“El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor. Es su megáfono para despertar a un mundo sordo”.
— C.S. Lewis
Queridos(as) lectores(as):
A veces basta un diagnóstico, una llamada en la madrugada, una ausencia inesperada, para que la vida se quiebre sin previo aviso. Es en ese instante —cuando el alma tiembla y el cuerpo no entiende— que surge la pregunta que ha atravesado los siglos: ¿por qué duele? Escribir sobre el dolor es arriesgarse a pisar terreno sagrado y herido. No hay respuestas fáciles, ni fórmulas que consuelen de verdad. Pero hay voces, como la de Clive Staples Lewis, que se atreven a mirar el sufrimiento con una mezcla rara de lucidez, fe y ternura. En El problema del dolor (1940), Lewis no sólo piensa el dolor: lo escucha, lo atraviesa, lo interroga desde su experiencia y su fe. Y eso, en sí mismo, es un acto de profundo amor.
Este encuentro no pretende resumir el libro, sino dejar que algunas de sus intuiciones dialoguen con lo que he vivido y visto en el diván, en los pasillos de los hospitales, en los silencios de quienes no saben cómo seguir. Porque si el dolor tiene algún sentido, quizás sea este: que aún heridos, aún rotos, podemos mirar al otro con compasión verdadera. Que el dolor —cuando no se glorifica ni se niega— puede ser un lugar de encuentro, no de condena. Vamos paso a paso. Que esta lectura no sea un peso más, sino un pequeño descanso en medio del camino.
El dolor como escándalo de la conciencia
Hay dolores que no se pueden explicar sin traicionar su peso. La muerte de un hijo, una enfermedad injusta, la traición de alguien amado… Hay dolores que no se comprenden, sino que se padecen. Para C.S. Lewis, el dolor no es un problema intelectual cualquiera, sino el mayor obstáculo para la fe de un alma sensible: “Si Dios fuese bueno, desearía que sus criaturas fueran perfectamente felices; y si fuese omnipotente, podría lograrlo. Pero las criaturas no son felices. Por tanto, parece que Dios carece de bondad, de poder, o de ambas cosas” (El problema del dolor, 1940). Lewis no esconde esta objeción: la enfrenta. Y lo hace con la honestidad de quien ha amado, sufrido y pensado profundamente. Porque el escándalo del dolor no está sólo en lo que se siente, sino en lo que contradice: la idea de un mundo justo, de un Dios bueno, de una vida con sentido.
En el consultorio, he escuchado muchas veces ese mismo lamento, aunque venga envuelto en otras palabras. Una mujer que fue abusada en la infancia y se pregunta si todo estaba ya escrito. Un hombre que pierde su empleo y con él, su dignidad. Padres que no logran proteger a sus hijos. Gente buena que, simplemente, no puede más. Lo que duele no es sólo el hecho, sino la experiencia de desamparo, la sensación de que el dolor desmiente todo lo que nos dijeron que era la vida. Y sin embargo —como decía el poeta Paul Claudel—: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino a explicarlo. Vino a llenarlo con su presencia». En esto radica uno de los grandes aportes de Lewis: el dolor no es prueba de la ausencia de Dios, sino quizá el único lugar donde algunos llegan a escucharlo. “El dolor es el megáfono de Dios para despertar a un mundo sordo”, insiste Lewis. No como castigo, sino como llamado. Claro que esto no consuela a la ligera. A veces, en la clínica, lo único que uno puede hacer es estar allí, callado, cuando el otro se desmorona. Porque hay dolores que no piden explicaciones, sino brazos abiertos. Y aún así —con el tiempo, con ternura, con trabajo— muchos descubren que el dolor no fue el final. Que, extrañamente, fue el principio de una vida más verdadera.
