Dostoievski: morir y volver a nacer

“Cuando me dijeron que quedaban cinco minutos de vida, pensé en ustedes, en mi familia, en mi pasado. La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto podía ser una eternidad de felicidad”.
— Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

No todos mueren para saber qué significa vivir. La mayoría pasa por la vida con la ilusión de que la muerte está lejos, como si fuera un asunto que compete a otros. Dostoievski no tuvo ese privilegio. En una fría mañana de diciembre de 1849, con apenas 28 años, el joven novelista ruso se encontraba con las manos atadas, los ojos vendados y el corazón latiendo con un miedo visceral. Frente a él, un pelotón de fusilamiento esperaba la orden de disparar. Todo estaba preparado para el final… hasta que, en el último instante, un mensajero del zar Nicolás I interrumpió el ritual para anunciar que la pena se conmutaba por trabajos forzados en Siberia.

Aquel perdón no era misericordia: era una forma sofisticada de tortura psicológica. Y, paradójicamente, fue también el inicio de la metamorfosis que haría de Dostoievski uno de los más grandes conocedores del alma humana.

El día del simulacro

En abril de 1849, Dostoievski fue arrestado junto a otros miembros del Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunía en San Petersburgo para debatir ideas políticas, filosóficas y literarias prohibidas en la Rusia zarista. Allí se leían y traducían textos de Charles Fourier, Saint-Simon y Voltaire, y se hablaba de reformas sociales, la abolición de la servidumbre y la libertad de prensa. Para el zar Nicolás I, estas reuniones eran más peligrosas que cualquier conspiración armada. Las ideas, una vez pronunciadas, no se pueden volver a encadenar. Por eso, en un gesto calculado para enviar un mensaje ejemplar, ordenó arrestar a todos los miembros.

Tras ocho meses de encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el 22 de diciembre de 1849, los prisioneros fueron llevados a la Plaza Semiónov. La sentencia: muerte por fusilamiento. La ceremonia fue pública. Los condenados fueron atados, se les vendaron los ojos y se les alineó en grupos. Dostoievski estaba en el segundo. Vio cómo el primero se preparaba para recibir la descarga. Fue entonces cuando apareció el mensajero con la “misericordia” imperial: la pena sería sustituida por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, seguidos de servicio militar obligatorio. Este episodio ilustra lo que Sigmund Freud llamaría una situación traumática extrema: una vivencia donde el Yo queda desbordado por un peligro real e inminente. Sin embargo, en Dostoievski, ese trauma no derivó en parálisis vital, sino en una reorganización de su aparato psíquico. El “indulto” no borró la angustia, pero le otorgó un nuevo principio de realidad: la certeza de que todo puede terminar en segundos.

El trauma como revelación

Para la mayoría, una experiencia así dejaría una cicatriz paralizante. Dostoievski, en cambio, escribió ese mismo día a su hermano Mijaíl: “Hermano, no estoy desanimado ni deprimido. La vida es en todas partes la vida; la vida está en nosotros mismos, no fuera. A mi alrededor habrá gente, y ser humano entre humanos y permanecer siempre, no entristecerse ni enfadarse, he ahí la vida. El sentido de la vida está en la vida misma” (Carta a Mijaíl Dostoievski, 1988). Aquí no hay ingenuidad. Hay una transformación existencial. El filósofo y psicoanalista, Rollo May, más de un siglo después, lo resumió así: “La creatividad surge a menudo en respuesta a la experiencia de muerte o destrucción” (El coraje de crear, 1975).

En términos freudianos y posteriormente del propio Winnicott, Dostoievski logra aquí una “adaptación creadora” frente al trauma: no niega la experiencia ni se queda atrapado en ella, sino que la integra como un material simbólico. El resultado es una intensificación de la percepción del tiempo y una conciencia más viva de la finitud.

Fiódor Dostoievski, frente al pelotón de fusilamiento en la Plaza Semiónov, instantes antes de recibir el indulto que marcaría su vida y su obra.

