La autenticidad invisible

“Todo el mundo es capaz de dominar un dolor, excepto quien lo sufre”.

-William Shakespeare

Queridos(as) lectores(as):

La palabra “autenticidad” se ha vuelto un eslogan de nuestra época: aparece en conferencias de marketing, en terapias breves, en las redes sociales, en el lenguaje motivacional y hasta en tazas de café. Se usa tanto que parece haber perdido su peso. Y sin embargo, algo muy profundo se mueve dentro de nosotros cuando escuchamos esa palabra, como si hubiera un eco que nos recuerda que no estamos viviendo como quisiéramos. Que nos hemos ido traicionando de maneras silenciosas pero constantes. Lo cierto es que hoy nunca se ha hablado tanto de autenticidad… y nunca se ha vivido tan poco. Somos expertos en actuar como auténticos, pero casi analfabetos a la hora de serlo. Y no por falta de voluntad, sino porque el verdadero acto de ser uno mismo exige renunciar a algo que la cultura contemporánea no soporta: la aprobación inmediata. Byung-Chul Han dijo que “la exposición es hoy más valiosa que la experiencia” (La sociedad de la transparencia, 2012). Y ese es el punto: hemos cambiado el ser por el parecer.

La confusión llega cuando confundimos sinceridad con autenticidad. Ser sincero es decir lo que pienso; ser auténtico es sostener lo que soy, incluso cuando decirlo no conviene. Ser auténtico no siempre es expresarse: a veces es callar sin miedo. A veces es proteger lo íntimo. A veces es no participar de la conversación por lealtad a la verdad interior. Por eso decidí escribir esta entrada. Porque ser auténtico implica dolor, silencio, ruptura y a veces soledad. Pero también implica dignidad, profundidad, descanso y libertad. Y aunque cueste, vale cada paso. Porque al final, lo único peor que ser uno mismo y quedarse solo… es no serlo y quedarse vacío.

Cuando “ser tú” se volvió contenido

Vivimos rodeados de gente que se muestra vulnerable mientras mira la cámara de su celular. Personas que confiesan su sufrimiento en videos editados con música. Discursos de amor propio que duran 30 segundos y se insertan entre publicidad de skincare y viajes. No es un juicio, es una radiografía cultural: la autenticidad se ha convertido en parte del mercado simbólico. Ya no es virtud personal: es estética pública. Un ejemplo claro son los videos de “no quería contar esto pero…”, donde se narra un dolor real desde un registro calculado. Hay lágrimas, pero también iluminación, subtítulos y timing emocional. Christopher Lasch advirtió esta tendencia mucho antes de TikTok al decir que “nos hemos convertido en celebridades de nosotros mismos” (La cultura del narcisismo, 1979). La autenticidad se vuelve actuación… y a veces incluso autoexplotación emocional.

Aquí aparecen unas preguntas dolorosas: ¿comparto lo que siento para encontrar consuelo o para obtener validación? ¿Busco acompañamiento o busco impacto? ¿Estoy siendo honesto o apenas estoy vendiendo una versión honesta de mí?

No es casual que el algoritmo premie lo emocionalmente espectacular y no lo emocionalmente verdadero. El llanto discreto no se viraliza. La fe callada no genera clicks. La coherencia silenciosa no tiene visualizaciones. Y es entonces cuando la autenticidad deja de ser un camino interior para convertirse en una estrategia exterior. Por eso tanta gente se siente agotada. No porque vivir sea pesado, sino porque vivir representando es insoportablemente cansado. El costo de sostener un personaje es más alto que el costo de ser uno mismo… pero el personaje tiene aplausos inmediatos. El yo real, en cambio, a veces sólo tiene un cuarto en silencio.

El doble que nos persigue

En El hombre duplicado (2002), José Saramago presenta a Tertuliano Máximo Afonso, un profesor que descubre que existe otra persona idéntica a él en todo. Su doble. Su réplica. Su amenaza. Lo que se vuelve insoportable no es la existencia del otro, sino la posibilidad de dejar de ser único. La identidad entra en crisis cuando aparece otra versión de uno mismo que parece más exitosa, más deseable, más libre. Hoy esa historia tiene otro nombre: perfil. Somos, en cierto modo, gente duplicada. Existe el yo que vive… y el yo que se muestra. El yo íntimo… y el yo curado. El yo temeroso… y el yo que parece tenerlo claro. Y lo más grave: empezamos a confundirlos. “El infierno no son los otros, es la mirada que nos obliga a dejar de ser nosotros” (Yukio Mishima, conferencia en Waseda, 1967). Esa frase, escrita antes de Instagram, parece escrita ayer.

Ejemplos hay miles. El que presume paz interior pero no puede dormir si sus publicaciones no tienen alcance. La persona que dice “amo ser imperfecta” con fotos filtradas en seis apps distintas. El hombre que predica autenticidad pero se muere si alguien nota sus contradicciones. Y todos, en algún nivel, hemos sido ese personaje que actúa su versión de sí mismo para sobrevivir. Pero la pregunta sigue ahí, inquietante como una sombra: ¿quién soy yo cuando el escenario se apaga? El psicoanálisis diría que no lo sabemos porque evitamos encontrarnos con esa respuesta. Evitamos el silencio porque nos duele. Evitamos la autenticidad porque nos obliga a renunciar al aplauso. Evitamos ser uno mismo porque exige arriesgarse a no gustar.

“Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Qué es más noble para el alma: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un mar de adversidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?”.
— William Shakespeare, Hamlet (1600–1601)

El miedo a ser vistos de verdad

Si Saramago muestra la amenaza del doble, Ernesto Sabato revela la claustrofobia del yo. En El túnel (1948), Juan Pablo Castel busca desesperadamente a alguien que lo comprenda. Pero no busca amor, busca confirmación. No quiere una relación, quiere un espejo humano que valide su propio túnel. Castel es incapaz de encuentro real, porque lo que quiere no es compañía: es control. Eso también nos pasa. Decimos querer conexión, pero muchas veces deseamos audiencia. Decimos buscar empatía, pero queremos consentimiento. Queremos ser escuchados, pero no leídos desde fuera, sino desde nuestra propia narrativa. “Todo lo que es profundo ama el disfraz” (Más allá del bien y del mal, 1886), escribió Nietzsche. Y tal vez por eso la intimidad real nos aterra: porque en ella no hay filtros, ni control, ni edición.

