Ansiedad infantil: pesos innecesarios

«La angustia del niño es siempre la angustia de los padres».
—Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

En los últimos años se ha vuelto cada vez más frecuente escuchar diagnósticos de ansiedad en niños: dificultades para dormir, miedos difusos, síntomas corporales sin causa médica clara, irritabilidad constante o una preocupante incapacidad para jugar con espontaneidad. Muchas veces se habla de estos cuadros como si fueran rasgos individuales, casi defectos internos del niño, olvidando que la infancia no existe aislada del mundo adulto que la rodea. Esta reflexión surge también de una conversación reciente con mi amiga Alma, a propósito de niños atravesados por ansiedad y de las problemáticas reales que hoy enfrentan muchas crianzas. No hablábamos desde la teoría, sino desde la experiencia cotidiana: escuelas, familias, consultas, escenas repetidas. En esa charla aparecía una pregunta sencilla pero inquietante: ¿en qué momento los niños comenzaron a cargar con angustias que no les corresponden?

La clínica psicoanalítica muestra, una y otra vez, que la ansiedad infantil rara vez nace sola. No suele ser un fenómeno autónomo, sino una respuesta a climas emocionales saturados, a adultos desbordados, a vínculos donde el límite se ha vuelto confuso o inexistente. El niño, lejos de ser ajeno a ese clima, lo absorbe, lo encarna y lo expresa. Pensar la ansiedad infantil exige, entonces, correr la mirada del niño como “problema” y dirigirla hacia el mundo adulto, los modos de crianza, las renuncias, los excesos y las contradicciones de nuestra época. No para señalar culpables, sino para asumir responsabilidades.

Cuando el niño deja de ser niño

Uno de los fenómenos más visibles en la clínica actual es la adultización temprana de la infancia. Niños que opinan sobre todo, que participan en decisiones que no pueden metabolizar, que escuchan conflictos adultos y que incluso se convierten en confidentes emocionales de sus padres. En apariencia parecen maduros; en el fondo, están sobrecargados. Anna Freud, psicoanalista infantil y pionera en el estudio del desarrollo, advertía con claridad que «el niño pequeño no puede dominar conflictos internos intensos sin el auxilio del adulto» (El yo y los mecanismos de defensa, 1936). Cuando ese auxilio se transforma en exigencia, o cuando el adulto deposita en el niño sus propias angustias, el desarrollo se ve perturbado.

Más adelante, la misma autora señaló que «cuando el niño se ve obligado a asumir funciones emocionales que no corresponden a su edad, su desarrollo se ve perturbado» (Normalidad y patología en la infancia, 1965). No se trata de fragilidad infantil, sino de una exigencia indebida: el niño es empujado a ocupar un lugar que no le corresponde. El resultado suele ser un niño aparentemente responsable, sensible o “consciente”, pero internamente ansioso, hipervigilante y con grandes dificultades para relajarse. La ansiedad, en estos casos, no es un trastorno aislado: es el precio de haber dejado de ser niño demasiado pronto.

Adultos que renuncian a ser adultos

De forma paralela a la adultización infantil, observamos una infantilización del mundo adulto. Padres y madres que temen frustrar, que dudan constantemente de sus decisiones, que buscan agradar más que sostener y que confunden autoridad con autoritarismo. El límite, mal entendido como violencia, desaparece. Donald Winnicott fue contundente al señalar que «el niño necesita límites no para ser controlado, sino para sentirse real y seguro» (Realidad y juego, 1971). El límite no es un castigo: es una referencia. Cuando el adulto renuncia a ponerlo, el niño no se siente libre, sino desorientado.

Hannah Arendt lo expresó desde la filosofía política y educativa con una claridad inquietante: «Cuando los adultos renuncian a su autoridad, no liberan al niño: lo abandonan» (Entre el pasado y el futuro, 1961). La autoridad no es dominio, sino responsabilidad frente a quien todavía no puede asumirla. Mi querido amigo, Nobel Freud, psicoanalista infantil contemporáneo, ha insistido en que muchos niños hoy se ven forzados a ocupar el lugar de reguladores emocionales del adulto. Cuando el padre o la madre no sostienen su función, el niño intenta hacerlo. Y esa inversión de roles es una de las fuentes más frecuentes de ansiedad infantil.

