Soportar la indiferencia

«Nada es más insoportable que el silencio de aquellos a quienes uno ama»

-Pascal Quignard

En respuesta a la amable y generosa carta de Julieta (Uruguay).

Queridos(as) lectores(as):

Es difícil explicar lo que se siente cuando uno ofrece algo desde el corazón y lo que recibe a cambio es silencio. No un silencio profundo, meditativo, ni mucho menos agradecido, sino ese otro: el que vacía. El que deja en visto. El que no responde ni con una palabra, ni con un «lo leí», ni con un simple «gracias». Ese que, a fuerza de repetirse, comienza a doler. Lo que más duele, a veces, no es que no te lean. Es que no te lean quienes pensabas que te iban a leer. Es que no te escuchen los que conoces, los que alguna vez dijeron admirar lo que haces, los que comparten memes o trivialidades, pero no se detienen frente a algo que puede hacerles bien, aunque sea por un momento.

Algo que no se vende, que no se cobra, que no busca otra cosa más que compartir un pensamiento que tal vez alivie, acompañe o despierte algo valioso en el otro. Y entonces uno se pregunta: ¿vale la pena seguir? ¿Tiene sentido regalar palabras que a veces parecen caer en un abismo? La respuesta no es sencilla, pero tampoco desesperanzadora. Porque hay algo en nosotros que insiste. Algo que nos recuerda que no escribimos sólo por ser leídos, sino porque callar nos lastima más que el silencio de los otros.

La trampa de las expectativas

Es curioso —y cruel, a veces— cómo uno va alimentando expectativas sin querer. Esas pequeñas esperanzas que se tejen al escribir algo y compartirlo, al hacerlo llegar a personas cercanas. Uno cree que, por el vínculo, por el aprecio mutuo, por la historia compartida, esa persona leerá, comentará, dirá algo. Lo que sea. Porque no se está vendiendo nada, no se está imponiendo un discurso, sino regalando un pensamiento. Y sin embargo… no ocurre. La decepción, entonces, no nace de un rechazo explícito, sino de una ausencia que pesa. Porque lo que duele no es sólo que el otro no lea, sino que no quiera hacerlo. Que no tenga ni la curiosidad, ni el gesto, ni el mínimo movimiento del alma para acercarse a algo que podría tocarlo, ayudarlo o simplemente acompañarlo. Decía Albert Camus: «No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar» (El mito de Sísifo, 1942).

Ahí es cuando la expectativa se revela como una trampa. Porque uno no escribía para ser aplaudido… pero secretamente, sí esperaba algo. Esperaba un gesto. Un eco. Una señal. Y cuando esa señal no llega, no queda más remedio que mirarse por dentro y preguntarse: ¿por qué me dolió tanto? ¿Es por ellos o por lo que había en mí, esperándolos? La respuesta no siempre consuela, pero libera. Porque al reconocer esa trampa, también se reconoce el valor de seguir escribiendo aun cuando no haya respuesta. Como quien deja una carta en una botella, con la esperanza serena —y muchas veces solitaria— de que algún día, en alguna orilla del mundo interior de alguien, esa carta será leída.

El silencio que duele más que un «no»

Hay silencios que sanan, y otros que matan algo dentro. Hay silencios llenos de respeto, de espera, de escucha… y hay otros que son indiferencia disfrazada de paz. El segundo es el que más duele. Porque no es un rechazo frontal, no es una crítica que permita diálogo o respuesta. Parafraseando a María Zambrano: «El silencio que no espera es el más cruel de todos». Es una ausencia elegante, una especie de vacío decorado con cordialidad digital: el “visto” de las redes sociales. Vivimos una época donde la exposición es constante, pero el verdadero encuentro escasea. Se responde más rápido a un meme que a una reflexión. Se comparte antes una frase hecha que un pensamiento profundo. Y así, cuando uno lanza algo importante —algo trabajado, cuidado, sentido— y lo único que recibe a cambio es ese silencio pulido de las plataformas, la herida se abre en un lugar inesperado: no en el ego, sino en la esperanza.

Porque uno no esperaba ovaciones, ni palabras grandilocuentes. A veces, con un simple «te leí», bastaba. Pero no llega. Y entonces el silencio se vuelve estruendo. No por su volumen, sino por su carga simbólica. Quien no responde, el que no se toma ni un minuto, parece decir —aunque no lo diga—: «no me interesa». Pero ¿realmente no les interesa? ¿O hemos llegado a tal nivel de anestesia emocional que lo gratuito, lo profundo y lo humano ya no convoca? La respuesta, quizás, no esté en ellos. Tal vez esté en nosotros. En quienes aún creemos que el alma merece ser tocada, incluso por palabras que nadie pidió, pero que alguien podría necesitar. Y aunque el silencio siga cayendo como una losa, la palabra, si es honesta, seguirá siendo un acto de resistencia. Un gesto de fe. Un modo de decir: «Aquí estoy. Y aunque no respondas, sigo creyendo que el encuentro es posible».

«A veces hay cosas más interesantes e importantes en un mundo absurdo que un buen libro» -Héctor Chávez Pérez

El valor de lo gratuito

Hay una profunda distorsión en la forma en que entendemos el valor. Se ha instalado la creencia de que sólo vale aquello que se puede comprar, medir, monetizar. Y sin embargo, lo gratuito —lo verdaderamente gratuito— no es sinónimo de barato, ni de irrelevante. Es, en realidad, una de las formas más puras de lo humano. Es fácil despreciar lo que se ofrece sin costo. Y más aún, ignorarlo. Pero lo gratuito lleva consigo una densidad que no siempre se ve: implica tiempo, dedicación, deseo de bien. Tal como dice Ivan Illich en su texto, La convivencialidad (1973): «Lo gratuito no es lo que carece de precio, sino lo que nace de una relación humana auténtica». Implica vínculo. Cuando alguien escribe, comparte una reflexión, un pensamiento cuidado, y lo hace sin esperar nada a cambio, está haciendo una ofrenda. Una invitación silenciosa al encuentro. Pero vivimos en tiempos en los que dar sin pedir parece ingenuo. Como si fuera sospechoso. Como si no tuviera lugar en un mundo regido por el rendimiento, la utilidad y el consumo.

