La prisión de lo que fue

«El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos».

-Marcel Proust

Queridos(as) lectores(as):

Muchos llegan al diván con una carga invisible pero densa: el pasado. Lo vivido —doloroso, confuso o incluso indecible— se presenta como una condena inapelable. “No puedo cambiarlo”, dicen, como si esa verdad bastara para justificar la inercia, el sufrimiento o el miedo. Y, en efecto, el pasado es un conjunto de hechos que ya no pueden modificarse. Pero el psicoanálisis no trabaja con los hechos, sino con sus efectos, sus huellas, sus narraciones. La clínica enseña que recordar no es simplemente traer algo al presente, sino relatarlo de un modo que revele su inscripción en la subjetividad. No se trata de cambiar lo que ocurrió, sino de comprender cómo eso que ocurrió sigue operando hoy. Como señala Sigmund Freud en Recordar, repetir y reelaborar (1914), la neurosis no se nutre sólo del pasado, sino de su permanencia activa en la vida psíquica actual. Lo que duele, muchas veces, no es lo que pasó, sino el sentido que se cristalizó.

Es en ese espacio intermedio entre lo fijo y lo móvil donde emerge una posibilidad transformadora: resignificar la historia personal sin negar el dolor, pero tampoco glorificarlo como destino. En esa línea se inscribe la cita de mi querido Gabriel Rolón que será el eje de esta reflexión:

“El pasado es un conjunto de hechos inmodificables que han ocurrido hace tiempo. La historia, en cambio, es dinámica. Es una suma de escenas que se modifican según dónde ubiquemos la cámara y cómo dirijamos la luz. A diferencia del pasado, la historia puede ser otra a partir de la resignificación que se haga en el presente de lo vivido en el pasado. […] Es una obviedad decir que el pasado influye en el presente. Sin embargo, no se trata de un camino que tiene una sola dirección. También el presente influye en el pasado. Lo cuestiona, le da un sentido y lo modifica” (La felicidad, 2023).

El pasado como hecho, la historia como narración

Existe una diferencia crucial entre lo que sucedió y lo que se cuenta que sucedió. El pasado, en tanto hecho, es inamovible; pero la historia, como narración, está viva. Cambia con la voz que la relata, con el tiempo que la abraza, con la emoción que la carga. Esta distinción no es sólo filosófica, sino clínica: no es lo mismo haber sido herido que seguir hablando desde la herida. En Más allá del principio del placer (1920), Freud introdujo la idea del trabajo psíquico como una suerte de escritura: la mente no es un registro pasivo, sino una instancia que reescribe, reprime, desplaza. Lo traumático, por ejemplo, puede no estar en el hecho mismo, sino en la imposibilidad de inscribirlo, de narrarlo, de darle lugar. Por eso, en la cura, la elaboración narrativa no es un adorno, sino una vía de transformación.

Cuando una persona empieza a relatar su vida desde un nuevo punto de vista, no niega lo que ocurrió, pero comienza a habitarlo de otro modo. Es ahí donde se abre la posibilidad de una “historia otra”, una en la que el sujeto deja de ser únicamente víctima de lo vivido y pasa a ser autor de su relato. Como sostiene Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido (2000): “… recordar es siempre refigurar, reconstruir, recomponer los fragmentos en una unidad que no se da naturalmente”. Entonces, lo que parecía una condena puede convertirse en una pregunta: ¿cómo contar lo que fui desde lo que soy? Y esa pregunta no es menor, porque en ella se juega la dignidad del sujeto que, aun sin negar su pasado, ya no se define exclusivamente por él.

La dirección inversa del tiempo

Decir que el pasado influye en el presente es casi una obviedad. Sin embargo, lo verdaderamente transformador aparece cuando se reconoce que el presente también puede influir en el pasado. No porque los hechos se borren, sino porque su sentido se reviste de otra luz, se vuelve otra cosa a partir de quien somos hoy. Este desplazamiento en la dirección del tiempo psíquico no contradice la cronología, sino que revela su insuficiencia cuando se trata de lo humano. En Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Freud deja ver que el yo no es una instancia fija, sino una construcción permanente, en diálogo con lo que fue, lo que es y lo que se espera. Desde ahí, el presente no sólo recuerda, también interpreta.

En el proceso analítico, esta inversión del tiempo se manifiesta con nitidez. Un hecho que durante años fue vivido como humillación puede, desde una nueva posición subjetiva, leerse como el origen de una fuerza, de un límite o de un acto de dignidad. Lo que dolía por incomprensible comienza a ser elaborado desde una mirada más amplia. No se trata de justificar el pasado, sino de comprender el modo en que hoy lo alojamos. Gabriel Rolón lo resume con claridad: “También el presente influye en el pasado. Lo cuestiona, le da un sentido y lo modifica”. En otras palabras, cuando el presente se hace cargo de narrar el pasado, deja de repetirlo. Como señala Jacques Lacan: “No se trata de recordar para recordar, sino para cernir lo real que se insiste” (Seminario XI, 1964). Lo que ayer parecía una marca imborrable, puede hoy volverse materia de una nueva inscripción. La historia personal, entonces, no se borra, pero sí puede reescribirse. Y en esa reescritura no se niega el dolor, pero se le quita el poder de determinarlo todo.

A veces, basta una nueva luz para que lo vivido encuentre otro sentido.

El lugar del analista: luz y cámara

Si la historia puede modificarse según “dónde ubiquemos la cámara y cómo dirijamos la luz”, como afirma Gabriel Rolón, entonces el consultorio analítico se convierte en ese set donde el pasado es filmado nuevamente. No para falsificarlo, sino para mirarlo desde otro ángulo, con otra iluminación. Y en ese escenario, el analista no es director ni guionista, sino acompañante del movimiento que hace posible esa resignificación. El lugar del analista, como bien señaló Lacan, es el de “causar un saber”, no el de imponer uno (Seminario XI, 1964). Su función no es decirle al paciente lo que le pasó, sino propiciar las condiciones para que el sujeto pueda narrar lo vivido con una lógica que antes le era inaccesible. En ese sentido, el analista ayuda a enfocar, a distinguir sombras de formas, a ver más allá del encuadre automático que muchas veces el dolor impone.

Acompañar a alguien en este proceso no significa decirle que todo va a estar bien, ni ofrecer soluciones listas para aplicar. Más bien se trata de estar allí cuando la historia empieza a cambiar de tono, cuando el sujeto se permite volver a mirar con otros ojos y puede, por fin, hacer de su pasado algo narrado y no sólo padecido. Donald Winnicott hablaba del analista como un objeto “suficientemente bueno”, que sostiene sin asfixiar, que presencia sin invadir. Ese sostén es el que permite que la escena se vuelva contable, soportable, incluso transformadora. Como en el teatro o en el cine, no basta con tener la escena: hay que tener también el marco adecuado para verla, una distancia que no sea indiferencia ni fusión. Y allí, en ese juego delicado entre encuadre y enfoque, el analista acompaña no para reconstruir la escena exacta, sino para posibilitar una historia otra: una en la que el sujeto pueda salir de su lugar fijo y emerger como alguien distinto al que entró en el primer acto.

