo con claridad y sin dramatismos: no te rindas. No porque todo vaya a mejorar mágicamente, no porque el dolor tenga siempre una explicación justa, sino porque tú vales más que el cansancio que hoy te pesa. Porque incluso en medio de la tristeza hay algo en ti que sigue buscando sentido, verdad, descanso. Y eso ya es un gesto profundamente humano y digno. León Tolstói, en uno de sus momentos de crisis más severos, escribió: “Mientras hay vida, hay posibilidad de bien” (Confesión, 1882). No lo dijo desde la comodidad, sino desde el borde. Desde ese lugar donde uno no promete felicidad, pero se niega a cerrar del todo la puerta.Si continúas leyendo estas páginas, ojalá encuentres aquí un lugar donde puedas bajar la guardia. Un espacio donde pensar no sea una carga, donde sentir no sea un pecado, donde la inteligencia y la ternura puedan caminar juntas sin hacerse daño. Escribo para acompañarte un tramo del camino, no para decirte cómo vivirlo.

Gracias por quedarte. Gracias por leer. Gracias, incluso, por tu cansancio: habla de alguien que ha vivido, que ha amado, que ha intentado. Simone Weil, otra gran cansada lúcida, escribió: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (La gravedad y la gracia, 1947). Si has llegado hasta aquí, ya has ejercido esa atención contigo mismo(a).

Te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván. Y si lo deseas, a escribirme. A veces una palabra compartida no resuelve la vida, pero la vuelve un poco más habitable. No prometo respuestas fáciles, pero sí una compañía honesta.

Aquí seguimos.
Con el corazón abierto.

Atte.

Héctor Chávez

Progreso sin conciencia

“Una vida mejor no puede lograrse más que con el progreso de la conciencia humana”.

—León Tolstói

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época que confunde avanzar con mejorar. Se nos repite que todo progreso es, por definición, un bien; que más velocidad, más tecnología y más opciones equivalen necesariamente a una vida más digna. Pero algo no termina de cuadrar. A pesar de los adelantos, el cansancio crece, la violencia se sofistica y la indiferencia se normaliza. Sabemos más, podemos más, hacemos más… y, sin embargo, algo esencial parece haberse quedado atrás.

León Tolstói, uno de los grandes escritores rusos del siglo XIX, fue un crítico implacable de esta confusión. No desde el rechazo a la ciencia ni desde la nostalgia romántica, sino desde una pregunta incómoda y profundamente actual: ¿qué sentido tiene el progreso si no nos vuelve moralmente mejores? Pensar hoy con Tolstói no es mirar al pasado, sino examinar el presente con una lucidez que incomoda.

El progreso como nueva fe

Para Tolstói, el gran error de la modernidad consiste en creer que el cambio exterior produce automáticamente una transformación interior. Lo dice con una claridad brutal cuando afirma que “los hombres piensan mejorar su vida cambiando las condiciones externas, cuando la verdadera mejora sólo puede provenir del perfeccionamiento moral de cada uno” (Cristianismo y anarquismo, 1901). El progreso, así entendido, se vuelve una nueva fe secular: promete salvación sin conversión, bienestar sin responsabilidad, futuro sin conciencia.

Se confía en sistemas, técnicas y estructuras para resolver problemas que, en el fondo, siguen siendo humanos: la ambición, la violencia, el desprecio por el débil, la mentira cotidiana. Tolstói no niega los avances técnicos. Lo que cuestiona es su absolutización. Cuando el progreso se convierte en un fin en sí mismo, deja de preguntarse para quién avanza, a costa de qué, y con qué consecuencias morales. Entonces ya no ilumina: deslumbra.

Tolstói: un testigo incómodo de su tiempo

Conviene subrayarlo con fuerza: Tolstói no escribió desde una torre de marfil. Fue aristócrata, sí, pero también oficial del ejército en la Guerra de Crimea; conoció de cerca la violencia organizada y la lógica impersonal del Estado. Presenció la miseria campesina en una Rusia que se industrializaba sin piedad y se escandalizó ante el contraste entre el lujo urbano y el sufrimiento rural. Su conversión moral no fue teórica. Renunció progresivamente a privilegios, vivió con austeridad, abrió escuelas para hijos de campesinos y entró en conflicto tanto con el poder político como con la Iglesia institucional (ortodoxa rusa).

Su crítica al progreso nace de la experiencia directa de una civilización que se decía avanzada mientras seguía sacrificando vidas humanas en nombre del orden, la eficacia o la Historia. Por eso puede escribir, sin ironía, que “el progreso técnico no sólo no libera al hombre, sino que con frecuencia lo esclaviza de un modo más refinado” (El reino de Dios está en vosotros, 1894). Tolstói no denuncia el cambio, denuncia la incoherencia moral que lo acompaña.

“La técnica ha dejado de ser un medio y se ha convertido en un fin; y cuando esto ocurre, el hombre deja de dominarla y comienza a servirla”
—Nikolái Berdiaev (El destino del hombre en el mundo contemporáneo, 1934).

Tecnología que avanza, conciencia que se detiene

Aquí está el núcleo de su pensamiento: no todo lo posible es legítimo. El hecho de que algo pueda hacerse no significa que deba hacerse. Y cuando la conciencia abdica de su papel crítico, la técnica se convierte en una fuerza ciega. Tolstói lo expresa con dureza: “El progreso de las formas externas de la vida puede ir acompañado de un retroceso moral” (Cristianismo y anarquismo, 1901). Esta frase resuena hoy con una vigencia inquietante.

Nunca fue tan fácil comunicarse, y nunca fue tan frecuente la deshumanización del otro. Nunca hubo tanta información disponible, y nunca fue tan común la indiferencia. El progreso técnico promete ahorrar tiempo, pero roba atención; promete comodidad, pero produce dependencia; promete control, pero genera ansiedad. Sin una conciencia que lo gobierne, termina dictando el ritmo de la vida y no sirviéndola.

Dostoievski y la civilización como refinamiento de la crueldad

En la misma Rusia del siglo XIX, Fiódor Dostoievski lanzó una advertencia feroz contra el optimismo ingenuo del progreso. Desde la voz amarga del hombre del subsuelo escribe: “La civilización ha hecho al hombre, si no más sanguinario, al menos más vilmente sanguinario” (Memorias del subsuelo, 1864). No se trata de más violencia, sino de una violencia mejor justificada, más racional, más limpia en apariencia.

La técnica no elimina la crueldad; a veces la vuelve eficiente y presentable. El progreso, sin conciencia, no cura el mal humano: lo organiza. Dostoievski desconfiaba profundamente de la idea de que el bienestar material baste para hacer bueno al hombre. El corazón humano, advertía, no se reforma por cálculo ni por comodidad, sino por una lucha interior que ninguna técnica puede reemplazar.

Otras voces rusas contra la ilusión del progreso

Antón Chéjov, médico y escritor, observador fino de la vida cotidiana, escribió con ironía amarga: “El hombre se volverá mejor cuando le mostréis cómo es” (Cuadernos, ca. 1890). No cuando tenga más cosas, sino cuando se mire con honestidad. Aleksandr Herzen, testigo de las promesas y fracasos del progreso político, advirtió que el futuro no puede justificarse sacrificando al presente: “No hay nada más inmoral que vivir para un mañana que nunca llega” (Cartas desde Francia e Italia, 1851).

Vladímir Soloviov, filósofo ruso profundamente preocupado por la Ética, lo formuló de modo aún más claro: “El progreso que no está subordinado al bien moral es sólo una intensificación del mal” (La justificación del bien, 1897). Estas voces, distintas entre sí, convergen en un mismo punto: sin conciencia, el progreso se vuelve peligroso.

Reflexión final

¿En qué aspectos de tu vida avanzas sin mejorar? ¿Dónde confundes comodidad con plenitud? ¿Qué progreso exterior ha dejado intactas —o incluso ha reforzado— tus incoherencias interiores? ¿De qué serviría un mundo más eficiente si seguimos siendo igual de injustos? Tolstói no nos invita a detener la Historia, sino a detenernos nosotros. A recordar que el único progreso que no traiciona es el que nos vuelve más responsables, más lúcidos, más humanos.

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El dolor de la indiferencia

“Cuidar es ante todo un acto moral: implica reconocer al otro en su fragilidad».
— Arnoldo Kraus

Queridos(as) lectores(as):

En estos días he pensado mucho en lo que significa estar verdaderamente cerca de otro ser humano. No hablo de proximidad física, sino de esa presencia que sabe hacer silencio, mirar con atención y decir —aunque no se pronuncie—: no estás solo. La muerte reciente del médico y ensayista Arnoldo Kraus, tan comprometido con la ética del cuidado, me ha hecho ver con más claridad la gravedad del problema que vivimos: la cultura actual se está volviendo experta en evitar, distraerse, pasar de largo. Y, sin embargo, nunca ha habido tanta gente que necesite compañía. Este encuentro es un llamado urgente, pero también una invitación profunda a reconsiderar cómo estamos viviendo nuestra relación con quienes nos rodean.

La herida social que no queremos mirar

En la consulta, en la calle, en el metro, en redes sociales: la indiferencia se ha vuelto una sombra que nos sigue a todas partes. No es una maldad activa, sino algo más insidioso: la falta de atención, la incapacidad de darnos cuenta de que alguien cerca de nosotros está sosteniéndose apenas con las uñas. El filósofo francés, Emmanuel Levinas, escribió: “El rostro del otro me obliga” (Totalidad e infinito, 1961). Pero la cultura actual —rápida, ruidosa, autocentrada— parece haber perdido la capacidad de ver esos rostros. La apatía no es sólo un fenómeno psicológico, es también político, ético y cultural. Es el síntoma de sociedades que han reducido la vida al rendimiento personal. Donald Winnicott lo advirtió hace décadas cuando afirmaba: “La mayor necesidad del ser humano es ser hallado por alguien” (El proceso de maduración en el niño, 1965). Pero en un mundo obsesionado con el éxito y el entretenimiento, ¿quién tiene tiempo para encontrar a otro?