Hoy la gente se muestra sin parar… pero casi nadie se deja ver. Mostrar no es abrirse; exponer no es revelarse. Puedes contar todo sin haberte encontrado a ti mismo. Puedes estar rodeado de gente y seguir encerrado en un túnel que, como el de Sabato, tiene una ventana minúscula que no conduce a nadie. Entonces llegan las preguntas serias: ¿cuándo fue la última vez que alguien te vio de verdad? ¿cuándo fue la última vez que dejaste que alguien te viera sin explicar ni justificar nada? Lo dramático no es que la gente no nos conozca: es que nosotros mismos hemos dejado de hacerlo.

Autenticidad sin testigos

La autenticidad es un fenómeno interior, no un espectáculo. Si depende del aplauso, no es autenticidad: es estrategia. Si necesita público, no es identidad: es marca. Y aunque no tiene nada de malo comunicar lo que sentimos, hay una diferencia enorme entre expresar desde la verdad y representar desde la expectativa. Rabindranath Tagore escribió: “El alma es tímida: huye de los aplausos” (Sadhana, 1913). Lo que somos de verdad se revela cuando nadie nos mira. Es ahí donde aparece el carácter y la dignidad: cuando hacemos lo correcto sin grabarlo, cuando cambiamos sin anunciarlo, cuando protegemos lo íntimo sin convertirlo en contenido público, cuando amamos sin contar la historia para ganar simpatía.

Por eso propongo un experimento sencillo y profundo: vive algo hermoso y no lo publiques. Haz algo bueno y no lo cuentes. Atrévete a existir sin mostrarlo. Al principio dolerá porque estamos acostumbrados a confirmar nuestro valor en la reacción ajena. Pero pasados unos días sentirás un alivio profundo, casi ancestral: el alivio de haber vivido tu vida sin necesidad de que alguien la certificara. Pregúntate sin miedo: ¿qué de mí existe sólo porque lo muestro? ¿qué de mí permanece si todo lo que muestro desaparece? La autenticidad que sobrevive al silencio es la única que transforma el alma.

El precio y la dignidad de ser uno mismo

Ser auténtico tiene un costo. Un costo real. Un costo que va contra la lógica de la viralidad y la aprobación instantánea. Rollo May lo escribió así: “Lo contrario del coraje no es la cobardía, es la conformidad” (El hombre en busca de sí mismo, 1953). Ser uno mismo implica decepcionar a quienes nos preferían como personaje, perder personas que sólo amaban la versión cómoda, enfrentar malentendidos, soltar ambientes donde ya no encajamos. Por eso muchos eligen el personaje: porque el personaje es estable, controlado, vendible, armonioso. El yo verdadero en cambio es frágil, contradictorio, a veces torpe, a veces silencioso. Pero el personaje cobra un precio silencioso: cansa, calcifica, vacía. El personaje deja de ser protección y se vuelve prisión.

Clarice Lispector lo expresó sin rodeos: “El precio de ser uno mismo es la soledad; el precio de no serlo es la angustia” (Un soplo de vida, 1978). Y hay algo profundamente liberador en asumir ese riesgo. Porque incluso si nadie aplaude, incluso si hay silencio, dolor o desconcierto, el alma respira cuando la verdad deja de tener miedo.

Reflexión final

Tal vez la verdadera autenticidad no consista en mostrarlo todo, sino en no traicionarse. Tal vez el acto más revolucionario hoy no sea confesar, sino proteger lo sagrado. Tal vez la vida interior sea el último territorio no colonizado por el algoritmo. Tal vez lo más profundo que puedas ofrecerle al mundo sea un yo que existe sin necesidad de ser mirado. La autenticidad no se declama, no se actúa, no se vende. Se vive. Y cuando se vive, deja de ser una palabra para convertirse en una forma de estar en el mundo.

Y recuerda: si hubo tiempo para grabarse llorando, ¿será cierto o es otra manera de llamar la atención?

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Identidad: ¿Un rompecabezas ideológico?

«La identidad es una historia que nos contamos. El problema comienza cuando ya no somos los autores».
— Zygmunt Bauman

Queridos(as) lectores(as):

Hay imágenes que no se olvidan. Ayer me topé con la imagen que ilustra este encuentro en una página de Facebook (más adelante la podrán apreciar): el rompecabezas de una joven cuyo rostro ha sido parcialmente borrado por las piezas que faltan. No hay sangre, no hay gritos, no hay gesto dramático. Pero hay algo más perturbador: la desaparición lenta de alguien que alguna vez estuvo allí. Esa figura incompleta, ambigua, vulnerable, es —quizá sin quererlo— una metáfora de nuestra época. De nuestros pacientes. De nosotros mismos. Cada vez más personas llegan a análisis con la misma sensación: «Siento que no sé quién soy», «me cambiaron sin darme cuenta», «soy lo que los demás esperan». No es falta de autoestima. Es algo más profundo: es el sujeto atravesado, fragmentado, disuelto en una marea de discursos que lo nombran antes de que pueda hablar por sí mismo. Una identidad hecha de consignas, etiquetas, performances… y vacío.

Desde el psicoanálisis, esta disolución no es novedad: el yo nunca ha sido una unidad sólida, sino una construcción precaria. Pero lo que hoy preocupa no es la falta constitutiva, sino la colonización ideológica de esa falta. Se nos dice quién debemos ser antes de que podamos siquiera preguntarlo. Este encuentro está dedicado a esa pregunta, cada vez más urgente: ¿quién soy entre tantos pedazos?

