El peso invisible de quienes sostienen

“Obrar responsablemente significa, en primer lugar, asumir que nuestras acciones nos comprometen más allá del instante y que, una vez realizadas, ya no podemos retirarnos de sus consecuencias”
—Hans Jonas

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que no pueden darse el lujo de quebrarse. No porque sean más fuertes que los demás, sino porque si caen, algo más cae con ellos. No es heroísmo ni vocación de sacrificio; muchas veces es simple realidad. Alguien tiene que sostener, y ese alguien suele hacerlo sin aplausos, sin relato y sin permiso para detenerse. Vivimos en una época que dice valorar la vulnerabilidad, pero sólo cierta vulnerabilidad: la que se puede narrar, mostrar, estetizar. Hay fragilidades que no caben en ese marco, porque exhibirlas tendría consecuencias. La fragilidad del que decide, del que cuida, del que responde por otros no se celebra; se exige que sea administrada en silencio.

Por eso me resulta tan potente que el manga/anime Record of Ragnarok haya puesto en escena figuras como el dios Hades y al emperador Qin Shi Huang. No como símbolos de fuerza ruidosa, sino como personajes atravesados por una carga interior constante. No luchan únicamente contra un adversario externo, sino contra el peso íntimo de sostener un lugar que no admite descanso. Hoy quiero pensar contigo —sin prisa, como frente a un café— qué sucede por dentro de quienes sostienen sin poder correrse. No para glorificar el sufrimiento, sino para nombrar una experiencia humana que suele quedar fuera del discurso contemporáneo.

Hades y la dignidad de responder

Hades no gobierna desde el espectáculo ni desde el reconocimiento. Su poder no se apoya en el carisma, sino en la estabilidad. Es el dios que mantiene el orden sin ser visto, el que sostiene para que otros puedan habitar. Y eso lo vuelve una figura incómoda en una cultura que asocia valor con visibilidad. En Record of Ragnarok, Hades no combate para demostrar superioridad ni para ganar afecto. Combate porque entiende que su lugar implica responder. No hay queja ni dramatización; hay aceptación de una tarea que no eligió del todo, pero que asume como propia.

Aquí resulta iluminador el pensamiento de Paul Ricoeur, cuando reflexiona sobre la identidad ligada a la responsabilidad. Ricoeur escribe: “El sí mismo no se comprende a partir de una sustancia inmutable, sino a partir de la capacidad de responder de sus actos, de mantener una palabra y de sostener una promesa, incluso cuando hacerlo implica pérdida o renuncia” (Sí mismo como otro, 1990). Hades encarna precisamente esta forma de identidad: no la del que brilla, sino la del que responde. En un mundo que mide el valor por el impacto, su figura recuerda algo esencial: hay dignidades que sólo existen cuando alguien está dispuesto a cargar sin ser visto.

Qin Shi Huang: el cuerpo como lugar del costo

Si Hades sostiene desde el silencio, Qin Shi Huang sostiene desde el cuerpo. En Record of Ragnarok, su figura resulta perturbadora porque muestra con crudeza que el poder no es sólo una posición simbólica, sino una experiencia encarnada, dolorosa, que deja marca. Qin no puede tocar sin herirse. Cada contacto es sufrimiento. Su cuerpo se convierte en el lugar donde se inscribe el precio de gobernar. No puede delegar ese dolor, ni anestesiarlo sin perder aquello que lo define. El poder, en su caso, no es distancia: es exposición.

Hans Jonas, filósofo alemán, pensó con mucha seriedad esta dimensión del poder y la responsabilidad. En El principio de responsabilidad (1979) advierte: “Quien actúa asume una carga que no puede disolverse en la colectividad ni repartirse sin más; la responsabilidad recae de manera asimétrica sobre quien decide, y esa carga es inseparable de la acción misma”. Qin no es admirable por ser invulnerable, sino porque no huye del costo que implica su lugar. En una época que promete poder sin consecuencias, su figura incomoda porque recuerda una verdad incómoda: toda autoridad real se paga, y muchas veces se paga en soledad.

“El mayor peso no es el que se ve, sino el que no encuentra palabras».
—Maurice Blanchot

El poder que aísla

El cine ha sabido mostrar con gran honestidad esta soledad. En El Padrino II (1990), Michael Corleone descubre que cuanto más asciende, más se estrecha su mundo. El poder no lo libera; lo encierra. No hay descanso posible, ni diálogo genuino, ni regreso a la inocencia. La música también ha sabido nombrar esta experiencia sin edulcorarla. Leonard Cohen lo expresa con crudeza cuando canta: “There is a loneliness in this world so great that you can see it in the slow movement of the hands of a clock / Hay una soledad en este mundo tan grande que puedes verla en el movimiento lento de las manecillas del reloj» (Songs of Love and Hate, 1971). No es una soledad romántica, sino una soledad estructural, ligada a ciertos lugares que se habitan sin compañía.

Estas obras no glorifican el poder; lo desnundan. Muestran que decidir, gobernar o sostener no es un privilegio limpio, sino una experiencia ambigua, muchas veces amarga. Y por eso incomodan tanto a una cultura que quiere éxito sin herida. Hades, Qin, Michael Corleone o la voz cansada de Cohen dicen lo mismo desde lenguajes distintos: hay posiciones que se asumen a costa de la propia intimidad. Y no siempre hay alguien que sostenga al que sostiene.

Los que sostienen en la vida cotidiana

Todo esto no ocurre sólo en mitos, animes o películas. Ocurre todos los días. En el padre o la madre que no puede quebrarse. En el cuidador que no tiene relevo. En quien toma decisiones difíciles sabiendo que no todos quedarán conformes. En quienes cargan sin permiso para caer. José Ortega y Gasset lo dijo con una claridad que sigue vigente: “La vida no es algo que se nos da hecho, sino algo que hay que hacer; es tarea, problema y quehacer incesante” (Meditaciones del Quijote, 1914). Vivir no es simplemente experimentar, sino sostener una forma de estar en el mundo.

Nuestra época celebra al que se expresa, pero suele pasar por alto al que resiste. Al que sigue sin discurso, sin épica, sin relato heroico. Y, sin embargo, gran parte del mundo se mantiene en pie gracias a esas figuras silenciosas. Tal vez por eso estas historias nos tocan tanto. Porque, en algún punto, todos hemos sido —o somos— quienes sostienen sin permiso de quebrarse. Nombrarlo no es debilitarse; es reconocer la verdad de esa carga.

Reflexión final

Déjame dejarte con estas preguntas, sin cerrarlas:

  • ¿Qué cargas sostienes hoy que nadie ve?
  • ¿Qué precio estás pagando en silencio?
  • ¿Quién sostiene al que sostiene?

Pensar esto no nos hace frágiles. Nos vuelve más honestos.

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Gracias por quedarte.
Nos leemos.

Carta a quien llega cansado(a)

Querido lector, querida lectora:

No sé en qué momento exacto llegaste hasta aquí. Tal vez fue por curiosidad, tal vez por cansancio, tal vez porque algo en ti —que no siempre sabe explicarse— pidió silencio y palabras honestas al mismo tiempo. Sea como sea, quiero que sepas algo desde el inicio: no llegas tarde, ni llegas mal, ni llegas roto(a). Llegas humano(a). Es posible que estés cansado(a). Cansado(a) de intentar, de sostener, de explicar lo que te duele sin encontrar del todo las palabras. Cansado(a) de los silencios propios y ajenos. De la tristeza que no siempre se deja nombrar. De esa sensación de ir cumpliendo con todo mientras por dentro algo pide tregua. Si es así, no estás solo(a). De verdad: no lo estás.

La Historia —la verdadera, no la de los monumentos— está llena de hombres y mujeres cansados. No héroes incansables, sino personas que siguieron adelante aun cuando el alma pedía sentarse. Fiódor Dostoievski escribió Crimen y castigo acosado por deudas, epilepsia y una culpa que no era sólo literaria. En una carta confiesa: “He sido probado hasta el límite de mis fuerzas” (Cartas, 1867). Y sin embargo, siguió escribiendo, no para triunfar, sino para no mentirse. Marina Tsvietáieva, poeta rusa marcada por el exilio, el hambre y la pérdida, escribió algo que no tiene nada de grandilocuente y lo dice todo: “No hay nada más terrible que vivir sin fe en la vida” (Cuadernos, 1919). No hablaba de optimismo, sino de esa fe mínima que a veces sólo consiste en no rendirse hoy.

Estas Crónicas no nacieron para dar recetas ni para levantar consignas. Nacieron desde el mismo lugar desde donde ahora te escribo: desde la experiencia de saberse frágil, desde el intento sincero de comprender lo que duele sin convertirlo en espectáculo ni en consigna vacía. Aquí no se trata de “pensar positivo”, ni de negar el dolor, ni de apurarte a sanar. Aquí se trata de acompañar. Hay días —quizá hoy sea uno de ellos— en los que no se puede con todo. Y eso no te hace débil. Albert Camus, que sabía algo del absurdo y del cansancio, escribió: “El verdadero esfuerzo es el que se hace cada día para no ceder” (El mito de Sísifo, 1942). No hablaba de grandes gestas, sino de ese gesto silencioso de levantarse aun cuando no hay aplausos ni certezas.

Tal vez hoy no tengas fuerzas para grandes decisiones. Está bien. A veces resistir ya es una forma de valentía. Seguir leyendo cuando uno está cansado también lo es. Permanecer, aunque sea con dudas, aunque sea con miedo, aunque sea con el corazón en pausa, también cuenta. No todo coraje grita; hay un coraje silencioso que simplemente no se rinde. Pienso también en Abraham Lincoln, que atravesó fracasos políticos, pérdidas familiares profundas y una melancolía persistente. En medio de la guerra civil escribió: “Con frecuencia me he visto llevado al borde de la desesperación, pero no podía rendirme” (Carta a Joshua Speed, 1841). No porque fuera invulnerable, sino porque sabía que rendirse también tenía consecuencias.

“Hay un cansancio que no es del cuerpo, sino de la vida misma”
—Fernando Pessoa (Libro del desasosiego, 1982)

Quisiera decirte algo con claridad y sin dramatismos: no te rindas. No porque todo vaya a mejorar mágicamente, no porque el dolor tenga siempre una explicación justa, sino porque tú vales más que el cansancio que hoy te pesa. Porque incluso en medio de la tristeza hay algo en ti que sigue buscando sentido, verdad, descanso. Y eso ya es un gesto profundamente humano y digno. León Tolstói, en uno de sus momentos de crisis más severos, escribió: “Mientras hay vida, hay posibilidad de bien” (Confesión, 1882). No lo dijo desde la comodidad, sino desde el borde. Desde ese lugar donde uno no promete felicidad, pero se niega a cerrar del todo la puerta.Si continúas leyendo estas páginas, ojalá encuentres aquí un lugar donde puedas bajar la guardia. Un espacio donde pensar no sea una carga, donde sentir no sea un pecado, donde la inteligencia y la ternura puedan caminar juntas sin hacerse daño. Escribo para acompañarte un tramo del camino, no para decirte cómo vivirlo.

Gracias por quedarte. Gracias por leer. Gracias, incluso, por tu cansancio: habla de alguien que ha vivido, que ha amado, que ha intentado. Simone Weil, otra gran cansada lúcida, escribió: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (La gravedad y la gracia, 1947). Si has llegado hasta aquí, ya has ejercido esa atención contigo mismo(a).

Te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván. Y si lo deseas, a escribirme. A veces una palabra compartida no resuelve la vida, pero la vuelve un poco más habitable. No prometo respuestas fáciles, pero sí una compañía honesta.

Aquí seguimos.
Con el corazón abierto.

Atte.

