El mundo es un gran diván y cada persona una circunstancia única y sin igual. La historia es un punto de partida fundamental para poder dar paso a los distintos discursos que hay. Bienvenidos a un espacio de reflexión, donde la filosofía, el psicoanálisis, la literatura, el arte y demás ciencias humanísticas abrirán distintas puertas, ventanas… o agujeros en los muros.
“El cansancio llega cuando el cuerpo se agota; el agotamiento emocional aparece cuando el alma no encuentra dónde descansar”
Queridos(as) lectores(as):
Vivimos en una época donde la palabra “cansancio” se ha vuelto casi una muletilla social. La decimos en la oficina, en la universidad, con la familia, hasta en redes sociales. Es la respuesta comodín: “¿Cómo estás?” —“Cansado(a)”. Pero detrás de esa palabra aparentemente inocua muchas veces se esconde algo más profundo. Dormir ocho horas no cambia nada. El café se convierte en una prótesis para abrir los ojos. Las vacaciones alivian unos días, pero al volver todo regresa: la misma pesadez, la misma irritabilidad, el mismo vacío. No estamos hablando de pereza, ni de flojera. Estamos hablando de un agotamiento que no se cura con dormir: el agotamiento emocional.
Como psicoanalista, lo veo una y otra vez en el consultorio. Personas que llegan convencidas de que sólo necesitan organizarse mejor, dormir más o “echarle (más) ganas”, y descubren que lo que está drenado no es el cuerpo, sino la vida interior. La verdadera fatiga está en el alma.
La diferencia entre cansancio y agotamiento
El cansancio físico es comprensible: corres, trabajas, te esfuerzas, y el cuerpo pide reposo. Un descanso adecuado suele devolver la energía. El agotamiento emocional, en cambio, no se resuelve así. Es una especie de ruido de fondo constante que drena incluso cuando no estás haciendo nada. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, lo expresó con precisión: “La mayor fatiga no proviene del trabajo, sino de llevar a cuestas la propia desesperación” (Diario de un seductor, 1843). Lo que agota no son las horas frente a la computadora, sino la sensación de que lo que haces carece de sentido. Lo que cansa no son las reuniones, sino tener que fingir que todo está bien.
En la clínica, suelo explicarlo así: el cansancio pide una cama; el agotamiento pide una palabra. Y si lo confundimos, corremos el riesgo de creer que más sueño o más ocio solucionarán algo que en realidad requiere otra cosa: elaborar, poner en palabras, reconocer el peso de lo que llevamos dentro.
Señales que no debes ignorar
El agotamiento emocional se manifiesta en signos que solemos pasar por alto o disfrazar:
Irritabilidad constante. Todo molesta, todo se siente insoportable, incluso las cosas pequeñas.
Pérdida del gusto por lo que antes generaba alegría. Lo que antes era pasión ahora es una carga.
Dificultad para concentrarse o disfrutar. Ni leer un libro ni ver una película terminan de atrapar.
Sensación de vacío permanente. Duermes, sales, conversas, pero nada llena.
Sigmund Freud, en una carta a Wilhelm Fliess (1895), decía que la fatiga del alma “no se alivia con reposo físico, porque lo que está herido no es el músculo, sino la vida interior”. Y confirmo desde la experiencia: el agotamiento emocional aparece en quienes mejor fingen. En los que sonríen en público, pero por dentro se sienten huecos. En los que trabajan, cuidan, estudian, cumplen… pero al llegar a casa sienten que no queda nada de sí mismos.
El costo oculto
El verdadero problema del agotamiento emocional es que se infiltra en todo:
Roba la motivación en el trabajo.
Apaga el interés en la pareja, en los hijos, en los amigos.
Vuelve el cuerpo pesado y enfermo: dolores de cabeza, contracturas, insomnio.
Y lo más grave: desgasta la propia identidad.
Albert Camus escribió: “Lo que más me duele no es morir, sino ver cómo poco a poco uno se acostumbra a no vivir” (El mito de Sísifo, 1942). Ese acostumbrarse es el peligro. Cuando alguien me dice en sesión: “ya no soy yo”, sé que el agotamiento se ha vuelto un ladrón silencioso. No es casual que hoy se hable tanto de burnout. Pero yo prefiero llamarlo por su nombre: agotamiento del alma. Y cuando se instala, no sólo te roba energía: te roba la capacidad de sentirte vivo(a).
Recuerda que el pasado es algo que se puede seguir arrastrando en el presente. ¿En verdad quieres eso en el futuro?
Lo que realmente necesitas
Aquí viene la parte incómoda: no basta con dormir más, ni con escaparte un fin de semana. Eso ayuda, claro, pero no resuelve la raíz. Porque el agotamiento emocional no se debe a la falta de descanso físico, sino a la carga no elaborada que llevamos por dentro. Donald Winnicott, psicoanalista inglés, lo dijo sin rodeos: “No existe salud mental sin la posibilidad de ser sostenido por otro” (Realidad y juego, 1971). Y aquí está el punto central: lo que sana no es sólo el silencio de un cuarto oscuro, sino la posibilidad de hablar, de ser escuchado, de dejar que alguien sostenga con nosotros lo insoportable.
Como psicoanalista, lo veo con claridad: en el momento en que alguien se atreve a decir lo que lleva años callando, lo que parecía un callejón sin salida empieza a abrir pequeñas ventanas. No es magia ni fórmula rápida, pero sí es el inicio de un camino de recuperación real.
Una invitación
Si al leer estas líneas sientes que describo tu estado, no lo ignores. El agotamiento emocional no es moda ni hashtag: es un grito silencioso del cuerpo y del alma. La buena noticia es que se puede trabajar, comprender y superar. Lo que te propongo no es “ser fuerte” ni “aguantar”, porque esas son las máscaras que más nos desgastan. Lo que te propongo es que te permitas hablar. Que encuentres un espacio donde lo que llevas dentro no se juzgue ni se minimice, sino que se escuche y se trabaje.
Si sientes que esto es para ti, escríbeme. No tienes que cargarlo solo(a).
Reflexión final
El cansancio pide cama. El agotamiento pide escucha. ¿Cuál de los dos es el tuyo? No se trata de sentirse menos, claro que no te define en ningún momento tu agotamiento, pero sí puede llegar a cambiarte de una forma que ni tú eres capaz de imaginarte, y créeme que no es nada bonito (ni necesario) ese cambio. Date la oportunidad de hablar lo que cargas, lo que te tiene encorvado(a) todo el día, lo que te desgasta a pesar de que «la estés pasando bien».
Cierre
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“Hoy mamá ha muerto. O quizá ayer, no sé». —Albert Camus
Queridos(as) lectores(as):
Hay inicios de novela que descolocan de inmediato. Esta frase de El extranjero (1942) no sólo abre la narración, sino que nos golpea con una indiferencia casi insoportable. ¿Cómo alguien puede hablar de la muerte de su madre con tal distancia? Y sin embargo, esa frialdad aparente nos obliga a mirar de frente un tema que incomoda: el modo en que nuestra época, muchas veces, se relaciona con la vida, con la muerte y con el otro desde la indiferencia. Albert Camus, filósofo y escritor francés-argelino, se propuso en esta obra mostrar lo absurdo de la existencia: esa distancia entre lo que esperamos del mundo y lo que realmente ocurre. Meursault, el protagonista, encarna esa tensión. No llora en el funeral, no se indigna ante la injusticia, no justifica sus actos… simplemente vive en un estado de extranjería respecto a las normas y expectativas sociales.
Pero, ¿y nosotros? Aunque solemos pensar que somos muy distintos de Meursault, tal vez en nuestra vida cotidiana experimentamos algo parecido: la incapacidad de sentir lo que “deberíamos” sentir, el vacío que dejan ciertos rituales sociales, la sospecha de que todo es mecánico y sin mayor sentido. En ese espejo incómodo, Camus nos invita a preguntarnos: ¿qué significa vivir auténticamente en un mundo donde la indiferencia parece ser la norma?Y quizá lo más inquietante es que esta novela no se reduce a la historia de un hombre “raro” o “apatía pura”. Lo que pone en evidencia es que todos, en algún momento, nos descubrimos extranjeros en nuestra propia vida: ante un duelo que no sabemos procesar, una relación que ya no comprendemos, una sociedad que exige reacciones prefabricadas. Ese desajuste, ese desencuentro con el mundo, es lo que hace de El extranjero un libro tan actual como perturbador.
La indiferencia como síntoma de nuestra época
Una de las preguntas más inquietantes que deja El extranjero es si Meursault es un monstruo por su indiferencia, o si simplemente expone algo que preferimos ocultar: la frialdad de nuestro tiempo. La escena inicial del funeral no es sólo el retrato de un individuo incapaz de llorar, sino el espejo de una sociedad donde los rituales de la emoción se han vaciado de sentido. Hoy, en el mundo de las redes sociales, lloramos en público con un clic, compartimos condolencias con emojis, pero muchas veces el corazón permanece a distancia. La indiferencia se ha convertido en una forma de defensa, pero también en un modo de desconexión colectiva. El filósofo Zygmunt Bauman lo señalaba con crudeza: “El mal de nuestro tiempo es la insensibilidad: la incapacidad de sufrir con el otro y por el otro” (Modernidad líquida, 2000). Esa insensibilidad no surge de la maldad pura, sino de la saturación: tantas imágenes de tragedias, tantas noticias de violencia, tantos llamados de auxilio, que nuestra mente se blinda para sobrevivir. El problema es que, en ese blindaje, también apagamos la chispa de la empatía y de la compasión que nos hace humanos.
La indiferencia, en este sentido, ya no es solo una característica de algunos individuos, sino un clima cultural. Pensemos en la prisa con la que vivimos: en el metro o en la calle, los otros son obstáculos a esquivar, no rostros que mirar. En las oficinas, los problemas emocionales de un colega se vuelven “inconvenientes” para la productividad. Incluso en los espacios más íntimos, a veces respondemos a los dolores de quienes amamos con frases hechas —“ya pasará”, “échale ganas”—, como si con ellas bastara para ahuyentar el sufrimiento. Camus muestra en Meursault el extremo de esa actitud: un hombre que no responde al dolor del otro porque ha perdido toda resonancia interior. Pero al leerlo, la incomodidad surge porque no podemos negar que también nosotros, en alguna medida, vivimos anestesiados. Nos acostumbramos al ruido, al cansancio, a las pérdidas, y seguimos adelante como si nada. La pregunta es inevitable: ¿qué tanto de Meursault hay en nosotros cuando elegimos no mirar, no escuchar, no sentir?
