El extranjero dentro de nosotros

“Hoy mamá ha muerto. O quizá ayer, no sé».
—Albert Camus

Queridos(as) lectores(as):

Hay inicios de novela que descolocan de inmediato. Esta frase de El extranjero (1942) no sólo abre la narración, sino que nos golpea con una indiferencia casi insoportable. ¿Cómo alguien puede hablar de la muerte de su madre con tal distancia? Y sin embargo, esa frialdad aparente nos obliga a mirar de frente un tema que incomoda: el modo en que nuestra época, muchas veces, se relaciona con la vida, con la muerte y con el otro desde la indiferencia. Albert Camus, filósofo y escritor francés-argelino, se propuso en esta obra mostrar lo absurdo de la existencia: esa distancia entre lo que esperamos del mundo y lo que realmente ocurre. Meursault, el protagonista, encarna esa tensión. No llora en el funeral, no se indigna ante la injusticia, no justifica sus actos… simplemente vive en un estado de extranjería respecto a las normas y expectativas sociales.

Pero, ¿y nosotros? Aunque solemos pensar que somos muy distintos de Meursault, tal vez en nuestra vida cotidiana experimentamos algo parecido: la incapacidad de sentir lo que “deberíamos” sentir, el vacío que dejan ciertos rituales sociales, la sospecha de que todo es mecánico y sin mayor sentido. En ese espejo incómodo, Camus nos invita a preguntarnos: ¿qué significa vivir auténticamente en un mundo donde la indiferencia parece ser la norma?Y quizá lo más inquietante es que esta novela no se reduce a la historia de un hombre “raro” o “apatía pura”. Lo que pone en evidencia es que todos, en algún momento, nos descubrimos extranjeros en nuestra propia vida: ante un duelo que no sabemos procesar, una relación que ya no comprendemos, una sociedad que exige reacciones prefabricadas. Ese desajuste, ese desencuentro con el mundo, es lo que hace de El extranjero un libro tan actual como perturbador.

La indiferencia como síntoma de nuestra época

Una de las preguntas más inquietantes que deja El extranjero es si Meursault es un monstruo por su indiferencia, o si simplemente expone algo que preferimos ocultar: la frialdad de nuestro tiempo. La escena inicial del funeral no es sólo el retrato de un individuo incapaz de llorar, sino el espejo de una sociedad donde los rituales de la emoción se han vaciado de sentido. Hoy, en el mundo de las redes sociales, lloramos en público con un clic, compartimos condolencias con emojis, pero muchas veces el corazón permanece a distancia. La indiferencia se ha convertido en una forma de defensa, pero también en un modo de desconexión colectiva. El filósofo Zygmunt Bauman lo señalaba con crudeza: “El mal de nuestro tiempo es la insensibilidad: la incapacidad de sufrir con el otro y por el otro” (Modernidad líquida, 2000). Esa insensibilidad no surge de la maldad pura, sino de la saturación: tantas imágenes de tragedias, tantas noticias de violencia, tantos llamados de auxilio, que nuestra mente se blinda para sobrevivir. El problema es que, en ese blindaje, también apagamos la chispa de la empatía y de la compasión que nos hace humanos.

La indiferencia, en este sentido, ya no es solo una característica de algunos individuos, sino un clima cultural. Pensemos en la prisa con la que vivimos: en el metro o en la calle, los otros son obstáculos a esquivar, no rostros que mirar. En las oficinas, los problemas emocionales de un colega se vuelven “inconvenientes” para la productividad. Incluso en los espacios más íntimos, a veces respondemos a los dolores de quienes amamos con frases hechas —“ya pasará”, “échale ganas”—, como si con ellas bastara para ahuyentar el sufrimiento. Camus muestra en Meursault el extremo de esa actitud: un hombre que no responde al dolor del otro porque ha perdido toda resonancia interior. Pero al leerlo, la incomodidad surge porque no podemos negar que también nosotros, en alguna medida, vivimos anestesiados. Nos acostumbramos al ruido, al cansancio, a las pérdidas, y seguimos adelante como si nada. La pregunta es inevitable: ¿qué tanto de Meursault hay en nosotros cuando elegimos no mirar, no escuchar, no sentir?