Los nuevos métodos de crianza y sus efectos no previstos

Muchos enfoques actuales de crianza parten de intenciones legítimas: evitar la violencia, escuchar al niño, respetar su subjetividad. Sin embargo, en la práctica, estas propuestas suelen derivar en una eliminación del límite, una sobreexplicación constante y una falsa horizontalidad que desconoce las diferencias estructurales entre niño y adulto. Françoise Dolto fue clara al advertir que «hablarle al niño como a un adulto no es respetarlo; es desconocer su estructura psíquica» (La causa de los niños, 1985). El respeto no implica simetría, sino reconocimiento de la diferencia. El niño no necesita saberlo todo; necesita sentirse sostenido.

Desde la pedagogía contemporánea, Philippe Meirieu ha señalado que educar no es evitar el conflicto ni garantizar bienestar inmediato, sino introducir al niño en una realidad que no siempre coincide con su deseo. Cuando todo se negocia, el niño queda sólo frente a decisiones que no puede elaborar. La consecuencia es una infancia sobrecargada de palabras, decisiones y responsabilidades. Menos juego, menos aburrimiento creativo, menos tiempo para elaborar. Más ansiedad, más exigencia interna, más miedo a equivocarse. La crianza se vuelve un escenario de tensión constante, aunque se la nombre “respetuosa”.

«El niño que es obligado a adaptarse demasiado pronto pierde algo de sí mismo».
Donald W. Winnicott (El proceso de maduración en el niño, 1965)

Las consecuencias de la ansiedad infantil

La ansiedad infantil no siempre se expresa con palabras. Aparece en el cuerpo, en el sueño, en la conducta, en la dificultad para separarse, en el temor constante a fallar. Bernard Golse, psiquiatra y psicoanalista infantil, ha mostrado cómo la angustia del entorno se inscribe tempranamente en el cuerpo del niño, produciendo síntomas que luego se leen como trastornos individuales. Jean Piaget ya advertía que «el niño no es un adulto en miniatura; piensa de manera cualitativamente distinta» (La psicología del niño, 1966). Exigirle recursos emocionales y cognitivos que aún no tiene no lo fortalece: lo angustia y lo deja sin herramientas.

Niños ansiosos suelen convertirse en adolescentes desbordados y en adultos frágiles, con dificultades para tolerar la frustración, el límite o la incertidumbre. No por debilidad personal, sino porque crecieron sin un marco claro que los contuviera. La ansiedad infantil, en este sentido, es un síntoma cultural. Habla menos de los niños y más del mundo que hemos construido para ellos.

¿Qué sí ayuda de verdad?

Frente a este panorama, no se trata de volver a modelos autoritarios ni de culpabilizar a las familias. Se trata de recuperar el lugar del adulto, de asumir que cuidar implica decidir, limitar y sostener, incluso cuando eso genera enojo o malestar momentáneo. Winnicott hablaba del adulto “suficientemente bueno”: no perfecto, no omnipresente, sino disponible, firme y confiable. Un adulto que puede contener su propia ansiedad para no depositarla en el niño.

Desde la pedagogía, autores como Francesco Tonucci han insistido en devolverle a la infancia el valor del juego, del tiempo libre, del error y del aburrimiento creativo. Menos agendas, menos discursos, más espacio para ser niño. Tal vez no necesitamos niños más fuertes, más conscientes o más adaptados, sino adultos más responsables, capaces de ocupar su lugar sin miedo. Porque cuando el adulto sostiene, el niño puede descansar. Y donde hay descanso, la ansiedad empieza, lentamente, a ceder.

Reflexión final

Tal vez la ansiedad infantil no sea el signo de una infancia frágil, sino el síntoma de un mundo adulto cansado, confundido y sobreexigido. Un mundo que, muchas veces sin notarlo, ha trasladado a los niños preocupaciones, decisiones y angustias que no les corresponden. Pensar esto no busca señalar culpables, sino invitar a una toma de conciencia. ¿Qué pasaría si dejáramos de preguntarnos cómo hacer niños más fuertes y comenzáramos a preguntarnos cómo ser adultos más disponibles? ¿Qué pasaría si entendiéramos que poner límites no es fallar, sino cuidar? ¿Y si aceptáramos que el niño no necesita saberlo todo, ni decidirlo todo, sino sentirse sostenido por alguien que pueda hacerlo por él?