El absurdo en la vida contemporánea
Camus definió lo absurdo como la confrontación entre la búsqueda humana de sentido y el silencio del mundo. Meursault, en El extranjero, encarna ese choque: no hay una gran razón para sus actos, ni un destino que los justifique, sólo una sucesión de días sin mayor trascendencia. Su crimen, tan brutal como arbitrario, se convierte en símbolo de esa falta de propósito último. El absurdo no es el caos exterior, sino la experiencia de vivir en un mundo que no responde a nuestras preguntas más hondas. Hoy, esa sensación se ha multiplicado bajo nuevas formas. La rutina laboral, marcada por métricas y productividad, puede hacernos sentir como piezas intercambiables de una maquinaria sin rostro. Muchos jóvenes, al salir de la universidad, enfrentan un mercado saturado y desigual que les exige competir sin ofrecer certezas. Incluso la hiperconexión digital, que parecía prometer comunidad, muchas veces se traduce en soledad compartida: millones de personas navegando en un océano de información sin rumbo ni ancla. En medio de todo esto, la pregunta por el “para qué” queda suspendida, incómoda, como un ruido de fondo que no sabemos acallar.
La filósofa Hannah Arendt, reflexionando sobre el siglo XX, advertía: “El vacío del sentido es una de las experiencias más radicales y destructivas que puede vivir el ser humano” (La condición humana, 1958). Ese vacío, al que ella se refería en contextos de guerra y totalitarismo, hoy aparece en un terreno distinto: la vida ordinaria. No se trata de un campo de batalla, sino de una oficina, un salón de clases, un timeline infinito en redes sociales. Y sin embargo, el efecto puede ser igual de corrosivo: la sensación de que nada importa lo suficiente, de que todo se desvanece apenas acontece. Frente a esta experiencia, la tentación más común es la evasión. Llenamos la agenda de actividades, consumimos sin descanso, buscamos estímulos inmediatos para no escuchar el eco del absurdo. Camus, sin embargo, proponía otra salida: reconocerlo sin disfrazarlo, asumir que el mundo no ofrece respuestas cerradas y, desde ahí, elegir vivir con lucidez. En sus propias palabras: “El absurdo es la razón de vivir, no de morir” (El mito de Sísifo, 1942). Y esa frase, tan provocadora como esperanzadora, abre un camino: si no hay un sentido dado, tal vez la tarea es construirlo día a día, en lo pequeño y lo concreto, sin renunciar a la dignidad de preguntarnos.
La soledad y la desconexión emocional en las ciudades
Si algo atraviesa a Meursault en El extranjero es la soledad radical. No es la soledad elegida de quien se recoge para pensar o descansar, sino la desconexión de quien no logra establecer lazos auténticos con los demás. Ama sin decirlo, trabaja sin entusiasmo, mata sin un motivo claro y muere sin compañía verdadera. Su extranjería es, sobre todo, emocional: está rodeado de gente y, sin embargo, permanece aislado. En nuestras ciudades modernas esa experiencia se ha vuelto casi cotidiana. Nunca antes hubo tanta gente viviendo tan cerca y, paradójicamente, nunca antes nos sentimos tan solos. El anonimato urbano convierte a los otros en sombras pasajeras: vecinos que no conocemos, compañeros de trabajo que rotan sin dejar huella, multitudes en el transporte público que parecen formar un ejército de ausencias. La soledad, así, no es estar físicamente apartados, sino no sentirnos reconocidos ni significativos para nadie.
La psicoanalista Marie-France Hirigoyen, al estudiar la violencia cotidiana, observaba: “Lo que destruye al sujeto no es tanto el conflicto abierto, sino la indiferencia repetida; no ser mirado, no ser escuchado” (El acoso moral, 1998). Esta afirmación revela un punto clave: la desconexión no necesita gritos ni golpes para doler; basta con la ausencia del otro. Y en un mundo hiperconectado digitalmente, la paradoja es brutal: respondemos a mensajes en segundos, pero dejamos sin respuesta lo esencial —un gesto de cuidado, una presencia real, un silencio compartido. Quizá por eso la ansiedad y la depresión se han convertido en epidemias silenciosas en nuestras urbes. No porque falten estímulos, sino porque falta resonancia. Como Meursault, muchas personas sienten que sus emociones no tienen eco en los demás, que sus vivencias no encuentran interlocutor. En ese vacío, la vida puede volverse insoportable. Y sin embargo, reconocerlo ya es un primer paso: la soledad no se vence con ruido, sino con vínculos auténticos, con encuentros que devuelvan humanidad en medio del desierto emocional de las ciudades.
Todos callamos el malestar. Nos cuesta abrirnos. Pero es que tampoco nadie pregunta de manera genuina «en qué te ayudo».
El juicio social: ser culpable por no encajar
Uno de los momentos más desconcertantes de El extranjero ocurre durante el juicio a Meursault. Allí, lo que se le reprocha no es tanto el crimen en sí, sino su incapacidad de comportarse según las normas sociales: no lloró en el funeral de su madre, no mostró arrepentimiento, no dijo las palabras que se esperaban de él. Más que un asesino, es juzgado como un “anormal”. El verdadero delito de Meursault es no haber encajado en los moldes emocionales y culturales de su tiempo. Ese mecanismo sigue vivo hoy. En una sociedad que establece guiones para todo —cómo vivir un duelo, cómo reaccionar ante una injusticia, cómo expresar felicidad o dolor—, quien se sale del libreto queda señalado. A veces no lo notamos, pero ejercemos pequeños tribunales en la vida cotidiana: criticamos al que “no parece triste” tras una pérdida, al que “no muestra suficiente entusiasmo” en una celebración, o al que “no se indigna” con la intensidad que dicta la opinión pública. Lo inquietante es que esos juicios no sólo vienen de instituciones o autoridades, sino de nosotros mismos, convertidos en jueces unos de otros.
Michel Foucault lo advirtió al analizar la modernidad: “Vivimos en una sociedad que normaliza; que define lo que está dentro de la norma y lo que se desvía, y que hace de esa distinción un mecanismo de poder” (Vigilar y castigar, 1975). En el caso de Meursault, la norma dicta que debe llorar a su madre y suplicar perdón ante el tribunal. Como no lo hace, es condenado con una severidad que revela más sobre la sociedad que lo juzga que sobre el acusado mismo. Hoy, las redes sociales han amplificado esta dinámica: basta un tuit, un video, un gesto mal interpretado para que alguien sea cancelado o linchado públicamente. No siempre importa lo que hizo, sino lo que “debió haber hecho” según los estándares colectivos. Y lo mismo que le ocurrió a Meursault se repite en escala global: más que culpables de nuestros actos, somos culpables de no encajar. Este fenómeno nos obliga a preguntarnos qué tan libres somos en verdad, y hasta qué punto nuestra vida está dictada por la mirada de los demás.
La posibilidad de una respuesta humana al sinsentido
Camus no escribió El extranjero para hundirnos en la desesperanza, sino para mostrarnos que incluso frente al sinsentido existe una posibilidad de respuesta. Meursault, al final de la novela, descubre una forma de reconciliación consigo mismo: acepta la indiferencia del mundo, pero en esa aceptación encuentra una libertad inesperada. Comprende que la vida no necesita un sentido último para ser vivida, y que, aun en el borde de la muerte, puede afirmarse el valor de la existencia. Esa enseñanza es crucial hoy. En tiempos donde el vacío existencial se disfraza de hiperactividad o consumo desmedido, la propuesta de Camus es radicalmente sencilla: vivir con lucidez. No se trata de inventar ficciones reconfortantes ni de negar lo absurdo, sino de mirarlo de frente y, pese a ello, elegir la vida. En El mito de Sísifo, Camus lo formula con claridad: “El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio” (1942). Y sin embargo, la respuesta que da es un acto de resistencia: no abandonar la vida, sino abrazarla con conciencia, con todo y su silencio.
Hoy, esa actitud puede traducirse en gestos pequeños pero profundamente humanos: cultivar amistades verdaderas, cuidar del otro aunque no tengamos todas las respuestas, crear obras que den testimonio de lo que somos, comprometernos con causas que trasciendan el yo. Si el mundo no ofrece sentido, somos nosotros quienes podemos tejerlo en comunidad, en la relación viva con los demás. Simone de Beauvoir lo expresó con fuerza: “Lo importante no es tener la certeza de un sentido dado, sino crear sentidos en los que nuestra libertad pueda encarnarse” (La fuerza de las cosas, 1963). En ese camino, cada acto de cuidado, cada palabra sincera, cada momento compartido es un desafío al absurdo, una forma de responder al sinsentido con humanidad. Camus nos recuerda que no se trata de resolver el misterio de la vida, sino de habitarlo con dignidad.
Reflexión final
Leer El extranjero hoy es enfrentarse a un espejo incómodo. No vemos solamente a Meursault y su extrañeza, sino también nuestras propias formas de indiferencia, de desconexión, de sometimiento a los juicios de los demás. Camus no nos ofrece respuestas fáciles; al contrario, nos deja con la tarea de vivir sin certezas, pero con lucidez. Y tal vez ahí radica la fuerza de esta obra: recordarnos que incluso en un mundo que no responde, la vida sigue siendo un acto que podemos afirmar con libertad y con humanidad.
Queridos(as) lectores(as), la pregunta que queda es simple pero decisiva: ¿cómo respondemos cada uno de nosotros al sinsentido que nos rodea? ¿Con evasión, con apatía, con resignación… o con un compromiso sereno de construir vínculos y gestos que devuelvan humanidad al día a día? Tal vez no podamos cambiar el silencio del mundo, pero sí podemos transformar el modo en que lo habitamos.
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«La gente no deja de quejarse de que la vida es aburrida; pero eso es porque esperan demasiado de ella». — Antón Chéjov
Queridos(as) lectores(as):
Hay obras que parecen haber sido escritas para un tiempo específico, pero que en realidad nunca caducan. Tío Vania, de Antón Chéjov, es una de ellas. Estrenada a finales del siglo XIX, cuando el Imperio Ruso atravesaba profundas transformaciones sociales y culturales, su trama no se sostiene en grandes gestas, ni en héroes trágicos, ni en destinos grandilocuentes. Se sostiene en lo contrario: en la vida diaria, en los silencios incómodos, en las ilusiones frustradas, en la sensación de que los días se parecen demasiado entre sí. En la finca donde transcurre la obra, todo parece rutinario: conversaciones en el comedor, reproches velados, discusiones sobre dinero, amor no correspondido, proyectos que nunca se cumplen. Y, sin embargo, lo que se juega ahí es algo mucho más grande: el sentido de una vida. Vania, Sonia, Astrov, Elena, el profesor retirado… cada personaje encarna una forma distinta de hastío, de desencanto, de enfrentarse a la conciencia de que las expectativas puestas en el futuro rara vez se cumplen.
Lo sorprendente es que, al ver o leer Tío Vania, no sentimos que estemos asomándonos a un museo polvoriento del teatro clásico. Al contrario: nos reconocemos. Reconocemos el cansancio de Vania que trabaja sin ver frutos, la resignación de Sonia que sigue creyendo en la bondad a pesar del dolor, la melancolía de Astrov que se refugia en los árboles para no sucumbir a la desesperanza. En cada uno de ellos late algo que no nos resulta ajeno: la experiencia de vivir entre la rutina y el anhelo, entre la lucidez y la impotencia. Quizá por eso la obra conserva su vigencia: porque no nos habla de un tiempo muerto, sino de lo eterno en la condición humana. Y ahí es donde quisiera detenerme con ustedes: ¿qué nos dice Tío Vania hoy, en medio de nuestra prisa, nuestro cansancio y nuestras búsquedas?