Héctor Chávez

Capricho disfrazado de consenso

“La peor esclavitud es aquella que no se reconoce como tal”.
— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay una frase que repito con frecuencia a mis alumnos y que hoy quiero traer hasta aquí: “Cuando en una pareja los dos ‘piensan igual’, en realidad uno está pensando por los dos». Y es que vivimos un tiempo extraño, lleno de discursos que hablan de acuerdos, consensos y decisiones compartidas, pero que esconden una trampa silenciosa: la imposición de un deseo individual disfrazado de voluntad común. No hay que ir tan lejos para verlo; basta con observar cómo ciertas relaciones —de pareja, amistad, familia, trabajo o incluso comunidad— funcionan bajo el régimen invisible de una sola cabeza. Una que dicta, persuade, sugiere y acomoda, mientras la otra sostiene la ficción del “estamos de acuerdo”. En el fondo, muchas personas no buscan un diálogo, sino un espejo; no buscan a un otro, sino a alguien que valide sin interrogar. El amor, la lealtad o el simple deseo de evitar tensiones se convierten en terreno fértil para que el capricho se convierta en ley y para que el individualismo salvaje se disfrace de “armonía”.

Hoy quiero reflexionar sobre esa forma contemporánea de egoísmo que no grita, que no golpea la mesa, pero que organiza la vida emocional de quienes la rodean. Este encuentro no es una denuncia moral, sino una invitación a mirar de frente la dinámica del pseudo-consenso. A reconocer cuándo cedemos por miedo y cuándo pedimos que otros cedan en nuestro nombre. A observar con claridad ese lugar donde la diferencia muere, y con ella, la posibilidad de un amor adulto y una convivencia justa.

El capricho moderno: una forma refinada de dominio

Vivimos en una época donde el capricho se ha convertido en virtud. La cultura de la inmediatez, el derecho a la comodidad y la idea de que el mundo debe adaptarse a nuestros estados de ánimo han creado sujetos profundamente convencidos de que su deseo es prioridad absoluta. Lo grave es que muchos ni siquiera lo reconocen como capricho: lo viven como autenticidad, como coherencia consigo mismos. El psicoanalista Donald Winnicott escribió alguna vez que “el verdadero self sólo puede aparecer cuando no se exige al niño que se adapte prematuramente” (Realidad y juego, 1971). Paradójicamente, hoy muchos adultos buscan que todos a su alrededor se adapten a ellos, como si la vida debiera protegerles de la frustración. El capricho moderno no es un berrinche estruendoso; es más sofisticado. Se expresa en frases como “no me gusta”, “me siento incómodo”, “creo que eso no va conmigo” o “si tú me quisieras, entenderías”. Es una forma de gobierno emocional que opera desde la suavidad. No ordena: sugestiona. No exige: insinúa. No impone: emocionaliza la decisión hasta que el otro prefiere ceder. Y una vez cedido, el capricho queda legitimado como acuerdo mutuo.

El problema no es buscar lo que uno quiere. Eso es humano y razonable. El problema es cuando esa voluntad individual se convierte en brújula universal, cuando el deseo de uno se presenta como el bienestar de todos. Ahí surge la trampa más peligrosa: disfrazar la conveniencia personal de armonía colectiva. Como escribió Hannah Arendt, “la persuasión puede ser más tiránica que la fuerza cuando elimina la posibilidad de disentir” (Entre el pasado y el futuro, 1961). Quizá por eso, en las relaciones actuales, muchos dicen creer en el diálogo, pero en realidad esperan que el otro entienda —sin que haya que explicarlo— que “lo mejor” es hacer lo que ellos necesitan. Es el triunfo silencioso del individualismo salvaje: creer que la vida se sostiene mientras todo el mundo piense igual que yo.

El pseudo-consenso: una ilusión que empobrece la relación

¿Qué ocurre cuando alguien dice “estamos de acuerdo” pero no lo está? Lo que ocurre es una renuncia subjetiva, una especie de autocensura afectiva que busca evitar conflicto. El sujeto sacrifica su pensamiento para preservar la relación, olvidando que ninguna relación sana exige ese precio. Como señaló Martin Buber: “Toda vida verdadera es encuentro” (Yo y Tú, 1923). Un encuentro implica dos miradas, no una sola replicada en el otro. El pseudo-consenso opera como un mecanismo de defensa: la persona teme el desacuerdo, teme molestar, teme perder la paz. Entonces dice “sí” para no enfrentar la posibilidad de la diferencia. Pero ese “sí” no construye intimidad; la destruye. Porque la intimidad real se basa en la capacidad de exponerse, de disentir, de revelar el pensamiento propio sin miedo a romper algo. Cuando eso se pierde, la relación se convierte en un teatro donde uno actúa y el otro aplaude.

En psicoanálisis, este fenómeno se reconoce como una modalidad de sumisión afectiva: el sujeto renuncia a su criterio para no desatar la frustración del otro. No es obediencia, es mantenimiento de la ficción: “Si yo no digo nada, todo estará bien”. Pero nada está bien. Lo que se mantiene no es la relación, sino la ilusión de que no hay tensiones. Y esa ilusión, tarde o temprano, cobra un precio emocional altísimo. La ilusión del consenso no sólo afecta a las parejas. Lo vemos en grupos de trabajo donde todos “piensan igual”, aunque nadie se atreva a decir lo contrario. Lo vemos en familias donde una opinión domina y los demás se pliegan. Lo vemos en amistades donde una persona siempre decide. Desde fuera, parece armonía; desde dentro, es silencio. Y como advertía Simone Weil, “el consentimiento real sólo es posible cuando también existe la posibilidad de negarse” (Espera de Dios, 1942).

“La mayoría de la gente no es consciente de su necesidad de obedecer; simplemente siente que seguir a la mayoría es lo correcto”.
— Erich Fromm, El miedo a la libertad (1941)

La sugestión emocional: cuando el deseo del otro ocupa mi lugar

Hay personas que no necesitan imponer nada; basta con que expresen un malestar, una incomodidad o un gesto de desagrado para que quienes las rodean se reorganicen alrededor de su sentir. El otro deja de pensar desde sí mismo y comienza a pensar desde el estado emocional ajeno. Ese es el terreno fértil donde crece la sugestión. El deseo del otro se vuelve brújula de la propia conducta. Sigmund Freud describió este fenómeno como “identificación con el ideal del objeto”, donde el yo renuncia a su criterio para conservar el amor del otro (Psicología de las masas y análisis del yo, 1921). No estamos ante una manipulación consciente, sino ante un lazo afectivo donde el temor a defraudar supera el deseo de ser uno mismo. El sujeto comienza a anticipar lo que el otro quiere, a preverlo, a evitarle molestias, a alinearse sin que se lo pidan. Y así, poco a poco, deja de existir como sujeto diferenciado.

Este tipo de relaciones son, en apariencia, tranquilas. No hay discusiones, no hay peleas, no hay tensiones abiertas. Pero el costo es brutal: el silencio interior del que cede. Ese silencio se llena de cansancio, resentimiento y tristeza, porque la persona empieza a vivir la vida del otro, no la propia. Y nadie puede sostener eso sin quebrarse. El problema con la sugestión emocional es que parece amor. Parece empatía. Parece sensibilidad. Pero no lo es. El amor invita a la diferencia; la sugestión la asfixia. La empatía abre espacio; la sugestión lo reduce. La sensibilidad escucha; la sugestión espera obediencia. Si no se nombra esta dinámica, puede convertirse en una forma de dependencia que destruye lentamente la subjetividad.

La comodidad del que impone: un poder que rara vez se reconoce

En toda relación donde uno piensa por dos, hay alguien que obtiene un beneficio: comodidad. La comodidad de no esforzarse en dialogar, de no tolerar la diferencia, de no revisar sus deseos, de no negociar. Esa comodidad es profundamente humana, pero también profundamente peligrosa. Emmanuel Levinas advirtió que “el egoísmo es la pereza del corazón” (Totalidad e infinito, 1961). Es más fácil pedir, exigir o insinuar que escuchar, comprender y renunciar. El que impone no siempre sabe que lo hace. Muchas veces lo interpreta como sensibilidad: “yo sólo dije que me incomoda”, “yo sólo expresé lo que siento”, “yo sólo pedí que me entiendas”. Pero detrás de esas frases puede esconderse una expectativa invisible: que el mundo —o la relación— se acomode alrededor de su necesidad. La psicología contemporánea lo llama centrado en sí: la incapacidad de considerar que el otro existe con pensamientos, ritmos y deseos propios.

El egoísmo moderno no es agresivo; es narcisista. Está convencido de que su postura es la más razonable, la más lógica, la más humana. Por eso suele sorprenderse cuando alguien se atreve a disentir: “¿pero por qué te molesta?”, “¿por qué te lo tomas personal?”, “¿qué tiene de malo hacerlo así?”. La sorpresa revela el punto ciego: la creencia de que sus decisiones son neutrales, universales, incluso moralmente superiores. Cuando el egoísmo se disfraza de buena voluntad, la relación queda atrapada en un espejismo: parece que ambos están de acuerdo, pero en realidad sólo uno está cómodo. El otro está cansado.

Recuperar la diferencia: condición para amar de verdad

La diferencia no es amenaza: es vínculo. Pensar distinto no rompe nada; rompe más fingir que se piensa igual. Si queremos construir relaciones adultas, profundas y verdaderas, necesitamos recuperar el derecho a disentir. Como escribió Søren Kierkegaard, “la desesperación más profunda es perderse a sí mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Y muchas personas se pierden intentando sostener relaciones donde no hay espacio para la propia voz. Recuperar la diferencia implica reconocer que el otro no está obligado a coincidir conmigo. Implica entender que amar no es exigir, sino escuchar. Implica aceptar que el desacuerdo no es sinónimo de conflicto, sino de humanidad. En análisis, uno de los trabajos más significativos es ayudar al paciente a recuperar su propio criterio, su propio deseo, su propia palabra, después de años de ceder para sostener un pseudo-consenso emocional.

La diferencia es el espacio donde las dos subjetividades se encuentran sin perderse. Es el territorio donde se puede hablar, negociar, disentir, reconciliarse. Sin diferencia, sólo hay fusión; y la fusión, aunque parezca romántica, es una forma de anulación. El sujeto se convierte en sombra del otro, en eco, en asistente emocional. Ninguna relación puede florecer ahí. Por eso, quizá, la frase inicial es más profunda de lo que parece: cuando dos “piensan igual”, alguien está renunciando a sí mismo. La tarea no es romper esas relaciones, sino transformarlas. Hacer espacio para la voz que no se ha escuchado, para el desacuerdo que nunca se ha permitido, para la subjetividad que ha esperado demasiado tiempo en silencio.

Reflexión final

Queridos(as) lectores(as), todos hemos sido alguno de los dos: el que cede demasiado o el que, sin darse cuenta, pide demasiado. Todos hemos participado del engaño del pseudo-consenso. Todos hemos tenido miedo de hablar o hemos disfrutado de que el otro calle. La pregunta importante no es “¿quién tiene la razón?”, sino: ¿qué verdad no se está diciendo en mi relación? ¿Dónde he pensado por dos? ¿Dónde he permitido que otro piense por mí?
¿En qué lugar de mi vida he confundido capricho con amor, comodidad con armonía, silencio con paz?
La diferencia no rompe. Lo que rompe es la renuncia interior. Que podamos recuperar nuestra voz y, desde ella, construir vínculos donde pensar juntos no sea pensar igual, sino pensar de verdad.