El absurdo en la vida contemporánea

Camus definió lo absurdo como la confrontación entre la búsqueda humana de sentido y el silencio del mundo. Meursault, en El extranjero, encarna ese choque: no hay una gran razón para sus actos, ni un destino que los justifique, sólo una sucesión de días sin mayor trascendencia. Su crimen, tan brutal como arbitrario, se convierte en símbolo de esa falta de propósito último. El absurdo no es el caos exterior, sino la experiencia de vivir en un mundo que no responde a nuestras preguntas más hondas. Hoy, esa sensación se ha multiplicado bajo nuevas formas. La rutina laboral, marcada por métricas y productividad, puede hacernos sentir como piezas intercambiables de una maquinaria sin rostro. Muchos jóvenes, al salir de la universidad, enfrentan un mercado saturado y desigual que les exige competir sin ofrecer certezas. Incluso la hiperconexión digital, que parecía prometer comunidad, muchas veces se traduce en soledad compartida: millones de personas navegando en un océano de información sin rumbo ni ancla. En medio de todo esto, la pregunta por el “para qué” queda suspendida, incómoda, como un ruido de fondo que no sabemos acallar.

La filósofa Hannah Arendt, reflexionando sobre el siglo XX, advertía: “El vacío del sentido es una de las experiencias más radicales y destructivas que puede vivir el ser humano” (La condición humana, 1958). Ese vacío, al que ella se refería en contextos de guerra y totalitarismo, hoy aparece en un terreno distinto: la vida ordinaria. No se trata de un campo de batalla, sino de una oficina, un salón de clases, un timeline infinito en redes sociales. Y sin embargo, el efecto puede ser igual de corrosivo: la sensación de que nada importa lo suficiente, de que todo se desvanece apenas acontece. Frente a esta experiencia, la tentación más común es la evasión. Llenamos la agenda de actividades, consumimos sin descanso, buscamos estímulos inmediatos para no escuchar el eco del absurdo. Camus, sin embargo, proponía otra salida: reconocerlo sin disfrazarlo, asumir que el mundo no ofrece respuestas cerradas y, desde ahí, elegir vivir con lucidez. En sus propias palabras: “El absurdo es la razón de vivir, no de morir” (El mito de Sísifo, 1942). Y esa frase, tan provocadora como esperanzadora, abre un camino: si no hay un sentido dado, tal vez la tarea es construirlo día a día, en lo pequeño y lo concreto, sin renunciar a la dignidad de preguntarnos.

La soledad y la desconexión emocional en las ciudades

Si algo atraviesa a Meursault en El extranjero es la soledad radical. No es la soledad elegida de quien se recoge para pensar o descansar, sino la desconexión de quien no logra establecer lazos auténticos con los demás. Ama sin decirlo, trabaja sin entusiasmo, mata sin un motivo claro y muere sin compañía verdadera. Su extranjería es, sobre todo, emocional: está rodeado de gente y, sin embargo, permanece aislado. En nuestras ciudades modernas esa experiencia se ha vuelto casi cotidiana. Nunca antes hubo tanta gente viviendo tan cerca y, paradójicamente, nunca antes nos sentimos tan solos. El anonimato urbano convierte a los otros en sombras pasajeras: vecinos que no conocemos, compañeros de trabajo que rotan sin dejar huella, multitudes en el transporte público que parecen formar un ejército de ausencias. La soledad, así, no es estar físicamente apartados, sino no sentirnos reconocidos ni significativos para nadie.

La psicoanalista Marie-France Hirigoyen, al estudiar la violencia cotidiana, observaba: “Lo que destruye al sujeto no es tanto el conflicto abierto, sino la indiferencia repetida; no ser mirado, no ser escuchado” (El acoso moral, 1998). Esta afirmación revela un punto clave: la desconexión no necesita gritos ni golpes para doler; basta con la ausencia del otro. Y en un mundo hiperconectado digitalmente, la paradoja es brutal: respondemos a mensajes en segundos, pero dejamos sin respuesta lo esencial —un gesto de cuidado, una presencia real, un silencio compartido. Quizá por eso la ansiedad y la depresión se han convertido en epidemias silenciosas en nuestras urbes. No porque falten estímulos, sino porque falta resonancia. Como Meursault, muchas personas sienten que sus emociones no tienen eco en los demás, que sus vivencias no encuentran interlocutor. En ese vacío, la vida puede volverse insoportable. Y sin embargo, reconocerlo ya es un primer paso: la soledad no se vence con ruido, sino con vínculos auténticos, con encuentros que devuelvan humanidad en medio del desierto emocional de las ciudades.

Todos callamos el malestar. Nos cuesta abrirnos. Pero es que tampoco nadie pregunta de manera genuina «en qué te ayudo».