Y entonces lo gratuito —en lugar de ser honrado como un acto noble— es ignorado como si fuera una molestia. Sin embargo, quienes seguimos apostando por la palabra gratuita, por el pensamiento que se entrega sin factura, no lo hacemos por necedad, sino por fidelidad a algo que sentimos verdadero. Porque el alma también necesita ofrecer, y no siempre desde la necesidad de respuesta, sino desde la convicción de que hay cosas que deben ser compartidas. Escribir y ofrecer lo escrito sin precio no es un gesto menor. Es resistir. Es confiar en que lo humano aún vive en alguna parte. Es tender puentes donde todo parece construido con muros. Y si algún día alguien cruza ese puente, aunque sea una sola persona… entonces habrá valido la pena.

¿Para quién se escribe, entonces?

Hay un momento inevitable en la vida de quien escribe —de quien da, de quien piensa y comparte— en el que la pregunta se vuelve punzante: ¿para quién lo estoy haciendo? Cuando no hay respuesta, cuando el silencio se multiplica, cuando los propios cercanos parecen no ver lo que uno ofrece… esa pregunta no es un ejercicio intelectual: es una herida abierta. Pero en medio de esa incertidumbre, hay algo que se impone como necesidad: escribo porque si no lo hiciera, me dolería aún más. Escribo porque es mi manera de seguir buscando sentido, de nombrar lo que no debe quedar en la sombra, de acompañar aunque no siempre haya compañia de vuelta.

Clarice Lispector, en una de esas frases que parecen salidas del fondo de una noche silenciosa, escribió: «Escribo para entender lo que el silencio me dice» (esta frase, por cierto, la encontramos incontables veces en varios lugares, pero realmente es una paráfrasis de lo que dice, hermosamente, en Un soplo de vida (1978): «Escribir es una maldición que salva»). Y quizás ahí esté una de las claves. Porque a veces no se escribe para otros, sino para intentar traducir lo que se mueve en el alma cuando el mundo calla. La escritura se convierte entonces en una forma de oración, de memoria, de testimonio. No se trata de si lo leen hoy o mañana, ni siquiera de si lo agradecen. Se trata de que hay cosas que deben ser dichas. Y si uno tiene el privilegio —o la carga— de poder decirlas, callar se vuelve una forma de traición.

Una semilla invisible

Escribir, dar, compartir sin saber si alguien escucha… puede parecer un acto ingenuo, casi absurdo. Pero no lo es. Es, en realidad, un gesto de fe. De una fe que no siempre se nombra en voz alta, pero que sostiene la vida misma: la creencia de que nuestras palabras —como semillas— pueden crecer incluso en tierras que no vemos. A veces, uno se siente como ese personaje de Jean Giono en su obra El hombre que plantaba árboles (1953), quien planta árboles en una tierra desolada, sin esperar que alguien lo aplauda, sin pedir reconocimiento, simplemente porque es necesario. Giono escribe: “Para que el carácter de un ser humano revele cualidades verdaderamente excepcionales, hay que tener la suerte de poder observar su acción durante largos períodos. Si esa acción no persigue ningún interés propio, entonces es posible juzgar que se está ante una grandeza de alma”. Y en la escritura gratuita —esa que nace sin interés ni contrato— también hay algo de esa grandeza silenciosa.

Tal vez nuestras palabras no germinen hoy. Tal vez no sean vistas por quienes más esperábamos. Pero en alguna parte, en algún momento, pueden tocar un corazón herido, una mente confundida, un alma que buscaba algo y no sabía qué. Como la lluvia que cae sobre la tierra seca… aunque no sepamos a qué profundidad llegó. Por eso, a pesar del desencanto, de la indiferencia ajena, de las expectativas rotas, sigo escribiendo. Porque a veces —y esto lo aprendí con el tiempo— el simple acto de dar puede salvar, no al otro, sino a uno mismo.

Y si alguna de estas palabras encuentra eco, aunque sea en una sola persona, entonces ya no fueron en vano…

Un momento de paz en tu día

«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».

-Thomas Merton

Queridos(as) lectores(as):

Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?

La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.

Respirar como acto sagrado

El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.

>Una práctica simple:

  • Inhalen en 4 segundos
  • Retengan 4 segundos
  • Exhalen en 6 segundos
  • Descansen 2 segundos

Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).

El ritual en lo cotidiano

Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».

Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.

Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).

La oración como brújula

La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).

Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.

Incluso contemplar la naturaleza es desconectarse del caos, conectándonos al mismo tiempo al resto de la vida.

La paz no es negación

No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.

No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.

Ascética cotidiana, no heroica

La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.

5 minutos para el alma

Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.

Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».

Carta a los amores trágicos

Querido(a) lector(a):

Te escribo a ti, que conoces el peso de la soledad después de haberlo dado todo. A ti, que aprendiste que el amor no siempre se corresponde con la misma intensidad con la que lo entregamos. Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que el amor parece ser un riesgo y la indiferencia un escudo. Tiempos donde los corazones se han vuelto cautelosos, donde muchos prefieren esconderse detrás del cinismo antes que arriesgarse a sentir. En este mundo, abundan las historias de personas que amaron demasiado y fueron dejadas atrás, de quienes construyeron castillos en el aire sólo para verlos derrumbarse con una despedida. Y también están aquellos que, sin darse cuenta, han aprendido a amar de una manera egoísta, como si el mundo les debiera todo, sin estar dispuestos a dar nada a cambio.

Te escribo a ti, que te duele haber escrito poemas que nunca serán leídos. Te escribo a ti, que esperaste una llamada que nunca llegó. A ti, que guardaste con ternura un regalo que nunca tuviste la oportunidad de dar. A ti, que fuiste refugio para alguien que, una vez sanado, siguió su camino sin mirar atrás. A ti, que te dormiste con el celular en la mano, esperando un mensaje que nunca apareció. A ti, que bajaste el volumen de tu amor para no incomodar a quien nunca tuvo la intención de escucharlo. A ti, que abrazaste a quien jamás supo sostenerte.

No te escribo para abrir más la herida, sino para recordarte que no estás solo(a). Para decirte que tu amor no fue en vano, que no fuiste ingenuo(a) por creer, ni débil por esperar. No es un fracaso haber amado con sinceridad en un mundo que muchas veces no sabe qué hacer con lo auténtico. Sé que el dolor te ha hecho preguntarte si vale la pena volver a intentarlo, si es mejor aprender a no esperar nada de nadie. Pero no dejes que la tristeza te convenza de que amar es un error. No te castigues con la indiferencia sólo porque otros no supieron valorarte. No te pierdas en tu tragedia. No te conviertas en alguien que deja de sentir por miedo a volver a sufrir. No permitas que el amor que llevas dentro se marchite por culpa de quienes no supieron verlo. El amor no debería ser un sacrificio perpetuo, ni un juego de pérdidas. El amor es lo que nos hace humanos, lo que nos da sentido, lo que nos permite ver la belleza incluso en medio del caos.