Vivir con historia, no bajo su peso

Cuando el pasado se impone como un peso que paraliza, la vida se convierte en repetición. Lo que fue se vuelve lo que sigue siendo. Sin embargo, cuando ese pasado se vuelve historia narrada, puede convertirse en una plataforma para caminar, y no en una losa que hunde. No se trata de olvidar, sino de recordar de otro modo. En Duelo y melancolía (1917), Freud muestra que el duelo saludable implica un trabajo: el de retirar la libido del objeto perdido para reinvertirla en otras zonas de la vida. Algo semejante ocurre en el trabajo con la historia personal. Lo traumático no desaparece, pero se convierte en experiencia si encuentra una palabra que lo aloje y una mirada que lo humanice. Vivir con historia no significa idealizar lo vivido, ni convertirlo todo en enseñanza. Algunas cosas duelen y dolerán siempre. Pero cuando la herida deja de definir al sujeto y pasa a ser parte de un relato más amplio, la identidad se expande, y con ella, la posibilidad de amar, de crear, de reír y de elegir. Como lo plantea Boris Cyrulnik en Los patitos feos (2001), la resiliencia no es negar el sufrimiento, sino hacer de él una oportunidad de reconstrucción subjetiva.

Quizá ese sea uno de los mayores gestos de libertad psíquica: hablarle al pasado desde la dignidad del presente. No para reescribirlo con falsedad, sino para integrarlo con verdad. Como señala Gabriel Rolón, el presente “cuestiona, le da un sentido y lo modifica”. Y esa modificación no ocurre por arte de magia, sino por el arduo trabajo de decir, de escuchar, de volver a mirar. Al final, no se trata de soltar el pasado, sino de dejar de ser arrastrado por él. Porque sólo cuando se transforma en historia, el pasado puede ser soporte y no condena.

Una historia que sigue escribiéndose

Tal vez nunca podamos liberarnos del todo de lo vivido, pero sí podemos aprender a vivir con ello de otra manera. Esa es, en última instancia, la apuesta del psicoanálisis: no eliminar el dolor, sino transformar su inscripción en la vida de quien lo porta. El sufrimiento no se borra con una frase, pero puede volverse palabra, símbolo, testimonio… puede devenir sentido. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud afirma que la cultura y el aparato psíquico han evolucionado no por erradicar el malestar, sino por construir formas de tramitarlo.

El trabajo sobre el pasado no apunta, entonces, a negar la realidad, sino a construir con ella una narración habitable. Una historia que, como toda historia humana, está siempre en proceso de escritura. Quizá el gesto más amoroso hacia uno mismo consista en eso: dejar de contar la vida como tragedia para empezar a narrarla como posibilidad. Y en ese gesto, el pasado, sin desaparecer, se transforma. Ya no es verdugo. Es, simplemente, un capítulo más de una historia que aún sigue escribiéndose.

La cultura del trauma

«El trauma es el resultado de una ruptura brutal de la confianza; una herida profunda en la fe misma en el mundo y en los otros».

-Sándor Ferenczi

Queridos(as) lectores(as):

Hay heridas que no piden ser mostradas. Hay dolores que no buscan aplausos ni miradas ajenas, sino un espacio interior donde poder ser nombrados sin juicio. Sin embargo, vivimos en tiempos en que incluso el dolor parece haber sido arrastrado al escenario público, convertido en estandarte, en etiqueta, en identidad. La palabra «trauma» —que en otro tiempo era pronunciada con respeto, casi en susurro— hoy se alza como bandera en discursos breves, en publicaciones instantáneas, en narraciones que a veces confunden la catarsis con la exposición. Pero el verdadero trauma no se exhibe; se atraviesa. No busca ser celebrado, ni comentado, ni validado con aplausos virtuales. Busca sentido. Busca escucha. Busca dignidad.

Desde el diván —ese territorio sagrado donde las palabras se atreven a rozar lo innombrable— sabemos que el dolor auténtico no grita para ser oído, sino que susurra en busca de quien sepa escuchar sin prisa, sin escándalo, sin exigencia de espectáculo. Hoy quisiera invitarlos a caminar juntos por un tema delicado, pero urgente: la banalización del dolor, la mercantilización del trauma, y la posibilidad —aún viva, aún luminosa— de devolverle al sufrimiento su espacio sagrado. Porque quizá, antes que hablar de sanar, debamos recordar cómo se honra una herida.

El dolor como mercancía

No todo lo que duele debe ser contado al mundo. Y, sin embargo, vivimos en una época donde el sufrimiento parece no tener valor si no se comparte, si no se sube a una red, si no genera alguna forma de aprobación. Como si el dolor necesitara ahora likes para ser válido.
Como si lo íntimo tuviera que justificarse con visibilidad. La palabra «trauma», que en su raíz griega significa «herida», ha sido despojada de su espesor. Se repite en conversaciones cotidianas como si fuera sinónimo de molestia, de incomodidad, de cualquier malestar que toca apenas la superficie. Pero el trauma verdadero no es ruido: es ruptura. No es moda: es fractura del alma.

En algunos discursos actuales se ha confundido el legítimo derecho a narrar lo vivido con una necesidad de exposición constante. Se cree que mostrar el dolor es, por sí mismo, un acto de sanación. Pero lo cierto es que no todo lo que se expone se elabora. Y no todo lo que se elabora necesita ser expuesto. Byung-Chul Han, con su mirada crítica hacia nuestra época del exceso, lo expresó con precisión: «Cuando el dolor se exhibe, pierde su carácter narrativo y se transforma en mercancía» (La sociedad del cansancio, 2010). Lo que fue herida se vuelve contenido. Lo que fue silencio interior se transforma en performance. Y lo que alguna vez debió ser acompañado en lo profundo, es ahora aplaudido o comentado superficialmente… antes de que el algoritmo lo reemplace por otra historia más llamativa.

Esto no quiere decir que el dolor deba permanecer oculto para siempre, ni que contar lo vivido sea un error. Todo lo contrario: la palabra es, muchas veces, el principio de la transformación. Pero no toda palabra cura. Sólo aquellas que nacen del trabajo interior, de la escucha sincera, del deseo de comprender antes que de mostrar. Hay relatos que liberan.
Y hay otros que sólo repiten. Y en esa diferencia se juega, muchas veces, el destino de una vida.

El verdadero trauma

No todo lo que duele es trauma. No todo malestar deja una herida psíquica. Y no toda herida puede ser mostrada sin consecuencias. El verdadero trauma —ese que se instala en la carne viva del alma— no siempre se recuerda con claridad, ni se dice con facilidad. A veces aparece como un síntoma, como un silencio, como un nudo que aprieta desde dentro y que no encuentra palabras para explicarse. No es un suceso simplemente doloroso, sino una fractura en el entramado de sentido que la persona había construido para vivir. Una interrupción abrupta en la confianza básica en el mundo, en los otros, y en uno mismo. Sigmund Freud, en Más allá del principio del placer (1920), escribió: “El trauma implica una afluencia de excitaciones tan grande que no pueden ser controladas o manejadas; el aparato psíquico queda desbordado, incapaz de reaccionar.” Y Sándor Ferenczi, con su ternura radical hacia los pacientes traumatizados, diría más tarde: “El trauma no sólo hiere: traiciona. Es la ruptura de la fe infantil en que el otro cuidará de mí» (Confusión de lenguas entre los adultos y el niño, 1933)

Cuando una persona vive un trauma real, no busca convertirlo en pancarta. Busca sobrevivir a él. Busca comprender qué fue lo que ocurrió en su historia que el alma no pudo metabolizar. Y muchas veces, lo que el cuerpo recuerda, la mente aún no lo puede narrar. En consulta, lo hemos visto: quien ha sido herido profundamente no siempre llega diciendo lo que le pasó. A veces lo hace desde un insomnio que no cede, desde una ansiedad inexplicable, desde un vacío que parece no tener fondo. El trauma, cuando es real, se esconde —no por cobardía, sino porque es demasiado grande para ser dicho de inmediato. Y por eso el trabajo con él requiere tiempo, respeto, paciencia… y sobre todo, una escucha que no exija relato, pero que prepare el terreno para que, cuando pueda, ese relato nazca. Porque el trauma no desaparece por ser contado. Pero puede comenzar a transformarse cuando se cuenta desde el lugar donde por fin alguien escucha sin asustarse, sin juzgar, sin apurar.