Tal vez cuidar la salud emocional de los niños implique, antes que nada, revisar nuestra propia ansiedad, nuestras prisas, nuestros miedos a frustrar, a decir que no, a ocupar un lugar que a veces pesa. El niño no necesita adultos perfectos, sino adultos presentes, firmes y humanos. La infancia no es un ensayo general para la adultez. Es un tiempo propio, delicado y valioso. Cuando el adulto se atreve a sostener, el niño puede descansar. Y cuando el niño descansa, algo de la ansiedad empieza, por fin, a soltarse.

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Gracias por leer, por detenerte y por pensar.

A veces, ese gesto ya es una forma de cuidado.

¿Una vida sin mi celular?

“La civilización nació el día en que un hombre furioso arrojó una palabra en vez de una piedra».
—Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos rodeados de pantallas, pero hay una diferencia enorme entre usarlas y necesitarlas. Cada vez es más común encontrarnos con personas que no pueden existir sin tener el celular en la mano. Van al baño con él, comen con él, conducen con él, duermen con él. Llevan baterías portátiles “por si acaso” y sienten un nudo en la garganta cuando el dispositivo marca menos del 15% de batería. Estamos frente a una dependencia silenciosa que, aunque normalizada, está drenando la capacidad psíquica de estar con uno mismo. No se trata sólo de tecnología; se trata de miedo. El miedo a la pausa, al silencio, a la espera. Hoy, apenas alguien pierde de vista el celular, su mundo interno se derrumba. La sensación es casi física: ansiedad, inquietud, irritabilidad, incluso angustia existencial. Y la pregunta se vuelve inevitable: ¿qué estamos evitando sentir cuando la pantalla se convierte en una prótesis emocional?

La adicción al celular no puede explicarse únicamente como un exceso de hábito. Es, más bien, la manifestación de una falta, una fuga constante hacia un afuera luminoso que pretende sustituir un adentro que duele, que incomoda o que permanece sin simbolizar. Como toda adicción, tiene menos que ver con el objeto y más con aquello que intentamos no mirar. Es una defensa, un refugio y un síntoma. Esta entrada no pretende demonizar los dispositivos, sino comprender por qué se han convertido en la muleta afectiva de nuestro tiempo. Porque cuando el silencio interior nos resulta insoportable, cualquier brillo —por pequeño que sea— parece una salida. Pero, ¿a qué costo?

Bajo la pantalla: la falta

La relación obsesiva con el celular puede entenderse como una búsqueda desesperada de llenar un vacío. Jacques Lacan lo resumió con precisión cuando afirmó que “el deseo es siempre deseo de otra cosa” (Seminario VI, 1958–59). Esa “otra cosa” nunca llega, porque no existe como objeto concreto. En esa imposibilidad se abre el espacio para sustituirlo con lo que tengamos a la mano. El celular, entonces, no es sólo un aparato: se convierte en un objeto transicional pobre, diría Winnicott, un intento de sutura de la falta. Pero como toda sutura improvisada, se despega rápido. La urgencia de estar conectados es también urgencia de ser reconocidos. Muchos sienten que sólo existen cuando una notificación los convoca, como si la mirada del Otro se digitalizara. Cuando nadie escribe, la ausencia se vive como rechazo. Y, sin embargo, en la mayor parte de los casos, no se trata de los demás: se trata de la antigua angustia infantil de esperar una respuesta que no llega. Lo que no toleramos no es el silencio ajeno, sino nuestra vulnerabilidad expuesta.

La falta, cuando no se atraviesa simbólicamente, se experimenta como agujero. Por eso la tecnología fascina tanto: promete llenar, responder, distraer. Pero ninguna pantalla puede dar lo que el inconsciente reclama. La falta forma parte de la estructura humana; borrarla no es posible. Por eso, cuanto más intentamos taparla, más crece la sensación de que algo siempre falta un poco más. El celular funciona como calmante emocional. No un calmante verdadero, sino un dispositivo que evita el contacto con el malestar. Gente que apenas ve la batería en rojo siente que pierde aire, como si se desconectara de una fuente vital. Es una metáfora perfecta de nuestro tiempo: un yo que no sabe respirar su propio silencio necesita una máquina para mantenerse a flote.

