Un momento de paz en tu día

«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».

-Thomas Merton

Queridos(as) lectores(as):

Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?

La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.

Respirar como acto sagrado

El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.

>Una práctica simple:

  • Inhalen en 4 segundos
  • Retengan 4 segundos
  • Exhalen en 6 segundos
  • Descansen 2 segundos

Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).

El ritual en lo cotidiano

Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».

Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.

Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).

La oración como brújula

La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).

Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.

Incluso contemplar la naturaleza es desconectarse del caos, conectándonos al mismo tiempo al resto de la vida.

La paz no es negación

No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.

No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.

Ascética cotidiana, no heroica

La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.

5 minutos para el alma

Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.

Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».

Redes sociales: llamadas de auxilio

«Las redes sociales han creado un espacio donde la intimidad se convierte en mercancía y el yo en espectáculo».

-Sherry Turkle

Queridos(as) lectores(as)

Vivimos en una época donde el narcisismo no es un rasgo patológico, sino una expectativa social. Las redes no nos piden autenticidad; nos piden visibilidad. Hace unos días, estuvo saliendo en redes sociales un video de una chica (que desconozco quién sea) que al parecer está en un estadio deportivo, y que cuando empieza a sonar la música, parecía «rendirse» a la «necesidad» de ponerse a bailar, cosa que nadie más hizo y sólo se le quedaban viendo. En palabras de ella «no me pude resistir». De acuerdo, a cuántos no nos ha pasado eso, que escuchamos algo de música que nos gusta y no podemos evitar empezar a movernos con ritmo. El tema acá es que ella hacía ciertos gestos entre el dolor y el goce, casi como una actriz atrapada en un guión no escrito: el del espectáculo de sí misma. Y no sólo fueron los gestos de los demás que la veían, cuando uno entraba a la sección de comentarios, en verdad fue impresionante cómo se le fueron con todo: «Ridícula», «Cuando ya no sabes cómo llamar la atención», «Así o más fingido», «¿En verdad está llorando por bailar?, «Cómo se ve que sabía que la estaban grabando», etc.

Y no es la primera vez que sucede algo así (y por lo que veo tampoco la última). Si bien tuvo sus «defensores» que salieron a decir que los demás eran unos amargados y demás, cosa que también es una posibilidad, no dejar de ser algo que nos inquieta y nos hace preguntar: ¿qué necesidad? ¿De bailar? No, de exponernos. Claro, todos somos libres de hacer lo que se nos pegue la gana, pero haciéndonos cargo de las consecuencias, sean positivas o negativas. Desconozco si la chica en algún momento salió a decir algo sobre lo que se había generado, pero lo que es un hecho es que dejó huella en el eterno malestar del ser humano (por nada). En palabras de Byung-Chul Han: «La sociedad actual no se basa en el deber, sino en el rendimiento. Y el sujeto del rendimiento es un empresario de sí mismo« (La sociedad del cansancio, 2010). El problema es que ese “emprendimiento de uno mismo” en redes como Instagram ha degenerado en una sobreexposición vacía: no se sube contenido con sentido, sino con urgencia. Urgencia de ser visto, de no desaparecer. De gritar, aunque nadie escuche. Todo espectáculo necesita una audiencia. Y todo vacío, un disfraz.

Publicar como acto de supervivencia

La necesidad de llamar la atención en redes es, en el fondo, un síntoma. Un síntoma de angustia y de deseo mal canalizado. Sigmund Freud ya lo anticipaba en El malestar en la cultura (1928), cuando hablaba de la tensión entre el yo y el otro, entre la pulsión y el orden social. Lo que hoy vemos en redes es una forma de acting out digital: «El sujeto no sabe lo que desea, pero actúa su deseo sin saberlo». Así, vemos a miles de personas exponiendo su vida sin contexto, sin forma, sin sentido, sólo con la esperanza de no ser ignorados. Porque en esta era, el anonimato duele más que la crítica. Ser invisible es peor que ser odiado. Aunque, cabe decir, no tiene nada de malo disfrutar lo que uno hace, al contrario, qué mejor para lidiar con tanto estrés y cosas que nos obligan a «ser otros» en la sociedad moderna. Sin embargo, sí es justo entender que las intenciones reales de cada «compartir» nos hablan de ciertas necesidades que no sabemos expresar con palabras, y como diría Freud, sólo las actuamos.

Hay un ejemplo que a más de uno nos hace ruido: cuando vamos a un restaurante y queremos compartir «nada más porque sí» lo que nos acaban de traer. Y nos sale el fotógrafo profesional que habita en nosotros, acomodamos todo de tal manera que luzca todavía mejor el platillo. Tomamos la foto y la subimos a redes sociales. Por lo general acompañada de un texto tipo: «Disfrutando la vida», «Deli», «Viviendo la vida»… etc. Pregunta: ¿por qué? Es decir, de acuerdo, la presentación del platillo puede ser maravillosa, y como bien dice el dicho «de la vista nace el amor». Pero volvamos a algo anterior: acomodamos todo. Lo que se acomoda no es sólo el platillo, sino la escena entera: un montaje donde no buscamos comer, sino ser vistos comiendo. Y a veces ni eso. ¿Qué tiene que ver el ambiente, la distribución de los cubiertos, los condimentos, el servilletero, etc., para este fin? Han habido videos donde las personas que hacen eso, de repente se ven afectados por quien los está grabando ya que les hacen algo que les arruina su moderno ritual, ya sea metiendo la mano en la foto, destruyendo con el tenedor la rebanada de postre, etc. Y claro, la reacción es automática: furia y desquite. Cualquiera reaccionaría así ante una acción como esa, pero, ¿fue por arruinarles el platillo o por arruinarles la foto?

El juicio del otro como condena compartida

Muy bien, dejemos por un momento a la persona que sube el contenido a redes sociales. Hay un fenómeno paralelo que merece atención: cada vez más usuarios se quejan del contenido ajeno. Lo ridiculizan, lo atacan, lo critican. Como si no soportaran ver ese grito desesperado en el otro porque les recuerda el suyo. Jacques Lacan lo explica con claridad: “El deseo del hombre es el deseo del Otro”. (Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964). Una vez, platicando con unos amigos, salió el tema de por qué la gente odia tanto a ciertos individuos. No voy a poner nombres, pero sí profesiones, porque eso nos ayuda a ampliar el espectro: futbolistas, modelos, artistas, youtubers, escritores, influencers, etc. Es en verdad increíble cuánta molestia despiertan en algunas personas, y eso tiene nombre: envidia. ¿Envidia de qué? De que ellos son o hacen lo que los otros no podemos ser o hacer. En aquella ocasión, un amigo me dijo: «Mientras no seas un escritor como Paulo Coelho, no pasa nada». Este autor brasileño es uno de lo más atacados a nivel mundial porque se dice de él que escribe cosas muy bobas o tontas, que es muy simplona su literatura. A lo que le contesté: «Pues ojalá sea como él, que por cosas así me hagan un Best Seller a nivel mundial y pueda vivir de mis libros». Las risas no faltaron.