Contexto de la obra
Antón Pávlovich Chéjov (1860–1904) fue médico de profesión, escritor por vocación y un agudo observador de la vida humana. Decía que la medicina era su esposa legítima y la literatura su amante. Ese doble vínculo le permitió acercarse al sufrimiento desde dos frentes: el clínico, con diagnósticos precisos, y el literario, con una mirada compasiva y desnuda. En Tío Vania, estrenada en 1899 en el Teatro de Arte de Moscú bajo la dirección de Konstantín Stanislavski, Chéjov llevó al escenario la materia prima que lo obsesionaba: la vida ordinaria, sin adornos ni artificios, convertida en tragedia silenciosa. La obra es, en cierto sentido, una reescritura de un texto anterior suyo, El demonio del bosque. Chéjov depuró los personajes, concentró la acción en un único espacio —la finca familiar— y, sobre todo, acentuó la tensión existencial que recorre cada diálogo. Lo que está en juego no es el destino de un reino ni la caída de un héroe, sino la pregunta íntima que todos cargamos en algún momento: ¿qué he hecho con mi vida?
Los personajes son pocos, pero contundentes. Vania —el tío que da nombre a la obra— ha dedicado años a sostener la finca y los intereses del profesor Serebriakov, cuñado suyo, un intelectual retirado que se muestra ingrato y egoísta. Sonia, sobrina de Vania, encarna la bondad callada, la que sueña con un amor imposible pero se mantiene firme en su labor diaria. Elena, la joven esposa del profesor, es bella pero atrapada en un matrimonio sin amor, lo que la convierte en el centro involuntario de tensiones y deseos. Astrov, el médico, es quizá el alter ego más cercano a Chéjov: lúcido, cansado, apasionado por la naturaleza, incapaz de encontrar un sentido último en lo que hace. La trama, aparentemente sencilla, se despliega como un tejido de frustraciones. El profesor anuncia su intención de vender la finca, lo que desata el enojo de Vania y el dolor de Sonia. Astrov y Vania se debaten entre la atracción hacia Elena y la certeza de que no serán correspondidos. Y, mientras tanto, la vida parece avanzar sin que nada cambie. No hay un gran clímax —aunque Vania intente disparar contra el profesor en un arranque de desesperación—, sino un retorno al mismo lugar de siempre: la rutina, el trabajo, la resignación.
La genialidad de Chéjov está en mostrar que ese “poco” es en realidad mucho. Que en los silencios, en los reproches apenas murmurados, en las pasiones contenidas, se juega el drama verdadero de la existencia. Por eso Tío Vania ha sido considerada una de las cumbres del teatro moderno: porque convierte lo cotidiano en materia trágica, y lo hace sin moralinas ni grandes discursos, sólo con la fuerza de lo humano en estado puro.
Temas clave y su resonancia actual
1. El tedio y la vida desperdiciada
Quizá la sensación más insistente en la obra es la de haber malgastado la existencia. Vania dedica sus mejores años al trabajo y al cuidado de los intereses ajenos, y un día despierta con la amarga conciencia de que nada de eso ha tenido recompensa. “¡He echado a perder mi vida entera!”, grita en un momento de desesperación. Ese grito no pertenece únicamente a Vania: lo escuchamos hoy en quienes, tras años de esfuerzo, sienten que el éxito no les corresponde, o en quienes viven atrapados en rutinas que no conducen a ningún horizonte. El tedio que describe Chéjov no es aburrimiento superficial, sino una forma de desesperanza: la convicción de que el tiempo se nos escapa entre los dedos sin haberlo habitado de verdad.
2. El trabajo y el sinsentido
Chéjov, médico que conocía bien la fatiga del cuerpo y del alma, retrata en Vania y Sonia el trabajo como una carga sin redención. Ambos se sacrifican, pero su sacrificio no los dignifica: los marchita. En tiempos como los nuestros, donde la cultura del rendimiento empuja a trabajar más, producir más y demostrar más, esta denuncia resuena con claridad. El llamado burnout no es sino el nombre moderno de lo que Chéjov ya intuía: el agotamiento que deja tras de sí un vacío de sentido.
3. El amor imposible
En la obra, casi nadie ama a quien debe. Vania y Astrov se enamoran de Elena, que a su vez está atada a un matrimonio sin amor. Sonia ama a Astrov, pero es ignorada. Elena vive atrapada entre la atracción y la imposibilidad. El resultado es un mosaico de deseos cruzados que nunca llegan a cumplirse. Chéjov parece recordarnos que la vida rara vez ofrece correspondencia perfecta, y que muchas veces amamos en soledad. ¿Acaso no sucede lo mismo hoy, en un tiempo donde abundan las conexiones y al mismo tiempo la sensación de vacío afectivo?
4. La naturaleza como último refugio
El personaje de Astrov es pionero en plantear una preocupación ecológica que a finales del siglo XIX resultaba insólita. Habla con pasión de los bosques que desaparecen, del futuro que se arruina por la ambición y la negligencia. Sus palabras hoy suenan proféticas: “En cien, doscientos años, los hombres tendrán que vivir en desiertos”. En un mundo marcado por el cambio climático y la devastación ambiental, la voz de Astrov nos interpela con urgencia. La naturaleza no es sólo paisaje, sino una llamada a la responsabilidad y al cuidado.
5. La esperanza en la resignación
Y, sin embargo, Chéjov no deja a sus personajes en el puro vacío. Sonia, al final de la obra, pronuncia un monólogo conmovedor en el que acepta el sufrimiento, pero lo rodea de esperanza: “Viviremos, tío Vania, viviremos una larga, larga serie de días, de noches; soportaremos pacientemente las pruebas que nos mande el destino… Y descansaremos”. No es una esperanza triunfal, sino humilde: la certeza de que en medio del dolor se puede hallar un sentido, aunque no sea inmediato. Esa actitud de Sonia contrasta con la desesperación de Vania y, paradójicamente, la ilumina.
Escena de la película Drive My Car, donde paralelamente se monta la obra «Tío Vania».
Adaptaciones y relecturas contemporáneas
Una de las pruebas más claras de la vigencia de Tío Vania es que, más de un siglo después de su estreno, la obra no sólo sigue representándose, sino que constantemente es reinterpretada y trasladada a contextos distintos. El tedio, la frustración y la búsqueda de sentido no conocen fronteras ni épocas: por eso cada nueva puesta en escena logra que nos reconozcamos en ella, aún cuando cambien el idioma, los trajes o el escenario. En Broadway, por ejemplo, recientemente se montó una versión protagonizada por Steve Carell, actor conocido por su versatilidad cómica y dramática. El simple hecho de ver a un intérprete contemporáneo encarnar el dolor y la ironía de Vania ya dice mucho: la obra no pertenece al pasado, sino que dialoga con sensibilidades modernas. El público neoyorquino, inmerso en la prisa y la exigencia laboral, encontró en Vania y sus silencios una extraña familiaridad: ese gesto de cansancio, ese deseo de que la vida fuese distinta.
Pero no es sólo en Estados Unidos donde el texto ha cobrado nueva vida. En Argentina, la dramaturga Griselda Gambaro adaptó la pieza bajo el título Vania (o las penas sin importancia), resaltando precisamente la banalidad y el dolor mezclados en lo cotidiano. En Inglaterra, el director Ian Rickson llevó a escena una versión que, en plena pandemia, se transmitió en formato híbrido —mezcla de teatro y cine—, recordándonos que la soledad de los personajes de Chéjov podía sentirse tan cercana como la de quienes estaban encerrados en sus casas. Incluso en contextos más lejanos, como Australia o Japón, Tío Vania se ha representado trasladando la acción a paisajes rurales distintos al ruso. El resultado suele ser el mismo: un público que, aunque no comparta las referencias culturales, reconoce en Vania y en Sonia su propio cansancio, sus propias esperanzas truncadas. Es la demostración de que la obra toca un nervio universal: la dificultad de encontrar sentido en medio de lo común.
La vigencia también se aprecia en el lenguaje audiovisual. No son pocas las películas que han bebido de Tío Vania, inspirándose en su tono de desencanto y en su retrato de la vida como rutina. En el cine de Bergman o de Tarkovski se pueden rastrear ecos de Chéjov: la pausa, la espera, el silencio como revelación. Y más recientemente, en la película japonesa Drive My Car (2021), la obra aparece como telón de fondo de un montaje multilingüe, en el que los personajes encuentran en los parlamentos de Chéjov una manera de expresar lo que su propia vida no les permite decir.
Cada adaptación confirma algo: Tío Vania no necesita modernizarse para ser actual, porque ya lo es. Basta con poner en escena a seres humanos cansados de trabajar, de amar sin respuesta, de esperar algo que nunca llega… y el espectador contemporáneo se reconoce. Ese es el secreto de su eternidad: Chéjov no escribió sobre Rusia, sino sobre el alma.
Reflexión final
Al terminar de leer o ver Tío Vania, siempre me queda la misma sensación: como si Chéjov hubiera tenido la osadía de mirarnos por dentro, de exhibir lo que solemos ocultar bajo la prisa y las ocupaciones. Porque no es fácil reconocerlo, pero todos cargamos algo de Vania, de Sonia, de Astrov o de Elena. Todos, en algún momento, hemos sentido que el esfuerzo no basta, que los años se escapan sin recompensa, que el amor se dirige en la dirección equivocada o que las cosas importantes —el cuidado de la tierra, el cuidado del otro— se nos van de las manos. Vania me recuerda al cansancio acumulado que alguna vez he sentido en la vida diaria: ese momento en que uno se pregunta “¿para qué?”. Y me resulta casi insoportable verlo reconocer que su sacrificio no tuvo fruto, que toda su entrega quedó reducida a ingratitud. Pero ahí está Sonia, con su fe humilde en que la vida tiene sentido incluso en el dolor, y ese contraste me desarma. Ella no ofrece un consuelo mágico, sino un recordatorio: que en el sufrimiento también se puede perseverar, que hay una dignidad en seguir adelante aunque nada parezca cambiar.
Astrov, por su parte, me toca desde otro lugar. Su amor por los árboles, por los bosques, por la naturaleza herida, lo vuelve un personaje que se adelanta a su tiempo. Escucharlo hablar de la devastación que vendrá es como escuchar a un profeta que advirtió algo que hoy, un siglo después, estamos viviendo con crudeza. Su desesperanza se parece mucho a la que sentimos al pensar en el futuro del planeta, pero también en nuestra propia vida: ¿qué dejaremos detrás de nosotros? ¿Qué valdrá la pena conservar?
Creo que la grandeza de Tío Vania está en que no nos ofrece héroes ni soluciones fáciles. Lo que nos regala son espejos. Y, en esos espejos, la posibilidad de reconocernos vulnerables. Nos enseña que la vida no siempre se resuelve con grandes gestos, sino con la paciencia de Sonia, con el reclamo desesperado de Vania, con la mirada perdida de Astrov. Y que, aunque no haya una salida brillante, sí puede haber una forma de habitar el desencanto con cierta dignidad. En un tiempo como el nuestro, donde el cansancio se ha vuelto casi un estilo de vida, donde el rendimiento parece exigirnos más de lo que tenemos, Tío Vania se alza como una voz necesaria. No nos dice “todo estará bien”, pero sí nos susurra: “no estás solo en tu cansancio, otros también lo han sentido, y aún así la vida merece ser vivida”. Y eso, para mí, es un consuelo inmenso.
