Entre pantallas: adicción al celular

“La tecnología nos ha dado alas, pero nos ha hecho olvidar cómo caminar».

— Marshall McLuhan

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos pegados a una pantalla. El celular se ha convertido en extensión de nuestra mano, en un reflejo automático que buscamos incluso antes de abrir los ojos y aún después de cerrarlos. Es compañero de mesa, cómplice (y causante) de insomnios, y hasta invitado incómodo en el baño. Lo que parece una herramienta de comunicación se ha transformado, en muchos casos, en un lazo de dependencia que raya en la adicción. Y no es para exagerar afirmar que se trata de una adicción profunda y «socialmente aceptada» en tanto que son pocos los casos de quienes han resistido hasta el momento.

¿Pero por qué un celular se ha vuelto tan «necesario» en nuestros días? una vez más, hay que fijar la atención en la inmediatez del día a día que vivimos. Y no me mal entiendan, claramente hay muchas funciones muy prácticas que pueden ayudarnos con las múltiples tareas que tenemos, pero también es cierto, parafraseando a Marshall McLuhan, la tecnología nos ayuda «pero nos está haciendo inútiles». Por cierto, esta adicción tiene su nombre: nomofobia.

El celular como herramienta y como adicción

¿Alguna vez han sentido que, sin darse cuenta, desbloquean su celular sin motivo, sólo “para ver”? Ese gesto aparentemente inocente es el reflejo de un condicionamiento. Cada notificación es un estímulo que activa en nuestro cerebro la dopamina —el mismo neurotransmisor implicado en conductas adictivas—. El celular, como dijo Freud de la técnica, nos prometió bienestar, pero no necesariamente felicidad (cfr. El malestar en la cultura, 1930).

Es curioso: podemos estar hablando con alguien querido y, al menor sonido o vibración, desviamos la mirada hacia el aparato. Como si el mundo digital tuviera prioridad sobre la persona de carne y hueso. La adicción no es sólo al dispositivo, sino al sentimiento de “no perderse nada”. En inglés ya existe un término para esto: FOMO (fear of missing out), el miedo a quedar fuera de algo importante, aunque sea irrelevante. Estoy más que seguro que ustedes conocen a alguien que incluso «tiene que revisar» un dato cuando sale como tema de conversación para comprobar que así sea. Y no estamos hablando de cosas tan trascendentes, pueden tratarse de cosas absurdas o que realmente poco nos aportan. Y si no lo tiene, quizá esa persona sean ustedes mismos(as).

La incapacidad de estar a solas

Pascal lo dijo hace siglos: “Toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer tranquilos en una habitación” (Pensamientos, 1670). Hoy, ¿quién puede esperar en una sala sin mirar la pantalla? Basta observar en una cafetería: nadie contempla, todos “matamos el tiempo” revisando redes, aunque sepamos que no hay nada nuevo desde hace dos minutos. ¿O qué me dicen en el transporte público? La gran mayoría están sumidos en sus celulares. ¿Haciendo? Quién sabe qué, pero el hecho es que no están presentes en el aquí y el ahora de ese recorrido, por lo que no es de sorprender que no se percaten de muchas cosas.

El problema es que esa incapacidad de estar a solas erosiona la vida interior. No dejamos espacio para que los pensamientos maduren, para que las emociones emerjan, para que el aburrimiento —ese motor de creatividad— nos empuje a imaginar. El silencio nos resulta insoportable, y por eso llenamos cada hueco con ruido digital. ¿Será que nos da miedo escucharnos a nosotros mismos? Hay quienes en verdad no toleran ni un minuto el silencio, y recurren de manera desesperada a poner «algo» que les distraiga. Es más, ni es necesario que se use un celular para ello, con el hecho de poder hacer algo de ruido se «adquiere» la «presencia» fantasma ante la insoportable soledad.