Hablar de un trauma no es una plática de café.

El precio de banalizar el dolor

Cuando todo se llama trauma, ya nada lo es con profundidad. Cuando cada herida se exhibe antes de ser escuchada, lo que debía sanar se convierte en eco sin transformación. Y cuando el sufrimiento se reduce a un discurso repetido, automático, impersonal, deja de ser una experiencia humana para volverse un producto de consumo más. Banalizar el trauma no sólo es un error conceptual: es una forma sutil de violencia. Una que ignora el tiempo psíquico, que impone un guión donde sólo hay gritos sin palabra, y que empuja a las personas a actuar eternamente su dolor sin poder elaborarlo. Se crea así una escena donde el sufrimiento se performa, pero no se trabaja. Donde se grita lo que aún no se ha comprendido, y donde se exhibe lo que, en el fondo, aún necesita ser protegido.

Esto no es nuevo en psicoanálisis. Freud ya lo advertía en Recordar, repetir y reelaborar (1914): “El paciente, en vez de recordar, actúa. Reproduce la situación, sin saber que lo hace”. Es decir, lo que no se elabora, se repite. Y lo que no se simboliza, se convierte en guión ciego. El riesgo más grave de banalizar el trauma es precisamente este: quedarnos atrapados en una actuación inconsciente que se repite sin cesar, como un eco de algo que aún no ha podido ser pensado. Y en el mundo contemporáneo —rápido, ruidoso, impaciente— no siempre hay lugar para esa elaboración silenciosa. El algoritmo exige inmediatez. El mundo virtual aplaude las frases cortas, las historias impactantes, los discursos emocionales. Pero la subjetividad humana necesita algo que las redes sociales no ofrecen: tiempo, profundidad, silencio, y acompañamiento real.

¿Y qué ocurre entonces? Que muchas personas, en lugar de sanar, terminan encadenadas a una identidad construida en torno a su dolor. Una identidad que no permite moverse, que no tolera contradicciones, que no deja lugar al crecimiento. Como si dejar de sufrir fuera traicionar la herida. Como si sanar fuera una forma de olvido o de deslealtad. Pero no es así. El sufrimiento no es una identidad. Es una experiencia. Y como toda experiencia humana, puede ser mirada, dicha, comprendida y, poco a poco, resignificada. La banalización del trauma no sólo hiere al que lo vive: empobrece también la capacidad colectiva de empatía.
Porque cuando todo se sobreactúa, lo verdadero se vuelve invisible. Y cuando todo se llama “dolor”, incluso el dolor más profundo corre el riesgo de no ser escuchado. Recordemos aquel niño que gritaba «¡el lobo, el lobo!», cuando por fin fue real, nadie lo salvó.

El trabajo real: silencioso y paciente

Sanar no es gritar más fuerte. Tampoco es acumular palabras bonitas o relatos que conmuevan. Sanar —de verdad— es un acto humilde y profundo. No se hace de cara al público, sino de cara a uno mismo. El trauma, cuando es auténtico, necesita tiempo y silencio. No para ser olvidado, sino para ser mirado desde otro lugar. Un lugar donde no hay exigencia de espectáculo, sino espacio para que el alma respire y empiece a poner nombre a lo innombrable.

Carl Jung decía: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino» (Recuerdos, sueños, pensamientos, 1961). Y Viktor Frankl, que conoció el dolor extremo, escribió: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos” (El hombre en busca de sentido, 1946). Quizá eso sea el trabajo psíquico: no borrar lo vivido, sino aprender a vivir sin que nos paralice. No se trata de dejar de sentir, sino de dejar de estar sometidos al mismo guion. Y eso no ocurre de golpe. Sucede en la intimidad. En el diván. En la oración. O en esa conversación inesperada que, sin prometer milagros, nos devuelve la palabra.

Mirar con compasión

No toda herida debe mostrarse. Algunas sólo piden ser miradas con compasión, no con juicio. Con ternura, no con análisis rápido. A veces, lo más sanador no es una interpretación brillante, sino una presencia real que no huye del dolor ajeno. En el Evangelio según san Lucas, los discípulos de Emaús no reconocen a Jesús por sus palabras, sino cuando parte el pan con ellos. Es en el gesto, no en el discurso, donde la esperanza se enciende. Así también con el alma: no siempre necesita explicaciones. A veces basta con alguien que acompañe. Y con una mirada que, sin decir mucho, diga: “aquí estoy, no estás solo(a)”. Mirar con compasión no es justificar lo que pasó, ni negar lo que dolió. Es dejar de mirar la herida como un error… y empezar a verla como parte de un camino que, con amor, puede seguirse andando.

No todo trauma necesita ser dicho en voz alta. Algunos sólo encuentran alivio cuando se les ofrece un espacio donde respirar, sin presión, sin prisa. El alma herida no busca escenario, busca sentido. Y el sentido no siempre se encuentra en lo visible, sino en lo silencioso. En ese instante en que, por fin, alguien escucha. O en ese momento en que uno se atreve a escucharse a sí mismo sin juzgarse. El trauma no desaparece con frases hechas ni con aplausos virtuales. Pero puede comenzar a transformarse cuando es acogido con respeto. Y en ese gesto, humilde pero profundo, puede dejar de ser condena para volverse raíz. Una raíz que no encadena, sino que sostiene. No se trata de olvidar lo vivido. Se trata de recordar que el dolor no define una vida, pero sí puede fecundarla… si lo miramos con verdad, y si elegimos seguir caminando con amor.

Francisco: In Memoriam

No es mi intención entrar en debates ideológicos, ni responder a los muchos ataques que, durante años, intentaron oscurecer su figura. No es este el espacio para hablar de política ni para alimentar viejas polémicas. Quien quiera quedarse en eso, está en su derecho. Pero yo quiero hablar de lo que permanece. De lo que toca. De lo que sana. Hoy, desde el rincón íntimo del alma que compartimos en este diván de letras y pensamientos, quiero rendir homenaje a un hombre que, desde el primer instante en que asomó al balcón de San Pedro, nos habló no desde el trono, sino desde el corazón.

El Papa Francisco —Jorge Mario Bergoglio— fue un pastor que se negó a pastorear desde la distancia. Caminó con los suyos. Se manchó los pies con el polvo del mundo. Y aunque no todos lo entendieron, ni todos lo aceptaron (dentro o fuera de la Iglesia), nadie podrá negar que dejó una huella. Su pontificado fue una invitación constante a volver al Evangelio. No al Evangelio domesticado por los intereses humanos, sino al Evangelio crudo, provocador, amoroso y exigente. Ese que dice: «Tuve hambre y me diste de comer… fui forastero y me recibiste.» Ese que nos sigue preguntando: «¿Dónde está tu hermano?».

«Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por encerrarse y aferrarse a sus propias seguridades».
— Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 49

Francisco fue criticado por muchos —creyentes y no creyentes—. Algunos lo vieron como demasiado blando; otros, como demasiado duro. Algunos esperaban de él reformas estructurales; otros deseaban que no se moviera ni un centímetro. Pero él no quiso ser ni ídolo ni mártir: quiso ser pastor. Desde Evangelii Gaudium nos recordó que “el gran peligro del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales”. Y con esa frase, nos dio un diagnóstico valiente para nuestra época.

En Laudato Si’, nos pidió mirar el mundo con ojos de ternura: “No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental”. Nos invitó a entender que la ecología no es una moda, sino una forma de amor al prójimo y a la creación. Y en Fratelli Tutti, acaso su testamento espiritual, nos recordó: “La verdadera caridad no es otra cosa que el amor que lucha por la dignidad de todos”. Nos desafió a construir puentes, a dejar de mirar al otro como amenaza, y a ver en cada ser humano un hermano que clama por pan, justicia y consuelo. Su voz no fue cómoda. A veces fue desconcertante. Pero el Evangelio nunca ha sido cómodo. Lo cómodo es la indiferencia. Lo difícil es amar, perdonar, construir comunidad, volver a empezar.

Francisco nos pidió vivir con alegría, no como evasión, sino como resistencia. Nos recordó que la misericordia es el nombre más bello de Dios, y que la Iglesia no es un refugio de perfectos, sino un lugar donde los heridos del camino pueden descansar un poco. Hoy lo lloramos, pero también lo agradecemos. Porque, como buen jesuita, nos hizo pensar. Nos hizo discernir. Nos hizo arder el corazón, como a los discípulos de Emaús. Pero si hay algo que necesitamos ahora, es reaprender a mirar. Francisco nos lo suplicó una y otra vez: mirar con ojos nuevos. Con ojos limpios. Sin el polvo del prejuicio, sin la costra del rencor, sin el velo de ideologías que nos impiden ver al otro como un hermano. Mirar con nuevos ojos el mundo es mirar con compasión. Es soltar el odio heredado, el juicio fácil, las críticas vacías que sólo brotan de corazones endurecidos por la confusión o el dolor. Porque mirar distinto es vivir distinto. Y vivir distinto es amar mejor.

Gracias, Papa Francisco, por habernos recordado que el Evangelio sigue siendo una buena noticia, incluso —y sobre todo— para los que han perdido la esperanza.

Descanse en paz.

Héctor Chávez Pérez

Mirar y resignificar el pasado

«Todos los hombres de la Historia que han hecho algo con el futuro tenían los ojos fijos en el pasado».

-G.K. Chesterton

Queridos(as) lectores(as):

Hay momentos en la vida en que el pasado regresa sin haber sido invitado. Aparece en un recuerdo que duele, en una frase que nos toca donde creíamos haber sanado, o en un sueño que nos recuerda que aún hay cuentas pendientes con nosotros mismos. A veces no hace falta que nadie lo mencione: basta una canción, un olor, una mirada… y ahí está de nuevo, reclamando su lugar en la Historia. Desde el diván —ese espacio donde la palabra se atreve a decir lo que el alma calla— hemos aprendido que no todo lo que pesa se debe cargar, y no todo lo vivido debe ser perpetuado tal como fue. Hay una posibilidad más compasiva, más madura, más libre: resignificar.

Este no es un concepto clínico vacío ni una frase de autoayuda. Es un acto profundo, a veces doloroso, casi siempre liberador. Es volver a mirar lo vivido, pero con una nueva luz. No para negarlo. No para justificarlo. Sino para integrarlo. Porque, tal vez, la verdadera libertad no esté en olvidar el pasado… sino en encontrar la manera de reconciliarnos con él. A veces el pasado no se supera: se resignifica.

El peso de lo vivido

Quien llega al diván con el alma desgastada por lo que vivió no viene buscando una pócima del olvido. Viene, sin saberlo quizá, buscando una forma distinta de narrarse. Porque los recuerdos que no encuentran palabras se enquistan, se repiten, se disfrazan de síntomas. La memoria no es un archivo objetivo, sino una construcción viva. Como decía Jorge Luis Borges: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos» (El Aleph, 1949) Y sin embargo, podemos mirar esos espejos y decidir qué imagen conservar. El psicoanálisis no cura con recetas ni anula el dolor. Escucha. Acompaña. Y desde esa escucha, permite que el sujeto empiece a descubrir que no es lo mismo recordar que revivir.

Freud, en su texto Recordar, repetir y reelaborar (1914), explica cómo el paciente, al no poder recordar ciertos hechos de su historia, tiende a repetirlos. Pero si esa repetición se nombra, se trabaja, se atraviesa… entonces puede transformarse. Eso es resignificar. San Agustín, en sus Confesiones (397-98), también lo sabía cuando escribió: “No se ha de despreciar el pasado, pues si se convierte en lección, también es maestro». El pasado no desaparece. Pero puede dejar de doler como una herida abierta y convertirse en cicatriz: no menos real, pero mucho más tolerable.

No se trata de borrar

El psicoanálisis no borra lo vivido. No promete eliminar cicatrices ni endulzar lo amargo. Lo que hace —cuando realmente toca el alma— es ayudar a mirar de otro modo. Resignificar no es reescribir la Historia como si lo sucedido nunca hubiera existido. No se trata de anular el sufrimiento ni de crear una versión más amable para consolarse, sino de comprender desde dónde lo miramos hoy. Porque el dolor pasado, si se vuelve palabra, puede dejar de ser prisión. El psiquiatra austriaco, Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto, escribió: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”. (El hombre en busca de sentido, 1946) Esta es, en esencia, la invitación de resignificar: no negar el pasado, sino decidir quién ser frente a él.

Søren Kierkegaard, desde su mirada existencial y cristiana, afirmaba: “La desesperación es no querer ser uno mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Quien vive atado al pasado sin procesarlo cae en esa forma de desesperación: el rechazo de la vida actual en nombre de un yo atrapado en lo que fue. La libertad, decía él, está en aceptar ser el proyecto que se construye día a día, en relación con Dios. Pero claro, no todos creen en Dios, por lo que esto nos hace verlo también de esta manera: aceptar el proyecto que somos, construyéndonos día con día, en relación con nuestro deseo del mañana.

Incluso Albert Camus, tan lúcido en su escepticismo, afirmaba: “El valor de un hombre se mide por la forma en que asume sus sufrimientos” (El hombre rebelde, 1951). No se trata de idealizar el dolor, sino de hacerlo fértil. Porque el sufrimiento que se entiende puede, a veces, convertirse en semilla. Una vida sin memoria no es libertad, es vacío. Pero una memoria trabajada con amor puede volverse raíz. Porque no hay árbol que crezca hacia el cielo sin hundir sus raíces en la tierra… incluso en la tierra que dolió.

A veces, la parte más sabia de nosotros se sienta frente a la más frágil. No para juzgarla, sino para mirarla con compasión.

Mirar con otros ojos

Resignificar el pasado no es romantizarlo ni justificarlo. Es darle sentido. Es atreverse a mirarlo con ojos más compasivos, incluso cuando dolió profundamente. Mirar con compasión no significa excusar lo injustificable, ni endulzar la amargura con frases hechas. Significa reconocer que, desde el lugar donde estamos hoy, podemos ver más lejos, más profundo, y también más humano. Tal vez en el pasado no sabíamos defendernos, no teníamos herramientas, ni palabras… pero ahora sí. Simone Weil, esa pensadora tan luminosa en su austeridad, escribió: “El amor es mirar al otro —y también a uno mismo— como Dios lo haría” (La gravedad y la gracia, 1947). Y es justamente eso lo que empieza a nacer cuando resignificamos: una mirada más misericordiosa, no sólo hacia quienes nos hirieron, sino —sobre todo— hacia nosotros mismos.

