“Lunes 11 de febrero. Hoy ha sido un día nulo”
— Mario Benedetti
Queridos(as) lectores(as):
Hay libros que no llegan a nuestra vida para darnos lecciones, sino para acompañar silenciosamente algo que ya veníamos sospechando dentro de nosotros. La tregua (1960), de Mario Benedetti, es precisamente uno de esos libros. No exige teorías, no ofrece grandes giros narrativos, no tiene la pretensión de revelarlo todo. Su fuerza está en que, con una sencillez que desarma, muestra cómo puede despertar el alma en medio de una existencia rutinaria y desgastada. Esa es la experiencia que viven miles de personas hoy: vidas aparentemente estables, pero emocionalmente anestesiadas, como si la rutina hubiera ido apagando la capacidad de sentir.
La primera frase del libro —“Hoy ha sido un día nulo”— sintetiza esa sensación contemporánea de repetición vacía. No es tristeza, ni depresión propiamente dicha, sino una quietud amarga que se vuelve costumbre. Muchos de nosotros vivimos así: haciendo lo que se espera, respondiendo mensajes, cumpliendo obligaciones, pero sin sentir que realmente estamos viviendo algo propio. Es un estado de suspensión afectiva que se parece al letargo, y que Benedetti retrata con una claridad tan humana que uno siente que le está leyendo los días.
La rutina como forma de anestesia
La vida de Martín Santomé antes de Avellaneda está marcada por esa frase inicial: “día nulo”. Sus jornadas se suceden sin sobresalto, sin alegría, sin dolor intenso. No hay drama, pero tampoco hay vitalidad. Es lo que Byung-Chul Han diagnostica en nuestra época: “La vida se reduce a una sucesión de tareas sin sentido que sólo incrementan la fatiga” (La sociedad del cansancio, 2010). La rutina no mata, pero adormece. Y ese adormecimiento es peligrosamente cómodo. Benedetti muestra esta anestesia sin exageraciones. No convierte a Santomé en un hombre miserable ni resentido. Lo retrata como un hombre común, cansado, responsable, disciplinado, que ha sobrevivido a la vida ejerciendo una especie de administración emocional. Desde una perspectiva psicoanalítica, se diría que Santomé ha puesto su pulsión vital en pausa. Funciona, responde, habla, pero no se arriesga a sentir. La vida, para él, es un trámite que debe completarse sin contratiempos.
Este tipo de existencia es tremendamente actual. Hoy vemos a muchas personas atrapadas en dinámicas similares: trabajar, cuidar, atender, sostener, responder… pero sin espacio para las propias preguntas. Paradójicamente, puede ser más fácil cumplir que sentir. El sentir, en cambio, exige apertura, vulnerabilidad, exposición. Y por eso el sujeto contemporáneo evita lo afectivo incluso sin darse cuenta. La anestesia emocional no es un defecto personal; es un mecanismo de supervivencia frente al exceso de responsabilidad. Pero lo más interesante es que Benedetti no juzga esa anestesia. La muestra como algo casi inevitable en quienes han vivido demasiado, sufrido demasiado o postergado demasiado. Es un estado en el que los días se parecen entre sí, donde el alma se acomoda en un silencio resignado, y donde uno aprende a vivir sin esperar. Ese es el punto de partida de La tregua: no la tragedia, sino la costumbre. Y es precisamente ahí donde se manifiesta el milagro literario del libro.
El estremecimiento que despierta lo dormido
La llegada de Laura Avellaneda no es ruidosa. No hay fanfarrias ni epifanías románticas. Lo que hay es un cambio de ritmo, una presencia que desestabiliza lo que parecía inamovible. Avellaneda no es un personaje idealizado; es la encarnación de una posibilidad. Y a veces, en la vida real, lo que más nos transforma no es alguien extraordinario, sino alguien que nos mira de un modo que nos recuerda que aún estamos vivos. Simone Weil decía: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (Escritos espirituales, 1942). Esa es la clave para entender el vínculo entre Santomé y Avellaneda. Ella lo mira con una atención que él ya había olvidado merecer. Y ese simple acto —ser visto de verdad— es profundamente transformador. Desde el psicoanálisis, Christopher Bollas lo llamaría un “objeto transformacional”: una presencia que activa en la persona una energía dormida, un deseo que llevaba años agazapado.
La novela describe con sutileza ese despertar. No es un enamoramiento súbito, sino un lento derrumbe de defensas. Santomé se sorprende sintiendo curiosidad, luego simpatía, luego afecto. Y en ese proceso descubre algo que ignoraba: que bajo la rutina había un corazón que aún sabía latir. Este despertar es profundamente actual. Muchas personas hoy no están tristes: están dormidas emocionalmente. Y alguien —un amigo, una pareja, una palabra, un gesto— puede ser su Avellaneda. Lo más conmovedor es que Avellaneda no llega para “salvarlo”. No lo rescata ni lo repara. Sólo le ofrece la oportunidad de mirar su vida con otros ojos. Y ese cambio sutil hace que La tregua sea una novela profundamente humana, más cercana a la vida real que muchas historias de amor idealizadas. A veces, la verdadera revolución emocional es que alguien llegue y nos haga lugar en su mirada.

