«La angustia del niño es siempre la angustia de los padres».
—Sigmund Freud
Queridos(as) lectores(as):
En los últimos años se ha vuelto cada vez más frecuente escuchar diagnósticos de ansiedad en niños: dificultades para dormir, miedos difusos, síntomas corporales sin causa médica clara, irritabilidad constante o una preocupante incapacidad para jugar con espontaneidad. Muchas veces se habla de estos cuadros como si fueran rasgos individuales, casi defectos internos del niño, olvidando que la infancia no existe aislada del mundo adulto que la rodea. Esta reflexión surge también de una conversación reciente con mi amiga Alma, a propósito de niños atravesados por ansiedad y de las problemáticas reales que hoy enfrentan muchas crianzas. No hablábamos desde la teoría, sino desde la experiencia cotidiana: escuelas, familias, consultas, escenas repetidas. En esa charla aparecía una pregunta sencilla pero inquietante: ¿en qué momento los niños comenzaron a cargar con angustias que no les corresponden?
La clínica psicoanalítica muestra, una y otra vez, que la ansiedad infantil rara vez nace sola. No suele ser un fenómeno autónomo, sino una respuesta a climas emocionales saturados, a adultos desbordados, a vínculos donde el límite se ha vuelto confuso o inexistente. El niño, lejos de ser ajeno a ese clima, lo absorbe, lo encarna y lo expresa. Pensar la ansiedad infantil exige, entonces, correr la mirada del niño como “problema” y dirigirla hacia el mundo adulto, los modos de crianza, las renuncias, los excesos y las contradicciones de nuestra época. No para señalar culpables, sino para asumir responsabilidades.
Cuando el niño deja de ser niño
Uno de los fenómenos más visibles en la clínica actual es la adultización temprana de la infancia. Niños que opinan sobre todo, que participan en decisiones que no pueden metabolizar, que escuchan conflictos adultos y que incluso se convierten en confidentes emocionales de sus padres. En apariencia parecen maduros; en el fondo, están sobrecargados. Anna Freud, psicoanalista infantil y pionera en el estudio del desarrollo, advertía con claridad que «el niño pequeño no puede dominar conflictos internos intensos sin el auxilio del adulto» (El yo y los mecanismos de defensa, 1936). Cuando ese auxilio se transforma en exigencia, o cuando el adulto deposita en el niño sus propias angustias, el desarrollo se ve perturbado.
Más adelante, la misma autora señaló que «cuando el niño se ve obligado a asumir funciones emocionales que no corresponden a su edad, su desarrollo se ve perturbado» (Normalidad y patología en la infancia, 1965). No se trata de fragilidad infantil, sino de una exigencia indebida: el niño es empujado a ocupar un lugar que no le corresponde. El resultado suele ser un niño aparentemente responsable, sensible o “consciente”, pero internamente ansioso, hipervigilante y con grandes dificultades para relajarse. La ansiedad, en estos casos, no es un trastorno aislado: es el precio de haber dejado de ser niño demasiado pronto.
Adultos que renuncian a ser adultos
De forma paralela a la adultización infantil, observamos una infantilización del mundo adulto. Padres y madres que temen frustrar, que dudan constantemente de sus decisiones, que buscan agradar más que sostener y que confunden autoridad con autoritarismo. El límite, mal entendido como violencia, desaparece. Donald Winnicott fue contundente al señalar que «el niño necesita límites no para ser controlado, sino para sentirse real y seguro» (Realidad y juego, 1971). El límite no es un castigo: es una referencia. Cuando el adulto renuncia a ponerlo, el niño no se siente libre, sino desorientado.
Hannah Arendt lo expresó desde la filosofía política y educativa con una claridad inquietante: «Cuando los adultos renuncian a su autoridad, no liberan al niño: lo abandonan» (Entre el pasado y el futuro, 1961). La autoridad no es dominio, sino responsabilidad frente a quien todavía no puede asumirla. Mi querido amigo, Nobel Freud, psicoanalista infantil contemporáneo, ha insistido en que muchos niños hoy se ven forzados a ocupar el lugar de reguladores emocionales del adulto. Cuando el padre o la madre no sostienen su función, el niño intenta hacerlo. Y esa inversión de roles es una de las fuentes más frecuentes de ansiedad infantil.