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El dolor de la indiferencia

“Cuidar es ante todo un acto moral: implica reconocer al otro en su fragilidad».
— Arnoldo Kraus

Queridos(as) lectores(as):

En estos días he pensado mucho en lo que significa estar verdaderamente cerca de otro ser humano. No hablo de proximidad física, sino de esa presencia que sabe hacer silencio, mirar con atención y decir —aunque no se pronuncie—: no estás solo. La muerte reciente del médico y ensayista Arnoldo Kraus, tan comprometido con la ética del cuidado, me ha hecho ver con más claridad la gravedad del problema que vivimos: la cultura actual se está volviendo experta en evitar, distraerse, pasar de largo. Y, sin embargo, nunca ha habido tanta gente que necesite compañía. Este encuentro es un llamado urgente, pero también una invitación profunda a reconsiderar cómo estamos viviendo nuestra relación con quienes nos rodean.

La herida social que no queremos mirar

En la consulta, en la calle, en el metro, en redes sociales: la indiferencia se ha vuelto una sombra que nos sigue a todas partes. No es una maldad activa, sino algo más insidioso: la falta de atención, la incapacidad de darnos cuenta de que alguien cerca de nosotros está sosteniéndose apenas con las uñas. El filósofo francés, Emmanuel Levinas, escribió: “El rostro del otro me obliga” (Totalidad e infinito, 1961). Pero la cultura actual —rápida, ruidosa, autocentrada— parece haber perdido la capacidad de ver esos rostros. La apatía no es sólo un fenómeno psicológico, es también político, ético y cultural. Es el síntoma de sociedades que han reducido la vida al rendimiento personal. Donald Winnicott lo advirtió hace décadas cuando afirmaba: “La mayor necesidad del ser humano es ser hallado por alguien” (El proceso de maduración en el niño, 1965). Pero en un mundo obsesionado con el éxito y el entretenimiento, ¿quién tiene tiempo para encontrar a otro?

La falta de empatía puede ser devastadora. Cuando alguien carga con una enfermedad, un duelo, un agotamiento profundo o un miedo que no sabe nombrar, un simple gesto —un mensaje, una visita, una llamada— puede ser la diferencia entre sostenerse y quebrarse. Sin embargo, muchos se excusan pensando: “no quiero molestar”, “seguro tiene a alguien”, “no sé qué decir”. La verdad es que la mayoría del tiempo no hay nadie más. Arnoldo Kraus insistía en que el cuidado es un vínculo humano antes que una técnica. Escribió: “El enfermo necesita saber que alguien lo acompaña, incluso cuando no hay nada que hacer salvo estar ahí” (Morir antes de morir, 2013). Esa frase debería resonar como una alarma en una sociedad que huye del dolor ajeno como si fuera contagioso.

El individualismo que nos está volviendo ciegos

El individualismo contemporáneo no sólo promueve que pensemos en nosotros mismos primero; fomenta la ilusión de que no necesitamos a nadie. Ese ideal de autosuficiencia absoluta no sólo es falso: es profundamente real. El médico y filósofo Edgar Morin decía: “Somos individuos, pero también seres sociales y solidarios; olvidar cualquiera de estas dimensiones es mutilar al ser humano” (La vía, 2011). Hoy confundimos respeto con distancia, libertad con desconexión, privacidad con abandono. Decimos “cada quien su vida” sin notar que esa frase es, en muchos casos, la justificación elegante para no involucrarnos en el sufrimiento ajeno. La psicóloga Virginia Satir lo expresó con claridad: “Nos convertimos en personas gracias al contacto humano” (Conjoint Family Therapy, 1964). Alejarnos del otro no nos hace libres; nos hace más frágiles y más solos.

La apatía social también se alimenta de la angustia colectiva. Después de años de crisis económicas, sanitarias, políticas y emocionales, muchos sienten que no pueden cargar con nada más. Sin embargo, el cuidado no siempre es carga: a veces es alivio, porque nos recuerda que existimos en una trama de afectos que nos sostienen. Kraus escribía sobre los pacientes que más lo marcaron, y decía: “Me enseñaron que acompañar es un acto que también salva al que acompaña”. Y es verdad. Cuando extendemos la mano a alguien, una parte de nuestra propia vida se ordena, se ilumina, se reconcilia consigo misma.

“El mayor mal es la indiferencia hacia la vida humana«
— Albert Schweitzer (Reverence for Life, 1966)

Cuando el silencio del otro duele más que la enfermedad

Quien ha vivido una pérdida, una depresión, un diagnóstico difícil o simplemente un periodo largo de soledad, sabe lo que significa mirar el celular esperando un mensaje que nunca llega. A veces no se necesita dinero, soluciones ni discursos: sólo saber que alguien está ahí. Rainer Maria Rilke lo expresó con ternura y sencillez: “Amar también es estar cerca cuando lo lejos pesa demasiado” (Cartas a un joven poeta, 1929). La cultura de la productividad ha reemplazado los vínculos por funcionalidades. Es más fácil dar un “like” que dar tiempo; más cómodo mandar un emoji que sostener un silencio incómodo. Pero lo humano —lo verdaderamente humano— se juega en la presencia, no en la eficiencia.

Los cuidadores —médicos, enfermeros, psicólogos, psicoanalistas, acompañantes de duelo— lo saben bien. Muchas veces no pueden curar, pero sí pueden acompañar. Y eso basta. Winnicott afirmaba: “La salud psíquica se construye en la experiencia de que alguien nos sostiene cuando no podemos sostenernos solos”. Es quizás una de las verdades más olvidadas de nuestro tiempo. La indiferencia, en cambio, hiere. No sólo al que la recibe: también al que la practica. La incapacidad de acercarnos al dolor ajeno termina convirtiéndose en una incapacidad de acercarnos al nuestro.

Volver a mirar al otro: un deber humano y urgente

¿Cómo reparar esta fractura? No se trata de grandes gestos heroicos, sino de pequeñas decisiones diarias. Mirar. Preguntar. Tocar la puerta. Escribir. Llamar. Estar. Como escribió Albert Camus: “No camines detrás de mí; puede que no te guíe. No camines delante de mí; puede que no te siga. Camina a mi lado y sé mi amigo” (Carnets, 1964). Caminar al lado: eso basta. El acompañamiento transforma porque reconoce la dignidad del otro. No importa cuán frágil, cuán cansado, cuán enfermo esté alguien: sigue siendo un mundo entero. Kraus lo repetía una y otra vez: “La dignidad del paciente es innegociable y comienza por tratarlo como un interlocutor, no como un estorbo” (Decir salud, 2011).

La empatía no es sólo sensibilidad; es responsabilidad. Es elegir conscientemente no dejar a nadie solo. Es entender que un gesto nuestro puede cambiar el curso de un día, o incluso de una vida. Y que si no lo hacemos nosotros, quizá nadie más lo hará. Estamos a tiempo de recuperar una cultura del cuidado. Pero sólo sucederá si dejamos de usar la excusa del “no me corresponde” para justificar nuestra ceguera emocional.

Reflexión final

Queridos lectores, alguien cerca de ustedes —un amigo, un vecino, un familiar, un compañero de trabajo— está pasándola mal sin decir una palabra. No esperen a que pida ayuda. Las personas más heridas suelen callar porque sienten que no quieren ser una carga. Que esta entrada sea una invitación clara: acérquense. Manden ese mensaje. Toquen esa puerta. Hagan esa llamada. Como decía Arnoldo Kraus: “Acompañar es un acto de humanidad que nunca está de más”. Y quizás —sólo quizás— ese gesto suyo será el primer rayo de luz en la noche de alguien.

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Gracias por estar aquí y por ser parte de esta comunidad que busca pensar, sentir y cuidar con mayor hondura.

Perder a personas buenas

“La bondad es la única inversión que nunca falla».
—Henry David Thoreau

Queridos(as) lectores(as):

Hay pérdidas que desordenan la vida entera, no por su violencia sino por su silencio. Perder a una persona buena no es como perder a cualquiera: es como si un lenguaje desapareciera del mundo, un modo de ser que sostenía cosas que uno nunca vio del todo. A las personas buenas solemos darlas por hecho. Asumimos que su paciencia es infinita, que su presencia es inquebrantable, que su comprensión es automática. Creemos —desde un lugar inconsciente, casi infantil— que siempre estarán ahí, sosteniendo lo que nosotros no queremos mirar. Y esta ilusión, tan cómoda como peligrosa, es la que nos prepara para un duelo especialmente cruel. En este encuentro les propongo pensar no en la pérdida en sí misma, sino en la dinámica que la antecede: esa mezcla de ceguera afectiva, egoísmo cotidiano, fantasmas inconscientes y roles que repetimos sin darnos cuenta. Parafraseando a Freud: “No somos dueños de nuestra propia casa”. Y cuando en esa casa interna vive la comodidad, el miedo o la dependencia, la bondad ajena puede volverse un recurso que se exprime, no un vínculo que se cuida.

La idea no es idealizar a nadie. Las personas buenas también tienen fallas, contradicciones, impulsos, sombras. Friedrich Nietzsche y Vincent Van Gogh —dos ejemplos que retomaremos— fueron tan sensibles como difíciles, tan nobles como irascibles. Pero la injusticia con la que se les trató en vida no desaparece por reconocer sus defectos. Si algo muestran sus historias es que la bondad, cuando se combina con la vulnerabilidad, queda a merced de quienes no saben verla. Hoy reflexiono sobre esto porque se ha vuelto un hábito peligroso en nuestra época: el de pensar que el otro tiene que soportarnos. Y cuando por fin la persona buena se rompe, quien queda atrás suele acomodarse en el papel más cómodo de todos: el de la víctima. De eso se trata este texto: de mirar con honestidad lo que perdemos y lo que repetimos.

La ilusión de que la bondad es inagotable

La mayoría de nosotros lleva en el inconsciente una idea muy infantil: que la persona que nos quiere es una fuente inagotable. Como señalaba Donald Winnicott: “Dar es fácil si uno ya ha recibido lo suficiente” (El niño, la familia y el mundo exterior, 1964). Pero esa fantasía de abundancia se convierte en un permiso silencioso para abusar, exigir, presionar o ignorar. Cuando alguien es bueno, paciente y dispuesto, nuestra mente se acomoda: baja la guardia, deja de esforzarse y empieza a dar por hecho lo que debería agradecerse con cuidado. Es normal que esto no se vea mientras ocurre. La rutina tiene la habilidad de volver invisible lo esencial. Uno piensa: “Ya mañana cuido esto”, “Ya le explicaré mejor”, “Puede esperar”, “No pasa nada, me conoce”. Esa postergación continua es precisamente lo que desgasta. Las personas buenas suelen avisar poco y soportar mucho; ahí está el riesgo. Entre más avisos callados dan, más creemos que no necesitan nada o que siempre podrán con todo.

Esta ilusión se alimenta de una premisa falsa: que la bondad equivale a fortaleza inquebrantable. Pero no es así. La bondad es una sensibilidad fina, una forma de escucha, una ética afectiva. No es un escudo. De hecho, a veces es todo lo contrario: un punto vulnerable expuesto. Como escribió Rainer Maria Rilke: “Ser amado es consumirse” (Cartas a un joven poeta, 1929). La persona buena se desgasta en silencio mientras sostiene más de lo que puede nombrar. Y cuando finalmente se cansa, cuando ya no puede más, el golpe suele sentirse injusto porque nadie vio venir lo que estaba desgastado desde hace años. Pero no estaba oculto: simplemente nos acostumbramos a no mirar. La bondad se volvió paisaje.

