La calma de un verso

“El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor,
el dolor que en verdad siente”.
—Fernando Pessoa

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos cansados. No sólo físicamente: cansados de pensar, de decidir, de rendir, de explicarnos. Muchas personas llegan al análisis diciendo “no sé qué me pasa”, “no encuentro las palabras”, “todo me pesa”. Y no es casual: hemos ido perdiendo el lenguaje interior. Leer poesía todos los días —aunque sea un poema breve, aunque sea una estrofa— no es un pasatiempo refinado ni un gesto intelectualista. Es una forma cotidiana de cuidado psíquico, una pausa que ordena, nombra y contiene.

Hoy quisiera hablarles de eso: de qué es (y qué no es) la poesía, de por qué calma, de lo que el psicoanálisis aprendió de los poetas, y de cómo leer poesía sin miedo ni solemnidad.

La poesía no es complicada: es exigente con el silencio

Uno de los grandes prejuicios contra la poesía es pensar que “no se entiende”. En realidad, muchas veces no se deja usar. No sirve para producir, convencer, vender ni demostrar nada. Y eso incomoda. La poesía no pide velocidad, pide presencia. No busca explicarse, busca resonar. Octavio Paz, poeta y ensayista mexicano, lo decía con claridad: “La poesía no dice: muestra” (El arco y la lira, 1956).

Por eso la poesía no se “consume”. Se habita. Se entra en ella como se entra en una habitación en penumbra: con cuidado, dejando que los ojos se acostumbren. Leer poesía a diario nos reeduca en algo que hemos olvidado: estar sin hacer.

La poesía como traductora de lo que sentimos (cuando no sabemos decirlo)

En la clínica aparece constantemente una dificultad: el afecto sin palabras. El cuerpo tenso, el insomnio, la irritabilidad, el llanto sin relato. La poesía ofrece algo precioso: pone palabras donde sólo había sensación. Un verso puede decir por nosotros lo que no sabíamos formular. No porque explique, sino porque condensa.

Idea Vilariño, poeta uruguaya, escribe en Poemas de amor (1957):

“No me abraces.
No me digas palabras.
Déjame sola con mis cosas”.

Quien ha sentido eso, no necesita interpretación. La poesía funciona como un espejo afectivo: “eso soy yo, eso me pasa”. Y en ese reconocimiento, algo del estrés se afloja.

Freud, el inconsciente y los poetas que llegaron antes

Sigmund Freud nunca fue indiferente a la literatura. Al contrario: la respetaba profundamente. En La interpretación de los sueños (1900) afirma que los poetas y artistas intuyeron antes que nadie el funcionamiento del inconsciente. En una carta a Arthur Schnitzler (1922), Freud le confiesa: “Usted ha sabido por intuición —o por autoobservación— todo aquello que yo he descubierto laboriosamente en otros hombres”.

Para el psicoanálisis, la poesía no es adorno: es vía regia al deseo, al conflicto, a lo reprimido. El poema trabaja con condensación, desplazamiento, ambigüedad… exactamente los mismos mecanismos que Freud describe en el sueño. Leer poesía es, sin saberlo, hablar el idioma del inconsciente.

“La poesía es el eco de la melodía del universo en el corazón de los humanos”.
—Rabindranath Tagore, Sadhana (1913).

Lo que la poesía no es (para no espantarnos)

Conviene decirlo claro:

  • La poesía no es autoayuda rimada.
  • No es motivación barata.
  • No son frases bonitas para Instagram (aunque pueda serlo).
  • No exige entenderlo todo.
  • No pide erudición ni títulos.

La poesía no te pide que seas culto. Te pide que seas honesto(a) contigo. Como decía Rainer Maria Rilke: “Viva las preguntas ahora” (Cartas a un joven poeta, 1903).

Leer poesía como acto de resistencia cotidiana

Leer poesía todos los días es resistir a la prisa, al ruido, al utilitarismo. Es recordar que no todo tiene que servir para algo inmediato. Que también somos interioridad, símbolo, pausa. Un poema antes de dormir puede calmar más que muchos consejos. Un verso al amanecer puede ordenar el día mejor que cualquier lista.