El amor que duele: cuando Dios no nos deja en paz
Lo más provocador de El problema del dolor no es que Lewis defienda la existencia de Dios a pesar del sufrimiento, sino que se atreva a decir que es justamente porque Dios nos ama que permite que suframos. En sus palabras: “No es la benevolencia del que quiere simplemente que los hombres estén contentos, sino la del artista que no descansará hasta haber plasmado su imagen perfecta en la criatura” (El problema del dolor, 1940). No es fácil aceptar esta idea. Suena incluso cruel. ¿Qué clase de amor permite el quebranto? ¿Qué tipo de Dios “moldea” con lágrimas? Lewis no habla desde la teoría. Él mismo perdería años después a su esposa Joy por un cáncer devastador, y escribiría Una pena en observación (1961) como testimonio desgarrado. Ya no era el académico brillante, sino un hombre roto. Y aún así, no renegó de Dios. Cambió su tono, su confianza, su fe infantil… pero no dejó de creer. Porque comprendió que el amor divino no es complaciente: es transformador. Y a veces, transforma a través del crujir de los huesos.
Muchos pacientes llegan a consulta destrozados no sólo por lo que han vivido, sino por la pregunta latente: ¿por qué yo? Y en esa pregunta hay una queja, sí, pero también una intuición: que la vida —y quizás Dios— tiene algo que decirnos incluso en la ruina. Esto me conmueve personalmente porque me hace recordar a mi papá, quien en su profunda sensibilidad y sabiduría, me hacía pensar en otra pregunta: ¿por qué yo no? Mi amigo Uriel, de hecho, me hablaba con la calidez de un amigo, pero sobre todo de un hermano en la fe: «Las tribulaciones que vivimos muchas veces nos ayudan a poner más atención en cosas que no veríamos de estar en paz o en calma». ¿Quiénes somos para no tener que vivir lo que otros viven con absoluta dignidad?
El amor que duele no es sádico. Es exigente. Lewis compara a Dios con un cirujano: una vez que ha comenzado la operación, no puede detenerse solo porque el paciente sufre. Su finalidad no es herir, sino curar. Pero no lo hace a medias. Como un escultor que talla a golpe de martillo, porque ve en el mármol una belleza que aún no ha emergido. Claro que todo esto sólo puede decirse con humildad. Cuando uno no es quien está sufriendo, lo mejor es guardar silencio. Pero cuando uno ha pasado por el fuego —y sabe que no fue en vano— entonces estas palabras pueden comenzar a tener sentido. No como explicación, sino como compañía.

-C.S. Lewis, El problema del dolor (1940)
Dolor, dignidad y sentido en la clínica
Una de las grandes intuiciones de C.S. Lewis es que el sufrimiento no nos deja igual. “Dios susurra en nuestros placeres, habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor” —no es sólo una imagen poética, sino una verdad clínica. Porque el dolor, cuando no se anestesia ni se niega, puede volverse revelación. Y lo revelado no siempre es algo nuevo: a veces es algo olvidado. Lo he visto muchas veces en el consultorio: el hombre que se quiebra después de años de sostenerlo todo, y por fin puede decir que tiene miedo. La mujer que empieza a dormir bien sólo después de permitirse llorar. El joven que reconoce que no odia a sus padres, sino que quiere ser visto. Y también he visto lo contrario: personas en quienes el dolor ha fermentado en resentimiento, desconfianza o rabia muda. Porque el sufrimiento no es maestro automático de nada. Sólo puede enseñar si encuentra un oído que escuche, un otro que acompañe, un espacio donde hablar sin ser juzgado.
En El problema del dolor, Lewis distingue entre el sufrimiento físico y el moral, pero reconoce que ambos afectan el alma. En clínica, esa distinción se vuelve difusa: hay cuerpos que somatizan lo que no pueden decir, y hay dolores emocionales que se experimentan como heridas en la carne. Por eso, acompañar el dolor no es sólo intervenir en lo que “duele”, sino en lo que esa persona ha hecho —o no ha podido hacer— con su historia. Recuerdo un paciente que había atravesado una infancia marcada por el abandono. Durante meses, hablaba como si todo le fuera indiferente. Pero una vez —al mencionar que, de niño, fingía dormir para no escuchar a sus padres pelear— se quedó en silencio. Y luego, con la voz quebrada, dijo: “Yo quería que alguien me defendiera”. No hablaba un adulto: hablaba el niño que aún no había podido dolerse en paz. A partir de ahí, comenzó el trabajo real. Lewis insiste en que Dios no quiere que seamos “felices” a cualquier precio, sino santos. Esto puede sonar lejano, incluso hostil, si se lo dice a alguien en crisis. Pero si lo traducimos: Dios desea que seamos verdaderos. Que nuestra dignidad no dependa del éxito, del cuerpo joven o del reconocimiento externo. En clínica, eso también se busca: que la persona descubra que, incluso en medio del dolor, hay un “sí” que puede decir a la vida. A veces pequeño, casi susurrado. Pero real.