La tragedia de los incomprendidos

Friedrich Nietzsche no sólo sufrió la incomprensión de una época entera; también la de su propio círculo. Era un hombre profundamente sensible, torpe para expresarse emocionalmente y con una necesidad enorme de ser escuchado de verdad. En sus cartas se percibe un deseo casi infantil de compañía. Sin embargo, quienes lo rodeaban —incluida Lou Andreas-Salomé— interpretaron sus gestos como exageraciones, arrebatos o debilidades. Su bondad, esa docilidad íntima que escondía bajo su dureza escrita, quedó eclipsada por su carácter difícil. El resultado fue un aislamiento progresivo. Como él mismo advirtió: “Lo que se hace por amor siempre acontece más allá del bien y del mal” (Más allá del bien y del mal, 1886). Y aun así nadie supo comprenderlo. Vincent van Gogh vivió algo parecido. Su capacidad de amar era tan intensa que se volvía torpe, desbordada, casi dolorosa. Theo lo entendió mejor que nadie, pero el resto del mundo lo redujo a sus arrebatos y a su desesperación. La Historia parece olvidar que Van Gogh cocinaba para desconocidos, daba su comida a otros, regalaba dibujos a quien lo necesitaba, escribía cartas donde suplicaba cariño. Era un hombre bueno, pero cargado de una sensibilidad sin defensas. Como escribió en una de sus cartas: “No tengo otra cosa que mi trabajo, mi miseria y mi corazón” (Cartas a Theo, 1888).

Ambos —Nietzsche y Van Gogh— fueron figuras complejas, por momentos insoportables, sí. Pero también fueron hombres profundamente buenos a quienes se trató con una dureza desproporcionada. Su tragedia no fue sólo su enfermedad, sino la incapacidad de quienes los rodeaban para ver la fragilidad que intentaban ocultar. Cuando ellos se quebraron, los mismos que los criticaron se sorprendieron. Siempre pasa así con la gente buena: nadie imagina que pueden romperse hasta que ocurre. Estas vidas muestran que la bondad, sin cuidado, se convierte en blanco fácil: se malinterpreta, se exige sin reciprocidad, se explota. Y cuando el bueno se derrumba, el entorno culpa a la “inestabilidad”. Nunca a su propio descuido.

«Nunca pensé que te irías, porque siempre estabas ahí para mí»

Roles, fantasías y cegueras

El psicoanálisis tiene una respuesta clara frente a estas dinámicas: lo que no se elabora se actúa. Freud lo dijo con precisión: “El que no recuerda, repite” (Psicopatología de la vida cotidiana, 1901). Cuando una persona buena entra en nuestra vida, el inconsciente tiende a colocarla en el lugar del cuidador ideal, del sostén perfecto, de la figura que no falla. Ahí nacen los roles peligrosos: el que exige, el que se descuida, el que se vuelve dependiente, el que se cree con derecho. Estas fantasías no son conscientes. Uno no se levanta diciendo: “Hoy voy a usar a esa persona buena como objeto”. No. Ahí radica la crueldad sutil: la persona se convierte en soporte psicológico sin que nadie lo decida. Es el inconsciente compensando vacíos: heridas infantiles, abandonos previos, modelos relacionales torcidos. Se espera del otro lo que no se recibió antes; se exige lo que la propia Historia no pudo dar.

El problema es que la persona buena suele aceptar ese rol con naturalidad, casi sin darse cuenta. Quiere cuidar, quiere acompañar, quiere amar. Pero ese deseo también tiene un límite. Winnicott lo explicó al hablar de las madres suficientemente buenas: incluso el cuidado más profundo necesita reciprocidad. La ausencia de esa reciprocidad genera resentimiento, agotamiento y tristeza. Cuando la persona buena empieza a cansarse y a marcar límites, el otro suele reaccionar con sorpresa o con enojo. “¿Qué hice?”, “¿Por qué está distante?”, “Antes no era así”. Pero esa sorpresa es apenas evidencia de la ceguera: la bondad ajena se asumió como incondicional. Y nada lo es.

Cuando se van, no es por capricho

La salida de una persona buena no es una salida impulsiva. Es una salida acumulada. Detrás hay años de avisos silenciosos, de heridas pequeñas, de cargas no distribuidas. Como escribió Albert Camus: “El cansancio viene primero, luego la fatiga de tener que seguir siendo uno mismo ante los otros” (El hombre rebelde, 1951). Esa frase podría aplicarse a cualquier vínculo donde la bondad se ha convertido en sostén unilateral. Cuando una persona buena se va, rara vez lo hace con escándalo. Lo hace agotada, drenada, deshecha. Lo hace porque ya no tiene recursos afectivos para negociar ni para explicarse. Lo hace porque quedarse sería una forma de autoabandono. Y, sobre todo, lo hace porque entender que uno merece cuidado también es un acto de dignidad. Muchos creen que la salida de una persona así es injusta. “Se fue sin avisar”, “Se cansó de la nada”, “Yo también sufría”.

Es cierto que todos sufren. Pero hay una verdad incómoda: la persona buena, antes de irse, ya estaba rota desde hace tiempo. La ruptura visible es sólo el último capítulo de una historia que nadie quiso leer. Es doloroso entender esto porque nos obliga a mirarnos con radical honestidad. Reconocer que el otro aguantó demasiado revela algo sobre nuestras propias dinámicas: la falta de escucha, la comodidad, la exigencia solapada. Y aceptar esto es el inicio de un duelo real, no del duelo romántico donde uno se pinta como inocente. Cuando se pierde a una persona buena, no se pierde sólo un vínculo: se pierde un espejo. Uno que mostraba quiénes éramos realmente con ella.

El refugio más cómodo para quien no quiere cambiar

Lo más triste ocurre después: los que se quedan solos suelen contarse una historia donde ellos son las víctimas. Esa narrativa funciona como defensa. Melanie Klein escribió: “El dolor por el daño causado puede transformarse en persecución imaginaria” (Envidia y gratitud, 1957). Es decir: es más fácil sentir que el otro “nos abandonó” que aceptar que lo desgastamos. Esa versión del relato acomoda todo: “Yo di más”, “No valoró lo que tenía”, “Siempre fui yo quien sostuvo”, “No era tan buena como parecía”. Es un mecanismo clásico para evitar la culpa y preservar la autoimagen. Pero es una trampa porque no permite el crecimiento: quien se cree víctima no cambia nada.

Esa postura también borra la responsabilidad afectiva: elimina la necesidad de revisar los propios gestos, palabras, descuidos, silencios. La persona buena queda convertida en culpable por irse, por poner límites, por cansarse. Y eso es profundamente injusto. Además, esta victimización tiene un efecto devastador: perpetúa el ciclo. Quien no ve sus propios patrones tiende a repetirlos en relaciones futuras. Cambia la persona, pero el guión sigue intacto: exigencia, desgaste, sorpresa, abandono, victimización. La tragedia se repite porque no se piensa. Salir de esta postura requiere un acto de madurez: reconocer que la bondad es una responsabilidad compartida. Que ninguna persona buena está obligada a quedarse donde se siente usada. Y que, si se va, el deber es mirar hacia adentro, no culpar hacia afuera.

Reflexión final

Perder a una persona buena duele porque nos confronta con lo que pudimos hacer y no hicimos. Con lo que dimos por sentado. Con lo que asumimos como eterno. Pero también puede abrir una puerta: la del crecimiento auténtico. Cuidar mejor, escuchar mejor, agradecer mejor. Como escribió Simone Weil: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (A la espera de Dios, 1950). Tal vez de eso se trate: de aprender a mirar antes de perder. Querido lector, las preguntas finales son sencilla pero urgente: ¿A quién estás dando por sentado hoy? ¿Y qué podrías hacer mañana para que esa persona no se rompa en silencio?


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El miedo a necesitar: apego evitativo

“La capacidad de estar solo es una de las señales más importantes de madurez emocional»
— Donald W. Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que, aunque aman, se alejan cuando sienten que alguien empieza a acercarse demasiado. No lo hacen por desinterés ni por frialdad, sino por miedo. Miedo a ser vistos, miedo a que alguien cruce esa frontera que aprendieron a custodiar desde niños. En apariencia, son independientes y seguros; en el fondo, viven con una herida que dice: “si necesito, me abandonan».

El apego evitativo no nace del egoísmo, sino del intento de protegerse. Es la defensa psíquica de quien aprendió que depender era peligroso, que mostrar ternura era exponerse al rechazo. Y aunque anhelan cercanía, su cuerpo reacciona como si el amor fuera amenaza.

El origen del miedo

John Bowlby, psiquiatra y psicoanalista británico, explicó que el apego es un sistema emocional innato que busca garantizar la supervivencia a través del vínculo. Cuando las figuras parentales responden con indiferencia o frialdad, el niño aprende que expresar sus necesidades no tiene sentido. Así surge el apego evitativo: una aparente autosuficiencia que esconde una profunda desconfianza en el amor (Bowlby, “Attachment and Loss”, 1969). Mary Ainsworth, en su célebre experimento de la “situación extraña”, observó que los niños de apego evitativo no lloraban al separarse de sus madres, pero presentaban altos niveles de cortisol: fingían calma, pero estaban en alerta (Ainsworth et al., “Patterns of Attachment”, 1978). Desde entonces, asociaron la necesidad con el peligro.

El psicoanálisis amplió esta idea. Jacques Lacan escribió: “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Negar la necesidad del otro no nos hace libres, sino más solos. Es el niño que dejó de buscar el abrazo que nunca llegó, el adolescente que aprendió a no esperar, el adulto que dice “no necesito a nadie” cuando en realidad teme necesitar demasiado. En literatura, Oscar Wilde lo expresó con dramatismo en El retrato de Dorian Gray: un hombre que teme ser visto en su humanidad, que se esconde tras una imagen inalterable para evitar que alguien toque su verdad. La máscara protege, pero también aísla.

La coraza emocional

El adulto evitativo construye relaciones donde controla la distancia emocional. Ama, pero dosifica. Se muestra, pero no se entrega. Puede compartir risas, pensamientos y hasta proyectos, pero rara vez deja que alguien toque su vulnerabilidad. Prefiere la mente al cuerpo, la ironía a la confesión, la autosuficiencia al consuelo. Erich Fromm escribió: “El amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te necesito porque te amo» (El arte de amar, 1956). Para quien ha desarrollado apego evitativo, ambas frases resultan amenazantes: la primera implica dependencia; la segunda, entrega. Y ninguna parece segura.

En consulta, este patrón se traduce en frases como “me cuesta confiar”, “cuando me siento querido(a), me bloqueo”, o “me abruman las demostraciones de afecto”. Son defensas inconscientes frente a la posibilidad de perder el control. Su cuerpo se tensa ante el abrazo, su mente busca razones para huir. León Tolstói describió con precisión esta dinámica en Anna Karenina (1878): Vronsky ama, pero no soporta el peso de la intimidad. Se refugia en la acción, en el deber, en el movimiento. La cercanía le resulta insoportable porque lo obliga a verse a sí mismo. Así también el evitativo: huye no del otro, sino de la posibilidad de ser visto.

El enemigo más letal de quien padece apego evitativo es el no ponerlo en palabras. Sus acciones dan paso a malas interpretaciones del otro. Y el destino apunta a una dolorosa soledad.

Cuando amar se vuelve amenaza

El miedo a la intimidad suele confundirse con falta de interés, pero en realidad es un reflejo condicionado. Quien teme necesitar ha aprendido que el amor se pierde, y prefiere no arriesgar. Albert Camus lo dijo de forma bellísima: “El hombre teme ser devorado por lo que ama.” (El mito de Sísifo, 1942). Por eso, cuando alguien se acerca con ternura, el evitativo siente que pierde el aire. No soporta la dependencia emocional, pero tampoco la idea de ser rechazado. Entonces se distancia, cancela planes, calla, o se refugia en su trabajo. No sabe cómo quedarse, y en su huida confirma su miedo: “nadie permanece.”

Cuando el vínculo se da entre una persona de apego ansioso y otra evitativa, se genera una danza dolorosa: uno busca más, el otro se repliega. Uno teme el abandono, el otro teme la invasión. Son dos caras del mismo dolor: la dificultad de confiar. Amar implica libertad, pero también riesgo: el de ser amado sin garantías. El evitativo, sin embargo, no deja de amar. Ama a su modo: con prudencia, con miedo, con esperanza en secreto. En su silencio también hay ternura; sólo necesita tiempo para entender que el amor no destruye, sino que sostiene.

