El extranjero dentro de nosotros

“Hoy mamá ha muerto. O quizá ayer, no sé».
—Albert Camus

Queridos(as) lectores(as):

Hay inicios de novela que descolocan de inmediato. Esta frase de El extranjero (1942) no sólo abre la narración, sino que nos golpea con una indiferencia casi insoportable. ¿Cómo alguien puede hablar de la muerte de su madre con tal distancia? Y sin embargo, esa frialdad aparente nos obliga a mirar de frente un tema que incomoda: el modo en que nuestra época, muchas veces, se relaciona con la vida, con la muerte y con el otro desde la indiferencia. Albert Camus, filósofo y escritor francés-argelino, se propuso en esta obra mostrar lo absurdo de la existencia: esa distancia entre lo que esperamos del mundo y lo que realmente ocurre. Meursault, el protagonista, encarna esa tensión. No llora en el funeral, no se indigna ante la injusticia, no justifica sus actos… simplemente vive en un estado de extranjería respecto a las normas y expectativas sociales.

Pero, ¿y nosotros? Aunque solemos pensar que somos muy distintos de Meursault, tal vez en nuestra vida cotidiana experimentamos algo parecido: la incapacidad de sentir lo que “deberíamos” sentir, el vacío que dejan ciertos rituales sociales, la sospecha de que todo es mecánico y sin mayor sentido. En ese espejo incómodo, Camus nos invita a preguntarnos: ¿qué significa vivir auténticamente en un mundo donde la indiferencia parece ser la norma?Y quizá lo más inquietante es que esta novela no se reduce a la historia de un hombre “raro” o “apatía pura”. Lo que pone en evidencia es que todos, en algún momento, nos descubrimos extranjeros en nuestra propia vida: ante un duelo que no sabemos procesar, una relación que ya no comprendemos, una sociedad que exige reacciones prefabricadas. Ese desajuste, ese desencuentro con el mundo, es lo que hace de El extranjero un libro tan actual como perturbador.

La indiferencia como síntoma de nuestra época

Una de las preguntas más inquietantes que deja El extranjero es si Meursault es un monstruo por su indiferencia, o si simplemente expone algo que preferimos ocultar: la frialdad de nuestro tiempo. La escena inicial del funeral no es sólo el retrato de un individuo incapaz de llorar, sino el espejo de una sociedad donde los rituales de la emoción se han vaciado de sentido. Hoy, en el mundo de las redes sociales, lloramos en público con un clic, compartimos condolencias con emojis, pero muchas veces el corazón permanece a distancia. La indiferencia se ha convertido en una forma de defensa, pero también en un modo de desconexión colectiva. El filósofo Zygmunt Bauman lo señalaba con crudeza: “El mal de nuestro tiempo es la insensibilidad: la incapacidad de sufrir con el otro y por el otro” (Modernidad líquida, 2000). Esa insensibilidad no surge de la maldad pura, sino de la saturación: tantas imágenes de tragedias, tantas noticias de violencia, tantos llamados de auxilio, que nuestra mente se blinda para sobrevivir. El problema es que, en ese blindaje, también apagamos la chispa de la empatía y de la compasión que nos hace humanos.

La indiferencia, en este sentido, ya no es solo una característica de algunos individuos, sino un clima cultural. Pensemos en la prisa con la que vivimos: en el metro o en la calle, los otros son obstáculos a esquivar, no rostros que mirar. En las oficinas, los problemas emocionales de un colega se vuelven “inconvenientes” para la productividad. Incluso en los espacios más íntimos, a veces respondemos a los dolores de quienes amamos con frases hechas —“ya pasará”, “échale ganas”—, como si con ellas bastara para ahuyentar el sufrimiento. Camus muestra en Meursault el extremo de esa actitud: un hombre que no responde al dolor del otro porque ha perdido toda resonancia interior. Pero al leerlo, la incomodidad surge porque no podemos negar que también nosotros, en alguna medida, vivimos anestesiados. Nos acostumbramos al ruido, al cansancio, a las pérdidas, y seguimos adelante como si nada. La pregunta es inevitable: ¿qué tanto de Meursault hay en nosotros cuando elegimos no mirar, no escuchar, no sentir?

El absurdo en la vida contemporánea

Camus definió lo absurdo como la confrontación entre la búsqueda humana de sentido y el silencio del mundo. Meursault, en El extranjero, encarna ese choque: no hay una gran razón para sus actos, ni un destino que los justifique, sólo una sucesión de días sin mayor trascendencia. Su crimen, tan brutal como arbitrario, se convierte en símbolo de esa falta de propósito último. El absurdo no es el caos exterior, sino la experiencia de vivir en un mundo que no responde a nuestras preguntas más hondas. Hoy, esa sensación se ha multiplicado bajo nuevas formas. La rutina laboral, marcada por métricas y productividad, puede hacernos sentir como piezas intercambiables de una maquinaria sin rostro. Muchos jóvenes, al salir de la universidad, enfrentan un mercado saturado y desigual que les exige competir sin ofrecer certezas. Incluso la hiperconexión digital, que parecía prometer comunidad, muchas veces se traduce en soledad compartida: millones de personas navegando en un océano de información sin rumbo ni ancla. En medio de todo esto, la pregunta por el “para qué” queda suspendida, incómoda, como un ruido de fondo que no sabemos acallar.

La filósofa Hannah Arendt, reflexionando sobre el siglo XX, advertía: “El vacío del sentido es una de las experiencias más radicales y destructivas que puede vivir el ser humano” (La condición humana, 1958). Ese vacío, al que ella se refería en contextos de guerra y totalitarismo, hoy aparece en un terreno distinto: la vida ordinaria. No se trata de un campo de batalla, sino de una oficina, un salón de clases, un timeline infinito en redes sociales. Y sin embargo, el efecto puede ser igual de corrosivo: la sensación de que nada importa lo suficiente, de que todo se desvanece apenas acontece. Frente a esta experiencia, la tentación más común es la evasión. Llenamos la agenda de actividades, consumimos sin descanso, buscamos estímulos inmediatos para no escuchar el eco del absurdo. Camus, sin embargo, proponía otra salida: reconocerlo sin disfrazarlo, asumir que el mundo no ofrece respuestas cerradas y, desde ahí, elegir vivir con lucidez. En sus propias palabras: “El absurdo es la razón de vivir, no de morir” (El mito de Sísifo, 1942). Y esa frase, tan provocadora como esperanzadora, abre un camino: si no hay un sentido dado, tal vez la tarea es construirlo día a día, en lo pequeño y lo concreto, sin renunciar a la dignidad de preguntarnos.

La soledad y la desconexión emocional en las ciudades

Si algo atraviesa a Meursault en El extranjero es la soledad radical. No es la soledad elegida de quien se recoge para pensar o descansar, sino la desconexión de quien no logra establecer lazos auténticos con los demás. Ama sin decirlo, trabaja sin entusiasmo, mata sin un motivo claro y muere sin compañía verdadera. Su extranjería es, sobre todo, emocional: está rodeado de gente y, sin embargo, permanece aislado. En nuestras ciudades modernas esa experiencia se ha vuelto casi cotidiana. Nunca antes hubo tanta gente viviendo tan cerca y, paradójicamente, nunca antes nos sentimos tan solos. El anonimato urbano convierte a los otros en sombras pasajeras: vecinos que no conocemos, compañeros de trabajo que rotan sin dejar huella, multitudes en el transporte público que parecen formar un ejército de ausencias. La soledad, así, no es estar físicamente apartados, sino no sentirnos reconocidos ni significativos para nadie.

La psicoanalista Marie-France Hirigoyen, al estudiar la violencia cotidiana, observaba: “Lo que destruye al sujeto no es tanto el conflicto abierto, sino la indiferencia repetida; no ser mirado, no ser escuchado” (El acoso moral, 1998). Esta afirmación revela un punto clave: la desconexión no necesita gritos ni golpes para doler; basta con la ausencia del otro. Y en un mundo hiperconectado digitalmente, la paradoja es brutal: respondemos a mensajes en segundos, pero dejamos sin respuesta lo esencial —un gesto de cuidado, una presencia real, un silencio compartido. Quizá por eso la ansiedad y la depresión se han convertido en epidemias silenciosas en nuestras urbes. No porque falten estímulos, sino porque falta resonancia. Como Meursault, muchas personas sienten que sus emociones no tienen eco en los demás, que sus vivencias no encuentran interlocutor. En ese vacío, la vida puede volverse insoportable. Y sin embargo, reconocerlo ya es un primer paso: la soledad no se vence con ruido, sino con vínculos auténticos, con encuentros que devuelvan humanidad en medio del desierto emocional de las ciudades.

Todos callamos el malestar. Nos cuesta abrirnos. Pero es que tampoco nadie pregunta de manera genuina «en qué te ayudo».

El juicio social: ser culpable por no encajar

Uno de los momentos más desconcertantes de El extranjero ocurre durante el juicio a Meursault. Allí, lo que se le reprocha no es tanto el crimen en sí, sino su incapacidad de comportarse según las normas sociales: no lloró en el funeral de su madre, no mostró arrepentimiento, no dijo las palabras que se esperaban de él. Más que un asesino, es juzgado como un “anormal”. El verdadero delito de Meursault es no haber encajado en los moldes emocionales y culturales de su tiempo. Ese mecanismo sigue vivo hoy. En una sociedad que establece guiones para todo —cómo vivir un duelo, cómo reaccionar ante una injusticia, cómo expresar felicidad o dolor—, quien se sale del libreto queda señalado. A veces no lo notamos, pero ejercemos pequeños tribunales en la vida cotidiana: criticamos al que “no parece triste” tras una pérdida, al que “no muestra suficiente entusiasmo” en una celebración, o al que “no se indigna” con la intensidad que dicta la opinión pública. Lo inquietante es que esos juicios no sólo vienen de instituciones o autoridades, sino de nosotros mismos, convertidos en jueces unos de otros.

Michel Foucault lo advirtió al analizar la modernidad: “Vivimos en una sociedad que normaliza; que define lo que está dentro de la norma y lo que se desvía, y que hace de esa distinción un mecanismo de poder” (Vigilar y castigar, 1975). En el caso de Meursault, la norma dicta que debe llorar a su madre y suplicar perdón ante el tribunal. Como no lo hace, es condenado con una severidad que revela más sobre la sociedad que lo juzga que sobre el acusado mismo. Hoy, las redes sociales han amplificado esta dinámica: basta un tuit, un video, un gesto mal interpretado para que alguien sea cancelado o linchado públicamente. No siempre importa lo que hizo, sino lo que “debió haber hecho” según los estándares colectivos. Y lo mismo que le ocurrió a Meursault se repite en escala global: más que culpables de nuestros actos, somos culpables de no encajar. Este fenómeno nos obliga a preguntarnos qué tan libres somos en verdad, y hasta qué punto nuestra vida está dictada por la mirada de los demás.

La posibilidad de una respuesta humana al sinsentido

Camus no escribió El extranjero para hundirnos en la desesperanza, sino para mostrarnos que incluso frente al sinsentido existe una posibilidad de respuesta. Meursault, al final de la novela, descubre una forma de reconciliación consigo mismo: acepta la indiferencia del mundo, pero en esa aceptación encuentra una libertad inesperada. Comprende que la vida no necesita un sentido último para ser vivida, y que, aun en el borde de la muerte, puede afirmarse el valor de la existencia. Esa enseñanza es crucial hoy. En tiempos donde el vacío existencial se disfraza de hiperactividad o consumo desmedido, la propuesta de Camus es radicalmente sencilla: vivir con lucidez. No se trata de inventar ficciones reconfortantes ni de negar lo absurdo, sino de mirarlo de frente y, pese a ello, elegir la vida. En El mito de Sísifo, Camus lo formula con claridad: “El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio” (1942). Y sin embargo, la respuesta que da es un acto de resistencia: no abandonar la vida, sino abrazarla con conciencia, con todo y su silencio.

Hoy, esa actitud puede traducirse en gestos pequeños pero profundamente humanos: cultivar amistades verdaderas, cuidar del otro aunque no tengamos todas las respuestas, crear obras que den testimonio de lo que somos, comprometernos con causas que trasciendan el yo. Si el mundo no ofrece sentido, somos nosotros quienes podemos tejerlo en comunidad, en la relación viva con los demás. Simone de Beauvoir lo expresó con fuerza: “Lo importante no es tener la certeza de un sentido dado, sino crear sentidos en los que nuestra libertad pueda encarnarse” (La fuerza de las cosas, 1963). En ese camino, cada acto de cuidado, cada palabra sincera, cada momento compartido es un desafío al absurdo, una forma de responder al sinsentido con humanidad. Camus nos recuerda que no se trata de resolver el misterio de la vida, sino de habitarlo con dignidad.