El alma humana a la luz de la muerte

Desde ese día, su obra se volvió un espejo de la condición humana enfrentada a sus límites. Crimen y castigo (1866) examina la tensión entre culpa y redención; El idiota (1869) presenta al príncipe Myshkin describiendo, con sorprendente detalle, el estado mental de un condenado a muerte: “Decía que en esos instantes no había un pensamiento que no pasara por su mente, ni un sólo detalle que no captara con intensidad inusitada” (El idiota, 2002). No es un recurso narrativo inventado: es la transposición literaria de un recuerdo grabado a fuego. En Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880), los personajes no son héroes ni villanos puros, sino criaturas complejas que oscilan entre el bien y el mal, siempre bajo la sombra de la mortalidad.

El trauma de Dostoievski se convierte en una matriz narrativa donde sus personajes funcionan como “escenarios internos” (concepto de Melanie Klein): representaciones dramatizadas de los conflictos psíquicos que él mismo experimentó en ese límite entre vida y muerte.

Trauma y empatía

El impacto más profundo no fue literario, sino humano. Dostoievski no se volvió cínico. Al contrario: su empatía se volvió más feroz y más lúcida. En Los demonios afirma: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz; sólo por eso. Eso es todo, todo” (Los demonios, 2001). No es consuelo barato. Es advertencia. La felicidad está ahí, pero pasa inadvertida… hasta que la muerte nos obliga a verla. Aquí vemos lo que Jacques Lacan llamaría atravesar el fantasma: dejar de vivir bajo la ilusión de que siempre habrá más tiempo. La empatía de Dostoievski no es sentimentalismo; es la lucidez de quien ha perdido la inocencia de la inmortalidad.

Reflexión final

No necesitamos un pelotón de fusilamiento para comprender que somos frágiles, pero sí necesitamos —con urgencia— una mirada más honesta hacia nuestra propia finitud. Vivimos como si la muerte fuera un rumor lejano, algo que le sucede a otros, no a nosotros. Pasamos días enteros ocupados en trivialidades, aplazando conversaciones, proyectos y afectos como si tuviéramos crédito infinito de tiempo. Dostoievski no tuvo ese lujo. En un sólo día, la muerte le susurró al oído con la voz de un oficial que le leía la sentencia, y luego lo dejó vivo para que cargara con esa memoria como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro. Desde entonces, escribió como quien sabe que cada palabra podría ser la última, y miró a los demás con la compasión de quien ha estado a un paso del abismo.

Tal vez esa es la lección más incómoda: la vida no se mide en la cantidad de años que acumulamos, sino en la intensidad con la que habitamos cada instante. Podemos tener décadas por delante y, aun así, estar muertos en vida. Podemos tener un sólo día y vivirlo con una plenitud que lo haga valer por mil. Si mañana llegara nuestro propio mensajero —con o sin uniforme, con o sin anuncio dramático—, ¿nos encontraría listos para morir… o descubriría que hasta ahora no hemos empezado a vivir?


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El peso de la ingratitud

«Hacer beneficios a un ingrato es lo mismo que perfumar a un muerto».

-Plutarco

Queridos(as) lectores(as):

Todos, en algún momento, hemos sentido la herida de la ingratitud. No hay dolor más silencioso que el de dar sin recibir, el de entregar con el alma y encontrar sólo indiferencia. La ingratitud no sólo nos deja con las manos vacías, sino que también nos confronta con la pregunta: ¿vale la pena seguir dando? La Historia, la Filosofía, el Psicoanálisis y el arte han explorado este sentimiento desde múltiples ángulos, y hoy nos adentraremos en esta reflexión para comprenderla mejor y, tal vez, encontrar un modo de sanar.

Esta encuentro lo hago en respuesta a Carolina, quien escribe desde Ecuador. Espero que esto que estamos por desarrollar sea una manera de entender que el mundo está lleno de ingratitud, que hay muchas personas que incluso se ofenden y se indignan cuando se les muestra su actitud egoísta. Es de lo más común. Sin embargo, no hay que persistir en la idea de seguir haciendo lo correcto. Así que me imagino que ya intuyen cuál será mi respuesta/apuesta al final.