La resistencia a sentir

Uno de los mecanismos psíquicos más poderosos es la resistencia. Freud decía que el Yo se defiende de todo aquello que amenaza con desbordarlo, y el celular se ha convertido en la defensa favorita del siglo XXI. Apenas aparece una emoción incómoda —tristeza, vacío, ansiedad—, deslizamos el dedo hacia arriba. TikTok, Instagram, mensajes, cualquier cosa sirve para aliviar ese instante en el que el inconsciente intenta asomar la cabeza. Kierkegaard escribió que “la angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844). Hoy, ante ese vértigo, elegimos mirar una pantalla. Dejar el celular quieto significaría permitir que algo dentro de nosotros empiece a hablar. Y muchos prefieren no escuchar. No es que necesiten el celular: necesitan no sentir. El dispositivo opera como escudo contra la intimidad emocional.

El aburrimiento, lejos de ser un enemigo, es un espacio fértil donde emergen preguntas esenciales. Pero es precisamente ese espacio el que más evitamos. Cuando alguien dice “me aburro sin el celular”, en realidad está diciendo “no sé qué hacer con lo que aparece cuando se calla el mundo”. El aburrimiento no es vacío: es contenido no elaborado que pide atención. La resistencia se normaliza hasta volverse hábito. Ya no pensamos: simplemente evitamos. Y lo evitado regresa disfrazado de síntomas: irritabilidad, saturación emocional, incapacidad de concentrarse, desesperación sin causa aparente. Si nunca estamos con nosotros mismos, ¿cómo podremos comprender qué nos pasa?

Obsesiones contemporáneas

Revisar compulsivamente si alguien respondió es un ritual obsesivo moderno. Freud describió la compulsión como un intento repetido —y fallido— de controlar la angustia (Inhibición, síntoma y angustia, 1926). En ese sentido, la pantalla opera como amuleto: un objeto cuya revisión promete seguridad, pero que sólo alimenta el círculo de ansiedad. La ilusión de control es otro componente esencial. Muchos creen que, si están atentos a todo, podrán evitar sorpresas o dolores. Revisan redes para anticipar conflictos, mensajes para leer estados emocionales, historias para imaginar posturas ajenas. Sin embargo, ese control es falso. El inconsciente no se ordena según notificaciones, y el intento obsesivo termina agotando más de lo que alivia.

La repetición sin sentido —abrir y cerrar WhatsApp diez veces por minuto— no busca información; busca una sensación momentánea de estabilidad. Es un ritual tan automático que muchos ni siquiera se dan cuenta de que lo realizan. Es la compulsión pura: repetir para no pensar, repetir para no sentir, repetir para no entrar en contacto con uno mismo. El celular se convierte en un tótem del yo ansioso. Si se pierde, si se apaga, si se cae al suelo, el Yo se derrumba con él. No porque falte el aparato, sino porque se revela, de golpe, cuánta fragilidad emocional estaba sostenida por una pantalla. La dependencia no está en la tecnología: está en la estructura psíquica que la usa para sostenerse.

Muchas veces, estando con otras personas, no estamos con ellas por estar al pendientes de otras cosas. Por cierto, también es falta de educación…

Ansiedad y somatización

La ansiedad de desconexión ya tiene nombre clínico: nomofobia. No es exageración; es un fenómeno fisiológico. Taquicardia, sudoración, tensión muscular, irritabilidad. Personas que, al no encontrar su celular, sienten que algo terrible va a pasar. No es el objeto lo que se pierde, sino la sensación de pertenencia y de control que el objeto otorgaba. Las notificaciones funcionan como microdosis de dopamina. Anna Lembke describe este ciclo en Dopamine Nation (2021): cada estímulo placentero va seguido de un descenso que genera deseo de más. Por eso las plataformas se vuelven adictivas. No porque sean “malas”, sino porque están diseñadas para maximizar la gratificación inmediata mientras nos hacen sentir insuficientes cuando no estamos conectados.