El disfraz de las inseguridades

El celular es también un escenario: fotos editadas, historias cuidadosamente seleccionadas, frases ingeniosas. Una máscara que nos protege del rechazo. Erich Fromm escribió: “El hombre moderno está alienado de sí mismo; de su prójimo y de la naturaleza” (El arte de amar, 1956). Lo vemos en la obsesión por mostrar una vida perfecta, cuando por dentro sentimos vacío, soledad o inseguridad.

Piénsenlo: ¿cuántas veces borramos y reescribimos un mensaje antes de enviarlo? ¿Cuántas veces editamos una foto para que parezca espontánea? Ni qué decir de la cantidad excesiva de fotos «iguales» para poder «elegir la menos peor». La pantalla nos da la ilusión de control, pero lo que realmente busca es ocultar el miedo a no ser suficientes. En vez de mostrarnos tal cual somos, construimos una versión pulida para los demás. Una especie de armadura digital. Y sí… esto es una muestra más de inseguridades que siguen sin trabajarse.

Atados al celular: cuando lo que debería darnos libertad termina por encadenarnos.

Consecuencias emocionales y sociales

Esta dependencia no es inocente: nos roba concentración, disminuye nuestra memoria de trabajo y, lo más grave, afecta nuestras relaciones. Estudios de la Universidad de Essex (2012) mostraron que la simple presencia de un celular sobre la mesa reduce la calidad de una conversación íntima, aunque no se use. Es como un tercer invitado que interrumpe la confianza. Recuerdo una vez en un encuentro con una amiga, misma a la que no veía en persona hace varios años, que estando en el lugar, ella lo primero que hizo fue poner su celular al «alcance». No les miento ni exagero: cada vez que ella hablaba o le tocaba escucharme, fácil le conté como 25 veces que agarró su celular SIN HABER RECIBIDO UNA NOTIFICACIÓN. «¿Ya te aburrí?» – le dije. A lo que ella, sin desprender la vista del celular, me contestó: «No sé, ¿qué vas a pedir tú?».

Todos lo hemos vivido: esa incomodidad de hablar con alguien que revisa su teléfono mientras “te escucha”. O esa ansiedad cuando olvidamos el aparato en casa y sentimos que nos falta algo esencial, casi como si hubiéramos dejado atrás un órgano vital. Nos creemos más conectados, pero en realidad muchas veces estamos más solos, porque confundimos interacción con intimidad. Justo hace unos días salí con mi roomie al super, nos fuimos caminando. A él se le había acabado la pila a su celular y me pidió poder usar el mío para mandarle un mensaje a no sé quién. Cuando lo busqué, resulta que lo había dejado cargando en casa. ¿Quién creen que se angustió más?

Test: ¿Qué tan pegado(a) estás a tu celular?

Responde con sinceridad. Marca la opción que más se acerque a tu caso:

  • Casi siempre (3 puntos)
  • A veces (2 puntos)
  • Nunca (1 punto)
  1. Revisas tu celular apenas despiertas, incluso antes de ir al baño (sí, el “buenos días” se lo das primero a la pantalla).
  2. Sientes ansiedad si olvidas el teléfono en casa o si se queda sin batería (como si te hubieran arrancado un órgano).
  3. Usas el celular mientras comes, aunque estés acompañado (porque ¿qué es una ensalada sin Instagram?).
  4. Revisas el celular en el baño (y admitámoslo: a veces te tardas más de la cuenta).
  5. No puedes esperar en una fila sin mirar la pantalla (los 3 minutos en la farmacia se sienten eternos).
  6. Te cuesta ver una película sin sacar el celular “un ratito” (y luego ya ni sabes qué pasó en la trama).
  7. Usas el celular como escudo para evitar silencios o conversaciones incómodas (el clásico “me hago el ocupado”).
  8. Desbloqueas el teléfono aunque no haya notificaciones (porque quién sabe, capaz que ahora sí…).
  9. Revisas el celular durante una conversación importante (y dices “te escucho” mientras scrolleas).
  10. Te vas a dormir con el celular en la mano o debajo de la almohada (como si fuera tu osito de peluche versión siglo XXI).