Sanar el desapego aprendido

Winnicott hablaba del “ambiente facilitador” como ese espacio en el que el sujeto puede ser sin miedo a ser herido (El proceso de maduración en el niño, 1965). En análisis, esa experiencia se vuelve posible: un vínculo donde la presencia del otro no exige ni invade, sino acompaña. Es el aprendizaje de que se puede estar cerca sin perderse. Sanar un apego evitativo no implica renunciar a la independencia, sino transformar la defensa en elección. Reaprender a quedarse. Sostener la mirada cuando el impulso es bajar los ojos. Decir “te necesito” sin sentir vergüenza. Reconocer que la vulnerabilidad no es un defecto, sino la condición del amor verdadero.

Un ejemplo lo encontramos en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë. Jane ama sin renunciar a su dignidad; se entrega, pero no se disuelve. Ha aprendido a confiar sin perder su libertad. Esa madurez emocional es lo que el evitativo anhela: poder estar con otro sin dejar de ser él mismo. El proceso es lento, pero posible. Requiere paciencia, humildad y vínculos sanos. Porque a veces el amor no cura de golpe: sólo se queda, y en ese quedarse, lentamente, sana.

Reflexión final

El apego evitativo es, en el fondo, una forma de decir: “No me dejes, pero no te acerques demasiado». Una contradicción que encierra el deseo más humano de todos: ser amado sin perderse. Pero sólo cuando uno se atreve a necesitar descubre que el amor no esclaviza, sino que libera. Rainer Maria Rilke escribió: “Amar es un alto empeño, pues exige que tú te formes también, que crezcas, que llegues a ser mundo para otro» (Cartas a un joven poeta, 1929). El amor no exige perfección, sino presencia. Y a veces, quedarse es el acto más valiente de todos.

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Frankenstein: de Mary Shelley a Guillermo del Toro

“Aprendí que la posesión del conocimiento no trae la felicidad al hombre que no puede controlar sus pasiones.”
Mary Shelley

Queridos(as) lectores(as):

Hay historias que no envejecen porque pertenecen a una herida que sigue abierta. Frankenstein es una de ellas. En el frío de una noche de 1816, una joven de apenas dieciocho años soñó con un hombre que desafiaba a los dioses al crear vida. No era un sueño científico, sino existencial: ¿qué sucede cuando lo que creamos nos mira a los ojos y nos pide amor? Mary Shelley no escribió sólo un relato gótico: escribió una confesión sobre el abandono, la pérdida y la soledad de quien busca sentido en un mundo que parece haber expulsado a Dios. Dos siglos después, Guillermo del Toro ha querido volver a mirar ese mito desde otro ángulo: el de quien ve belleza en lo roto, ternura en lo monstruoso, y humanidad en el espanto. Su versión de Frankenstein (2025) no es una adaptación fiel, sino un diálogo amoroso con la herida original.

En su mirada, la criatura ya no es sólo el resultado de una transgresión, sino una metáfora del alma que sufre por haber sido creada sin afecto, una víctima que encarna la pregunta más humana de todas: ¿por qué no me amaron? Entre la pluma de Shelley y la cámara de del Toro hay un puente: el que une el horror con la compasión. Ambos autores, desde su tiempo y su dolor, nos recuerdan que el verdadero monstruo no es quien provoca miedo, sino quien ha sido negado por el amor. Y en esa tensión, entre el creador y su criatura, late un espejo que nos refleja a todos. Lo que nos asusta no son los otros, sino las partes nuestras que preferimos no mirar.

La herida original de la creación

Mary Shelley subtituló su novela The Modern Prometheus (1818) para advertir que el deseo de crear, sin sabiduría, puede ser también un acto de soberbia. En la mitología griega, Prometeo robó el fuego a los dioses; Frankenstein robó el secreto de la vida. Ambos querían dar algo luminoso a la humanidad, pero en el camino olvidaron que la luz también quema. En su diario, Shelley escribió: “Soñé que veía al pálido estudiante de artes profanas arrodillado junto a la cosa que había ensamblado; veía abrirse sus ojos amarillos…” (Mary Shelley’s Journals, 1816). Esa imagen del ojo que se abre no es sólo una escena de terror: es la conciencia que despierta en quien juega a ser dios y termina descubriendo su propia pequeñez. En el plano psicoanalítico, Victor Frankenstein encarna al padre omnipotente que no soporta su vulnerabilidad. Quiere dominar la muerte, abolir la pérdida, ser creador sin asumir la fragilidad que toda vida implica. Pero el nacimiento de la criatura no es un acto divino: es un parto fallido. Freud habría visto en él la expresión del narcisismo herido: la imposibilidad de aceptar límites. Winnicott, en cambio, lo habría llamado “un fracaso en el sostén del ambiente”. Victor crea, pero no sostiene; engendra, pero no cuida. Lo que abandona no es sólo a la criatura, sino su propia capacidad de amar.

El monstruo, por su parte, es la representación viva de todo lo que el creador no puede reconocer en sí mismo. Es el rostro de lo reprimido, de lo que el yo expulsa para mantener la ilusión de pureza. “Soy maligno porque soy desgraciado”, dice la criatura. Su maldad no nace del deseo de hacer daño, sino del dolor de no ser visto. Y esa frase podría ser el emblema de toda existencia humana abandonada: no hay monstruos, hay heridas que gritan. Shelley, sin saberlo, anticipó una verdad psicoanalítica profunda: el rechazo funda la violencia, y la falta de ternura engendra horror. La criatura sólo quiere ser amada, pero su fealdad se lo impide. Así, el horror no está en su aspecto, sino en la mirada que no puede ver más allá de él. En esa paradoja —la del amor imposible—, Shelley escribió una tragedia que no ha dejado de repetirse: la de quienes crean sin cuidar y de quienes existen sin ser vistos.

El horror como espejo del alma

La obra de Shelley no habla del terror sobrenatural, sino del terror moral. “El aislamiento es una forma de castigo, pero también de conciencia”, escribió Harold Bloom en Mary Shelley’s Frankenstein (1987). Victor huye de su criatura, pero en realidad huye de sí mismo. La novela entera puede leerse como una persecución interior: el hombre que intenta escapar del espejo que lo acusa. El horror, entonces, no está afuera; vive dentro. Desde la filosofía, el subtítulo “El moderno Prometeo” puede leerse como una crítica al racionalismo que pretende emancipar al hombre sin redimirlo. El siglo XIX creyó que el conocimiento bastaba para salvarnos, pero Shelley intuyó que la razón sin ternura es estéril. Kierkegaard lo habría dicho con otra voz: “El mayor peligro del hombre no es perder la razón, sino perder su alma” (La enfermedad mortal, 1849). Victor crea un cuerpo, pero no un alma; inventa vida, pero sin amor. Por eso su criatura no vive: sufre.

En el plano psicoanalítico, Shelley retrata el drama del abandono primario. La criatura despierta a un mundo donde su creador la rechaza y su entorno la teme. Como todo sujeto herido, busca un reflejo que lo confirme, un Otro que le devuelva existencia. Cuando no lo encuentra, se convierte en su propio verdugo. “Hazme feliz y seré virtuoso”, le suplica a Victor; pero el padre simbólico no responde. En esa falta nace la tragedia: la bondad negada se vuelve furia. Así, el horror de Frankenstein no reside en la monstruosidad física, sino en el vacío relacional. Shelley nos recuerda que el mal no surge de la oscuridad, sino del abandono. Y que cada ser humano, si no es mirado con ternura, puede volverse criatura errante, incapaz de reconocerse. El horror, en última instancia, es el rostro de la soledad.

Imagen tomada de «Tomatazos», para la mera ilustración de esta entrada.

Guillermo del Toro: la belleza de lo roto

Guillermo del Toro creció viendo crucifijos con las heridas abiertas y santos cubiertos de sangre. “Fui educado entre imágenes donde el dolor era también belleza”, confesó en una entrevista con CBS News (2025). Esa mezcla de ternura y espanto atraviesa toda su filmografía: del fauno que guía a una niña en medio de la guerra al anfibio que enseña a amar a quien no encaja en el mundo. Su Frankenstein no es una excepción: es la culminación de su fe en que el horror puede ser redentor. “El monstruo —dice del Toro— no es la negación de la belleza, sino su otra cara” (El País, 2025). Su versión parte de la misma herida que Shelley, pero la mira con misericordia. Si en la novela la criatura es castigo, en la película es súplica. Si en Shelley hay culpa, en del Toro hay compasión. El director mexicano traslada el mito del laboratorio al alma: muestra que lo verdaderamente espantoso no es la deformidad del cuerpo, sino la falta de amor que lo rodea.

En su estética, la fealdad se convierte en poesía. Cada cicatriz es una forma de memoria, cada deformidad una historia. Del Toro ha dicho que su obra entera es una carta de amor “a los que se sienten monstruosos por dentro”. No se trata de negar el horror, sino de reconciliarse con él. Ahí radica su genialidad: en recordarnos que las heridas, si se contemplan con ternura, pueden volverse bellas. Desde la filosofía del arte, esta propuesta dialoga con lo sublime kantiano: lo que fascina y espanta a la vez. Lo terrible adquiere dignidad cuando lo comprendemos. La belleza de lo roto no consiste en embellecer la tragedia, sino en darle sentido. Del Toro, a diferencia de Shelley, no busca castigar al creador, sino sanar al creado. Su Frankenstein no destruye: reconcilia.

Filosofía y psicoanálisis del creador y la criatura

Shelley y del Toro convergen en una misma intuición: todo acto creativo es un intento de sanar. Victor Frankenstein crea porque no soporta la pérdida; del Toro filma porque quiere reparar lo que la vida hiere. Ambos parten de la falta, de ese hueco que nos empuja a inventar consuelo. “El arte —decía Nietzsche— nace de la herida que sangra lentamente” (El nacimiento de la tragedia, 1872). En ese sentido, el monstruo no es sino el rostro visible del dolor que insiste en ser escuchado. Desde el psicoanálisis, la criatura encarna lo que Freud llamó lo ominoso (Das Unheimliche, 1919): lo familiar vuelto extraño, lo que alguna vez amamos y ahora tememos. Cada vez que nos enfrentamos a lo que rechazamos en nosotros, algo de la criatura despierta. Lacan diría que es “lo real” que irrumpe: aquello que no puede simbolizarse y, sin embargo, nos mira desde la oscuridad. Shelley lo muestra con horror; del Toro, con ternura. Ambos nos invitan a la misma tarea: no huir de nuestra sombra.

Filosóficamente, el creador y la criatura son dos polos de la condición humana: el deseo de dominar y el anhelo de ser amado. Uno busca eternidad; el otro busca sentido. Cuando ambos se encuentran, se produce el milagro o la catástrofe. En Shelley, vence la catástrofe; en del Toro, la posibilidad del perdón. Ambos, sin embargo, confiesan que la belleza y el horror son inseparables. Lo que nos salva no es negar lo monstruoso, sino comprenderlo. Desde el diván, podríamos decir que Frankenstein es la metáfora perfecta de la transferencia: el amor que el paciente deposita en su analista, esperando que no lo abandone. Y quizá por eso el mito sigue vivo: porque todos, en algún momento, fuimos esa criatura que sólo pedía ser escuchada y no destruida.

