«El malestar se disfraza, pero nunca desaparece».
-Sigmund Freud
Queridos(as) lectores(as):
Los días de calor extremo no sólo alteran el termómetro, también desestabilizan el alma. Más allá de lo físico, hay un desajuste silencioso que comienza a instalarse en quien vive atrapado entre la incomodidad corporal y una emoción que no encuentra palabras. En el consultorio, llegan pacientes agotados, de mal humor, con menos tolerancia, más frágiles. Lo atribuyen al clima, y no se equivocan del todo. Pero hay algo más: el calor no inventa lo que sentimos, pero sí lo exacerba, lo amplifica, lo empuja al límite. No es el culpable, pero es el detonador.
Hay días en que pareciera que incluso el inconsciente suda. Días en que la tristeza se fermenta con rapidez y la rabia hierve por cualquier cosa. El calor, más que un clima, se vuelve estado del alma. Una especie de fiebre que no se cura con agua fría, sino con palabras. Y en ese contexto, el diván no sólo es refugio, también es espejo: ahí donde uno puede nombrar lo que arde por dentro, sin miedo a quemar al otro.
Cuerpo y emoción: la piel como frontera
El cuerpo no miente. Es el primer escenario donde se inscriben las tensiones que aún no alcanzan a decirse. Y la piel, esa frontera sutil entre lo que somos y lo que el mundo toca, reacciona cuando el calor apremia: se enrojece, se inflama, suda, arde, se irrita. Pero lo más interesante no es lo que se ve, sino lo que se siente. Durante los días calurosos, muchas personas experimentan insomnio, agotamiento, hipersensibilidad y una sensación constante de incomodidad. Pero no es sólo el cuerpo que se queja: también lo hace el ánimo. Lo fisiológico se transforma en emocional. El cuerpo, desbordado, ya no puede seguir sosteniendo lo que el alma calla.
Sigmund Freud lo intuía con claridad: “El yo es, ante todo, un yo corporal; no es sólo una entidad superficial, sino también la proyección de una superficie” (El yo y el ello, 1923). En otras palabras, lo que ocurre en el cuerpo habla del estado psíquico, aunque aún no tenga nombre. En consulta, no es raro que alguien diga: “No soporto el calor, me pone de malas”. Pero poco a poco, detrás de esa molestia, aparecen otras frases: “No estoy durmiendo bien.”, “Ya no me aguanto.”, “Me siento irritable con todos.” Ahí es donde el calor deja de ser meteorológico y se vuelve emocional. Porque la piel no es sólo protección: es también símbolo. Y cuando se agrieta, cuando reacciona, cuando arde, muchas veces lo que está tratando de decir es: algo en mí necesita cuidado.
El calor del deseo y la frustración
El calor, por su propia naturaleza, está asociado a lo vital, a lo pulsional. En ciertos contextos incluso estimula el deseo: se habla de “pasiones ardientes”, de cuerpos que “arden en deseo”. Pero también puede convertirse en un espejo cruel de lo que no se tiene, de lo que se desea y no se alcanza. Ahí el calor ya no erotiza: desespera. En el consultorio, no es raro que surjan, durante los días calurosos, relatos cargados de impaciencia, de deseo truncado, de una especie de ansiedad que no se logra articular. Es un malestar que no siempre encuentra palabras. El sujeto se siente inquieto, incómodo, lleno de energía mal distribuida. Dice cosas como: “No tengo ganas de nada, pero tampoco puedo estar en paz”. O bien: “Me siento irritable, como si todo me estorbara”.
Lo que se esconde detrás, muchas veces, es un deseo sin cauce. Una libido sin objeto. Y eso genera frustración. El calor, como un espejo implacable, devuelve esa imagen del sujeto ante su imposibilidad de alcanzar lo que quiere o incluso de saber qué quiere. Jacques Lacan lo formuló con crudeza: “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario II, 1954–55). Es decir, que nuestros deseos se constituyen en relación al deseo del otro, al reconocimiento, a lo que esperamos —consciente o inconscientemente— de los demás. Pero cuando ese Otro no responde, cuando no hay quien escuche, cuando no hay quien legitime o contenga ese deseo, entonces el deseo no se disuelve: se recalienta, se vuelve fiebre interna.
Y no hay peor sensación que la de estar lleno de algo que no puede salir. El calor exterior se convierte en la metáfora perfecta del ardor interno que no haya forma ni destino. En algunos casos, el deseo se transmuta en agresión. En otros, en apatía. En otros más, en angustia pura. Porque el deseo frustrado no desaparece: se transforma. Y muchas veces, lo que llega al diván no es la formulación clara de un deseo, sino su síntoma. El trabajo analítico consiste entonces en ayudar a que ese ardor se nombre, se articule, se piense. Que el deseo se diga. Porque sólo lo que se dice puede dejar de quemar.