Resultados

    • 10 a 15 puntos – Tranquilo, sigues siendo humano.
      Tu celular no domina tu vida. Lo usas, lo disfrutas, pero puedes olvidarlo sin drama. Eres de los que todavía saben mirar por la ventana.
    • 16 a 24 puntos – Estás en la zona de alerta.
      El celular ya ocupa demasiado espacio en tu día. Aún puedes retomar el control, pero ojo: si no pones límites, pronto revisarás WhatsApp hasta en tus sueños.
    • 25 a 30 puntos – Celuladicto certificado.
      Tu celular es tu sombra: come contigo, duerme contigo y hasta va al baño contigo. No lo sueltas porque quizá no quieres soltar algo más: la inseguridad, la soledad o el miedo a aburrirte. Hora de desintoxicarse (¡y no, no me refiero a borrar TikTok y volverlo a instalar al día siguiente!).

    Recuperar la presencia y el silencio

    No se trata de demonizar la tecnología, sino de recuperar la libertad frente a ella. Byung-Chul Han lo advierte: “Quien está ocupado nunca está disponible, y quien nunca está disponible termina por perderse a sí mismo” (La sociedad del cansancio, 2010). ¿Y si intentamos algo distinto? Podemos empezar con gestos pequeños:

    • Dejar el celular en otra habitación antes de dormir.
    • Comer sin pantallas, aunque sea una comida al día.
    • Dar un paseo sin música ni mensajes, sólo escuchando los pasos y la ciudad.
    • Atreverse a mirar a los ojos sin distracciones.

    No es renunciar a la tecnología, sino devolverle su lugar. El celular debe ser un medio, no un fin. Una herramienta, no un amo.

    Reflexión final

    Si no soltamos el celular ni para ir al baño, quizá no estamos escapando del aburrimiento, sino de nosotros mismos. Y ese es el verdadero desafío: aprender a mirarnos sin filtros, a estar en silencio, a redescubrir la riqueza de una conversación sin interrupciones. El reto no es tener el mundo en la palma de la mano, sino no perder el alma en una pantalla.


    Te invito a seguir Crónicas del Diván (es gratuito y recibes notificaciones por correo). También puedes escribirme en la pestaña de Contacto.

    Y recuerda que también puedes seguirme en Instagram: @hchp1.

    Por favor: descansa

    “Cuando el trabajo no descansa, se convierte en castigo; y cuando el corazón no se aquieta, ni el amor puede florecer”.
    Françoise Dolto

    Queridos(as) lectores(as):

    Hay días en los que uno siente que ya no puede más, pero sigue. No porque tenga fuerzas, sino porque teme decepcionar, fallar, quedar mal. El cuerpo da señales, los pensamientos se enturbian, el alma se apaga de a poco… y aún así uno responde mensajes, atiende pendientes, dice “sí” cuando lo que necesita es una pausa larga y silenciosa. Vivimos en una época que glorifica la disponibilidad permanente. Siempre hay alguien que puede “sólo un momento” llamarte, pedirte un favor, contarte su crisis o mandarte un archivo “urgente”. Como si el cansancio ajeno fuera prioridad y el propio, una falta de carácter.

    Este encuentro no va dirigido a quienes quieren hacer más, sino a quienes ya no pueden. A quienes se sienten culpables por estar cansados. A quienes se han convencido de que si no están siempre disponibles, dejan de valer. Hoy quiero invitarte a pensar el descanso no como un lujo, sino como una responsabilidad con uno mismo. Porque también se ama sabiendo decir “ahora no puedo”. Porque hay un momento en el que no descansar deja de ser generosidad y empieza a ser autoabandono.