Reflexión final

Leer El extranjero hoy es enfrentarse a un espejo incómodo. No vemos solamente a Meursault y su extrañeza, sino también nuestras propias formas de indiferencia, de desconexión, de sometimiento a los juicios de los demás. Camus no nos ofrece respuestas fáciles; al contrario, nos deja con la tarea de vivir sin certezas, pero con lucidez. Y tal vez ahí radica la fuerza de esta obra: recordarnos que incluso en un mundo que no responde, la vida sigue siendo un acto que podemos afirmar con libertad y con humanidad.

Queridos(as) lectores(as), la pregunta que queda es simple pero decisiva: ¿cómo respondemos cada uno de nosotros al sinsentido que nos rodea? ¿Con evasión, con apatía, con resignación… o con un compromiso sereno de construir vínculos y gestos que devuelvan humanidad al día a día? Tal vez no podamos cambiar el silencio del mundo, pero sí podemos transformar el modo en que lo habitamos.

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Entre pantallas: adicción al celular

“La tecnología nos ha dado alas, pero nos ha hecho olvidar cómo caminar».

— Marshall McLuhan

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos pegados a una pantalla. El celular se ha convertido en extensión de nuestra mano, en un reflejo automático que buscamos incluso antes de abrir los ojos y aún después de cerrarlos. Es compañero de mesa, cómplice (y causante) de insomnios, y hasta invitado incómodo en el baño. Lo que parece una herramienta de comunicación se ha transformado, en muchos casos, en un lazo de dependencia que raya en la adicción. Y no es para exagerar afirmar que se trata de una adicción profunda y «socialmente aceptada» en tanto que son pocos los casos de quienes han resistido hasta el momento.

¿Pero por qué un celular se ha vuelto tan «necesario» en nuestros días? una vez más, hay que fijar la atención en la inmediatez del día a día que vivimos. Y no me mal entiendan, claramente hay muchas funciones muy prácticas que pueden ayudarnos con las múltiples tareas que tenemos, pero también es cierto, parafraseando a Marshall McLuhan, la tecnología nos ayuda «pero nos está haciendo inútiles». Por cierto, esta adicción tiene su nombre: nomofobia.

El celular como herramienta y como adicción

¿Alguna vez han sentido que, sin darse cuenta, desbloquean su celular sin motivo, sólo “para ver”? Ese gesto aparentemente inocente es el reflejo de un condicionamiento. Cada notificación es un estímulo que activa en nuestro cerebro la dopamina —el mismo neurotransmisor implicado en conductas adictivas—. El celular, como dijo Freud de la técnica, nos prometió bienestar, pero no necesariamente felicidad (cfr. El malestar en la cultura, 1930).

Es curioso: podemos estar hablando con alguien querido y, al menor sonido o vibración, desviamos la mirada hacia el aparato. Como si el mundo digital tuviera prioridad sobre la persona de carne y hueso. La adicción no es sólo al dispositivo, sino al sentimiento de “no perderse nada”. En inglés ya existe un término para esto: FOMO (fear of missing out), el miedo a quedar fuera de algo importante, aunque sea irrelevante. Estoy más que seguro que ustedes conocen a alguien que incluso «tiene que revisar» un dato cuando sale como tema de conversación para comprobar que así sea. Y no estamos hablando de cosas tan trascendentes, pueden tratarse de cosas absurdas o que realmente poco nos aportan. Y si no lo tiene, quizá esa persona sean ustedes mismos(as).

La incapacidad de estar a solas

Pascal lo dijo hace siglos: “Toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer tranquilos en una habitación” (Pensamientos, 1670). Hoy, ¿quién puede esperar en una sala sin mirar la pantalla? Basta observar en una cafetería: nadie contempla, todos “matamos el tiempo” revisando redes, aunque sepamos que no hay nada nuevo desde hace dos minutos. ¿O qué me dicen en el transporte público? La gran mayoría están sumidos en sus celulares. ¿Haciendo? Quién sabe qué, pero el hecho es que no están presentes en el aquí y el ahora de ese recorrido, por lo que no es de sorprender que no se percaten de muchas cosas.

El problema es que esa incapacidad de estar a solas erosiona la vida interior. No dejamos espacio para que los pensamientos maduren, para que las emociones emerjan, para que el aburrimiento —ese motor de creatividad— nos empuje a imaginar. El silencio nos resulta insoportable, y por eso llenamos cada hueco con ruido digital. ¿Será que nos da miedo escucharnos a nosotros mismos? Hay quienes en verdad no toleran ni un minuto el silencio, y recurren de manera desesperada a poner «algo» que les distraiga. Es más, ni es necesario que se use un celular para ello, con el hecho de poder hacer algo de ruido se «adquiere» la «presencia» fantasma ante la insoportable soledad.

El disfraz de las inseguridades

El celular es también un escenario: fotos editadas, historias cuidadosamente seleccionadas, frases ingeniosas. Una máscara que nos protege del rechazo. Erich Fromm escribió: “El hombre moderno está alienado de sí mismo; de su prójimo y de la naturaleza” (El arte de amar, 1956). Lo vemos en la obsesión por mostrar una vida perfecta, cuando por dentro sentimos vacío, soledad o inseguridad.

Piénsenlo: ¿cuántas veces borramos y reescribimos un mensaje antes de enviarlo? ¿Cuántas veces editamos una foto para que parezca espontánea? Ni qué decir de la cantidad excesiva de fotos «iguales» para poder «elegir la menos peor». La pantalla nos da la ilusión de control, pero lo que realmente busca es ocultar el miedo a no ser suficientes. En vez de mostrarnos tal cual somos, construimos una versión pulida para los demás. Una especie de armadura digital. Y sí… esto es una muestra más de inseguridades que siguen sin trabajarse.

Atados al celular: cuando lo que debería darnos libertad termina por encadenarnos.

Consecuencias emocionales y sociales

Esta dependencia no es inocente: nos roba concentración, disminuye nuestra memoria de trabajo y, lo más grave, afecta nuestras relaciones. Estudios de la Universidad de Essex (2012) mostraron que la simple presencia de un celular sobre la mesa reduce la calidad de una conversación íntima, aunque no se use. Es como un tercer invitado que interrumpe la confianza. Recuerdo una vez en un encuentro con una amiga, misma a la que no veía en persona hace varios años, que estando en el lugar, ella lo primero que hizo fue poner su celular al «alcance». No les miento ni exagero: cada vez que ella hablaba o le tocaba escucharme, fácil le conté como 25 veces que agarró su celular SIN HABER RECIBIDO UNA NOTIFICACIÓN. «¿Ya te aburrí?» – le dije. A lo que ella, sin desprender la vista del celular, me contestó: «No sé, ¿qué vas a pedir tú?».

Todos lo hemos vivido: esa incomodidad de hablar con alguien que revisa su teléfono mientras “te escucha”. O esa ansiedad cuando olvidamos el aparato en casa y sentimos que nos falta algo esencial, casi como si hubiéramos dejado atrás un órgano vital. Nos creemos más conectados, pero en realidad muchas veces estamos más solos, porque confundimos interacción con intimidad. Justo hace unos días salí con mi roomie al super, nos fuimos caminando. A él se le había acabado la pila a su celular y me pidió poder usar el mío para mandarle un mensaje a no sé quién. Cuando lo busqué, resulta que lo había dejado cargando en casa. ¿Quién creen que se angustió más?

Test: ¿Qué tan pegado(a) estás a tu celular?

Responde con sinceridad. Marca la opción que más se acerque a tu caso:

  • Casi siempre (3 puntos)
  • A veces (2 puntos)
  • Nunca (1 punto)
  1. Revisas tu celular apenas despiertas, incluso antes de ir al baño (sí, el “buenos días” se lo das primero a la pantalla).
  2. Sientes ansiedad si olvidas el teléfono en casa o si se queda sin batería (como si te hubieran arrancado un órgano).
  3. Usas el celular mientras comes, aunque estés acompañado (porque ¿qué es una ensalada sin Instagram?).
  4. Revisas el celular en el baño (y admitámoslo: a veces te tardas más de la cuenta).
  5. No puedes esperar en una fila sin mirar la pantalla (los 3 minutos en la farmacia se sienten eternos).
  6. Te cuesta ver una película sin sacar el celular “un ratito” (y luego ya ni sabes qué pasó en la trama).
  7. Usas el celular como escudo para evitar silencios o conversaciones incómodas (el clásico “me hago el ocupado”).
  8. Desbloqueas el teléfono aunque no haya notificaciones (porque quién sabe, capaz que ahora sí…).
  9. Revisas el celular durante una conversación importante (y dices “te escucho” mientras scrolleas).
  10. Te vas a dormir con el celular en la mano o debajo de la almohada (como si fuera tu osito de peluche versión siglo XXI).

Resultados

    • 10 a 15 puntos – Tranquilo, sigues siendo humano.
      Tu celular no domina tu vida. Lo usas, lo disfrutas, pero puedes olvidarlo sin drama. Eres de los que todavía saben mirar por la ventana.
    • 16 a 24 puntos – Estás en la zona de alerta.
      El celular ya ocupa demasiado espacio en tu día. Aún puedes retomar el control, pero ojo: si no pones límites, pronto revisarás WhatsApp hasta en tus sueños.
    • 25 a 30 puntos – Celuladicto certificado.
      Tu celular es tu sombra: come contigo, duerme contigo y hasta va al baño contigo. No lo sueltas porque quizá no quieres soltar algo más: la inseguridad, la soledad o el miedo a aburrirte. Hora de desintoxicarse (¡y no, no me refiero a borrar TikTok y volverlo a instalar al día siguiente!).

    Recuperar la presencia y el silencio

    No se trata de demonizar la tecnología, sino de recuperar la libertad frente a ella. Byung-Chul Han lo advierte: “Quien está ocupado nunca está disponible, y quien nunca está disponible termina por perderse a sí mismo” (La sociedad del cansancio, 2010). ¿Y si intentamos algo distinto? Podemos empezar con gestos pequeños:

    • Dejar el celular en otra habitación antes de dormir.
    • Comer sin pantallas, aunque sea una comida al día.
    • Dar un paseo sin música ni mensajes, sólo escuchando los pasos y la ciudad.
    • Atreverse a mirar a los ojos sin distracciones.

    No es renunciar a la tecnología, sino devolverle su lugar. El celular debe ser un medio, no un fin. Una herramienta, no un amo.

    Reflexión final

    Si no soltamos el celular ni para ir al baño, quizá no estamos escapando del aburrimiento, sino de nosotros mismos. Y ese es el verdadero desafío: aprender a mirarnos sin filtros, a estar en silencio, a redescubrir la riqueza de una conversación sin interrupciones. El reto no es tener el mundo en la palma de la mano, sino no perder el alma en una pantalla.


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    Etiqueta y realidad

    “Si me juzgas por mis errores, te pierdes la oportunidad de conocer mis aciertos».

    — Oscar Wilde

    Queridos(as) lectores(as):

    Vivimos en un tiempo donde una palabra puede ser más pesada que la verdad misma. Una frase lanzada con ligereza, un juicio hecho sin contexto o el eco persistente de un apodo hiriente puede terminar moldeando la manera en que una persona se ve a sí misma. Lo alarmante es que, en demasiadas ocasiones, ni siquiera se trata de un autorretrato, sino de una obra ajena: alguien más decidió describirnos… y nosotros, sin quererlo, firmamos al pie de esa descripción.

    Pensemos en Galileo Galilei, acusado de herejía por atreverse a mirar el cielo con ojos nuevos. O en Juana de Arco, señalada como hereje y bruja por quienes temían su fuerza y su fe, y que siglos después sería canonizada. En cada uno de estos casos, las etiquetas no sólo eran injustas: estaban diseñadas para controlar, silenciar o destruir. No es casualidad. Las palabras tienen filo, y quienes saben usarlas para herir pueden hacer creer a alguien que es aquello que en realidad sólo hizo, dijo o, peor aún, ni siquiera hizo ni dijo.

    El peso de una palabra mal puesta

    Hay palabras que se clavan más hondo que cualquier herida física. No necesitan ser ciertas para dejar cicatriz; basta con que se repitan el tiempo suficiente. En la Historia, hay ejemplos de sobra. Marie Curie fue acusada de “ladrona” y “adúltera” en la prensa sensacionalista de su época, cuando en realidad estaba revolucionando la ciencia con una ética intachable. Abraham Lincoln fue llamado “loco” y “peligroso” por sus adversarios políticos, mucho antes de ser recordado como uno de los presidentes más influyentes y queridos de Estados Unidos. Lo que estas historias muestran es que las etiquetas no siempre describen la realidad: muchas veces son herramientas de poder. Cuando alguien quiere reducir a otra persona, le basta con encontrar un adjetivo que condense desprecio, miedo o desconfianza… y repetirlo hasta que el mundo lo crea.