Malestares del alma disfrazados de clima
Hay algo curioso en nuestra manera de hablar: solemos culpar al clima de lo que no sabemos cómo explicar. “Estoy insoportable, es este calor”. “No puedo con nada, el bochorno me tiene mal». Es una verdad a medias, un comodín emocional. Pero basta un poco de escucha para saber que, en muchos casos, el calor no es la causa sino la coartada. Lo que llamamos “mal humor por el calor” suele tener raíces más hondas. Incomodidades que ya estaban ahí: conflictos no resueltos, palabras no dichas, decisiones postergadas. El calor las exacerba, las empuja hacia la superficie. Pero no las inventa.
A veces basta una sesión para descubrirlo. El paciente llega irritado, molesto por cosas mínimas, y en el fondo —tras capas de quejas meteorológicas— aparece una herida: una pelea familiar, una decepción amorosa, un cansancio acumulado. Cosas que no se dicen de entrada, porque parece más fácil y aceptable decir “me siento mal por el clima” que decir “me siento mal porque ya no aguanto mi vida”. Anton Chéjov, con su agudeza habitual, escribió: “Cualquier idiota puede enfrentarse a una crisis; lo que agota es el día a día” (Cartas selectas, 1890). Es precisamente ese día a día, ya desgastado, el que el calor vuelve insoportable. No lo crea, pero lo delata.
En ese sentido, el calor actúa como revelador. Como una lámpara que ilumina rincones que normalmente permanecen en penumbra. Por eso, en el análisis, no se trata de negar lo físico, sino de escuchar lo que el cuerpo permite entrever: una queja puede ser síntoma, un cansancio puede ser duelo, una irritación puede ser abandono. En el fondo, todos tenemos nuestra propia “temperatura interna”. Cuando esa temperatura se eleva, a veces ni siquiera sabemos por qué. Pero el cuerpo sí. El alma también. Y si el clima exterior coincide con el clima interior, entonces todo se vuelve insoportable. El calor, entonces, no miente: señala. Pero hay que saber leer lo que apunta. A veces, basta con preguntarse: ¿Y si no fuera sólo el calor?
Acompañar mientras arde
En días de calor extremo, todo arde. El cuerpo, la cabeza, los nervios, incluso la relación con el otro. Pero también arde algo más profundo: la espera de una palabra, de un alivio, de un refugio. Quien llega al diván buscando eso —aunque no lo diga así— en realidad busca un lugar donde no lo empujen a “estar bien”, donde no lo fuercen a ser productivo ni a rendir emocionalmente, donde alguien pueda simplemente estar ahí, sin apagar su incendio, pero sin avivarlo tampoco. El análisis no ofrece ventiladores emocionales. No promete frescura ni comodidad. Pero sí ofrece algo más raro: un espacio donde lo que arde puede ser dicho sin culpa, sin prisa, sin vergüenza. Y ese decir —a su ritmo— alivia.
Lo escribió Clarice Lispector con su elegancia cruda: “El alma también tiene su clima, y a veces lo único que necesita es que alguien lo nombre” (La hora de la estrella, 1977). Acompañar en el ardor no significa calmarlo, sino reconocerlo. Hacerlo visible. Nombrarlo hasta que deje de tener poder de destrucción. En ese gesto —tan simple y tan profundo— comienza una pequeña transformación. El calor sigue. El malestar persiste. Pero ya no se está solo frente a él. Hay una escena del análisis que es muy discreta, casi imperceptible: el momento en que el paciente, sin darse cuenta, empieza a decir “me siento así” en lugar de “esto me pasa por…” Ese cambio de sujeto es también un cambio de lugar. El sujeto ya no es víctima del clima, del otro, del mundo. Es alguien que comienza a pensarse. Y pensarse es empezar a cuidarse.
En el fondo, acompañar mientras arde es una forma de amar: no con respuestas, sino con presencia. No con soluciones, sino con escucha. Porque si algo enseña el calor —el de afuera y el de adentro— es que no todo puede apagarse. Pero sí puede compartirse. Y cuando se comparte, arde menos. El cuidado emocional también pasa por lo básico: dormir, respirar, comer bien, decir lo que duele. Porque, como diría Donald Winnicott: “La salud está relacionada con la capacidad de jugar” (Realidad y juego, 1971).