Rechazar al otro es una manera de no enfrentarnos al vacío propio. Es más fácil burlarse del que sube una foto sin sentido que preguntarse por qué nos molesta tanto. Y esto, una vez más, es un síntoma que cada vez se replica más y más. Søren Kierkegaard nos dice algo importante en su libro La enfermedad mortal (1849): “La desesperación es no querer ser uno mismo». Cuando hablaba de la envidia del otro, no me refiero sólo a lo que es o a lo que hace, sino a todo lo que hace posible que eso suceda. Pienso en cuando un youtuber o influencer sube cualquier cosa y por ello le pagan. ¿Cuál es uno de los primeros reclamos que solemos escuchar? «No, pues así yo también me hago famoso». Es interesante. ¿»Así» qué? Es que es bonita, tiene buen cuerpo, es atractivo, está todo macizo por el gimnasio… etc. Claro, accidentes que «facilitan» el llamar la atención a empresas que se aprovechan de eso para poder vender. Y es una realidad: mientras vendas, me sirves. Pero, aquí está el silencioso problema que padecen a los que usan: tarde o temprano, serán descartados. ¿Después de la belleza y el estilo, qué queda? ¿Con qué se va a llenar ese vacío? El sujeto, como mercancía, tiene fecha de caducidad emocional. Después de usarlo, lo olvidan. Y uno, sin saber quién era antes de todo eso, se queda sólo con el eco del aplauso. Las redes sociales, al final de cuentas, exponen una vida que no es del todo cierta. Es un juego de ilusiones que ocultan muchas carencias dolorosas y silenciosas. Aunque, francamente, eso de que «ocultan», me parece que poco a poco es lo contrario: evidencian.

La pulsión escópica: cuando mirar no basta

En psicoanálisis, la pulsión escópica se refiere al deseo de mirar y ser mirado. En redes sociales, esta pulsión se ha desbordado. No basta con mirar: queremos ser el centro de la mirada del otro. Ya lo decía Oscar Wilde: «Que hablen de uno es espantoso. Que no hablen, es peor». ¿Pero hasta qué punto tan drástico se está llegando? A un voyeurismo peligroso. Un voyeurismo invertido: mostrar para ser consumido. Jacques-Alain Miller, discípulo y yerno de Lacan, afirma: «Las redes sociales son una máquina de producción de goce. Pero el goce sin sentido conduce al agotamiento, no al placer». (Conferencia: “La era del Otro que no existe”, 2004). Una vez más: ilusiones que queremos que crean como una realidad. No nos gusta nuestra vida, no nos parece interesante, no nos gusta la manera en la que pensamos las cosas porque nos ocasiona más molestia que gusto. Y muchas cosas más que se confiesa de manera, otra vez, silenciosa y dolorosa. Las redes sociales se vuelven fábrica de apariencias y descartes: se aparenta algo, descartándonos en ello. Publicar no es siempre compartir. A veces, es simplemente implorar compañía.

Esa producción constante de “yo” —historias, fotos, reels, filtros, frases “inspiradoras”— se vuelve un mandato, casi una compulsión. Y como toda compulsión, termina por alienar al sujeto. Cada vez el sujeto es menos auténtico y su contenido peor. De un vacío no se puede sacar más que vacío. Mi cuenta de Instagram (@hchp1) es meramente de difusión cultural. Mi contenido yo sé que «no vende», que no llama siempre la atención. Primero: a la gente no le gusta leer, segundo, las imágenes no son ni a lo que están acostumbrados ni mucho menos lo que buscan. Una vez le pregunté a mis alumnos en la prepa qué esperaban encontrar en esa red social: los hombres fueron descaradamente sinceros, ellos querían ver mujeres guapas, las mujeres… ¡ellas sí que tienen claro que lo suyo es el mundo como tal! Fue impresionante el número de cosas que fueron diciéndome, cosa que me pareció maravillosa. Sin embargo, el hecho de que se abarquen tantas posibilidades corre el riesgo de nunca tener claridad sobre algo en específico. Porque de nada sirve un «me gusta de todo», cuando «no todo me llama la atención realmente». Mi humilde contenido de repente se lleva unos cuantos likes, pero nada en comparación con otros contenidos que estallan tanto en likes como en comentarios. Y créanme que no es queja, es una realidad: si no vendes, no importa. Yo sigo publicando y me da gusto cuando les gusta. Nada más. Pero sabemos bien que claro que me pesa que mi contenido no llame tanto la atención, pero ni modo, es lo que ofrezco.

¿Qué nos queda?

Lo que queda, quizá, es el silencio. La pausa. La posibilidad de no subir, de no mirar, de no buscar likes como forma de existencia. Pero eso exige una fortaleza emocional que pocos tenemos. Como escribió Søren Kierkegaard: «La desesperación más profunda es darse cuenta de que uno ha vivido su vida entera sin ser verdaderamente uno mismo» (La enfermedad mortal, 1849). Y esa es la paradoja: mostramos para ser alguien, pero mientras más mostramos, menos sabemos quién somos. Desde el diván, lo veo con frecuencia. Personas que llegan exhaustas, vacías, con ansiedad, sin saber por qué sienten que no valen nada si nadie les responde una historia o no alcanzan cierto número de vistas. La lógica del mercado se ha colado en la autoestima. Lo que subimos a redes, muchas veces, es lo que no nos atrevemos a decir en voz baja. A veces, sólo les hago una pregunta: «¿Para quién subiste eso?». No buscan respuesta. Sólo quieren ser escuchados. Como todos. Y entonces, en el fondo, Instagram no es más que una gran sala de espera. Un espacio lleno de pacientes sin terapeuta, gritando desde sus celulares lo que no pueden decir en voz alta: Mírame, por favor. No quiero desaparecer.

Si llegaron hasta aquí, tal vez esta entrada tocó algo en ustedes. No lo digo como juicio, sino como invitación a mirar un poco más dentro. Aquí algunas preguntas que vale la pena hacerse:

  1. ¿Alguna vez sintieron que si no subían algo a redes, nadie sabría que existen?
  2. ¿Se han sorprendido esperando ansiosamente que alguien vea o reaccione a sus historias?
  3. ¿Han borrado una publicación porque no tuvo suficientes “me gusta”?
  4. ¿Suelen juzgar con dureza el contenido de los demás, sin preguntarse por qué les molesta tanto?

Si alguna de estas preguntas les incomoda, no es casualidad. Quizás, en ese leve escozor, hay algo valioso que quiere ser atendido. Y para eso, como siempre decimos en este espacio, el diván está disponible. Porque a veces, lo más urgente no es subir algo más… sino bajar a ese lugar interno donde el deseo se aclara, el dolor se nombra y la angustia se acompaña. El análisis o la terapia están ahí para ayudarnos.

Los escucho.

La pereza de enterarse

«La pereza es el hábito por el cual el hombre siente flojera de hacer lo bueno y evitar lo malo».