La falta de empatía puede ser devastadora. Cuando alguien carga con una enfermedad, un duelo, un agotamiento profundo o un miedo que no sabe nombrar, un simple gesto —un mensaje, una visita, una llamada— puede ser la diferencia entre sostenerse y quebrarse. Sin embargo, muchos se excusan pensando: “no quiero molestar”, “seguro tiene a alguien”, “no sé qué decir”. La verdad es que la mayoría del tiempo no hay nadie más. Arnoldo Kraus insistía en que el cuidado es un vínculo humano antes que una técnica. Escribió: “El enfermo necesita saber que alguien lo acompaña, incluso cuando no hay nada que hacer salvo estar ahí” (Morir antes de morir, 2013). Esa frase debería resonar como una alarma en una sociedad que huye del dolor ajeno como si fuera contagioso.

El individualismo que nos está volviendo ciegos

El individualismo contemporáneo no sólo promueve que pensemos en nosotros mismos primero; fomenta la ilusión de que no necesitamos a nadie. Ese ideal de autosuficiencia absoluta no sólo es falso: es profundamente real. El médico y filósofo Edgar Morin decía: “Somos individuos, pero también seres sociales y solidarios; olvidar cualquiera de estas dimensiones es mutilar al ser humano” (La vía, 2011). Hoy confundimos respeto con distancia, libertad con desconexión, privacidad con abandono. Decimos “cada quien su vida” sin notar que esa frase es, en muchos casos, la justificación elegante para no involucrarnos en el sufrimiento ajeno. La psicóloga Virginia Satir lo expresó con claridad: “Nos convertimos en personas gracias al contacto humano” (Conjoint Family Therapy, 1964). Alejarnos del otro no nos hace libres; nos hace más frágiles y más solos.

La apatía social también se alimenta de la angustia colectiva. Después de años de crisis económicas, sanitarias, políticas y emocionales, muchos sienten que no pueden cargar con nada más. Sin embargo, el cuidado no siempre es carga: a veces es alivio, porque nos recuerda que existimos en una trama de afectos que nos sostienen. Kraus escribía sobre los pacientes que más lo marcaron, y decía: “Me enseñaron que acompañar es un acto que también salva al que acompaña”. Y es verdad. Cuando extendemos la mano a alguien, una parte de nuestra propia vida se ordena, se ilumina, se reconcilia consigo misma.

“El mayor mal es la indiferencia hacia la vida humana«
— Albert Schweitzer (Reverence for Life, 1966)

Cuando el silencio del otro duele más que la enfermedad

Quien ha vivido una pérdida, una depresión, un diagnóstico difícil o simplemente un periodo largo de soledad, sabe lo que significa mirar el celular esperando un mensaje que nunca llega. A veces no se necesita dinero, soluciones ni discursos: sólo saber que alguien está ahí. Rainer Maria Rilke lo expresó con ternura y sencillez: “Amar también es estar cerca cuando lo lejos pesa demasiado” (Cartas a un joven poeta, 1929). La cultura de la productividad ha reemplazado los vínculos por funcionalidades. Es más fácil dar un “like” que dar tiempo; más cómodo mandar un emoji que sostener un silencio incómodo. Pero lo humano —lo verdaderamente humano— se juega en la presencia, no en la eficiencia.

Los cuidadores —médicos, enfermeros, psicólogos, psicoanalistas, acompañantes de duelo— lo saben bien. Muchas veces no pueden curar, pero sí pueden acompañar. Y eso basta. Winnicott afirmaba: “La salud psíquica se construye en la experiencia de que alguien nos sostiene cuando no podemos sostenernos solos”. Es quizás una de las verdades más olvidadas de nuestro tiempo. La indiferencia, en cambio, hiere. No sólo al que la recibe: también al que la practica. La incapacidad de acercarnos al dolor ajeno termina convirtiéndose en una incapacidad de acercarnos al nuestro.

Volver a mirar al otro: un deber humano y urgente

¿Cómo reparar esta fractura? No se trata de grandes gestos heroicos, sino de pequeñas decisiones diarias. Mirar. Preguntar. Tocar la puerta. Escribir. Llamar. Estar. Como escribió Albert Camus: “No camines detrás de mí; puede que no te guíe. No camines delante de mí; puede que no te siga. Camina a mi lado y sé mi amigo” (Carnets, 1964). Caminar al lado: eso basta. El acompañamiento transforma porque reconoce la dignidad del otro. No importa cuán frágil, cuán cansado, cuán enfermo esté alguien: sigue siendo un mundo entero. Kraus lo repetía una y otra vez: “La dignidad del paciente es innegociable y comienza por tratarlo como un interlocutor, no como un estorbo” (Decir salud, 2011).

La empatía no es sólo sensibilidad; es responsabilidad. Es elegir conscientemente no dejar a nadie solo. Es entender que un gesto nuestro puede cambiar el curso de un día, o incluso de una vida. Y que si no lo hacemos nosotros, quizá nadie más lo hará. Estamos a tiempo de recuperar una cultura del cuidado. Pero sólo sucederá si dejamos de usar la excusa del “no me corresponde” para justificar nuestra ceguera emocional.

Reflexión final

Queridos lectores, alguien cerca de ustedes —un amigo, un vecino, un familiar, un compañero de trabajo— está pasándola mal sin decir una palabra. No esperen a que pida ayuda. Las personas más heridas suelen callar porque sienten que no quieren ser una carga. Que esta entrada sea una invitación clara: acérquense. Manden ese mensaje. Toquen esa puerta. Hagan esa llamada. Como decía Arnoldo Kraus: “Acompañar es un acto de humanidad que nunca está de más”. Y quizás —sólo quizás— ese gesto suyo será el primer rayo de luz en la noche de alguien.

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Esperanza en tiempos de venganza

“Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar»
— Alexandre Dumas

Queridos(as) lectores(as):

A veces un libro se vuelve más que una historia: se vuelve espejo, advertencia, consuelo. El Conde de Montecristo (1844) es uno de esos libros que parecen escritos para cada época. Alexandre Dumas no narró sólo la caída de un hombre inocente, sino el descenso de todo ser humano cuando la traición le quiebra el alma. Edmond Dantès, ese joven marinero injustamente encarcelado, encarna la pregunta que todos, en algún momento, nos hemos hecho: ¿qué hacer cuando la vida se vuelve injusta? La obra comienza con un hombre que confía, ama y espera. Pero la envidia de otros —Danglars, Fernand y Villefort— convierte su ascenso en ruina. Dantès es encarcelado en el Château d’If, donde la desesperación se convierte en su única compañía. Su fe se quiebra, y con ella se abre el abismo de la desesperanza. Sin embargo, en esa oscuridad encuentra al abate Faria, quien lo instruye, lo humaniza y, sobre todo, le enseña que el conocimiento puede ser una forma de libertad.

Años después, cuando escapa y se convierte en el misterioso Conde de Montecristo, la novela deja de ser una tragedia y se transforma en una reflexión sobre el poder, la justicia y la redención. Dantès podría ser cualquiera de nosotros: alguien que ha amado, ha sido herido, y ha tenido que decidir si convierte su herida en venganza o en sabiduría. Esa elección —que parece personal— es también moral y colectiva: define qué tipo de humanidad queremos construir. Hoy, cuando el mundo parece moverse entre resentimientos, ofensas y cancelaciones, la historia de Montecristo nos invita a otra mirada. “Busquen su propio árbol”, dice Dumas al final. No el árbol del rencor, ni el de la resignación, sino el de la esperanza madura: esa que se planta en la tierra del dolor y da fruto en silencio

La celda como espejo del alma

En la celda húmeda del Château d’If, Dantès descubre la verdad más brutal: que el dolor no sólo proviene de los otros, sino del derrumbe interior que provoca la injusticia. “Fui a la prisión creyendo en Dios y salí creyendo en el diablo”, dice en uno de los pasajes más desoladores de la obra. Es la frase de un hombre que ha tocado fondo, que ha sentido la traición como una forma de muerte.Sigmund Freud, en Más allá del principio del placer (1920), llamó a ese impulso de autodestrucción “pulsión de muerte”: una fuerza que busca el retorno al silencio cuando la realidad se vuelve insoportable. Pero Dantès no se deja consumir del todo. La irrupción del abate Faria es el primer destello de Eros, la pulsión de vida. A través de la enseñanza, del pensamiento y del vínculo, el prisionero comienza a reconstruirse. “El saber es la única riqueza que no se pierde”, le dice el abate. En esas palabras se esconde una idea profunda: el conocimiento como acto de resistencia frente al sufrimiento. Lo que salva a Dantès no es la fe ingenua ni la fuerza física, sino el trabajo interior que le permite dar forma al caos.