La poesía no quita los problemas. Pero ensancha el alma para que no nos ahoguen.

Manual mínimo (y cariñoso) para leer poesía

  1. No leas poesía cuando tengas prisa. La poesía se venga.
  2. Si no entiendes un poema, no te disculpes: acompáñalo.
  3. Lee en voz baja. El poema también tiene cuerpo.
  4. Si un verso te molesta, ahí hay algo tuyo.
  5. No subrayes todo. La poesía se deja volver a encontrar.
  6. Un solo poema al día es suficiente. No es maratón.
  7. Si te emociona, no lo expliques de inmediato. Respétalo.
  8. La poesía no se termina: se relee cuando uno cambia.

Reflexión final

Tal vez por eso la poesía necesita tiempo. Tal vez por eso no se lee de golpe. Tal vez por eso alguien puede tardar en abrir un libro… y está bien. La poesía no reclama. Espera. Y cuando llega el momento, sabe decir exactamente lo que necesitábamos escuchar.

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La poesía —como el psicoanálisis— empieza cuando alguien se anima a escuchar de verdad.

¿Cansancio? No, agotamiento…

“El cansancio llega cuando el cuerpo se agota; el agotamiento emocional aparece cuando el alma no encuentra dónde descansar”

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época donde la palabra “cansancio” se ha vuelto casi una muletilla social. La decimos en la oficina, en la universidad, con la familia, hasta en redes sociales. Es la respuesta comodín: “¿Cómo estás?” —“Cansado(a)”. Pero detrás de esa palabra aparentemente inocua muchas veces se esconde algo más profundo. Dormir ocho horas no cambia nada. El café se convierte en una prótesis para abrir los ojos. Las vacaciones alivian unos días, pero al volver todo regresa: la misma pesadez, la misma irritabilidad, el mismo vacío. No estamos hablando de pereza, ni de flojera. Estamos hablando de un agotamiento que no se cura con dormir: el agotamiento emocional.

Como psicoanalista, lo veo una y otra vez en el consultorio. Personas que llegan convencidas de que sólo necesitan organizarse mejor, dormir más o “echarle (más) ganas”, y descubren que lo que está drenado no es el cuerpo, sino la vida interior. La verdadera fatiga está en el alma.

La diferencia entre cansancio y agotamiento

El cansancio físico es comprensible: corres, trabajas, te esfuerzas, y el cuerpo pide reposo. Un descanso adecuado suele devolver la energía. El agotamiento emocional, en cambio, no se resuelve así. Es una especie de ruido de fondo constante que drena incluso cuando no estás haciendo nada. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, lo expresó con precisión: “La mayor fatiga no proviene del trabajo, sino de llevar a cuestas la propia desesperación” (Diario de un seductor, 1843). Lo que agota no son las horas frente a la computadora, sino la sensación de que lo que haces carece de sentido. Lo que cansa no son las reuniones, sino tener que fingir que todo está bien.

En la clínica, suelo explicarlo así: el cansancio pide una cama; el agotamiento pide una palabra. Y si lo confundimos, corremos el riesgo de creer que más sueño o más ocio solucionarán algo que en realidad requiere otra cosa: elaborar, poner en palabras, reconocer el peso de lo que llevamos dentro.

Señales que no debes ignorar

El agotamiento emocional se manifiesta en signos que solemos pasar por alto o disfrazar:

  • Irritabilidad constante. Todo molesta, todo se siente insoportable, incluso las cosas pequeñas.
  • Pérdida del gusto por lo que antes generaba alegría. Lo que antes era pasión ahora es una carga.
  • Dificultad para concentrarse o disfrutar. Ni leer un libro ni ver una película terminan de atrapar.
  • Sensación de vacío permanente. Duermes, sales, conversas, pero nada llena.