-Ramón Llull

Queridos(as) lectores(as):

¿Por qué decidieron leer esto? Quizá por simple curiosidad, morbo o tal vez por enojo ante un título provocador. Posiblemente alguien se los compartió afirmando que les haría ruido, tocando fibras sensibles. Porque sabemos que a veces la curiosidad vence a la pereza. Sin embargo, la mayoría opta por quedarse con la superficie. Abrir un texto no implica necesariamente leerlo con atención; mucho menos entenderlo. Y comprender, implica una acción posterior, algo que hoy en día parece una exigencia insoportable para muchas personas. En palabras de Michel Foucault: «El saber no está hecho para comprender, está hecho para cortar» (La arqueología del saber, 1969). Es decir, el conocimiento genuino no es cómodo, está diseñado para provocar y transformar.

Vivimos en la era digital. Nunca antes habíamos tenido tanto acceso a la información: libros, artículos, ensayos, podcasts, películas, documentales. Y, sin embargo, nunca habíamos leído ni reflexionado tan poco. Según Zygmunt Bauman en su libro Modernidad Líquida (2000), «Vivimos tiempos líquidos, nada permanece, todo es inmediato y descartable». Este fenómeno también afecta la información que consumimos, pues preferimos datos efímeros a verdades sólidas que requieren análisis y reflexión. Umberto Eco lo expresó claramente al decir: «Las redes sociales le han dado el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad» (conferencia en Turín, 2015). Ahora, la información está a nuestro alcance, pero preferimos trivializarla antes que entenderla en profundidad.

Morbo sí, contexto no: la ignorancia como refugio emocional

El morbo vende y lo sabemos. Preferimos historias rápidas, impactantes y emocionales que no exigen demasiado esfuerzo intelectual. Se comparten y se consumen imágenes y noticias fuera de contexto sin analizar las fuentes, sin cuestionar. Vivimos de fragmentos editados para generar impacto. José Saramago sentenció en una entrevista con El País en 2009: «Vivimos en un mundo en que la mayoría es analfabeta funcional». Leemos poco y mal, sin retener ni entender el fondo. Parece que preferimos sentir antes que pensar, porque pensar exige tiempo, y el tiempo es lo que menos queremos invertir en la comprensión profunda del mundo que habitamos.

No querer saber es también una forma de protegerse. Preferimos no enterarnos de ciertas realidades incómodas porque generan angustia. Erich Fromm señaló en su libro El miedo a la libertad (1941) que las personas a menudo renuncian voluntariamente a la libertad (y al conocimiento), porque asumirla implica responsabilidad, compromiso y, muchas veces, dolor. Es más sencillo entretenerse con programas banales que confrontarse con noticias sobre injusticias sociales o tragedias humanas, ya que esto implicaría enfrentar la impotencia y el dolor propio.

Leer es incomodarse

La lectura implica incomodidad porque exige cuestionar, analizar, dudar y cambiar. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, escribió en Temor y temblor (1843): «La vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia adelante». Leer en profundidad nos obliga a confrontarnos con nuestras creencias y prejuicios. Prefieren algunos evadir esta incomodidad a través del entretenimiento superficial, olvidando que el crecimiento implica inevitablemente incomodarse. Es insuficiente sólo leer sin comprender profundamente lo leído. Jorge Luis Borges afirmaba en su ensayo La biblioteca total (1939): «Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído». No importa cuánto se haya leído, sino cuánto se haya comprendido y aplicado. Leer sin comprender es acumular información inútil. Necesitamos reflexionar y convertir la información en conocimiento genuino, en algo útil que nos transforme como seres humanos.

Hay algo que nos atraviesa cuando nos topamos con una verdad que no coincide con lo que esperábamos leer. Esperamos validación, consuelo, confirmación de nuestras creencias. Pero la verdad rara vez viene disfrazada de halago. Lo que uno espera leer muchas veces es una versión amable del mundo, una narrativa que nos acomode, que nos permita seguir igual. Pero la verdad, por su propia naturaleza, incomoda, descoloca, nos hace tambalear. Y cuando eso ocurre, algo dentro de nosotros se rebela. Empezamos a desacreditar la fuente, a atacar el tono, a decir que el texto es «prepotente» o «innecesariamente agresivo». Pero lo que duele no es la forma, sino el fondo. No es que esté mal escrito: es que está diciendo algo que no queríamos aceptar. La filósofa Simone Weil escribió: «La inteligencia no puede ser conducida a la verdad sino por el deseo de la verdad» (La gravedad y la gracia, 1947). Y ese deseo, hoy por hoy, parece escaso. Queremos lecturas que nos abracen, no que nos confronten. Queremos textos que sean mantas, no espejos.

La belleza de enterarse

Finalmente, no todo es crítica ni reclamo. La decisión de saber, enterarse y profundizar sigue siendo una postura valiente y amorosa. Carl Sagan afirmó en El mundo y sus demonios (1995): «El saber no sólo nos empodera, también nos da felicidad». Informarnos, comprender y actuar sobre ello, es un acto amoroso hacia la vida y hacia la humanidad. La lectura es un acto revolucionario contra la ignorancia, contra la apatía. En palabras del escritor Ray Bradbury en Fahrenheit 451 (1953): «No hay que quemar libros para destruir una cultura. Basta con que la gente deje de leerlos». Por eso, hoy más que nunca, decidir enterarse es un acto de resistencia intelectual y emocional.

Si llegaron hasta aquí, gracias. No era sencillo, y quizás dolió, pero valió la pena. Como diría George Orwell en su obra 1984 (1949): «En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario».

¿Y ustedes? ¿Ya se enteraron?

Adolescencia: ecos de una herida

«La adolescencia es una enfermedad… una enfermedad normal, por la que la mayoría sobrevive».

-Donald Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

En estos días estuve viendo la mini serie de Netflix, Adolescence (2025), que ha estado haciendo mucho ruido. La adolescencia es un territorio inestable. Una frontera entre el ya no y el todavía no. Un cuerpo que cambia, una mente que se acelera, una identidad que tantea. En esa tierra movediza, la escucha adulta suele llegar tarde o no llegar en absoluto. Adolescence, no sólo retrata este proceso con crudeza, sino que nos enfrenta a una verdad incómoda: los adultos no estamos escuchando. Aunque no es mi intención spoilearles la serie, si no la han visto y pretenden hacerlo, mejor dejen esta lectura para después.

Hoy, los adolescentes no sólo habitan el mundo físico. Viven también en uno paralelo, digital, complejo y hostil. Uno en el que los emojis tienen significados que los adultos desconocen, donde una historia de Instagram puede significar una súplica o una despedida, y donde la popularidad es tan frágil como el estado emocional del que la busca. Y sin embargo, muchos padres, educadores y cuidadores siguen sin saber qué significan ciertos emojis o dinámicas de interacción que, en la subjetividad adolescente, son tan reales como los golpes.