El juicio social: ser culpable por no encajar

Uno de los momentos más desconcertantes de El extranjero ocurre durante el juicio a Meursault. Allí, lo que se le reprocha no es tanto el crimen en sí, sino su incapacidad de comportarse según las normas sociales: no lloró en el funeral de su madre, no mostró arrepentimiento, no dijo las palabras que se esperaban de él. Más que un asesino, es juzgado como un “anormal”. El verdadero delito de Meursault es no haber encajado en los moldes emocionales y culturales de su tiempo. Ese mecanismo sigue vivo hoy. En una sociedad que establece guiones para todo —cómo vivir un duelo, cómo reaccionar ante una injusticia, cómo expresar felicidad o dolor—, quien se sale del libreto queda señalado. A veces no lo notamos, pero ejercemos pequeños tribunales en la vida cotidiana: criticamos al que “no parece triste” tras una pérdida, al que “no muestra suficiente entusiasmo” en una celebración, o al que “no se indigna” con la intensidad que dicta la opinión pública. Lo inquietante es que esos juicios no sólo vienen de instituciones o autoridades, sino de nosotros mismos, convertidos en jueces unos de otros.

Michel Foucault lo advirtió al analizar la modernidad: “Vivimos en una sociedad que normaliza; que define lo que está dentro de la norma y lo que se desvía, y que hace de esa distinción un mecanismo de poder” (Vigilar y castigar, 1975). En el caso de Meursault, la norma dicta que debe llorar a su madre y suplicar perdón ante el tribunal. Como no lo hace, es condenado con una severidad que revela más sobre la sociedad que lo juzga que sobre el acusado mismo. Hoy, las redes sociales han amplificado esta dinámica: basta un tuit, un video, un gesto mal interpretado para que alguien sea cancelado o linchado públicamente. No siempre importa lo que hizo, sino lo que “debió haber hecho” según los estándares colectivos. Y lo mismo que le ocurrió a Meursault se repite en escala global: más que culpables de nuestros actos, somos culpables de no encajar. Este fenómeno nos obliga a preguntarnos qué tan libres somos en verdad, y hasta qué punto nuestra vida está dictada por la mirada de los demás.

La posibilidad de una respuesta humana al sinsentido

Camus no escribió El extranjero para hundirnos en la desesperanza, sino para mostrarnos que incluso frente al sinsentido existe una posibilidad de respuesta. Meursault, al final de la novela, descubre una forma de reconciliación consigo mismo: acepta la indiferencia del mundo, pero en esa aceptación encuentra una libertad inesperada. Comprende que la vida no necesita un sentido último para ser vivida, y que, aun en el borde de la muerte, puede afirmarse el valor de la existencia. Esa enseñanza es crucial hoy. En tiempos donde el vacío existencial se disfraza de hiperactividad o consumo desmedido, la propuesta de Camus es radicalmente sencilla: vivir con lucidez. No se trata de inventar ficciones reconfortantes ni de negar lo absurdo, sino de mirarlo de frente y, pese a ello, elegir la vida. En El mito de Sísifo, Camus lo formula con claridad: “El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio” (1942). Y sin embargo, la respuesta que da es un acto de resistencia: no abandonar la vida, sino abrazarla con conciencia, con todo y su silencio.

Hoy, esa actitud puede traducirse en gestos pequeños pero profundamente humanos: cultivar amistades verdaderas, cuidar del otro aunque no tengamos todas las respuestas, crear obras que den testimonio de lo que somos, comprometernos con causas que trasciendan el yo. Si el mundo no ofrece sentido, somos nosotros quienes podemos tejerlo en comunidad, en la relación viva con los demás. Simone de Beauvoir lo expresó con fuerza: “Lo importante no es tener la certeza de un sentido dado, sino crear sentidos en los que nuestra libertad pueda encarnarse” (La fuerza de las cosas, 1963). En ese camino, cada acto de cuidado, cada palabra sincera, cada momento compartido es un desafío al absurdo, una forma de responder al sinsentido con humanidad. Camus nos recuerda que no se trata de resolver el misterio de la vida, sino de habitarlo con dignidad.

Reflexión final

Leer El extranjero hoy es enfrentarse a un espejo incómodo. No vemos solamente a Meursault y su extrañeza, sino también nuestras propias formas de indiferencia, de desconexión, de sometimiento a los juicios de los demás. Camus no nos ofrece respuestas fáciles; al contrario, nos deja con la tarea de vivir sin certezas, pero con lucidez. Y tal vez ahí radica la fuerza de esta obra: recordarnos que incluso en un mundo que no responde, la vida sigue siendo un acto que podemos afirmar con libertad y con humanidad.