Así que sigue adelante. No con prisa, no con la urgencia de encontrar a alguien más, sino con la certeza de que mereces un amor que te encuentre en tu verdad. Un amor que no exija que te conviertas en otra persona, que no te haga sentir que eres demasiado o que no eres suficiente. Abraza la esperanza de amores cada vez más dignos. Amores que no sólo duelan, sino que sanen. Amores que no sólo sean promesas, sino presencias. Amores que no sólo existan en la nostalgia, sino en la realidad.

Sé que en este momento puede parecer imposible. Sé que te preguntas si realmente es posible amar sin perder, sin sufrir, sin entregarse hasta quedarse vacío. Sé que has visto tantas historias rotas que llegaste a creer que el amor sólo es un preludio del dolor. Pero no. El amor no es sólo lo que se pierde. También es lo que se transforma. Es el eco de lo que un día entregaste y que, aunque no haya sido correspondido como esperabas, dejó huella en el mundo. Es la semilla que sigue creciendo, aunque no la veas. No pienses que fuiste ingenuo(a) por haber creído, ni que el dolor es prueba de tu fracaso. Amar nunca ha sido una garantía de reciprocidad, pero sí es la prueba más hermosa de que estamos vivos, de que no hemos renunciado a nuestra humanidad.

No te aferres a la tristeza. No creas que el amor es un enemigo sólo porque alguien más no supo cómo recibir el tuyo. No te conviertas en alguien que huye del amor sólo porque alguna vez lo perdió. Mereces ser amado(a) con la misma ternura con la que amas. Mereces ser elegido(a), no como opción, sino como certeza. Mereces un amor que no te haga preguntarte cada día si serás suficiente. Y ese amor llegará. Tal vez no como lo imaginaste, no en la forma ni en el tiempo que esperabas. Tal vez no con la persona a la que una vez esperaste con ansias. Pero llegará. Porque el amor, cuando es real, encuentra caminos inesperados.

Cuando llegue, no lo mires con la desconfianza de quien ha sido herido, sino con la gratitud de quien sigue creyendo. No lo pongas a prueba como si fuera un enemigo, sino abrázalo con la sabiduría de quien ha aprendido que la vida siempre da segundas oportunidades a los corazones valientes. Y si aún sientes que el amor está lejos, recuerda esto: el amor no sólo se encuentra en los brazos de alguien más. Está en la amistad que nunca te ha fallado. En el café que te reconforta en una mañana difícil. En la música que te salva del silencio. En las palabras que lees y que parecen hablarte a ti. El amor está en todas partes, incluso ahora, incluso en este momento en que piensas que te ha abandonado.

Así que no cierres tu corazón. No te conviertas en alguien que no reconoce el amor cuando llega. No dejes que una historia triste te haga olvidar todas las historias hermosas que aún están por escribirse. Porque un día, sin esperarlo, volverás a amar. Y esta vez, no será una tragedia. Será todo lo que siempre mereciste.

Con cariño,

Héctor Chávez Pérez

P.D. Sé que duele. Sé que a veces parece que el amor es sólo una herida que no deja de abrirse. Pero ven aquí, acércate… deja que te seque las lágrimas. Respira. Estás aquí, sigues aquí, y eso significa que aún hay amor esperándote en algún rincón del mundo. No te desesperes. El amor no ha terminado contigo. Sólo está tomando un camino distinto para encontrarte. Te amo, no lo olvides.

Atreverse a nombrar las cosas

«Dos medias verdades no hacen una verdad»

-Eduard Douwes Dekker

Queridos(as) lectores(as):

Decir las cosas por su nombre es un acto de poder, de claridad y, sobre todo, de libertad. Sin embargo, nos han enseñado que hacerlo es peligroso, que es mejor suavizar, justificar y encontrar explicaciones interminables para quienes no nos valoran, para quienes se escudan en su sufrimiento como excusa para dañar, para quienes han hecho del chantaje emocional su única herramienta de relación. Pero no. No todo se justifica. No todo es comprensible ni digno de ser soportado. Y sobre todo: no es nuestra responsabilidad cargar con la inmadurez emocional de otros.

Freud hablaba de la necesidad de hacer consciente lo inconsciente para poder sanar. «Las emociones reprimidas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen a la luz de las peores maneras», nos advierte en Estudios sobre la histeria (1895). Cuántas veces hemos justificado a quien nos lastima, creyendo que su dolor es excusa para el daño que causan. Sin embargo, como decía Carl Jung: «Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino» (Memorias, sueños, reflexiones, 1962). No podemos vivir en la negación ni en la constante justificación del otro a costa de nuestra paz.

Para lo que no estamos

Jacques Lacan nos recordaba que el lenguaje nos estructura, que es en la palabra donde se definen nuestras posibilidades y también nuestras cadenas. «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» (Escritos, 1966). Entonces, llamemos las cosas por su nombre: si alguien no nos valora, no nos respeta y nos manipula con victimismos, no está mostrando fragilidad, está ejerciendo control. Y nosotros, en nuestra buena voluntad, en nuestra paciencia mal entendida, hemos sido partícipes de esa farsa. Fiódor Dostoievski nos mostró en sus personajes cómo la culpa y el martirio pueden volverse una adicción. En Los hermanos Karamázov (1880), escribe: «Cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todo». Pero esto no significa cargar con las culpas de los demás. Cuántas veces hemos tolerado lo intolerable por no querer ser «malos», por miedo a ser los verdugos en una historia que ya nos ha victimizado antes. Pero una verdad es innegable: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. No estamos para justificar, entender y soportar a quien se niega a crecer.

Rollo May decía que la libertad no es un derecho, sino una conquista. «La verdadera libertad no es la ausencia de restricciones, sino la capacidad de elegir nuestras restricciones», afirmaba en El dilema del hombre (1958). En otras palabras: hay que saber elegir nuestras batallas. La angustia de elegir conlleva responsabilidad, y hay quienes prefieren manipular antes que asumir su propio destino. Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), complementaba esta idea al afirmar: «La ansiedad es el vértigo de la libertad». No seremos libres hasta que aprendamos a soltar lo que nos daña sin culpa, sin miedo y sin la absurda esperanza de que algún día cambiarán. No se cambia a quien no quiere cambiar. Y aquí está el verdadero dilema: ¿estamos dispuestos a seguir cargando con lo que no nos corresponde o vamos, de una vez, a tomar nuestra vida en nuestras manos?