    El problema es que, con el tiempo, no sólo los demás creen esa mentira: la persona que la recibe puede llegar a adoptarla como parte de su identidad. Es un mecanismo conocido en psicología: la introyección. Sin darnos cuenta, absorbemos las opiniones ajenas y empezamos a tratarnos como ese otro nos describió. Si nos dicen “egoístas” el tiempo suficiente, empezamos a actuar a la defensiva, como si tuviéramos que justificarnos; si nos dicen “incapaces”, dudamos incluso de lo que hacemos bien. Pero las palabras, por muy pesadas que sean, no son cadenas eternas. La Historia está llena de quienes las rompieron. Nelson Mandela fue etiquetado como “terrorista” durante décadas; después, el mundo entero lo reconoció como un símbolo de paz y reconciliación. La lección es clara: no somos las palabras que otros eligen para nosotros.

    Actos vs identidad

    Una de las confusiones más comunes —y más dañinas— es creer que lo que hacemos define por completo lo que somos. Un error, una mala decisión, incluso un momento de debilidad, no son equivalentes a una sentencia de por vida. Sin embargo, cuando el entorno es hostil o manipulador, el paso de la conducta a la identidad es casi automático. El filósofo romano, Séneca, lo advirtió hace dos mil años: “No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige” (Cartas a Lucilio, año 65). Cuando no sabemos quiénes somos, cualquier palabra que nos lancen puede desviar nuestro rumbo. Tomemos un ejemplo literario. En Los miserables (1862), Victor Hugo nos muestra a Jean Valjean, un hombre marcado por el delito de robar pan. La sociedad lo define como “ladrón”, “delincuente” o “irredimible”. Pero, a través de sus actos posteriores, Valjean demuestra que su esencia va mucho más allá de ese hecho. El lector comprende que un sólo acto no agota la verdad de una vida entera.

    En la vida real, la historia de Alfred Nobel es igual de reveladora. Un periódico francés publicó por error su necrológica, titulándola “El mercader de la muerte ha muerto”. Nobel, vivo aún, quedó impactado al leer cómo lo definían exclusivamente por la invención de la dinamita. Decidió entonces dedicar su fortuna a crear un legado distinto: los Premios Nobel (1895), símbolo de contribución al conocimiento y la paz. La clave está en distinguir entre lo que hemos hecho y lo que somos. Las acciones pueden corregirse, los errores pueden repararse, pero la identidad profunda no puede reducirse a un titular, una acusación o un apodo.

    Hay dolores que no nacen de la verdad, sino de mentiras que aprendimos a creer.

    El control emocional y la perversidad de la etiqueta

    Hay un uso de las etiquetas que va más allá del simple error de juicio: el uso intencional para dominar o someter. En estos casos, el adjetivo no es una descripción, sino un arma. Se coloca en el centro de la identidad de la otra persona para que esta viva a la defensiva, sintiéndose culpable incluso de respirar. Viktor Frankl escribió: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad y nuestro poder de elegir nuestra respuesta” (El hombre en busca de sentido, 1946). Quien manipula con etiquetas busca borrar ese espacio, lograr que la respuesta sea automática: obedecer, ceder, callar. Un ejemplo histórico lo encontramos en la figura de Juana de Arco. Durante su juicio en 1431, los cargos de herejía y brujería no eran más que una coartada política para destruir su influencia. La acusación buscaba anularla como líder y como mujer, para que cualquier palabra suya quedara desacreditada. La etiqueta era la condena.

    En el ámbito cultural, podemos recordar a John Lennon, quien en 1966 fue duramente atacado por su frase “somos más populares que Jesús”. El titular descontextualizado se convirtió en munición contra él, ocultando que hablaba del fenómeno social de la música y no de una declaración religiosa. La presión y el boicot demostraron que una etiqueta, bien colocada por los adversarios, puede arrasar reputaciones. En el fondo, este tipo de manipulación opera sobre una misma premisa: si logras que alguien se crea indigno, culpable o incapaz, no necesitarás cadenas físicas para retenerlo. Las cadenas estarán en su mente.

    Recuperar el nombre propio

    Liberarse de una etiqueta injusta no es un acto instantáneo: es un proceso de volver a mirarse con ojos limpios, sin el filtro de lo que otros han querido imponer. Implica preguntarse, como sugería el Søren Kierkegaard: “La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; hay que retirarse un poco para abrirla” (Diarios, 1843). En otras palabras, a veces hay que dar un paso atrás de las voces ajenas para ver quién se es realmente. En la Historia, hay figuras que lograron hacerlo con una fuerza admirable. Winston Churchill fue considerado por muchos un político acabado tras la Primera Guerra Mundial, cargando con la etiqueta de “fracasado” por el desastre de Gallípoli. Dos décadas después, se convirtió en el primer ministro que lideró la resistencia británica contra el nazismo y en símbolo de tenacidad. No rehuyó su pasado: lo integró en una identidad mucho más amplia.

    Otro ejemplo conmovedor es el de Malala Yousafzai. Etiquetada como “niña problemática” por los talibanes por defender la educación de las niñas en Pakistán, sufrió un atentado que buscó silenciarla. En vez de aceptar ese destino, asumió su voz con más fuerza, ganando el Premio Nobel de la Paz en 2014 y convirtiéndose en referente mundial. Recuperar el nombre propio implica un doble movimiento: dejar de responder al llamado que otros nos impusieron y empezar a responder al propio. No es ignorar las acciones pasadas, sino colocarlas en su justa proporción. Un error no define a una persona; un acierto tampoco la agota. La identidad es un río en movimiento, no una piedra inmóvil.

    Reflexión final

    Las etiquetas son cómodas para quien las pone y pesadas para quien las carga. No requieren pruebas, no exigen matices; sólo necesitan repetirse lo suficiente para que parezcan verdad. Pero la Historia y la vida cotidiana nos enseñan algo: ninguna palabra, por muy afilada que sea, puede contener toda la complejidad de una persona. Si alguna vez te han dicho que “eres” algo que te duele, pregúntate: ¿de dónde viene esa palabra? ¿Qué intención había detrás? Y sobre todo, ¿qué evidencias tienes de que sea tu verdad? Tal vez descubras que has vivido bajo un nombre que no era tuyo.

    Recuerda las palabras de Hannah Arendt: “Nadie tiene derecho a obedecer” (Responsabilidad y juicio, 2003). Obedecer una mentira sobre quién eres, aceptarla sin examen, es renunciar a tu libertad interior. Y esa libertad es el primer paso para recuperar tu nombre propio. En el fondo, no se trata de demostrar a otros quién eres: se trata de recordártelo a ti mismo. Porque no eres la suma de etiquetas que te pusieron; eres la suma de tus elecciones, de tus cambios y de tu capacidad para no quedarte reducido a una sola palabra.


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    Carta a esa mirada triste

    «Hay silencios que no callan, sino que abrazan con la voz de lo que no se atreve a decirse».

    Hay miradas que no piden explicaciones, sólo compañía. Hay silencios que parecen fríos, pero que en realidad están guardando algo delicado. Esta carta es para esos momentos en los que uno quisiera que alguien se sentara cerca, sin prisas, sin juicios, y se quedara allí hasta que el alma descanse. Si hoy llevas en los ojos un peso que no sabes cómo nombrar, si hace tiempo que no recibes palabras que abracen sin apretar, aquí tienes un lugar para ti.

    (Y aunque no lo digas, yo sé que estabas esperando que llegara).

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    Querido(a) lector(a):

    No sé en qué momento llegó a ti esta mirada. Tal vez fue de golpe, una tarde cualquiera, como la sombra repentina de una nube que tapa el sol en mitad de un paseo. O quizá se fue instalando despacio, como el polvo que se acumula en los rincones sin que uno lo note hasta que, un día, la luz lo revela flotando en el aire. No me lo tienes que contar. Hay cosas que se sienten incluso sin verlas. Y yo, aunque no te tenga delante, sé que tu mirada carga un peso. A veces imagino que, si nos cruzáramos por la calle, lo sabría de inmediato: lo notaría en esa quietud que a veces tienen los ojos cuando no quieren que nadie los toque, pero en el fondo suplican que alguien se acerque.

    Hoy te escribo porque quiero estar contigo, aunque sea así, en letras. No para llenarte de explicaciones, ni para prometerte que todo pasará. No voy a disfrazar el dolor con frases rápidas que no se sostienen. Te escribo para quedarme a tu lado un rato. Para que sepas que, en este momento, no estás solo(a). El silencio está aquí. Puede ser incómodo, como una habitación fría a la que uno entra descalzo, o áspero, como una tela que raspa la piel. Pero si lo dejas, también puede convertirse en un manto que envuelve, en un refugio donde no hace falta fingir. Y aunque ahora tal vez parezca un enemigo, puede ser un guardián que protege lo que todavía no estás listo(a) para decir. Aquí no tienes que ser fuerte. No tienes que mostrar la mejor versión de ti. No tienes que convencerme de que estás bien. Puedes bajar los brazos y dejar que el peso caiga. Puedes llorar, si lo necesitas. Aquí nadie va a mirar el reloj mientras lo haces. Aquí no hay “demasiado” ni “ya es hora de parar”.

    Si estuvieras conmigo ahora, te prepararía un té caliente o un café recién hecho, quizá un rico mate, según lo que prefieras. Pondría la taza frente a ti, y me quedaría mirando cómo envuelves tus manos alrededor, dejando que el calor suba lentamente por tus dedos. Afuera, quizá, se oiría el murmullo lejano de una calle viva, pero aquí dentro el mundo se reduciría a nosotros dos y a este instante. Te invitaría a sentarte cerca de la ventana. La luz de la tarde entraría suave, dibujando sombras largas en el suelo. El aire tendría ese olor a madera y a papel que guardan los lugares donde se conversa despacio. Si quisieras, abriría un poco la ventana para que entre una brisa ligera, de esas que mueven apenas una hoja de papel sobre la mesa. Si me dejaras, te abrazaría. No con un abrazo rápido, distraído, sino con uno lento, prolongado. De esos en los que el cuerpo entero se amolda y en los que puedes soltar el aire sin miedo. Un abrazo que dice: “No tienes que sostenerlo todo tú solo(a). Yo puedo sostenerte un rato”.

    Y así, sin prisa, nos quedaríamos. Tal vez escucharíamos el ruido de la calle como un eco lejano, o el golpeteo de una rama contra el cristal. Tal vez no hablaríamos nada. Tal vez sí, pero sin necesidad de ordenar las frases. Porque hay momentos en los que lo importante no es entender, sino acompañar. Quiero que sepas que pienso en ti más de lo que imaginas, aunque puede ser que no te conozca. No como quien piensa en un nombre al pasar, sino con esa atención que se reserva para lo que importa. Y aunque no pueda caminar a tu lado ahora, aquí estoy, y estaré cada vez que vuelvas a estas palabras. Somos caminantes que comparten sus soledades, soledades que se encuentran, caminos que se descubren acompañados. Si un día sientes que quieres buscarme, que te mueres de ganas de estar conmigo, hazlo. Yo también querré verte. Y si eso no ocurre pronto, está bien. Nos tendremos aquí, en este rincón de letras que late como si fuera piel.

    Hoy, mientras lees esto, no estás solo(a). No mientras yo te esté pensando.

    Con afecto, con paciencia, y con un lugar reservado para ti en mi abrazo y en mi corazón,

    Héctor Chávez

    P.D. No sé si esta carta llegó tarde o justo a tiempo. Sólo sé que la escribí con la certeza de que tú la ibas a entender. Siempre supe que, de alguna manera, estaba esperando encontrarte aquí.

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    Si estas palabras te han acompañado, no te las lleves solo(a): compártelas con quien hoy podría necesitar un refugio. Y si alguna vez sientes que quieres volver a este lugar, aquí estaré, en silencio o en palabra, pero siempre esperándote. También puedes seguir Crónicas del Diván para recibir más textos como éste, o escribirme a través de la pestaña Contacto. En Instagram estoy como @hchp1.

    Identidad: ¿Un rompecabezas ideológico?

    «La identidad es una historia que nos contamos. El problema comienza cuando ya no somos los autores».
    — Zygmunt Bauman

    Queridos(as) lectores(as):

    Hay imágenes que no se olvidan. Ayer me topé con la imagen que ilustra este encuentro en una página de Facebook (más adelante la podrán apreciar): el rompecabezas de una joven cuyo rostro ha sido parcialmente borrado por las piezas que faltan. No hay sangre, no hay gritos, no hay gesto dramático. Pero hay algo más perturbador: la desaparición lenta de alguien que alguna vez estuvo allí. Esa figura incompleta, ambigua, vulnerable, es —quizá sin quererlo— una metáfora de nuestra época. De nuestros pacientes. De nosotros mismos. Cada vez más personas llegan a análisis con la misma sensación: «Siento que no sé quién soy», «me cambiaron sin darme cuenta», «soy lo que los demás esperan». No es falta de autoestima. Es algo más profundo: es el sujeto atravesado, fragmentado, disuelto en una marea de discursos que lo nombran antes de que pueda hablar por sí mismo. Una identidad hecha de consignas, etiquetas, performances… y vacío.