Durante años, ambos cavan túneles, comparten teorías, sueñan con la libertad. Faria se convierte en su maestro y en su padre espiritual, y le revela la existencia del tesoro de Montecristo. Sin embargo, el verdadero tesoro no es el oro, sino la sabiduría que brota del dolor compartido. Dantès, que había perdido toda esperanza, vuelve a creer —no en los hombres, sino en el sentido. La celda se convierte en claustro, y el cautiverio, en iniciación. En ese proceso, Dumas nos enseña algo que el mundo moderno parece olvidar: que las crisis no destruyen, sino que revelan. La prisión de Dantès es metáfora de los encierros interiores que también habitamos hoy: los de la depresión, la decepción, la soledad. Pero así como el abate Faria aparece en su oscuridad, también cada uno de nosotros puede hallar una voz que despierte el deseo de vivir.

Conocimiento y poder como tentación

Cuando Dantès escapa y encuentra el tesoro en la isla de Montecristo, el joven ingenuo ha muerto. Renace como un hombre nuevo, pero también peligroso: el que ha visto el abismo y ha aprendido a dominarlo. “El saber y la paciencia son las dos llaves del poder”, escribe Dumas. La transformación es impresionante: del marinero sencillo surge el conde sofisticado, calculador, dueño de una fortuna y de una mente prodigiosa. Sin embargo, bajo esa elegancia se esconde una herida que todavía sangra. El conocimiento, cuando no se acompaña de compasión, puede volverse un arma. Montecristo domina idiomas, ciencias, finanzas; conoce los secretos de todos, manipula destinos. Pero su inteligencia, sin amor, se convierte en hielo. Karl Gustav Jung advertía en Recuerdos, sueños, pensamientos (1961) que “quien mira demasiado tiempo al abismo, corre el riesgo de que el abismo mire dentro de él” (idea profundamente nietzscheana). Eso le ocurre a Dantès: el poder lo aísla, la sabiduría lo separa, y la venganza lo consume como una enfermedad disfrazada de justicia.

Su metamorfosis recuerda un proceso que el psicoanálisis ha descrito con precisión: el del yo que intenta reparar el trauma volviéndose invulnerable. Montecristo no busca sólo castigar a sus enemigos; busca demostrar que ha vencido al destino. Pero en ese empeño pierde algo más valioso: la capacidad de amar sin cálculo. Su antigua prometida, Mercedes, lo percibe enseguida: “No es la venganza lo que te consume, Edmond, sino la soledad». Esa frase, dicha desde el amor que aún sobrevive, marca el punto de inflexión. El poder, que parecía su salvación, se revela como otra prisión. Dumas, con una lucidez casi espiritual, parece recordarnos que el saber sin humildad vuelve al hombre un dios trágico. En un tiempo donde el conocimiento se confunde con superioridad moral, El Conde de Montecristo nos advierte que todo poder no purificado por el amor termina devorando a quien lo ejerce.

Justicia o venganza: el alma ante su espejo

“Yo soy el ángel de la venganza de Dios”, proclama Montecristo. Pero en esa afirmación se esconde la trampa de todo justiciero: creer que la herida propia autoriza a convertirse en juez del mundo. Durante gran parte de la novela, Dantès castiga con precisión quirúrgica a quienes lo traicionaron. Cada uno recibe su destino —el banquero arruinado, el político deshonrado, el traidor humillado—. Sin embargo, la perfección de su justicia deja un sabor amargo: no hay redención, sólo equilibrio matemático. Freud afirmaba que la repetición del trauma es una forma de muerte psíquica. La venganza no libera: reactualiza la herida. Montecristo vive de noche, observa desde la sombra, manipula, juzga. En su frialdad hay una tristeza que ni el oro ni la gloria disimulan. El conde se cree instrumento divino, pero poco a poco comprende que ha usurpado un papel que no le corresponde. “Sólo Dios tiene el derecho de castigar, porque sólo Él puede perdonar”, terminará admitiendo. Esa frase marca su redención.

En el fondo, Dantès aprende lo que el mundo contemporáneo parece no entender: que la justicia no es una revancha, sino una forma de verdad. Hoy vivimos en una época donde la cancelación sustituye al diálogo y la exposición del otro al castigo. Montecristo sería un espejo incómodo para nuestra época: un hombre que logra vengarse de todos y, sin embargo, descubre que sigue vacío. Lo que falta no es triunfo, sino sentido. Dumas no nos deja con una moraleja moralista, sino con una advertencia existencial: quien hace de la venganza su razón de vivir termina habitando una cárcel más sutil. El odio, como la sal, conserva, pero también corroe. La única verdadera libertad —parece decirnos el autor— es la del perdón, no porque el culpable lo merezca, sino porque el alma lo necesita.

Un árbol siempre será recordatorio de que la espera y la confianza siempre traen increíbles frutos.

La esperanza: el árbol de Montecristo

Al final de la novela, cuando Montecristo se despide de Maximilien Morrel y Valentine, les deja una carta donde escribe: “Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar». Esas dos palabras condensan todo el viaje de Edmond Dantès. Esperar no como resignación, sino como acto de fe en la posibilidad del bien. Confiar no como ingenuidad, sino como lucidez espiritual. Después de haberlo perdido todo, Dantès comprende que la esperanza no consiste en que el mundo cambie, sino en que el corazón vuelva a creer.

El árbol del que habla al final —“Busquen su propio árbol”— no es sólo una metáfora poética: es el símbolo de la reconciliación interior. El árbol tiene raíces (la memoria), tronco (la fortaleza) y ramas (el futuro). En un mundo donde todos corren, Montecristo invita a detenerse y plantar. Plantar algo que dure, algo que no dependa del éxito ni de la revancha. Como escribió Kierkegaard en La enfermedad mortal (1849): “La desesperación es no querer ser uno mismo; la fe es aceptar serlo ante Dios.” Dantès, al final, se acepta: ya no busca castigar ni demostrar nada; simplemente existe. La esperanza, en este contexto, no es un consuelo fácil. Es una tarea. Requiere paciencia, humildad, silencio. Y también perdón. Montecristo, que había jugado a ser Dios, termina comprendiendo que el verdadero poder está en retirarse, en dejar que el amor siga su curso sin control. “He vivido demasiado para odiar”, dice. Es el triunfo de la vida sobre la muerte, de Eros (amor) sobre Tánatos (muerte).

En tiempos como los nuestros —tan impacientes, tan ruidosos—, la esperanza se ha vuelto un acto de rebeldía. Pero Dantès nos recuerda que sólo quien espera puede volver a amar. “Esperen y esperen siempre”, dice. Porque sólo quien sabe esperar puede, al fin, plantar su propio árbol.

Mirar el mundo con los ojos de Edmond Dantès

Si Edmond Dantès viviera hoy, quizá no sería un conde, sino un hombre común: alguien que fue traicionado por su país, abandonado por sus amigos y tentado a vengarse del mundo. Viviría entre las redes y los noticieros, viendo cómo cada día se celebra la caída de alguien. Pero también sería, como entonces, un hombre que busca sentido. Su mirada atravesaría el cinismo contemporáneo con la serenidad del que ha perdonado sin olvidar. Montecristo nos invitaría a mirar más allá del ruido. A no convertir el dolor en espectáculo, ni la justicia en venganza colectiva. Nos recordaría que el odio es un lujo que sólo pueden permitirse los que han perdido la esperanza. Y nos pediría, como a Morrel, que aprendiéramos a esperar y a confiar, incluso cuando todo parece derrumbarse. Porque sin esperanza, la inteligencia se vuelve crueldad, y sin amor, la justicia se vuelve venganza.

En el fondo, El Conde de Montecristo no es una historia de castigo, sino de conversión. El viaje de Dantès —de víctima a juez y de juez a hombre reconciliado— es el itinerario de toda alma humana que busca sentido en el dolor. Dumas, con su genio narrativo, nos recuerda que las heridas pueden educar o destruir, según el uso que les demos. El secreto está en no convertirlas en trinchera. “Busquen su propio árbol”, nos dice el Conde, y la frase resuena como un testamento espiritual. En ese árbol está todo: la sombra del perdón, la savia del amor, la raíz del sentido. Quien planta su árbol, planta su alma. Y quien aprende a esperarlo, se reconcilia con la vida.

Reflexión final

Quizá todos, alguna vez, hemos habitado un Château d’If interior: un lugar de silencio, culpa o desesperanza. Pero si algo enseña El Conde de Montecristo es que la herida no es el final, sino el comienzo de la transformación. En un mundo que responde a la ofensa con furia y a la tristeza con ironía, Edmond Dantès se alza como una voz serena: la de quien ha aprendido que la venganza no cura, pero la esperanza sí. Así que, queridos(as) lectores(as), si el mundo los traiciona, no corran a vengarse: siembren. Si el dolor los encierra, aprendan. Y si el tiempo parece perder sentido, esperen. La paciencia, como el árbol, crece lento pero firme. Montecristo lo supo al final: no se trata de ser fuertes, sino sabios; no de castigar, sino de confiar.

“Esperen y esperen siempre. Busquen su propio árbol«.

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Gracias por leer.

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Nos seguimos leyendo —con un café, un libro y, ojalá, un poco de esperanza…

La tristeza de Antonio: un hecho sin obviedad

“En verdad no sé por qué estoy tan triste; me cansa, y vosotros decís que también os cansa a vosotros. Pero cómo he llegado a estarlo, lo ignoro».
William Shakespeare

Queridos(as) lectores(as):

En los primeros versos de El mercader de Venecia (1596), Shakespeare nos presenta a Antonio, un hombre exitoso, respetado y próspero, que sin embargo confiesa estar triste sin saber por qué. Sus amigos intentan consolarlo con frases vacías, hasta que uno de ellos, en un alarde de sentido común, pronuncia la mayor obviedad posible: “Estás triste porque no estás contento”. Qué sentencia tan absurda y, sin embargo, tan actual. ¿Cuántas veces hemos escuchado —o incluso dicho— algo parecido? En el intento por comprender el malestar ajeno, terminamos reduciéndolo a una ecuación tan simple que anula todo misterio.