Una visión filosófica

El estoicismo nos enseña a liberarnos de la expectativa del reconocimiento. Séneca, en De Beneficiis (De los beneficios, 56-62 d.C.), nos advierte: «Ningún bien se pierde si lo hemos dado por generosidad y no por deseo de reconocimiento». Para los estoicos, dar es un acto que debe nacer de nosotros, sin esperar nada a cambio. Pero ¿cómo resistir el dolor de la indiferencia? La clave estoica es ver el acto de dar como un reflejo de nuestra propia virtud, no como una transacción esperando una respuesta. Sin embargo, es natural que eso de «hacer sin esperar» si bien no es que sea imposible, pero sí muy complicado, porque en la gran mayoría de las veces estamos esperando aunque sea un «gracias» o un por lo menos una sonrisa. La virtud es como el cuerpo: debe ejercitarse.

Friedrich Nietzsche nos ofrece una perspectiva distinta en Zur Genealogie der Moral (Genealogía de la Moral, 1887): «El resentimiento es el veneno de los que esperan gratitud». Para el filósofo alemán, la ingratitud duele porque el ser humano tiene una tendencia natural a buscar validación. Pero si logramos trascender esa necesidad, alcanzamos la verdadera fortaleza. Aquellos que son ingratos pueden verse como esclavos de su propia debilidad, mientras que quienes logran superar la necesidad de reconocimiento encuentran una libertad real. ¿Pero de qué libertad está hablando Nietzsche? Podríamos forzar un poco la respuesta, pero estaría hablando de la libertad de cargar con cosas que no nos corresponden (más).

Por otro lado, Simone Weil nos muestra que la ingratitud también es una falla de la sociedad. En L’Enracinement (Echar raíces, 1949) nos dice: «El mayor sufrimiento no es el hambre, sino el ser invisible para los demás». La ingratitud es, en muchos casos, la negación del otro, el acto de borrar su existencia en el momento en que ya no es útil. En una sociedad que premia lo inmediato y descarta lo que ya no le sirve, la ingratitud se ha convertido en una moneda de cambio. ¿Acaso no parece que el ingrato actúa de una manera tal que pareciera que todos estamos obligados a responder a sus necesidades casi de manera obligatoria? Esa visión del otro como un ser que atiende es quizá uno de los puntos que más pueden calar en la identidad de las personas cuando se preguntan «¿y yo cuándo?».

La ingratitud desde el diván

Bajo la mirada inquisitiva de Sigmund Freud, la ingratitud puede vincularse con la pulsión de muerte, es decir, ese «impulso» inconsciente que nos lleva a rechazar lo que nos hace bien. Freud escribe en Jenseits des Lustprinzips (Más allá del principio del placer, 1920): «Los seres humanos no pueden aceptar plenamente el amor sin que la sombra de la destrucción lo amenace». A veces, la gente no agradece porque reconocer el bien recibido implicaría aceptar su propia fragilidad. La gratitud implica una cierta sumisión psicológica, y hay quienes no pueden tolerar esa idea. El miedo, socialmente generado, a sentirse indefensos o vulnerables es por mucho uno de los que más perjudican la vida de las personas. Esa idea de «si me muestro débil, me harán daño», incubada desde las más tiernas infancias con mandatos poco oportunos, genera una carga muy pesada y ésta ocasiona que las acciones se vuelvan cada vez más complejas en las relaciones humanas.

Melanie Klein, en su teoría sobre la envidia desarrollada en Envy and gratitude (Envidia y gratitud, 1957), explica que la ingratitud puede ser una forma de negación: «El niño que no puede aceptar el amor de su madre destruye simbólicamente el vínculo». La ingratitud, en muchos casos, no es sólo olvido, sino rechazo activo. Hay quienes, incapaces de tolerar la deuda emocional, optan por borrar todo rastro de lo que han recibido. Aquí habría que preguntarnos qué es lo que genera esa incapacidad o rechazo. ¿Qué se viene arrastrando?

Más adelante, Jacques Lacan nos advierte que el deseo humano es insaciable. Nunca nos sentimos completamente llenos, por lo que muchas veces no agradecemos porque siempre estamos esperando algo más. En Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964), afirma: «El deseo del ser humano es el deseo del otro». La gratitud exige detenerse y reconocer lo recibido, algo que la estructura del deseo a menudo nos impide hacer. ¿Cómo podemos agradecer algo que no sabemos por qué lo queríamos o necesitábamos? Si atendemos la mímesis del deseo, que nuestro deseo es el deseo del otro, es entendible que entremos en conflicto cuando realizamos el deseo y caemos en cuenta de que en realidad no era algo que habíamos querido.