Acciones y silencios

Como bien señala el filósofo alemán, Byung-Chul Han, en La sociedad de la transparencia (2012), «La exposición total destruye la confianza y disuelve el alma», es decir, la exposición permanente ha suplantado el espacio del secreto, del misterio, de la formación interna. En las redes, el adolescente no sólo se muestra: se inventa, se transforma, se idealiza y se deshace. Sin una brújula afectiva que lo sostenga, se pierde entre la imagen que proyecta y la identidad que no logra construir. La serie nos muestra a un adolescente, Jamie Miller (brillantemente interpretado por Owen Cooper, quien de hecho debuta como actor), que no pide ayuda con palabras, pero grita con actos. Y es que, como afirma el psicoanalista inglés, Donald Winnicott, «El acting out puede ser una manera desesperada del niño o adolescente de mostrar lo que no puede decir» (Realidad y juego, 1971), en otras palabras, es una manera de poner en el escenario algo que no pudo ser simbolizado. El adolescente se autolesiona, miente, se escapa, pero en el fondo lo que hace es intentar sobrevivir a un dolor que no sabe nombrar.

En contraste, la figura de la trabajadora social o psicóloga, Briony Ariston (Erin Doherty, cuya actuación también es magnífica) representa lo mejor del deseo de escucha: alguien que no juzga, que sostiene, que intenta comprender. Pero también nos recuerda que no basta el deseo de ayudar: se necesita un sistema que acompañe, que no abandone. En ella vemos la tensión entre el cuidado y la impotencia institucional, entre la vocación y el límite real. Uno de los momentos más conmovedores de la serie es cuando el padre, Eddie Miller (interpretación magistral de Stephen Graham) se quiebra. Hasta entonces, ha sido una figura funcional, autoritaria, práctica. Pero cuando la tragedia lo alcanza, se derrumba como cualquier ser humano que ha amado sin saber cómo, que ha querido estar presente y ha fallado. Porque también hay que decirlo: muchos padres están rotos. Y no porque no amen a sus hijos, sino porque ellos mismos no fueron escuchados cuando más lo necesitaban. De hecho, en un diálogo íntimo con su esposa, Manda Miller (Christine Tremarco), él le dice que cuando era niño, su padre lo golpeaba y maltrataba a la menor provocación, por lo que juró nunca ser así con sus hijos.

Significados ocultos

El psicoanálisis nos invita a mirar más allá del síntoma. A escuchar lo que se dice cuando parece que no se dice nada. Y la adolescencia es, quizás, uno de los momentos donde esto se vuelve más urgente. Porque ahí donde el adulto ve “drama”, muchas veces hay trauma. Donde ve pereza, hay depresión. Donde ve rebeldía, hay desamparo. Como decía Jacques Lacan, «La verdad sólo puede ser dicha a medias. Y su estructura es la de una ficción» (Seminario 7: La ética del psicoanálisis, 1959-1960), y en la adolescencia esa ficción se escribe con lágrimas invisibles. No se trata de sobreproteger. Tampoco de criminalizar. Se trata de acompañar. De comprender que una madre o un padre no tiene que saberlo todo, pero sí debe estar ahí, dispuesto a preguntar, a aprender, a escuchar con humildad.

Incluso admito que han salido varias cosas que no tenía mucha o más bien, nula, información. Por ejemplo, el tema de lo que significan los emojis de corazones. Uno pensaría que simbolizan «amor, cariño, ternura, etc.», sin embargo no es así. Depende del color: rojo (amor), morado (deseo sexual), amarillo (interés mutuo), rosa (atracción sin intención sexual), naranja (todo estará bien). Y uno mandando corazones a diestra y siniestra… Que esta serie nos sirva, no para sentir culpa, sino para abrir los ojos. Para darnos cuenta de que los signos están ahí, pero nadie los traduce. Que el dolor adolescente necesita adultos informados, sensibles, presentes. Que los emojis importan, sí. Pero más aún, los abrazos. Los silencios compartidos. Las preguntas sin juicio. Y esa frase que muchas veces puede salvar una vida: «Estoy aquí. Puedes contar conmigo. No necesitas fingir».

Carta a los amores trágicos

Querido(a) lector(a):

Te escribo a ti, que conoces el peso de la soledad después de haberlo dado todo. A ti, que aprendiste que el amor no siempre se corresponde con la misma intensidad con la que lo entregamos. Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que el amor parece ser un riesgo y la indiferencia un escudo. Tiempos donde los corazones se han vuelto cautelosos, donde muchos prefieren esconderse detrás del cinismo antes que arriesgarse a sentir. En este mundo, abundan las historias de personas que amaron demasiado y fueron dejadas atrás, de quienes construyeron castillos en el aire sólo para verlos derrumbarse con una despedida. Y también están aquellos que, sin darse cuenta, han aprendido a amar de una manera egoísta, como si el mundo les debiera todo, sin estar dispuestos a dar nada a cambio.

Te escribo a ti, que te duele haber escrito poemas que nunca serán leídos. Te escribo a ti, que esperaste una llamada que nunca llegó. A ti, que guardaste con ternura un regalo que nunca tuviste la oportunidad de dar. A ti, que fuiste refugio para alguien que, una vez sanado, siguió su camino sin mirar atrás. A ti, que te dormiste con el celular en la mano, esperando un mensaje que nunca apareció. A ti, que bajaste el volumen de tu amor para no incomodar a quien nunca tuvo la intención de escucharlo. A ti, que abrazaste a quien jamás supo sostenerte.

No te escribo para abrir más la herida, sino para recordarte que no estás solo(a). Para decirte que tu amor no fue en vano, que no fuiste ingenuo(a) por creer, ni débil por esperar. No es un fracaso haber amado con sinceridad en un mundo que muchas veces no sabe qué hacer con lo auténtico. Sé que el dolor te ha hecho preguntarte si vale la pena volver a intentarlo, si es mejor aprender a no esperar nada de nadie. Pero no dejes que la tristeza te convenza de que amar es un error. No te castigues con la indiferencia sólo porque otros no supieron valorarte. No te pierdas en tu tragedia. No te conviertas en alguien que deja de sentir por miedo a volver a sufrir. No permitas que el amor que llevas dentro se marchite por culpa de quienes no supieron verlo. El amor no debería ser un sacrificio perpetuo, ni un juego de pérdidas. El amor es lo que nos hace humanos, lo que nos da sentido, lo que nos permite ver la belleza incluso en medio del caos.

Así que sigue adelante. No con prisa, no con la urgencia de encontrar a alguien más, sino con la certeza de que mereces un amor que te encuentre en tu verdad. Un amor que no exija que te conviertas en otra persona, que no te haga sentir que eres demasiado o que no eres suficiente. Abraza la esperanza de amores cada vez más dignos. Amores que no sólo duelan, sino que sanen. Amores que no sólo sean promesas, sino presencias. Amores que no sólo existan en la nostalgia, sino en la realidad.