    Cuando el alma pide tregua

    Hay un tipo de agotamiento que no se quita con dormir. Es ese que se acumula cuando uno ha dado de más, ha sostenido demasiado, ha callado lo que le duele y ha postergado lo que necesita. Ese cansancio —que no es sólo físico, sino emocional, afectivo, espiritual— tiene una forma de colarse por todo el cuerpo: se aloja en los hombros tensos, en el pecho que pesa, en el pensamiento que se nubla con facilidad. Y sin embargo, vivimos en un mundo que nos empuja a seguir como si nada. El problema no es sólo el ritmo, sino el mandato: si te detienes, decepcionas; si descansas, estás siendo flojo; si te desconectas, dejas de pertenecer. Lo perverso no es el esfuerzo, sino la imposibilidad de retirarse sin culpa. Hemos confundido presencia con valor, productividad con dignidad, y eso nos ha llevado a una mentira peligrosa: que el cansancio debe esconderse, como si fuera un fracaso.

    La psiquiatra y ensayista, Marion Milner, escribió alguna vez: “La libertad no está en hacer más cosas, sino en poder dejar de hacerlas sin sentir que perdemos el sentido” (Sobre no poder pintar, 1950). Saber parar, detener la máquina, desactivarse, no es señal de debilidad: es una forma de consciencia. El alma necesita tregua. No para volverse inútil, sino para no volverse ausente. Porque incluso lo que amamos —el trabajo, la familia, los demás— se vuelve peso cuando lo llevamos sin aire.

    El mito de estar siempre para todos

    Hay una idea que nos arruina sin que lo notemos: la de que debemos estar siempre disponibles para quienes nos necesitan. Que ser buena persona es no poner límites. Que el cariño se demuestra atendiendo de inmediato, sin importar si uno puede, quiere o está en condiciones de hacerlo. Esto no es generosidad. Es autoexigencia disfrazada. Y muchas veces nace no tanto del amor, sino del miedo: miedo a ser reemplazados, olvidados, juzgados. Miedo a no ser indispensables. El celular ha vuelto esta trampa casi invisible. Los mensajes llegan a cualquier hora, los grupos de trabajo no duermen, y quien no responde parece desinteresado o irresponsable. “Sólo te tomará cinco minutos”, dicen. Pero son cinco minutos del cuerpo agotado, del alma que ya no puede, del descanso que nunca llega. Y esos minutos —una y otra vez— van quitándonos el día, la paz, la salud.

    El filósofo español, José Antonio Marina, escribió: “Vivimos tan pendientes de los otros, que hemos dejado de tener intimidad con nosotros mismos” (Anatomía del miedo, 2006). Y sin intimidad, uno no descansa: se anestesia, se apaga, se pierde en el ruido. Estar siempre para todos puede ser una forma muy sutil de no estar para uno mismo. Y nadie —escucha bien— puede sostener al mundo entero si no se da permiso de soltarlo, aunque sea un rato.

    Desconectarse también es cuidarse

    Uno de los mayores obstáculos para el descanso hoy no es la carga de trabajo… sino la carga de estímulos. Información, conversaciones, alertas, noticias, audios, memes, notificaciones, llamadas: todo sucede a la vez, todo exige respuesta, todo parece urgente. Pero no lo es. Hemos confundido lo inmediato con lo importante. El celular, que tanto nos conecta, también nos quita la posibilidad de estar verdaderamente solos, o verdaderamente presentes. Ya no hay silencios, ya no hay pausas. Incluso cuando “descansamos”, lo hacemos con una pantalla en la mano. Y el alma, que no puede apagarse del todo, permanece en guardia. Apagar el teléfono no es huir del mundo, es recordarle al cuerpo y a la mente que no todo está bajo nuestro cuidado. Que hay cosas que pueden esperar. Que hay momentos que no necesitan ser compartidos, grabados, respondidos. Sólo vividos.

    Franco “Bifo” Berardi lo dijo con crudeza: “La sobreexposición a la conectividad ha destruido nuestra capacidad de elaborar el dolor, de procesar el cansancio, de pensar el futuro” (Después del futuro, 2011). No saber desconectarse no es valentía. Es un síntoma. Quizá uno de los actos más revolucionarios hoy —y más sanadores— sea dejar el celular a un lado, aunque sea una hora, y escuchar el silencio. O el canto de los pájaros. O la respiración propia. Volver a habitar el cuerpo como quien regresa a casa.