El insomnio digital es una de las consecuencias más comunes. Dormimos con el celular en la mano, esperando la última notificación o mensaje que nos dé una sensación de cierre del día. Pero ese cierre nunca llega. La luz azul inhibe la melatonina, el cerebro se mantiene alerta y el inconsciente queda suspendido en un flujo continuo de estímulos que impiden procesar el día. Hay quienes dicen que «duermen profundamente», y al día siguiente apenas y se mantienen despiertos. No hay descanso posible cuando la mente vive en modo alerta permanente. El cuerpo, cansado de sostener esa hiperestimulación, comienza a quejarse: falta de energía, somnolencia diurna, irritabilidad, hipervigilancia, incapacidad de concentrarse. Muchos llegan al consultorio diciendo: “Estoy agotado y no sé por qué”. Pero sí lo sabemos: porque han perdido la capacidad de desconectar. Porque viven sin silencio. Porque cargar el celular a diario ha reemplazado el acto de cargarse a uno mismo.

Cómo empezar a recuperar el silencio

El primer paso no es dejar el celular, sino reconocer qué lugar ocupa en nuestra vida emocional. No se trata de demonizarlo, sino de quitarle poder simbólico. Una práctica simple consiste en dejar 15 minutos al día de “silencio digital”: sin música, sin mensajes, sin redes. Sólo estar. Al inicio incómoda; después se vuelve refugio. Recuperar el aburrimiento es aprender a convivir con lo que emerge cuando el mundo no nos distrae. Muchos descubrimientos personales nacen ahí. Winnicott afirmaba que “ser capaz de estar a solas es uno de los logros más importantes del desarrollo emocional” (The Capacity to Be Alone, 1958). Y estar a solas no significa estar sin compañía, sino estar sin la necesidad compulsiva de distraerse de uno mismo.

Distinguir necesidad de hábito es clave. No necesitamos revisar los mensajes cada minuto; lo hacemos por hábito. No necesitamos ver redes sociales antes de dormir; lo hacemos porque la mente busca pequeñas dosis de alivio. Reconocer esto permite tomar distancia. La libertad empieza allí donde termina la compulsión. Finalmente, reconectar con la presencia. Comer sin pantalla. Leer diez minutos al día. Caminar mirando el cielo y no el feed infinito. Epicteto lo anticipó hace siglos: “La libertad no consiste en obtener lo que deseamos, sino en ser dueños de nuestros deseos” (Discursos, siglo I). Y hoy, más que nunca, necesitamos recuperar la soberanía sobre nuestra atención.

Reflexión final

Tal vez el problema no sea el celular, sino lo que tememos encontrar cuando lo dejamos de lado. No es dependencia tecnológica: es miedo a estar vivos con todo lo que eso implica. Pero el silencio —ese que tanto evitamos— no es enemigo; es hogar. Es el espacio donde podemos escucharnos de verdad. La pregunta, entonces, es simple y devastadora: ¿estás viviendo tu vida… o sólo estás deslizando hacia arriba?

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Guía para lidiar con la incertidumbre

“El que no sabe hacia qué puerto navega, ningún viento le es favorable”.

— Séneca

Queridos(as) lectores(as):

La incertidumbre no es sólo un estado emocional; es una estructura del mundo. Nadie llega a la vida con un mapa completo ni con las instrucciones para sobrevivir al caos. Desde que somos niños, intuimos que algo es frágil, que nada está asegurado, que lo que amamos puede cambiar o perderse. Y sin embargo, también intuimos que hay una manera de vivir con ello sin destripar el alma.

Este encuentro es una invitación a mirar la incertidumbre de frente, no como un monstruo enemigo, sino como un viejo representante de la condición humana. Desde los filósofos griegos hasta los pensadores modernos, y desde la clínica psicoanalítica hasta nuestras experiencias cotidianas, aprender a vivir con lo incierto no es un lujo intelectual: es un acto de salud mental, espiritual y humana.

Aprender a mirar el mundo sin certezas

Los griegos antiguos lo sabían: la vida es inestable. Heráclito afirmaba: «Todo fluye, nada permanece» (Fragmentos, siglo V a.C.). Para él, lo incierto no era una amenaza sino la textura misma del ser. La sabiduría consistía, entonces, en moverse con el río, no en fosilizar el agua. Aristóteles retomó esta intuición desde otro ángulo. En la Ética a Nicómaco (ca. 340 a.C.), distingue entre el conocimiento teórico —cierto, estable— y la acción humana, siempre sujeta a lo imprevisible. Nadie puede tener certeza absoluta sobre decisiones que dependen de circunstancias cambiantes. La incertidumbre no es error: es la materia prima de la deliberación moral.