Dos caras del mismo espejo

Mary Shelley escribió su novela como advertencia: “Cuida lo que creas”. Guillermo del Toro la convierte en una invitación: “Ama lo que temes”. En el fondo, ambas frases apuntan al mismo misterio: la responsabilidad de mirar lo que nace de nuestras manos y de nuestro corazón. En Shelley, el castigo llega por soberbia; en del Toro, la redención por compasión. El horror de la ciencia se vuelve belleza espiritual. Podría decirse que Shelley nos enfrenta al precio del conocimiento, mientras del Toro nos ofrece la ternura del reconocimiento. En la novela, el creador destruye al monstruo; en la película, el creador lo abraza. Una nos habla del castigo; la otra, de la reconciliación. Pero ambas nos recuerdan que la creación sin amor está condenada a devorarse a sí misma.

Desde una mirada contemporánea, la lectura de del Toro tiene un eco social: en tiempos de inteligencia artificial, manipulación genética y deshumanización digital, el nuevo Frankenstein somos nosotros. Creamos máquinas, algoritmos y vínculos efímeros sin hacernos cargo del alma que perdemos en el proceso. Shelley previó el peligro de la ciencia sin conciencia; del Toro nos pide añadirle arte, compasión y mirada. Al final, Frankenstein no trata de monstruos, sino de heridas que piden compañía. Shelley gritó desde el dolor; del Toro susurra desde la esperanza. La primera nos dice que el amor ausente destruye; el segundo, que el amor presente redime. Entre ambos, se dibuja el espejo donde aún nos miramos.

Reflexión final

Quizá lo más humano de Frankenstein no sea la criatura ni el creador, sino el vacío entre ambos: ese espacio donde alguien debería haber dicho “te veo” y no lo hizo. La novela de Shelley y la película de del Toro nos recuerdan, cada una a su manera, que la vida no se sostiene sólo con conocimiento, sino con ternura. Que no basta crear: hay que cuidar. Que no basta mirar: hay que comprender. Encontrar la belleza en el horror no significa justificar el mal, sino reconocer que incluso en lo más roto late la posibilidad del bien. Hay belleza en la cicatriz que cuenta una historia; hay luz en la lágrima que cae sin rencor.

Shelley escribió desde la muerte, del Toro filma desde la compasión. Entre ambos, se abre un camino que todos debemos recorrer: el de reconciliarnos con lo que tememos, con lo que fuimos, con lo que todavía no amamos. Porque el verdadero horror no está en el monstruo… sino en los ojos que no saben verlo con amor.


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Gracias por leer, y por mirar conmigo —una vez más— la belleza que habita en el horror.

Esperanza en tiempos de venganza

“Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar»
— Alexandre Dumas

Queridos(as) lectores(as):

A veces un libro se vuelve más que una historia: se vuelve espejo, advertencia, consuelo. El Conde de Montecristo (1844) es uno de esos libros que parecen escritos para cada época. Alexandre Dumas no narró sólo la caída de un hombre inocente, sino el descenso de todo ser humano cuando la traición le quiebra el alma. Edmond Dantès, ese joven marinero injustamente encarcelado, encarna la pregunta que todos, en algún momento, nos hemos hecho: ¿qué hacer cuando la vida se vuelve injusta? La obra comienza con un hombre que confía, ama y espera. Pero la envidia de otros —Danglars, Fernand y Villefort— convierte su ascenso en ruina. Dantès es encarcelado en el Château d’If, donde la desesperación se convierte en su única compañía. Su fe se quiebra, y con ella se abre el abismo de la desesperanza. Sin embargo, en esa oscuridad encuentra al abate Faria, quien lo instruye, lo humaniza y, sobre todo, le enseña que el conocimiento puede ser una forma de libertad.

Años después, cuando escapa y se convierte en el misterioso Conde de Montecristo, la novela deja de ser una tragedia y se transforma en una reflexión sobre el poder, la justicia y la redención. Dantès podría ser cualquiera de nosotros: alguien que ha amado, ha sido herido, y ha tenido que decidir si convierte su herida en venganza o en sabiduría. Esa elección —que parece personal— es también moral y colectiva: define qué tipo de humanidad queremos construir. Hoy, cuando el mundo parece moverse entre resentimientos, ofensas y cancelaciones, la historia de Montecristo nos invita a otra mirada. “Busquen su propio árbol”, dice Dumas al final. No el árbol del rencor, ni el de la resignación, sino el de la esperanza madura: esa que se planta en la tierra del dolor y da fruto en silencio

La celda como espejo del alma

En la celda húmeda del Château d’If, Dantès descubre la verdad más brutal: que el dolor no sólo proviene de los otros, sino del derrumbe interior que provoca la injusticia. “Fui a la prisión creyendo en Dios y salí creyendo en el diablo”, dice en uno de los pasajes más desoladores de la obra. Es la frase de un hombre que ha tocado fondo, que ha sentido la traición como una forma de muerte.Sigmund Freud, en Más allá del principio del placer (1920), llamó a ese impulso de autodestrucción “pulsión de muerte”: una fuerza que busca el retorno al silencio cuando la realidad se vuelve insoportable. Pero Dantès no se deja consumir del todo. La irrupción del abate Faria es el primer destello de Eros, la pulsión de vida. A través de la enseñanza, del pensamiento y del vínculo, el prisionero comienza a reconstruirse. “El saber es la única riqueza que no se pierde”, le dice el abate. En esas palabras se esconde una idea profunda: el conocimiento como acto de resistencia frente al sufrimiento. Lo que salva a Dantès no es la fe ingenua ni la fuerza física, sino el trabajo interior que le permite dar forma al caos.

Durante años, ambos cavan túneles, comparten teorías, sueñan con la libertad. Faria se convierte en su maestro y en su padre espiritual, y le revela la existencia del tesoro de Montecristo. Sin embargo, el verdadero tesoro no es el oro, sino la sabiduría que brota del dolor compartido. Dantès, que había perdido toda esperanza, vuelve a creer —no en los hombres, sino en el sentido. La celda se convierte en claustro, y el cautiverio, en iniciación. En ese proceso, Dumas nos enseña algo que el mundo moderno parece olvidar: que las crisis no destruyen, sino que revelan. La prisión de Dantès es metáfora de los encierros interiores que también habitamos hoy: los de la depresión, la decepción, la soledad. Pero así como el abate Faria aparece en su oscuridad, también cada uno de nosotros puede hallar una voz que despierte el deseo de vivir.

Conocimiento y poder como tentación

Cuando Dantès escapa y encuentra el tesoro en la isla de Montecristo, el joven ingenuo ha muerto. Renace como un hombre nuevo, pero también peligroso: el que ha visto el abismo y ha aprendido a dominarlo. “El saber y la paciencia son las dos llaves del poder”, escribe Dumas. La transformación es impresionante: del marinero sencillo surge el conde sofisticado, calculador, dueño de una fortuna y de una mente prodigiosa. Sin embargo, bajo esa elegancia se esconde una herida que todavía sangra. El conocimiento, cuando no se acompaña de compasión, puede volverse un arma. Montecristo domina idiomas, ciencias, finanzas; conoce los secretos de todos, manipula destinos. Pero su inteligencia, sin amor, se convierte en hielo. Karl Gustav Jung advertía en Recuerdos, sueños, pensamientos (1961) que “quien mira demasiado tiempo al abismo, corre el riesgo de que el abismo mire dentro de él” (idea profundamente nietzscheana). Eso le ocurre a Dantès: el poder lo aísla, la sabiduría lo separa, y la venganza lo consume como una enfermedad disfrazada de justicia.

Su metamorfosis recuerda un proceso que el psicoanálisis ha descrito con precisión: el del yo que intenta reparar el trauma volviéndose invulnerable. Montecristo no busca sólo castigar a sus enemigos; busca demostrar que ha vencido al destino. Pero en ese empeño pierde algo más valioso: la capacidad de amar sin cálculo. Su antigua prometida, Mercedes, lo percibe enseguida: “No es la venganza lo que te consume, Edmond, sino la soledad». Esa frase, dicha desde el amor que aún sobrevive, marca el punto de inflexión. El poder, que parecía su salvación, se revela como otra prisión. Dumas, con una lucidez casi espiritual, parece recordarnos que el saber sin humildad vuelve al hombre un dios trágico. En un tiempo donde el conocimiento se confunde con superioridad moral, El Conde de Montecristo nos advierte que todo poder no purificado por el amor termina devorando a quien lo ejerce.

Justicia o venganza: el alma ante su espejo

“Yo soy el ángel de la venganza de Dios”, proclama Montecristo. Pero en esa afirmación se esconde la trampa de todo justiciero: creer que la herida propia autoriza a convertirse en juez del mundo. Durante gran parte de la novela, Dantès castiga con precisión quirúrgica a quienes lo traicionaron. Cada uno recibe su destino —el banquero arruinado, el político deshonrado, el traidor humillado—. Sin embargo, la perfección de su justicia deja un sabor amargo: no hay redención, sólo equilibrio matemático. Freud afirmaba que la repetición del trauma es una forma de muerte psíquica. La venganza no libera: reactualiza la herida. Montecristo vive de noche, observa desde la sombra, manipula, juzga. En su frialdad hay una tristeza que ni el oro ni la gloria disimulan. El conde se cree instrumento divino, pero poco a poco comprende que ha usurpado un papel que no le corresponde. “Sólo Dios tiene el derecho de castigar, porque sólo Él puede perdonar”, terminará admitiendo. Esa frase marca su redención.

En el fondo, Dantès aprende lo que el mundo contemporáneo parece no entender: que la justicia no es una revancha, sino una forma de verdad. Hoy vivimos en una época donde la cancelación sustituye al diálogo y la exposición del otro al castigo. Montecristo sería un espejo incómodo para nuestra época: un hombre que logra vengarse de todos y, sin embargo, descubre que sigue vacío. Lo que falta no es triunfo, sino sentido. Dumas no nos deja con una moraleja moralista, sino con una advertencia existencial: quien hace de la venganza su razón de vivir termina habitando una cárcel más sutil. El odio, como la sal, conserva, pero también corroe. La única verdadera libertad —parece decirnos el autor— es la del perdón, no porque el culpable lo merezca, sino porque el alma lo necesita.

Un árbol siempre será recordatorio de que la espera y la confianza siempre traen increíbles frutos.

La esperanza: el árbol de Montecristo

Al final de la novela, cuando Montecristo se despide de Maximilien Morrel y Valentine, les deja una carta donde escribe: “Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar». Esas dos palabras condensan todo el viaje de Edmond Dantès. Esperar no como resignación, sino como acto de fe en la posibilidad del bien. Confiar no como ingenuidad, sino como lucidez espiritual. Después de haberlo perdido todo, Dantès comprende que la esperanza no consiste en que el mundo cambie, sino en que el corazón vuelva a creer.

El árbol del que habla al final —“Busquen su propio árbol”— no es sólo una metáfora poética: es el símbolo de la reconciliación interior. El árbol tiene raíces (la memoria), tronco (la fortaleza) y ramas (el futuro). En un mundo donde todos corren, Montecristo invita a detenerse y plantar. Plantar algo que dure, algo que no dependa del éxito ni de la revancha. Como escribió Kierkegaard en La enfermedad mortal (1849): “La desesperación es no querer ser uno mismo; la fe es aceptar serlo ante Dios.” Dantès, al final, se acepta: ya no busca castigar ni demostrar nada; simplemente existe. La esperanza, en este contexto, no es un consuelo fácil. Es una tarea. Requiere paciencia, humildad, silencio. Y también perdón. Montecristo, que había jugado a ser Dios, termina comprendiendo que el verdadero poder está en retirarse, en dejar que el amor siga su curso sin control. “He vivido demasiado para odiar”, dice. Es el triunfo de la vida sobre la muerte, de Eros (amor) sobre Tánatos (muerte).

En tiempos como los nuestros —tan impacientes, tan ruidosos—, la esperanza se ha vuelto un acto de rebeldía. Pero Dantès nos recuerda que sólo quien espera puede volver a amar. “Esperen y esperen siempre”, dice. Porque sólo quien sabe esperar puede, al fin, plantar su propio árbol.

