Querido lector, querida lectora:
Un año se termina y no siempre sabemos qué hacer con lo que queda en el alma. El calendario cambia de número con una facilidad que contrasta con la lentitud del corazón. Hay cosas que deberían haberse ido y siguen ahí, y otras que creíamos firmes y se desmoronaron sin previo aviso. El 2025 se despide, y con él se va también una versión nuestra que ya no volverá: quizá más ingenua, quizá más cansada, quizá —sin que lo sepamos del todo— más verdadera.
Esta carta no quiere clausurar nada a la fuerza. No viene a exigir gratitud inmediata ni a maquillar lo que dolió. Quiere ser un espacio de descanso, una pausa compartida, un momento de honestidad antes de cruzar al 2026. Porque la vida no se deja resumir en balances rápidos ni en frases motivacionales: la vida se vive con lo que pesa y con lo que sostiene, casi siempre al mismo tiempo. Desde hace siglos sabemos que la existencia humana tiene un fondo trágico. No en el sentido del dramatismo exagerado, sino en el sentido profundo de la finitud. Vivimos sabiendo —aunque a veces intentemos olvidarlo— que nada es definitivo, que todo lo amado es vulnerable, que incluso lo más bello puede perderse. Por eso duele. Y duele porque importa. Friedrich Nietzsche lo expresó con una contundencia difícil de esquivar cuando escribió: “Lo que no me mata, me hace más fuerte” (Crepúsculo de los ídolos, 1888). No como consigna optimista, sino como constatación: el dolor deja marca, pero también transforma.
Tal vez este año te transformó así. Tal vez hubo una pérdida que te obligó a mirar de frente lo que no querías aceptar. Tal vez un proyecto no prosperó, una relación se rompió, una esperanza se desgastó lentamente. Y aun así, seguiste. No por heroísmo, sino por fidelidad a la vida. Hay una dignidad silenciosa en seguir caminando cuando el entusiasmo ya no alcanza. Pero sería injusto reducir el 2025 sólo a sus heridas. Incluso en los años más duros hay gestos que salvan: una conversación que llega a tiempo, una presencia que no explica pero acompaña, una risa inesperada en medio del cansancio, un día que duele un poco menos. A veces no es que la vida mejore; es que nosotros aprendemos a habitarla de otro modo.
Albert Camus dejó una frase que muchos vuelven a leer cuando sienten que todo se ha vuelto invierno: “En medio del invierno, aprendí por fin que había en mí un verano invencible” (El verano, 1954). No habla de alegría constante ni de euforia. Habla de resistencia interior. De esa fuerza discreta que permite seguir cuidando, seguir amando, seguir apostando por la vida incluso cuando no entendemos del todo por qué. Quizá no fue un año de grandes logros visibles. Quizá no cumpliste todas tus metas. Pero pregúntate con honestidad: ¿no te volviste un poco más empático(a)?, ¿no aprendiste a callar donde antes juzgabas?, ¿no te descubriste capaz de sostener cosas que antes te hubieran quebrado? Hay crecimientos que no se celebran con aplausos, pero que sostienen toda una vida.

Llegar al final de un año suele activar la tentación del balance implacable: lo que hice bien, lo que fallé, lo que perdí, lo que no supe cuidar. Sin embargo, la vida no se deja reducir a una lista. Søren Kierkegaard escribió con precisión algo que sigue siendo cierto hoy: “La vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia adelante” (Diarios, 1843). No todo se entiende al momento. Hay sentidos que maduran despacio, cuando dejamos de exigirles respuesta inmediata. Por eso, al despedir el 2025, no te propongo entenderlo todo ni cerrar todas las cuentas pendientes. Te propongo algo más humano: no endurecerte. No convertir el cansancio en cinismo. No protegerte tanto que termines aislado(a). Abre el corazón —aunque cueste— para acompañar a quien está solo(a), para escuchar sin corregir, para celebrar el logro ajeno sin convertirlo en reproche contra ti mismo, para permitirte estar triste sin culpa.
San Agustín escribió una frase que atraviesa los siglos y sigue nombrando una verdad esencial del ser humano: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, Libro I, ca. 397–400). Más allá de la fe de cada lector, hay ahí una intuición profundamente humana: el corazón está hecho para abrirse, para buscar sentido, para descansar en algo que no sea el mero rendimiento o la autoexigencia constante. Tal vez hoy sientas que este año te dejó exhausto. Tal vez pienses que diste más de lo que recibiste. Tal vez tengas la sensación de que la vida te debe algo. Permíteme dejarte algunas preguntas, no para responderlas ahora, sino para que te acompañen: ¿y si lo que hoy te pesa está preparando una forma más honda de amar?, ¿y si aquello que no resultó te está evitando un camino que no era el tuyo?, ¿y si lo más valioso que te dejó el 2025 aún no se deja ver, pero ya está obrando en silencio? Nada dura. Y aunque eso nos confronte, es exactamente lo que vuelve preciosa a la vida. Si todo fuera permanente, nada importaría tanto. Si nada terminara, nada merecería cuidado. La finitud no es el enemigo del sentido; es su condición.
Gracias por haber llegado hasta aquí. Gracias por leer con el corazón abierto. Gracias por no pasar de largo. Gracias por seguir buscando, incluso cuando estás cansado(a). Que el 2026 no te encuentre perfecto(a), sino humano(a). No blindado(a), sino sensible. No invulnerable, sino capaz de amar. Eso —créeme— ya es mucho.
Te abrazo con todo mi amor, mi agradecimiento y con la esperanza de seguir estos encuentros entre tú y yo un año más…
Atte.
Héctor Chávez Pérez
P.d. ¿Sabes? Me daría mucha ilusión leerte. ¿Podrías dejar un pequeño comentario? Ponme desde dónde escribes y lo que me quieras, lo que nos quieras, compartir. Tu comentario no imaginas lo valioso e importante que es para mí. Y por favor, no «me dejes en visto». Yo también necesito leerte.