Los estoicos dieron otro paso. Para ellos, el mundo está lleno de eventos fuera de nuestro control, y el sufrimiento comienza cuando queremos dominar lo que no se deja dominar. Epicteto lo dijo con claridad quirúrgica: “Hay cosas que dependen de nosotros y cosas que no” (Enquiridión, siglo I). Saber distinguir ambas es la primera forma de libertad interior. Y finalmente, los romanos —más prácticos y teatrales— convirtieron la incertidumbre en disciplina espiritual. Séneca llamó a esto praemeditatio malorum, la anticipación sensata de los males posibles. No para vivir con miedo, sino para no colapsar cuando la vida sorprende. Los clásicos no eliminaron la incertidumbre. Pero nos enseñaron algo decisivo: la incertidumbre sólo destruye a quien cree que está exento de ella. Para los griegos y romanos, la serenidad no es certeza, es preparación interior.

Cuando la incertidumbre se vuelve existencial

San Agustín, mucho antes de Kierkegaard, entendió que la verdadera inseguridad no proviene del mundo, sino del interior. En Confesiones (397 d.C.) reconoce: «Me he convertido para mí mismo en una tierra difícil». La incertidumbre es existencial porque nace de no saber quién soy frente a Dios, frente a mí, frente al tiempo, frente al mundo. En él, la incertidumbre se vuelve una pregunta: ¿qué deseo?, ¿dónde se apoya mi corazón?, ¿qué permanece cuando todo se mueve? Con la modernidad llegó el sueño de control. Descartes busca una verdad indudable, una base firme para construir conocimiento. Pero incluso él comienza su proyecto aceptando que todo puede engañarnos. “Es prudente no confiar nunca en quienes nos han engañado una vez” (Meditaciones, 1641). La filosofía moderna nace de la sospecha. Y, aunque consigue su punto firme —el famoso Cogito—, lo que sigue está lejos de ser estable: el mundo, el cuerpo, el otro… todo sigue siendo incierto.

Kierkegaard es quien finalmente da nombre a lo que hoy sentimos. En El concepto de la angustia (1844) afirma: “La angustia es el vértigo de la libertad». La incertidumbre aparece ahí donde hay posibilidad. Sin incertidumbre, no habría elección; sin elección, no habría yo. Por eso Kierkegaard no propone vencer la incertidumbre, sino habitarla como condición de la fe, de la existencia y del riesgo de amar. Nietzsche empuja más lejos esta intuición. Si la vida es creación, entonces no puede estar asegurada. En La gaya ciencia (1882) escribe: “Tenemos que convertirnos en los poetas de nuestra vida”. Y ningún poeta vive con garantías. Para Nietzsche, sólo quien acepta el desorden puede crear sentido.

Velocidad, ansiedad y control

Hoy la incertidumbre no es metafísica: es cotidiana. Trabajo inestable, vínculos que se diluyen, noticias que nos sobresaturan, decisiones que parecen urgentes. La velocidad produce ansiedad porque no deja espacio para la elaboración interior. Zygmunt Bauman lo resume en un gesto: “La modernidad líquida no mantiene su forma por mucho tiempo” (2000). Vivimos obsesionados con los planes, los seguros, los pronósticos, los métodos infalibles. Pero cuanto más control queremos, más miedo sentimos. Byung-Chul Han lo diagnostica así: “La sociedad del rendimiento se agota a sí misma” (La sociedad del cansancio, 2010). El intento de tenerlo todo bajo control nos deja sin aire.

La incertidumbre no sólo se piensa: se siente. Aparece como insomnio, presión en el pecho, irritabilidad, ansiedad o cansancio crónico. El cuerpo se vuelve portavoz de lo que la mente intenta silenciar. Las redes sociales nos han acostumbrado a respuestas instantáneas. No sabemos esperar, no sabemos dudar, no sabemos estar sin saber. Y, paradójicamente, eso nos hace sentir más frágiles.