Seamos coherentes

Hay que saber nombrar las cosas. Lo injusto es injusto, el abuso es abuso, la manipulación es manipulación. Y ningún disfraz de «pobrecito yo» lo hará diferente. Simone de Beauvoir decía: «No olvides nunca que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Estos derechos nunca son adquiridos. Debes permanecer vigilante toda tu vida» (El segundo sexo, 1949). Pero no aplica sólo con mujeres, sino con los hombres también. Y lo estamos viendo cabalmente hoy en día: se hace menos a unos por hacer más a otros. Esto termina siendo la dictadura del malestar. Lo mismo podemos decir de nuestros límites personales: si no los defendemos, otros los cruzarán sin dudarlo. No hay conquista sin vigilancia, ni respeto sin exigencia.

En la mañana hablaba con un querido amigo y me contaba sobre los tratos que ha recibido recientemente por parte de una persona. Luego, mi tía Maru de 87 años, cuando le hablé para saludarla temprano, me empezó a decir que una persona cercana a mi familia desde hace años, le habla para contarle sus problemas. ¿Qué tienen que ver mi amigo y mi tía? Simple: ambos hablan con un nudo en el corazón causado por una persona que les ha tratado mal a pesar de la relación que han tenido. Justamente estoy dedicando esta entrada a mi amigo y a quienes la necesiten. Respecto a mi tía, cuando me contaba, la interrumpí y le dije tajantemente: «Perdóname, pero no me interesan los problemas de alguien que no es capaz de preocuparse por los nuestros». Insisto en algo que ya dije: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. Amor con amor, indiferencia con indiferencia. Y no, no es pecado ni nada de eso, es abrazar nuestra dignidad.

Nombrar es liberar

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: «El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio». Pero no sólo el suicidio literal: también el emocional. Cuántas veces nos matamos en pequeñas dosis, aceptando dinámicas que nos desgastan, que nos hacen sentir indignos de algo mejor. Pero la existencia nos exige rebelarnos ante eso, elegir lo que nos nutre, lo que nos dignifica. No podemos ir por la vida callando el dolor que nos provocan los tratos de personas que al primer reclamo se escudan y nos atacan de poco empáticos, de que no los entendemos, de que no sabemos lo que ellos viven. Pregunta: ¿no es curioso cómo reflejan sus carencias en los demás? Claro, porque es muy fácil exigir en vez de dar. Y eso ya estuvo bien. Hay gente fantástica en este mundo, ¿por qué empeñarnos a estar con personas que sólo ofrecen malestar? ¿Pobres? ¿Y nosotros no o cómo funciona esto? Todos tenemos que ser responsables de nuestras vidas, y no cargarle el peso de nuestra frustración al otro, por muy amable que sea. No confundamos amabilidad con pendejismo.

Quien nos ama, nos trata con dignidad. Quien nos valora, nos respeta. Quien nos quiere en su vida, hace el esfuerzo de mantenerse en ella sin chantajes. Si no es así, entonces no lo llamemos amor, porque no lo es. Como decía Erich Fromm en El arte de amar (1956): «El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo'». Y el amor maduro no somete, no mendiga, no manipula: libera. Es en verdad momento de forzar el lenguaje, de pretender que las cosas pasarán sin el mínimo esfuerzo, de hablar sobre cosas inexistentes. Se puede amar y ayudar, pero cuando eso no se valora, se puede seguir amando pero ya no estando. No hay cosa más importante que la dignidad de cada uno de nosotros. Recordemos a San Juan Pablo II: «No hay amor verdadero sin respeto por la dignidad de la persona. Quien ama de verdad no puede humillar, manipular o someter a la persona amada» (Familiaris Consortio, 1981). No atentemos contra e lenguaje y usémoslo adecuadamente.

Y sí, estoy en verdad molesto… ¿para qué decir que no?

Tú: lo que más te espera

«Si nunca pensamos en el futuro, nunca lo tendremos».

-John Galsworthy

Queridos(as) lectores(as):

Estamos a 2 días de acabar este 2024; para muchos es una bendición, para otros una desgracia, para otros les da lo mismo y hay otros que solamente aplican la de «venga lo que venga, y como venga». Recién tuve una charla con un vecino y me comentaba algo que me pareció interesante: «El problema del mañana, es que le tenemos miedo». Miedo, nada más antiguo como el ser humano mismo, algo tan natural y a la vez tan misterioso. Es decir, una cosa es tener miedo y otra cosa es angustiarse. Kierkegaard hacía la distinción para tenerlo más claro: el miedo es aquello que enfrentamos en el momento, por ejemplo un perro que nos asusta, la altura, una película de terror, etc. La angustia, en cambio, se plantea más ante lo que no podemos ver, lo que no podemos imaginar, y muchas veces la angustia es la que justamente nos quita hasta el deseo de hacer algo al respecto. Esa expresión de que el miedo nos paraliza, me parece que lingüísticamente es incorrecta, más bien, la angustia nos aterra. No hay peor demonios que los que imaginamos.

Ahora el primero de enero, curiosamente, lo comenzaré yendo al cine a ver la película de Nosferatu (2024) de Robert Eggers, misma que es el remake (por así decirlo) de la legendaria película de culto, Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Una sinfonía de horror, 1922) de Friedrich Wilhelm Murnau. Iniciar el año con terror me parece sensacional. Para los amantes del género, sobre todo para los que lo escribimos, resulta una experiencia enriquecedora porque, de cierta manera, «te prepara para lo que puede venir». En fin, no me hagan tanto caso en esto último, pues este encuentro no va de la mano con ello. Al contrario, en los recientes días he estado trabajando con unos textos y con una recomendación fílmica que el buen Martín me hizo. Así que hagamos un previo: ¿exactamente a qué le vamos a apostar este 2025?

¿La vida que vale la pena vivir?

En encuentros anteriores, y mis lectores que ya tienen tiempo de leerme, he comentado que desde que estudiaba Filosofía, mi interés se ha inclinado por el Existencialismo. En los últimos años, junto con el Psicoanálisis y el Personalismo, he ido abrazando al Absurdismo, y en realidad creo que he encontrado puentes muy valiosos que permiten, junto con algunas posturas religiosas y orientales, observar la vida con «ojos de novedad». Y lo agradezco profundamente. Este año, uno de los autores que más me acompañó en los momentos de reflexión fue Albert Camus, por quien siempre tendré expresiones agradables y agradecidas. Pero, les pregunto, amables lectores(as): ¿en qué punto de su vida se encuentran? En el siguiente subtítulo les compartiré algo de la película que les comenté al principio, pero vayan pensando en esta pregunta.