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Queridos(as) lectores(as), hoy más que nunca necesitamos voces que nos recuerden que no estamos solos en el cansancio, que hay consuelo en lo compartido, y que hasta en el desencanto puede brotar una forma de esperanza. ¿Qué les dice a ustedes Tío Vania en este tiempo? Los leo en los comentarios, con la certeza de que cada reflexión enriquece este espacio común que hemos ido tejiendo.
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«Lo superfluo, lo muy superfluo, es necesario; pero lo innecesario, aun en la abundancia, resulta vacío».
— Séneca
Queridos(as) lectores(as):
Estamos rodeados de opciones: tiendas que venden todo tipo de productos, plataformas de streaming con miles de títulos, redes sociales saturadas de contenidos. El mercado y la cultura actual nos repiten que la felicidad consiste en tener siempre algo más. Y, sin embargo, ¿no es curioso que cuanto más acumulamos, más sentimos el peso de un vacío? A este fenómeno lo he llamado «abundancia innecesaria». Se trata de esa acumulación que no responde a ninguna necesidad real: ropa que nunca usamos, información que jamás procesamos, relaciones que no llegan a ser vínculos. Justo ayer platicaba con mi amiga Viri, y en un momento salió el tema que buscaré tratar con ustedes este día. Una abundancia que parece plenitud, pero que sólo nos dispersa. Y lo más interesante es que este exceso tiene relación con algo que solemos ignorar: la falta de cultura del inconsciente.
La abundancia innecesaria no es una categoría económica, sino existencial. Aparece cuando dejamos de mirar hacia dentro y confiamos en que lo exterior resuelva lo que nos duele. No estoy seguro en afirmar que sea un fenómeno de nuestro tiempo, pero ciertamente es un espejo en el que cada uno puede reconocer sus propias fugas y evasiones. Y, al mismo tiempo, puede ser una invitación: si la abundancia innecesaria encubre la falta, entonces reconocerla puede abrirnos la posibilidad de un modo más simple y verdadero de vivir.
El malestar en la cultura del exceso
Sigmund Freud, en El malestar en la cultura (1930), señaló que cada progreso humano trae consigo nuevas formas de insatisfacción. Escribió: “El hombre civilizado ha cambiado un trozo de felicidad posible por un trozo de seguridad”. Ese trueque nos deja con un hueco. Hoy ese hueco lo intentamos compensar con más consumo, más pantallas, más experiencias. Ejemplo cotidiano: la ansiedad que sentimos cuando la conexión a internet se interrumpe. ¿Por qué nos altera tanto? No porque lo necesitemos para sobrevivir, sino porque nos hemos acostumbrado a que el exceso de información calme un vacío que no sabemos nombrar. La abundancia innecesaria se convierte en un calmante cultural, pero como todo calmante, dura poco y deja huella.
Podría decirse que nuestra cultura ha convertido el malestar en un negocio. No soportamos el silencio, y entonces aparecen apps, dispositivos, series y compras que nos prometen alivio instantáneo. Pero ese alivio nunca toca la raíz. Freud ya lo sabía: no hay progreso que anule el conflicto interno, sólo hay maneras más sofisticadas de posponerlo. Pensemos en los gimnasios que venden no sólo salud, sino identidades enteras: “serás más feliz si tienes este cuerpo”. O en las redes sociales, que explotan nuestra necesidad de reconocimiento. La abundancia innecesaria, vista desde Freud, es un síntoma de la misma tensión de siempre: el ser humano intentando tapar con objetos lo que en realidad sólo se resuelve en la palabra y en el vínculo.
La falta y el fetiche del objeto
Fue Jacques Lacan quien insistió en que el ser humano está estructurado por una falta, y que esa falta no debe eliminarse, sino asumirse como motor del deseo. “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Cuando desconocemos esta lógica, caemos en el fetichismo de los objetos: creemos que la plenitud está en lo que compramos, en lo que acumulamos. Es como cuando alguien que, después de un día difícil, va de compras compulsivas. La bolsa con ropa nueva parece llenar el vacío. Pero la sensación dura poco, porque no se trataba de ropa: se trataba de un deseo no escuchado. Sin cultura del inconsciente, confundimos abundancia con plenitud, y terminamos cargando con lo que no necesitamos. Cuando era niño, recuerdo que íbamos a visitar a mi familia en Puebla, por lo que cuando llegábamos a las casetas de cobro, siempre veía fascinados los aviones de lámina que vendían unas personas a lo largo de las filas de los autos. Pero nunca me compraron uno mis papás, no porque no tuvieran o no quisieran. Es que «no me faltaba», «no lo necesitaba». Y bien me conocían, porque era más que probable que me aburriera después. Sin embargo, la razón detrás era más importante: al ser de lámina, se podría oxidar y si me llegaba a cortar, podría infectarse la herida y traerme complicaciones de salud. Hubo prudencia paterna ante una demanda infantil sin fundamento.
Lo curioso es que el mercado entiende muy bien esta dinámica. Nos ofrece objetos que funcionan como espejismos: el celular más nuevo, la prenda de moda, la experiencia “imperdible”. Todo está diseñado para hacernos creer que la falta se colma. Pero Lacan advertía: la falta no desaparece; se desplaza. Y cuando no la trabajamos, la convertimos en un carrusel interminable de abundancia innecesaria. Un ejemplo claro lo vemos en la publicidad de los smartphones: cada año sale un modelo con mejoras mínimas, pero presentado como indispensable. Esa compulsión colectiva no se explica por utilidad, sino por la ilusión de que el objeto trae consigo un reconocimiento. Lo que en realidad se desea no es el aparato, sino la mirada del Otro.
Cuando el exceso de cosas convierte el lugar de descanso en un espacio inhabitable
El vacío enmascarado
Es curioso, porque hace dos siglos el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, advirtió en Así habló Zaratustra (1883-1885): “El desierto crece: ¡ay de aquel que alberga desiertos!”. La frase, tan lapidaria, nos recuerda que el exceso puede ser un disfraz del vacío. La abundancia innecesaria es como una mesa repleta de comida en la que nadie tiene hambre. Un ejemplo cultural: pensemos en la industria del entretenimiento. Hoy podemos maratonear series por horas, sin detenernos. ¿Eso es disfrute real o un modo de no enfrentarnos al silencio? Muchas veces, el desierto se disfraza de fiesta interminable, pero en el fondo sigue siendo desierto.
Nietzsche veía que el mayor peligro no era la carencia, sino el aburrimiento disfrazado. Cuando todo está disponible, el hombre se hastía de todo. Y entonces el exceso ya no es disfrute, sino anestesia. El desierto crece no porque falten cosas, sino porque sobran demasiadas sin sentido. Esa es la paradoja de la abundancia innecesaria: cuanto más tenemos, más nos pesa el vacío. Lo vemos en los viajes exprés que prometen “vivirlo todo” en un fin de semana. Paisajes, comidas, selfies, recuerdos enlatados: una saturación que a menudo termina en agotamiento. El viajero vuelve con fotos en el teléfono pero con la sensación de no haber habitado realmente ningún lugar. El desierto, disfrazado de abundancia, lo ha acompañado todo el viaje.
Cultura del inconsciente vs. cultura del exceso
Aquí está el núcleo del problema. Una cultura que desconoce el inconsciente reduce todo a un esquema simple: si algo me falta, lo compro; si estoy vacío, me lleno. El psicoanálisis enseña lo contrario: la falta no se elimina, se escucha. La cultura del exceso fabrica “abundancia innecesaria” para callar la pregunta, para tapar la herida. El culto al multitasking, por ejemplo. Hacer diez cosas al mismo tiempo no nos vuelve más plenos, nos fragmenta. En vez de escuchar lo que verdaderamente nos habita, llenamos el día de ocupaciones. Y cuando cae la noche, sentimos la soledad como un eco amplificado.
Si hubiera una cultura del inconsciente más extendida, aprenderíamos a tolerar la falta, a habitarla. Descubriríamos que la pausa no es vacío, sino lugar de sentido. Pero al no tener esa educación, la sociedad nos lanza a la hiperactividad y al consumo. Y así, la abundancia innecesaria se convierte en un modo de existencia aceptado, incluso celebrado, aunque sepamos que nos desgasta. Basta ver cómo tratamos a los niños: cada vez más expuestos a juguetes, pantallas y actividades, como si debieran estar siempre entretenidos. Pero, ¿qué lugar dejamos para el aburrimiento, que tantas veces es fuente de creatividad? Una cultura del inconsciente sabría que la pausa y el silencio también educan, mientras que la abundancia innecesaria sólo distrae.
Reflexión final
La abundancia innecesaria no es un signo de riqueza, sino un síntoma de negación. Es como el ruido que no nos deja escuchar una música más profunda: la del deseo, la del inconsciente, la de lo verdaderamente esencial. Reconocer esto no significa despreciar los bienes materiales, sino distinguir lo que es necesario de lo que es sólo un disfraz brillante. Quizá el desafío de nuestro tiempo no sea tener más, sino aprender a vivir con lo justo y lo necesario, para que la falta no se convierta en vacío, sino en motor de sentido. La verdadera riqueza no está en la acumulación, sino en el espacio interior que dejamos para lo que importa: el encuentro, la palabra, la pregunta. Y tal vez ese sea el camino para transformar la abundancia innecesaria en abundancia verdadera: aquella que nace del sentido compartido, no del exceso que cansa, sino del don que se entrega y permanece.
Queridos lectores, ¿ustedes cómo experimentan la “abundancia innecesaria” en su vida? Los invito a compartir sus reflexiones en los comentarios, a suscribirse gratuitamente al blog para recibir notificaciones y a escribirme por la pestaña “Contacto” si desean dialogar más de cerca. Y también me pueden seguir en Instagram: @hchp1.
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“La tecnología nos ha dado alas, pero nos ha hecho olvidar cómo caminar».
— Marshall McLuhan
Queridos(as) lectores(as):
Vivimos pegados a una pantalla. El celular se ha convertido en extensión de nuestra mano, en un reflejo automático que buscamos incluso antes de abrir los ojos y aún después de cerrarlos. Es compañero de mesa, cómplice (y causante) de insomnios, y hasta invitado incómodo en el baño. Lo que parece una herramienta de comunicación se ha transformado, en muchos casos, en un lazo de dependencia que raya en la adicción. Y no es para exagerar afirmar que se trata de una adicción profunda y «socialmente aceptada» en tanto que son pocos los casos de quienes han resistido hasta el momento.