No sentido, sino presencia
Hay historias que no se olvidan, no por lo escandalosas, sino por lo profundamente humanas. Una mujer me contó una vez que, tras años de vivir violencia familiar, huyó una noche con su hija pequeña y una maleta. Terminó en un refugio. No tenía trabajo, ni red, ni autoestima. Durante meses, cada palabra suya era una mezcla de culpa y vergüenza. Pero hubo un punto de inflexión: una mañana, mientras barría, su hija le dijo: “Me gusta más tu risa cuando estamos solas”. Esa frase fue un parteaguas. “Entonces supe que todavía podía empezar otra historia”, me dijo. El dolor no desapareció. Pero ya no era el dueño de su vida. Otro caso que me marcó fue el de un hombre que, tras perder a su esposa en un accidente, se negó durante años a rehacer su vida. No por fidelidad, sino por miedo. Miedo a olvidar, miedo a traicionar, miedo a volver a amar. En consulta, me dijo un día: “La única manera en que ella sigue viva es si yo no soy feliz sin ella”. Nos quedamos en silencio. Y luego preguntó: “¿Será que ella querría eso?”. No respondí. No hizo falta. El dolor que lo había encerrado empezó a volverse recuerdo, no cárcel. A los meses, volvió a la música —ella era pianista— y empezó a tocar de nuevo. No para olvidarla, sino para recordarla de otro modo.
Lewis diría que lo que esas personas encontraron no fue un sentido abstracto, sino una Presencia. “El dolor elimina las ilusiones sobre nosotros mismos” —escribió— “y nos obliga a ver quiénes somos y quién es Dios” (El problema del dolor, 1940). No para condenarnos, sino para liberarnos de todo lo que nos impide vivir con verdad. A veces, acompañar a alguien en su dolor es como quedarse junto a él mientras cruza un puente roto. No se trata de dar respuestas, sino de ser testigo. Y hay algo en ese testimonio compartido que convierte el sufrimiento en semilla.
Reflexión final
Hay dolores que nos cambian para siempre. Sería injusto decir que todo se supera, que el tiempo cura, que basta con ver el lado positivo. A veces no hay “lado positivo”. A veces sólo hay ruinas, silencio y preguntas que duelen más que el propio hecho vivido. Pero también es cierto —y lo digo no desde el dogma, sino desde lo visto y vivido— que el dolor puede transformarse. No se borra. No se explica del todo. Pero puede encontrar un lugar donde no destruya, sino fecunde. Como las grietas por donde entra la luz, como las cicatrices que no tapan la herida, pero sí indican que hubo sanación. C.S. Lewis no escribió El problema del dolor desde la comodidad. Su fe no fue nunca un escudo contra el sufrimiento, sino una forma más profunda de atravesarlo. En uno de sus pasajes más hermosos, escribió: “He aprendido ahora que mientras aquellos que no sufren pueden ayudarnos por lo que dicen, los que han sufrido pueden ayudarnos por lo que son”. Eso es lo que más necesitamos: no explicaciones perfectas, sino presencias verdaderas.
Si estás pasando por un momento oscuro, que sepas esto: no estás solo(a). Y aunque no lo parezca ahora, es posible que algún día, lo que hoy te rompe sea también lo que te vuelva más compasivo(a), más libre, más profundo(a). No porque el dolor sea bueno, sino porque tú eres más grande que tu herida. Que podamos ser, cada uno a su modo, testigos del consuelo. Porque a veces, basta con que alguien nos mire con ternura para volver a creer que la vida todavía puede ser hermosa.
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