    Desde el psicoanálisis, esta disolución no es novedad: el yo nunca ha sido una unidad sólida, sino una construcción precaria. Pero lo que hoy preocupa no es la falta constitutiva, sino la colonización ideológica de esa falta. Se nos dice quién debemos ser antes de que podamos siquiera preguntarlo. Este encuentro está dedicado a esa pregunta, cada vez más urgente: ¿quién soy entre tantos pedazos?

    El sujeto como territorio invadido

    Lo que antes llamábamos identidad hoy parece una moneda de cambio cultural. En nombre de la libertad, se ofrecen manuales para ser uno mismo; pero en realidad se trata de adoptar pertenencias, seguir doctrinas o encajar en etiquetas cada vez más rígidas. Lo singular queda aplastado por lo representable. Desde la antropología estructural, Claude Lévi-Strauss advertía ya en 1955 que “el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Los mitos que nos contamos son intentos desesperados por ocupar un lugar que nunca nos fue garantizado” (Tristes trópicos, 1955). El sujeto no tiene un terreno firme sobre el que pararse: su consistencia simbólica es frágil, y eso siempre ha sido así. Pero hoy no sólo se le desdibuja: se le ocupa.

    Muchas ideologías contemporáneas —aún aquellas que se presentan como liberadoras— colonizan la grieta estructural del sujeto con discursos prestados. Prometen autenticidad a cambio de obediencia simbólica. No te preguntan qué deseas, sino a qué colectivo perteneces. No te preguntan quién eres, sino qué causa representas. Y aquí es donde surge una pregunta inevitable: ¿cómo distinguir entre la subjetividad herida y el sujeto silenciado? ¿Dónde termina la herida simbólica propia del deseo, y dónde comienza la amputación del yo en nombre de un ideal ajeno?

    En este punto, la clínica se encuentra dividida: muchos psiquiatras advierten un aumento en diagnósticos difusos, sin etiología clara. Depresión, ansiedad, trastornos disociativos… pero con una base común: un yo que no logra consolidarse. Un psiquiatra amigo me dijo hace poco: “Cada vez veo más pacientes que no están ‘enfermos’ en sentido clásico; están desorientados. Es como si los hubiesen desprogramado de sí mismos”. Desde el psicoanálisis, responderíamos que no se trata de devolverles una programación, sino de permitir que elaboren sus propias coordenadas simbólicas. En otras palabras: la psiquiatría observa la caída del sujeto desde una perspectiva diagnóstica; el psicoanálisis lo escucha como un síntoma social. El desafío es trabajar juntos, sin negar la dimensión estructural del sufrimiento ni patologizar lo que podría ser una forma de resistencia. Porque cuando el sujeto se fragmenta, no siempre está colapsando: a veces, está intentando no mentirse más.

    El rostro borrado: del deseo al mandato

    Hay algo profundamente inquietante en esa imagen del rompecabezas: el rostro, centro de reconocimiento y expresión, es lo más dañado. No faltan los pies, ni un rincón del fondo. Falta el rostro. Como si alguien —o algo— hubiese querido borrar justamente la parte que otorga identidad, mirada, voz. No se trata de una omisión cualquiera: es una herida dirigida. En su diario de guerra, Simone Weil escribió: “La opresión más profunda no es la que destruye el cuerpo, sino la que destruye el rostro” (Cuadernos, 1942). Y es que el rostro, para Weil, no es sólo la faz externa: es el lugar simbólico donde el alma se expone al mundo. Cuando se nos priva del derecho a construir ese rostro desde nuestra verdad interior, lo que se instala no es la libertad, sino el mandato. Vivimos en una época en la que ya no se desea: se obedece. Se actúa no desde la pregunta, sino desde el imperativo. Sé auténtico, pero que tu autenticidad cumpla con las reglas. Sé libre, pero que tu libertad se note. Sé tú mismo, pero encaja. El deseo ha sido desplazado por el performance.

    Un colega psicoanalista me compartió que hace unos meses atendió a una joven de 22 años. Su demanda era clara: “Quiero saber quién soy, porque ya no lo distingo entre tantas cosas”. Había pasado por grupos activistas, terapias breves, coaching de autoestima y decenas de etiquetas: queer, pansexual, neurodivergente, no binaria, víctima, resiliente. Todo eso —según ella— la definía. Pero al relatarlo, se quebró: “No sé si realmente soy alguna de esas cosas o sólo aprendí a decirlas”. No era una joven confundida. Era alguien saturada. Su rostro simbólico estaba cubierto de máscaras que le habían ofrecido pertenencia, pero le negaban la posibilidad de hacerse la pregunta esencial: ¿quién soy yo, más allá de lo que el mundo espera que diga? Lo que se hizo en el análisis no fue imponer otra etiqueta, sino dar lugar al silencio. Al tartamudeo. A la angustia. Porque el rostro no se recupera desde una nueva consigna, sino desde el dolor de haberse sentido sustituida.

    La fragilidad del yo y el espejismo del colectivo

    No hay identidad sin fragilidad. El yo es, en sí mismo, una construcción tambaleante, llena de huecos, costuras, repeticiones. Pero esa fragilidad, cuando es acompañada simbólicamente, puede dar lugar al pensamiento, a la creación, al deseo. El problema aparece cuando dicha fragilidad se vuelve insoportable y se pretende esconder tras una máscara colectiva. María Zambrano, filósofa del exilio y de la piedad del pensar, advirtió en medio del siglo XX: “Toda ideología es una traición al pensamiento, pues clausura la incertidumbre del vivir” (Claros del bosque, 1977). La ideología, en este sentido, no es simplemente una doctrina: es una defensa contra el vacío. Una estructura que promete identidad a cambio de sumisión simbólica.

    El sujeto contemporáneo —fragmentado, solitario, hiperestimulado— ya no encuentra referencias estables en la familia, en la tradición ni en los relatos religiosos o filosóficos que durante siglos permitieron bordear la falta. En su lugar, se le ofrecen comunidades de sentido prefabricado, con léxicos cerrados y rituales de pertenencia. Así se produce el espejismo: sentirse alguien porque se es parte de algo. Pero el colectivo que se impone sin deseo, que sustituye la historia personal por una narrativa impuesta, termina devorando al sujeto. Y lo peor: el sujeto lo agradece. Porque en tiempos de vértigo, cualquier mapa parece suficiente.

    En análisis, esto se ve con claridad: personas que repiten discursos aprendidos al pie de la letra, con la esperanza de encontrar en ellos una brújula. Pero esas brújulas suelen apuntar hacia afuera, nunca hacia el interior. No hay verdadera identidad que se constituya sin conflicto, sin pregunta, sin herida. El colectivo —cuando ocupa el lugar del deseo— impide toda subjetivación. Por eso, el psicoanálisis no ofrece pertenencias, ni eslóganes, ni consignas. Ofrece un lugar donde poder decir yo, aunque sea entre balbuceos. Como decía Jacques Lacan en su Seminario 20: “El inconsciente no es lo que se oculta, sino lo que insiste”. Y esa insistencia es única, incluso si duele.

    ¿Quién soy entre tantos pedazos?

    El síntoma como resistencia: entre el diagnóstico y el grito

    Cuando alguien llega al análisis con angustia, insomnio, ataques de pánico o despersonalización, la primera tentación —a nivel cultural y médico— es etiquetar. Nombrar. Diagnosticar. Porque el diagnóstico, se cree, otorga claridad. Pero, ¿y si esa claridad fuera también una forma de silenciar? El psiquiatra italiano, Franco Basaglia, escribió: “El diagnóstico psiquiátrico define a una persona sólo en función de su ausencia de sentido; no la escucha, la clasifica” (La institución negada, 1968). La crítica no es al conocimiento médico en sí, sino al uso totalizante de sus categorías. Lo que debería ser una herramienta orientadora, muchas veces se convierte en una jaula. Desde el psicoanálisis, el síntoma no es sólo una alteración clínica: es una formación del inconsciente. Tiene estructura, sentido, lógica, incluso si no es inmediatamente comprensible. Es, como diría Sigmund Freud, el retorno de lo reprimido —una verdad que no puede decirse en palabras, y entonces grita con el cuerpo, con la conducta, con el sufrimiento.

    Volvamos por un momento al rostro incompleto del rompecabezas. Desde cierta perspectiva médica, ese rostro podría representar un “trastorno de identidad”. Desde el psicoanálisis, es más bien la imagen precisa del sujeto barrado, dividido, deseante. La falta no se cura. Se atraviesa. Pero esto no significa despreciar la labor psiquiátrica. Al contrario: muchos analistas trabajamos en diálogo con psiquiatras éticos, conscientes de los límites de su campo y respetuosos de la subjetividad. El verdadero peligro no es la psiquiatría: es su uso ideológico, cuando se convierte en herramienta de normalización forzada, en lugar de acompañamiento singular. Hoy más que nunca, cuando el mercado de la salud mental se ha convertido en una industria que promete “curas rápidas” y “versiones mejoradas de ti mismo”, necesitamos recordar que el síntoma no es un error del sistema: es un mensaje que espera ser escuchado. No se trata de taparlo, sino de traducirlo. No de eliminarlo, sino de descifrar qué pide. Qué falta. Qué desea.

    Reunir los pedazos: identidad, deseo y silencio

    Cuando uno observa el rostro incompleto del rompecabezas, no puede evitar pensar en las criaturas literarias que nacieron de la ruptura entre lo humano y lo deseado, entre lo propio y lo temido. El monstruo de Frankenstein, por ejemplo, no es simplemente un producto de la ambición científica. Es un grito de identidad no reconocida. Un cuerpo armado con pedazos, pero sin un nombre. Mary Shelley lo expresó con dolorosa lucidez: “Soy sólo lo que tú supones de mí; no tengo otro yo que tu repulsión” (Frankenstein, 1818). Ese ser sin rostro simbólico, condenado a ser mirado como error, representa a muchos sujetos contemporáneos: compuestos por múltiples discursos, expuestos al juicio de todos, pero ignorados en su verdad.

    Del otro lado, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), Robert Louis Stevenson propone la escisión radical del yo: el hombre que desea, pero no se atreve; el sujeto que obedece en el día y transgrede en la sombra. Hyde no es un intruso: es la parte de Jekyll que no puede integrarse en la moralidad del mundo. Stevenson escribe: “El hombre no es uno, sino dos… y quién sabe si no somos más” (Dr. Jekyll y Mr. Hyde, 1886). Hoy, el drama ya no se vive como escisión entre el bien y el mal, sino entre la multiplicidad de etiquetas impuestas y el silencio interno. Entre lo que se espera que digamos y lo que no hemos podido escuchar de nosotros mismos.

    Reunir los pedazos, entonces, no es una operación estética ni un regreso nostálgico a una identidad perdida. Es un acto profundamente ético: abrir espacio al deseo, al conflicto, al relato propio, aunque esté lleno de dudas. No para encajar en un rostro perfecto, sino para decir “yo” incluso con las piezas que faltan. Porque en tiempos donde todos parecen gritar certezas, el silencio de quien se busca es un acto de resistencia.

    Reflexión final

    Tal vez nunca podamos completarnos del todo. Tal vez el rostro que buscamos se arme y desarme durante toda la vida. Pero hay una diferencia profunda entre aceptar que algo falta y resignarse a ser lo que otros imponen. En medio del ruido ideológico, de los diagnósticos apurados y de las pertenencias impuestas, aún es posible volver a esa pregunta silenciosa, difícil, única: ¿quién soy yo? Quizá la respuesta no venga de una fórmula ni de una consigna, sino del trabajo lento y valiente de quien se atreve a escuchar sus propios fragmentos. A dejar que su síntoma hable. A reconocerse en lo que aún no sabe decir. Porque hay una dignidad radical en quien, incluso herido, incluso incompleto, no se rinde a ser definido por otros. Hoy más que nunca, defender la singularidad del sujeto es un acto de amor. Y de libertad.

    ¿Alguna vez te has sentido así —como un rostro hecho de piezas que no encajan? ¿Te han ofrecido respuestas que sólo te alejaban más de tu propia voz? ¿Has sentido que no hay lugar para la duda, para el silencio, para ser quien eres sin tener que representarlo todo?

    Te leo con gusto en los comentarios.

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    Gracias por estar aquí

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    Un paso al frente

    “La vida se encoge o se expande en proporción al coraje”.
    -Anaïs Nin, Diarios (1931)

    Queridos(as) lectores(as):

    Hay un momento en la vida —a veces breve como un parpadeo, otras veces largo como un invierno— en el que el alma se agota de esperar. No se trata de impaciencia ni de capricho. Es algo más hondo, más visceral. Un cansancio que no es solo físico, sino existencial: uno se cansa de no entenderse, de vivir con el piloto automático, de fingir que está bien, de sostener vínculos que ya no se sostienen solos. Y ese cansancio, paradójicamente, puede volverse el umbral de algo nuevo.