Queridos(as) lectores(as), la pregunta que queda es simple pero decisiva: ¿cómo respondemos cada uno de nosotros al sinsentido que nos rodea? ¿Con evasión, con apatía, con resignación… o con un compromiso sereno de construir vínculos y gestos que devuelvan humanidad al día a día? Tal vez no podamos cambiar el silencio del mundo, pero sí podemos transformar el modo en que lo habitamos.

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Mandatos y rebelión

«La única forma de lidiar con un mundo sin libertad es volverse tan absolutamente libre que tu propia existencia sea un acto de rebelión».

-Albert Camus

Queridos(as) lectores(as):

Hace algunos ayeres, mi querido amigo, Paniel, tuvo la amabilidad de invitarme a dar una conferencia sobre el Psicoanálisis para sus alumnos de Psicología en la UPAEP (Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla) aquí en México. El subtítulo de la misma fue Una revolución antropológica. Desde hace mucho tiempo, me he sumado a las voces de aquellos que dicen que el psicoanálisis, en cierta medida, es una filosofía práctica. ¿Han escuchado alguna vez esa redundancia de «mi filosofía de vida»? ¿Por qué digo que es una redundancia? Porque la Filosofía en sí es un modo de vida, es algo antropológico como tal, surge del hombre y regresa al hombre. El hecho «ver la vida interior», esa profunda reflexión, ese cuestionamiento, nos obliga al análisis de lo que somos, lo que hacemos con ello, por qué no hacemos y demás, llegando a un acuerdo con el propio psicoanálisis. Es justo recordar que Sigmund Freud, quiso ser filósofo (fue alumno de Henri Bergson) pero su deseo mayor era poder casarse, por lo que estudió Medicina para convertirse en Neurólogo. Y de ahí hacia la fundación del Psicoanálisis.

En fin, no entraré en más detalles en esta ocasión. Pero, regresando al subtítulo de mi conferencia, el Psicoanálisis justamente genera una revolución antropológica, es decir, un cambio en la persona. Y es que uno de los mayores deseos del ser humano, sin lugar a dudas, es saber quién es. Pero no es fácil contestar si se plantea desde algo meramente relacional: es hijo de, hermano de, estudió tal cosa, es de tal lugar, etc. Una de las primeras demandas en la clínica es precisamente lograr encontrar autenticidad. Eso es innegable. Ahora, antes de continuar, quiero dejar muy en claro que esto es lo que yo he ido viendo con mi experiencia, y quizá muchos de mis colegas no estén de acuerdo. Y qué bueno, ya que eso brinda oportunidad de diálogo y de seguir aclarando las cosas. Todo esto sin descuidar un hecho: puede que nunca lleguemos a estar 100% de acuerdo, y en verdad lo celebro.

Lo que le decimos a los niños

Muchos profesionales de la salud mental estarán de acuerdo con Freud y su famosa frase de que «infancia es destino», es decir, lo que se vive en la infancia demuestra la importancia de las experiencias primarias y su impacto en el desarrollo de la persona (y de su neurosis). Más tarde, Santiago Ramírez, lo refuerza ya que para él la infancia imprime su sello en los modelos de comportamiento tardío del sujeto. Y no hay que ser expertos en el tema para caer con la evidencia de ello. En una charla, un amigo mío recurrió varias veces al uso de la palabra «mediocre» y a sus derivados. Pero, lo que llamó mi atención, es que esa palabra era constantemente algo que se decía a sí mismo. Un temor profundo por la mediocridad. Cada vez que la decía, era con un profundo desprecio, coraje y hasta odio en su expresión. Por lo que a la primera oportunidad le pregunté por qué decía tanto esa palabra y por qué le pesaba tanto. Cabe decir, antes de continuar, que en un momento él me compartió: «Si yo sigo en el trabajo en el que estoy en 2 años, seré un verdadero mediocre». Y, como lo he dicho, al hacerlo mostraba una negatividad tremenda. Sigamos. Fue entonces cuando me contestó que «mediocre» es algo que decían mucho su abuela y su madre. ¡Era casi un pecado ser mediocre! Y sí, este amigo lo demuestra constantemente, odia a profundidad esa palabra. Aunque es curioso, ya que ni su abuela ni su madre se referían a él porque lo fuera, sino que más bien le advertían: «No vayas a ser un mediocre». Aunque, aquí vamos a hacer otra nota, este amigo suele ser muy cruel con quienes él considera mediocres, ya que se refiere a gente que juzga así de una forma denigrante y terrible. El dolor se vuelve la herramienta sádica contra el otro, ya que cuando se burla del otro, se ve en su rostro un goce innegable.