Los nuevos métodos de crianza y sus efectos no previstos
Muchos enfoques actuales de crianza parten de intenciones legítimas: evitar la violencia, escuchar al niño, respetar su subjetividad. Sin embargo, en la práctica, estas propuestas suelen derivar en una eliminación del límite, una sobreexplicación constante y una falsa horizontalidad que desconoce las diferencias estructurales entre niño y adulto. Françoise Dolto fue clara al advertir que «hablarle al niño como a un adulto no es respetarlo; es desconocer su estructura psíquica» (La causa de los niños, 1985). El respeto no implica simetría, sino reconocimiento de la diferencia. El niño no necesita saberlo todo; necesita sentirse sostenido.
Desde la pedagogía contemporánea, Philippe Meirieu ha señalado que educar no es evitar el conflicto ni garantizar bienestar inmediato, sino introducir al niño en una realidad que no siempre coincide con su deseo. Cuando todo se negocia, el niño queda sólo frente a decisiones que no puede elaborar. La consecuencia es una infancia sobrecargada de palabras, decisiones y responsabilidades. Menos juego, menos aburrimiento creativo, menos tiempo para elaborar. Más ansiedad, más exigencia interna, más miedo a equivocarse. La crianza se vuelve un escenario de tensión constante, aunque se la nombre “respetuosa”.

Donald W. Winnicott (El proceso de maduración en el niño, 1965)
Las consecuencias de la ansiedad infantil
La ansiedad infantil no siempre se expresa con palabras. Aparece en el cuerpo, en el sueño, en la conducta, en la dificultad para separarse, en el temor constante a fallar. Bernard Golse, psiquiatra y psicoanalista infantil, ha mostrado cómo la angustia del entorno se inscribe tempranamente en el cuerpo del niño, produciendo síntomas que luego se leen como trastornos individuales. Jean Piaget ya advertía que «el niño no es un adulto en miniatura; piensa de manera cualitativamente distinta» (La psicología del niño, 1966). Exigirle recursos emocionales y cognitivos que aún no tiene no lo fortalece: lo angustia y lo deja sin herramientas.
Niños ansiosos suelen convertirse en adolescentes desbordados y en adultos frágiles, con dificultades para tolerar la frustración, el límite o la incertidumbre. No por debilidad personal, sino porque crecieron sin un marco claro que los contuviera. La ansiedad infantil, en este sentido, es un síntoma cultural. Habla menos de los niños y más del mundo que hemos construido para ellos.
¿Qué sí ayuda de verdad?
Frente a este panorama, no se trata de volver a modelos autoritarios ni de culpabilizar a las familias. Se trata de recuperar el lugar del adulto, de asumir que cuidar implica decidir, limitar y sostener, incluso cuando eso genera enojo o malestar momentáneo. Winnicott hablaba del adulto “suficientemente bueno”: no perfecto, no omnipresente, sino disponible, firme y confiable. Un adulto que puede contener su propia ansiedad para no depositarla en el niño.
Desde la pedagogía, autores como Francesco Tonucci han insistido en devolverle a la infancia el valor del juego, del tiempo libre, del error y del aburrimiento creativo. Menos agendas, menos discursos, más espacio para ser niño. Tal vez no necesitamos niños más fuertes, más conscientes o más adaptados, sino adultos más responsables, capaces de ocupar su lugar sin miedo. Porque cuando el adulto sostiene, el niño puede descansar. Y donde hay descanso, la ansiedad empieza, lentamente, a ceder.
Reflexión final
Tal vez la ansiedad infantil no sea el signo de una infancia frágil, sino el síntoma de un mundo adulto cansado, confundido y sobreexigido. Un mundo que, muchas veces sin notarlo, ha trasladado a los niños preocupaciones, decisiones y angustias que no les corresponden. Pensar esto no busca señalar culpables, sino invitar a una toma de conciencia. ¿Qué pasaría si dejáramos de preguntarnos cómo hacer niños más fuertes y comenzáramos a preguntarnos cómo ser adultos más disponibles? ¿Qué pasaría si entendiéramos que poner límites no es fallar, sino cuidar? ¿Y si aceptáramos que el niño no necesita saberlo todo, ni decidirlo todo, sino sentirse sostenido por alguien que pueda hacerlo por él?
Tal vez cuidar la salud emocional de los niños implique, antes que nada, revisar nuestra propia ansiedad, nuestras prisas, nuestros miedos a frustrar, a decir que no, a ocupar un lugar que a veces pesa. El niño no necesita adultos perfectos, sino adultos presentes, firmes y humanos. La infancia no es un ensayo general para la adultez. Es un tiempo propio, delicado y valioso. Cuando el adulto se atreve a sostener, el niño puede descansar. Y cuando el niño descansa, algo de la ansiedad empieza, por fin, a soltarse.
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