    Recuerdo a J, una conocida de 39 años que una vez soltó una frase demoledora: “Me cansé de mi vida”. Es directora de una empresa, madre de dos hijos, casada desde hace quince años. Desde fuera, todo parecía en orden. Pero por dentro vivía en ruinas: sin deseo, sin palabra, sin pausa. Había pasado años cumpliendo todos los deberes —trabajar, criar, sostener, rendir— sin escuchar nunca qué quería para sí. Lo que la trajo al análisis no fue una crisis dramática, sino el agotamiento absoluto. Un día, mientras se preparaba el café, sintió que algo en su cuerpo ya no respondía. “Me senté en el suelo de la cocina y me puse a llorar. No de tristeza. De vacío».

    J no lo sabía, pero ese llanto era ya un paso al frente. Venía de tocar fondo, sí, pero también de empezar a decirse. Comenzó un proceso psicoanalítico. A lo largo del proceso, no tomó decisiones ruidosas. No se divorció, no dejó su trabajo, no se fue a recorrer el mundo. Pero aprendió a tomar distancia de los mandatos que la oprimían. A decir “no” sin culpa. A pedir ayuda. A dormir sin exigirse salvar a todos. Y poco a poco, su vida se fue ensanchando: no por lo que cambió afuera, sino por lo que por fin se movió adentro. Este encuentro es para quienes han sentido que ya no pueden más, pero no se han rendido. Para los que viven atrapados en una rutina que ya no les refleja, para los que sienten que algo en su interior está pidiendo un cambio, aunque no sepan por dónde empezar. Porque a veces, avanzar no es correr ni volar. A veces, simplemente, es dar un paso al frente.

    El hartazgo como umbral

    A veces el punto de partida no es la esperanza, sino la fatiga. El análisis, los cambios de vida, las decisiones que transforman rara vez empiezan por una visión clara del futuro; casi siempre comienzan cuando ya no se puede sostener el presente. No hay cosa más solitaria que sentir que uno está viviendo una vida que no le pertenece. Y, sin embargo, esa soledad —tan honda, tan paralizante— puede convertirse en terreno fértil. ¿Por qué? Porque cuando todo se rompe por dentro, también se abren rendijas por donde empieza a entrar la verdad. “Estoy cansado”, “ya no puedo”, “esto no es lo que quiero”, son frases que, dichas con honestidad, contienen una potencia silenciosa. Reconocerse agotado puede ser más valiente que insistir en seguir funcionando.

    Viktor Frankl, sobreviviente de los Campos de Concentración, escribió una frase que suele pasar desapercibida entre sus ideas más conocidas, pero que aquí cobra sentido: “Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos» (El hombre en busca de sentido, 1946). El hartazgo genuino, el que nace desde lo más íntimo, es un signo de que algo en nosotros aún vive, aún resiste, aún quiere. No es resignación: es inicio.

    El miedo a moverse

    Si el hartazgo es el umbral, el miedo es la puerta. Una puerta pesada, silenciosa, que uno rodea muchas veces antes de atreverse a tocar. Porque cuando el cansancio ya no puede más, aparece el paso inevitable: moverse. Pero es entonces cuando surge el miedo con toda su voz: ¿Y si cambio todo y sigue igual? ¿Y si salto y me rompo? ¿Y si descubro que ni siquiera era eso lo que buscaba? El miedo al cambio no es signo de cobardía, sino de lucidez. Sólo teme quien ha imaginado consecuencias, quien ha vivido suficiente como para saber que no hay garantías. Incluso las decisiones más nobles pueden doler. Incluso los caminos más necesarios pueden estar llenos de incertidumbre.

    La filósofa francesa, Simone Weil, lo encarnó con radicalidad. En 1935, renunció a su cátedra en París para trabajar como obrera en una fábrica metalúrgica. Lo hizo, escribió, “porque necesitaba sentir en el cuerpo el peso de aquello que tanto había teorizado”. Su familia, sus colegas, sus amigos: todos le dijeron que era un error. Que una mujer frágil, brillante, de salud delicada, no podía sobrevivir ahí. Y tenían razón. Sufrió desmayos, humillaciones, agotamiento. Pero también algo dentro de ella despertó. En sus Cuadernos dejó escrito: “El miedo de caer es más violento que la caída misma” (1938). Sabía que el paso más difícil no era el físico, sino el interior: vencer la parálisis que impone el temor. No se trataba de masoquismo ni de heroísmo. Sino de una certeza casi espiritual: no se puede pensar verdaderamente el mundo desde la comodidad perpetua. Hay que habitarlo. Hay que rozar el abismo con los pies. Uno no da un paso al frente cuando deja de tener miedo, sino cuando deja de obedecerle.

    Una pequeña decisión lo cambia todo

    No siempre es un gran gesto el que cambia la vida. A veces es una acción mínima, una frase apenas dicha, una puerta que se cierra sin estruendo. El primer paso hacia uno mismo rara vez es visible para los demás. Pero adentro, en lo más íntimo, puede ser decisivo. C.S. Lewis, el escritor y pensador inglés que muchos conocen por Las Crónicas de Narnia, fue durante años un ateo convencido. No por frivolidad, sino por lógica. Educado en la razón, marcado por el dolor, había aprendido a desconfiar de toda esperanza trascendente. Y sin embargo, como contaría en Cautivado por la alegría (1955), hubo un instante silencioso que lo transformó todo. Fue en un paseo en motocicleta hacia el zoológico de Whipsnade. Subió al sidecar como no creyente, y al llegar, algo en él había cambiado: “Cuando salí del zoológico, ya creía en Dios”.

    No hubo una visión, ni una epifanía dramática. Sólo un giro interno, casi imperceptible, pero irreversible. Lewis mismo lo escribió con ironía: “Era como si, sin saber cómo ni por qué, me hubiese pasado algo. No lo busqué. No lo entendí del todo. Pero supe que ya no podía volver atrás”. Ese tipo de decisiones —que no siempre son religiosas, pero sí existenciales— se parecen mucho al paso al frente del que hablamos aquí. No siempre tienen forma de ruptura visible. Pero marcan un antes y un después. Como cuando alguien, por primera vez, dice: “No quiero seguir así”. O: “Quiero vivir con sentido, aunque aún no sepa cómo”. Hay pasos que no se anuncian. Se dan.

    Mi mamá me decía: «Cuando pienses de más… salte mejor a caminar un rato».

    Nadie puede dar el paso por ti

    Hay decisiones que se toman entre muchos: mudanzas, proyectos, matrimonios, incluso terapias. Pero el paso al frente del que hablamos aquí —ese que inaugura una vida más fiel a uno mismo— siempre se da en soledad. No porque uno esté solo, sino porque nadie puede ocupar ese lugar. Elegir es asumir. Y asumir es dejar de delegar en los otros la responsabilidad de lo que uno vive. Es fácil decir que no se puede por el trabajo, la pareja, la familia, la economía, los traumas del pasado. Y muchas veces todo eso es cierto. Pero también es cierto que, tarde o temprano, uno tiene que decidir si quiere seguir repitiendo lo que no elige… o empezar a elegir lo que aún no sabe cómo vivir. Hannah Arendt, marcada por el exilio y el horror de su tiempo, escribió una frase punzante en su ensayo La vida del espíritu (1971): “Ser libre es estar solo con uno mismo y atreverse a juzgar”. En un mundo que todo lo mide por la aprobación externa, por el algoritmo o por el éxito visible, elegir desde dentro se vuelve un acto subversivo. Y profundamente humano.

    No hay garantías. Nadie aplaude. Nadie absuelve. Pero en esa elección —íntima, silenciosa, propia— comienza la libertad. No la abstracta, sino la concreta: la de decirse con verdad, la de vivir con coherencia, la de mirar el espejo sin vergüenza. Uno da un paso al frente no porque alguien más lo empuje, sino porque algo en el interior por fin se alinea. Y ese paso, aunque no lo vea nadie, cambia el mundo de quien lo da.

    Cuando la vida se ensancha

    Después del paso, no siempre llega la paz. A veces viene la duda, el desconcierto, el silencio. Pero también, de pronto, aparece un pequeño respiro. La vida no se transforma de golpe, pero comienza a sentirse más respirable. Como si uno pudiera habitar su propia existencia con menos miedo. Con más verdad. Hay quien al dar ese paso vuelve a dormir sin ansiedad. Otro descubre que puede caminar más lento. Otro más —sin saber cómo— empieza a llorar por fin, o a reír con algo de ternura.

    María Zambrano, exiliada durante décadas y profundamente atenta al alma humana, escribió: “Toda verdad es un alumbramiento, y todo alumbramiento trae su dolor” (Claros del bosque, 1977). Pero también dijo que, tras ese dolor, “la vida se dilata, como si uno pudiera ser por fin más ancho que sus miedos”. Y eso es lo que ocurre: no que todo se arregle, sino que todo se vuelve más amplio. Más real. Más propio.

    Reflexión final

    Quizá tú, que estás leyendo esto, también estés en ese momento. Quizá ya te cansaste de fingir que no pasa nada. Quizá ya no te alcanza la energía para sostener lo insostenible. Si es así, no esperes un gran milagro. No lo necesitas. Basta un gesto: escribir ese mensaje que llevas días postergando. Decir esa verdad que duele. O simplemente sentarte en silencio y admitir lo que ya sabías, pero no te habías atrevido a mirar. A veces, el paso más valiente es el más sencillo: dejar de mentirse.

    Dar un paso al frente no es cambiarlo todo. Es dejar de esconderse. Es recuperar la dignidad de moverse, aunque sea con miedo. Y si tiembla la voz, que tiemble. Pero que sea tuya. La vida, con sus contradicciones y sus heridas, aún puede ensancharse. Y empieza por ahí.


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    No toda tristeza es depresión

    “El sufrimiento psíquico no es una patología que haya que erradicar de inmediato; es, con frecuencia, una vía de acceso a la verdad del sujeto”
    — Jean-Bertrand Pontalis

    Queridos(as) lectores(as):

    Cada vez es más común escuchar frases como: “Estoy mal, seguro tengo depresión” o “Últimamente me siento bajoneado(a), algo debo tener”. Vivimos en una época donde cualquier malestar emocional despierta sospecha clínica. Lo que antes llamábamos “una mala racha” o “una tristeza fuerte”, ahora corre el riesgo de convertirse en un diagnóstico automático. Y eso, aunque a veces ayuda, también puede volverse un problema. Porque no todo lo que duele está roto. No todo lo que molesta necesita ser eliminado. Hay malestares que nos pertenecen como parte legítima de la vida. Y si corremos demasiado rápido a etiquetarlos, podemos perdernos la oportunidad de entender qué nos están diciendo.

    Este encuentro no es una negación de la depresión real, profunda, inhabilitante. Esa existe y necesita atención seria. Pero sí es una invitación a distinguir entre el sufrimiento necesario y el sufrimiento que paraliza. A preguntarnos si, en el afán de sentirnos “bien”, no estaremos silenciando emociones que podrían ayudarnos a crecer.

    No toda tristeza es una enfermedad

    A veces estar triste es lo más coherente que uno puede estar. Cuando muere alguien, cuando termina una historia importante, cuando el mundo cambia de manera abrupta y uno no sabe quién es frente a eso… ¿qué otra cosa se puede sentir sino una mezcla de vacío, desconcierto y dolor? Pero hemos aprendido a tenerle miedo a ese dolor. Nos han enseñado que estar tristes es sinónimo de estar mal. Y entonces, en lugar de abrazar esa tristeza, la empujamos fuera con pastillas, con distracciones, con frases hechas: “Tienes que ser fuerte”, “todo pasa por algo”, “levanta el ánimo”.

    La escritora Siri Hustvedt toca esta idea con delicadeza cuando dice: “Una parte del problema con la tristeza es que se espera que se comporte bien, que no moleste, que no dure” (La mujer temblorosa, 2009). Pero la tristeza no obedece a mandatos sociales. Llega cuando lo que amamos desaparece o se transforma. Y se queda el tiempo que necesita para ser comprendida. No es un enemigo, sino una señal. A veces, la única forma que tiene el alma de recordarnos que hemos perdido algo valioso.

    Lo que se gana y lo que se pierde

    El diagnóstico puede ser un bálsamo. Cuando alguien pone nombre a lo que sentimos, aparece un alivio inicial: “Entonces no estoy loco, no soy débil, esto tiene una explicación”. Y sí, a veces esa explicación permite iniciar un proceso de cuidado, de contención, de tratamiento. Pero si no se da en el contexto adecuado, también puede volverse una jaula. Hay quienes llegan al análisis diciendo: “Soy depresivo” como quien ya no espera nada más de sí mismo. Como si esa palabra sellara su historia. Como si el diagnóstico les quitara el derecho a preguntarse por qué sufren. Qué les duele. Dónde comenzó todo.

    El psicoanalista Juan David Nasio lo advierte con claridad: “El diagnóstico puede servir como brújula, pero nunca debe volverse un destino. Porque una vez que uno se identifica con el síntoma, deja de interrogar su origen”(El dolor psíquico, 2000). Cuando el diagnóstico se vuelve identidad, ya no hay camino. Sólo resignación. Y el dolor se convierte en algo que se padece, no en algo que se trabaja. Por eso, antes de correr a etiquetarnos, conviene detenernos y preguntar: ¿Qué me está diciendo esta tristeza? ¿Qué historia hay detrás de ella?