Ahora bien, ¿de qué nos sirve saber en qué punto nos encontramos? Precisamente de todo, pues es momento de darnos cuenta de que, sea el que sea, es meramente nuestro. En la película de Sonic 3, que recientemente fui a ver con mis amigos, en un momento, Tom (James Marsden) le dice a Sonic: «El dolor no logró cambiar tu corazón». Muchas veces, el dolor termina por modificar a las personas, por cambiarlas, por hacerlas pensar que «deben ser de otra manera para que ya no los lastimen». Y eso es curioso: para no sufrir, debo sufrir cambios. ¡Terrible! Lo verdaderamente excepcional de las hojas de los árboles al caer, es que aunque terminan por marchitarse, siguen siendo fantásticas en nuestra memoria. Las cosas se preservan, las cosas duran. En la película El señor Ibrahim y las flores del Corán (2003), dicho señor (Omar Shariff) da una enseñanza sobre el amor, que les parafraseo: «Todo aquello que damos por amor es lo que es realmente nuestro. Podrán hacer lo que quieran con ello, pero eso no cambiará lo hecho. Todo lo que guardemos, se perderá para siempre». La persistencia del ser asegura su permanencia.

Es muy común que personas increíbles, tales como ustedes, que hacen todo con el corazón, con cariño y atención, se ven «cruelmente decepcionadas» por los tratos que les dan, por las circunstancias tan malas que viven, y empiezan a buscar una vida que valga la pena vivir. Y empiezan a volverse auténticos desconocidos, hasta para ellos mismos. ¿En verdad eso VALE LA PENA? ¿Dejar de ser para ser algo que menos queda claro qué coño es? Una vida auténtica no se plantea si vale la pena o no, sólo se vive con la disposición de vivir, sea lo que sea, sea lo que venga.

Felicidad por la que hay que ir

Les comentaba que Martín me había recomendado una película, la cual es Hector and the Search for Happiness (Héctor y la búsqueda de la felicidad, 2014) dirigida por Peter Chelsom, que está basada en el libro homónimo de François Lelord (2002). La pueden ver en Amazon Prime (al menos en México), por si les interesa. Aunque voy a atreverme, por primera vez, a compartirles puntos que Héctor (Simon Pegg), un psiquiatra inglés, irá descubriendo a lo largo de la película. Pero no se angustien, que el hecho que lo haga no les arruina la historia. Así que aquí les van:

  1. Hacer comparaciones puede arruinar tu felicidad.
  2. Mucha gente piensa que la felicidad significa ser rico o ser más importante.
  3. Mucha gente sólo ve su felicidad en el futuro.
  4. La felicidad puede ser la libertad de amar a más de alguien a la vez.
  5. A veces, la felicidad depende de no conocer toda la historia (o asunto).
  6. Evitar la infelicidad no es el camino de la felicidad.
  7. En algún lugar hay alguien que te ama. ¿Esta persona qué saca principalmente de ti? ¿Lo mejor o lo peor?
  8. La felicidad es responder a tu vocación.
  9. La felicidad es ser amado por quien eres.
  10. La felicidad: guiso de patatas dulces. ¡Guiso de patatas dulces! (El platillo que más te gusta)
  11. El miedo es un impedimento a la felicidad.
  12. La felicidad es sentirse completamente vivo.
  13. La felicidad es saber cómo celebrar.
  14. Escuchar es amar.
  15. La nostalgia ya no es lo que solía ser.

Quizá les ayude a darse cuenta, en el punto en el que están, que nunca es demasiado tarde para ser felices. No debemos ocuparnos tanto de la búsqueda de la felicidad, ¡sino en la felicidad de buscarla! Ya que, como dirá alguien en la película: «Todos tenemos la obligación de ser felices».

Les abrazo con el corazón, deseo que recuperen por ustedes mismos esa maravillosa sonrisa que tienen, esos sueños fantásticos, esos anhelos geniales, pero sobre todo, que se animen a ser esa persona INCREÍBLE que son. Que la tristeza y el dolor no logren cambiar nunca ese preciadísimo corazón que tienen. ¡Su amor y ternura también los necesitamos los demás!

¡Por un 2025 de autenticidad y felicidad!

Gracias por su compañía este año, ¡vamos por más!

¡Feliz Año Nuevo!

Héctor Chávez Pérez (¡Los escucho y acompaño!… No olviden su análisis)

El privilegio de estar rotos

«Si me dan a elegir entre la tristeza y la soledad, me quedo con la tristeza».

-William Faulkner

Queridos(as) lectores(as):

Sinceramente me han sorprendido con la respuesta que han tenido con el último encuentro (El vacío de una persona rota). Me han hecho llegar muchos comentarios y en verdad agradezco cada uno de ellos. Sin embargo, uno que otro de ustedes me hizo centrarme en lo que compartí de la serie Bojack Horseman: «Naciste roto, y ese es tu privilegio». Una sentencia en verdad dura y muy pesada. ¿Pero por qué? Evidentemente, muchos(as) de ustedes se identificaron con esa expresión y me manifestaron (muy hermosamente) algunos aspectos de sus vidas que los tienen «rotos». Así que, en respuesta a esto, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones.

¿Qué significa estar rotos? Bueno, no es algo tan difícil de explicar. Pero lo llamativo es que decimos que «estamos rotos» en vez de decir que «estamos heridos/lastimados/dolidos». El uso del lenguaje y de ciertas palabras no es algo en vano. Las analogías lingüísticas que solemos usar son en verdad fascinantes dadas las referencias que tenemos sobre ellas. Decir que algo está roto nos plantea dos opciones: se repara o se deshecha. Pero, pensando en lo personal, en lo que nos hace estar rotos, me parece que se vuelve una condena muy fatalista respecto a la vida misma. ¿Quién puede sonreír cuando está destrozado(a)?

De corazones

Siguiendo el consejo de John Ruskin, «da un poco de amor a un niño y ganarás un corazón», podemos tener en cuenta el hecho del tesoro de la infancia que se ve en constante peligro cuando se va creciendo y avanzando hacia la edad adulta. El corazón de los niños es una visión del futuro que les espera. Infancia es destino, es lo que entendemos en el psicoanálisis como lo determinante en la vida de los hombres. Hubo corazones que fueron cuidados, que fueron amados, que fueron tomados en cuenta y que dieron oportunidad, pasados los años, de quebrarse. Pero también hubo corazones descuidados, que fueron ignorados, que no se les tomó en cuenta, que sólo fueron puestos a disposición de la aparente crueldad del mundo. Sin embargo, ¿en verdad es un destino funesto del que no se puede escapar? Muy por el contrario de lo que sentencian algunos, el ser humano tiene la posibilidad siempre de probar cosas nuevas y abrirse en totalidad a descubrir lo mejor para sí mismo. Lo que no se tuvo, se puede tener; lo que no se fue, se puede ser. Abordamos la existencia desde el hecho de ser para estar siendo.