    A veces el cuerpo lo dice antes que el alma: “ya no puedo más”.

    El descanso no es un lujo, es un acto de responsabilidad

    Aprender a descansar es, en el fondo, un acto de madurez. No se trata sólo de dormir o de tomarse unas vacaciones, sino de asumir que el cuerpo y el alma necesitan cuidados, no sólo exigencias. Que no basta con funcionar: hay que habitarse. Escucharse. Sostenerse con ternura.nHay quien cree que descansar es abandonar la misión, desviarse del camino, o dejar solos a los demás. Pero no. Descansar es lo que permite continuar. Es lo que evita que uno estalle, que hable con ira, que enferme, que trate con desprecio a quienes más ama. Porque el alma agotada no ama: sobrevive. Y el cuerpo saturado no piensa: reacciona. El descanso no es egoísmo. Egoísta es quien se cree tan indispensable que no puede retirarse ni un instante. Quien no confía en que el mundo puede seguir sin él, sin ella, un rato. Quien no se concede espacio para estar, simplemente, consigo mismo.

    Por ello es que Simone Weil escribió: “La atención verdadera es un acto de generosidad, pero sólo puede ofrecerla quien no está exhausto” (La gravedad y la gracia, 1947). Cuidarse es también preparar el corazón para volver a dar sin resentimiento, sin desgaste, sin angustia. El descanso no es el final del camino: es el claro en el bosque donde uno respira para continuar. Y a veces, detenerse a respirar es lo más valiente que se puede hacer.

    Algunas ideas sencillas para descansar mejor

    Descansar no siempre significa hacer menos. A veces, significa hacer distinto. Aquí te dejo algunas sugerencias que pueden ayudarte a reconectar contigo mismo y recuperar energía:

    • Desconéctate intencionalmente del celular al menos una hora al día. Ponlo en modo avión o déjalo en otra habitación. Tu mente necesita silencio.
    • Establece un horario de descanso sin culpa. No lo negocies. Así como agendas reuniones, agenda pausas. El mundo no se va a caer si tomas un respiro.
    • Aprende a decir “no por ahora”. No todo requiere una respuesta inmediata. No todo lo urgente es importante.
    • Haz algo que no tenga propósito. Leer por placer, caminar sin destino, escribir, mirar el cielo. Recuperar lo inútil es recuperar lo humano.
    • Cuida el cuerpo como quien cuida una casa. Dormir bien, comer con calma, respirar profundo. Lo básico no es banal: es sagrado.
    • Busca momentos de soledad elegida. No para huir del mundo, sino para volver a ti mismo(a) con menos ruido.

    Tal vez nadie te lo ha dicho con claridad, así que permíteme hacerlo ahora: no todo puede esperar de ti. Hay cosas que sí. Pero no todo. Y tú no puedes seguir creyendo que decir “no puedo más” es un pecado, una traición o una señal de debilidad. A veces, lo más fuerte que puede hacer alguien es detenerse. No responder ese mensaje. No atender esa llamada. No prometer lo que no puede dar. A veces, lo más amoroso es desaparecer un rato para volver con el alma menos rota. Si estás cansado(a), no estás mal. Estás vivo(a). Estás sintiendo. Estás llegando a un límite. No eres débil: estás honrando tu cuerpo, tu mente, tu historia. Escúchate. Haz espacio para ti. Cierra los ojos. Baja el ritmo. El mundo puede esperar. Tú no.

    ————————————————————————————————————–

    Si esta entrada te habló, si te hizo detenerte un momento o simplemente sentirte acompañado(a) en tu cansancio, me alegra profundamente. Crónicas del Diván es un espacio pensado para eso: para respirar, pensar, cuestionar, y tal vez —de vez en cuando— descansar juntos. Te invito a seguir el blog, es gratuito y puedes recibir notificaciones por correo cada vez que se publique una nueva entrada. Y si quieres contarme algo, compartir una experiencia o simplemente saludar, puedes escribirme desde la pestaña Contacto.

    Gracias por estar aquí.
    Nos leemos pronto.