    Tristezas que cuentan algo

    No todas las tristezas son enfermedades. Muchas son narraciones inconclusas, afectos sin nombre, despedidas que no se cerraron, duelos que aún buscan ser llorados. A veces, la tristeza es el modo que tiene el alma de reclamar un lugar para lo que perdió. Recuerdo a una paciente que me dijo con voz serena, pero firme: “No estoy deprimida. Estoy de luto. Perdí a mi padre, y con él se fue una parte de mí. No quiero olvidarlo ni dejar de sentirlo. Sólo quiero que alguien me escuche sin apresurarse a sacarme de aquí”. Y eso hicimos: escuchar, respetar, acompañar sin urgencias. Porque su tristeza no era una señal de patología, sino de amor. Estaba triste porque algo había sido importante. Porque algo que valía la pena ya no estaba.

    La filósofa María Zambrano, tan atenta a los ritmos interiores, lo dijo con belleza: “Sólo en la tristeza profunda se revela la vida en su hondura” (Claros del bosque, 1977). Hay dolores que no nos paralizan: nos transforman. Nos sacan del ruido para preguntarnos qué sentido queremos darle ahora a lo que queda. No hay que huir de esas tristezas. Hay que darles una silla y escucharlas hablar.

    De tu tristeza, toma nota.

    El mercado del alivio inmediato

    Vivimos rodeados de soluciones rápidas. La industria del bienestar vende promesas de felicidad instantánea, y la psiquiatría, mal usada, corre el riesgo de volverse una respuesta automática al malestar: “¿Triste? Aquí tienes algo que lo quite”. Pero no todo debe quitarse de inmediato. Algunos dolores necesitan permanecer un rato para cumplir su función. Hoy cuesta mucho diferenciar entre el dolor necesario y el sufrimiento patológico. Todo lo que incomoda es medicalizable. Todo lo que inquieta parece “síntoma”. Pero eso nos deja más solos, más desconectados de nosotros mismos.

    Porque cuando uno tapa una tristeza antes de tiempo, no la sana. La posterga. La entierra. Y lo enterrado no desaparece: se transforma en insomnio, en fatiga, en angustia muda. No estoy en contra del tratamiento. Estoy en contra del atajo. En contra del mandato de estar siempre bien, aunque por dentro estemos en ruinas.

    ¿Y si tu tristeza te está llevando a otro lugar?

    La tristeza tiene mala prensa. Se la asocia con debilidad, con fracaso, con derrota. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si tu tristeza estuviera señalando algo que merece atención? Tal vez estás cambiando. Tal vez tu vida se está reajustando a algo nuevo, algo que no sabes nombrar aún. Tal vez el proyecto que tenías dejó de resonar, o te diste cuenta de que la imagen que te vendiste ya no se sostiene. Eso duele. Pero también es honesto. Es parte del despertar.

    Un conocido me dijo una vez: “No me reconozco. Ya no me emocionan las mismas cosas. Estoy vacío”. Y no, no estaba vacío. Estaba transitando un pasaje. Estaba dejando atrás una identidad. Lo que sentía como vacío era, en realidad, el espacio para algo nuevo. Pero aún no tenía forma. Eso también es tristeza: la espera de algo que todavía no llega. El duelo de lo que fue, y la posibilidad de lo que será. No interrumpas ese tránsito. No lo patologices antes de tiempo.

    Reflexión final

    No confundamos humanidad con enfermedad. No toda tristeza es depresión. A veces, estar triste es el primer paso para reconstruirse. Si estás en un momento difícil, si lloras más de lo habitual, si hay días en que no encuentras sentido… no te etiquetes demasiado pronto. Tal vez no estás roto(a). Tal vez estás despertando. Y si la tristeza se vuelve abrumadora, si no encuentras salida, si todo se oscurece demasiado: busca ayuda. No por debilidad, sino por amor propio. Pero mientras tanto, si lo que sientes es una tristeza que te hace pensar, recordar, repensarte… entonces escúchala. Quizá es tu alma pidiéndote que no la abandones.

    —————————————

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    Gracias por leer con el alma abierta.
    Nos seguimos leyendo.

    IA y la salud mental

    “Las máquinas nos dan respuestas; pero sólo el alma humana puede formular las verdaderas preguntas”.
    — Viktor Frankl

    Queridos(as) lectores(as):

    Vivimos en un tiempo extraño: tan hiperinformado como desorientado, tan conectado como solitario. La inteligencia artificial (IA), protagonista indiscutible de esta nueva era, no sólo ha modificado la manera en que nos comunicamos, trabajamos o consumimos, sino también —y quizá de forma más silenciosa— cómo nos pensamos a nosotros mismos. En el ámbito de la salud mental, su presencia es cada vez más visible: plataformas que ofrecen apoyo emocional, algoritmos que detectan señales de riesgo suicida, sistemas que prometen una psicoterapia automatizada y sin demoras.

    A primera vista, esto puede parecer una bendición: en un mundo donde el sufrimiento psíquico se ha vuelto pandemia, contar con herramientas accesibles, inmediatas y eficaces suena como una respuesta esperanzadora. Sin embargo, la pregunta no es sólo qué puede hacer la tecnología, sino qué está dejando de hacer la presencia humana. ¿Qué se pierde cuando el consuelo llega en forma de notificación? ¿Qué se rompe cuando el otro es sustituido por una interfaz? Esta entrada se adentra en ese intersticio entre la promesa del algoritmo y la herida del alma: un diálogo urgente entre inteligencia artificial y salud mental.

    La promesa tecnológica: prevención, eficiencia y vigilancia emocional

    Uno de los grandes atractivos de la IA en salud mental es su capacidad para procesar datos masivos y detectar patrones antes de que un síntoma se verbalice. Estudios recientes muestran que, mediante el análisis de publicaciones en redes sociales, registros de voz o patrones de sueño, los algoritmos pueden predecir episodios depresivos o ansiosos con una precisión notable. Esto abre posibilidades fascinantes en términos de prevención y acceso temprano a tratamiento, sobre todo en regiones con escasez de profesionales. En una de sus aportaciones, Johannes C. Eichstaedt nos explica: “Los algoritmos pueden identificar marcadores lingüísticos de depresión con una precisión del 70%, incluso antes de que el sujeto haya sido diagnosticado clínicamente» (Nature Human Behaviour, 2018).

    Sin embargo, detrás de esta precisión cuantitativa se esconde un problema cualitativo: la reducción del sujeto a un perfil de riesgo. El algoritmo no escucha el sufrimiento; lo clasifica. No aloja la palabra; la traduce a variables. Y eso plantea una paradoja inquietante: cuanto más eficaz es la IA en predecir, menos espacio deja para el acontecimiento subjetivo, lo imprevisto, lo que irrumpe sin lógica. El riesgo, entonces, no es sólo técnico sino clínico: pensar que saber antes equivale a curar mejor, cuando en realidad, en salud mental, lo importante no es la anticipación sino el encuentro.

    ¿Puede una máquina escuchar el dolor?

    Surgieron ya múltiples aplicaciones que ofrecen acompañamiento emocional 24/7. Algunas, como Woebot o Wysa, se presentan como “robots empáticos” entrenados en terapia cognitivo-conductual, capaces de sostener conversaciones aparentemente afectuosas y de dar consejos útiles para lidiar con el estrés o la ansiedad. Pero no descuidemos un punto importante: esta función de la IA no es y no debe ser un sustituto del analista o terapeuta. Hablamos sólo de una compañía momentánea, una contención del momento. En una entrevista para la revista Forbes en 2018, la fundadora de Woebot Health, Alison Darcy, decía esto: “Woebot no fue creado para reemplazar a los terapeutas, sino para acompañar a las personas allí donde están — en sus teléfonos — y ofrecer algo útil en el momento». Esto en sí es inquietante y muy alarmante, ya que nos hace ver una realidad que estamos descuidando: el acompañamiento cada vez se vuelve más y más artificial. ¿Dónde están los demás?

    Lo que distingue la escucha clínica no es la amabilidad del lenguaje ni la coherencia de la respuesta. Es la capacidad de sostener la palabra del otro sin apresurarla, de tolerar su ambigüedad, su repetición, su silencio. Es comprender que el dolor no siempre busca una solución, sino un lugar donde ser dicho. Jacques Lacan advertía que “la palabra tiene efectos de cuerpo” (Escritos, 1966). Y ese cuerpo, en la clínica, no es sólo el del analizando: es también el del analista, el terapeuta, el otro encarnado que se conmueve, se cansa, se confunde y, aun así, permanece. La IA, por su propia estructura, no puede ser afectada. Puede simular empatía, pero no padecerla. Y eso, en el vínculo terapéutico, hace toda la diferencia.

    No habrá inconsciente, pero al menos sí protocolo…

    El sujeto dividido frente al algoritmo que todo lo sabe

    En el corazón del psicoanálisis habita una certeza: el sujeto está dividido. No es dueño de su palabra ni transparente ante sí mismo. Se contradice, se pierde, se traiciona. Su dolor no siempre tiene sentido, y muchas veces lo que más sufre es lo que no puede nombrar. La IA, por el contrario, opera bajo el principio de la consistencia. Busca regularidades, reducir ambigüedades, optimizar comportamientos. Y aunque esto puede ser útil para predecir ciertas conductas, es profundamente insuficiente para alojar lo que el sujeto no sabe que dice cuando habla. En su libro, Cinco lecciones sobre el psicoanálisis (1992), Juan David Nasio señala algo que nos es de mucha utilidad en este tema: “El inconsciente no es un algoritmo: no responde a reglas explícitas, sino a desplazamientos, condensaciones y silencios”.

    El riesgo aquí no es sólo técnico, sino simbólico: que la lógica del rendimiento colonice también los territorios del alma. Que el síntoma, lejos de ser escuchado como un mensaje cifrado, sea visto como un error de sistema a corregir. Que el deseo se confunda con un desajuste estadístico. Y que el sufrimiento, en lugar de ser atravesado, sea simplemente callado por una notificación bien redactada.

    Más conectados, más solos

    Vivimos en la era de la conectividad constante. Sin embargo, nunca como ahora hemos sentido tan intensamente la soledad. No soy el primero ni el único en decirlo, pero sucede mucho que en las redes sociales, sobre todo Facebook, el efecto es demoledor: nos acerca a gente lejana, nos aleja de gente cercana. Sumado a esto, la inmediatez (de la que ya hemos hablado en varios encuentros) hoy exige más de lo que realmente se puede ofrecer. Es irónico, porque incluso podemos señalar «lo que es humanamente imposible de ofrecer»: presencia constante y activa. En este contexto, la IA promete una presencia permanente, una compañía sin juicio, sin demora, sin conflicto. Pero, ¿qué clase de presencia es aquella que no puede faltar? Hace unos días asistí a una lectura sobre la obra de Byung-Chul Han, en donde uno de mis queridos amigos hizo hincapié en una cita que hasta apunté: “El malestar actual no proviene de la falta de herramientas, sino de la falta de vínculos reales. La IA puede ser una prótesis, pero nunca un otro” (La expulsión de lo distinto, 2014). Un efecto más del «progreso» tecnológico: la deshumanización de las relaciones. Donde «sustituir» se vuelve «expulsar».

    La clínica —y, más ampliamente, la experiencia humana— necesita del otro como alteridad, no como reflejo. El vínculo que cura no es el que responde siempre bien, sino el que permite habitar la incertidumbre. La IA, en su afán de eficiencia, nos da respuestas limpias y rápidas. Pero lo humano se gesta, muchas veces, en la espera, en el equívoco, en el no saber. No es casual que muchas personas que han conversado largamente con asistentes de IA terminen experimentando una angustia sorda: intuyen que, en el fondo, no hay nadie del otro lado. Y eso, más que consolar, desampara. ¿Uno puede encontrar consuelo en una respuesta fría, calculada y estadística?

    Ética, límites y responsabilidad clínica en tiempos de automatización

    El ejercicio clínico no es una técnica neutral. Implica una ética: una disposición a hacerse responsable por el otro, a poner el cuerpo —no sólo en sentido físico, sino afectivo, simbólico, incluso espiritual— frente al dolor ajeno. La IA, por muy potente que sea, no puede asumir responsabilidad. Puede calcular probabilidades, pero no cargar con consecuencias. Puede indicar riesgos, pero no decidir qué hacer con ellos. Y, sobre todo, no puede responder con presencia cuando algo en el otro se rompe. De hecho, hay que ser justos con la IA también, ya que en sus respuestas suelen concluir con una recomendación de buscar apoyo profesional, filial o familiar. Pero eso, como pasa seguido, es lo que menos se lee. ¿Y por qué no se lee? Porque ya hay una resistencia de por medio: si estoy con la IA, es porque no encontré a alguien más. Por miedo, por pena, por inseguridad, por la razón que queramos. Ya que todo acto clínico implica una responsabilidad subjetiva. La IA no puede ser imputable del sufrimiento que toca.