Siempre me ha parecido que no hay nada más sospechoso que lo obvio. Lo obvio clausura el pensamiento, apaga la pregunta, convierte el sufrimiento en un fenómeno superficial. Pero el dolor humano no se agota en la superficie; se filtra por las grietas del alma, busca expresión en la palabra, en el cuerpo o en el silencio. Decirle a alguien que “sufre porque quiere” o que “debería estar feliz” es negar la complejidad de su historia, de sus deseos y de su inconsciente. Antonio está triste no porque lo haya decidido, sino porque algo en él lo habita y lo interroga.

La tristeza sin causa

Antonio encarna esa forma de melancolía que no encuentra motivo aparente. Es el rostro del hombre moderno que, aun teniéndolo todo, experimenta una falta inexplicable. “No sé por qué estoy triste”, dice, y esa confesión basta para abrir el drama: un afecto sin objeto, una pesadumbre sin nombre. No hay pérdida visible, ni catástrofe, ni decepción amorosa. Lo que hay es el peso de lo que Freud llamaría lo que se ha perdido en la sombra del yo. En Duelo y melancolía (1917), Sigmund Freud escribió: “En la melancolía, el enfermo sabe a quién ha perdido, pero no lo que ha perdido en esa persona». El texto podría aplicarse palabra por palabra a Antonio: no sabe qué ha perdido, pero el vacío se manifiesta. Su tristeza es una experiencia sin representación consciente, una herida que no se ve. Y precisamente por eso lo cansa: porque no se puede elaborar lo que no se puede nombrar.

Kierkegaard, en La enfermedad mortal (1849), afirmó que “la desesperación es no querer ser uno mismo”. Tal vez Antonio esté cansado de sí mismo, del personaje que la sociedad le exige representar: el comerciante infalible, el hombre rico, el amigo generoso. Todo eso lo encierra en una identidad sin respiro. En el fondo, su tristeza es el síntoma de una escisión: entre lo que es y lo que se espera que sea. Y esa es, acaso, la raíz de muchas tristezas contemporáneas. Personalmente, creo que esta escena inicial tiene algo profundamente clínico. Antonio no busca lástima; busca comprenderse. Lo que cansa no es el llanto, sino la imposibilidad de decir qué duele. Su malestar no se cura con frases de ánimo, sino con escucha y silencio. Esa es, en cierto modo, la tarea del analista: acompañar al paciente en ese “no sé por qué” hasta que algo empiece a tener sentido.

Contra la obviedad

Decir “estás triste porque no estás contento” es un modo elegante de cerrar el enigma antes de abrirlo. Es lo mismo que decirle a un deprimido “échale ganas”, o a un ansioso “tranquilízate”. Son frases que no buscan comprender, sino detener la incomodidad que el sufrimiento del otro provoca en nosotros. Por eso, cuando alguien responde con obviedades, conviene sospechar. La obviedad siempre es una defensa contra el pensamiento. Nietzsche, en Más allá del bien y del mal (1886), escribió: “Todo lo profundo ama la máscara». El inconsciente también: se oculta tras gestos, palabras y silencios aparentemente banales. Lo obvio, en este sentido, no revela la verdad: la encubre. Y ahí radica la tarea del pensamiento crítico —y del psicoanálisis—: no aceptar las cosas tal como se presentan, sino interrogar el sentido de lo que parece natural, evidente o inocente.

Paul Ricoeur llamó a Marx, Nietzsche y Freud “los maestros de la sospecha”. Los tres enseñaron que detrás de lo que parece claro puede esconderse una mentira, una pulsión o una ideología. Lo mismo ocurre con el sufrimiento: muchas veces lo que parece “decisión” o “actitud” es en realidad repetición inconsciente. Por eso, en la clínica, el analista no busca causas inmediatas, sino huellas; no respuestas, sino resonancias. Me conmueve pensar que Antonio —sin saberlo— se ubica en esta línea de sospecha. Su tristeza no se explica por la razón práctica, sino por la existencia misma. Y frente a un mundo que exige optimismo constante, Antonio tiene el valor de decir “no sé”. En esa ignorancia honesta hay más verdad que en todas las certezas felices del mercado.

La obviedad como forma de indiferencia

Vivimos rodeados de frases hechas. Cuando alguien expresa dolor, la sociedad responde con clichés que buscan calmar al hablante más que consolar al que sufre: “Todo pasa por algo”, “lo importante es pensar positivo”, “Dios aprieta pero no ahorca”. Estas fórmulas se repiten no por malicia, sino por miedo: el sufrimiento del otro nos confronta con el propio, y el sentido común ofrece un refugio fácil frente a lo insoportable. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: “No hay amor de la vida sin desesperación de vivir». Aceptar el absurdo es el inicio de toda lucidez. Sin embargo, el discurso contemporáneo teme al absurdo; prefiere la consigna, el eslogan, el optimismo automático. Así, el pensamiento se vuelve anestesiado: todo se responde, nada se escucha. La obviedad reemplaza al diálogo, la consigna al encuentro.

A veces me impresiona ver cómo se ha convertido en hábito la rapidez con que se responde. Alguien confiesa que está triste y enseguida recibe un consejo y hasta un regaño; alguien dice que está perdido, y le mandan una receta de autoayuda. Nadie pregunta, nadie se detiene. Pero donde no hay pausa, no hay profundidad. Y donde no hay profundidad, el alma se vuelve liviana hasta desaparecer. Lo obvio no sólo mata el pensamiento: mata la compasión.

Jeremy Irons interpretando a Antonio en la película «El mercader de Venecia» (2004)

El psicoanálisis y la sospecha del alma

El psicoanálisis nació precisamente para contradecir la obviedad. No pregunta “¿por qué sufres?”, sino “¿qué dice tu sufrimiento?”. Se niega a confundir el síntoma con su superficie. Por eso, cuando alguien dice “sufres porque quieres”, el analista sabe que no: que nadie elige su inconsciente, y que lo que parece una elección es a menudo un destino repetido. Jacques Lacan escribió en su Seminario XI (1964): “El inconsciente está estructurado como un lenguaje». Y como todo lenguaje, necesita ser escuchado. El analista, a diferencia de los amigos de Antonio, no responde de inmediato. No ofrece soluciones, sino espacio. En ese espacio se revela la verdad del sujeto: una verdad que no se impone, sino que se deja decir.

Como analista, siempre me conmueve ese momento en que alguien logra poner en palabras lo que durante años fue puro malestar. No hay mayor alivio que encontrar una forma de decir. El trabajo analítico no consiste en eliminar la tristeza, sino en descifrarla. Porque detrás de cada tristeza hay una historia que pide ser contada, una verdad que no se puede reducir al sentido común.

La tentación de explicar lo inexplicable

Podría ser —y no pocos lo han pensado— que la tristeza de Antonio tenga nombre y rostro. Que el motivo de su melancolía sea Bassanio, su joven amigo, aquel por quien lo arriesga todo. Las palabras de Antonio lo delatan más por su ternura que por su lógica: “Mi bolsa, mi persona, todo cuanto tengo, está a tu disposición” (El mercader de Venecia, Acto I, Escena I) En una sociedad donde el amor entre hombres era impensable, el afecto debía disfrazarse de amistad, lealtad o sacrificio. Freud habría reconocido allí un desplazamiento afectivo, una represión que transforma el deseo en entrega silenciosa. Antonio no puede decir “te amo”, pero su tristeza lo dice por él. Y en ese sentido, la melancolía sería el precio de un amor no confesado, un dolor nacido de lo que no puede ser nombrado. De hecho, el amigo del sentido común afilado, antes de decirle la tremenda obviedad, le cuestiona: «¿No será que estás enamorado?», siendo eufórica la respuesta de Antonio a modo de negación y les pide «callar».

Sin embargo, esta hipótesis —tan seductora y humana— nos enfrenta a otra trampa: la del alivio interpretativo. Si decimos “Antonio sufre porque ama a Bassanio”, habremos sustituido una obviedad vacía por una obviedad sofisticada. Lo habremos explicado, sí, pero quizás también lo habremos reducido. Porque el amor, incluso en su forma más secreta, no agota la totalidad de un alma. Hay dolores que no se dejan domesticar por el significado, ni siquiera por el más romántico. Y ahí está lo irónico: al intentar comprenderlo, terminamos haciendo lo mismo que sus amigos, sólo con más elegancia. Queremos encontrar una causa, un sentido, un “por qué”. Pero tal vez lo que hace a Antonio tan universal es que su tristeza no se deja traducir del todo. Que su silencio —más que su amor— sea el verdadero misterio. En el fondo, Antonio nos devuelve a la misma lección: incluso cuando creemos entender, seguimos sin saber.

Conclusión

Tal vez Antonio esté triste porque ama, o porque calla, o porque en el fondo presentía que ninguna de sus riquezas podría salvarlo del vacío. Pero acaso esa imposibilidad de saber sea, precisamente, lo que nos une a él. No hay tristeza sin misterio, ni alma que se explique a sí misma sin perder algo de su hondura. Intentar entender del todo a Antonio —como intentar entender del todo a nosotros mismos— es un acto tan humano como condenado al fracaso. Y, sin embargo, ese fracaso nos dignifica. Porque hay dolores que no piden diagnóstico, sino respeto; no buscan sentido, sino compañía. La tristeza de Antonio, como la de tantos, no necesita resolverse: necesita ser escuchada sin prisa, sin juicio, sin consigna.