Mirar el mundo con los ojos de Edmond Dantès

Si Edmond Dantès viviera hoy, quizá no sería un conde, sino un hombre común: alguien que fue traicionado por su país, abandonado por sus amigos y tentado a vengarse del mundo. Viviría entre las redes y los noticieros, viendo cómo cada día se celebra la caída de alguien. Pero también sería, como entonces, un hombre que busca sentido. Su mirada atravesaría el cinismo contemporáneo con la serenidad del que ha perdonado sin olvidar. Montecristo nos invitaría a mirar más allá del ruido. A no convertir el dolor en espectáculo, ni la justicia en venganza colectiva. Nos recordaría que el odio es un lujo que sólo pueden permitirse los que han perdido la esperanza. Y nos pediría, como a Morrel, que aprendiéramos a esperar y a confiar, incluso cuando todo parece derrumbarse. Porque sin esperanza, la inteligencia se vuelve crueldad, y sin amor, la justicia se vuelve venganza.

En el fondo, El Conde de Montecristo no es una historia de castigo, sino de conversión. El viaje de Dantès —de víctima a juez y de juez a hombre reconciliado— es el itinerario de toda alma humana que busca sentido en el dolor. Dumas, con su genio narrativo, nos recuerda que las heridas pueden educar o destruir, según el uso que les demos. El secreto está en no convertirlas en trinchera. “Busquen su propio árbol”, nos dice el Conde, y la frase resuena como un testamento espiritual. En ese árbol está todo: la sombra del perdón, la savia del amor, la raíz del sentido. Quien planta su árbol, planta su alma. Y quien aprende a esperarlo, se reconcilia con la vida.

Reflexión final

Quizá todos, alguna vez, hemos habitado un Château d’If interior: un lugar de silencio, culpa o desesperanza. Pero si algo enseña El Conde de Montecristo es que la herida no es el final, sino el comienzo de la transformación. En un mundo que responde a la ofensa con furia y a la tristeza con ironía, Edmond Dantès se alza como una voz serena: la de quien ha aprendido que la venganza no cura, pero la esperanza sí. Así que, queridos(as) lectores(as), si el mundo los traiciona, no corran a vengarse: siembren. Si el dolor los encierra, aprendan. Y si el tiempo parece perder sentido, esperen. La paciencia, como el árbol, crece lento pero firme. Montecristo lo supo al final: no se trata de ser fuertes, sino sabios; no de castigar, sino de confiar.

“Esperen y esperen siempre. Busquen su propio árbol«.

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Nos seguimos leyendo —con un café, un libro y, ojalá, un poco de esperanza…

La tristeza de Antonio: un hecho sin obviedad

“En verdad no sé por qué estoy tan triste; me cansa, y vosotros decís que también os cansa a vosotros. Pero cómo he llegado a estarlo, lo ignoro».
William Shakespeare

Queridos(as) lectores(as):

En los primeros versos de El mercader de Venecia (1596), Shakespeare nos presenta a Antonio, un hombre exitoso, respetado y próspero, que sin embargo confiesa estar triste sin saber por qué. Sus amigos intentan consolarlo con frases vacías, hasta que uno de ellos, en un alarde de sentido común, pronuncia la mayor obviedad posible: “Estás triste porque no estás contento”. Qué sentencia tan absurda y, sin embargo, tan actual. ¿Cuántas veces hemos escuchado —o incluso dicho— algo parecido? En el intento por comprender el malestar ajeno, terminamos reduciéndolo a una ecuación tan simple que anula todo misterio.

Siempre me ha parecido que no hay nada más sospechoso que lo obvio. Lo obvio clausura el pensamiento, apaga la pregunta, convierte el sufrimiento en un fenómeno superficial. Pero el dolor humano no se agota en la superficie; se filtra por las grietas del alma, busca expresión en la palabra, en el cuerpo o en el silencio. Decirle a alguien que “sufre porque quiere” o que “debería estar feliz” es negar la complejidad de su historia, de sus deseos y de su inconsciente. Antonio está triste no porque lo haya decidido, sino porque algo en él lo habita y lo interroga.

La tristeza sin causa

Antonio encarna esa forma de melancolía que no encuentra motivo aparente. Es el rostro del hombre moderno que, aun teniéndolo todo, experimenta una falta inexplicable. “No sé por qué estoy triste”, dice, y esa confesión basta para abrir el drama: un afecto sin objeto, una pesadumbre sin nombre. No hay pérdida visible, ni catástrofe, ni decepción amorosa. Lo que hay es el peso de lo que Freud llamaría lo que se ha perdido en la sombra del yo. En Duelo y melancolía (1917), Sigmund Freud escribió: “En la melancolía, el enfermo sabe a quién ha perdido, pero no lo que ha perdido en esa persona». El texto podría aplicarse palabra por palabra a Antonio: no sabe qué ha perdido, pero el vacío se manifiesta. Su tristeza es una experiencia sin representación consciente, una herida que no se ve. Y precisamente por eso lo cansa: porque no se puede elaborar lo que no se puede nombrar.

Kierkegaard, en La enfermedad mortal (1849), afirmó que “la desesperación es no querer ser uno mismo”. Tal vez Antonio esté cansado de sí mismo, del personaje que la sociedad le exige representar: el comerciante infalible, el hombre rico, el amigo generoso. Todo eso lo encierra en una identidad sin respiro. En el fondo, su tristeza es el síntoma de una escisión: entre lo que es y lo que se espera que sea. Y esa es, acaso, la raíz de muchas tristezas contemporáneas. Personalmente, creo que esta escena inicial tiene algo profundamente clínico. Antonio no busca lástima; busca comprenderse. Lo que cansa no es el llanto, sino la imposibilidad de decir qué duele. Su malestar no se cura con frases de ánimo, sino con escucha y silencio. Esa es, en cierto modo, la tarea del analista: acompañar al paciente en ese “no sé por qué” hasta que algo empiece a tener sentido.

Contra la obviedad

Decir “estás triste porque no estás contento” es un modo elegante de cerrar el enigma antes de abrirlo. Es lo mismo que decirle a un deprimido “échale ganas”, o a un ansioso “tranquilízate”. Son frases que no buscan comprender, sino detener la incomodidad que el sufrimiento del otro provoca en nosotros. Por eso, cuando alguien responde con obviedades, conviene sospechar. La obviedad siempre es una defensa contra el pensamiento. Nietzsche, en Más allá del bien y del mal (1886), escribió: “Todo lo profundo ama la máscara». El inconsciente también: se oculta tras gestos, palabras y silencios aparentemente banales. Lo obvio, en este sentido, no revela la verdad: la encubre. Y ahí radica la tarea del pensamiento crítico —y del psicoanálisis—: no aceptar las cosas tal como se presentan, sino interrogar el sentido de lo que parece natural, evidente o inocente.

Paul Ricoeur llamó a Marx, Nietzsche y Freud “los maestros de la sospecha”. Los tres enseñaron que detrás de lo que parece claro puede esconderse una mentira, una pulsión o una ideología. Lo mismo ocurre con el sufrimiento: muchas veces lo que parece “decisión” o “actitud” es en realidad repetición inconsciente. Por eso, en la clínica, el analista no busca causas inmediatas, sino huellas; no respuestas, sino resonancias. Me conmueve pensar que Antonio —sin saberlo— se ubica en esta línea de sospecha. Su tristeza no se explica por la razón práctica, sino por la existencia misma. Y frente a un mundo que exige optimismo constante, Antonio tiene el valor de decir “no sé”. En esa ignorancia honesta hay más verdad que en todas las certezas felices del mercado.

La obviedad como forma de indiferencia

Vivimos rodeados de frases hechas. Cuando alguien expresa dolor, la sociedad responde con clichés que buscan calmar al hablante más que consolar al que sufre: “Todo pasa por algo”, “lo importante es pensar positivo”, “Dios aprieta pero no ahorca”. Estas fórmulas se repiten no por malicia, sino por miedo: el sufrimiento del otro nos confronta con el propio, y el sentido común ofrece un refugio fácil frente a lo insoportable. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: “No hay amor de la vida sin desesperación de vivir». Aceptar el absurdo es el inicio de toda lucidez. Sin embargo, el discurso contemporáneo teme al absurdo; prefiere la consigna, el eslogan, el optimismo automático. Así, el pensamiento se vuelve anestesiado: todo se responde, nada se escucha. La obviedad reemplaza al diálogo, la consigna al encuentro.

A veces me impresiona ver cómo se ha convertido en hábito la rapidez con que se responde. Alguien confiesa que está triste y enseguida recibe un consejo y hasta un regaño; alguien dice que está perdido, y le mandan una receta de autoayuda. Nadie pregunta, nadie se detiene. Pero donde no hay pausa, no hay profundidad. Y donde no hay profundidad, el alma se vuelve liviana hasta desaparecer. Lo obvio no sólo mata el pensamiento: mata la compasión.

Jeremy Irons interpretando a Antonio en la película «El mercader de Venecia» (2004)

El psicoanálisis y la sospecha del alma

El psicoanálisis nació precisamente para contradecir la obviedad. No pregunta “¿por qué sufres?”, sino “¿qué dice tu sufrimiento?”. Se niega a confundir el síntoma con su superficie. Por eso, cuando alguien dice “sufres porque quieres”, el analista sabe que no: que nadie elige su inconsciente, y que lo que parece una elección es a menudo un destino repetido. Jacques Lacan escribió en su Seminario XI (1964): “El inconsciente está estructurado como un lenguaje». Y como todo lenguaje, necesita ser escuchado. El analista, a diferencia de los amigos de Antonio, no responde de inmediato. No ofrece soluciones, sino espacio. En ese espacio se revela la verdad del sujeto: una verdad que no se impone, sino que se deja decir.

Como analista, siempre me conmueve ese momento en que alguien logra poner en palabras lo que durante años fue puro malestar. No hay mayor alivio que encontrar una forma de decir. El trabajo analítico no consiste en eliminar la tristeza, sino en descifrarla. Porque detrás de cada tristeza hay una historia que pide ser contada, una verdad que no se puede reducir al sentido común.

La tentación de explicar lo inexplicable

Podría ser —y no pocos lo han pensado— que la tristeza de Antonio tenga nombre y rostro. Que el motivo de su melancolía sea Bassanio, su joven amigo, aquel por quien lo arriesga todo. Las palabras de Antonio lo delatan más por su ternura que por su lógica: “Mi bolsa, mi persona, todo cuanto tengo, está a tu disposición” (El mercader de Venecia, Acto I, Escena I) En una sociedad donde el amor entre hombres era impensable, el afecto debía disfrazarse de amistad, lealtad o sacrificio. Freud habría reconocido allí un desplazamiento afectivo, una represión que transforma el deseo en entrega silenciosa. Antonio no puede decir “te amo”, pero su tristeza lo dice por él. Y en ese sentido, la melancolía sería el precio de un amor no confesado, un dolor nacido de lo que no puede ser nombrado. De hecho, el amigo del sentido común afilado, antes de decirle la tremenda obviedad, le cuestiona: «¿No será que estás enamorado?», siendo eufórica la respuesta de Antonio a modo de negación y les pide «callar».

Sin embargo, esta hipótesis —tan seductora y humana— nos enfrenta a otra trampa: la del alivio interpretativo. Si decimos “Antonio sufre porque ama a Bassanio”, habremos sustituido una obviedad vacía por una obviedad sofisticada. Lo habremos explicado, sí, pero quizás también lo habremos reducido. Porque el amor, incluso en su forma más secreta, no agota la totalidad de un alma. Hay dolores que no se dejan domesticar por el significado, ni siquiera por el más romántico. Y ahí está lo irónico: al intentar comprenderlo, terminamos haciendo lo mismo que sus amigos, sólo con más elegancia. Queremos encontrar una causa, un sentido, un “por qué”. Pero tal vez lo que hace a Antonio tan universal es que su tristeza no se deja traducir del todo. Que su silencio —más que su amor— sea el verdadero misterio. En el fondo, Antonio nos devuelve a la misma lección: incluso cuando creemos entender, seguimos sin saber.