El sujeto como territorio invadido

Lo que antes llamábamos identidad hoy parece una moneda de cambio cultural. En nombre de la libertad, se ofrecen manuales para ser uno mismo; pero en realidad se trata de adoptar pertenencias, seguir doctrinas o encajar en etiquetas cada vez más rígidas. Lo singular queda aplastado por lo representable. Desde la antropología estructural, Claude Lévi-Strauss advertía ya en 1955 que “el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Los mitos que nos contamos son intentos desesperados por ocupar un lugar que nunca nos fue garantizado” (Tristes trópicos, 1955). El sujeto no tiene un terreno firme sobre el que pararse: su consistencia simbólica es frágil, y eso siempre ha sido así. Pero hoy no sólo se le desdibuja: se le ocupa.

Muchas ideologías contemporáneas —aún aquellas que se presentan como liberadoras— colonizan la grieta estructural del sujeto con discursos prestados. Prometen autenticidad a cambio de obediencia simbólica. No te preguntan qué deseas, sino a qué colectivo perteneces. No te preguntan quién eres, sino qué causa representas. Y aquí es donde surge una pregunta inevitable: ¿cómo distinguir entre la subjetividad herida y el sujeto silenciado? ¿Dónde termina la herida simbólica propia del deseo, y dónde comienza la amputación del yo en nombre de un ideal ajeno?

En este punto, la clínica se encuentra dividida: muchos psiquiatras advierten un aumento en diagnósticos difusos, sin etiología clara. Depresión, ansiedad, trastornos disociativos… pero con una base común: un yo que no logra consolidarse. Un psiquiatra amigo me dijo hace poco: “Cada vez veo más pacientes que no están ‘enfermos’ en sentido clásico; están desorientados. Es como si los hubiesen desprogramado de sí mismos”. Desde el psicoanálisis, responderíamos que no se trata de devolverles una programación, sino de permitir que elaboren sus propias coordenadas simbólicas. En otras palabras: la psiquiatría observa la caída del sujeto desde una perspectiva diagnóstica; el psicoanálisis lo escucha como un síntoma social. El desafío es trabajar juntos, sin negar la dimensión estructural del sufrimiento ni patologizar lo que podría ser una forma de resistencia. Porque cuando el sujeto se fragmenta, no siempre está colapsando: a veces, está intentando no mentirse más.

El rostro borrado: del deseo al mandato

Hay algo profundamente inquietante en esa imagen del rompecabezas: el rostro, centro de reconocimiento y expresión, es lo más dañado. No faltan los pies, ni un rincón del fondo. Falta el rostro. Como si alguien —o algo— hubiese querido borrar justamente la parte que otorga identidad, mirada, voz. No se trata de una omisión cualquiera: es una herida dirigida. En su diario de guerra, Simone Weil escribió: “La opresión más profunda no es la que destruye el cuerpo, sino la que destruye el rostro” (Cuadernos, 1942). Y es que el rostro, para Weil, no es sólo la faz externa: es el lugar simbólico donde el alma se expone al mundo. Cuando se nos priva del derecho a construir ese rostro desde nuestra verdad interior, lo que se instala no es la libertad, sino el mandato. Vivimos en una época en la que ya no se desea: se obedece. Se actúa no desde la pregunta, sino desde el imperativo. Sé auténtico, pero que tu autenticidad cumpla con las reglas. Sé libre, pero que tu libertad se note. Sé tú mismo, pero encaja. El deseo ha sido desplazado por el performance.

Un colega psicoanalista me compartió que hace unos meses atendió a una joven de 22 años. Su demanda era clara: “Quiero saber quién soy, porque ya no lo distingo entre tantas cosas”. Había pasado por grupos activistas, terapias breves, coaching de autoestima y decenas de etiquetas: queer, pansexual, neurodivergente, no binaria, víctima, resiliente. Todo eso —según ella— la definía. Pero al relatarlo, se quebró: “No sé si realmente soy alguna de esas cosas o sólo aprendí a decirlas”. No era una joven confundida. Era alguien saturada. Su rostro simbólico estaba cubierto de máscaras que le habían ofrecido pertenencia, pero le negaban la posibilidad de hacerse la pregunta esencial: ¿quién soy yo, más allá de lo que el mundo espera que diga? Lo que se hizo en el análisis no fue imponer otra etiqueta, sino dar lugar al silencio. Al tartamudeo. A la angustia. Porque el rostro no se recupera desde una nueva consigna, sino desde el dolor de haberse sentido sustituida.

La fragilidad del yo y el espejismo del colectivo

No hay identidad sin fragilidad. El yo es, en sí mismo, una construcción tambaleante, llena de huecos, costuras, repeticiones. Pero esa fragilidad, cuando es acompañada simbólicamente, puede dar lugar al pensamiento, a la creación, al deseo. El problema aparece cuando dicha fragilidad se vuelve insoportable y se pretende esconder tras una máscara colectiva. María Zambrano, filósofa del exilio y de la piedad del pensar, advirtió en medio del siglo XX: “Toda ideología es una traición al pensamiento, pues clausura la incertidumbre del vivir” (Claros del bosque, 1977). La ideología, en este sentido, no es simplemente una doctrina: es una defensa contra el vacío. Una estructura que promete identidad a cambio de sumisión simbólica.

El sujeto contemporáneo —fragmentado, solitario, hiperestimulado— ya no encuentra referencias estables en la familia, en la tradición ni en los relatos religiosos o filosóficos que durante siglos permitieron bordear la falta. En su lugar, se le ofrecen comunidades de sentido prefabricado, con léxicos cerrados y rituales de pertenencia. Así se produce el espejismo: sentirse alguien porque se es parte de algo. Pero el colectivo que se impone sin deseo, que sustituye la historia personal por una narrativa impuesta, termina devorando al sujeto. Y lo peor: el sujeto lo agradece. Porque en tiempos de vértigo, cualquier mapa parece suficiente.

En análisis, esto se ve con claridad: personas que repiten discursos aprendidos al pie de la letra, con la esperanza de encontrar en ellos una brújula. Pero esas brújulas suelen apuntar hacia afuera, nunca hacia el interior. No hay verdadera identidad que se constituya sin conflicto, sin pregunta, sin herida. El colectivo —cuando ocupa el lugar del deseo— impide toda subjetivación. Por eso, el psicoanálisis no ofrece pertenencias, ni eslóganes, ni consignas. Ofrece un lugar donde poder decir yo, aunque sea entre balbuceos. Como decía Jacques Lacan en su Seminario 20: “El inconsciente no es lo que se oculta, sino lo que insiste”. Y esa insistencia es única, incluso si duele.