    Conviene recordar a Hans Jonas: “La técnica debe ser guiada por una ética del futuro, una ética de la responsabilidad por la fragilidad humana» (El principio de responsabilidad, 1979). Por eso, más que pensar en reemplazar al terapeuta con una IA, conviene imaginar modos de complementariedad responsables, donde la tecnología amplíe el acceso, pero no sustituya el lazo. Donde el algoritmo sea herramienta, pero nunca interlocutor. Donde lo humano, con su fragilidad y su exceso, siga siendo el centro.

    Reflexión final

    La inteligencia artificial ha llegado para quedarse, y su aporte a la salud mental puede ser valioso. Pero también nos confronta con una decisión profunda: ¿queremos alivio o queremos sentido? ¿Queremos que nos calmen o que nos escuchen? ¿Queremos una respuesta rápida o una compañía real? En Crónicas del Diván, sabemos que el alma humana no se deja reducir a patrones ni a comandos. Que el dolor, cuando se dice, necesita un otro que lo escuche de verdad. Que el consuelo no está en la respuesta correcta, sino en la presencia que no se va. Tal vez la IA pueda ayudarnos a llegar antes. Pero aún necesitamos alguien que, al abrir la puerta, nos diga: “aquí estoy, no sé todo… pero te escucho”.

    El alma entre escombros

    «El sentido no es algo que descubrimos, sino algo que hacemos posible».

    -Markus Gabriel

    Queridos(as) lectores(as):

    Hay preguntas que no nacen de la razón, sino del quebranto. No son un ejercicio intelectual ni un juego dialéctico. Surgen cuando el alma está en ruinas y apenas logra susurrar, entre lágrimas, entre noches sin dormir: “¿Qué sentido tiene todo esto?” No es la pregunta de los filósofos en su escritorio, ni la del estudiante en su tesis, ni siquiera la del creyente en busca de dogma. Es la pregunta del que ha perdido algo esencial —una madre, un hijo, una esperanza, la salud, la fe, o a sí mismo— y se descubre arrojado al mundo sin mapas. Es la pregunta del que, en medio de una rutina que no entiende, de un dolor que no cesa o de una alegría que ya no basta, comienza a sospechar que vivir no es lo mismo que estar vivo.

    Vivimos tiempos donde todo debe tener “explicación”, pero pocas veces tiene verdadero sentido. Y sin embargo, la pregunta sigue latiendo en muchos: no como una exigencia lógica, sino como un clamor existencial. A veces callamos por orgullo, por miedo, por costumbre… pero en el fondo, todos, alguna vez, la hemos formulado con el corazón hecho trizas. En este encuentro haremos un intento de escuchar esa pregunta. No de responderla del todo —sería arrogante pretenderlo—, sino de honrarla, caminarla, darle espacio. Porque incluso la desesperación merece un lenguaje.

    Cuando la vida se cae a pedazos

    No hay anuncio, no hay preparación, no hay manual. Simplemente ocurre. Algo —o todo— se rompe. Y entonces el cuerpo tiembla, la mente se dispersa, el alma se pliega sobre sí misma. El colapso no siempre es un grito; a veces es un silencio seco que no deja pasar ni el aire. Llega como una grieta, y uno descubre que no era tan fuerte como creía, ni tan blindado, ni tan inmune. Es el día en que la vida, sin avisar, se nos cae a pedazos. Puede venir por la pérdida de un ser querido, por una traición que desgarra, por una enfermedad que arranca el futuro de cuajo, o por una fatiga existencial tan profunda que ya no se sabe cómo dar el siguiente paso. A veces ocurre en el corazón de un adulto maduro; otras, en el desconcierto de un joven que no encuentra su lugar en el mundo. Lo cierto es que nadie está exento del colapso. Porque nadie está exento de vivir.

    El filósofo Byung-Chul Han escribe: “El dolor, el sufrimiento y la negatividad hacen que el alma sea alma” (La sociedad del cansancio, 2010). Tal vez por eso el alma despierta cuando más duele. Pero en ese primer momento, el despertar no trae consuelo: trae vértigo. ¿Cómo seguir cuando lo que sostenía la vida ya no está? ¿Cómo encontrar sentido cuando los fragmentos de la existencia se esparcen como vidrios rotos? En consulta, no pocas veces escuchamos esta frase dicha con los ojos vacíos: “Ya no sé para qué estoy aquí”. Es un lamento, sí, pero también una súplica: que alguien —o algo— le devuelva sentido al caos. A veces, incluso el lenguaje se vuelve insoportable, porque cada palabra parece traicionar la dimensión del dolor vivido. “Me rompí”, dicen algunos. Y con eso basta. No hace falta explicar más.

    El psicoanálisis no responde con fórmulas, pero sabe escuchar los signos del colapso. Sabe que ahí donde el Yo tambalea, algo más profundo pide nacer. En la Biblia, Job lanza su lamento: “¿Por qué salió del vientre el que vio la luz? ¿Por qué dar vida al amargado de corazón?” (Job 3,11). No es sólo un reproche, es una herida que busca su eco. Porque el sufrimiento, cuando no encuentra sentido, busca al menos una compañía. Quien ha vivido un colapso sabe que no hay consuelo fácil. Las frases hechas se vuelven veneno, y los intentos de explicarlo todo, una falta de respeto al misterio del dolor. Lo único que puede hacerse en ese umbral es lo más humano: quedarse, acompañar, y reconocer que no siempre hay palabras, pero sí presencia. “El sentido no siempre se encuentra —decía Simone Weil—, a veces se padece, se soporta, se deja crecer” (La gravedad y la gracia, 1947). Y ese crecimiento suele comenzar justo ahí: donde la vida parece haberse desplomado por completo.

    El impulso de seguir

    Hay un momento —extraño, desconcertante, casi absurdo— en el que, aún sin sentido, el cuerpo se levanta. Uno come algo, se baña, responde un mensaje, vuelve a caminar por la misma calle donde ocurrió lo irreparable. Y se sorprende. Porque si todo está perdido, ¿por qué seguimos? No es resignación. Tampoco esperanza. Es algo más primitivo y profundo: un impulso vital, una especie de terquedad del alma que se niega a caer del todo. Como si algo dentro dijera: no entiendo nada, pero no puedo dejar de estar aquí. Kierkegaard lo intuyó con radicalidad en su obra El concepto de la angustia (1844), cuando explicó que la angustia no destruye al hombre, sino que lo revela. Hay una fuerza paradójica en ella: mientras desestructura, también impulsa. La angustia no es sólo vacío; es la antesala de una decisión. Es la grieta por donde la libertad se asoma.

    En clínica, se observa con claridad: personas devastadas que, sin saber cómo, han resistido diez, veinte, treinta años con un dolor que parecía insoportable. Lo cuentan sin orgullo, sin épica. Simplemente siguen. Sigmund Freud lo llamaría pulsión de vida (Trieb), esa energía que se opone —a veces silenciosamente— al deseo de desaparecer. Melanie Klein, desde su lectura del duelo y la posición depresiva, señalaría que incluso en la destrucción hay una intención de restauración. El sujeto ama demasiado aquello que ha perdido, y por eso lucha con más intensidad por no desaparecer con ello.

    En literatura, lo vemos con crudeza en personajes como Winston Smith, de 1984 (Orwell, 1949), o el padre de La carretera (McCarthy, 2006). Ninguno tiene una razón clara para seguir, salvo una: hay alguien que aún merece ser amado, o salvado, o simplemente acompañado. Esa es, muchas veces, la negación del sinsentido: el amor. Aunque esté herido, aunque no encuentre palabras, aunque no sepa si habrá mañana. El Evangelio según San Lucas narra que, luego de la crucifixión, algunas mujeres se dirigieron al sepulcro con perfumes y ungüentos (Lc 24,1). ¿Para qué? Ya estaba muerto. Pero fueron. No para entender, sino para amar. Para cumplir un gesto. Y en ese gesto absurdo, se toparon con el milagro.

    Hay en el ser humano una voluntad inexplicable de permanecer. Aunque el mundo se desmorone. Aunque el alma esté rota. Aunque no haya respuestas. Como si, en lo más íntimo, supiéramos que dejar de buscar sentido es renunciar a lo que nos hace humanos. El filósofo contemporáneo, Markus Gabriel, señala que “el sentido no es algo fijo, sino algo que se produce en el acto de habitar el mundo” (El sentido del pensamiento, 2018). Tal vez sea eso: habitamos. Seguimos. Aunque sea caminando entre ruinas, aunque sea con el alma hecha jirones. Porque vivir —a veces— es un acto de negación radical del sinsentido. Y ese gesto, por pequeño que sea, ya es una forma de sentido en sí mismo.

    Y aún entre las cenizas de Dresde, la dignidad humana encontró formas de resistir.

    El duelo de no comprender

    Antes de la caída, teníamos un relato. No importaba si era simple o complejo, ingenuo o elaborado: había una historia que nos sostenía. Éramos “el hijo de…”, “el que amaba a…”, “el que soñaba con…”. Incluso el dolor, cuando tenía un lugar dentro de una narrativa, era más soportable. Pero el colapso no sólo hiere lo que somos: rompe lo que creíamos ser. Y, con ello, desmonta la historia que habíamos contado sobre nuestra vida. De pronto, ya no se sabe cómo narrarse. ¿Quién soy ahora que ya no tengo eso que me nombraba? ¿Qué sentido tiene todo lo anterior si no condujo a nada más que a este abismo? Paul Ricoeur, en Tiempo y narración (1983), explica que el ser humano necesita narrarse para habitar el tiempo. Sin relato, el tiempo se vuelve inerte, y la existencia se fragmenta. Por eso el dolor profundo —especialmente el que llega de forma abrupta— no sólo duele: desorienta. Es el duelo no sólo de lo perdido, sino del sentido que daba forma al pasado, al presente y al porvenir.

    En consulta, he escuchado a personas decir: “Siento que ya no soy la misma”, “ya no sé en qué creo” o “todo lo que hice no valió nada”. Esas frases no son un diagnóstico de depresión: son expresiones de duelo narrativo. La identidad ha quedado en suspenso porque el lenguaje interno ha sido silenciado. Y eso duele más que la herida misma. El alma entra en lo que Barthes, tras la muerte de su madre, llamó el suspenso absoluto de la significación. En su Diario de duelo (2009), escribe: “Ya no tengo historias que contarme. Sólo imágenes. Pero las imágenes no sostienen la vida”. Este tipo de duelo no puede ser apresurado. Requiere silencio, compañía y una enorme paciencia con uno mismo. La tentación es construir una narrativa rápida para calmar el dolor. Pero los relatos apresurados son como casas mal cimentadas: se derrumban al primer temblor.

    El psicoanálisis no obliga a narrar, pero escucha los silencios, las repeticiones, los balbuceos. Porque en ellos empieza a gestarse, poco a poco, un nuevo relato. Uno más frágil, tal vez. Pero también más verdadero. Y es que, tal vez, el sentido no siempre aparece como una gran explicación que todo lo ordena. A veces, el sentido es simplemente poder decir con honestidad: “No entiendo lo que pasó, pero sigo aquí”. Y con eso, ya comienza una nueva historia.

    El sentido como construcción amorosa

    A pesar de lo que muchas veces se dice, el sentido rara vez se encuentra. No es una moneda extraviada en un rincón del alma, ni un objeto escondido que algún día aparece bajo la luz reveladora de la razón. El sentido, más bien, se construye. Y no se construye solo: se edifica en el otro, desde el otro, con el otro. Con el tú que nos escucha, con la mirada que no nos juzga, con la palabra que no da soluciones, pero permanece. Emmanuel Levinas lo formuló de manera radical: “El sentido se origina en el rostro del otro” (Totalidad e infinito, 1961). No hay mayor lugar de sentido que el rostro humano que nos interpela, que nos llama sin palabras, que nos exige una respuesta ética, aunque no tengamos nada para dar. Es ahí, en el vínculo, donde el sinsentido comienza a ceder.

    Martin Buber habló de la relación Yo-Tú como el fundamento mismo de la existencia auténtica. En esa relación no uso al otro, no lo reduzco a objeto, no lo convierto en recurso ni en solución a mi angustia. En esa relación, simplemente soy con él, y eso basta. El sentido, entonces, no es una construcción solitaria, sino un acontecimiento compartido. El psicoanálisis también reconoce esto. No cura el dolor eliminándolo, sino dándole espacio para hablar. Y hablar no es un acto individual: es un gesto relacional. El analista —presente, humano, falible— escucha con una disposición amorosa que no busca explicar, sino sostener. Julia Kristeva lo resume con claridad: “La cura es, antes que nada, una acogida del sufrimiento en el lenguaje” (El porvenir de una revuelta, 1998). Y esa acogida es un acto de amor. El amor —aunque imperfecto— ofrece un suelo donde el alma puede volver a respirar.