Desde el campo psicoanalítico, Carl Gustav Jung decía: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú lo llamarás destino” (Recuerdos, sueños, pensamientos, 1961). Resignificar es entonces hacer consciente ese guion oculto. Es romper el hechizo de la repetición ciega. Porque mientras no revisemos nuestras heridas, tenderemos a caminar sobre ellas una y otra vez. San Pablo escribe una frase que a menudo parece contradictoria, pero que guarda una verdad profunda: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12, 10). Mirar con otros ojos significa entender que la fragilidad no nos arruina, sino que nos humaniza. Que lo que un día fue quebranto, puede ahora ser fuente de ternura y lucidez.

No se trata de rehacer la historia, sino de habitarla de otro modo. Porque hay heridas que, al ser miradas con amor, dejan de supurar y comienzan a cicatrizar con dignidad. A veces basta una sola frase que nunca pudimos decirnos —“hiciste lo que pudiste”, “no era tu culpa”, “ya no estás en peligro”— para que se abran ventanas nuevas al alma. Y ese, aunque parezca un acto simple, es uno de los gestos más valientes que podemos ofrecernos: vernos de nuevo… y no apartar la mirada.

El giro silencioso

A veces esa resignificación llega con una frase inesperada, con un gesto amable, con una lágrima no contenida. A veces llega cuando uno se permite decir: “Eso me pasó, me dolió, pero no me define”. Y entonces, algo cambia. No afuera. Adentro. En el relato que nos contamos. En la forma en que nos abrazamos después de comprender. Lo verdaderamente transformador rara vez viene con estruendo. El alma no cambia como lo hace un escenario tras el telón, sino como lo hace el amanecer: a tientas, poco a poco, sin pedir permiso. Rainer Maria Rilke lo expresó de forma magistral: “La verdadera patria del hombre es la infancia” (Cartas a un joven poeta, 1929).

Pero a veces esa patria está hecha de ruinas, de silencios largos, de puertas cerradas. Y es ahí donde la terapia, el análisis, o una experiencia profundamente humana, puede abrir una posibilidad insospechada: mirar lo vivido no como cárcel, sino como territorio a explorar. En esos momentos, incluso el dolor encuentra palabras nuevas. La herida ya no es sólo herida: es signo, mapa, origen de una voz más verdadera. Françoise Dolto, psicoanalista francesa y gran defensora de la escucha infantil, decía: “Todo lo que se dice con verdad, sana” (La causa de los niños, 1985). Y es cierto: a veces, al decir lo que callamos tanto tiempo, se nos abren los pulmones. La vida se vuelve más respirable. No porque el pasado cambie, sino porque nosotros dejamos de vivir bajo su sombra constante.

Es curioso cómo el lenguaje puede ser dolor y también salvación. Un simple “te creo”, un “no estás solo(a)”, un “ya no necesitas seguir protegiéndote”… puede dar lugar al milagro discreto de empezar a vivir distinto. Incluso Jesús, en su silencio ante el dolor, enseñó algo fundamental: que no todo se responde, pero todo puede acompañarse. En el Evangelio según san Lucas, los discípulos de Emaús caminan sin esperanza hasta que alguien se les une y los escucha. Sólo después, al partir el pan, lo reconocen (Lc 24, 13-35). La comprensión no vino por una enseñanza teórica, sino por la compañía, el gesto, el pan compartido. Resignificar el pasado es, a menudo, partir ese pan con uno mismo. Decirse: “sí, eso ocurrió… pero ya no tiene por qué tener la última palabra”. Y ahí, en ese gesto interior, comienza el verdadero giro: silencioso, pero real. Humilde, pero irreversible.

Esto le decía a unos amigos el otro día: «Al crecer me di cuenta que el pasado hizo en buena medida posible el presente que sigo trabajando para el mañana».

Amor en lugar de rabia

Resignificar no es olvidar. Es mirar con amor lo que antes mirábamos con rabia o vergüenza.
Es abrir la puerta del alma y dejar que entre aire fresco. Y, con suerte, un poco de paz. Hay quienes temen resignificar porque creen que hacerlo es traicionar su dolor. Como si aceptar lo ocurrido significara justificarlo. Pero resignificar no es borrar la memoria: es limpiarle el polvo, cambiarle el marco, y dejar que nos enseñe desde otro lugar. Natalia Ginzburg, con esa sabiduría simple y poderosa que sólo da la vida, escribió: “No se ama a la gente por lo que nos da, sino por lo que nos hace recordar” (Léxico familiar, 1963).

Y sí. El pasado no es sólo un inventario de heridas. También guarda —aunque duela reconocerlo— los gestos que nos formaron, los silencios que nos enseñaron a escuchar, los errores que nos hicieron más humanos. A veces es en lo más triste donde empieza lo verdaderamente tierno. Resignificar es poner al amor donde antes sólo había rabia. No un amor ingenuo, ni indulgente, sino uno que entiende. Que abraza sin justificar, pero sin condenar. Lev Tolstoi escribió en sus Diarios (Entrada del 25 de marzo de 1856): “El verdadero amor comienza cuando no se espera nada a cambio”. Y en ese amor sin exigencia, sin revancha, se halla también el amor por uno mismo: cuando uno deja de exigirse haber sido otro en el pasado, y empieza a cuidarse con ternura en el presente.

Incluso el recuerdo más oscuro, si es trabajado con paciencia, puede transformarse en un faro. No para volver atrás, sino para saber por dónde no volver a pasar… o para ayudar a otros a cruzar. La resignificación es un acto de madurez, pero también de humildad. Implica reconocer que el pasado nos tocó, pero no nos determina por completo. Que aún podemos escribir otras páginas. Que cada día, si queremos, puede ser una carta distinta a lo que fuimos. Y es que ese es el milagro discreto de resignificar: transformar la herida en historia, el error en enseñanza, el duelo en gratitud, y el dolor en posibilidad. Porque al final, no se trata de olvidar el pasado… sino de vivir sin que él nos impida volver a amar la vida.

Carta para atravesar la tormenta

Querido(a) lector(a), querida alma que resiste en silencio:

No sé quién eres, ni dónde estás, ni qué historia te trajo hasta esta carta. Pero si estás leyendo esto, es probable que el alma te pese más de lo habitual. Que estés pasando por días difíciles. Que los números no den, que la soledad apriete, que los pensamientos no se callen, o que simplemente el cansancio se haya convertido en tu sombra cotidiana. Yo también he estado —estoy— en ese lugar.

Hay días en los que me levanto con fe, con ánimo, con ganas. Y hay otros en los que todo se me viene encima: los temas económicos, las responsabilidades, los dolores que no se curan con analgésicos. A veces siento que hago mucho, y que, sin embargo, no alcanza. Me esfuerzo por mantenerme como psicoanalista, como escritor, como ser humano que aún cree en lo que hace. Y a pesar de todo, hay momentos en que el mundo parece no escuchar. Pero quiero decirte algo importante, algo que me diría a mí mismo si pudiera abrazarme en esas noches largas: ¡estás haciendo más de lo que parece, aunque no se note! Y eso, eso también es una forma de amor.