Sigmund Freud, en una carta a Wilhelm Fliess (1895), decía que la fatiga del alma “no se alivia con reposo físico, porque lo que está herido no es el músculo, sino la vida interior”. Y confirmo desde la experiencia: el agotamiento emocional aparece en quienes mejor fingen. En los que sonríen en público, pero por dentro se sienten huecos. En los que trabajan, cuidan, estudian, cumplen… pero al llegar a casa sienten que no queda nada de sí mismos.

El costo oculto

El verdadero problema del agotamiento emocional es que se infiltra en todo:

  • Roba la motivación en el trabajo.
  • Apaga el interés en la pareja, en los hijos, en los amigos.
  • Vuelve el cuerpo pesado y enfermo: dolores de cabeza, contracturas, insomnio.
  • Y lo más grave: desgasta la propia identidad.

Albert Camus escribió: “Lo que más me duele no es morir, sino ver cómo poco a poco uno se acostumbra a no vivir” (El mito de Sísifo, 1942). Ese acostumbrarse es el peligro. Cuando alguien me dice en sesión: “ya no soy yo”, sé que el agotamiento se ha vuelto un ladrón silencioso. No es casual que hoy se hable tanto de burnout. Pero yo prefiero llamarlo por su nombre: agotamiento del alma. Y cuando se instala, no sólo te roba energía: te roba la capacidad de sentirte vivo(a).

Recuerda que el pasado es algo que se puede seguir arrastrando en el presente. ¿En verdad quieres eso en el futuro?

Lo que realmente necesitas

Aquí viene la parte incómoda: no basta con dormir más, ni con escaparte un fin de semana. Eso ayuda, claro, pero no resuelve la raíz. Porque el agotamiento emocional no se debe a la falta de descanso físico, sino a la carga no elaborada que llevamos por dentro. Donald Winnicott, psicoanalista inglés, lo dijo sin rodeos: “No existe salud mental sin la posibilidad de ser sostenido por otro” (Realidad y juego, 1971). Y aquí está el punto central: lo que sana no es sólo el silencio de un cuarto oscuro, sino la posibilidad de hablar, de ser escuchado, de dejar que alguien sostenga con nosotros lo insoportable.

Como psicoanalista, lo veo con claridad: en el momento en que alguien se atreve a decir lo que lleva años callando, lo que parecía un callejón sin salida empieza a abrir pequeñas ventanas. No es magia ni fórmula rápida, pero sí es el inicio de un camino de recuperación real.

Una invitación

Si al leer estas líneas sientes que describo tu estado, no lo ignores. El agotamiento emocional no es moda ni hashtag: es un grito silencioso del cuerpo y del alma. La buena noticia es que se puede trabajar, comprender y superar. Lo que te propongo no es “ser fuerte” ni “aguantar”, porque esas son las máscaras que más nos desgastan. Lo que te propongo es que te permitas hablar. Que encuentres un espacio donde lo que llevas dentro no se juzgue ni se minimice, sino que se escuche y se trabaje.

Si sientes que esto es para ti, escríbeme. No tienes que cargarlo solo(a).

Reflexión final

El cansancio pide cama. El agotamiento pide escucha. ¿Cuál de los dos es el tuyo? No se trata de sentirse menos, claro que no te define en ningún momento tu agotamiento, pero sí puede llegar a cambiarte de una forma que ni tú eres capaz de imaginarte, y créeme que no es nada bonito (ni necesario) ese cambio. Date la oportunidad de hablar lo que cargas, lo que te tiene encorvado(a) todo el día, lo que te desgasta a pesar de que «la estés pasando bien».

Cierre

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Por favor: descansa

“Cuando el trabajo no descansa, se convierte en castigo; y cuando el corazón no se aquieta, ni el amor puede florecer”.
Françoise Dolto

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que uno siente que ya no puede más, pero sigue. No porque tenga fuerzas, sino porque teme decepcionar, fallar, quedar mal. El cuerpo da señales, los pensamientos se enturbian, el alma se apaga de a poco… y aún así uno responde mensajes, atiende pendientes, dice “sí” cuando lo que necesita es una pausa larga y silenciosa. Vivimos en una época que glorifica la disponibilidad permanente. Siempre hay alguien que puede “sólo un momento” llamarte, pedirte un favor, contarte su crisis o mandarte un archivo “urgente”. Como si el cansancio ajeno fuera prioridad y el propio, una falta de carácter.