¿Pero por qué un celular se ha vuelto tan «necesario» en nuestros días? una vez más, hay que fijar la atención en la inmediatez del día a día que vivimos. Y no me mal entiendan, claramente hay muchas funciones muy prácticas que pueden ayudarnos con las múltiples tareas que tenemos, pero también es cierto, parafraseando a Marshall McLuhan, la tecnología nos ayuda «pero nos está haciendo inútiles». Por cierto, esta adicción tiene su nombre: nomofobia.
El celular como herramienta y como adicción
¿Alguna vez han sentido que, sin darse cuenta, desbloquean su celular sin motivo, sólo “para ver”? Ese gesto aparentemente inocente es el reflejo de un condicionamiento. Cada notificación es un estímulo que activa en nuestro cerebro la dopamina —el mismo neurotransmisor implicado en conductas adictivas—. El celular, como dijo Freud de la técnica, nos prometió bienestar, pero no necesariamente felicidad (cfr. El malestar en la cultura, 1930).
Es curioso: podemos estar hablando con alguien querido y, al menor sonido o vibración, desviamos la mirada hacia el aparato. Como si el mundo digital tuviera prioridad sobre la persona de carne y hueso. La adicción no es sólo al dispositivo, sino al sentimiento de “no perderse nada”. En inglés ya existe un término para esto: FOMO (fear of missing out), el miedo a quedar fuera de algo importante, aunque sea irrelevante. Estoy más que seguro que ustedes conocen a alguien que incluso «tiene que revisar» un dato cuando sale como tema de conversación para comprobar que así sea. Y no estamos hablando de cosas tan trascendentes, pueden tratarse de cosas absurdas o que realmente poco nos aportan. Y si no lo tiene, quizá esa persona sean ustedes mismos(as).
La incapacidad de estar a solas
Pascal lo dijo hace siglos: “Toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer tranquilos en una habitación” (Pensamientos, 1670). Hoy, ¿quién puede esperar en una sala sin mirar la pantalla? Basta observar en una cafetería: nadie contempla, todos “matamos el tiempo” revisando redes, aunque sepamos que no hay nada nuevo desde hace dos minutos. ¿O qué me dicen en el transporte público? La gran mayoría están sumidos en sus celulares. ¿Haciendo? Quién sabe qué, pero el hecho es que no están presentes en el aquí y el ahora de ese recorrido, por lo que no es de sorprender que no se percaten de muchas cosas.
El problema es que esa incapacidad de estar a solas erosiona la vida interior. No dejamos espacio para que los pensamientos maduren, para que las emociones emerjan, para que el aburrimiento —ese motor de creatividad— nos empuje a imaginar. El silencio nos resulta insoportable, y por eso llenamos cada hueco con ruido digital. ¿Será que nos da miedo escucharnos a nosotros mismos? Hay quienes en verdad no toleran ni un minuto el silencio, y recurren de manera desesperada a poner «algo» que les distraiga. Es más, ni es necesario que se use un celular para ello, con el hecho de poder hacer algo de ruido se «adquiere» la «presencia» fantasma ante la insoportable soledad.
El disfraz de las inseguridades
El celular es también un escenario: fotos editadas, historias cuidadosamente seleccionadas, frases ingeniosas. Una máscara que nos protege del rechazo. Erich Fromm escribió: “El hombre moderno está alienado de sí mismo; de su prójimo y de la naturaleza” (El arte de amar, 1956). Lo vemos en la obsesión por mostrar una vida perfecta, cuando por dentro sentimos vacío, soledad o inseguridad.
Piénsenlo: ¿cuántas veces borramos y reescribimos un mensaje antes de enviarlo? ¿Cuántas veces editamos una foto para que parezca espontánea? Ni qué decir de la cantidad excesiva de fotos «iguales» para poder «elegir la menos peor». La pantalla nos da la ilusión de control, pero lo que realmente busca es ocultar el miedo a no ser suficientes. En vez de mostrarnos tal cual somos, construimos una versión pulida para los demás. Una especie de armadura digital. Y sí… esto es una muestra más de inseguridades que siguen sin trabajarse.
Atados al celular: cuando lo que debería darnos libertad termina por encadenarnos.
Consecuencias emocionales y sociales
Esta dependencia no es inocente: nos roba concentración, disminuye nuestra memoria de trabajo y, lo más grave, afecta nuestras relaciones. Estudios de la Universidad de Essex (2012) mostraron que la simple presencia de un celular sobre la mesa reduce la calidad de una conversación íntima, aunque no se use. Es como un tercer invitado que interrumpe la confianza. Recuerdo una vez en un encuentro con una amiga, misma a la que no veía en persona hace varios años, que estando en el lugar, ella lo primero que hizo fue poner su celular al «alcance». No les miento ni exagero: cada vez que ella hablaba o le tocaba escucharme, fácil le conté como 25 veces que agarró su celular SIN HABER RECIBIDO UNA NOTIFICACIÓN. «¿Ya te aburrí?» – le dije. A lo que ella, sin desprender la vista del celular, me contestó: «No sé, ¿qué vas a pedir tú?».
Todos lo hemos vivido: esa incomodidad de hablar con alguien que revisa su teléfono mientras “te escucha”. O esa ansiedad cuando olvidamos el aparato en casa y sentimos que nos falta algo esencial, casi como si hubiéramos dejado atrás un órgano vital. Nos creemos más conectados, pero en realidad muchas veces estamos más solos, porque confundimos interacción con intimidad. Justo hace unos días salí con mi roomie al super, nos fuimos caminando. A él se le había acabado la pila a su celular y me pidió poder usar el mío para mandarle un mensaje a no sé quién. Cuando lo busqué, resulta que lo había dejado cargando en casa. ¿Quién creen que se angustió más?
Test: ¿Qué tan pegado(a) estás a tu celular?
Responde con sinceridad. Marca la opción que más se acerque a tu caso:
Casi siempre (3 puntos)
A veces (2 puntos)
Nunca (1 punto)
Revisas tu celular apenas despiertas, incluso antes de ir al baño (sí, el “buenos días” se lo das primero a la pantalla).
Sientes ansiedad si olvidas el teléfono en casa o si se queda sin batería (como si te hubieran arrancado un órgano).
Usas el celular mientras comes, aunque estés acompañado (porque ¿qué es una ensalada sin Instagram?).
Revisas el celular en el baño (y admitámoslo: a veces te tardas más de la cuenta).
No puedes esperar en una fila sin mirar la pantalla (los 3 minutos en la farmacia se sienten eternos).
Te cuesta ver una película sin sacar el celular “un ratito” (y luego ya ni sabes qué pasó en la trama).
Usas el celular como escudo para evitar silencios o conversaciones incómodas (el clásico “me hago el ocupado”).
Desbloqueas el teléfono aunque no haya notificaciones (porque quién sabe, capaz que ahora sí…).
Revisas el celular durante una conversación importante (y dices “te escucho” mientras scrolleas).
Te vas a dormir con el celular en la mano o debajo de la almohada (como si fuera tu osito de peluche versión siglo XXI).
Resultados
10 a 15 puntos – Tranquilo, sigues siendo humano. Tu celular no domina tu vida. Lo usas, lo disfrutas, pero puedes olvidarlo sin drama. Eres de los que todavía saben mirar por la ventana.
16 a 24 puntos – Estás en la zona de alerta. El celular ya ocupa demasiado espacio en tu día. Aún puedes retomar el control, pero ojo: si no pones límites, pronto revisarás WhatsApp hasta en tus sueños.
25 a 30 puntos – Celuladicto certificado. Tu celular es tu sombra: come contigo, duerme contigo y hasta va al baño contigo. No lo sueltas porque quizá no quieres soltar algo más: la inseguridad, la soledad o el miedo a aburrirte. Hora de desintoxicarse (¡y no, no me refiero a borrar TikTok y volverlo a instalar al día siguiente!).
Recuperar la presencia y el silencio
No se trata de demonizar la tecnología, sino de recuperar la libertad frente a ella. Byung-Chul Han lo advierte: “Quien está ocupado nunca está disponible, y quien nunca está disponible termina por perderse a sí mismo” (La sociedad del cansancio, 2010). ¿Y si intentamos algo distinto? Podemos empezar con gestos pequeños:
Dejar el celular en otra habitación antes de dormir.
Comer sin pantallas, aunque sea una comida al día.
Dar un paseo sin música ni mensajes, sólo escuchando los pasos y la ciudad.
Atreverse a mirar a los ojos sin distracciones.
No es renunciar a la tecnología, sino devolverle su lugar. El celular debe ser un medio, no un fin. Una herramienta, no un amo.
Reflexión final
Si no soltamos el celular ni para ir al baño, quizá no estamos escapando del aburrimiento, sino de nosotros mismos. Y ese es el verdadero desafío: aprender a mirarnos sin filtros, a estar en silencio, a redescubrir la riqueza de una conversación sin interrupciones. El reto no es tener el mundo en la palma de la mano, sino no perder el alma en una pantalla.
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“La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; quien intenta empujarla hacia adentro, la cierra cada vez más».
-Søren A. Kierkegaard
Queridos(as) lectores(as):
Vivimos en un tiempo en que mostrar se ha convertido en sinónimo de ser. Una época donde la identidad parece medirse en seguidores y validarse en la aceptación virtual. Publicamos no tanto para expresarnos, sino para no desaparecer en el flujo incesante de imágenes. Pero en esa búsqueda desesperada de visibilidad corremos un riesgo: olvidar quiénes somos en verdad, detrás de las máscaras digitales.
La pregunta no es banal: ¿qué queda del sujeto cuando la pretensión sustituye a la autenticidad? Las redes, con todo lo bueno que ofrecen, se han convertido también en un lugar donde se fabrican personajes huecos, vitrinas sin alma. Y quien se acostumbra demasiado a ser vitrina, corre el peligro de quedarse sin rostro.
La máscara digital
En El traje nuevo del emperador (1837) de Hans Christian Andersen, el monarca desfila desnudo ante su pueblo mientras todos, temerosos de parecer ignorantes, fingen ver un traje magnífico. Hasta que un niño dice lo obvio: “¡El rey va desnudo!”. Esa fábula sigue viva hoy, porque las redes están llenas de trajes invisibles: filtros, poses, frases de autoayuda que nadie practica, promesas de éxito que sólo existen en la pantalla. Y si antes la vanidad se disfrazaba con joyas o ropajes, hoy se viste de performative reading: esa tendencia en la que llevar un libro a la playa, al café o al metro ya no tiene que ver con leer, sino con proyectar una imagen de cultura. Como si la tapa de un libro —preferiblemente de un autor difícil— bastara para convencer al mundo de nuestra profundidad. Una página no se lee, se exhibe; la lectura deja de ser experiencia íntima y se convierte en accesorio de marketing personal.
Jean Baudrillard lo resumió con crudeza: “Vivimos en el reino de lo hiperreal, donde la simulación precede y determina lo real” (Simulacros y simulación, 1981). Y Søren Kierkegaard advertía el riesgo último de este juego: “El mayor peligro, perderse uno mismo, puede ocurrir con tanta calma como si no pasara nada” (La enfermedad mortal, 1849). El problema es que cuando uno se acostumbra a posar con un libro que no lee, acaba viviendo una vida que no comprende.