La ingratitud lastima de maneras diversas

El retrato literario

Fue Fiódor Dostoievski quien, en Prestupléniye i nakazániye (Crimen y castigo, 1866-77), nos muestra a Raskólnikov, un hombre que ayuda, pero termina sintiéndose vacío y culpable. Nos recuerda que a veces, la ingratitud no es sólo del otro, sino también de nosotros mismos cuando no aceptamos nuestro propio valor. En esta novela, vemos cómo incluso la culpa puede convertirse en una forma de rechazo de la gratitud. Anlicemos esta frase de la novela: «Se habituó a la idea de que los hombres, en general, se inclinan por la ingratitud, basándose en que, aun cuando alguien sea excesivamente generoso con ellos, en el fondo no se lo perdonan». Esta frase refleja la visión pesimista de Raskólnikov sobre la naturaleza humana, sugiriendo que la ingratitud no es sólo un acto de olvido, sino también una forma de resentimiento hacia quien da sin esperar nada a cambio. Es una idea que encaja con su teoría del «hombre extraordinario» y su justificación para el crimen, pues ve en la sociedad una estructura donde la bondad no siempre es recompensada.

León Tolstói, en Smert Ivana Ilichá (La muerte de Iván Ilich, 1886), nos muestra la indiferencia de la familia ante el sufrimiento del protagonista. «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?'». La ingratitud también es el abandono. La historia nos revela cómo la sociedad construye vidas vacías y cómo las relaciones personales pueden convertirse en pura apariencia. Iván Ilich, al final de su vida, descubre el vacío de una existencia guiada por lo que «debía ser» en lugar de lo que verdaderamente quería ser. Tolstói nos obliga a pensar en la manera en que los que nos rodean nos abandonan en nuestro error. Por eso es que debe existir la figura de alguien que nos oriente, haciendo una corrección fraterna a tiempo. Aunque, cuidado aquí: de nada sirve que nos hagan ver nuestro error si no hay humildad para reconocerlo y enmendar.

Por último, Anton Chéjov, en Vishniovy sad (El jardín de los cerezos, 1903-4), nos habla de cómo el pasado y los sacrificios son olvidados con facilidad. «Todo lo que amamos se convierte en un fantasma». La ingratitud puede ser el precio del tiempo, de una modernidad que no respeta la historia personal de los demás. Cuando amamos algo o a alguien, le damos un valor emocional enorme. Sin embargo, con el tiempo, incluso lo más amado puede desvanecerse, convirtiéndose en un fantasma de lo que fue. Esto aplica a las relaciones humanas: podemos ser profundamente importantes para alguien en un momento, pero con el tiempo, nuestra presencia o actos se diluyen en la memoria de los demás. Esto nos enseña que hay que saber valorar a las personas, las situaciones y las cosas en su justa dimensión.

¿Cómo viven la ingratitud?

  • ¿Alguna vez han sentido la herida de la ingratitud? ¿Cómo lo manejaron?
  • ¿Creen que la gratitud debería ser una expectativa o un regalo espontáneo?
  • ¿Cómo creen que la sociedad actual influye en la manera en que valoramos lo que recibimos de los demás?
  • ¿Tienen alguna canción, película o libro que refleje su experiencia con la ingratitud?

Déjenme sus comentarios, me encantaría leer sus perspectivas y generar un diálogo sobre este tema tan humano y universal.

Gracias por leer.

Vivir en el abismo de la elección

«Elige la mejor manera de vivir, la costumbre te la hará agradable».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

El miedo es una de las emociones más primitivas del ser humano, pero también una de las más reveladoras. Nos confronta con nuestra fragilidad, con nuestra incertidumbre ante la vida, y con la necesidad de elegir. Nos paraliza y, al mismo tiempo, nos empuja. Es el filo de la navaja entre la comodidad de lo conocido y el vértigo de lo auténtico. Pero ¿qué significa realmente ser auténtico? Y más aún, ¿por qué el miedo parece ser su mayor enemigo y, paradójicamente, su mayor impulsor? Kierkegaard nos da una pista en El concepto de la angustia (1844): «La angustia es el vértigo de la libertad».