“La duda no es una condición agradable, pero la certeza es absurda«.
-Voltaire, carta a Federico II de Prusia (1767)

Psicoanálisis e incertidumbre

El psicoanálisis no promete respuestas claras ni soluciones rápidas. Lo dijo Freud: “Donde ello era, yo debo advenir” (Nuevas conferencias, 1933). El trabajo analítico no elimina el caos: permite que el yo se vuelva más capaz de soportarlo sin desmoronarse. La incertidumbre no desaparece: deja de aterrarnos. Winnicott, en Realidad y juego (1971), describe el espacio transicional: ese lugar entre lo interno y lo externo donde aprendemos a relacionarnos sin perder el sentido. En análisis, ese espacio permite que el paciente deje de actuar su angustia y comience a pensarla. La incertidumbre no se aplasta: se piensa, se elabora, se transforma.

Lacan dice en el Seminario 11 (1964): “El deseo es la falta de ser». La incertidumbre es el eco estructural de esa falta. No saber del todo quién soy, qué quiero o qué espera el otro no es un defecto: es la estructura que permite existir, desear, amar. Mucho de lo que somos opera fuera de la conciencia. La incertidumbre es también el signo de que el inconsciente está trabajando. En análisis, lo que parecía pura angustia comienza a organizarse en sentido.

Hacia una guía personal para vivir con la incertidumbre

1. Pensar lentamente lo que la vida quiere rápido

Haz pausas. Camina. Respira. Escribe. La incertidumbre se vuelve monstruo cuando no le damos palabras. Cada vez que nombras lo que temes, pierdes un poco menos de ti mismo.

2. Diferenciar lo controlable de lo incontrolable

Pregúntate:

  • ¿Esto depende de mí?
  • ¿Depende del tiempo?
  • ¿Depende del otro?
  • ¿Depende del azar?

Lo que depende de ti: actúa.
Lo que no depende de ti: acéptalo sin rendirte.

3. No decidas en crisis

La angustia exige movimiento, pero casi siempre hacia el error. Espera a que baje la ola. La incertidumbre se piensa en serenidad, no en tormenta.

4. Busca sostén: afectivo, clínico, espiritual

Nadie atraviesa lo incierto solo sin romperse. Tener un analista, un amigo, una comunidad o un espacio espiritual no es debilidad: es cordura.

Reflexión final

La incertidumbre no es un enemigo del que haya que defenderse. Es una forma de madurez. Nadie tiene la vida resuelta. Nadie sabe lo que pasará mañana. Y, sin embargo, aquí estamos: pensando, amando, eligiendo, caminando a tientas con la dignidad de quien sigue intentando. Te dejo una pregunta sencilla y brutal: ¿Qué parte de ti podrías dejar de controlar hoy, sólo para respirar mejor mañana?


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Srta. Ansiedad, pase al diván

«Dependerás menos del día de mañana si tienes bien asido el de hoy».

-Séneca

Queridos(as) lectores(as):

Ciertamente no es la primera vez que abordamos este tema en estos encuentros, pero es importante hacerlo desde distintos flancos para poder alcanzar, quizá no sólo a entender, sino a identificarnos en alguno de ellos y, así, poder abordar de la mejor manera nuestro problema. La ansiedad, noción muy abstracta y compleja, la podemos apreciar como un «exceso de pensamiento sobre el devenir», en otras palabras, pensar de más lo que «ha» de suceder. Aunque es curioso, porque en dicha situación tenemos la impresión (¿inconsciente?) de ser unos auténticos videntes sobre lo que está por pasar. ¿Qué puede ser tan insoportable como pretender predecir el momento después? Claro, puede que nos apoyemos en cierta estadística para poder «entre ver» lo que está por suceder pero, tal como reza un refrán oriental: «No todas las hojas caen del árbol en otoño». Siempre habrá algo que se nos escapa de la certeza absoluta.

La ansiedad, hoy por hoy, es uno de los problemas que más están afectando a las personas. Bien decía mi querida amiga Fernanda N. ayer que platicábamos sobre eso: «No conozco a nadie que en esta época no sufra de ansiedad». Y en esto hay dos claves importantes, mismas que he resaltado en la cita. No es que la ansiedad, en primer lugar, sea propia de esta época, es tan vieja como el hombre mismo, sólo que el nombre era distinto pero, me atrevo a decirlo, también las prioridades. En segundo lugar, una vez más, nos vemos presos del lenguaje, ya que al decir que «sufrimos» la ansiedad, nos sentenciamos a una sola posibilidad.