Este encuentro no va dirigido a quienes quieren hacer más, sino a quienes ya no pueden. A quienes se sienten culpables por estar cansados. A quienes se han convencido de que si no están siempre disponibles, dejan de valer. Hoy quiero invitarte a pensar el descanso no como un lujo, sino como una responsabilidad con uno mismo. Porque también se ama sabiendo decir “ahora no puedo”. Porque hay un momento en el que no descansar deja de ser generosidad y empieza a ser autoabandono.

Cuando el alma pide tregua

Hay un tipo de agotamiento que no se quita con dormir. Es ese que se acumula cuando uno ha dado de más, ha sostenido demasiado, ha callado lo que le duele y ha postergado lo que necesita. Ese cansancio —que no es sólo físico, sino emocional, afectivo, espiritual— tiene una forma de colarse por todo el cuerpo: se aloja en los hombros tensos, en el pecho que pesa, en el pensamiento que se nubla con facilidad. Y sin embargo, vivimos en un mundo que nos empuja a seguir como si nada. El problema no es sólo el ritmo, sino el mandato: si te detienes, decepcionas; si descansas, estás siendo flojo; si te desconectas, dejas de pertenecer. Lo perverso no es el esfuerzo, sino la imposibilidad de retirarse sin culpa. Hemos confundido presencia con valor, productividad con dignidad, y eso nos ha llevado a una mentira peligrosa: que el cansancio debe esconderse, como si fuera un fracaso.

La psiquiatra y ensayista, Marion Milner, escribió alguna vez: “La libertad no está en hacer más cosas, sino en poder dejar de hacerlas sin sentir que perdemos el sentido” (Sobre no poder pintar, 1950). Saber parar, detener la máquina, desactivarse, no es señal de debilidad: es una forma de consciencia. El alma necesita tregua. No para volverse inútil, sino para no volverse ausente. Porque incluso lo que amamos —el trabajo, la familia, los demás— se vuelve peso cuando lo llevamos sin aire.

El mito de estar siempre para todos

Hay una idea que nos arruina sin que lo notemos: la de que debemos estar siempre disponibles para quienes nos necesitan. Que ser buena persona es no poner límites. Que el cariño se demuestra atendiendo de inmediato, sin importar si uno puede, quiere o está en condiciones de hacerlo. Esto no es generosidad. Es autoexigencia disfrazada. Y muchas veces nace no tanto del amor, sino del miedo: miedo a ser reemplazados, olvidados, juzgados. Miedo a no ser indispensables. El celular ha vuelto esta trampa casi invisible. Los mensajes llegan a cualquier hora, los grupos de trabajo no duermen, y quien no responde parece desinteresado o irresponsable. “Sólo te tomará cinco minutos”, dicen. Pero son cinco minutos del cuerpo agotado, del alma que ya no puede, del descanso que nunca llega. Y esos minutos —una y otra vez— van quitándonos el día, la paz, la salud.

El filósofo español, José Antonio Marina, escribió: “Vivimos tan pendientes de los otros, que hemos dejado de tener intimidad con nosotros mismos” (Anatomía del miedo, 2006). Y sin intimidad, uno no descansa: se anestesia, se apaga, se pierde en el ruido. Estar siempre para todos puede ser una forma muy sutil de no estar para uno mismo. Y nadie —escucha bien— puede sostener al mundo entero si no se da permiso de soltarlo, aunque sea un rato.