El corazón y el ser, pintura al óleo de Cristina Alejos

Un corazón que fue cuidado por alguien más y que ahora está roto, en ningún momento sentencia una realidad que se asemeje a la eternidad de su dolor y de su tristeza. El privilegio que se tiene de poder llorar, de poder dolerse, de poder sufrir, nos abre las puertas de par en par al descubrimiento mismo de la vida. ¿Quién cuando ve a alguien triste no siente el impulso de querer abrazarle y consolarle? Los adultos que sufren son niños que están llorando. La empatía nos permite situarnos en la posición del otro y nos obliga a callar nuestros prejuicios. Un corazón roto debe ser reparado, nunca despreciado. No olvidemos lo que León Tolstoi decía: «A un gran corazón ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa». La tristeza y el dolor son ocasiones de encuentro en el que la humanidad tiene la oportunidad de abrazar la vulnerabilidad y descubrir que nada nos diferencia tanto como normalmente creemos.

El desencuentro conmigo mismo(a)

Sin embargo, no hay que perder de vista algo importante: de nada ni de nadie depende nuestra vida más que de nosotros mismos. La vida del ser humano es tan caótica que es fácil perderse en ideas que nos alejan, que nos hacen sentir solos y que nos provocan miedo de cualquier tipo de encuentros. ¿Cómo puedo esperar que alguien me ayude si esa persona también tiene sus propios problemas? ¿Cómo voy a ayudar a esa persona que sólo ha sido «mala» y que no merece ninguna consideración? Razonamientos así nos impulsan hacia un individualismo salvaje que termina por desmoronar todo tipo de noción de ayuda que podemos plantearnos como sociedad. Muchas veces, el doctor no puede ir al enfermo o el enfermo no puede asistir con el médico, por ello es que hay que entender y ver qué se puede hacer al respecto. A veces por miedo, a veces por duda, pero lo cierto es que no podemos estar esperando que alguien «se apiade» de nosotros si nos somos capaces de pedir ayuda.

Por eso es que hay que considerar el hecho de que en el colapso de nuestro ser en aquellos momentos de desolación, lo que solemos hacer (de manera inconsciente) es abandonarnos. Dejamos de comer, dejamos de apreciar el canto de las aves, todo es oscuro y la luz no tiene ni un lugar donde sea capaz de brillar. La depresión posibilita una idea incisiva y dañina de la falta de esperanza en nuestra vida. Y no, no es así. Pero también hay que ver que ese abandono es una oportunidad de volver hacia nosotros mismos. No es nada fácil, pero tenemos que encontrar fuerzas en cualquier lado para levantarnos y empezar, poco a poco, a retomar la vida, ya que ésta no se acaba por un tropezón. Bien dicen por ahí que «la mejor venganza contra nuestros enemigos es seguir viviendo». Por eso es importante la idea del perdón, pero un perdón personal que nos permita quitarnos las cadenas de aquello que nos mantiene cautivos en los aparentes resultados de nuestras anteriores decisiones. Perdonar(se) es un ejercicio de humildad y una oportunidad de enmendar y seguir adelante.

Saber estar rotos

Una cosa que quizá no habíamos podido contemplar respecto al uso de las palabras para expresar nuestro sentir, es que en este caso al decir que estamos rotos, se abre al mismo tiempo una ilusión de poder «ser reparados». ¿Alguna vez les ha pasado que entienden mejor cómo funciona algo cuando se rompe? Es decir, pienso en aquel juguete de la infancia que por un descuido se terminó rompiendo. Al ver lo que hay dentro del juguete, en cierto modo es fascinante descubrir cómo funciona. Eso mismo pasa con un corazón. Qué fácil nos resulta decir que estamos felices o que estamos tristes, pero qué difícil es explicar el porqué. Y no nos vayamos por la fácil de «es que no puedo explicarlo», porque queda demostrado lo que estoy abordando. Ni nos vayamos por la evasiva retórica al estilo de uno de los amigos de Antonio en El mercader de Venecia (William Shakespeare) cuando le dice a éste (parafraseando): «Estás triste porque no estás contento». La repetición es un fenómeno psíquico bastante común en el ser humano. En la clínica vemos cómo los pacientes no recuerdan, sino que repiten actuando algo en específico. Algo inconcluso, algo no trabajado, termina por repetirse una y otra vez a lo largo de nuestras vidas.

Pienso en N, quien una vez me decía que siempre que hablaba con él, le era imposible no sentirse profundamente triste. ¿Te da tristeza hablar conmigo? -le pregunté. A lo que me contestó: No, pero hay algo en tu voz que me hace recordar a mi abuelo, y pues ya que murió ya no puedo hablar con él. Indagando en esa valiosa información que me dio, pudimos caer en cuenta que el tono de mi voz era muy similar al de su abuelo, y con otras cosas que no puedo compartir aquí, N se sentí muy cercano y a su vez lejano a él al hablar conmigo. Una vez aclarado eso, la tristeza se volvió alegría. Por eso es que hay que entender que estar rotos es un privilegio porque nos permite indagar en nosotros mismos y ver de qué manera podemos «repararnos», qué cosas podemos cambiar, qué cosas podemos incluso eliminar. Saber estar rotos es saber darnos una pausa para estar con nosotros mismos. Y, tal como sostenía Blaise Pascal, «el corazón tiene razones que la razón no conoce». Hay que hacer(nos) preguntas para poder dar con las emociones más profundas y dejarlas fluir con los sentimientos más claros.

Un día como cualquier otro

«El cuerpo sufre por los excesos, también el ánimo abatido»

-Horacio

Queridos(as) lectores(as):

¡Vaya que ha sido una semana de escribir y escribir! Y me alegra mucho, sobre todo porque han sido temas que favorecen nuestros encuentros en medida de hacer más consciencia sobre la salud mental. Ahora bien, como sabemos, cada 13 de enero se conmemora el Día mundial de la lucha contra la depresión. Es importante que existan estos días, por supuesto que sí, sin embargo, no es que nada más nos acordemos de eso un día y los demás tengamos casto silencio. Es momento de hacer eco en los corazones una vez más.