¿Quién soy entre tantos pedazos?

El síntoma como resistencia: entre el diagnóstico y el grito

Cuando alguien llega al análisis con angustia, insomnio, ataques de pánico o despersonalización, la primera tentación —a nivel cultural y médico— es etiquetar. Nombrar. Diagnosticar. Porque el diagnóstico, se cree, otorga claridad. Pero, ¿y si esa claridad fuera también una forma de silenciar? El psiquiatra italiano, Franco Basaglia, escribió: “El diagnóstico psiquiátrico define a una persona sólo en función de su ausencia de sentido; no la escucha, la clasifica” (La institución negada, 1968). La crítica no es al conocimiento médico en sí, sino al uso totalizante de sus categorías. Lo que debería ser una herramienta orientadora, muchas veces se convierte en una jaula. Desde el psicoanálisis, el síntoma no es sólo una alteración clínica: es una formación del inconsciente. Tiene estructura, sentido, lógica, incluso si no es inmediatamente comprensible. Es, como diría Sigmund Freud, el retorno de lo reprimido —una verdad que no puede decirse en palabras, y entonces grita con el cuerpo, con la conducta, con el sufrimiento.

Volvamos por un momento al rostro incompleto del rompecabezas. Desde cierta perspectiva médica, ese rostro podría representar un “trastorno de identidad”. Desde el psicoanálisis, es más bien la imagen precisa del sujeto barrado, dividido, deseante. La falta no se cura. Se atraviesa. Pero esto no significa despreciar la labor psiquiátrica. Al contrario: muchos analistas trabajamos en diálogo con psiquiatras éticos, conscientes de los límites de su campo y respetuosos de la subjetividad. El verdadero peligro no es la psiquiatría: es su uso ideológico, cuando se convierte en herramienta de normalización forzada, en lugar de acompañamiento singular. Hoy más que nunca, cuando el mercado de la salud mental se ha convertido en una industria que promete “curas rápidas” y “versiones mejoradas de ti mismo”, necesitamos recordar que el síntoma no es un error del sistema: es un mensaje que espera ser escuchado. No se trata de taparlo, sino de traducirlo. No de eliminarlo, sino de descifrar qué pide. Qué falta. Qué desea.

Reunir los pedazos: identidad, deseo y silencio

Cuando uno observa el rostro incompleto del rompecabezas, no puede evitar pensar en las criaturas literarias que nacieron de la ruptura entre lo humano y lo deseado, entre lo propio y lo temido. El monstruo de Frankenstein, por ejemplo, no es simplemente un producto de la ambición científica. Es un grito de identidad no reconocida. Un cuerpo armado con pedazos, pero sin un nombre. Mary Shelley lo expresó con dolorosa lucidez: “Soy sólo lo que tú supones de mí; no tengo otro yo que tu repulsión” (Frankenstein, 1818). Ese ser sin rostro simbólico, condenado a ser mirado como error, representa a muchos sujetos contemporáneos: compuestos por múltiples discursos, expuestos al juicio de todos, pero ignorados en su verdad.

Del otro lado, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), Robert Louis Stevenson propone la escisión radical del yo: el hombre que desea, pero no se atreve; el sujeto que obedece en el día y transgrede en la sombra. Hyde no es un intruso: es la parte de Jekyll que no puede integrarse en la moralidad del mundo. Stevenson escribe: “El hombre no es uno, sino dos… y quién sabe si no somos más” (Dr. Jekyll y Mr. Hyde, 1886). Hoy, el drama ya no se vive como escisión entre el bien y el mal, sino entre la multiplicidad de etiquetas impuestas y el silencio interno. Entre lo que se espera que digamos y lo que no hemos podido escuchar de nosotros mismos.

Reunir los pedazos, entonces, no es una operación estética ni un regreso nostálgico a una identidad perdida. Es un acto profundamente ético: abrir espacio al deseo, al conflicto, al relato propio, aunque esté lleno de dudas. No para encajar en un rostro perfecto, sino para decir “yo” incluso con las piezas que faltan. Porque en tiempos donde todos parecen gritar certezas, el silencio de quien se busca es un acto de resistencia.

Reflexión final

Tal vez nunca podamos completarnos del todo. Tal vez el rostro que buscamos se arme y desarme durante toda la vida. Pero hay una diferencia profunda entre aceptar que algo falta y resignarse a ser lo que otros imponen. En medio del ruido ideológico, de los diagnósticos apurados y de las pertenencias impuestas, aún es posible volver a esa pregunta silenciosa, difícil, única: ¿quién soy yo? Quizá la respuesta no venga de una fórmula ni de una consigna, sino del trabajo lento y valiente de quien se atreve a escuchar sus propios fragmentos. A dejar que su síntoma hable. A reconocerse en lo que aún no sabe decir. Porque hay una dignidad radical en quien, incluso herido, incluso incompleto, no se rinde a ser definido por otros. Hoy más que nunca, defender la singularidad del sujeto es un acto de amor. Y de libertad.

¿Alguna vez te has sentido así —como un rostro hecho de piezas que no encajan? ¿Te han ofrecido respuestas que sólo te alejaban más de tu propia voz? ¿Has sentido que no hay lugar para la duda, para el silencio, para ser quien eres sin tener que representarlo todo?

Te leo con gusto en los comentarios.

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Gracias por estar aquí

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Manual exprés para vivir con miedo y no morir en el intento

«Lo que temes, te pertenece».

-Franz Kafka

Queridos(as) lectores(as):

Dicen que el miedo paraliza, pero lo cierto es que el miedo produce: produce dinero, produce novelas, produce candidatos, produce guerras, produce excusas, produce rezos y produce soledad. Es el gran motor oculto de la modernidad. Nos educaron para temer: temer al dolor, temer al fracaso, temer a la soledad, temer al amor, temer a la muerte, temer al placer, temer a la locura, temer a la verdad. Y así, generación tras generación, aprendimos a vivir con miedo como quien hereda una casa llena de goteras y decide poner cubetas en lugar de arreglar el techo.

