El lenguaje de las sombras

«Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino»
— Carl Gustav Jung

Queridos(as) lectores(as)

Nos han enseñado a temer a la oscuridad. Desde niños, nos dicen que el monstruo está bajo la cama, que las sombras ocultan amenazas, que lo que no comprendemos debe ser evitado. Y así crecemos: con miedo a lo que no podemos ver, con miedo a lo que no queremos reconocer de nosotros mismos.

Carl Gustav Jung llamó la sombra a ese lado de nuestra psique que reprimimos, lo que negamos o rechazamos de nosotros mismos. Pero, ¿y si el problema no es la sombra en sí, sino nuestra resistencia a mirarla de frente? Hay que tener presente que muchas veces el miedo nos domina sin entender el porqué de ello. Pensemos en el siguiente ejemplo: vamos a un parque de diversiones y nos encontramos con la atracción más importante, la famosa montaña rusa. ¿Qué nos da miedo? ¿Nos impone como tal la estructura? En algún momentos podríamos pensar que sí, sin embargo, nunca falta el amigo o familiar curioso que nos pregunta por qué no nos queremos subir. Y las respuestas florecen: me da miedo la altura, qué tal si esa cosa se cae, me da miedo la velocidad, etc. ¿Qué pasaría si la respuesta fuera algo menos esperado? Que dijéramos «tengo miedo de que me guste».

Las sombras no son el enemigo

La sombra no es maldad, no es un castigo ni una condena. Es simplemente lo que hemos ocultado por miedo, vergüenza o porque la sociedad nos enseñó que ciertas emociones y deseos no deberían existir en nosotros. La ira, la envidia, el resentimiento, incluso la tristeza… todo lo que intentamos reprimir se convierte en una fuerza latente que, si no la integramos, termina controlándonos desde las sombras. Pero integrar la sombra no significa darle rienda suelta ni justificar cualquier impulso. Significa reconocer su existencia, escuchar lo que tiene que decirnos y, en lugar de permitir que nos domine, aprender a dialogar con ella.

Uno de los mejores ejemplos literarios de la sombra es El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson. El Dr. Jekyll, un hombre respetable y virtuoso, reprime sus impulsos más oscuros hasta que encuentra una manera de separarlos en la figura de Edward Hyde. Pero en lugar de integrarlos, Jekyll los divide radicalmente, negando por completo su lado oscuro. El resultado es desastroso: Hyde se convierte en una criatura incontrolable, una sombra que actúa sin límites ni conciencia. Y cuando Jekyll trata de volver a su vida de rectitud, se da cuenta de que ha perdido el control. Su sombra ha tomado vida propia.

Stevenson se adelantó a Freud y a los demás psicoanalistas en la propuesta de la psique estructurada. Este relato es una advertencia sobre lo que ocurre cuando rechazamos nuestra sombra en lugar de aceptarla. Jekyll no era un hombre malvado, pero su incapacidad para reconciliar su propia dualidad lo llevó a la ruina. Stevenson nos muestra que la sombra no es peligrosa por existir, sino por ser negada hasta el punto de desbordarse. En la vida real, no necesitamos una pócima para desatar a Hyde: basta con ignorar nuestras emociones, nuestras contradicciones, y dejarlas acumularse hasta que nos dominen.

La sombra en la literatura

La literatura está llena de personajes que luchan con sus sombras, algunos con éxito, otros no tanto. Raskólnikov en Crimen y castigo (1866-7) de Dostoievski: un hombre que cree poder justificar un asesinato con su teoría del “hombre extraordinario”. Pero su sombra lo atormenta hasta que finalmente encuentra redención al aceptarla y entregarse a la verdad. Heathcliff en Cumbres Borrascosas (1847) de Emily Brontë: un personaje que, en lugar de enfrentar su sombra, se deja consumir por ella, convirtiéndose en un ser cruel y vengativo. Su historia es un ejemplo de lo que ocurre cuando el dolor no se procesa, sino que se alimenta hasta convertirse en obsesión.

Pensemos también en cómo autores como Jorge Luis Borges plasmaron cosas como su espejo inquietante: En cuentos como El otro (1972) o El Aleph (1949), el escritor argentino juega con la idea de la identidad y la dualidad del ser. Nos muestra que, a veces, el verdadero terror no está en lo externo, sino en la imagen que nos devuelve el espejo. Y, claro, no podíamos dejar de mencionar la obra culmen de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) , con la dualidad separada de Víctor Frankenstein y su monstruo. La criatura creada por el científico es, en cierto sentido, su sombra personificada. Representa todo lo que el doctor quiso evitar: el miedo al fracaso, la responsabilidad de sus actos y el rechazo a lo desconocido. Pero, en lugar de enfrentarlo, lo abandona, y el monstruo se convierte en una fuerza destructiva que amenaza hasta a su creador y a su familia.

Un encuentro con uno mismo

La sombra es un maestro silencioso. Nos muestra lo que no queremos aceptar, nos obliga a enfrentarnos con nuestras contradicciones y, si tenemos el valor de mirarla con honestidad, nos guía hacia la autenticidad. «Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad», diría Jung. Todos hemos sentido rabia alguna vez. Todos hemos envidiado, deseado el fracaso de alguien, experimentado emociones que nos hicieron sentir culpables. Pero, ¿qué pasaría si en lugar de negarlas, nos preguntamos por qué están ahí? La rabia nos habla de injusticias que no hemos sanado. La envidia nos muestra lo que secretamente deseamos pero no nos permitimos buscar. El miedo nos advierte de lo que no hemos enfrentado. Cada emoción reprimida tiene un mensaje. Escucharla es el primer paso para transformarla. La paradoja es que, mientras más intentamos alejarnos de la sombra, más poder le damos sobre nosotros. Pero cuando la aceptamos, cuando la traemos a la luz y aprendemos a integrarla en nuestra vida, deja de ser una amenaza. Es como entrar a un cuarto oscuro: al principio, todo parece aterrador. Pero cuando encendemos la luz, nos damos cuenta de que lo que nos asustaba no era más que nuestra propia imaginación proyectada en las sombras. La verdadera libertad comienza cuando dejamos de huir de nosotros mismos.