Sé que en este momento puede parecer imposible. Sé que te preguntas si realmente es posible amar sin perder, sin sufrir, sin entregarse hasta quedarse vacío. Sé que has visto tantas historias rotas que llegaste a creer que el amor sólo es un preludio del dolor. Pero no. El amor no es sólo lo que se pierde. También es lo que se transforma. Es el eco de lo que un día entregaste y que, aunque no haya sido correspondido como esperabas, dejó huella en el mundo. Es la semilla que sigue creciendo, aunque no la veas. No pienses que fuiste ingenuo(a) por haber creído, ni que el dolor es prueba de tu fracaso. Amar nunca ha sido una garantía de reciprocidad, pero sí es la prueba más hermosa de que estamos vivos, de que no hemos renunciado a nuestra humanidad.

No te aferres a la tristeza. No creas que el amor es un enemigo sólo porque alguien más no supo cómo recibir el tuyo. No te conviertas en alguien que huye del amor sólo porque alguna vez lo perdió. Mereces ser amado(a) con la misma ternura con la que amas. Mereces ser elegido(a), no como opción, sino como certeza. Mereces un amor que no te haga preguntarte cada día si serás suficiente. Y ese amor llegará. Tal vez no como lo imaginaste, no en la forma ni en el tiempo que esperabas. Tal vez no con la persona a la que una vez esperaste con ansias. Pero llegará. Porque el amor, cuando es real, encuentra caminos inesperados.

Cuando llegue, no lo mires con la desconfianza de quien ha sido herido, sino con la gratitud de quien sigue creyendo. No lo pongas a prueba como si fuera un enemigo, sino abrázalo con la sabiduría de quien ha aprendido que la vida siempre da segundas oportunidades a los corazones valientes. Y si aún sientes que el amor está lejos, recuerda esto: el amor no sólo se encuentra en los brazos de alguien más. Está en la amistad que nunca te ha fallado. En el café que te reconforta en una mañana difícil. En la música que te salva del silencio. En las palabras que lees y que parecen hablarte a ti. El amor está en todas partes, incluso ahora, incluso en este momento en que piensas que te ha abandonado.

Así que no cierres tu corazón. No te conviertas en alguien que no reconoce el amor cuando llega. No dejes que una historia triste te haga olvidar todas las historias hermosas que aún están por escribirse. Porque un día, sin esperarlo, volverás a amar. Y esta vez, no será una tragedia. Será todo lo que siempre mereciste.

Con cariño,

Héctor Chávez Pérez

P.D. Sé que duele. Sé que a veces parece que el amor es sólo una herida que no deja de abrirse. Pero ven aquí, acércate… deja que te seque las lágrimas. Respira. Estás aquí, sigues aquí, y eso significa que aún hay amor esperándote en algún rincón del mundo. No te desesperes. El amor no ha terminado contigo. Sólo está tomando un camino distinto para encontrarte. Te amo, no lo olvides.

Atreverse a nombrar las cosas

«Dos medias verdades no hacen una verdad»

-Eduard Douwes Dekker

Queridos(as) lectores(as):

Decir las cosas por su nombre es un acto de poder, de claridad y, sobre todo, de libertad. Sin embargo, nos han enseñado que hacerlo es peligroso, que es mejor suavizar, justificar y encontrar explicaciones interminables para quienes no nos valoran, para quienes se escudan en su sufrimiento como excusa para dañar, para quienes han hecho del chantaje emocional su única herramienta de relación. Pero no. No todo se justifica. No todo es comprensible ni digno de ser soportado. Y sobre todo: no es nuestra responsabilidad cargar con la inmadurez emocional de otros.

Freud hablaba de la necesidad de hacer consciente lo inconsciente para poder sanar. «Las emociones reprimidas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen a la luz de las peores maneras», nos advierte en Estudios sobre la histeria (1895). Cuántas veces hemos justificado a quien nos lastima, creyendo que su dolor es excusa para el daño que causan. Sin embargo, como decía Carl Jung: «Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino» (Memorias, sueños, reflexiones, 1962). No podemos vivir en la negación ni en la constante justificación del otro a costa de nuestra paz.

Para lo que no estamos

Jacques Lacan nos recordaba que el lenguaje nos estructura, que es en la palabra donde se definen nuestras posibilidades y también nuestras cadenas. «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» (Escritos, 1966). Entonces, llamemos las cosas por su nombre: si alguien no nos valora, no nos respeta y nos manipula con victimismos, no está mostrando fragilidad, está ejerciendo control. Y nosotros, en nuestra buena voluntad, en nuestra paciencia mal entendida, hemos sido partícipes de esa farsa. Fiódor Dostoievski nos mostró en sus personajes cómo la culpa y el martirio pueden volverse una adicción. En Los hermanos Karamázov (1880), escribe: «Cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todo». Pero esto no significa cargar con las culpas de los demás. Cuántas veces hemos tolerado lo intolerable por no querer ser «malos», por miedo a ser los verdugos en una historia que ya nos ha victimizado antes. Pero una verdad es innegable: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. No estamos para justificar, entender y soportar a quien se niega a crecer.

Rollo May decía que la libertad no es un derecho, sino una conquista. «La verdadera libertad no es la ausencia de restricciones, sino la capacidad de elegir nuestras restricciones», afirmaba en El dilema del hombre (1958). En otras palabras: hay que saber elegir nuestras batallas. La angustia de elegir conlleva responsabilidad, y hay quienes prefieren manipular antes que asumir su propio destino. Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), complementaba esta idea al afirmar: «La ansiedad es el vértigo de la libertad». No seremos libres hasta que aprendamos a soltar lo que nos daña sin culpa, sin miedo y sin la absurda esperanza de que algún día cambiarán. No se cambia a quien no quiere cambiar. Y aquí está el verdadero dilema: ¿estamos dispuestos a seguir cargando con lo que no nos corresponde o vamos, de una vez, a tomar nuestra vida en nuestras manos?

Seamos coherentes

Hay que saber nombrar las cosas. Lo injusto es injusto, el abuso es abuso, la manipulación es manipulación. Y ningún disfraz de «pobrecito yo» lo hará diferente. Simone de Beauvoir decía: «No olvides nunca que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Estos derechos nunca son adquiridos. Debes permanecer vigilante toda tu vida» (El segundo sexo, 1949). Pero no aplica sólo con mujeres, sino con los hombres también. Y lo estamos viendo cabalmente hoy en día: se hace menos a unos por hacer más a otros. Esto termina siendo la dictadura del malestar. Lo mismo podemos decir de nuestros límites personales: si no los defendemos, otros los cruzarán sin dudarlo. No hay conquista sin vigilancia, ni respeto sin exigencia.

En la mañana hablaba con un querido amigo y me contaba sobre los tratos que ha recibido recientemente por parte de una persona. Luego, mi tía Maru de 87 años, cuando le hablé para saludarla temprano, me empezó a decir que una persona cercana a mi familia desde hace años, le habla para contarle sus problemas. ¿Qué tienen que ver mi amigo y mi tía? Simple: ambos hablan con un nudo en el corazón causado por una persona que les ha tratado mal a pesar de la relación que han tenido. Justamente estoy dedicando esta entrada a mi amigo y a quienes la necesiten. Respecto a mi tía, cuando me contaba, la interrumpí y le dije tajantemente: «Perdóname, pero no me interesan los problemas de alguien que no es capaz de preocuparse por los nuestros». Insisto en algo que ya dije: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. Amor con amor, indiferencia con indiferencia. Y no, no es pecado ni nada de eso, es abrazar nuestra dignidad.