Tal vez no puedas cambiar todo ahora mismo. Tal vez te falten recursos, compañía, certezas. Tal vez tus padres ya no estén, como los míos. Tal vez no tengas con quién hablar de lo que realmente te pasa. Tal vez te han dicho que tienes que “echarle ganas” como si fuera tan simple. Entonces, déjame ser quien te lo diga con otro tono: no estás solo, no estás sola, aunque la soledad grite fuerte. Hay quienes entendemos lo que significa luchar con el alma cansada. Hay quienes, como tú, han aprendido a amar desde la ternura, aunque a veces la paciencia se agote. Por eso, esta carta no es sólo un consuelo. Es un puente. Desde mi dolor al tuyo. Desde mi esperanza tambaleante a la tuya, que tal vez esta noche necesita una mano para no dejarse caer.

En este punto, quisiera compartir contigo algunas cosas que me han ayudado, con la tierna esperanza de que te puedas dar 15 minutos en tu día para desconectarte del mundo para conectarte contigo mismo(a), con tus emociones, tus sentimientos, tus miedos… tu sombra. ¿Qué te parece ponerte unos audífonos y disfrutar de lo siguiente?

Música que acaricia el alma

Hay piezas que no salvan, pero que acompañan. Que se sienten como una voz que no te exige nada, sólo se sientan contigo. Me tomé la libertad de ayudarte poniendo los links para cada una de ellas. ¡Disfrútalas!

  1. Spiegel im Spiegel – Arvo Pärt (sencilla, minimalista, como una oración sin palabras).
  2. Adagio for Strings – Samuel Barber (para esos días donde necesitas llorar sin pedir permiso).
  3. Clair de Lune – Claude Debussy (una caricia sonora, como un recuerdo bonito en medio del ruido)
  4. Andante del Concierto para clarinete – Wolfgang Amadeus Mozart (ligero, pero no superficial. Profundo, pero no abrumador)
  5. Cavalleria Rusticana: Intermezzo – Pietro Mascagni (sensible, poderoso, lleno de un sentimiento que revitaliza todo el ser)
  6. Sake de Binks – Kohei Tanaka (One Piece) (dejarnos llevar por los sueños de piratas como los Mugiwara / Sombreros de Paja)

Si puedes, escúchalas con los ojos cerrados. No busques entenderlas. Sólo déjate llevar…

A veces, basta con mantenerse a flote. Y si el mar ruge, que ruja… pero que no nos haga olvidar que seguimos navegando.

Lecturas que sostienen

No, no son fórmulas mágicas. Pero algunas palabras funcionan como bálsamos:

  1. Cartas a un joven poeta – Rainer Maria Rilke (especialmente esa parte donde dice que la tristeza también es una casa que hay que habitar)
  2. Salmo 42 –»¿Por qué te turbas, alma mía?” (un diálogo eterno entre la angustia y la esperanza)
  3. Los hermanos Karamázov – Fiódor Dostoievski (porque incluso los personajes más rotos siguen hablando con Dios desde sus escombros)
  4. Fragmentos de Tío Vanya – Antón Chéjov (donde la resignación y la ternura se dan la mano. “Viviremos, tío Vanya… Viviremos…”)

Pequeños ejercicios que a veces nos salvan del abismo

  1. Escribe algo cada día. Aunque sea una línea. Aunque sea un insulto. Escribe.
  2. Respira de verdad. No esas respiraciones automáticas. Inhala contando 4, detén 4, exhala 6. Hazlo tres veces.
  3. Mira el cielo un minuto. En serio. Como cuando eras niño.
  4. Toma un vaso con agua y hazlo con tiempo y calma. Recuérdate que estás aquí. Que existes. Que eres. Disfrútalo entonces.

Y algo más: el humor

En medio de todo… ríete. De ti, de tus ideas locas, de tus juegos perdidos de Melate. Yo también he apostado con fe, y también he perdido. Pero aún así, sonrío. Porque si algo me enseñó mi madre, es esto: «En vez de contagiar gripe, contagia la risa. Al mundo le hace falta reír». Y si un día te ves riéndote solo(a), contestándote a ti mismo(a)… no te asustes. Yo lo hago seguido. Y a veces, eso es más terapéutico que cualquier sesión.

    Querido(a) lector(a), si has llegado hasta aquí, te agradezco. Esta carta no es una despedida. Es una compañía. No sé si mañana estaré mejor, ni si tú lo estarás. Pero en este momento, nos tuvimos. Y eso basta. Cierra los ojos con esta certeza: no todo está perdido. Aunque la vida duela, tú eres más que tu dolor. Y siempre —siempre— hay alguien que, aunque no te vea, piensa en ti con amor.

    Un abrazo inmenso desde este espacio, tuyo y mío, con respeto, con ternura y con fe en tu fuerza, ¡porque yo sí creo en ti!

    Nos seguimos acompañando.

    Héctor Chávez Pérez

    P.d. Y si alguna vez te sientes muy perdido(a), vuelve a esta carta. Aquí estaré. Aquí estarás. Porque aunque no nos conozcamos, compartimos la misma tormenta… y el mismo anhelo de encontrar tierra firme.

    P.d. ¿Te gustaría hablar? Te puedes analizar conmigo. Escríbeme a psichchp@gmail.com o en Instagram me encuentras como @hchp1. ¡Te espero!

    Soportar la indiferencia

    «Nada es más insoportable que el silencio de aquellos a quienes uno ama»

    -Pascal Quignard

    En respuesta a la amable y generosa carta de Julieta (Uruguay).

    Queridos(as) lectores(as):

    Es difícil explicar lo que se siente cuando uno ofrece algo desde el corazón y lo que recibe a cambio es silencio. No un silencio profundo, meditativo, ni mucho menos agradecido, sino ese otro: el que vacía. El que deja en visto. El que no responde ni con una palabra, ni con un «lo leí», ni con un simple «gracias». Ese que, a fuerza de repetirse, comienza a doler. Lo que más duele, a veces, no es que no te lean. Es que no te lean quienes pensabas que te iban a leer. Es que no te escuchen los que conoces, los que alguna vez dijeron admirar lo que haces, los que comparten memes o trivialidades, pero no se detienen frente a algo que puede hacerles bien, aunque sea por un momento.

    Algo que no se vende, que no se cobra, que no busca otra cosa más que compartir un pensamiento que tal vez alivie, acompañe o despierte algo valioso en el otro. Y entonces uno se pregunta: ¿vale la pena seguir? ¿Tiene sentido regalar palabras que a veces parecen caer en un abismo? La respuesta no es sencilla, pero tampoco desesperanzadora. Porque hay algo en nosotros que insiste. Algo que nos recuerda que no escribimos sólo por ser leídos, sino porque callar nos lastima más que el silencio de los otros.

    La trampa de las expectativas

    Es curioso —y cruel, a veces— cómo uno va alimentando expectativas sin querer. Esas pequeñas esperanzas que se tejen al escribir algo y compartirlo, al hacerlo llegar a personas cercanas. Uno cree que, por el vínculo, por el aprecio mutuo, por la historia compartida, esa persona leerá, comentará, dirá algo. Lo que sea. Porque no se está vendiendo nada, no se está imponiendo un discurso, sino regalando un pensamiento. Y sin embargo… no ocurre. La decepción, entonces, no nace de un rechazo explícito, sino de una ausencia que pesa. Porque lo que duele no es sólo que el otro no lea, sino que no quiera hacerlo. Que no tenga ni la curiosidad, ni el gesto, ni el mínimo movimiento del alma para acercarse a algo que podría tocarlo, ayudarlo o simplemente acompañarlo. Decía Albert Camus: «No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar» (El mito de Sísifo, 1942).