La libertad nos permite elegir, pero con la elección viene la angustia. No hay certezas absolutas, no hay garantías de que lo que decidimos será lo correcto. Esta es la gran paradoja: el miedo nos hace dudar, pero solo a través de la duda podemos encontrar el camino a la autenticidad. En Temor y temblor (1843), Kierkegaard nos muestra a Abraham enfrentando la prueba definitiva de su fe. Dios le pide sacrificar a su hijo Isaac, y él, sin entender completamente el propósito, decide obedecer. Lo que hace a Abraham un «caballero de la fe» no es la ausencia de miedo, sino su decisión de atravesarlo. No busca justificaciones racionales, no espera que el mundo lo entienda. Simplemente da el salto. «La fe es precisamente la paradoja de que el individuo es superior a lo universal». En otras palabras, la autenticidad requiere un acto de valentía: la disposición de vivir según nuestras convicciones más profundas, aun cuando vayan en contra de lo que dicta la sociedad o la razón común.

La autenticidad como un camino, no como un destino

Jean-Paul Sartre lo plantea de otro modo en El ser y la nada (1943): «El hombre está condenado a ser libre». No tenemos opción. Siempre estamos eligiendo, incluso cuando decidimos no elegir. Pero muchas veces lo hacemos desde el miedo: miedo a decepcionar, miedo a fracasar, miedo a la soledad. Entonces nos refugiamos en lo que Sartre llama la mala fe: esa actitud de autoengaño en la que fingimos que nuestras decisiones no nos pertenecen realmente. Por eso, la autenticidad no es un punto fijo al que se llega, sino un esfuerzo constante. Simone de Beauvoir lo entendió bien cuando escribió en Para una moral de la ambigüedad (1965): «Ser libre no es actuar según los propios caprichos, sino comprometerse con un camino que se elige conscientemente». Ser auténtico implica renunciar a muchas cosas: a la validación externa, a la comodidad de lo predecible, al falso control sobre nuestro futuro. Pero nos da algo invaluable: una vida que realmente nos pertenece.

Dostoievski, en Los hermanos Karamázov (1880), nos presenta la historia del Gran Inquisidor, quien argumenta que la mayoría de las personas no quieren ser libres, porque la libertad es aterradora. Prefieren que alguien más les diga qué hacer, qué pensar, cómo vivir. Prefieren renunciar a su autenticidad a cambio de seguridad. Pero también nos muestra lo contrario: aquellos que eligen, a pesar del miedo. El príncipe Myshkin, en El idiota (1866-67), elige la compasión a pesar de la crueldad del mundo. Raskólnikov, en Crimen y castigo (1886-67), enfrenta su propia culpa y se entrega a la redención. Tolstói, en La muerte de Iván Ilich (1886), nos da una lección aún más dura: «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?’». Es el miedo más profundo de todos: el miedo a haber vivido mal, a haber traicionado nuestra esencia por complacencia o cobardía.

La decisión de vivir sin miedo: el coraje de la autenticidad

Llegamos al punto crucial: ¿cómo se vive sin miedo? O mejor dicho, ¿cómo se vive a pesar del miedo? Porque el miedo nunca desaparece del todo. Está en cada elección, en cada cambio, en cada despedida. Es el susurro de la duda que nos paraliza antes de dar un paso hacia lo desconocido. Y sin embargo, hay quienes se lanzan, quienes atraviesan la tormenta y siguen caminando. ¿Cuál es su secreto? Para Nietzsche, la respuesta estaba en la afirmación de la vida. En Así habló Zaratustra (1883-85), nos dice: «Lo que no me mata, me hace más fuerte». Una frase que ha sido malinterpretada hasta el cansancio, pero cuyo significado original es mucho más profundo. Nietzsche no se refiere a una simple resistencia al dolor, sino a una transformación interna. Cada desafío, cada miedo superado, nos convierte en algo más grande de lo que éramos antes.