Nombrar es liberar

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: «El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio». Pero no sólo el suicidio literal: también el emocional. Cuántas veces nos matamos en pequeñas dosis, aceptando dinámicas que nos desgastan, que nos hacen sentir indignos de algo mejor. Pero la existencia nos exige rebelarnos ante eso, elegir lo que nos nutre, lo que nos dignifica. No podemos ir por la vida callando el dolor que nos provocan los tratos de personas que al primer reclamo se escudan y nos atacan de poco empáticos, de que no los entendemos, de que no sabemos lo que ellos viven. Pregunta: ¿no es curioso cómo reflejan sus carencias en los demás? Claro, porque es muy fácil exigir en vez de dar. Y eso ya estuvo bien. Hay gente fantástica en este mundo, ¿por qué empeñarnos a estar con personas que sólo ofrecen malestar? ¿Pobres? ¿Y nosotros no o cómo funciona esto? Todos tenemos que ser responsables de nuestras vidas, y no cargarle el peso de nuestra frustración al otro, por muy amable que sea. No confundamos amabilidad con pendejismo.

Quien nos ama, nos trata con dignidad. Quien nos valora, nos respeta. Quien nos quiere en su vida, hace el esfuerzo de mantenerse en ella sin chantajes. Si no es así, entonces no lo llamemos amor, porque no lo es. Como decía Erich Fromm en El arte de amar (1956): «El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo'». Y el amor maduro no somete, no mendiga, no manipula: libera. Es en verdad momento de forzar el lenguaje, de pretender que las cosas pasarán sin el mínimo esfuerzo, de hablar sobre cosas inexistentes. Se puede amar y ayudar, pero cuando eso no se valora, se puede seguir amando pero ya no estando. No hay cosa más importante que la dignidad de cada uno de nosotros. Recordemos a San Juan Pablo II: «No hay amor verdadero sin respeto por la dignidad de la persona. Quien ama de verdad no puede humillar, manipular o someter a la persona amada» (Familiaris Consortio, 1981). No atentemos contra e lenguaje y usémoslo adecuadamente.

Y sí, estoy en verdad molesto… ¿para qué decir que no?

Cuando nadie aplaude, pero igual importa

«La manera de hacer es ser».

-Lao Tsé

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que la sensación de inutilidad pesa más que cualquier carga física. Esos días en los que nos preguntamos: ¿Para qué sigo escribiendo si nadie comenta? ¿Para qué ayudar si nadie lo nota? ¿Para qué hacer algo si parece que todo se pierde en el vacío? Nos han vendido la idea de que el valor de lo que hacemos está condicionado a la respuesta de los demás, a la validación inmediata, al reconocimiento público. Si no hay eco, parece que lo hemos hecho no tiene importancia. Pero la realidad es otra. Existen obras que han cambiado la historia y que fueron ignoradas en su tiempo. Hay gestos de bondad que nunca son aplaudidos pero sostienen el mundo.

Lo que hacemos, aunque parezca insignificante, tiene valor. Albert Camus, Hannah Arendt, Sigmund Freud, Fiódor Dostoievski y San Juan de la Cruz, entre muchos más, nos han enseñado que no es el aplauso lo que da sentido a nuestras acciones, sino la esencia de lo que hacemos, el acto mismo de hacer. Este encuentro de hoy es un recordatorio de eso. Un manifiesto contra la desesperanza, un llamado a seguir empujando la roca, aunque nadie lo vea. Porque incluso en la aparente invisibilidad, cada acción deja una huella. Aunque no la notemos. Aunque el mundo permanezca en silencio.

El espejismo del reconocimiento

Vivimos en un mundo que nos ha condicionado a medir el valor de lo que hacemos en función de la respuesta externa. Si no hay likes, comentarios o una muestra desesperada de aplausos, parece que lo hecho se diluye en la nada. Terminamos el día cansados, fatigados, hasta frustrados, con la pregunta inquisitiva e insistente: ¿para qué hago esto? Tal como comentaba al principio, nos han enseñado que la validación externa es la confirmación de que lo que hacemos importa. Pero, ¿y si el valor de las cosas no dependiera de su eco inmediato, sino de su propia existencia?

En un tiempo donde todo es fugaz, donde la inmediatez dicta el éxito de una publicación, de una idea o incluso de una vida, olvidamos que hay cosas cuyo impacto es silencioso. No todo tiene que viralizarse para ser significativo. La historia está llena de artistas, escritores y pensadores que nunca fueron reconocidos en vida, pero cuya obra marcó generaciones posteriores. ¿Eran menos valiosos entonces? ¿O es que hemos perdido la capacidad de ver el valor en lo que no se mide en cifras? Claramente me dirán que, sobre todo hoy en día, se requiere de cierta validación a modo de pago. Porque, claro, nadie vive de gracias o de aplausos. Pero la pregunta es: ¿y si lo estamos enfocando mal? Quizá la respuesta nos ayude a ver dónde hacer mejor las cosas… y con quién.

Sísifo y la felicidad del absurdo

Albert Camus nos da una pista con El mito de Sísifo (1942): un hombre condenado a empujar una roca cuesta arriba sólo para verla caer, una y otra vez, para volver a hacer la más dinámica por toda la eternidad. En apariencia, su labor es absurda. No hay triunfo, no hay recompensa. No hay un final glorioso ni una moraleja optimista. Sin embargo, Camus nos suelta un golpe directo: «hay que imaginar a Sísifo feliz». ¿Por qué? Porque el acto en sí mismo ya es suficiente. Porque el valor no está en la meta, sino en el movimiento. Hacer por hacer, amar por amar, crear por crear, sin esperar más que el proceso mismo.

En esta lógica, la insistencia en continuar, aunque parezca inútil, es en sí misma un acto de rebelión contra un mundo que nos quiere productivos, pero no necesariamente plenos. Si seguimos haciendo lo que nos apasiona, aunque parezca que nadie lo nota, estamos desafiando la idea de que sólo lo visible merece existir. Muchas veces cargamos con el peso muerto de mandatos de la infancia que son, irónicamente absurdos: «si no logras esto, está mal», «si para cuando tengas tal edad no has hecho esto…», y un largo bla bla bla. Aquí habría que preguntarnos la finalidad de ello: ¿inspirar o meter miedo?

La vita activa y el poder de lo pequeño

Hannah Arendt, en su concepto de la vita activa, nos recuerda que no todo lo que hacemos tiene que trascender en grande. A veces, las pequeñas cosas—como escribir un post que sólo lee una persona, preparar café en la mañana, o incluso regar una planta—son lo que nos ancla al mundo. El acto es el valor, no la reacción que genera.