El mundo moderno —tan veloz para etiquetar, tan cómodo en su certeza— ha olvidado el arte de no saber. Pero en la ignorancia honesta de Antonio hay una sabiduría que el sentido común desconoce: la de quien se atreve a sentir sin comprender. En su tristeza hay una verdad más profunda que cualquier explicación. Nos recuerda que no todo dolor se cura, ni toda oscuridad se aclara; pero que incluso en la sombra, el alma sigue viva, buscando su palabra. Y quizá eso baste: reconocer que hay lágrimas que no necesitan justificación, y que incluso el silencio puede ser una forma de amor.

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Suspiros que se vuelven compañía

Queridos(as) lectores(as):

Al escribir La vida en un suspiro jamás imaginé lo mucho que iba a moverles. Creí que sería una reflexión personal, íntima, casi un apunte de diario compartido. Pero entonces comenzaron a llegar mensajes, y en cada uno descubrí que un simple suspiro puede ser un espejo, un puente, una confesión hecha al oído.

Lo que pensé que era mío terminó siendo nuestro. Y eso me emociona y me sobrepasa. Hoy quiero agradecerles, de corazón, por leer, por escribirme, por abrirse con tanta honestidad. He recogido aquí algunos de esos mensajes que llegaron tras aquella entrada. Los comparto con discreción, cuidando la intimidad, pero manteniendo su verdad intacta. En cada palabra late la vulnerabilidad y la belleza de ser humanos.

El suspiro en medio del dolor

“Mientras haya vida, hay esperanza; mientras haya esperanza, hay vida».

— Epicteto

“Leí tu texto justo después de salir del hospital donde está internada mi madre. Sentí que el suspiro del que hablabas era el mismo que yo di al salir, agotada, sin fuerzas, pero con la necesidad de seguir. Gracias por recordarme que incluso en la angustia hay un espacio pequeño para descansar».

Este testimonio me conmovió hasta lo más profundo. Epicteto lo había dicho siglos atrás: mientras respiremos, la vida insiste, y con ella la posibilidad de esperanza. Un suspiro, en medio del dolor, es a veces el único recordatorio de que seguimos aquí. No borra la angustia, pero la vuelve soportable, como un hilo tenue que nos mantiene de pie cuando el cuerpo pide derrumbarse.

Un suspiro detenido en la calma: instante de silencio que se transforma en compañía.

El suspiro que acompaña la ternura

“Donde hay ternura, allí habita lo eterno».

— Rainer Maria Rilke

“Esa misma tarde, después de leerte, vi a mi hijo quedarse dormido. Me descubrí respirando al ritmo de su pecho. Fue un momento simple, pero lleno de paz, como si el tiempo se detuviera».

La ternura es uno de los lenguajes más altos de lo humano. Este mensaje me recordó que no siempre necesitamos grandes gestos para tocar lo eterno; basta un niño dormido, un silencio compartido, una respiración acompasada. El suspiro aquí no es cansancio, sino comunión. Es sincronía con la vida del otro, una danza callada entre dos pechos que se mueven al mismo ritmo.

El suspiro como memoria

“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado».

— Gabriel García Márquez

“Tu entrada me hizo acordar de mi abuela. Siempre decía que un suspiro era el alma tratando de descansar un poco. Desde entonces, cada vez que suspiro, la recuerdo con cariño y siento que sigue conmigo».

Qué hondura la de este recuerdo. Gabo tenía razón: la memoria no es sólo archivo, es también filtro, y a veces un suspiro basta para activar la parte más amorosa del pasado. Este testimonio me recordó que hay herencias invisibles: frases, gestos, supersticiones tiernas que se nos quedan grabadas y se vuelven compañía.

El suspiro que evita un abismo

“La mayor victoria es la que se gana sobre uno mismo».

— Séneca

“Estaba a punto de enviar un mensaje lleno de enojo. Justo entonces recordé tu texto. Respiré hondo, suspiré… y decidí no mandarlo. Ese suspiro me salvó de una herida innecesaria».

No solemos pensar en los suspiros como guardianes, pero lo son. Este testimonio lo muestra como una frontera: el instante que nos separa de una reacción impulsiva, de un daño irreversible, de una palabra que después lamentaríamos. Suspira quien está al borde de reaccionar, y en ese exhalar encuentra espacio para la calma.

Reflexión final

Al leer estos testimonios entendí algo precioso: yo escribí sobre un suspiro, pero ustedes me mostraron que en cada suspiro habita un mundo entero. Puede ser sostén en el dolor, ternura compartida, memoria heredada o guardián frente al abismo. Y lo más sorprendente es que, cuando se comparte, deja de ser un gesto solitario para convertirse en compañía.

Gracias por recordarme que no escribo solo: escribimos juntos, respiramos juntos, suspiramos juntos. Y gracias también por recordarme que la vida, aun en su fragilidad, es más llevadera cuando la ponemos en palabras.

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Mantenerse fieles

«Lo que me salva, a pesar de todo, es que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque no publique, aunque no trascienda. Ser fiel al acto mismo de escribir me mantiene vivo».

— Julio Ramón Ribeyro

Queridos(as) lectores(as):

Hace unos días, en una cena entre amigos, tuve un reencuentro inesperado. Blanca, una antigua compañera de la universidad, me saludó con la calidez de quien comparte un pasado común. Entre bromas, sarcasmos y carcajadas, me dijo algo que me quedó resonando: “Me da mucho gusto ver que no has cambiado”. Eran palabras sencillas, pero cargadas de sentido. En medio de todo lo que ha pasado con los años —las pérdidas, los cansancios, los golpes de la vida— había en mí algo reconocible, intacto. Pensé entonces en lo difícil que es mantenerse fiel a uno mismo. Vivimos en un mundo que aplaude lo cambiante, lo provisional, lo “líquido”. La novedad se valora más que la coherencia; la adaptación se celebra más que la permanencia. Sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin esa fidelidad que sostiene lo esencial?

La fidelidad no es un gesto espectacular, sino un modo silencioso de resistir. Puede tomar la forma de un hábito sencillo, de una lealtad en la amistad, de una coherencia en medio de la adversidad. Es una palabra que se encarna en la repetición de lo que nos constituye y que, al hacerlo, se convierte en raíz. Hoy quiero reflexionar con ustedes sobre esa palabra tan simple y tan exigente: fidelidad.

Fiel a la vocación

Julio Ramón Ribeyro dejó en sus diarios una frase íntima, casi una confesión: «Lo que me salva, a pesar de todo, es que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque no publique, aunque no trascienda. Ser fiel al acto mismo de escribir me mantiene vivo» (La tentación del fracaso, 1975-1990). Ribeyro no hablaba desde la cima del éxito, sino desde la intemperie de quien se sintió muchas veces fracasado e invisible. Su salvación no estuvo en el reconocimiento, sino en la fidelidad al acto mismo de escribir. La fidelidad no siempre se expresa en grandes gestas. Más bien se sostiene en gestos repetidos, en hábitos silenciosos. No se trata de publicar un libro cada año, sino de mantener viva la mano que escribe aunque nadie lo lea. No se trata de recibir aplausos en un escenario, sino de sostener la llama de aquello que nos da sentido, aunque no trascienda.

Cada uno tiene un “acto salvador”: escribir, escuchar, cuidar, enseñar, crear, trabajar con las manos o con el corazón. Lo que nos mantiene fieles no es el reconocimiento externo, sino la certeza íntima de que en esos gestos somos nosotros mismos. La fidelidad a la vocación es, en el fondo, una fidelidad a la vida. Y cuando esa fidelidad se convierte en constancia, descubrimos que nos salva incluso de nosotros mismos: de la tentación de renunciar, de la amargura de no ser reconocidos, de la frustración por los resultados. La vocación fiel nos sostiene porque nos recuerda, cada día, quiénes somos.

Fiel a la verdad

«En una época de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario» (Ensayos, periodismo y cartas, 1968), decía George Orwell. Aunque la frase se popularizó décadas después de su muerte, resume bien la convicción que Orwell defendió a lo largo de su obra: la fidelidad a la verdad como acto de resistencia. En Homenaje a Cataluña (1938), escrito tras su experiencia en la Guerra Civil Española, denunció la manipulación ideológica que vio en todos los bandos. Decir la verdad lo marginó, pero también lo convirtió en una de las conciencias más lúcidas del siglo XX. Mantenerse fiel a la verdad es incómodo. No adula, no acomoda, no siempre abre puertas; al contrario, suele costar amistades, prestigio y seguridades. Pero la verdad dignifica porque nos preserva de la esclavitud de la mentira.

En la vida cotidiana, esta fidelidad se juega en batallas pequeñas: no disfrazar lo que sentimos, no aceptar silencios cómplices, no vivir pendientes de la aprobación ajena. Decir la verdad, aunque tiemble la voz, es una manera de mantenernos enteros. Y cada vez que elegimos esa fidelidad —aunque nadie lo aplauda—, nos acercamos un poco más a la libertad. Quizá no todos estamos llamados a denunciar sistemas corruptos como Orwell, pero todos hemos sentido la presión de callar lo que pensamos o sentimos. Y es ahí donde la fidelidad se prueba: en la honestidad de reconocer lo que somos, aunque duela.