    Ahí es cuando la expectativa se revela como una trampa. Porque uno no escribía para ser aplaudido… pero secretamente, sí esperaba algo. Esperaba un gesto. Un eco. Una señal. Y cuando esa señal no llega, no queda más remedio que mirarse por dentro y preguntarse: ¿por qué me dolió tanto? ¿Es por ellos o por lo que había en mí, esperándolos? La respuesta no siempre consuela, pero libera. Porque al reconocer esa trampa, también se reconoce el valor de seguir escribiendo aun cuando no haya respuesta. Como quien deja una carta en una botella, con la esperanza serena —y muchas veces solitaria— de que algún día, en alguna orilla del mundo interior de alguien, esa carta será leída.

    El silencio que duele más que un «no»

    Hay silencios que sanan, y otros que matan algo dentro. Hay silencios llenos de respeto, de espera, de escucha… y hay otros que son indiferencia disfrazada de paz. El segundo es el que más duele. Porque no es un rechazo frontal, no es una crítica que permita diálogo o respuesta. Parafraseando a María Zambrano: «El silencio que no espera es el más cruel de todos». Es una ausencia elegante, una especie de vacío decorado con cordialidad digital: el “visto” de las redes sociales. Vivimos una época donde la exposición es constante, pero el verdadero encuentro escasea. Se responde más rápido a un meme que a una reflexión. Se comparte antes una frase hecha que un pensamiento profundo. Y así, cuando uno lanza algo importante —algo trabajado, cuidado, sentido— y lo único que recibe a cambio es ese silencio pulido de las plataformas, la herida se abre en un lugar inesperado: no en el ego, sino en la esperanza.

    Porque uno no esperaba ovaciones, ni palabras grandilocuentes. A veces, con un simple «te leí», bastaba. Pero no llega. Y entonces el silencio se vuelve estruendo. No por su volumen, sino por su carga simbólica. Quien no responde, el que no se toma ni un minuto, parece decir —aunque no lo diga—: «no me interesa». Pero ¿realmente no les interesa? ¿O hemos llegado a tal nivel de anestesia emocional que lo gratuito, lo profundo y lo humano ya no convoca? La respuesta, quizás, no esté en ellos. Tal vez esté en nosotros. En quienes aún creemos que el alma merece ser tocada, incluso por palabras que nadie pidió, pero que alguien podría necesitar. Y aunque el silencio siga cayendo como una losa, la palabra, si es honesta, seguirá siendo un acto de resistencia. Un gesto de fe. Un modo de decir: «Aquí estoy. Y aunque no respondas, sigo creyendo que el encuentro es posible».

    «A veces hay cosas más interesantes e importantes en un mundo absurdo que un buen libro» -Héctor Chávez Pérez

    El valor de lo gratuito

    Hay una profunda distorsión en la forma en que entendemos el valor. Se ha instalado la creencia de que sólo vale aquello que se puede comprar, medir, monetizar. Y sin embargo, lo gratuito —lo verdaderamente gratuito— no es sinónimo de barato, ni de irrelevante. Es, en realidad, una de las formas más puras de lo humano. Es fácil despreciar lo que se ofrece sin costo. Y más aún, ignorarlo. Pero lo gratuito lleva consigo una densidad que no siempre se ve: implica tiempo, dedicación, deseo de bien. Tal como dice Ivan Illich en su texto, La convivencialidad (1973): «Lo gratuito no es lo que carece de precio, sino lo que nace de una relación humana auténtica». Implica vínculo. Cuando alguien escribe, comparte una reflexión, un pensamiento cuidado, y lo hace sin esperar nada a cambio, está haciendo una ofrenda. Una invitación silenciosa al encuentro. Pero vivimos en tiempos en los que dar sin pedir parece ingenuo. Como si fuera sospechoso. Como si no tuviera lugar en un mundo regido por el rendimiento, la utilidad y el consumo.

    Y entonces lo gratuito —en lugar de ser honrado como un acto noble— es ignorado como si fuera una molestia. Sin embargo, quienes seguimos apostando por la palabra gratuita, por el pensamiento que se entrega sin factura, no lo hacemos por necedad, sino por fidelidad a algo que sentimos verdadero. Porque el alma también necesita ofrecer, y no siempre desde la necesidad de respuesta, sino desde la convicción de que hay cosas que deben ser compartidas. Escribir y ofrecer lo escrito sin precio no es un gesto menor. Es resistir. Es confiar en que lo humano aún vive en alguna parte. Es tender puentes donde todo parece construido con muros. Y si algún día alguien cruza ese puente, aunque sea una sola persona… entonces habrá valido la pena.

    ¿Para quién se escribe, entonces?

    Hay un momento inevitable en la vida de quien escribe —de quien da, de quien piensa y comparte— en el que la pregunta se vuelve punzante: ¿para quién lo estoy haciendo? Cuando no hay respuesta, cuando el silencio se multiplica, cuando los propios cercanos parecen no ver lo que uno ofrece… esa pregunta no es un ejercicio intelectual: es una herida abierta. Pero en medio de esa incertidumbre, hay algo que se impone como necesidad: escribo porque si no lo hiciera, me dolería aún más. Escribo porque es mi manera de seguir buscando sentido, de nombrar lo que no debe quedar en la sombra, de acompañar aunque no siempre haya compañia de vuelta.

    Clarice Lispector, en una de esas frases que parecen salidas del fondo de una noche silenciosa, escribió: «Escribo para entender lo que el silencio me dice» (esta frase, por cierto, la encontramos incontables veces en varios lugares, pero realmente es una paráfrasis de lo que dice, hermosamente, en Un soplo de vida (1978): «Escribir es una maldición que salva»). Y quizás ahí esté una de las claves. Porque a veces no se escribe para otros, sino para intentar traducir lo que se mueve en el alma cuando el mundo calla. La escritura se convierte entonces en una forma de oración, de memoria, de testimonio. No se trata de si lo leen hoy o mañana, ni siquiera de si lo agradecen. Se trata de que hay cosas que deben ser dichas. Y si uno tiene el privilegio —o la carga— de poder decirlas, callar se vuelve una forma de traición.

    Una semilla invisible

    Escribir, dar, compartir sin saber si alguien escucha… puede parecer un acto ingenuo, casi absurdo. Pero no lo es. Es, en realidad, un gesto de fe. De una fe que no siempre se nombra en voz alta, pero que sostiene la vida misma: la creencia de que nuestras palabras —como semillas— pueden crecer incluso en tierras que no vemos. A veces, uno se siente como ese personaje de Jean Giono en su obra El hombre que plantaba árboles (1953), quien planta árboles en una tierra desolada, sin esperar que alguien lo aplauda, sin pedir reconocimiento, simplemente porque es necesario. Giono escribe: “Para que el carácter de un ser humano revele cualidades verdaderamente excepcionales, hay que tener la suerte de poder observar su acción durante largos períodos. Si esa acción no persigue ningún interés propio, entonces es posible juzgar que se está ante una grandeza de alma”. Y en la escritura gratuita —esa que nace sin interés ni contrato— también hay algo de esa grandeza silenciosa.

    Tal vez nuestras palabras no germinen hoy. Tal vez no sean vistas por quienes más esperábamos. Pero en alguna parte, en algún momento, pueden tocar un corazón herido, una mente confundida, un alma que buscaba algo y no sabía qué. Como la lluvia que cae sobre la tierra seca… aunque no sepamos a qué profundidad llegó. Por eso, a pesar del desencanto, de la indiferencia ajena, de las expectativas rotas, sigo escribiendo. Porque a veces —y esto lo aprendí con el tiempo— el simple acto de dar puede salvar, no al otro, sino a uno mismo.