En un mundo obsesionado con el impacto, olvidamos que la grandeza está en los detalles. La comida que alguien preparó con amor, aunque no reciba elogios. La conversación que sostuvimos con un amigo, aunque no haya cambiado el rumbo de la Historia. La lectura que alguien hizo en silencio y que resonó en su interior, aunque nunca lo comente. Cada acción es un pequeño ladrillo en la construcción de algo más grande, incluso si nunca vemos la estructura completa.

Seamos como los niños: ellos juegan, aunque nadie más entienda a qué

Sublimación y la necesidad de hacer

Desde el Psicoanálisis, Freud hablaba de la sublimación: transformar lo que nos duele en algo creativo. No siempre podemos controlar lo que sentimos, pero podemos elegir qué hacer con ello. Escribir aunque nadie lea, hablar aunque parezca que nadie escucha, crear aunque nadie reconozca. No porque el mundo lo exija, sino porque nosotros lo necesitamos. Pero también hay un sentido que sólo cada uno de nosotros puede (y debiera) ver. El psicoanalista argentino, David Nasio, lo dice de la siguiente manera: «El acto de crear es la capacidad de dejar de llorar el objeto amado perdido».

Cuando escribimos una carta, un poema, dibujamos en una servilleta, cantamos a todo pulmón en la regadera, etc., estamos creando, estamos haciendo por nosotros. Aquí entra la importancia de hacer por el simple hecho de hacer. Porque el acto creativo, el esfuerzo y la entrega son en sí mismos terapéuticos. Son una forma de procesar lo que nos pasa, de darle estructura a lo que de otra forma sería caos. Y en ese hacer, encontramos significado, más allá de la validación externa.

La fe en lo invisible de Dostoievski

Fiódor Dostoievski lo supo siempre. En Los hermanos Karamázov (1880) nos deja una idea demoledora: «No hay nada más hermoso, profundo, simpático y razonable que Cristo. Si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, preferiría quedarme con Cristo que con la verdad». Esto no es sobre religión en sí, sino sobre la fe en lo que hacemos, aunque parezca invisible. Es curioso que, como humanos que somos, siempre estemos esperando que las respuestas a las preguntas que nos hacemos, siempre vengan de afuera. Hemos ido perdiendo la capacidad de escucharnos, de cuestionarnos las cosas, nos hemos perdido en el mar de los demás.

El acto de ayudar, de servir, de amar, de escribir, de crear, tiene peso, aunque no nos den las gracias. Hay cosas que, aunque no se ven, sostienen el mundo. El amor de una madre que nunca se exhibe. El sacrificio de alguien que nunca será reconocido. La enseñanza que un maestro deja en un estudiante sin saberlo. Lo que hacemos, incluso si parece que nadie lo nota, tiene un efecto que trasciende más allá de lo inmediato.

La noche oscura del alma y la persistencia del hacer

San Juan de la Cruz hablaba de la Noche oscura del alma, ese momento en el que todo parece vacío, donde Dios parece ausente. Pero en ese vacío también hay algo: la persistencia. Hacer sin certezas, seguir aunque todo parezca en silencio. Muchas veces estamos esperando que ciertas personas respondan a nuestro llamado. Pienso, por ejemplo, en las veces que queremos compartir algo en Facebook, algo que nos parece divertido, interesante y, por qué no, preocupante. Pero pasa el día y nadie interactúa con nosotros en dicha publicación.

¿No les importa? ¿Por qué no dicen nada? Y muchas preguntas de ese estilo nos desbordan constantemente. Hasta que alguien participa, un alguien inesperado, es cuando nos damos cuenta que no somos invisibles. Esa es una llamada de la vida a abrirnos más en los círculos que solemos tener. A veces, el eco tarda en llegar. Otras veces, nunca lo oímos, pero está ahí. No todo impacto es visible, no toda respuesta es inmediata. Si el acto mismo de hacer nos llena, entonces no ha sido en vano. Es como cuando recordamos el: haz el bien sin mirar a quién. Nunca somos, ni seremos, verdaderamente conscientes de lo que podemos generar no sólo de manera directa, sino también indirecta, en los demás, incluso en los que ni siquiera imaginamos.

Hacer aunque nadie responda

Entonces, si hoy sienten que lo que hacen no tiene impacto, recuerden esto: no todo eco es inmediato, no toda huella es visible. Escribir, hablar, crear, ayudar, aunque parezca que nadie responde, importa. Hay quienes leen y no comentan, quienes sienten y no expresan, quienes reciben sin decirlo. Y eso está bien. Por eso es que hago este espacio para ustedes, porque aunque rara vez se animen a comentar o me regalen un like, es lo de menos, mientras les ayude, me doy por bien servido. Claro, uno agradece (y debe hacerlo) cuando los demás valoran lo que hacemos, cuando comparten nuestras cosas, pero también es importante saber ser los que valoramos y compartimos lo que somos y lo que hacemos.

Porque al final, como diría Camus, hay que imaginar que lo que hacemos es suficiente. Aunque el mundo no lo diga en voz alta. Ya que si nosotros no nos damos el valor que tenemos, nadie más lo hará. No podemos estar esperando que todo llegue y se nos dé, porque no siempre es así. Y bueno, como dice una amiga: «Si no me hecho porras yo misma, estoy jodida esperando que alguien más lo haga». Y sí, cuesta, pero es importante hacerlo.

Manual exprés para vivir con miedo y no morir en el intento

«Lo que temes, te pertenece».

-Franz Kafka

Queridos(as) lectores(as):

Dicen que el miedo paraliza, pero lo cierto es que el miedo produce: produce dinero, produce novelas, produce candidatos, produce guerras, produce excusas, produce rezos y produce soledad. Es el gran motor oculto de la modernidad. Nos educaron para temer: temer al dolor, temer al fracaso, temer a la soledad, temer al amor, temer a la muerte, temer al placer, temer a la locura, temer a la verdad. Y así, generación tras generación, aprendimos a vivir con miedo como quien hereda una casa llena de goteras y decide poner cubetas en lugar de arreglar el techo.

El miedo es el sentimiento más democrático del mundo. No distingue entre ricos y pobres, ateos y creyentes, intelectuales y analfabetos. Es la sombra que nos sigue a todas partes, el peso invisible en el pecho, la voz que susurra en las noches más silenciosas: «Y si todo lo que crees sobre ti mismo es mentira?» Pero, en una sociedad que glorifica el control, la seguridad y la previsibilidad, admitir que se tiene miedo es un acto de vulnerabilidad que pocos están dispuestos a permitir. Por eso lo disfrazamos. Lo escondemos detrás de diagnósticos modernos, lo cubrimos con hiperactividad, con distracción, con consumo. Nos convencemos de que el miedo es un error del sistema, algo que debe corregirse o ignorarse, cuando en realidad es la señal más humana que tenemos.