El miedo es el sentimiento más democrático del mundo. No distingue entre ricos y pobres, ateos y creyentes, intelectuales y analfabetos. Es la sombra que nos sigue a todas partes, el peso invisible en el pecho, la voz que susurra en las noches más silenciosas: «Y si todo lo que crees sobre ti mismo es mentira?» Pero, en una sociedad que glorifica el control, la seguridad y la previsibilidad, admitir que se tiene miedo es un acto de vulnerabilidad que pocos están dispuestos a permitir. Por eso lo disfrazamos. Lo escondemos detrás de diagnósticos modernos, lo cubrimos con hiperactividad, con distracción, con consumo. Nos convencemos de que el miedo es un error del sistema, algo que debe corregirse o ignorarse, cuando en realidad es la señal más humana que tenemos.

Y así, sin más preámbulos, aquí está el manual exprés (inspirado claramente en las «instrucciones» de Julio Cortázar) para vivir con miedo sin morir en el intento. Léanlo con atención, porque sin duda ya están aplicándolo sin saberlo.

Instrucciones para vivir con miedo (y hacerlo con estilo)

1.- Ubique el miedo correctamente. No se vaya a confundir con el susto momentáneo o la paranoia social. El miedo del que hablamos es ese zumbido en el pecho a las tres de la mañana, ese temblor sutil cuando alguien le dice “tenemos que hablar” o cuando siente que su vida es una fotocopia de sí misma.

2.- Niegue que tiene miedo. Este paso es crucial. La gente decente no dice «tengo miedo», dice «ando estresado», «es que así soy», o la mejor de todas: «es la edad». Hay que camuflar el miedo como síntoma de algo menor. Es un arte.

3.- Coloque el miedo en el lugar equivocado. No lo asocie con su infancia, con ese padre ausente o esa madre sobreprotectora. No lo vincule con su primer rechazo o con aquella vez que se enteró de que nadie es indispensable. Mejor diga que es culpa de la inflación, de Putin, de la IA, de los astros o del cambio climático. O una clásica mexicana: «¡Todo es culpa de Calderón!». Sonría y siéntase moralmente superior (hay quien le funcionó por años y a la fecha).

4.- Romantice su miedo. Llámelo «mi sensibilidad especial» o «mi mente inquieta». Jamás diga que es terror existencial puro, eso es vulgar y demasiado honesto. Mejor léase a Bukowski o a Murakami y cite frases al azar sobre almas rotas. Pero si quiere ser más profundo, trate de conciliar ideas que leyó vagamente en un meme de aquellos donde sale el Joker, eso le dará más caché.

5.- Cree rituales para distraerse. Cada vez que el miedo se asome, prenda una pantalla. Netflix, TikTok, Tinder o cualquier cosa que le haga creer que está conectado al mundo. Como decía Zygmunt Bauman, “la cultura líquida no cultiva recuerdos, sólo el olvido”. Haga del olvido un hábito. Olvídese de sus problemas… olvídese que por ello después querrá no haber olvidado eso.

6.- Vaya a terapia/análisis, pero como quien va a un spa. No busque entender su miedo, busque validación. Si el terapeuta/analista le confronta, acúsele de ser tóxico o poco empático. Mejor cambie de terapeuta/analista hasta encontrar uno que le diga lo que usted quiere oír. ¡Esos son los mejores!

7.- Si todo falla, haga del miedo una identidad. Diga que es “un alma compleja, incomprendida, con mucha ansiedad social y un TDAH autodiagnosticado en TikTok”. Recuerde: mejor ser una víctima fashion que un adulto responsable.

Un arte conceptual y simbólico que representa el miedo y la auto-reflexión

Fuera de las instrucciones

Pero, y esto no estaba en las instrucciones, resulta que el miedo es más sabio de lo que parece. Es un maestro incómodo. Como decía Rilke: «Lo terrible es, a fin de cuentas, sólo aquello que nos exige transformar nuestra vida». El problema nunca fue el miedo. El problema es que hemos sido educados para huir de él. Nadie nos enseñó a mirarlo de frente, a preguntarle qué quiere, qué necesita, qué intenta mostrarnos. En su Seminario X, Lacan advertía que «el deseo está estructurado en torno a la falta», y el miedo no es otra cosa que el eco de esa falta.

El diván enseña que el miedo no es el enemigo. El miedo es el mensajero. Viene a avisar que hay una herida abierta, un deseo oculto, una verdad pendiente. El miedo es el timbre de la puerta. Y nosotros, en lugar de abrirla, fingimos no estar. Lo que realmente da miedo no es el miedo en sí, sino la verdad que lo provoca. Porque como decía Simone Weil: «Sólo el que ha mirado cara a cara la necesidad absoluta puede conocer la verdadera libertad».

Después de esto, ¿qué les parece si dejamos otras instruccione que nos ayuden, realmente, con este tema?

Instrucciones honestas para atravesar el miedo (y no sólo maquillarlo)

1.- Nombre su miedo. Rilke decía: “Lo terrible es sólo aquello que nos exige transformar nuestra vida.” Llámelo por su nombre: miedo al abandono, miedo al fracaso, miedo a ser visto tal cual es. Póngale nombre y apellidos. El lenguaje crea realidades.

2.- Escúchelo sin huir. El miedo tiene una historia que contar. Es la memoria viva de cada herida no atendida. “I got this feeling on a summer day when you were gone…” (Tuve este sentimiento el día de verano que te fuiste), canta Tove Lo. El miedo es el eco de todos los «when you were gone» (cuando te fuiste) que hemos vivido.

3.- Cuestiónelo. No todo miedo es una advertencia válida. Muchos son relatos heredados. Como escribió Jeanette Winterson: “We are all stories in the end” (Al final todos somos historias). Pregúntese: ¿este miedo es mío o es de alguien que me educó a su imagen y semejanza?