Desconectarse también es cuidarse

Uno de los mayores obstáculos para el descanso hoy no es la carga de trabajo… sino la carga de estímulos. Información, conversaciones, alertas, noticias, audios, memes, notificaciones, llamadas: todo sucede a la vez, todo exige respuesta, todo parece urgente. Pero no lo es. Hemos confundido lo inmediato con lo importante. El celular, que tanto nos conecta, también nos quita la posibilidad de estar verdaderamente solos, o verdaderamente presentes. Ya no hay silencios, ya no hay pausas. Incluso cuando “descansamos”, lo hacemos con una pantalla en la mano. Y el alma, que no puede apagarse del todo, permanece en guardia. Apagar el teléfono no es huir del mundo, es recordarle al cuerpo y a la mente que no todo está bajo nuestro cuidado. Que hay cosas que pueden esperar. Que hay momentos que no necesitan ser compartidos, grabados, respondidos. Sólo vividos.

Franco “Bifo” Berardi lo dijo con crudeza: “La sobreexposición a la conectividad ha destruido nuestra capacidad de elaborar el dolor, de procesar el cansancio, de pensar el futuro” (Después del futuro, 2011). No saber desconectarse no es valentía. Es un síntoma. Quizá uno de los actos más revolucionarios hoy —y más sanadores— sea dejar el celular a un lado, aunque sea una hora, y escuchar el silencio. O el canto de los pájaros. O la respiración propia. Volver a habitar el cuerpo como quien regresa a casa.

A veces el cuerpo lo dice antes que el alma: “ya no puedo más”.

El descanso no es un lujo, es un acto de responsabilidad

Aprender a descansar es, en el fondo, un acto de madurez. No se trata sólo de dormir o de tomarse unas vacaciones, sino de asumir que el cuerpo y el alma necesitan cuidados, no sólo exigencias. Que no basta con funcionar: hay que habitarse. Escucharse. Sostenerse con ternura.nHay quien cree que descansar es abandonar la misión, desviarse del camino, o dejar solos a los demás. Pero no. Descansar es lo que permite continuar. Es lo que evita que uno estalle, que hable con ira, que enferme, que trate con desprecio a quienes más ama. Porque el alma agotada no ama: sobrevive. Y el cuerpo saturado no piensa: reacciona. El descanso no es egoísmo. Egoísta es quien se cree tan indispensable que no puede retirarse ni un instante. Quien no confía en que el mundo puede seguir sin él, sin ella, un rato. Quien no se concede espacio para estar, simplemente, consigo mismo.

Por ello es que Simone Weil escribió: “La atención verdadera es un acto de generosidad, pero sólo puede ofrecerla quien no está exhausto” (La gravedad y la gracia, 1947). Cuidarse es también preparar el corazón para volver a dar sin resentimiento, sin desgaste, sin angustia. El descanso no es el final del camino: es el claro en el bosque donde uno respira para continuar. Y a veces, detenerse a respirar es lo más valiente que se puede hacer.

Algunas ideas sencillas para descansar mejor

Descansar no siempre significa hacer menos. A veces, significa hacer distinto. Aquí te dejo algunas sugerencias que pueden ayudarte a reconectar contigo mismo y recuperar energía:

  • Desconéctate intencionalmente del celular al menos una hora al día. Ponlo en modo avión o déjalo en otra habitación. Tu mente necesita silencio.
  • Establece un horario de descanso sin culpa. No lo negocies. Así como agendas reuniones, agenda pausas. El mundo no se va a caer si tomas un respiro.
  • Aprende a decir “no por ahora”. No todo requiere una respuesta inmediata. No todo lo urgente es importante.
  • Haz algo que no tenga propósito. Leer por placer, caminar sin destino, escribir, mirar el cielo. Recuperar lo inútil es recuperar lo humano.
  • Cuida el cuerpo como quien cuida una casa. Dormir bien, comer con calma, respirar profundo. Lo básico no es banal: es sagrado.
  • Busca momentos de soledad elegida. No para huir del mundo, sino para volver a ti mismo(a) con menos ruido.