Y así, sin más preámbulos, aquí está el manual exprés (inspirado claramente en las «instrucciones» de Julio Cortázar) para vivir con miedo sin morir en el intento. Léanlo con atención, porque sin duda ya están aplicándolo sin saberlo.

Instrucciones para vivir con miedo (y hacerlo con estilo)

1.- Ubique el miedo correctamente. No se vaya a confundir con el susto momentáneo o la paranoia social. El miedo del que hablamos es ese zumbido en el pecho a las tres de la mañana, ese temblor sutil cuando alguien le dice “tenemos que hablar” o cuando siente que su vida es una fotocopia de sí misma.

2.- Niegue que tiene miedo. Este paso es crucial. La gente decente no dice «tengo miedo», dice «ando estresado», «es que así soy», o la mejor de todas: «es la edad». Hay que camuflar el miedo como síntoma de algo menor. Es un arte.

3.- Coloque el miedo en el lugar equivocado. No lo asocie con su infancia, con ese padre ausente o esa madre sobreprotectora. No lo vincule con su primer rechazo o con aquella vez que se enteró de que nadie es indispensable. Mejor diga que es culpa de la inflación, de Putin, de la IA, de los astros o del cambio climático. O una clásica mexicana: «¡Todo es culpa de Calderón!». Sonría y siéntase moralmente superior (hay quien le funcionó por años y a la fecha).

4.- Romantice su miedo. Llámelo «mi sensibilidad especial» o «mi mente inquieta». Jamás diga que es terror existencial puro, eso es vulgar y demasiado honesto. Mejor léase a Bukowski o a Murakami y cite frases al azar sobre almas rotas. Pero si quiere ser más profundo, trate de conciliar ideas que leyó vagamente en un meme de aquellos donde sale el Joker, eso le dará más caché.

5.- Cree rituales para distraerse. Cada vez que el miedo se asome, prenda una pantalla. Netflix, TikTok, Tinder o cualquier cosa que le haga creer que está conectado al mundo. Como decía Zygmunt Bauman, “la cultura líquida no cultiva recuerdos, sólo el olvido”. Haga del olvido un hábito. Olvídese de sus problemas… olvídese que por ello después querrá no haber olvidado eso.

6.- Vaya a terapia/análisis, pero como quien va a un spa. No busque entender su miedo, busque validación. Si el terapeuta/analista le confronta, acúsele de ser tóxico o poco empático. Mejor cambie de terapeuta/analista hasta encontrar uno que le diga lo que usted quiere oír. ¡Esos son los mejores!

7.- Si todo falla, haga del miedo una identidad. Diga que es “un alma compleja, incomprendida, con mucha ansiedad social y un TDAH autodiagnosticado en TikTok”. Recuerde: mejor ser una víctima fashion que un adulto responsable.

Un arte conceptual y simbólico que representa el miedo y la auto-reflexión

Fuera de las instrucciones

Pero, y esto no estaba en las instrucciones, resulta que el miedo es más sabio de lo que parece. Es un maestro incómodo. Como decía Rilke: «Lo terrible es, a fin de cuentas, sólo aquello que nos exige transformar nuestra vida». El problema nunca fue el miedo. El problema es que hemos sido educados para huir de él. Nadie nos enseñó a mirarlo de frente, a preguntarle qué quiere, qué necesita, qué intenta mostrarnos. En su Seminario X, Lacan advertía que «el deseo está estructurado en torno a la falta», y el miedo no es otra cosa que el eco de esa falta.

El diván enseña que el miedo no es el enemigo. El miedo es el mensajero. Viene a avisar que hay una herida abierta, un deseo oculto, una verdad pendiente. El miedo es el timbre de la puerta. Y nosotros, en lugar de abrirla, fingimos no estar. Lo que realmente da miedo no es el miedo en sí, sino la verdad que lo provoca. Porque como decía Simone Weil: «Sólo el que ha mirado cara a cara la necesidad absoluta puede conocer la verdadera libertad».

Después de esto, ¿qué les parece si dejamos otras instruccione que nos ayuden, realmente, con este tema?

Instrucciones honestas para atravesar el miedo (y no sólo maquillarlo)

1.- Nombre su miedo. Rilke decía: “Lo terrible es sólo aquello que nos exige transformar nuestra vida.” Llámelo por su nombre: miedo al abandono, miedo al fracaso, miedo a ser visto tal cual es. Póngale nombre y apellidos. El lenguaje crea realidades.

2.- Escúchelo sin huir. El miedo tiene una historia que contar. Es la memoria viva de cada herida no atendida. “I got this feeling on a summer day when you were gone…” (Tuve este sentimiento el día de verano que te fuiste), canta Tove Lo. El miedo es el eco de todos los «when you were gone» (cuando te fuiste) que hemos vivido.

3.- Cuestiónelo. No todo miedo es una advertencia válida. Muchos son relatos heredados. Como escribió Jeanette Winterson: “We are all stories in the end” (Al final todos somos historias). Pregúntese: ¿este miedo es mío o es de alguien que me educó a su imagen y semejanza?

4.- Atrévase a estar solo. Sin pantalla, sin ruido, sin scroll infinito. Como diría Blaise Pascal, “toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer en reposo en una habitación”. Siéntese con su miedo. Mírelo a los ojos. Lo que teme podría ser una versión suya pidiendo ser escuchada.

5.- Entienda que el miedo es amor disfrazado. Tememos perder lo que amamos. Tememos no ser amados. Tememos que nos falte el amor propio para sostenernos si nos dejan. Como cantaba Florence Welch: “You can’t carry it with you if you want to survive” (No puedes llevarlos contigo si quieres sobrevivir). Hay que soltar. Y soltar da miedo. Pero quedarse duele más.

6.- No busque eliminarlo, aprenda a convivir con él. Como decía Yalal ad-Din Muhammad Rumi: “El miedo es el carcelero de la verdad”. Y como decía Leonard Cohen: “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”. No busque ser invulnerable, busque ser honesto.

7.- Acepte que no hay garantías. El miedo quiere certezas. Pero la vida es incertidumbre. “Nobody said it was easy” (Nadie dijo que fuera fácil), nos lo recordó Coldplay. Estar vivos es aceptar la intemperie.

8.- Hágase responsable. Viktor Frankl lo dejó claro: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad”. El miedo existe. Pero qué hacemos con él es nuestra responsabilidad.

Platiquemos

No olviden compartir sus respuestas, la idea al final es que podamos estar juntos en esto, poder trabajar en soluciones que ayuden a todos. Les dejo las preguntas finales:

-¿Cuántos de sus miedos son realmente suyos y cuántos se los heredaron?

-¿Quiénes serían si el miedo no dictara sus decisiones?

-¿Qué conversaciones tienen consigo mismos que siguen postergando?

-¿Qué prefieren: la incomodidad de mirarse de frente o la comodidad de seguir distraídos?

-Si sus miedos hablaran con la voz de sus infancias, ¿qué historias les contarían?

-¿Tendrán el valor de abrir esa puerta, o seguirán esperando que alguien más lo haga por ustedes?