4.- Atrévase a estar solo. Sin pantalla, sin ruido, sin scroll infinito. Como diría Blaise Pascal, “toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer en reposo en una habitación”. Siéntese con su miedo. Mírelo a los ojos. Lo que teme podría ser una versión suya pidiendo ser escuchada.

5.- Entienda que el miedo es amor disfrazado. Tememos perder lo que amamos. Tememos no ser amados. Tememos que nos falte el amor propio para sostenernos si nos dejan. Como cantaba Florence Welch: “You can’t carry it with you if you want to survive” (No puedes llevarlos contigo si quieres sobrevivir). Hay que soltar. Y soltar da miedo. Pero quedarse duele más.

6.- No busque eliminarlo, aprenda a convivir con él. Como decía Yalal ad-Din Muhammad Rumi: “El miedo es el carcelero de la verdad”. Y como decía Leonard Cohen: “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”. No busque ser invulnerable, busque ser honesto.

7.- Acepte que no hay garantías. El miedo quiere certezas. Pero la vida es incertidumbre. “Nobody said it was easy” (Nadie dijo que fuera fácil), nos lo recordó Coldplay. Estar vivos es aceptar la intemperie.

8.- Hágase responsable. Viktor Frankl lo dejó claro: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad”. El miedo existe. Pero qué hacemos con él es nuestra responsabilidad.

Platiquemos

No olviden compartir sus respuestas, la idea al final es que podamos estar juntos en esto, poder trabajar en soluciones que ayuden a todos. Les dejo las preguntas finales:

-¿Cuántos de sus miedos son realmente suyos y cuántos se los heredaron?

-¿Quiénes serían si el miedo no dictara sus decisiones?

-¿Qué conversaciones tienen consigo mismos que siguen postergando?

-¿Qué prefieren: la incomodidad de mirarse de frente o la comodidad de seguir distraídos?

-Si sus miedos hablaran con la voz de sus infancias, ¿qué historias les contarían?

-¿Tendrán el valor de abrir esa puerta, o seguirán esperando que alguien más lo haga por ustedes?

Vivir en el abismo de la elección

«Elige la mejor manera de vivir, la costumbre te la hará agradable».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

El miedo es una de las emociones más primitivas del ser humano, pero también una de las más reveladoras. Nos confronta con nuestra fragilidad, con nuestra incertidumbre ante la vida, y con la necesidad de elegir. Nos paraliza y, al mismo tiempo, nos empuja. Es el filo de la navaja entre la comodidad de lo conocido y el vértigo de lo auténtico. Pero ¿qué significa realmente ser auténtico? Y más aún, ¿por qué el miedo parece ser su mayor enemigo y, paradójicamente, su mayor impulsor? Kierkegaard nos da una pista en El concepto de la angustia (1844): «La angustia es el vértigo de la libertad».

La libertad nos permite elegir, pero con la elección viene la angustia. No hay certezas absolutas, no hay garantías de que lo que decidimos será lo correcto. Esta es la gran paradoja: el miedo nos hace dudar, pero solo a través de la duda podemos encontrar el camino a la autenticidad. En Temor y temblor (1843), Kierkegaard nos muestra a Abraham enfrentando la prueba definitiva de su fe. Dios le pide sacrificar a su hijo Isaac, y él, sin entender completamente el propósito, decide obedecer. Lo que hace a Abraham un «caballero de la fe» no es la ausencia de miedo, sino su decisión de atravesarlo. No busca justificaciones racionales, no espera que el mundo lo entienda. Simplemente da el salto. «La fe es precisamente la paradoja de que el individuo es superior a lo universal». En otras palabras, la autenticidad requiere un acto de valentía: la disposición de vivir según nuestras convicciones más profundas, aun cuando vayan en contra de lo que dicta la sociedad o la razón común.

La autenticidad como un camino, no como un destino

Jean-Paul Sartre lo plantea de otro modo en El ser y la nada (1943): «El hombre está condenado a ser libre». No tenemos opción. Siempre estamos eligiendo, incluso cuando decidimos no elegir. Pero muchas veces lo hacemos desde el miedo: miedo a decepcionar, miedo a fracasar, miedo a la soledad. Entonces nos refugiamos en lo que Sartre llama la mala fe: esa actitud de autoengaño en la que fingimos que nuestras decisiones no nos pertenecen realmente. Por eso, la autenticidad no es un punto fijo al que se llega, sino un esfuerzo constante. Simone de Beauvoir lo entendió bien cuando escribió en Para una moral de la ambigüedad (1965): «Ser libre no es actuar según los propios caprichos, sino comprometerse con un camino que se elige conscientemente». Ser auténtico implica renunciar a muchas cosas: a la validación externa, a la comodidad de lo predecible, al falso control sobre nuestro futuro. Pero nos da algo invaluable: una vida que realmente nos pertenece.

Dostoievski, en Los hermanos Karamázov (1880), nos presenta la historia del Gran Inquisidor, quien argumenta que la mayoría de las personas no quieren ser libres, porque la libertad es aterradora. Prefieren que alguien más les diga qué hacer, qué pensar, cómo vivir. Prefieren renunciar a su autenticidad a cambio de seguridad. Pero también nos muestra lo contrario: aquellos que eligen, a pesar del miedo. El príncipe Myshkin, en El idiota (1866-67), elige la compasión a pesar de la crueldad del mundo. Raskólnikov, en Crimen y castigo (1886-67), enfrenta su propia culpa y se entrega a la redención. Tolstói, en La muerte de Iván Ilich (1886), nos da una lección aún más dura: «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?’». Es el miedo más profundo de todos: el miedo a haber vivido mal, a haber traicionado nuestra esencia por complacencia o cobardía.