    Y si alguna de estas palabras encuentra eco, aunque sea en una sola persona, entonces ya no fueron en vano…

    Seamos serios: ríamos

    «La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño».

    -Friedrich Nietzsche

    Queridos(as) lectores(as):

    Hay frases que nacen sin pretensión y terminan siendo faros. Esta es una de ellas: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Lo descubrí no en un libro, sino en la vida misma. En el rostro de un paciente que, tras años de dolor, soltó una carcajada que parecía una confesión. Me dijo: «Creo que si no me río, me muero». Y comprendí que la risa, lejos de ser una huida, puede ser también una forma de quedarse, de resistir. Sigmund Freud, en El chiste y su relación con lo inconsciente (1910), no trató el humor como una simple distracción, sino como una vía regia —como lo fue el sueño— para acceder al inconsciente. «El humor es la manifestación más elevada de los mecanismos de adaptación del individuo». El chiste, decía, aligera la carga psíquica, permite decir lo indecible sin el peso del juicio. En una carta a su amigo Theodor Reik (1928), afirmó: “El humor no es resignación; es rebelión.” Y esa frase ha sido una brújula en mi práctica clínica. Nietzsche lo dijo a su modo: la seriedad infantil no es gravedad, es entrega. Y el adulto que ha madurado no es el que se vuelve más rígido, sino el que, habiendo atravesado el dolor, puede volver a jugar con la vida como un niño juega: con todo su ser. Esa seriedad lúdica, ese goce vital que no ignora el abismo, pero no se rinde ante él.

    Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido (1946), escribió: “El humor es otra de las armas del alma en la lucha por la autoconservación”. Él sabía bien lo que eso significaba. En los campos de concentración, donde todo parecía perdido, conservar el sentido del humor era una forma de sostener la dignidad. Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser (1984), señala que la broma puede ser una forma de subversión existencial, un juego peligroso que revela lo que no se puede decir directamente. El humor, en su narrativa, no es alivio banal, sino una grieta por donde se cuela lo trágico.

    Humor de espacios y momentos

    No pocas veces, cuando alguien empieza a reírse de sí mismo en análisis, es señal de que algo ha cambiado. La risa no como cinismo, sino como señal de comprensión. Una risa que dice: ya no me odio por lo que me pasó; ahora puedo ver mi historia con ternura. Jorge Luis Borges escribió en su Prólogo a la obra de Shakespeare (en Otras inquisiciones, 1952): “Quizá la Historia Universal sea la historia de unas cuantas metáforas”. Y entre ellas, la risa es una de las más potentes: una metáfora de la libertad. Incluso el escéptico Emil Cioran escribió en Del inconveniente de haber nacido (1973): “No me fío de nadie que no sepa reírse de sí mismo”. Porque quien no puede hacerlo aún está demasiado identificado con su propio personaje. El humor verdadero exige humildad: saber que no somos el centro del universo, que también somos ridículos, tiernos, frágiles.

    En mi experiencia como psicoanalista, he aprendido que muchas personas cargan una culpa profunda por reír en medio del duelo, como si la alegría deshonrara la memoria. Pero no es así. A veces la risa es el homenaje más puro. Es el alma diciendo: todavía estoy aquí. Claro, el humor tiene límites. No todo debe ser objeto de burla. Hay un humor que lastima y otro que redime. Uno que escapa y otro que abraza. El humor maduro no banaliza el dolor: lo transforma. Umberto Eco escribió en Apocalípticos e integrados (1964): “El humor es una visión del mundo que permite soportar lo insoportable”. Sin embargo, recordemos esto: nuestro humor, no necesariamente es el del otro. Hacer humor es tomarse en serio el respeto a los demás.

    ¿Y el chiste? Lo tiene el pinshi gato…

    El absurdo y el humor

    En los tiempos que corren, donde todo parece urgente y dramático, donde el grito ha reemplazado a la palabra y la indignación se vuelve una máscara, reírse desde la ternura es casi un acto revolucionario. Por eso lo sostengo, con más fuerza que nunca: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Porque en ese acto sencillo se esconde una sabiduría ancestral: saber que no podemos controlarlo todo, que sufriremos, que perderemos… pero que aún así, aún con lágrimas, podemos reír. Y en esa risa, encontrar un poco de paz.

    El humor, además, nos ayuda a sobrevivir al absurdo diario. Esa cadena de situaciones grotescas, triviales o insólitas que no tienen sentido y, sin embargo, nos suceden. Desde la burocracia que roza lo kafkiano, hasta los pequeños fracasos cotidianos que se acumulan como gotas de agua sobre una piedra. Sin humor, ese absurdo nos enferma. Con humor, lo convertimos en relato, en símbolo, incluso en arte. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), afirmaba que el absurdo nace del enfrentamiento entre el deseo humano de encontrar sentido y el silencio del mundo. Y proponía una rebelión: no huir del absurdo, sino abrazarlo, convivir con él. El humor cumple esa función: no niega el sinsentido, pero tampoco se rinde ante él. Se ríe. Y esa risa no es liviana, es filosófica.

    Woody Allen decía irónicamente: “No le tengo miedo a la muerte, sólo que no quiero estar ahí cuando suceda”. Detrás de esa broma hay una profunda conciencia del absurdo, de nuestra propia fragilidad. Pero en lugar de paralizarnos, el humor nos permite seguir. Es un antídoto contra la desesperación que no anestesia, sino que ilumina el sinsentido con una chispa de lucidez. Frente a la rutina, los trámites, las malas noticias, los enredos y las contradicciones humanas, el humor nos permite respirar. Como si fuera una grieta en la pared del sinsentido por la que se cuela un poco de luz. Esa luz puede no resolver el enigma de la vida, pero nos permite recorrerlo con más ligereza, con dignidad… y a veces hasta con alegría.

    Ventajas latinoamericanas

    Y si hablamos del humor como forma de sobrevivencia, no podemos dejar fuera nuestra raíz latinoamericana. En México, por ejemplo, nos reímos de la muerte, del dolor, de la tragedia… pero no por cinismo, sino por sabiduría popular. Porque, como decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950): “El mexicano frecuenta la muerte, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja; es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”. El humor mexicano, tan lleno de ironía, doble sentido, y ternura escondida, ha sido históricamente una forma de resistencia. Desde los chistes que nacen en medio de las crisis económicas, hasta las calaveritas que escribimos cada Día de Muertos, hay una fuerza cultural que nos enseña a no perder el alma, incluso cuando parece que el mundo insiste en quitárnosla.

    Ese humor a veces es triste, a veces es absurdo, otras tantas irreverente, pero siempre profundamente humano. Es como si, en medio del dolor histórico, la carcajada dijera: “Nos podrán quitar todo, menos la capacidad de reírnos de nuestra propia tragedia”. En ese sentido, el humor no es sólo un alivio. Es un acto de dignidad. Es decir: “A pesar de todo esto, de tantas cosas malas y preocupantes, todavía me puedo reír un buen rato”. Lo que les recomiendo a mis pacientes (cuando se puede), familiares y amigos es que antes de terminar el día, tengamos un «ritual de la carcajada»: veamos series o películas cómicas, busquemos un buen Stand Up, platiquemos con quienes siempre nos causan risas, etc. No es negar la realidad, es darnos chance de poder elegir cómo acabamos el día. Y eso, créanme, cambia mucho las cosas.

    ¿Ya rieron hoy?