    Judith Butler, desde una ética de la vulnerabilidad, ha dicho que “somos constituidos por los lazos que nos hacen vulnerables, pero también por aquellos que nos sostienen” (Marcos de guerra, 2009). El sentido, entonces, no se impone desde fuera, ni se encuentra de forma pasiva: se construye cada vez que alguien nos acompaña a mirar la herida sin apurarnos a cerrarla. Tal vez por eso, a veces basta una mano en el hombro, una taza de café compartida, una carta inesperada, una voz que nos llama por nuestro nombre. En esos gestos sencillos —que no explican, pero sí abrazan— empieza a levantarse de nuevo el edificio del sentido. Ladrillo a ladrillo. Con paciencia. Con amor.

    La fe, la espera, la confianza

    Después de todo lo vivido —el colapso, la supervivencia sin respuestas, la ruptura de nuestras narrativas, la reconstrucción desde el amor— queda algo que tal vez es lo más difícil de aceptar: no todo se sabrá. No todo se explicará. No todo será claro. Y, sin embargo, eso no impide vivir. La fe, en su núcleo más íntimo, no es certeza absoluta. Es confianza en la oscuridad. Es decir “sí” sin garantías. San Agustín lo entendió con palabras que atraviesan los siglos: “Si lo comprendes, no es Dios” (Sermones, siglo V). La plenitud no radica en tener todas las respuestas, sino en aprender a vivir con preguntas que arden, pero no destruyen.

    Miguel de Unamuno, atormentado por la duda, escribió: “¡Que inventen ellos! Yo quiero vivir… aunque sin saber para qué” (Del sentimiento trágico de la vida, 1913). Y en esa contradicción vivía su fe desgarrada, su esperanza tozuda, su forma tan española y tan humana de seguir amando la vida, incluso sin sentido evidente. Aceptaba lo trágico, pero no por eso renunciaba a lo profundo. Dietrich Bonhoeffer, preso por el nazismo y finalmente ejecutado, escribió en una de sus cartas desde la cárcel: “No es en las respuestas fáciles, sino en las preguntas que permanecen abiertas, donde Dios habita” (Resistencia y sumisión, 1951). Habitar la incertidumbre puede ser, en sí mismo, un acto de fe. Rainer Maria Rilke, con su habitual delicadeza, dejó una de las frases más luminosas de la literatura epistolar: “Ten paciencia con todo lo que no está resuelto en tu corazón e intenta amar las preguntas mismas, como habitaciones cerradas o libros escritos en una lengua extranjera… Quizá vivas entonces algún día, poco a poco, sin notarlo, dentro de la respuesta” (Cartas a un joven poeta, 1929). No se trata de rendirse ante el sinsentido, sino de caminar con él como compañero de viaje. Dejar que el misterio, en lugar de paralizar, nos haga más humildes, más atentos, más abiertos. Porque hay sentidos que sólo se revelan cuando uno deja de exigirles que se muestren.

    A veces, basta con saber que seguimos aquí. Que algo —alguien— nos sostuvo cuando no pudimos sostenernos. Que el amor no nos abandonó del todo. Que la esperanza, aunque frágil, no se extinguió. No saber del todo no significa no vivir del todo. A veces, vivir es precisamente eso: lanzarse, quedarse, construir, esperar… sin comprenderlo todo, pero creyendo que hay algo más. Algo que quizá no entendamos aún, pero que late, calladamente, en el fondo de todo.

    Vivir con el mundo al hombro

    «La esperanza es el sueño del hombre despierto».

    -Aristóteles

    Queridos(as) lectores(as):

    Hay días en los que uno se sienta frente a la taza de café con el alma hecha trizas, aunque nadie lo note. Afuera brilla el sol, los pájaros cantan, y sin embargo, por dentro… algo no está bien. No es una tristeza concreta. No es un duelo inmediato. Es otra cosa. Una especie de peso invisible que se acumula con cada noticia, cada imagen, cada tragedia retransmitida a tiempo real. Es un cansancio del que no se habla porque no tiene forma clara. Un agotamiento que no nace de lo personal, sino de lo colectivo. Del mundo que duele, de lo que no podemos solucionar, de lo que sentimos demasiado grande para comprender y demasiado cercano para ignorar.

    A veces creo que el alma también tiene su propio tipo de inflamación. No se ve, no se diagnostica, pero se siente. Como si estuviéramos viviendo con una conciencia herida por exceso de realidad. Una realidad que entra sin filtro por la pantalla del celular, por los titulares de prensa, por los comentarios en redes, por los rostros ajenos en el transporte público. Todo se nos mete al cuerpo. Y no siempre sabemos qué hacer con eso. En el consultorio, este dolor también aparece. No con nombres geopolíticos, pero sí con síntomas: insomnio, ataques de ansiedad, irritabilidad, sensación de culpa, desesperanza. Personas que no entienden por qué no logran estar bien, cuando «en teoría» todo en su vida está más o menos en orden. Y al escarbar un poco, aparece: el mundo. Lo que pasa en él. Lo que arde. Lo que muere.

    Y en ese momento, surge una pregunta silenciosa: ¿Cómo se vive con el mundo al hombro sin que nos rompa por dentro? Lo diré con toda franqueza: no tengo una respuesta mágica. Pero sí algunas palabras. Algunas ideas que me han sostenido. Algunos autores que me han ayudado a mirar el abismo sin dejarme caer. Es de eso de lo que quiero hablar hoy.

    La herida de ver todo

    Antes, lo que pasaba en otro continente era apenas un rumor que llegaba con retraso. Una noticia de periódico, una imagen borrosa en el noticiero de las diez. Hoy, basta abrir el celular para sentir que el dolor del mundo entra por los ojos como si fuera nuestro. No estamos diseñados para tanta exposición. El alma humana necesita tiempo, espacio, silencio, incluso ignorancia. No por evasión, sino por protección. Pero el flujo de información no da tregua. La guerra, el hambre, la violencia, el colapso ambiental… todo aparece entre una foto de un desayuno perfecto y un meme sobre gatos. Lo trágico y lo trivial conviven en la misma pantalla, en el mismo instante. Y eso —aunque no siempre lo notemos— nos rompe. La conciencia moderna está desbordada. Y el problema no es solo que nos informamos, sino que no sabemos qué hacer con lo que nos informamos. Porque saber duele. Y no poder actuar frente a ese dolor nos deja en un limbo entre la empatía y la impotencia.

    Arthur Schopenhauer, en uno de sus textos más sombríos y necesarios, lo expresa sin anestesia: “Si se pusiera sobre una balanza el placer y el dolor de la humanidad, veríamos que el dolor pesa mucho más” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). Sus palabras no buscan deprimirse ni deprimir. Sólo constatar que el sufrimiento no es un accidente de la existencia: es su estructura de fondo. Y sin embargo —y aquí está la paradoja— saber eso no nos libera del impacto de cada nuevo dolor. Por eso tantas personas hoy caminan con una tristeza muda. Porque no saben si están cansadas de vivir, o si lo que realmente las cansa es ver que el mundo sigue su marcha sin compasión. No es que falte sensibilidad. Lo que falta es espacio para tramitarla. Cuando el dolor se acumula sin un lugar donde volcarlo, se transforma en ansiedad, en apatía, en cinismo.
    Y eso, en cierto modo, es también una forma de herida.

    Leer a quienes atravesaron el fuego

    Hay días en los que no basta con apagar la televisión o cerrar la app de noticias. La mente sigue alterada, como si los ecos del mundo siguieran resonando por dentro. Y en esos días —justamente en esos—, suelo volver a ciertos autores que han sabido mirar de frente al horror… y escribir sin perder la dignidad. Primo Levi, por ejemplo, no escribió desde el resentimiento ni desde la desesperación, sino desde un lugar más difícil: el de la lucidez moral. Su relato del campo de concentración no se detiene en el espectáculo de la crueldad, sino que interroga la raíz misma de lo humano. Nos dice: “Comprender es casi justificar. No queremos comprender lo que sucedió, porque si lo comprendiésemos, lo justificaríamos” (Si esto es un hombre, 1947). Su escritura es una advertencia contra el olvido, pero también un acto de compasión hacia quienes ya no pueden contar su historia.

    Svetlana Aleksiévich, por su parte, eligió no escribir desde su voz, sino desde las voces de otros. En Voces de Chernóbil (1997), y en La guerra no tiene rostro de mujer (1983), se dedicó a escuchar —pacientemente, dolorosamente— a quienes vivieron las catástrofes más brutales del siglo XX. No teoriza. No interpreta. Sólo deja que hablen. Y en ese acto de escucha radical, la literatura se convierte en acto terapéutico colectivo. Paul Celan, el poeta nacido en Czernowitz, escribió después de Auschwitz en un idioma que ya no creía posible. Sus versos, hechos de silencios y cortes, de palabras que no alcanzan, son una plegaria imposible, un eco de lo que no se puede decir, pero tampoco se debe callar. “Nadie da testimonio por el testigo» (Méridien, 1960).

    Y luego está Etty Hillesum, esa joven judía holandesa que, sabiendo que sería llevada al campo de concentración, escribió un diario donde se permitió decir, incluso en medio del terror: “La vida es bella a pesar de todo” (Diario, 1941–1943). No por ingenuidad. No por negación. Sino por una sabiduría que solo se alcanza cuando se elige no odiar, aun con razones para hacerlo. Estos autores no nos ofrecen consuelo fácil. Pero ofrecen otra cosa: nos enseñan que escribir, recordar, llorar, y seguir amando, incluso en ruinas, es posible. Que el dolor compartido no se vuelve más liviano, pero sí más habitable. Y eso, a veces, es lo único que necesitamos para no rendirnos.

    «No era que el mundo dejara de doler, pero al menos, por un momento, él eligió cuidarse».

    Cuando el dolor llega al consultorio

    El dolor del mundo no siempre llega a la sesión con titulares. A veces entra disfrazado de insomnio, de crisis de llanto inexplicable, de angustia flotante. No se presenta como “la guerra”, “la injusticia” o “la violencia del sistema”, sino como una frase suelta: “No sé qué me pasa”. «Me siento mal por estar bien”. “Todo me afecta demasiado”. Y entonces el trabajo clínico no es diagnosticar, sino acompañar. Ayudar a que ese “todo” encuentre forma, límite, palabra. Que deje de ser una nube que lo cubre todo y se convierta, al menos, en una lluvia que puede llorarse. El dolor colectivo también deja marcas individuales. Vivimos en un mundo donde la tristeza parece un lujo, donde se espera que sigamos funcionando aunque el alma esté en huelga. Se nos exige productividad, resiliencia, optimismo, y cuando no lo logramos, encima sentimos culpa.

    En el diván, lo primero es suspender esa exigencia. Dar permiso para no estar bien. Para decir que el mundo duele. Para confesar que uno no puede con todo, y no por eso es menos fuerte. El psicoanálisis no ofrece recetas. Ni cura el mundo. Pero crea un espacio —único y necesario— donde lo que arde puede decirse sin que nadie lo apague a la fuerza. Y a veces, eso basta. Porque cuando alguien puede decir lo que siente sin ser corregido, ya empezó a curarse. Y cuando alguien escucha sin juzgar, sin comparar, sin interrumpir… ya está ayudando a sostener un poco el peso del mundo. Incluso el silencio, en esos momentos, se vuelve contenedor. No porque oculte, sino porque da lugar. Porque dice: “Estoy aquí. Puedes traer tu angustia sin temor. No vamos a huir de ella”. El consultorio no es un refugio para huir del mundo. Es un lugar donde se aprende a volver a él con más alma, no con más coraza.

    Una forma de resistencia: cuidar el alma, cuidar la mente

    No todo podemos entender. No todo podemos cambiar. Pero sí podemos decidir qué entra, qué permanece, qué se cuida. Cuidar el alma, cuidar la mente, no es huir del mundo, sino resistirse a que el mundo nos endurezca por dentro. Es preservar la ternura en medio de la violencia. La atención en medio del ruido. El sentido en medio del sinsentido. Y eso también es político. También es ético. También es espiritual. En días de saturación, la respuesta no siempre es saber más, sino sentir distinto. Volver a lo simple: tocar música, leer algo hermoso, caminar sin prisa, mirar el rostro de alguien que amamos, decir una oración breve aunque no sepamos bien a quién va dirigida. Pedir ayuda. Escuchar con el corazón. Agradecer sin motivo.

    A veces, eso basta para que el alma no se hunda. Schopenhauer —quien no solía escribir desde la esperanza— lo insinuó con crudeza, pero sin cinismo: “El destino mezcla las cartas, y nosotros las jugamos. Pero si jugamos bien, incluso la peor mano tiene su dignidad” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). No se trata de negar la oscuridad. Se trata de no alimentarla. De no permitir que nos robe lo que aún puede florecer. Quizá no podamos apagar todos los incendios del mundo, pero sí podemos cuidar que el nuestro no se extinga de tristeza. Porque un corazón que aún ama, que aún canta, que aún se detiene a mirar una flor o un rostro, es ya un acto de resistencia luminosa.