La depresión no es un padecimiento nuevo. En la antigüedad se le equiparaba con la melancolía, la nostalgia, en casos extremos con la desolación (que no es lo mismo) y de manera más simplona con la tristeza. El estado de depresión por el que atraviesan un gran número de personas en el mundo se debe a muchas razones, en algunos casos a cuestiones neuronales (como una falla de neurotransmisores), en otros casos por los sentimientos de impotencia y frustración ocasionados por la sociedad tan exigente en la que vivimos, algunos por cosas familiares, etc. Vamos, hay muchos motivos, pero parece que el malestar nunca desaparece.

Un día a la vez

Hay un error vital en creer que la vida es por sí misma justa. No existe tal lógica. «Es que si hago las cosas de tal modo así me irá», por supuesto que no es una ley ni tiene por qué cumplirse. Justo es uno de los inicios de este problema. La expectativa, el exceso de pensamiento optimista que abusa de ignorar la realidad, genera en el ser humano una falsa idea de bienestar que al no cumplirse se torna en un escandaloso y lamentable infierno. Cada ser humano tiene la capacidad de ser feliz, pero no hay que pensar que se obtiene del mismo modo y haciendo las mismas cosas. Uno puede ser feliz si se saca la lotería (¡quién no!), otros pueden ser felices por estar con sus seres queridos, algunos son felices porque ya acabó el trabajo duro de la semana y otros tantos son felices con quitarse los zapatos al llegar a casa. Son tantas las comparaciones que tenemos entre nosotros que no aprendemos a abrazar nuestra propia individualidad.

En el panorama social existe una suerte de idea de cumplir con lo que se espera de nosotros. Tenemos que ser exitosos en todo, ser los mejores sin competencia, ser siempre el objeto de atención, el centro de todas las miradas. ¿Por qué? Claramente existe una virtud que es la magnanimidad, que nos impulsa a ser mejores en nuestra vida, pero esa virtud en ningún momento debe convertirse en un vicio o en una adicción. En la reciente película de Guillermo del Toro, Pinocho (2022), hay un pequeño diálogo entre el grillo y la hada: «Haré lo que pueda hacer»-dice el pequeño ser, a lo que el hada le contesta «Y es lo mejor que puedes hacer». ¿Qué necesidad de sobre exigirnos? Se hace lo que se puede con lo que se tenga, poco a poco. Es un proceso. Hay que entender que cada quien tiene sus modos y maneras, pero sobre todo (y eso se lo repito mucho a mis pacientes), su ritmo y su tiempo. Hay cosas que nos corresponden, otras que no. «Si no tienes comezón, no te rasques».

Hacer ruido, hacer presencia

Muchas veces pensamos que nuestros problemas son nada en comparación con otros. Y sí, puede ser que sí sea. No sé, pienso en que no puedo comparar el hecho de que se ponchó una llanta de mi camioneta con la enfermedad terminal de alguna persona en alguna parte del mundo. Pero, a pesar de eso, es un problema y es muy nuestro. El minimizar nuestros problemas es minimizarnos al mismo tiempo. Hay veces en las que podemos darle solución y otras en las que necesitamos a los demás. El dejarnos ayudar por otros, sobre todo cuando ellos son los que se ofrecen a hacerlo, nos hace ser agradecidos desde la más pura humildad. No tenemos que poder con todo ni contra todos. Y así es como se paga el favor, quizá no directamente a quien nos ayudó, pero si tenemos la oportunidad de ayudar a alguien más, ¿por qué no hacerlo? En este mundo de egoísmos, también hay personas amables y lindas que a pesar de los malos tiempos, encuentran el modo de ayudar.

Hay días en los que «no sabemos» por qué estamos tan tristes, sin ganas, y pensamos que la mejor acción que podemos realizar es alejarnos y estar en soledad. Puede ser que para algunos les sirva, pero en realidad no es bueno, porque justamente es irse o encerrarse con los pensamientos negativos que nos consumen poco a poco de una forma muy dolorosa. Siempre habrá alguien que esté dispuesto a escucharnos, pero sobre todo, a acompañarnos. Pero eso sí, hay que entender que cuando nos toca ser quien es buscado por esa persona que nos necesita, lo mejor que podemos hacer es precisamente acompañarle, no opinar, no decir ni tratar de llenarle con optimismo que no sirve en ese momento: escuchar, consolar, abrazar, acariciar, ir a caminar, secar lágrimas… estemos para el otro. Ya habrá algún momento para algo más.

Unas palabras para ti:

Puede ser que estés pasando por un momento difícil y triste. No me imagino qué te tiene así. Pero te digo con toda mi alma y con un corazón sincero: NO ESTÁS SOLO(A). Hace años decidí abrir este espacio para compartir un poco de lo que he aprendido con mis estudios, pero sobre todo, con la vida. Sé lo que es una enfermedad que puede costar la vida, sé lo que es el dolor de perder a un ser querido, de quedarse sin padres, de perder trabajos, el dolor de la traición, de un rompimiento, de una separación. Por eso es que insisto en que la empatía es la respuesta en este mundo de amor. No calles por pena o miedo lo que sientes, siempre habrá alguien para ti. Busca la ayuda de un profesional. Quizá sea momento de un apoyo psicofarmacológico, mientras puedas llevar una terapia al mismo tiempo. Esos medicamentos tiene fecha de inicio y de terminación. Acércate a tus amigos, a tu familia… a veces encuentras incluso amor en donde menos esperabas. Pero sobre todo, tente amor y compasión. No tienes por qué sufrir de más, no te castigues tanto. Quítate los zapatos y los calcetines y camina sobre el pasto. Acuéstate, ve la forma de las nubes, escucha tu música favorita, haz ejercicio, camina, come lo que te gusta, ve una serie, conoce gente, lee un libro, acaricia a los perritos en la calle, haz sonreír a un niño… hay tantas cosas que puedes hacer que te sorprendería todo lo que puedes lograr. Pero, por favor, no dejes de ser tú mismo.

En este mundo de amor, también lo hay para ti.

Nos haces falta, te queremos con nosotros.

¡Resiste, que no estás solo(a)!

Héctor Chávez Pérez

P.d. A veces tenemos que perder para saber valorar. A veces perdemos algo, pero ganamos algo más. Es un balance. ¡Que pronto encuentres paz!