El mercado de la vanidad
Las redes sociales funcionan como un inmenso bazar. Allí se intercambian sonrisas retocadas por aplausos, frases motivacionales por seguidores, cuerpos filtrados por reconocimiento. François de La Rochefoucauld lo intuía hace siglos: “La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud” (Máximas, 1665). Las máscaras no existirían si no tuvieran detrás la nostalgia de algo verdadero.
Desde el psicoanálisis, Jacques Lacan hablaba del “estadio del espejo”: ese momento en que el niño se reconoce en un reflejo y proyecta una imagen ideal de sí mismo. Pero en redes, ese reflejo se ha convertido en espectáculo permanente. Ya no se trata de reconocerse, sino de sostener un personaje que nunca descansa. La identidad se convierte en un branding personal. El riesgo es que el yo se fragmente en mil versiones que no dialogan entre sí. Y entonces, como actores que se confunden con su papel, olvidamos el guión original. Una vida reducida a performance es una vida que deja de tener núcleo propio.
Un libro sostenido en la mano no siempre significa una vida leída. Entre filtros, máscaras y vitrinas digitales, la verdad sigue siendo la más desnuda de todas.
La soledad detrás de la pantalla
El escaparate digital promete compañía, pero muchas veces produce aislamiento. Detrás de la imagen perfecta de los influencers —viajes exóticos, sonrisas constantes, rutinas de éxito— se esconden crisis de ansiedad, adicciones y depresiones profundas. Lo que se muestra no coincide con lo que se vive. Friedrich Nietzsche lo expresó con su habitual dureza: “Nos convertimos en actores de nuestro propio drama” (Más allá del bien y del mal, 1886). La paradoja es que mientras más actuamos, menos nos sentimos mirados de verdad. Los aplausos virtuales no sustituyen una mirada que nos reconozca en lo más íntimo.
Edgar Allan Poe lo retrató magistralmente en La máscara de la muerte roja (1842): un baile de disfraces en el que los invitados ocultan su fragilidad tras ropajes espléndidos, hasta que la muerte, implacable, entra en el salón. Así ocurre con la vida en redes: tarde o temprano, la verdad irrumpe, y la máscara se agrieta. El precio de vivir sólo de apariencias es la soledad. Una soledad más dura que la física, porque se experimenta incluso rodeado de multitudes digitales.
Hacia una identidad auténtica
¿Qué significa ser auténtico en tiempos donde todo se muestra? No se trata de apagar las redes, sino de recuperar un núcleo firme de identidad. Donald Winnicott advertía: “La falsedad se convierte en una amenaza para el verdadero self cuando el sujeto vive de forma excesiva para las demandas externas” (Realidad y juego, 1971).
Autenticidad no es exhibicionismo, sino coherencia. No es contarlo todo, sino no traicionarse en lo esencial. Mostrar vulnerabilidad cuando es necesario, reconocer limitaciones, aceptar que la vida no cabe en un feed de Instagram. San Agustín ya lo intuía: “Quieren levantar edificios altos; primero pónganse firmes en el fundamento de la humildad” (Sermón 69, siglo IV). El peligro de carecer de identidad propia es convertirse en un reflejo sin cuerpo, en una sombra que depende de la luz del aplauso ajeno. Y las sombras, por muy estéticas que parezcan en un filtro, se disuelven apenas se apaga la pantalla.
Reflexión final
El fenómeno del performative reading nos deja una enseñanza clara: se puede sostener un libro en la mano sin leerlo, como se puede sostener una vida entera sin vivirla. En un mundo donde todos luchan por atención, lo más valiente sigue siendo vivir sin máscaras. Porque, como en la fábula del emperador desnudo, tarde o temprano alguien señalará lo evidente: que detrás de tanto artificio hay vacío. La diferencia es que, si no cultivamos una identidad propia, cuando nos quiten el traje digital no quedará nada.
Y tenemos que ser muy conscientes que las exigencias cada día van en aumento porue las expectativas de cada uno de nosotros ya están profundamente ligadas o relacionadas con alguien en específico. Seguir de modo casi religioso a influencers que poco o nada aportan hacia una vida más sana, más real, más auténtica, pone en peligro a una sociedad que cada vez demuestra que pensar por sí misma es -además de frustrante- un ejercicio poco importante, porque más vale primero encajar que ser «apartado» y aislado en el mismo mundo donde transcurre todo… menos uno mismo.
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Queridos lectores: ¿qué tanto de lo que muestran en redes son ustedes, y cuánto es una máscara? ¿Qué quedaría si mañana esas plataformas desaparecieran?
Les invito a reflexionar, a comentar su experiencia y a compartir esta entrada. Recuerden que pueden suscribirse gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada texto en su correo, y también seguirme en Instagram: @hchp1.
“Si me juzgas por mis errores, te pierdes la oportunidad de conocer mis aciertos».
— Oscar Wilde
Queridos(as) lectores(as):
Vivimos en un tiempo donde una palabra puede ser más pesada que la verdad misma. Una frase lanzada con ligereza, un juicio hecho sin contexto o el eco persistente de un apodo hiriente puede terminar moldeando la manera en que una persona se ve a sí misma. Lo alarmante es que, en demasiadas ocasiones, ni siquiera se trata de un autorretrato, sino de una obra ajena: alguien más decidió describirnos… y nosotros, sin quererlo, firmamos al pie de esa descripción.
Pensemos en Galileo Galilei, acusado de herejía por atreverse a mirar el cielo con ojos nuevos. O en Juana de Arco, señalada como hereje y bruja por quienes temían su fuerza y su fe, y que siglos después sería canonizada. En cada uno de estos casos, las etiquetas no sólo eran injustas: estaban diseñadas para controlar, silenciar o destruir. No es casualidad. Las palabras tienen filo, y quienes saben usarlas para herir pueden hacer creer a alguien que es aquello que en realidad sólo hizo, dijo o, peor aún, ni siquiera hizoni dijo.
El peso de una palabra mal puesta
Hay palabras que se clavan más hondo que cualquier herida física. No necesitan ser ciertas para dejar cicatriz; basta con que se repitan el tiempo suficiente. En la Historia, hay ejemplos de sobra. Marie Curie fue acusada de “ladrona” y “adúltera” en la prensa sensacionalista de su época, cuando en realidad estaba revolucionando la ciencia con una ética intachable. Abraham Lincoln fue llamado “loco” y “peligroso” por sus adversarios políticos, mucho antes de ser recordado como uno de los presidentes más influyentes y queridos de Estados Unidos. Lo que estas historias muestran es que las etiquetas no siempre describen la realidad: muchas veces son herramientas de poder. Cuando alguien quiere reducir a otra persona, le basta con encontrar un adjetivo que condense desprecio, miedo o desconfianza… y repetirlo hasta que el mundo lo crea.
El problema es que, con el tiempo, no sólo los demás creen esa mentira: la persona que la recibe puede llegar a adoptarla como parte de su identidad. Es un mecanismo conocido en psicología: la introyección. Sin darnos cuenta, absorbemos las opiniones ajenas y empezamos a tratarnos como ese otro nos describió. Si nos dicen “egoístas” el tiempo suficiente, empezamos a actuar a la defensiva, como si tuviéramos que justificarnos; si nos dicen “incapaces”, dudamos incluso de lo que hacemos bien. Pero las palabras, por muy pesadas que sean, no son cadenas eternas. La Historia está llena de quienes las rompieron. Nelson Mandela fue etiquetado como “terrorista” durante décadas; después, el mundo entero lo reconoció como un símbolo de paz y reconciliación. La lección es clara: no somos las palabras que otros eligen para nosotros.
Actos vs identidad
Una de las confusiones más comunes —y más dañinas— es creer que lo que hacemos define por completo lo que somos. Un error, una mala decisión, incluso un momento de debilidad, no son equivalentes a una sentencia de por vida. Sin embargo, cuando el entorno es hostil o manipulador, el paso de la conducta a la identidad es casi automático. El filósofo romano, Séneca, lo advirtió hace dos mil años: “No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige” (Cartas a Lucilio, año 65). Cuando no sabemos quiénes somos, cualquier palabra que nos lancen puede desviar nuestro rumbo. Tomemos un ejemplo literario. En Los miserables (1862), Victor Hugo nos muestra a Jean Valjean, un hombre marcado por el delito de robar pan. La sociedad lo define como “ladrón”, “delincuente” o “irredimible”. Pero, a través de sus actos posteriores, Valjean demuestra que su esencia va mucho más allá de ese hecho. El lector comprende que un sólo acto no agota la verdad de una vida entera.
En la vida real, la historia de Alfred Nobel es igual de reveladora. Un periódico francés publicó por error su necrológica, titulándola “El mercader de la muerte ha muerto”. Nobel, vivo aún, quedó impactado al leer cómo lo definían exclusivamente por la invención de la dinamita. Decidió entonces dedicar su fortuna a crear un legado distinto: los Premios Nobel (1895), símbolo de contribución al conocimiento y la paz. La clave está en distinguir entre lo que hemos hecho y lo que somos. Las acciones pueden corregirse, los errores pueden repararse, pero la identidad profunda no puede reducirse a un titular, una acusación o un apodo.
Hay dolores que no nacen de la verdad, sino de mentiras que aprendimos a creer.
El control emocional y la perversidad de la etiqueta
Hay un uso de las etiquetas que va más allá del simple error de juicio: el uso intencional para dominar o someter. En estos casos, el adjetivo no es una descripción, sino un arma. Se coloca en el centro de la identidad de la otra persona para que esta viva a la defensiva, sintiéndose culpable incluso de respirar. Viktor Frankl escribió: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad y nuestro poder de elegir nuestra respuesta” (El hombre en busca de sentido, 1946). Quien manipula con etiquetas busca borrar ese espacio, lograr que la respuesta sea automática: obedecer, ceder, callar. Un ejemplo histórico lo encontramos en la figura de Juana de Arco. Durante su juicio en 1431, los cargos de herejía y brujería no eran más que una coartada política para destruir su influencia. La acusación buscaba anularla como líder y como mujer, para que cualquier palabra suya quedara desacreditada. La etiqueta era la condena.
En el ámbito cultural, podemos recordar a John Lennon, quien en 1966 fue duramente atacado por su frase “somos más populares que Jesús”. El titular descontextualizado se convirtió en munición contra él, ocultando que hablaba del fenómeno social de la música y no de una declaración religiosa. La presión y el boicot demostraron que una etiqueta, bien colocada por los adversarios, puede arrasar reputaciones. En el fondo, este tipo de manipulación opera sobre una misma premisa: si logras que alguien se crea indigno, culpable o incapaz, no necesitarás cadenas físicas para retenerlo. Las cadenas estarán en su mente.