Ahora bien, ¿será que ese mandato de la infancia realmente se vuelve su apoyo para salir adelante o más bien una auténtica pesadilla? En un momento masoquista, su recuerdo maternal le genera una cierta satisfacción de auto-complacencia al tratar de justificar que no está siendo un mediocre en su actual trabajo, exaltando todo lo que hace (que siendo honesto, es lo mínimo que se espera del trabajador) a tal punto que los demás «no son como él», y de ahí la burla hacia ellos. Pero el temor latente está ahí. ¿Qué pasará el día en que alguien le diga directamente «mediocre»? Lo mismo que pasa por ese doloroso recuerdo de su abuela y de su madre, sólo que ahora sí será él sentenciado por el mandato. Y de ahí la frustración, el dolor, la tristeza, el menosprecio y demás negatividad posible. Aunque, mientras tenga con quiénes compararse y poderse desquitar, por el momento será su dulce bálsamo. Sin embargo, como sabemos, ese tipo de defensas no terminan nunca bien.

Rebelarse contra los mandatos

Sapere aude! (piensa por ti mismo/atrévete a saber), es sin lugar a dudas otro mandato, pero justo y necesario. Cuando uno lo dice, no tiene la menor idea quién lo manda, pero en un ejercicio de reflejo del espejo, ese mandato nos lo decimos a nosotros mismos. Parte de del desarrollo y evolución de las personas, sin lugar a dudas, es la de cuestionar lo que antes le han hecho pensar, decir, hacer y, por supuesto ser. No olvidemos que eso es parte de la cultura. De nada nos sirve ir por la vida diciendo que somos algo que no sabemos por qué. La idea de la rebelión de uno mismo no es otra que la invitación de cuestionarse, aprender a discernir y a desafiar las cosas que simplemente no nos gustan, no nos parecen coherentes. En México al menos es muy común el legado familiar en cuanto a profesiones se refiere. El abuelo es médico, el papá también, el hijo, por tanto, «tendría que serlo». Y sí, en muchos casos las profesiones se recubren del talento que se hereda y claro que es algo bueno. Sin embargo, muchas veces, el ser por ser no es lo mejor. Como dice el dicho popular: las cosas ni a la fuerza. Es decir, forzar algo o a alguien, sólo genera problemas. Si la familia de médicos tiene a un integrante que le gusta, le apasiona, no sé, ser bailarín de ballet clásico como profesional, pues es lo que es. Pero eso muchas veces cuesta por los temores a no cumplir con las expectativas, de otros y propias. Eso es precisamente rebelarse contra uno mismo, contra sus miedos, contra sus dudas, sus hechos incluso. Probando un poco de todo puede que se encuentre lo ideal.

Tampoco se trata de rebelarse a lo idiota, poniendo la salud, la vida y la dignidad en riesgo. No podemos estar en el «adolescente» perpetuo que se niega a responsabilizarse, como muchos en la sociedad actual se encuentran: inconformes, quejumbrosos, caprichosos… adultos con su niño interior roto y frustrado. La rebelión en sí misma es algo que exige compromiso, que existe aceptación respecto a la responsabilidad de la decisión que se toma. Si nos equivocamos, pues nos equivocamos, hay que enmendar y seguir intentando. Regresando a la palabra «favorita» de mi amigo, la única mediocridad es el conformismo, de quedarse «agusto» en la zona de confort y nada más estar quejándose con una pose como si el mundo nos debiera todo. La mediocridad, del latín mediocris (medio, común, ordinario), está ligada al compuesto medius (medio, central, intermedio) y ocris, palabra de origen arcaico que puede significar montaña o peñasco. «El que se queda a la mitad de la montaña». Pensemos, el sujeto no quiere seguir hacia arriba o regresar hacia abajo, se queda ahí, sin hacer más. Pero ve que otros sí suben o que otros se regresan, y sólo los critica, los envidia o anhela un día ser como ellos, nada más que no dice cuándo con exactitud. La queja es un recurso para lidiar con la realidad que no nos gusta, pero no hacer nada más… eso sí es mediocre. ¿Qué ha hecho mi amigo entonces con tanta queja? Perpetuar el mandato de su infancia de manera tajante e irse identificando de manera inconsciente (a veces me atrevería a pensar que bastante consciente) con ello. ¿Qué será lo que realmente odia? Se lo dejo a ustedes…