La decisión de vivir sin miedo: el coraje de la autenticidad

Llegamos al punto crucial: ¿cómo se vive sin miedo? O mejor dicho, ¿cómo se vive a pesar del miedo? Porque el miedo nunca desaparece del todo. Está en cada elección, en cada cambio, en cada despedida. Es el susurro de la duda que nos paraliza antes de dar un paso hacia lo desconocido. Y sin embargo, hay quienes se lanzan, quienes atraviesan la tormenta y siguen caminando. ¿Cuál es su secreto? Para Nietzsche, la respuesta estaba en la afirmación de la vida. En Así habló Zaratustra (1883-85), nos dice: «Lo que no me mata, me hace más fuerte». Una frase que ha sido malinterpretada hasta el cansancio, pero cuyo significado original es mucho más profundo. Nietzsche no se refiere a una simple resistencia al dolor, sino a una transformación interna. Cada desafío, cada miedo superado, nos convierte en algo más grande de lo que éramos antes.

No se trata sólo de sobrevivir, sino de vivir con intensidad, con un sentido de propósito que haga que la vida valga la pena. Aquí es donde entra una figura crucial para entender la decisión de vivir sin miedo: San Juan Pablo II. El 22 de octubre de 1978, en su primera homilía como Papa, Juan Pablo II pronunció las palabras que marcarían su pontificado: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo». No era una frase vacía. Karol Wojtyła conocía el miedo de primera mano: la Segunda Guerra Mundial, la ocupación nazi en Polonia, la represión comunista, la muerte de su familia en su juventud. Era un hombre que había visto de cerca el horror, el sufrimiento y la desesperación. Pero nunca se dejó dominar por el miedo. ¿Por qué? Porque entendía que el miedo sólo tiene poder sobre nosotros si le damos espacio en el corazón. Vivir sin miedo no significa ignorarlo, sino enfrentarlo con fe, con valentía y con amor.

En su libro Cruzando el umbral de la esperanza (1994), escribe: «El hombre que se aparta de Dios no sólo se aleja de su Creador, sino que también se aleja de sí mismo. No se entiende a sí mismo, no sabe para qué vive, no sabe cuál es su misión». Es aquí donde encontramos la clave: el miedo es el resultado de la incertidumbre sobre quiénes somos y para qué vivimos. Si no tenemos un propósito claro, el miedo nos consume. Nos aferramos a lo seguro, a lo predecible, porque el vacío nos aterra. Pero cuando encontramos ese propósito —cuando abrimos las puertas a lo trascendente, al amor, al bien—, el miedo pierde su fuerza. No desaparece, pero ya no nos controla.

El miedo y el amor: la verdadera batalla

En Cartas del diablo a su sobrino (1942), C.S. Lewis nos muestra el miedo como un arma del enemigo. El demonio intenta que el ser humano viva atrapado en la incertidumbre, en la ansiedad, en la angustia de lo que vendrá. Pero la única respuesta real al miedo no es la valentía, sino el amor. «No hay miedo en el amor, sino que el amor perfecto echa fuera el miedo». (1 Juan 4:18) Esto nos lleva a una verdad profunda: vivir sin miedo no es una cuestión de valentía, sino de amor.

Cuando amamos de verdad —a Dios, a los demás, a la vida misma—, dejamos de tener miedo. Nos lanzamos sin reservas, porque sabemos que, pase lo que pase, valdrá la pena. San Juan Pablo II lo vivió así. Enfrentó atentados, persecuciones, crisis globales. Pero nunca dejó de sonreír, de abrazar, de hablar con esperanza. No era ingenuidad. Era la certeza de que el amor es más fuerte que el miedo.

Regresamos a la gran pregunta: ¿cómo se vive sin miedo? No hay fórmulas mágicas, pero hay decisiones que pueden cambiarlo todo:

  1. Aceptar la incertidumbre. No podemos controlarlo todo, y eso está bien. La vida es un viaje, no un plan maestro perfectamente trazado.
  2. Elegir la autenticidad sobre la aprobación. No podemos vivir esperando la validación de los demás. Como decía Sartre, estamos condenados a ser libres.
  3. Dejar de posponer la felicidad. Siempre estamos esperando el “momento ideal”, pero ese momento nunca llega. La vida se vive ahora.
  4. Vivir desde el amor. Cuando amamos lo que hacemos, a quienes nos rodean y a la vida misma, el miedo pierde su poder.
  5. Tener un propósito más grande que uno mismo. Cuando sabemos por qué estamos aquí, cuando vivimos para algo más grande que nuestro propio ego, el miedo se convierte en un obstáculo pequeño en un camino inmenso.

En el fondo, vivir sin miedo es un acto de fe, no sólo en Dios, sino en la vida misma. En el amor, en la posibilidad de construir algo hermoso a pesar del dolor y la incertidumbre. Juan Pablo II lo entendió mejor que nadie. Sus palabras resuenan aún hoy, en un mundo dominado por la ansiedad y el miedo: «¡No tengáis miedo!» No tengamos miedo de ser quienes realmente somos. De vivir con intensidad, con amor, con esperanza. De mirar al abismo y dar el salto, no porque estemos seguros del futuro, sino porque estamos seguros de que vale la pena intentarlo.

Porque al final, sólo aquellos que se atreven a vivir realmente, viven sin miedo.

Tú: lo que más te espera

«Si nunca pensamos en el futuro, nunca lo tendremos».

-John Galsworthy

Queridos(as) lectores(as):

Estamos a 2 días de acabar este 2024; para muchos es una bendición, para otros una desgracia, para otros les da lo mismo y hay otros que solamente aplican la de «venga lo que venga, y como venga». Recién tuve una charla con un vecino y me comentaba algo que me pareció interesante: «El problema del mañana, es que le tenemos miedo». Miedo, nada más antiguo como el ser humano mismo, algo tan natural y a la vez tan misterioso. Es decir, una cosa es tener miedo y otra cosa es angustiarse. Kierkegaard hacía la distinción para tenerlo más claro: el miedo es aquello que enfrentamos en el momento, por ejemplo un perro que nos asusta, la altura, una película de terror, etc. La angustia, en cambio, se plantea más ante lo que no podemos ver, lo que no podemos imaginar, y muchas veces la angustia es la que justamente nos quita hasta el deseo de hacer algo al respecto. Esa expresión de que el miedo nos paraliza, me parece que lingüísticamente es incorrecta, más bien, la angustia nos aterra. No hay peor demonios que los que imaginamos.