Recuperar el nombre propio
Liberarse de una etiqueta injusta no es un acto instantáneo: es un proceso de volver a mirarse con ojos limpios, sin el filtro de lo que otros han querido imponer. Implica preguntarse, como sugería el Søren Kierkegaard: “La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; hay que retirarse un poco para abrirla” (Diarios, 1843). En otras palabras, a veces hay que dar un paso atrás de las voces ajenas para ver quién se es realmente. En la Historia, hay figuras que lograron hacerlo con una fuerza admirable. Winston Churchill fue considerado por muchos un político acabado tras la Primera Guerra Mundial, cargando con la etiqueta de “fracasado” por el desastre de Gallípoli. Dos décadas después, se convirtió en el primer ministro que lideró la resistencia británica contra el nazismo y en símbolo de tenacidad. No rehuyó su pasado: lo integró en una identidad mucho más amplia.
Otro ejemplo conmovedor es el de Malala Yousafzai. Etiquetada como “niña problemática” por los talibanes por defender la educación de las niñas en Pakistán, sufrió un atentado que buscó silenciarla. En vez de aceptar ese destino, asumió su voz con más fuerza, ganando el Premio Nobel de la Paz en 2014 y convirtiéndose en referente mundial. Recuperar el nombre propio implica un doble movimiento: dejar de responder al llamado que otros nos impusieron y empezar a responder al propio. No es ignorar las acciones pasadas, sino colocarlas en su justa proporción. Un error no define a una persona; un acierto tampoco la agota. La identidad es un río en movimiento, no una piedra inmóvil.
Reflexión final
Las etiquetas son cómodas para quien las pone y pesadas para quien las carga. No requieren pruebas, no exigen matices; sólo necesitan repetirse lo suficiente para que parezcan verdad. Pero la Historia y la vida cotidiana nos enseñan algo: ninguna palabra, por muy afilada que sea, puede contener toda la complejidad de una persona. Si alguna vez te han dicho que “eres” algo que te duele, pregúntate: ¿de dónde viene esa palabra? ¿Qué intención había detrás? Y sobre todo, ¿qué evidencias tienes de que sea tu verdad? Tal vez descubras que has vivido bajo un nombre que no era tuyo.
Recuerda las palabras de Hannah Arendt: “Nadie tiene derecho a obedecer” (Responsabilidad y juicio, 2003). Obedecer una mentira sobre quién eres, aceptarla sin examen, es renunciar a tu libertad interior. Y esa libertad es el primer paso para recuperar tu nombre propio. En el fondo, no se trata de demostrar a otros quién eres: se trata de recordártelo a ti mismo. Porque no eres la suma de etiquetas que te pusieron; eres la suma de tus elecciones, de tus cambios y de tu capacidad para no quedarte reducido a una sola palabra.
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“La libertad no es un fin, sino un camino. Y el camino se hace al andar con otros”.
-Lou Andreas-Salomé
Queridos(as) lectores(as):
A finales del siglo XIX y principios del XX, Europa vivía un hervidero intelectual. Las ciudades eran laboratorios de ideas y el mundo cambiaba a un ritmo que desafiaba las tradiciones más firmes. Entre filósofos, poetas y psicoanalistas, surgió una figura singular: Lou Andreas-Salomé.
No fue una sombra detrás de un gran hombre, ni una nota al pie en la Historia del Pensamiento. Fue una viajera de las ideas, una mujer que supo entrar en la intimidad intelectual de gigantes como Nietzsche, Rilke o Freud, y salir de ella con algo propio. No coleccionaba objetos, sino almas e ideas; no como trofeos, sino como material vivo para su propia construcción.
Una inteligencia nacida en los márgenes
Lou nació el 12 de febrero de 1861 en San Petersburgo, hija de Gustav von Salomé, un general alemán del ejército ruso, y Louise Wilm, de ascendencia hugonote. Su infancia estuvo marcada por un entorno bilingüe (alemán y ruso) y por un hogar en el que el orden militar y la disciplina protestante se mezclaban con un respeto profundo por la educación. Desde niña, Lou mostró un apetito insaciable por el conocimiento. Leía no sólo lo que le daban, sino lo que conseguía por su cuenta: Filosofía, Teología, Literatura, Historia del Arte. La muerte de su padre cuando tenía 16 años la afectó profundamente, pero también le abrió un espacio de independencia. Convenció a su madre de que le permitiera estudiar en Zúrich, una de las pocas universidades europeas que aceptaban mujeres.
En Zúrich estudió Teología, Filosofía e Historia de la Religión. Allí descubrió que su curiosidad no se saciaba con exámenes ni diplomas: buscaba una forma de vivir en la que pensar y vivir fueran inseparables. Aquí vemos lo que Winnicott llamaría capacidad de estar sola en presencia de otros: Lou podía sostener su independencia intelectual incluso rodeada de autoridades masculinas que la subestimaban. Esa autonomía interna sería clave para que, más adelante, dialogara de igual a igual con figuras dominantes sin perder su voz.
Nietzsche, Rée y la irreverencia filosófica
En 1882, Lou viajó a Roma, donde conoció al filósofo Paul Rée. Compartían afinidad por el escepticismo religioso y la pasión por la filosofía moral. Rée, fascinado por su inteligencia, le presentó a Friedrich Nietzsche. La química intelectual entre los tres fue inmediata. Planeaban vivir juntos en una especie de “comunidad de pensamiento” en París, lo que escandalizó a la sociedad y a las familias implicadas. Nietzsche le propuso matrimonio en dos ocasiones; ella lo rechazó con cortesía, pero firmeza. Su negativa no era desprecio: era defensa de su libertad.
En sus memorias, Lou escribió sobre Nietzsche: “Era un hombre que luchaba por ser fiel a sí mismo incluso contra sí mismo” (Nietzsche, 1935). De él absorbió el coraje de pensar contra la corriente, pero también la convicción de que un vínculo intelectual no debía convertirse en una prisión afectiva. En esta etapa, Lou practicaba lo que podríamos llamar apropiación simbólica: tomar elementos de un pensamiento ajeno, integrarlos y devolverlos transformados. No se trataba de imitar a Nietzsche, sino de metabolizarlo para fortalecer su propio discurso. El triángulo con Rée y Nietzsche fue también una experiencia de límites: cómo estar cerca sin perderse.
Lou Andreas-Salomé, escritora, filósofa y psicoanalista, cuya vida y obra marcaron el pensamiento europeo de finales del siglo XIX y principios del XX.
La viajera de ideas
Tras el quiebre con Nietzsche y Rée, Lou emprendió una vida de viajes: París, Berlín, Viena, Weimar, San Petersburgo. En cada ciudad buscaba no sólo un lugar donde vivir, sino un círculo donde pensar. En Berlín conoció a artistas y escritores que exploraban las fronteras del simbolismo y el naturalismo. En París asistió a conferencias sobre psicología experimental y a exposiciones que cuestionaban la tradición académica. En Weimar, estudió los archivos de Goethe y se empapó del espíritu humanista.
Durante estos años escribió novelas y ensayos. En Fenitschka (1898), la protagonista es una joven que desafía las convenciones de género, no como proclama política, sino como consecuencia natural de una vida vivida desde la autenticidad. Sigmund Freud diría más tarde que la sublimación es el mecanismo por el cual los impulsos encuentran una vía creativa y socialmente valiosa. Lou sublimaba su necesidad de independencia en escritura y diálogo, desplazando la tensión entre vida personal y entorno conservador hacia la producción intelectual.
Rilke y el alma poética
En 1897, Lou conoció a René Maria Rilke, un joven poeta austriaco de 22 años, sensible y todavía inseguro. Lou lo animó a cambiar su nombre a Rainer, lo introdujo en el arte y la literatura rusa, y lo llevó a San Petersburgo y Moscú. Juntos visitaron a León Tolstói, una experiencia que marcó profundamente a Rilke. Su relación fue intensa: amorosa, intelectual y creativa. Lou fue mentora y amante, pero nunca carcelera. Lo dejó crecer, incluso cuando eso significaba perderlo. “Tenía la fragilidad de quien se sabe pasajero, y la fuerza de quien ama a pesar de ello” (Mi vida, 1931).
Lou actuó como objeto transicional en el sentido winnicottiano: un puente afectivo que permitió a Rilke madurar sin romper bruscamente con su etapa anterior. No pretendió moldearlo, sino facilitarle las condiciones para encontrarse consigo mismo.
Freud y la última conquista intelectual
En 1911, Lou conoció a Sigmund Freud en el Congreso Psicoanalítico de Weimar. Tenía 50 años y ya una trayectoria intelectual consolidada. Freud quedó impresionado por su agudeza. Comenzaron una correspondencia que duraría décadas, en la que Lou no dudaba en cuestionar o matizar sus teorías. Se formó como psicoanalista, trabajó casos clínicos y escribió ensayos sobre la sexualidad femenina, el narcisismo y la dinámica del amor. En una carta a Freud escribió: “Cada ser humano es una patria desconocida que se revela poco a poco, a veces a su pesar” (Correspondencia con Freud, 1931).
Lou aportó al psicoanálisis una sensibilidad que hoy llamaríamos interdisciplinaria. No se limitaba a la técnica; traía a la consulta su bagaje filosófico y literario, enriqueciendo la comprensión de los pacientes más allá del síntoma. Freud la veía como colega, no como discípula, y esa relación horizontal era rara en un entorno dominado por hombres.
Una vida entre gigantes, pero con voz propia
Lou murió en 1937, en Gotinga, dejando una obra que incluye novelas, ensayos, memorias y trabajos psicoanalíticos. Su vida fue un hilo tejido con encuentros significativos: Nietzsche, Rée, Rilke, Freud… pero nunca se diluyó en ellos. No reclamó un lugar en la Historia: lo ocupó. No buscó aprobación: buscó interlocución. Supo escuchar sin someterse y enseñar sin imponerse. Fue, en el sentido más pleno, una coleccionista de almas y de ideas.
Si la pensamos desde Freud, Lou ejerció una forma de “análisis natural” incluso fuera del diván: observaba, escuchaba, interpretaba, y sobre todo, dejaba que el otro se revelara sin forzarlo.
Reflexión final
Lou Andreas-Salomé no fue una espectadora de la Historia Intelectual de su tiempo: fue parte activa de ella. Entró en la vida de algunos de los mayores creadores y pensadores no para orbitarlos, sino para dialogar con ellos. No necesitó banderas para ser libre, ni ideologías para ocupar un lugar en la mesa de los gigantes. Su vida nos recuerda que la verdadera libertad intelectual no es proclamarse independiente, sino vivir como tal: conversar sin miedo, disentir sin romper, inspirar sin poseer.
Tal vez, lector, el reto no sea encontrar a nuestros propios Nietzsche, Rilke o Freud, sino aprender de Lou la manera de encontrarnos a nosotros mismos a través de ellos.
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«Hay silencios que no callan, sino que abrazan con la voz de lo que no se atreve a decirse».
Hay miradas que no piden explicaciones, sólo compañía. Hay silencios que parecen fríos, pero que en realidad están guardando algo delicado. Esta carta es para esos momentos en los que uno quisiera que alguien se sentara cerca, sin prisas, sin juicios, y se quedara allí hasta que el alma descanse. Si hoy llevas en los ojos un peso que no sabes cómo nombrar, si hace tiempo que no recibes palabras que abracen sin apretar, aquí tienes un lugar para ti.