No se trata sólo de sobrevivir, sino de vivir con intensidad, con un sentido de propósito que haga que la vida valga la pena. Aquí es donde entra una figura crucial para entender la decisión de vivir sin miedo: San Juan Pablo II. El 22 de octubre de 1978, en su primera homilía como Papa, Juan Pablo II pronunció las palabras que marcarían su pontificado: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo». No era una frase vacía. Karol Wojtyła conocía el miedo de primera mano: la Segunda Guerra Mundial, la ocupación nazi en Polonia, la represión comunista, la muerte de su familia en su juventud. Era un hombre que había visto de cerca el horror, el sufrimiento y la desesperación. Pero nunca se dejó dominar por el miedo. ¿Por qué? Porque entendía que el miedo sólo tiene poder sobre nosotros si le damos espacio en el corazón. Vivir sin miedo no significa ignorarlo, sino enfrentarlo con fe, con valentía y con amor.

En su libro Cruzando el umbral de la esperanza (1994), escribe: «El hombre que se aparta de Dios no sólo se aleja de su Creador, sino que también se aleja de sí mismo. No se entiende a sí mismo, no sabe para qué vive, no sabe cuál es su misión». Es aquí donde encontramos la clave: el miedo es el resultado de la incertidumbre sobre quiénes somos y para qué vivimos. Si no tenemos un propósito claro, el miedo nos consume. Nos aferramos a lo seguro, a lo predecible, porque el vacío nos aterra. Pero cuando encontramos ese propósito —cuando abrimos las puertas a lo trascendente, al amor, al bien—, el miedo pierde su fuerza. No desaparece, pero ya no nos controla.

El miedo y el amor: la verdadera batalla

En Cartas del diablo a su sobrino (1942), C.S. Lewis nos muestra el miedo como un arma del enemigo. El demonio intenta que el ser humano viva atrapado en la incertidumbre, en la ansiedad, en la angustia de lo que vendrá. Pero la única respuesta real al miedo no es la valentía, sino el amor. «No hay miedo en el amor, sino que el amor perfecto echa fuera el miedo». (1 Juan 4:18) Esto nos lleva a una verdad profunda: vivir sin miedo no es una cuestión de valentía, sino de amor.

Cuando amamos de verdad —a Dios, a los demás, a la vida misma—, dejamos de tener miedo. Nos lanzamos sin reservas, porque sabemos que, pase lo que pase, valdrá la pena. San Juan Pablo II lo vivió así. Enfrentó atentados, persecuciones, crisis globales. Pero nunca dejó de sonreír, de abrazar, de hablar con esperanza. No era ingenuidad. Era la certeza de que el amor es más fuerte que el miedo.

Regresamos a la gran pregunta: ¿cómo se vive sin miedo? No hay fórmulas mágicas, pero hay decisiones que pueden cambiarlo todo:

  1. Aceptar la incertidumbre. No podemos controlarlo todo, y eso está bien. La vida es un viaje, no un plan maestro perfectamente trazado.
  2. Elegir la autenticidad sobre la aprobación. No podemos vivir esperando la validación de los demás. Como decía Sartre, estamos condenados a ser libres.
  3. Dejar de posponer la felicidad. Siempre estamos esperando el “momento ideal”, pero ese momento nunca llega. La vida se vive ahora.
  4. Vivir desde el amor. Cuando amamos lo que hacemos, a quienes nos rodean y a la vida misma, el miedo pierde su poder.
  5. Tener un propósito más grande que uno mismo. Cuando sabemos por qué estamos aquí, cuando vivimos para algo más grande que nuestro propio ego, el miedo se convierte en un obstáculo pequeño en un camino inmenso.

En el fondo, vivir sin miedo es un acto de fe, no sólo en Dios, sino en la vida misma. En el amor, en la posibilidad de construir algo hermoso a pesar del dolor y la incertidumbre. Juan Pablo II lo entendió mejor que nadie. Sus palabras resuenan aún hoy, en un mundo dominado por la ansiedad y el miedo: «¡No tengáis miedo!» No tengamos miedo de ser quienes realmente somos. De vivir con intensidad, con amor, con esperanza. De mirar al abismo y dar el salto, no porque estemos seguros del futuro, sino porque estamos seguros de que vale la pena intentarlo.

Porque al final, sólo aquellos que se atreven a vivir realmente, viven sin miedo.