Tal vez nadie te lo ha dicho con claridad, así que permíteme hacerlo ahora: no todo puede esperar de ti. Hay cosas que sí. Pero no todo. Y tú no puedes seguir creyendo que decir “no puedo más” es un pecado, una traición o una señal de debilidad. A veces, lo más fuerte que puede hacer alguien es detenerse. No responder ese mensaje. No atender esa llamada. No prometer lo que no puede dar. A veces, lo más amoroso es desaparecer un rato para volver con el alma menos rota. Si estás cansado(a), no estás mal. Estás vivo(a). Estás sintiendo. Estás llegando a un límite. No eres débil: estás honrando tu cuerpo, tu mente, tu historia. Escúchate. Haz espacio para ti. Cierra los ojos. Baja el ritmo. El mundo puede esperar. Tú no.

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Si esta entrada te habló, si te hizo detenerte un momento o simplemente sentirte acompañado(a) en tu cansancio, me alegra profundamente. Crónicas del Diván es un espacio pensado para eso: para respirar, pensar, cuestionar, y tal vez —de vez en cuando— descansar juntos. Te invito a seguir el blog, es gratuito y puedes recibir notificaciones por correo cada vez que se publique una nueva entrada. Y si quieres contarme algo, compartir una experiencia o simplemente saludar, puedes escribirme desde la pestaña Contacto.

Gracias por estar aquí.
Nos leemos pronto.

La frustrante frustración

Queridos(as) lectores(as):

Espero que sea el inicio de un gran año para todos nosotros y que logremos lo posible. Como ya saben, he empezado a hacer dinámicas en mi cuenta de Instagram (@HCHP1) para ver sobre qué temas les gustaría que abordáramos en nuestros encuentros, y siguiendo con ello, pidieron que les hablara sobre la tolerancia a la frustración. ¿Qué es exactamente la frustración? Pero, más importante, ¿por qué nos frustramos?

Empecemos por conocer la etimología, que quienes ya están acostumbrados a la lectura de esta página, saben y comprenden que siempre es clave para poder entender las nociones. Viene del latín frustratio, frustrationis, que nos dice que se trata de llevar a alguien al error, a la decepción y/o a la equivocación. A su vez es nombre de acción y efecto del verbo frustrare, que es equivocar, estar engañados, tergiversar), pero su derivación viene del adverbio frustra, que es aquello que es vano o inútil.

Tiempos y resultados

Justo hace unos días platicaba con unos amigos sobre cuando éramos niños y teníamos que ir con nuestras madres a la estética, al banco, al médico o a cualquier lugar que supusiera tener que esperarlas. Lo que bien podría ser cuestión de minutos o quizá una hora a lo mucho, para un niño puede tratarse de una eternidad. Albert Einstein explicaba la relatividad del tiempo, y los niños lo comprobaban. Y es que las acciones eran totalmente distintas: por un lado, el lapso de tiempo era diferente para la madre que se ocupaba y el niño que esperaba. La acción es el quehacer, la espera es el no-quehacer. Por eso es que en aquellas épocas, las madres solían advertir a los niños que llevaran algo (un juguete, un libro, colores, etc.) para que se entretuvieran «en lo que esperaban». Claramente hay generaciones cuyas elecciones eran diametralmente distintas, ya que en algunos casos existía el privilegio de llevar videojuegos. Pobre del niño que olvidara su divertimento en casa. La desesperación se volvía una sentencia, y sólo quedaba «esperar desesperados». En cierta medida, esas generaciones nos fuimos preparando de manera inconsciente a resistir y aguantar la frustración de no poder hacer nada más. Sin embargo, de un modo u otro, los niños se las arreglaban con algo que veremos más adelante…

Hoy en día, la tecnología y las nuevas crianzas, aseguran que un niño de privilegios no se aburra, no se desespere, pues se les da el celular, la tablet o algún otro dispositivo digital para que «no estén molestando» y en esto está la clave para entender un rompimiento relacional de los padres con sus hijos. Solemos ver que la interacción empieza a quebrarse, y las pantallas dividen, separan, teniéndolos de frente. Pero, ¿qué pasa si no hay con qué entretener a los peques? Ya hablamos de dos desesperaciones distintas y el malestar se agiganta. La frustración deriva entonces en el fracaso, en el «no hay de otra, pero, ¡exijo que haya de otra!». Y la realidad es que sí la hay, pero resulta inconveniente que los niños (y muchos adultos) ya no cuentan con un factor que generaciones atrás sí: la imaginación. Y los problemas, ridículos pero en demasía incómodos, se vuelven enormes.