Nombres y modos

Tal como lo decía, la ansiedad tiene sus orígenes desde la existencia del hombre. Por poner un ejemplo, Hipócrates (460-370 a.C.), «padre de la medicina» en Occidente, registró al menos varios casos de personas que padecían repentinos ataques de angustia y pánico en público. El pánico es una noción que de hecho podemos derivar de Pan, dios griego de los pastores y los rebaños. En la mitología, se le conocía como un dios «bromista» que gozaba de asustar a las personas y a los animales. Ese «susto» está relacionado con el ataque repentino de angustia y ansiedad. Pensemos por un momento: estamos ante una situación determinada, en la que de cierto modo estamos confiados por tener todo «bajo control», pero de repente, sin verla venir (como decimos acá en México), algo sucede que nos arrebata nuestra seguridad y estabilidad. Y eso que pasa, irónicamente, puede que no pase. Ese es el poder de la mente en el ser humano: puede crear sin crear.

Es momento de las etimologías. Sufrir viene del latín sufferro, sufferre; a su vez es un prefijado sub+ferre, que nos remite a «llevar, soportar» incluso «sostener», por lo que podemos traducir como «soportar por debajo». ¿Qué pasa si cambiamos la noción por «padecer»? Ésta viene del latín, del deponente patior, y a su vez del infinitivo patir, que traducimos como «soportar» o «tolerar», aunque curiosamente también como «soportar un sentimiento». Y aquí está el punto: en ambos casos encontramos la idea de «soportar/tolerar», llevar con uno, aceptar, asimilar. Porque la ansiedad es un trastorno que nos acompaña desde que somos conscientes hasta el último día de nuestras vidas. Un «estado de alerta» que puede ser beneficioso si lo sabemos orientar en nuestra vida.

Mientras tanto, en psicoanálisis…

El propio Sigmund Freud tuvo el tiempo para reflexionar sobre este tema. La ansiedad la concebía como un estado afectivo negativo en el que el ser humano se vuelve su propia víctima, padeciendo un enlistado enorme de sentimientos, pensamientos y actividades. Para él, la ansiedad se podía dividir en tres: real, neurótica y moral. Estas tres divisiones están dirigidas hacia lo que es propio del mundo exterior (lo real), al Ello (lo neurótico) y al Superyó (lo moral). Lo curioso aquí es que la ansiedad es un modo de evasión de la propia angustia, es decir, vemos tigres sin comprobar que los haya, y lo sufrimos, lo padecemos.

¿Cómo lidiar con esa terrible experiencia? Si bien la psicofarmacéutica ofrece un catálogo de ansiolíticos bastante grande, la idea de depender de algo para ayudarnos contra algo de lo que también estamos dependiendo, puede llegar a ser contradictora (ojo: no estoy diciendo que un buen tratamiento psiquiátrico no ayude), porque de nada sirve «poner vendaje sin revisar la herida». Hay que hablar, hay que sacar aquello que «estamos soportando» para poder entender, primero, qué es y, segundo, por qué lo soportamos. Incluso podemos ver la ansiedad como un problema de percepción de la realidad y de nuestra falta de confianza en la misma. Volviendo al ejemplo de los tigres, tengan por seguro que de haber tigres frente a ustedes, ellos tendrán la amabilidad y la sutil cortesía de hacérselos saber…

Un consejo…

Poder lidiar con la ansiedad es algo que se entiende de muchas maneras, pero como en muchas cosas relacionadas con el malestar psíquico del ser humano, la creatividad puede ser una buena herramienta para ayudarnos en los momentos donde nos ataque. Escribir, hablar, pintar, dibujar, bailar, hacer ejercicio, etc., nos puede ayudar a recuperar justo lo que la ansiedad nos pretende arrebatar: el aquí y el ahora. Pensar de más las cosas, irónicamente, nos hace que las descuidemos como son, y las «decoramos» con nuestros miedos, nuestras inseguridades, con todo lo que somos… ¿narcisismo?

¡Ah, qué cosa…!