Fiel a la singularidad

El psiquiatra Oliver Sacks no reducía a sus pacientes a diagnósticos ni estadísticas: veía en cada caso una historia irrepetible. Su fidelidad no era a la enfermedad, sino a la persona que la padecía. Descubrió que detrás de cada déficit neurológico había un modo único de estar en el mundo, una singularidad que merecía ser reconocida. «Cada enfermedad puede ser una ocasión para descubrir no sólo la fragilidad, sino también la singularidad de la persona» (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, 1985). Esta fidelidad a la singularidad es un recordatorio poderoso. En un tiempo en que las personas corren el riesgo de ser reducidas a etiquetas —“ansioso”, “depresivo”, “Alzheimer”—, ser fieles significa mirar más allá del síntoma y recordar que nadie se agota en una palabra.

En nuestra vida diaria, ser fieles a la singularidad de otros implica escuchar de verdad, sin prisas ni recetas; reconocer lo irrepetible en cada historia; cuidar sin uniformar. Porque cada persona es un mundo, y la fidelidad consiste en no olvidar esa unicidad. Y tal vez también se trate de una fidelidad hacia uno mismo: no dejarnos encerrar en los diagnósticos o en los juicios de los demás. Recordar que siempre somos más que una etiqueta, que nuestra historia no se resume en un sólo capítulo.

Mantenerse fieles es también divertirse a pesar de la amargura de otros.

Fiel a un modo de vida

«La filosofía no consiste en enseñar una teoría abstracta, sino en elegir un modo de vida, en mantenerse fiel a ese modo de vida» (Ejercicios espirituales y filosofía antigua, 1981). Pierre Hadot nos recuerda que la Filosofía no nació como especulación abstracta, sino como una práctica de vida. Ser fieles no es aferrarse a un dogma, sino encarnar un estilo, una coherencia que atraviesa lo cotidiano. En este sentido, la fidelidad se convierte en disciplina: un conjunto de pequeños ejercicios, de hábitos, de elecciones diarias que nos configuran. No es rigidez, sino coherencia. No es inercia, sino atención. Es permanecer en el camino que hemos elegido porque sabemos que en él se juega nuestra verdad.

Así entendida, la fidelidad no es una prisión, sino una forma de libertad: la libertad de vivir de acuerdo con lo que se cree y se ama. Y aunque cambien las circunstancias, aunque el tiempo erosione certezas, la fidelidad a un modo de vida nos protege de perdernos en la dispersión. Tal vez, como decía Hadot, vivir filosóficamente no es acumular teorías, sino practicar cada día una misma fidelidad: al silencio, a la reflexión, a la coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos.

Fiel sin esperar recompensa

Fue el poeta indio, Rabindranath Tagore, quien introdujo una dimensión más honda: la fidelidad gratuita. Mantenerse fiel no por cálculo ni por expectativa de recompensa, sino por amor, por entrega, por sentido. «Quien quiere hacer de su vida una canción de fidelidad no debe preguntar qué recibirá a cambio» (Gitanjali, 1910). En un mundo obsesionado con resultados y utilidades, esta forma de fidelidad parece un absurdo. Pero quizá sea la más humana de todas: cuidar sin esperar, amar sin garantías, crear aunque nadie lo celebre. La fidelidad desinteresada es, al final, la que nos transforma.

Cuando somos fieles sin esperar nada a cambio, nos acercamos al corazón mismo de lo humano. Porque lo que se da gratuitamente, lo que se sostiene en silencio y sin cálculo, termina dejando la huella más profunda.

Reflexión final

Mantenerse fieles no significa ser inmutables. Significa sostener aquello que nos constituye, aun en medio de los cambios. Como me recordó Blanca aquella noche, hay rasgos que permanecen intactos: nuestra forma de reír, de hablar, de estar con los demás. Quizá lo más humano sea eso: aprender a cambiar sin dejar de ser fieles a lo esencial. Y es justamente ahí donde la fidelidad se convierte en promesa: promesa de no traicionar lo que somos, ni a quienes amamos, ni a lo que da sentido a nuestra vida. Esa promesa silenciosa nos acompaña incluso cuando todo parece desmoronarse. Y mientras podamos mantenernos fieles —aunque tiemble el suelo bajo nuestros pies—, todavía habrá esperanza.

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¿Será que estás deprimido(a)?

“La depresión es la incapacidad de construir un futuro”

— Rollo May

Queridos(as) lectores(as):

Tal vez alguna vez te preguntaste en silencio: “¿Será que estoy deprimido(a)?”. Puede que haya sido después de varios días de agotamiento, cuando nada te motiva, o en una noche larga donde el silencio pesa más de lo normal. Hoy la palabra “depresión” se usa en todos lados. La vemos en memes, en charlas rápidas, incluso como broma. Pero la depresión no es moda ni exageración: es un dolor real que va más allá de estar triste.

Quien la padece siente que el mañana no traerá nada distinto. Esta entrada busca dos cosas: hablarte de manera cercana, como en una conversación íntima, y al mismo tiempo darte claves sencillas para distinguir la tristeza común de la depresión.

No toda tristeza es depresión

La tristeza es humana y hasta necesaria. Como escribió Séneca: “No hay razón para quejarse de la tristeza; sin ella no sabríamos qué es la alegría” (Cartas a Lucilio, año 65). Todos atravesamos momentos duros: una pérdida, una decepción, un cambio inesperado. La tristeza acompaña esos momentos y nos ayuda a procesarlos.

Pero la depresión no pasa con el tiempo ni con distracciones. Se instala y pinta todo de gris. No es un estado transitorio: es un modo de estar en el mundo donde nada parece tener sentido. Como le sucedía a M., que después de una ruptura amorosa sentía que no sólo había perdido a alguien, sino también la capacidad de disfrutar lo más mínimo.

Señales que conviene atender

Algunos signos de depresión son claros y no conviene ignorarlos:

  • Pérdida de interés por lo que antes disfrutabas.
  • Alteraciones en el sueño o el apetito.
  • Pensamientos frecuentes de desesperanza.
  • Una fatiga que no mejora ni con descanso.

Como le sucedía a L., que me contaba que aunque dormía más de diez horas, despertaba agotada y sin ganas de levantarse. Sigmund Freud lo explicó en Duelo y melancolía (1917): en el duelo normal sufrimos la pérdida de alguien o algo; en la depresión, sentimos que una parte de nosotros mismos está rota.

El cuerpo también habla

La depresión no es sólo mental. Puede sentirse en el cuerpo: pesadez, dolores vagos, problemas digestivos, falta de energía. J., por ejemplo, describía que tenía “un nudo en el estómago todo el día” y lo confundía con un problema digestivo. En realidad era el cuerpo hablando el mismo idioma que la mente. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross lo escribió con fuerza: “Las personas enfermas no están enfermas sólo en el cuerpo, sino también en el alma” (La rueda de la vida, 1997). Por eso, la depresión necesita un abordaje integral: médico, psicológico, psicoanalítico. Y, sobre todo, necesita compañía. Nadie debe cargar sólo con ese peso.

El silencio, el cansancio, la soledad: señales de un dolor que merece compañía.

El peligro de banalizarla

Hoy se escucha “estoy depre” como si fuera estar aburrido o cansado. Esa banalización hace daño: invisibiliza el sufrimiento real. C. solía decirlo de broma, pero cuando un amigo suyo confesó que pensaba en quitarse la vida, entendió que no era un juego.

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), fue directo: “El mayor problema filosófico es el suicidio”. Lo dijo para recordarnos que hay personas que, al hundirse en la depresión, llegan a cuestionar si vale la pena seguir viviendo. La depresión no es un chiste. Tampoco es flojera. Es una herida seria que necesita cuidado.

¿Qué hacer si sospechas que la tienes?

El primer paso es no autoetiquetarte ni buscar soluciones rápidas en internet. La clave está en reconocer que algo no anda bien y pedir ayuda. Hablar con un psicólogo, psicoanalista o psiquiatra puede marcar la diferencia. También hablar con sinceridad con alguien de confianza, sin miedo ni vergüenza. Como hizo R., que después de meses en silencio se animó a contarle a un amigo lo que sentía. Ese gesto fue el inicio de un proceso de acompañamiento.

Simone de Beauvoir lo dijo con sencillez: “El que ha vivido alguna vez en el abandono sabe que nadie se salva solo” (La fuerza de las cosas, 1963). Pedir ayuda no es debilidad: es valentía.

Reflexión final

Si al leer estas líneas te sentiste identificado(a), no lo ignores. La depresión no se va sola ni se cura con frases optimistas. Requiere tiempo, palabras y compañía. La pregunta que da título a esta entrada —“¿Será que estás deprimido(a)?”— puede ser el primer paso hacia una respuesta, y sobre todo, hacia un camino de apoyo y sanación.


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¿Cansancio? No, agotamiento…

“El cansancio llega cuando el cuerpo se agota; el agotamiento emocional aparece cuando el alma no encuentra dónde descansar”

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época donde la palabra “cansancio” se ha vuelto casi una muletilla social. La decimos en la oficina, en la universidad, con la familia, hasta en redes sociales. Es la respuesta comodín: “¿Cómo estás?” —“Cansado(a)”. Pero detrás de esa palabra aparentemente inocua muchas veces se esconde algo más profundo. Dormir ocho horas no cambia nada. El café se convierte en una prótesis para abrir los ojos. Las vacaciones alivian unos días, pero al volver todo regresa: la misma pesadez, la misma irritabilidad, el mismo vacío. No estamos hablando de pereza, ni de flojera. Estamos hablando de un agotamiento que no se cura con dormir: el agotamiento emocional.

Como psicoanalista, lo veo una y otra vez en el consultorio. Personas que llegan convencidas de que sólo necesitan organizarse mejor, dormir más o “echarle (más) ganas”, y descubren que lo que está drenado no es el cuerpo, sino la vida interior. La verdadera fatiga está en el alma.