– Mario Benedetti (La tregua, 1960)
La culpa de volver a ser feliz
Uno de los temas más profundos de la novela es la culpa que Santomé siente al experimentar felicidad después de tanto tiempo. Erich Fromm, en El arte de amar (1956), escribió: “La felicidad no es algo que se posee, sino algo a lo que hay que atreverse». Y esta frase ilumina la experiencia del protagonista: tiene miedo de atreverse a ser feliz. La culpa aparece porque la alegría despierta los fantasmas de la pérdida. Quien ha sufrido sabe que la felicidad puede ser efímera, frágil, incluso peligrosa. La culpa también surge como un mecanismo de defensa: si me convenzo de que no merezco la felicidad, tal vez no dolerá tanto cuando desaparezca. Muchos lectores vivirán este dilema: el temor a permitirse sentir algo bueno por miedo a perderlo.
La novela retrata este conflicto con una mezcla de ternura y brutal honestidad. Santomé quiere entregarse, pero algo dentro de él lo retiene. Y ese algo no es cobardía: es humanidad. Cargar con historias de dolor hace que la alegría se vuelva un territorio incierto. Pero a la vez, es precisamente esa incertidumbre la que vuelve más valioso el momento en que alguien nos devuelve al mundo afectivo. Esto hace que La tregua sea también un libro sobre el acto de recibir. Recibir cariño, recibir compañía, recibir ternura. A veces hemos vivido tanto tiempo en modo “supervivencia” que no sabemos cómo responder cuando la vida nos ofrece algo bueno. El libro enseña que la felicidad, aunque sea breve, aunque sea tímida, es siempre un acto de valentía.
La tregua como acontecimiento existencial
La palabra “tregua” en la novela no es casual. Es un concepto cargado de resonancias filosóficas. No es simplemente un descanso; es una suspensión del conflicto. Albert Camus, en El verano (1952), escribió: “En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que había dentro de mí un verano invencible”. Ese verano interior es lo que Avellaneda representa para Santomé: un respiro en medio de la dureza cotidiana. La tregua es el tiempo en el que lo extraordinario se filtra en lo ordinario. Es una grieta en la programación de la vida. No cambia la estructura externa de la existencia, pero transforma su sentido. La tregua podría entenderse como un acontecimiento: algo que irrumpe y exige ser interpretado. No es simplemente algo que pasa, sino algo que marca.
Este espacio funciona como un territorio intermedio: un lugar donde el sujeto puede experimentar su deseo sin la carga total de sus mecanismos defensivos. Es un espacio transicional, diría Winnicott, donde la persona se permite jugar con la posibilidad de una vida más propia. Y ese juego, por breve que sea, puede ser profundamente reparador. Benedetti muestra que una tregua puede ser suficiente para reconfigurar la memoria emocional. No hace falta una felicidad eterna para que algo en nosotros se dignifique y se recoloque. A veces, basta una experiencia luminosa para que la vida deje de ser nula. Esa es la enseñanza más suave y más profunda del libro.
El golpe final y la pregunta que queda
No revelaré aquí el desenlace, pero quienes lo han leído saben que la novela no concluye con un final complaciente. Lo que ocurre obliga a Santomé —y a nosotros— a enfrentarnos a una verdad difícil: incluso lo bueno puede perderse. Sin embargo, la novela no es nihilista. Es consciente de que las pérdidas también pueden convertirse en parte de la dignidad de la vida. Benedetti consigue que el lector sienta que la tregua valió la pena, aunque haya sido breve. Que el despertar del corazón, aunque frágil, tiene un valor que no se borra. Que lo vivido no se cancela por su duración. Esta idea contrasta con una cultura que valora sólo lo que dura mucho, lo que se mantiene estable, lo que no cambia. La tregua recuerda que lo breve puede ser transformador.
La novela nos deja con la pregunta fundamental: ¿qué hacemos con lo que la vida nos da y luego nos quita? La respuesta no es sencilla, pero Benedetti sugiere algo: honrar lo vivido, guardarlo, permitir que nos cambie. La experiencia, aunque dolorosa, no es inútil. La tregua muestra que incluso un amor breve puede reorganizar el mundo interno de una persona. Y quizás esa sea la verdadera enseñanza: la vida puede ser dura, injusta, impredecible… pero aun así, vale la pena cuando aparece alguien que nos mira de modo distinto. Por breve que sea, es una prueba de que todavía podemos ser alcanzados por la luz.
Reflexión final
Si estás cansado, si la rutina te ha ido apagando, si ya no esperas gran cosa de los días, La tregua puede ser un libro para ti. No te ofrecerá fórmulas ni optimismo vacío. Te ofrecerá compañía. Te recordará que incluso en los momentos más planos puede aparecer algo que despierte tu alma. Y que esa chispa, por pequeña que sea, puede cambiarlo todo.
Los invito a leer La tregua. A entrar en sus silencios, en sus ternuras, en sus días nulos que de pronto dejan de serlo. Y, si lo desean, a compartir en los comentarios qué les movió por dentro esta historia. A veces, un libro es la mano suave que necesitábamos sin saberlo.
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