«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».
-Thomas Merton
Queridos(as) lectores(as):
Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?
La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.
Respirar como acto sagrado
El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso”, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.
>Una práctica simple:
- Inhalen en 4 segundos
- Retengan 4 segundos
- Exhalen en 6 segundos
- Descansen 2 segundos
Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).
El ritual en lo cotidiano
Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».
Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.
Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).
La oración como brújula
La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).
Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.

La paz no es negación
No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.
No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.
Ascética cotidiana, no heroica
La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.
5 minutos para el alma
Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.
Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».