Ahora el primero de enero, curiosamente, lo comenzaré yendo al cine a ver la película de Nosferatu (2024) de Robert Eggers, misma que es el remake (por así decirlo) de la legendaria película de culto, Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Una sinfonía de horror, 1922) de Friedrich Wilhelm Murnau. Iniciar el año con terror me parece sensacional. Para los amantes del género, sobre todo para los que lo escribimos, resulta una experiencia enriquecedora porque, de cierta manera, «te prepara para lo que puede venir». En fin, no me hagan tanto caso en esto último, pues este encuentro no va de la mano con ello. Al contrario, en los recientes días he estado trabajando con unos textos y con una recomendación fílmica que el buen Martín me hizo. Así que hagamos un previo: ¿exactamente a qué le vamos a apostar este 2025?

¿La vida que vale la pena vivir?

En encuentros anteriores, y mis lectores que ya tienen tiempo de leerme, he comentado que desde que estudiaba Filosofía, mi interés se ha inclinado por el Existencialismo. En los últimos años, junto con el Psicoanálisis y el Personalismo, he ido abrazando al Absurdismo, y en realidad creo que he encontrado puentes muy valiosos que permiten, junto con algunas posturas religiosas y orientales, observar la vida con «ojos de novedad». Y lo agradezco profundamente. Este año, uno de los autores que más me acompañó en los momentos de reflexión fue Albert Camus, por quien siempre tendré expresiones agradables y agradecidas. Pero, les pregunto, amables lectores(as): ¿en qué punto de su vida se encuentran? En el siguiente subtítulo les compartiré algo de la película que les comenté al principio, pero vayan pensando en esta pregunta.

Ahora bien, ¿de qué nos sirve saber en qué punto nos encontramos? Precisamente de todo, pues es momento de darnos cuenta de que, sea el que sea, es meramente nuestro. En la película de Sonic 3, que recientemente fui a ver con mis amigos, en un momento, Tom (James Marsden) le dice a Sonic: «El dolor no logró cambiar tu corazón». Muchas veces, el dolor termina por modificar a las personas, por cambiarlas, por hacerlas pensar que «deben ser de otra manera para que ya no los lastimen». Y eso es curioso: para no sufrir, debo sufrir cambios. ¡Terrible! Lo verdaderamente excepcional de las hojas de los árboles al caer, es que aunque terminan por marchitarse, siguen siendo fantásticas en nuestra memoria. Las cosas se preservan, las cosas duran. En la película El señor Ibrahim y las flores del Corán (2003), dicho señor (Omar Shariff) da una enseñanza sobre el amor, que les parafraseo: «Todo aquello que damos por amor es lo que es realmente nuestro. Podrán hacer lo que quieran con ello, pero eso no cambiará lo hecho. Todo lo que guardemos, se perderá para siempre». La persistencia del ser asegura su permanencia.

Es muy común que personas increíbles, tales como ustedes, que hacen todo con el corazón, con cariño y atención, se ven «cruelmente decepcionadas» por los tratos que les dan, por las circunstancias tan malas que viven, y empiezan a buscar una vida que valga la pena vivir. Y empiezan a volverse auténticos desconocidos, hasta para ellos mismos. ¿En verdad eso VALE LA PENA? ¿Dejar de ser para ser algo que menos queda claro qué coño es? Una vida auténtica no se plantea si vale la pena o no, sólo se vive con la disposición de vivir, sea lo que sea, sea lo que venga.

Felicidad por la que hay que ir

Les comentaba que Martín me había recomendado una película, la cual es Hector and the Search for Happiness (Héctor y la búsqueda de la felicidad, 2014) dirigida por Peter Chelsom, que está basada en el libro homónimo de François Lelord (2002). La pueden ver en Amazon Prime (al menos en México), por si les interesa. Aunque voy a atreverme, por primera vez, a compartirles puntos que Héctor (Simon Pegg), un psiquiatra inglés, irá descubriendo a lo largo de la película. Pero no se angustien, que el hecho que lo haga no les arruina la historia. Así que aquí les van:

  1. Hacer comparaciones puede arruinar tu felicidad.
  2. Mucha gente piensa que la felicidad significa ser rico o ser más importante.
  3. Mucha gente sólo ve su felicidad en el futuro.
  4. La felicidad puede ser la libertad de amar a más de alguien a la vez.
  5. A veces, la felicidad depende de no conocer toda la historia (o asunto).
  6. Evitar la infelicidad no es el camino de la felicidad.
  7. En algún lugar hay alguien que te ama. ¿Esta persona qué saca principalmente de ti? ¿Lo mejor o lo peor?
  8. La felicidad es responder a tu vocación.
  9. La felicidad es ser amado por quien eres.
  10. La felicidad: guiso de patatas dulces. ¡Guiso de patatas dulces! (El platillo que más te gusta)
  11. El miedo es un impedimento a la felicidad.
  12. La felicidad es sentirse completamente vivo.
  13. La felicidad es saber cómo celebrar.
  14. Escuchar es amar.
  15. La nostalgia ya no es lo que solía ser.

Quizá les ayude a darse cuenta, en el punto en el que están, que nunca es demasiado tarde para ser felices. No debemos ocuparnos tanto de la búsqueda de la felicidad, ¡sino en la felicidad de buscarla! Ya que, como dirá alguien en la película: «Todos tenemos la obligación de ser felices».

Les abrazo con el corazón, deseo que recuperen por ustedes mismos esa maravillosa sonrisa que tienen, esos sueños fantásticos, esos anhelos geniales, pero sobre todo, que se animen a ser esa persona INCREÍBLE que son. Que la tristeza y el dolor no logren cambiar nunca ese preciadísimo corazón que tienen. ¡Su amor y ternura también los necesitamos los demás!

¡Por un 2025 de autenticidad y felicidad!

Gracias por su compañía este año, ¡vamos por más!

¡Feliz Año Nuevo!

Héctor Chávez Pérez (¡Los escucho y acompaño!… No olviden su análisis)