La diferencia entre cansancio y agotamiento

El cansancio físico es comprensible: corres, trabajas, te esfuerzas, y el cuerpo pide reposo. Un descanso adecuado suele devolver la energía. El agotamiento emocional, en cambio, no se resuelve así. Es una especie de ruido de fondo constante que drena incluso cuando no estás haciendo nada. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, lo expresó con precisión: “La mayor fatiga no proviene del trabajo, sino de llevar a cuestas la propia desesperación” (Diario de un seductor, 1843). Lo que agota no son las horas frente a la computadora, sino la sensación de que lo que haces carece de sentido. Lo que cansa no son las reuniones, sino tener que fingir que todo está bien.

En la clínica, suelo explicarlo así: el cansancio pide una cama; el agotamiento pide una palabra. Y si lo confundimos, corremos el riesgo de creer que más sueño o más ocio solucionarán algo que en realidad requiere otra cosa: elaborar, poner en palabras, reconocer el peso de lo que llevamos dentro.

Señales que no debes ignorar

El agotamiento emocional se manifiesta en signos que solemos pasar por alto o disfrazar:

  • Irritabilidad constante. Todo molesta, todo se siente insoportable, incluso las cosas pequeñas.
  • Pérdida del gusto por lo que antes generaba alegría. Lo que antes era pasión ahora es una carga.
  • Dificultad para concentrarse o disfrutar. Ni leer un libro ni ver una película terminan de atrapar.
  • Sensación de vacío permanente. Duermes, sales, conversas, pero nada llena.

Sigmund Freud, en una carta a Wilhelm Fliess (1895), decía que la fatiga del alma “no se alivia con reposo físico, porque lo que está herido no es el músculo, sino la vida interior”. Y confirmo desde la experiencia: el agotamiento emocional aparece en quienes mejor fingen. En los que sonríen en público, pero por dentro se sienten huecos. En los que trabajan, cuidan, estudian, cumplen… pero al llegar a casa sienten que no queda nada de sí mismos.

El costo oculto

El verdadero problema del agotamiento emocional es que se infiltra en todo:

  • Roba la motivación en el trabajo.
  • Apaga el interés en la pareja, en los hijos, en los amigos.
  • Vuelve el cuerpo pesado y enfermo: dolores de cabeza, contracturas, insomnio.
  • Y lo más grave: desgasta la propia identidad.

Albert Camus escribió: “Lo que más me duele no es morir, sino ver cómo poco a poco uno se acostumbra a no vivir” (El mito de Sísifo, 1942). Ese acostumbrarse es el peligro. Cuando alguien me dice en sesión: “ya no soy yo”, sé que el agotamiento se ha vuelto un ladrón silencioso. No es casual que hoy se hable tanto de burnout. Pero yo prefiero llamarlo por su nombre: agotamiento del alma. Y cuando se instala, no sólo te roba energía: te roba la capacidad de sentirte vivo(a).

Recuerda que el pasado es algo que se puede seguir arrastrando en el presente. ¿En verdad quieres eso en el futuro?

Lo que realmente necesitas

Aquí viene la parte incómoda: no basta con dormir más, ni con escaparte un fin de semana. Eso ayuda, claro, pero no resuelve la raíz. Porque el agotamiento emocional no se debe a la falta de descanso físico, sino a la carga no elaborada que llevamos por dentro. Donald Winnicott, psicoanalista inglés, lo dijo sin rodeos: “No existe salud mental sin la posibilidad de ser sostenido por otro” (Realidad y juego, 1971). Y aquí está el punto central: lo que sana no es sólo el silencio de un cuarto oscuro, sino la posibilidad de hablar, de ser escuchado, de dejar que alguien sostenga con nosotros lo insoportable.

Como psicoanalista, lo veo con claridad: en el momento en que alguien se atreve a decir lo que lleva años callando, lo que parecía un callejón sin salida empieza a abrir pequeñas ventanas. No es magia ni fórmula rápida, pero sí es el inicio de un camino de recuperación real.

Una invitación

Si al leer estas líneas sientes que describo tu estado, no lo ignores. El agotamiento emocional no es moda ni hashtag: es un grito silencioso del cuerpo y del alma. La buena noticia es que se puede trabajar, comprender y superar. Lo que te propongo no es “ser fuerte” ni “aguantar”, porque esas son las máscaras que más nos desgastan. Lo que te propongo es que te permitas hablar. Que encuentres un espacio donde lo que llevas dentro no se juzgue ni se minimice, sino que se escuche y se trabaje.

Si sientes que esto es para ti, escríbeme. No tienes que cargarlo solo(a).

Reflexión final

El cansancio pide cama. El agotamiento pide escucha. ¿Cuál de los dos es el tuyo? No se trata de sentirse menos, claro que no te define en ningún momento tu agotamiento, pero sí puede llegar a cambiarte de una forma que ni tú eres capaz de imaginarte, y créeme que no es nada bonito (ni necesario) ese cambio. Date la oportunidad de hablar lo que cargas, lo que te tiene encorvado(a) todo el día, lo que te desgasta a pesar de que «la estés pasando bien».

Cierre

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Tío Vania y la vigencia del desencanto

«La gente no deja de quejarse de que la vida es aburrida; pero eso es porque esperan demasiado de ella».
— Antón Chéjov

Queridos(as) lectores(as):

Hay obras que parecen haber sido escritas para un tiempo específico, pero que en realidad nunca caducan. Tío Vania, de Antón Chéjov, es una de ellas. Estrenada a finales del siglo XIX, cuando el Imperio Ruso atravesaba profundas transformaciones sociales y culturales, su trama no se sostiene en grandes gestas, ni en héroes trágicos, ni en destinos grandilocuentes. Se sostiene en lo contrario: en la vida diaria, en los silencios incómodos, en las ilusiones frustradas, en la sensación de que los días se parecen demasiado entre sí. En la finca donde transcurre la obra, todo parece rutinario: conversaciones en el comedor, reproches velados, discusiones sobre dinero, amor no correspondido, proyectos que nunca se cumplen. Y, sin embargo, lo que se juega ahí es algo mucho más grande: el sentido de una vida. Vania, Sonia, Astrov, Elena, el profesor retirado… cada personaje encarna una forma distinta de hastío, de desencanto, de enfrentarse a la conciencia de que las expectativas puestas en el futuro rara vez se cumplen.

Lo sorprendente es que, al ver o leer Tío Vania, no sentimos que estemos asomándonos a un museo polvoriento del teatro clásico. Al contrario: nos reconocemos. Reconocemos el cansancio de Vania que trabaja sin ver frutos, la resignación de Sonia que sigue creyendo en la bondad a pesar del dolor, la melancolía de Astrov que se refugia en los árboles para no sucumbir a la desesperanza. En cada uno de ellos late algo que no nos resulta ajeno: la experiencia de vivir entre la rutina y el anhelo, entre la lucidez y la impotencia. Quizá por eso la obra conserva su vigencia: porque no nos habla de un tiempo muerto, sino de lo eterno en la condición humana. Y ahí es donde quisiera detenerme con ustedes: ¿qué nos dice Tío Vania hoy, en medio de nuestra prisa, nuestro cansancio y nuestras búsquedas?

Contexto de la obra

Antón Pávlovich Chéjov (1860–1904) fue médico de profesión, escritor por vocación y un agudo observador de la vida humana. Decía que la medicina era su esposa legítima y la literatura su amante. Ese doble vínculo le permitió acercarse al sufrimiento desde dos frentes: el clínico, con diagnósticos precisos, y el literario, con una mirada compasiva y desnuda. En Tío Vania, estrenada en 1899 en el Teatro de Arte de Moscú bajo la dirección de Konstantín Stanislavski, Chéjov llevó al escenario la materia prima que lo obsesionaba: la vida ordinaria, sin adornos ni artificios, convertida en tragedia silenciosa. La obra es, en cierto sentido, una reescritura de un texto anterior suyo, El demonio del bosque. Chéjov depuró los personajes, concentró la acción en un único espacio —la finca familiar— y, sobre todo, acentuó la tensión existencial que recorre cada diálogo. Lo que está en juego no es el destino de un reino ni la caída de un héroe, sino la pregunta íntima que todos cargamos en algún momento: ¿qué he hecho con mi vida?

Los personajes son pocos, pero contundentes. Vania —el tío que da nombre a la obra— ha dedicado años a sostener la finca y los intereses del profesor Serebriakov, cuñado suyo, un intelectual retirado que se muestra ingrato y egoísta. Sonia, sobrina de Vania, encarna la bondad callada, la que sueña con un amor imposible pero se mantiene firme en su labor diaria. Elena, la joven esposa del profesor, es bella pero atrapada en un matrimonio sin amor, lo que la convierte en el centro involuntario de tensiones y deseos. Astrov, el médico, es quizá el alter ego más cercano a Chéjov: lúcido, cansado, apasionado por la naturaleza, incapaz de encontrar un sentido último en lo que hace. La trama, aparentemente sencilla, se despliega como un tejido de frustraciones. El profesor anuncia su intención de vender la finca, lo que desata el enojo de Vania y el dolor de Sonia. Astrov y Vania se debaten entre la atracción hacia Elena y la certeza de que no serán correspondidos. Y, mientras tanto, la vida parece avanzar sin que nada cambie. No hay un gran clímax —aunque Vania intente disparar contra el profesor en un arranque de desesperación—, sino un retorno al mismo lugar de siempre: la rutina, el trabajo, la resignación.