(Y aunque no lo digas, yo sé que estabas esperando que llegara).
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Querido(a) lector(a):
No sé en qué momento llegó a ti esta mirada. Tal vez fue de golpe, una tarde cualquiera, como la sombra repentina de una nube que tapa el sol en mitad de un paseo. O quizá se fue instalando despacio, como el polvo que se acumula en los rincones sin que uno lo note hasta que, un día, la luz lo revela flotando en el aire. No me lo tienes que contar. Hay cosas que se sienten incluso sin verlas. Y yo, aunque no te tenga delante, sé que tu mirada carga un peso. A veces imagino que, si nos cruzáramos por la calle, lo sabría de inmediato: lo notaría en esa quietud que a veces tienen los ojos cuando no quieren que nadie los toque, pero en el fondo suplican que alguien se acerque.
Hoy te escribo porque quiero estar contigo, aunque sea así, en letras. No para llenarte de explicaciones, ni para prometerte que todo pasará. No voy a disfrazar el dolor con frases rápidas que no se sostienen. Te escribo para quedarme a tu lado un rato. Para que sepas que, en este momento, no estás solo(a). El silencio está aquí. Puede ser incómodo, como una habitación fría a la que uno entra descalzo, o áspero, como una tela que raspa la piel. Pero si lo dejas, también puede convertirse en un manto que envuelve, en un refugio donde no hace falta fingir. Y aunque ahora tal vez parezca un enemigo, puede ser un guardián que protege lo que todavía no estás listo(a) para decir. Aquí no tienes que ser fuerte. No tienes que mostrar la mejor versión de ti. No tienes que convencerme de que estás bien. Puedes bajar los brazos y dejar que el peso caiga. Puedes llorar, si lo necesitas. Aquí nadie va a mirar el reloj mientras lo haces. Aquí no hay “demasiado” ni “ya es hora de parar”.
Si estuvieras conmigo ahora, te prepararía un té caliente o un café recién hecho, quizá un rico mate, según lo que prefieras. Pondría la taza frente a ti, y me quedaría mirando cómo envuelves tus manos alrededor, dejando que el calor suba lentamente por tus dedos. Afuera, quizá, se oiría el murmullo lejano de una calle viva, pero aquí dentro el mundo se reduciría a nosotros dos y a este instante. Te invitaría a sentarte cerca de la ventana. La luz de la tarde entraría suave, dibujando sombras largas en el suelo. El aire tendría ese olor a madera y a papel que guardan los lugares donde se conversa despacio. Si quisieras, abriría un poco la ventana para que entre una brisa ligera, de esas que mueven apenas una hoja de papel sobre la mesa. Si me dejaras, te abrazaría. No con un abrazo rápido, distraído, sino con uno lento, prolongado. De esos en los que el cuerpo entero se amolda y en los que puedes soltar el aire sin miedo. Un abrazo que dice: “No tienes que sostenerlo todo tú solo(a). Yo puedo sostenerte un rato”.
Y así, sin prisa, nos quedaríamos. Tal vez escucharíamos el ruido de la calle como un eco lejano, o el golpeteo de una rama contra el cristal. Tal vez no hablaríamos nada. Tal vez sí, pero sin necesidad de ordenar las frases. Porque hay momentos en los que lo importante no es entender, sino acompañar. Quiero que sepas que pienso en ti más de lo que imaginas, aunque puede ser que no te conozca. No como quien piensa en un nombre al pasar, sino con esa atención que se reserva para lo que importa. Y aunque no pueda caminar a tu lado ahora, aquí estoy, y estaré cada vez que vuelvas a estas palabras. Somos caminantes que comparten sus soledades, soledades que se encuentran, caminos que se descubren acompañados. Si un día sientes que quieres buscarme, que te mueres de ganas de estar conmigo, hazlo. Yo también querré verte. Y si eso no ocurre pronto, está bien. Nos tendremos aquí, en este rincón de letras que late como si fuera piel.
Hoy, mientras lees esto, no estás solo(a). No mientras yo te esté pensando.
Con afecto, con paciencia, y con un lugar reservado para ti en mi abrazo y en mi corazón,
Héctor Chávez
P.D. No sé si esta carta llegó tarde o justo a tiempo. Sólo sé que la escribí con la certeza de que tú la ibas a entender. Siempre supe que, de alguna manera, estaba esperando encontrarte aquí.
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“Cuando me dijeron que quedaban cinco minutos de vida, pensé en ustedes, en mi familia, en mi pasado. La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto podía ser una eternidad de felicidad”. — Fiódor Dostoievski
Queridos(as) lectores(as):
No todos mueren para saber qué significa vivir. La mayoría pasa por la vida con la ilusión de que la muerte está lejos, como si fuera un asunto que compete a otros. Dostoievski no tuvo ese privilegio. En una fría mañana de diciembre de 1849, con apenas 28 años, el joven novelista ruso se encontraba con las manos atadas, los ojos vendados y el corazón latiendo con un miedo visceral. Frente a él, un pelotón de fusilamiento esperaba la orden de disparar. Todo estaba preparado para el final… hasta que, en el último instante, un mensajero del zar Nicolás I interrumpió el ritual para anunciar que la pena se conmutaba por trabajos forzados en Siberia.
Aquel perdón no era misericordia: era una forma sofisticada de tortura psicológica. Y, paradójicamente, fue también el inicio de la metamorfosis que haría de Dostoievski uno de los más grandes conocedores del alma humana.
El día del simulacro
En abril de 1849, Dostoievski fue arrestado junto a otros miembros del Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunía en San Petersburgo para debatir ideas políticas, filosóficas y literarias prohibidas en la Rusia zarista. Allí se leían y traducían textos de Charles Fourier, Saint-Simon y Voltaire, y se hablaba de reformas sociales, la abolición de la servidumbre y la libertad de prensa. Para el zar Nicolás I, estas reuniones eran más peligrosas que cualquier conspiración armada. Las ideas, una vez pronunciadas, no se pueden volver a encadenar. Por eso, en un gesto calculado para enviar un mensaje ejemplar, ordenó arrestar a todos los miembros.
Tras ocho meses de encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el 22 de diciembre de 1849, los prisioneros fueron llevados a la Plaza Semiónov. La sentencia: muerte por fusilamiento. La ceremonia fue pública. Los condenados fueron atados, se les vendaron los ojos y se les alineó en grupos. Dostoievski estaba en el segundo. Vio cómo el primero se preparaba para recibir la descarga. Fue entonces cuando apareció el mensajero con la “misericordia” imperial: la pena sería sustituida por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, seguidos de servicio militar obligatorio. Este episodio ilustra lo que Sigmund Freud llamaría una situación traumática extrema: una vivencia donde el Yo queda desbordado por un peligro real e inminente. Sin embargo, en Dostoievski, ese trauma no derivó en parálisis vital, sino en una reorganización de su aparato psíquico. El “indulto” no borró la angustia, pero le otorgó un nuevo principio de realidad: la certeza de que todo puede terminar en segundos.
El trauma como revelación
Para la mayoría, una experiencia así dejaría una cicatriz paralizante. Dostoievski, en cambio, escribió ese mismo día a su hermano Mijaíl: “Hermano, no estoy desanimado ni deprimido. La vida es en todas partes la vida; la vida está en nosotros mismos, no fuera. A mi alrededor habrá gente, y ser humano entre humanos y permanecer siempre, no entristecerse ni enfadarse, he ahí la vida. El sentido de la vida está en la vida misma” (Carta a Mijaíl Dostoievski, 1988). Aquí no hay ingenuidad. Hay una transformación existencial. El filósofo y psicoanalista, Rollo May, más de un siglo después, lo resumió así: “La creatividad surge a menudo en respuesta a la experiencia de muerte o destrucción” (El coraje de crear, 1975).
En términos freudianos y posteriormente del propio Winnicott, Dostoievski logra aquí una “adaptación creadora” frente al trauma: no niega la experiencia ni se queda atrapado en ella, sino que la integra como un material simbólico. El resultado es una intensificación de la percepción del tiempo y una conciencia más viva de la finitud.
Fiódor Dostoievski, frente al pelotón de fusilamiento en la Plaza Semiónov, instantes antes de recibir el indulto que marcaría su vida y su obra.
El alma humana a la luz de la muerte
Desde ese día, su obra se volvió un espejo de la condición humana enfrentada a sus límites. Crimen y castigo (1866) examina la tensión entre culpa y redención; El idiota (1869) presenta al príncipe Myshkin describiendo, con sorprendente detalle, el estado mental de un condenado a muerte: “Decía que en esos instantes no había un pensamiento que no pasara por su mente, ni un sólo detalle que no captara con intensidad inusitada” (El idiota, 2002). No es un recurso narrativo inventado: es la transposición literaria de un recuerdo grabado a fuego. En Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880), los personajes no son héroes ni villanos puros, sino criaturas complejas que oscilan entre el bien y el mal, siempre bajo la sombra de la mortalidad.
El trauma de Dostoievski se convierte en una matriz narrativa donde sus personajes funcionan como “escenarios internos” (concepto de Melanie Klein): representaciones dramatizadas de los conflictos psíquicos que él mismo experimentó en ese límite entre vida y muerte.
Trauma y empatía
El impacto más profundo no fue literario, sino humano. Dostoievski no se volvió cínico. Al contrario: su empatía se volvió más feroz y más lúcida. En Los demonios afirma: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz; sólo por eso. Eso es todo, todo” (Los demonios, 2001). No es consuelo barato. Es advertencia. La felicidad está ahí, pero pasa inadvertida… hasta que la muerte nos obliga a verla. Aquí vemos lo que Jacques Lacan llamaría atravesar el fantasma: dejar de vivir bajo la ilusión de que siempre habrá más tiempo. La empatía de Dostoievski no es sentimentalismo; es la lucidez de quien ha perdido la inocencia de la inmortalidad.
Reflexión final
No necesitamos un pelotón de fusilamiento para comprender que somos frágiles, pero sí necesitamos —con urgencia— una mirada más honesta hacia nuestra propia finitud. Vivimos como si la muerte fuera un rumor lejano, algo que le sucede a otros, no a nosotros. Pasamos días enteros ocupados en trivialidades, aplazando conversaciones, proyectos y afectos como si tuviéramos crédito infinito de tiempo. Dostoievski no tuvo ese lujo. En un sólo día, la muerte le susurró al oído con la voz de un oficial que le leía la sentencia, y luego lo dejó vivo para que cargara con esa memoria como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro. Desde entonces, escribió como quien sabe que cada palabra podría ser la última, y miró a los demás con la compasión de quien ha estado a un paso del abismo.
Tal vez esa es la lección más incómoda: la vida no se mide en la cantidad de años que acumulamos, sino en la intensidad con la que habitamos cada instante. Podemos tener décadas por delante y, aun así, estar muertos en vida. Podemos tener un sólo día y vivirlo con una plenitud que lo haga valer por mil. Si mañana llegara nuestro propio mensajero —con o sin uniforme, con o sin anuncio dramático—, ¿nos encontraría listos para morir… o descubriría que hasta ahora no hemos empezado a vivir?
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