Conclusión

Tal vez Antonio esté triste porque ama, o porque calla, o porque en el fondo presentía que ninguna de sus riquezas podría salvarlo del vacío. Pero acaso esa imposibilidad de saber sea, precisamente, lo que nos une a él. No hay tristeza sin misterio, ni alma que se explique a sí misma sin perder algo de su hondura. Intentar entender del todo a Antonio —como intentar entender del todo a nosotros mismos— es un acto tan humano como condenado al fracaso. Y, sin embargo, ese fracaso nos dignifica. Porque hay dolores que no piden diagnóstico, sino respeto; no buscan sentido, sino compañía. La tristeza de Antonio, como la de tantos, no necesita resolverse: necesita ser escuchada sin prisa, sin juicio, sin consigna.

El mundo moderno —tan veloz para etiquetar, tan cómodo en su certeza— ha olvidado el arte de no saber. Pero en la ignorancia honesta de Antonio hay una sabiduría que el sentido común desconoce: la de quien se atreve a sentir sin comprender. En su tristeza hay una verdad más profunda que cualquier explicación. Nos recuerda que no todo dolor se cura, ni toda oscuridad se aclara; pero que incluso en la sombra, el alma sigue viva, buscando su palabra. Y quizá eso baste: reconocer que hay lágrimas que no necesitan justificación, y que incluso el silencio puede ser una forma de amor.

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El fantasma detrás de la máscara

“No había nada humano en su mirada, y sin embargo me atravesaba el corazón”

–Gaston Leroux

Queridos(as) lectores(as):

Octubre se abre ante nosotros, y con él llega esa atmósfera peculiar en la que la cultura se viste de sombras. Es el mes en que las librerías desempolvan a Poe, en que los cines reviven viejos clásicos de terror y en que hasta los niños, sin saberlo, juegan con máscaras que recuerdan la fragilidad de lo humano. Quiero que en este mes, desde Crónicas del Diván, nos sumerjamos en obras que dialogan con el miedo, con la oscuridad que habita en cada uno, con esas zonas donde el deseo y lo siniestro se tocan. Y para comenzar, no podía elegir mejor que El Fantasma de la Ópera de Gaston Leroux (1910). Aunque hoy es recordado más por el musical que por la novela, la obra original es un laberinto fascinante: mezcla gótico, romanticismo y un suspenso casi detectivesco. En ella, el miedo no viene de espectros etéreos, sino de un hombre de carne y hueso, Erik, que nos confronta con una pregunta brutal: ¿qué hacemos con lo que consideramos monstruoso?

El Fantasma de la Ópera no es sólo una historia de pasadizos oscuros y amores imposibles. Es también un tratado sobre la soledad, el rechazo, la necesidad de ser visto. Leroux construyó a Erik como un personaje que nos repugna y nos atrae al mismo tiempo. No hay aquí moraleja sencilla: lo grotesco también puede crear belleza sublime, y lo angelical puede ser cruel en su indiferencia. En esta entrada quiero invitarlos a bajar conmigo al sótano de la Ópera de París, donde las máscaras no esconden solamente un rostro deformado, sino también nuestras heridas más secretas. Si octubre es el mes del miedo, que no sea sólo el miedo a lo externo, sino también el coraje de mirar lo que llevamos dentro.

La máscara y la identidad

En El Fantasma de la Ópera, la máscara es mucho más que un objeto: es un destino. Erik la lleva para protegerse de la mirada ajena, pues su rostro ha sido condenado desde la infancia. La sociedad, incapaz de tolerar lo que rompe con la norma estética, lo empuja a ocultarse. Así, la máscara no disfraza, sino que revela la tragedia de vivir en un mundo donde lo que no encaja debe ser eliminado de la vista. Leroux escribe en voz de Christine: “Bajo esa máscara hay una calavera… y sin embargo, sus lágrimas eran más humanas que las de cualquier hombre”. Esta ambivalencia define al Fantasma: lo monstruoso y lo humano entrelazados en un mismo rostro. Freud, en Lo siniestro (1919), ya lo advertía: lo que debía permanecer oculto —un cadáver, una deformidad, un secreto— cuando se muestra nos aterra porque revela la fragilidad de nuestra propia normalidad.

La pregunta incómoda surge: ¿qué somos sin nuestras máscaras? Tal vez no de yeso ni terciopelo, pero sí esas que usamos cada día para que nadie vea nuestras cicatrices emocionales. Søren Kierkegaard anotó en su Diario (1849): “La desesperación más profunda es querer desesperadamente ser otro que uno mismo”. Erik vive en ese abismo: nunca puede ser amado como es, y lo que en realidad aterra no es su fealdad, sino el eco de nuestra propia desesperación de no ser aceptados. Jacques Lacan sostenía que el yo se constituye en la mirada del otro. Erik es un hombre que, visto sólo como monstruo, jamás puede ser otra cosa que lo que los demás proyectan en él. El fantasma no es, en última instancia, un “villano”, sino la encarnación de lo que ocurre cuando la mirada social condena a alguien a vivir eternamente bajo el signo del rechazo.

El deseo y la posesión

El amor de Erik hacia Christine no es un amor libre: es una obsesión que aprisiona. “Quería tenerla para mí, con su voz, con su alma… aunque me odiara”, confiesa él mismo en la novela. Esta frase basta para comprender que el deseo, cuando se convierte en posesión, deja de ser amor. Lo que Erik busca no es la felicidad de Christine, sino la confirmación de que incluso un ser como él puede ser amado. El filósofo danés Knud Ejler Løgstrup afirmaba: “Confiar en otro es poner algo de uno mismo en sus manos” (The Ethical Demand, 1956). Erik, en cambio, no confía: retiene, controla, amenaza. Su amor es el grito desesperado de alguien que nunca fue acariciado. De ahí que su relación con Christine sea, más que erótica, reparadora: intenta compensar con ella la falta de ternura de toda una vida.

El psicoanálisis nos ayuda a leer este gesto. Donald Winnicott habló de los “objetos transicionales”, que sirven al niño como puente entre la soledad y el mundo externo. Christine, para Erik, no es sólo una mujer: es el imposible objeto transicional, el consuelo que le faltó, la madre que no acarició, el otro que nunca lo aceptó. Por eso no puede soltarla: porque dejarla ir equivaldría a aceptar el vacío. Aquí el lector se ve reflejado. ¿Cuántas veces llamamos “amor” a lo que en realidad es miedo a quedarnos solos? El deseo de Erik no es extraño, es cercano: es el mismo que late cuando confundimos la necesidad de ser vistos con la capacidad de amar. Leroux, sin indulgencia, nos muestra el filo peligroso en el que todos caminamos.

La belleza y lo monstruoso

El contraste entre Christine y Erik parece claro: ella, la belleza luminosa; él, la deformidad oscura. Sin embargo, Leroux invierte esta lógica. Erik compone música capaz de arrancar lágrimas a cualquiera; Christine, con su voz angelical, puede ser cruel en su compasión a medias. La belleza y lo monstruoso no están en bandos opuestos, sino entrelazados. “Lo prohibido excita el deseo con más fuerza que lo permitido”, escribió Georges Bataille en El erotismo (1957). Erik encarna ese principio: es lo prohibido que atrae con una intensidad irresistible. Su rostro horripila, pero su arte fascina. Leroux nos obliga a preguntarnos si lo verdaderamente monstruoso es su deformidad o la sociedad que lo encierra en las catacumbas.

Hay un momento en que Christine confiesa: “Tenía miedo, pero también compasión… y no podía dejar de escucharlo”. Esa confesión revela la paradoja: lo monstruoso no nos atrae porque sea bello, sino porque refleja lo que nos falta. La fascinación nace de reconocer en el otro nuestra propia sombra. En esta dialéctica, el lector queda atrapado. Erik es repulsivo y seductor, víctima y verdugo, humano y monstruo. Y al obligarnos a mirarlo, Leroux nos arranca una confesión íntima: lo que más tememos de los otros es, en realidad, lo que rechazamos en nosotros mismos.

El teatro como espejo del alma

La Ópera de París no es sólo un edificio: es el escenario del inconsciente. Con sus sótanos, pasadizos secretos y trampillas, funciona como una metáfora del aparato psíquico. Arriba, en el escenario, la luz y la belleza; abajo, en las catacumbas, la oscuridad y lo reprimido. El fantasma habita allí, en lo que no se muestra, pero determina la función entera. Carl Gustav Jung escribió en Aion (1951): “Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma”. La sociedad parisina niega el rostro de Erik, y al hacerlo lo vuelve más poderoso, capaz de aterrorizar desde las sombras. La Ópera es la ciudad entera: un espacio que, al silenciar su sótano, queda a merced de aquello que no se atreve a nombrar.

Leroux insiste en los espejos, en los ecos, en los pasillos interminables. Es un lenguaje onírico: los sueños también repiten, distorsionan, nos devuelven lo reprimido en forma de pesadilla. Erik no es un espectro, es la encarnación de esa verdad que vuelve en lo nocturno. El teatro, entonces, no es sólo un decorado. Es una confesión: todos actuamos sobre el escenario de lo social, pero nuestras decisiones más profundas se cuecen en los sótanos que evitamos visitar. El fantasma es, en última instancia, ese eco subterráneo que mueve los hilos de nuestra propia representación.

“Soy un ser del que todos huyen; y sin embargo, cuando cierro los ojos, sueño con que alguien me ama» (Gaston Leroux, El Fantasma de la Ópera, 1910).

Redención y piedad

El clímax de la novela no es un asesinato ni una fuga espectacular, sino un gesto de ternura: Christine besa al fantasma. “Lloró como un niño… porque nunca una mujer había dejado que sus labios tocaran su frente”. Ese beso lo desarma más que cualquier espada. La compasión, allí, se vuelve más poderosa que el miedo. Hannah Arendt señaló en La condición humana (1958): “El perdón es la única reacción que rompe la cadena de las consecuencias”. Christine no justifica a Erik, pero rompe la lógica de odio que lo encadenaba. Al besarlo, le concede lo que siempre le fue negado: la certeza de que su rostro también merece un gesto de ternura.

Ese instante es insoportable y liberador: insoportable porque muestra la fragilidad de Erik, liberador porque nos recuerda que incluso lo monstruoso anhela piedad. ¿Quién no es, en algún momento, ese ser que ruega ser amado a pesar de todo? La lección no es ingenua: no se trata de romantizar al monstruo, sino de advertirnos que lo que más asusta —nuestro lado rechazado, nuestra herida más honda— no se redime con castigo, sino con reconocimiento. En el beso de Christine late una verdad perturbadora: lo humano no se salva por la perfección, sino por la misericordia.

Reflexión final

El Fantasma de la Ópera es más que un relato gótico: es una meditación sobre lo que escondemos y sobre cómo el amor se deforma cuando nace del miedo. Erik, con su máscara, su música y su soledad, nos muestra que el verdadero horror no está en lo grotesco, sino en la indiferencia de quienes no se atreven a mirar más allá de la superficie.

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Querido lector, este octubre no te invito sólo a encender velas frente a lo sobrenatural, sino a bajar a tus propios sótanos. A preguntarte: ¿qué máscara uso cada día? ¿Qué heridas escondo para que no me rechacen? ¿Y qué pasaría si alguien, con ternura, se atreviera a besar justo esa herida? Comparte en los comentarios cuál es tu máscara, tu sombra, tu secreto que guardas bajo tierra. Tal vez descubramos juntos que, al final, todos somos un poco Erik.

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