La genialidad de Chéjov está en mostrar que ese “poco” es en realidad mucho. Que en los silencios, en los reproches apenas murmurados, en las pasiones contenidas, se juega el drama verdadero de la existencia. Por eso Tío Vania ha sido considerada una de las cumbres del teatro moderno: porque convierte lo cotidiano en materia trágica, y lo hace sin moralinas ni grandes discursos, sólo con la fuerza de lo humano en estado puro.

Temas clave y su resonancia actual

1. El tedio y la vida desperdiciada

Quizá la sensación más insistente en la obra es la de haber malgastado la existencia. Vania dedica sus mejores años al trabajo y al cuidado de los intereses ajenos, y un día despierta con la amarga conciencia de que nada de eso ha tenido recompensa. “¡He echado a perder mi vida entera!”, grita en un momento de desesperación. Ese grito no pertenece únicamente a Vania: lo escuchamos hoy en quienes, tras años de esfuerzo, sienten que el éxito no les corresponde, o en quienes viven atrapados en rutinas que no conducen a ningún horizonte. El tedio que describe Chéjov no es aburrimiento superficial, sino una forma de desesperanza: la convicción de que el tiempo se nos escapa entre los dedos sin haberlo habitado de verdad.

2. El trabajo y el sinsentido

Chéjov, médico que conocía bien la fatiga del cuerpo y del alma, retrata en Vania y Sonia el trabajo como una carga sin redención. Ambos se sacrifican, pero su sacrificio no los dignifica: los marchita. En tiempos como los nuestros, donde la cultura del rendimiento empuja a trabajar más, producir más y demostrar más, esta denuncia resuena con claridad. El llamado burnout no es sino el nombre moderno de lo que Chéjov ya intuía: el agotamiento que deja tras de sí un vacío de sentido.

3. El amor imposible

En la obra, casi nadie ama a quien debe. Vania y Astrov se enamoran de Elena, que a su vez está atada a un matrimonio sin amor. Sonia ama a Astrov, pero es ignorada. Elena vive atrapada entre la atracción y la imposibilidad. El resultado es un mosaico de deseos cruzados que nunca llegan a cumplirse. Chéjov parece recordarnos que la vida rara vez ofrece correspondencia perfecta, y que muchas veces amamos en soledad. ¿Acaso no sucede lo mismo hoy, en un tiempo donde abundan las conexiones y al mismo tiempo la sensación de vacío afectivo?

4. La naturaleza como último refugio

El personaje de Astrov es pionero en plantear una preocupación ecológica que a finales del siglo XIX resultaba insólita. Habla con pasión de los bosques que desaparecen, del futuro que se arruina por la ambición y la negligencia. Sus palabras hoy suenan proféticas: “En cien, doscientos años, los hombres tendrán que vivir en desiertos”. En un mundo marcado por el cambio climático y la devastación ambiental, la voz de Astrov nos interpela con urgencia. La naturaleza no es sólo paisaje, sino una llamada a la responsabilidad y al cuidado.

5. La esperanza en la resignación

Y, sin embargo, Chéjov no deja a sus personajes en el puro vacío. Sonia, al final de la obra, pronuncia un monólogo conmovedor en el que acepta el sufrimiento, pero lo rodea de esperanza: “Viviremos, tío Vania, viviremos una larga, larga serie de días, de noches; soportaremos pacientemente las pruebas que nos mande el destino… Y descansaremos”. No es una esperanza triunfal, sino humilde: la certeza de que en medio del dolor se puede hallar un sentido, aunque no sea inmediato. Esa actitud de Sonia contrasta con la desesperación de Vania y, paradójicamente, la ilumina.

Escena de la película Drive My Car, donde paralelamente se monta la obra «Tío Vania».

Adaptaciones y relecturas contemporáneas

Una de las pruebas más claras de la vigencia de Tío Vania es que, más de un siglo después de su estreno, la obra no sólo sigue representándose, sino que constantemente es reinterpretada y trasladada a contextos distintos. El tedio, la frustración y la búsqueda de sentido no conocen fronteras ni épocas: por eso cada nueva puesta en escena logra que nos reconozcamos en ella, aún cuando cambien el idioma, los trajes o el escenario. En Broadway, por ejemplo, recientemente se montó una versión protagonizada por Steve Carell, actor conocido por su versatilidad cómica y dramática. El simple hecho de ver a un intérprete contemporáneo encarnar el dolor y la ironía de Vania ya dice mucho: la obra no pertenece al pasado, sino que dialoga con sensibilidades modernas. El público neoyorquino, inmerso en la prisa y la exigencia laboral, encontró en Vania y sus silencios una extraña familiaridad: ese gesto de cansancio, ese deseo de que la vida fuese distinta.

Pero no es sólo en Estados Unidos donde el texto ha cobrado nueva vida. En Argentina, la dramaturga Griselda Gambaro adaptó la pieza bajo el título Vania (o las penas sin importancia), resaltando precisamente la banalidad y el dolor mezclados en lo cotidiano. En Inglaterra, el director Ian Rickson llevó a escena una versión que, en plena pandemia, se transmitió en formato híbrido —mezcla de teatro y cine—, recordándonos que la soledad de los personajes de Chéjov podía sentirse tan cercana como la de quienes estaban encerrados en sus casas. Incluso en contextos más lejanos, como Australia o Japón, Tío Vania se ha representado trasladando la acción a paisajes rurales distintos al ruso. El resultado suele ser el mismo: un público que, aunque no comparta las referencias culturales, reconoce en Vania y en Sonia su propio cansancio, sus propias esperanzas truncadas. Es la demostración de que la obra toca un nervio universal: la dificultad de encontrar sentido en medio de lo común.

La vigencia también se aprecia en el lenguaje audiovisual. No son pocas las películas que han bebido de Tío Vania, inspirándose en su tono de desencanto y en su retrato de la vida como rutina. En el cine de Bergman o de Tarkovski se pueden rastrear ecos de Chéjov: la pausa, la espera, el silencio como revelación. Y más recientemente, en la película japonesa Drive My Car (2021), la obra aparece como telón de fondo de un montaje multilingüe, en el que los personajes encuentran en los parlamentos de Chéjov una manera de expresar lo que su propia vida no les permite decir.

Cada adaptación confirma algo: Tío Vania no necesita modernizarse para ser actual, porque ya lo es. Basta con poner en escena a seres humanos cansados de trabajar, de amar sin respuesta, de esperar algo que nunca llega… y el espectador contemporáneo se reconoce. Ese es el secreto de su eternidad: Chéjov no escribió sobre Rusia, sino sobre el alma.

Reflexión final

Al terminar de leer o ver Tío Vania, siempre me queda la misma sensación: como si Chéjov hubiera tenido la osadía de mirarnos por dentro, de exhibir lo que solemos ocultar bajo la prisa y las ocupaciones. Porque no es fácil reconocerlo, pero todos cargamos algo de Vania, de Sonia, de Astrov o de Elena. Todos, en algún momento, hemos sentido que el esfuerzo no basta, que los años se escapan sin recompensa, que el amor se dirige en la dirección equivocada o que las cosas importantes —el cuidado de la tierra, el cuidado del otro— se nos van de las manos. Vania me recuerda al cansancio acumulado que alguna vez he sentido en la vida diaria: ese momento en que uno se pregunta “¿para qué?”. Y me resulta casi insoportable verlo reconocer que su sacrificio no tuvo fruto, que toda su entrega quedó reducida a ingratitud. Pero ahí está Sonia, con su fe humilde en que la vida tiene sentido incluso en el dolor, y ese contraste me desarma. Ella no ofrece un consuelo mágico, sino un recordatorio: que en el sufrimiento también se puede perseverar, que hay una dignidad en seguir adelante aunque nada parezca cambiar.

Astrov, por su parte, me toca desde otro lugar. Su amor por los árboles, por los bosques, por la naturaleza herida, lo vuelve un personaje que se adelanta a su tiempo. Escucharlo hablar de la devastación que vendrá es como escuchar a un profeta que advirtió algo que hoy, un siglo después, estamos viviendo con crudeza. Su desesperanza se parece mucho a la que sentimos al pensar en el futuro del planeta, pero también en nuestra propia vida: ¿qué dejaremos detrás de nosotros? ¿Qué valdrá la pena conservar?

Creo que la grandeza de Tío Vania está en que no nos ofrece héroes ni soluciones fáciles. Lo que nos regala son espejos. Y, en esos espejos, la posibilidad de reconocernos vulnerables. Nos enseña que la vida no siempre se resuelve con grandes gestos, sino con la paciencia de Sonia, con el reclamo desesperado de Vania, con la mirada perdida de Astrov. Y que, aunque no haya una salida brillante, sí puede haber una forma de habitar el desencanto con cierta dignidad. En un tiempo como el nuestro, donde el cansancio se ha vuelto casi un estilo de vida, donde el rendimiento parece exigirnos más de lo que tenemos, Tío Vania se alza como una voz necesaria. No nos dice “todo estará bien”, pero sí nos susurra: “no estás solo en tu cansancio, otros también lo han sentido, y aún así la vida merece ser vivida”. Y eso, para mí, es un consuelo inmenso.

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Queridos(as) lectores(as), hoy más que nunca necesitamos voces que nos recuerden que no estamos solos en el cansancio, que hay consuelo en lo compartido, y que hasta en el desencanto puede brotar una forma de esperanza. ¿Qué les dice a ustedes Tío Vania en este tiempo? Los leo en los comentarios, con la certeza de que cada reflexión enriquece este espacio común que hemos ido tejiendo.

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