Chantaje emocional: el amar hasta doler

«El hombre poco claro no puede hacerse ilusiones; o se engaña a sí mismo o trata de engañar a los demás»

-Stendhal (Henri Beyle)

Queridos(as) lectores(as):

Primero, antes que nada, quiero agradecer a quienes participaron en la dinámica sobre el tema a tratar en este encuentro que puse en mi cuenta de Instagram (@HCHP1). Pero, ¿por dónde empezar a tratar este problema? ¿Qué les parece que empecemos por reflexionar sobre el amor? Amor viene del indoeuropeo amma (voz que llama a la madre) y luego del latín amare (ofrecer caricias de madre). Cabe señalar que en esta etimología hay muchas ramas, pero no podemos hacer de este encuentro un clarificador total. Quiero que nos quedemos con esto que les he compartido. Lo importante es la presencia de la «madre» en ambos actos (llamar/ofrecer). Recordemos que el primer amor en nuestra vida es nuestra madre, así que podríamos entender que el amor a partir de ella es la búsqueda de lo «perdido». Es ofrecer, sí, pero también lo que se busca recibir.

Sin embargo, no podemos perder el piso cuando vemos que en el amor hay abusos particulares y subjetivos, donde se proyectan los miedos e inseguridades, no hablemos de odios, desprecios, dolores y, por qué no, faltas. Por eso es que es posible hablar de «el dolor de amar», pero no lo confundamos con «amar hasta doler». Si nos enfocamos en el amor, es necesario que podamos identificar los tipos que pueden existir, y para ello, creo que es importante aterrizar en un diálogo platónico, en esta ocasión nos puede aportar mucho el Banquete y, más adelante, tener con qué relacionarlo con el chantaje emocional.

Platón y el amor

Antes de hacer esta revisión, recordemos que para el filósofo griego, la primer aproximación al amor la encontramos en el Lisis, donde a grosso modo, se entiende que amor es «desear que la persona amada sea feliz, lo más posible». Pero esto se puede volver un verdadero problema inclusive hermenéutico (interpretativo). Es por eso que las reflexiones que encontramos en el Banquete nos pueden ayudar un poco más. Se desarrolla en la casa de Agatón, lugar en el que se hacen varios discursos para abordar el tema del amor. Vayamos viendo de qué tratan:

Fedro: Eros como divinidad más antigua. Eleva al hombre hacia grandes metas y lo aleja de cosas malas.

Pausanias: habla de dos Afroditas (Pandemos y Celestial). El primero se centra en lo material y que hace que el ser humano busque la realización de su fin sin preocuparse por el proceso. El segundo apuesta hacia el perfeccionamiento de lo moral, por lo que el ser humano da importancia a la Filosofía y a la educación física, así, se forja la sabiduría y el valor.

Erixímaco: Eros es doble, en sentido de que habla de armonía y ritmo. Lo identifica con la fuerza universal de la naturaleza.

Aristófanes: originalmente existían tres tipos de seres humanos, con órganos duplicados. Los machos, las hembras y los andróginos. En su arrogancia, conspiraron contra los dioses, siendo castigados por el todopoderoso Zeus, consciente de no poder eliminar a los humanos pues estos los adoraban, los parte en dos. Esto hace que «se busque a la otra mitad».

Agatón: Eros es poseedor de grandes virtudes (belleza, juventud, valor, sabiduría, etc.). Inspira y alienta toda poesía. Lo ve como un contrario de la maldad. Su hogar es el alma de los seres humanos.

Sócrates: Eros parte como una necesidad que se orienta hacia una meta, relacionándose con el deseo (exigencia). Es el anhelo perpetuo de lo bello y de todo aquello que sea bueno. Es un puente. Eros es un daimón (digamos, espíritu) que comunica lo divino a lo humano. El amor es rico (Poros) y pobre al mismo tiempo (Penia). Es creador de belleza, tanto en el cuerpo como en el alma.

El amor como arma

Una vez visto lo anterior, vamos a centrarnos en el chantaje. Primero, hay que buscar siempre tener claridad en nuestra falta, de ese modo no tenemos nada que ocultar. Pero no sólo eso, sino que con ello tendremos seguridad de no estar ofreciendo a un otro malicioso la herramienta, o el arma, que pueda usar contra nosotros aprovechándose de cualquier oportunidad que logre captar. Chantaje viene del francés chantage. En un sentido plenamente argótico, la expresión faire chanter (chantajear) habla de «torturar al reo para que confiese sus faltas». Ahora, ¿qué nos dice el Diccionario de la Real Lengua Española sobre el chantaje? Esto: «presión que mediante amenazas, se ejerce sobre alguien para obligarle a obrar en determinado sentido». ¿Ven cómo tiene sentido pensar en la falta que tenemos? Al abrirnos al otro, a quien «amamos» y que parece que «nos ama», le exponemos nuestra falta. De ahí que se vuelva una herramienta, un arma que puede ser usada en nuestra contra.

El acto violento es en sí una confesión de la carencia de amor en la vida del agresor. Así, el chantaje es el uso de cualquier medio para ejercer control o poder en alguien, justificándolo con una causa o intención amorosa. Es hacer uso de la falta descubierta para lograr un fin sin considerar el proceso (Pausanias, Pandemos). «Es que lo hago porque te quiero, porque me importas, no hay nada ni nadie más que tú para mí», esto nos hace pensar en Fedro. Pero no hay ni armonía ni ritmo, porque sólo hay un beneficiado (anti-Erixímaco). «Si no te parece, me voy, a ver si encuentras a alguien que te ame o que le importes tanto como a mí» (anti-Aristófanes, «tu otra mitad soy yo, no estarás nunca completo(a) sin mí»). «A ver quién te quiere con tantos defectos que tienes, ya verás que sólo yo te acepté y amé así como eres» (anti-Agatón).

Vivir sin chantaje

Si abrazamos lo expuesto por Sócrates y que a su vez lo expuso Platón en el Lisis, que grosso modo el amor apuntala siempre hacia lo mejor, hacia lo bello y hacia lo bueno, ¿por qué quedarse con quienes denigran, tratan mal, humillan y violentan con el discurso degenerado de «lo hago porque te amo»? El amor, una vez más, puede doler por todo lo que implica, pero no se puede apostar nunca por un «amar hasta doler». De este modo, el verdadero amor apuesta siempre por la dignidad del «bien amado», en el estricto sentido de que jamás se hará algo que pueda lastimar, dañar, perjudicar o joder al ser amado.

Por ello es que hay que amarse a uno mismo primero, saber establecer límites. Quizá con ello, tal como vimos en un encuentro anterior (Edificando muros) se «pierda» a muchas personas en el proceso, se terminen alejando y demás, pero es algo necesario en la búsqueda de un amor digno, de un saberse dar el lugar justo y generar el respeto obligatorio hacia nuestra persona.

El amor siempre llama al amor, no tengamos miedo en seguir esperando.