Vivir el momento tal y como es

Hay que tener claro algo: cuando las cosas no salen como las esperamos, nos frustramos. Es perfectamente entendible y, por qué no, natural. Un profesor en la carrera nos decía que «la Filosofía es una herramienta para lidiar con la frustración». ¿A qué se refería con ello? Primero hay que recordar que la Filosofía precisamente es un modo de vivir. Eso de «mi filosofía de vida» es una narrativa posmoderna que pretende que suene muy profundo el decir «yo vivo así». Nada más. Pero resulta muy frustrante cuando ese «modo de vivir» no da resultados realmente buenos. En fin, no entraré en esa discusión en este encuentro. Poder lidiar con la frustración es entender que NO ES TODO, que se trata de un momento y de una situación que NO DETERMINA lo demás. Pero, cuidado, no caigamos en la terquedad de tener ese pensamiento mágico de «si niego la frustración, no existe». Por favor, no lo hagamos.

El primer paso para lidiar con la frustración es aceptarla. Ya que de no hacerlo, caemos en un círculo vicioso de intento de auto-superación que lo único que genera es más y más frustración sin poder salir de ello. Como todo sentimiento, la frustración debe saberse controlar y administrar. Segundo, hay que evitar a toda costa ver cosas donde no hay, es decir, cuidado con la expectativa. Muchas veces pecamos de un optimismo o de una negatividad tal que los llevamos al extremo. Hay que abrazar la idea de que las cosas son como son (ojo: no como deben ser, porque eso es comprar una cierta expectativa y negar toda posibilidad de cambio).

Aquí la pregunta que debemos hacernos es: ¿de qué manera VIVIMOS las cosas? Cuando aprendemos a lidiar con lo que no podemos controlar (al menos no del todo), logramos convertirnos en observadores en lugar de ser simplemente los sujetos pacientes de las mismas. Por poner un ejemplo: cuando vamos manejando y hay mucho tráfico, en ese momento, ¿qué podemos hacer? Tocar el claxon de manera desesperada, decir una y otra grosería, no hará que los demás coches desaparezcan de manera mágica. Lo único que queda es aceptar lo que está sucediendo, quizá poner algo de música que nos ayude a relajarnos, aprovechar y hacer alguna llamada, etc. ¿De qué manera vivimos el momento? Se trata de aceptar y reconocer que hay cosas, momentos, personas, que no podemos controlar sin más. Pero a nosotros mismos sí y ver qué está en nuestras manos para lograr otras cosas. ¿Qué vida ponen a su tiempo?

Ejercitar la virtud

La frustración es un sentimiento que sólo empeora la condición. Es por ello que a nuestro rescate vienen las virtudes, mismas que solemos olvidar o que nos hacen olvidar. Virtudes tales como la paciencia, la prudencia, la amabilidad y, por qué no decirlo, incluso la caridad, son las que más nos pueden ayudar en los tremendos momentos de frustración. Hay que aprender a anticiparnos a las cosas, pero sobre todo, darnos cuenta que siempre hay algo que podemos hacer para ayudarnos en momentos complicados. Y no olvidar, sobre todo, que no estamos solos, siempre podemos contar con algún familiar, algún amigo, pero también con profesionales de la salud mental realmente capacitados.

Ejercitar la virtud es lograr apuntalar hacia la meta que no es otra que aprender a encontrar calma en medio de la tormenta. La frustración es un engaño en sí mismo, es un pensamiento que se empecina en nublarnos la mente. De hecho, también hay que aprender a decir «hasta aquí», en sentido de que muchas veces estamos muy sumidos en cosas que nos estresan y frustran. ¿Por qué no poner pausa? Salirse a caminar un rato, leer un libro, ver alguna serie, relajarse, hacer algo de meditación, orar, platicar con algún amigo, comer algo rico, etc. No sé… imaginar es gratis…