Si aprendiéramos a hacer las paces con nuestra sombra, nos permitiríamos vivir con más ligereza. No desde la culpa ni el juicio, sino desde la comprensión de que somos seres completos: luz y oscuridad, virtudes y defectos, errores y aprendizajes. La sombra no es un enemigo. Es un reflejo de lo que aún no hemos comprendido de nosotros mismos. Y al final, no se trata de vencerla, sino de integrarla. Dejar de temerle y convertirla en parte del camino. Aquí es donde las palabras de Friedrich Nietzsche nos hacen completo sentido: «Y cuando mires largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.» Sí, el abismo nos mira. Pero también podemos mirar de vuelta. Y cuando lo hacemos con valentía, descubrimos que no está ahí para devorarnos, sino para mostrarnos que la luz, la verdadera luz, sólo se encuentra cuando dejamos de huir de la oscuridad.

Platiquemos

He decidido agregar esta nueva sección en ésta y en las futuras entradas y/o encuentros, de modo que ustedes y yo podamos tener un diálogo sobre lo que acabamos de compartir. Sería fascinante que se den el tiempo de contestar en comentarios de la entrada. ¡Los leeré con muchísimo gusto!

  1. ¿Han sentido que alguna vez su sombra ha tomado el control de sus decisiones o emociones? ¿Cómo lo manejaste?
  2. ¿Qué aspectos de ustedes mismos(as) han reprimido por miedo o por presión social? ¿Cómo creen que podrían reconciliarse con ellos?
  3. En la literatura y el cine, hay muchos personajes que luchan con su sombra. ¿Qué historia o personaje les ha hecho reflexionar sobre este tema?

El peso de la ingratitud

«Hacer beneficios a un ingrato es lo mismo que perfumar a un muerto».

-Plutarco

Queridos(as) lectores(as):

Todos, en algún momento, hemos sentido la herida de la ingratitud. No hay dolor más silencioso que el de dar sin recibir, el de entregar con el alma y encontrar sólo indiferencia. La ingratitud no sólo nos deja con las manos vacías, sino que también nos confronta con la pregunta: ¿vale la pena seguir dando? La Historia, la Filosofía, el Psicoanálisis y el arte han explorado este sentimiento desde múltiples ángulos, y hoy nos adentraremos en esta reflexión para comprenderla mejor y, tal vez, encontrar un modo de sanar.

Esta encuentro lo hago en respuesta a Carolina, quien escribe desde Ecuador. Espero que esto que estamos por desarrollar sea una manera de entender que el mundo está lleno de ingratitud, que hay muchas personas que incluso se ofenden y se indignan cuando se les muestra su actitud egoísta. Es de lo más común. Sin embargo, no hay que persistir en la idea de seguir haciendo lo correcto. Así que me imagino que ya intuyen cuál será mi respuesta/apuesta al final.

Una visión filosófica

El estoicismo nos enseña a liberarnos de la expectativa del reconocimiento. Séneca, en De Beneficiis (De los beneficios, 56-62 d.C.), nos advierte: «Ningún bien se pierde si lo hemos dado por generosidad y no por deseo de reconocimiento». Para los estoicos, dar es un acto que debe nacer de nosotros, sin esperar nada a cambio. Pero ¿cómo resistir el dolor de la indiferencia? La clave estoica es ver el acto de dar como un reflejo de nuestra propia virtud, no como una transacción esperando una respuesta. Sin embargo, es natural que eso de «hacer sin esperar» si bien no es que sea imposible, pero sí muy complicado, porque en la gran mayoría de las veces estamos esperando aunque sea un «gracias» o un por lo menos una sonrisa. La virtud es como el cuerpo: debe ejercitarse.

Friedrich Nietzsche nos ofrece una perspectiva distinta en Zur Genealogie der Moral (Genealogía de la Moral, 1887): «El resentimiento es el veneno de los que esperan gratitud». Para el filósofo alemán, la ingratitud duele porque el ser humano tiene una tendencia natural a buscar validación. Pero si logramos trascender esa necesidad, alcanzamos la verdadera fortaleza. Aquellos que son ingratos pueden verse como esclavos de su propia debilidad, mientras que quienes logran superar la necesidad de reconocimiento encuentran una libertad real. ¿Pero de qué libertad está hablando Nietzsche? Podríamos forzar un poco la respuesta, pero estaría hablando de la libertad de cargar con cosas que no nos corresponden (más).

Por otro lado, Simone Weil nos muestra que la ingratitud también es una falla de la sociedad. En L’Enracinement (Echar raíces, 1949) nos dice: «El mayor sufrimiento no es el hambre, sino el ser invisible para los demás». La ingratitud es, en muchos casos, la negación del otro, el acto de borrar su existencia en el momento en que ya no es útil. En una sociedad que premia lo inmediato y descarta lo que ya no le sirve, la ingratitud se ha convertido en una moneda de cambio. ¿Acaso no parece que el ingrato actúa de una manera tal que pareciera que todos estamos obligados a responder a sus necesidades casi de manera obligatoria? Esa visión del otro como un ser que atiende es quizá uno de los puntos que más pueden calar en la identidad de las personas cuando se preguntan «¿y yo cuándo?».

La ingratitud desde el diván

Bajo la mirada inquisitiva de Sigmund Freud, la ingratitud puede vincularse con la pulsión de muerte, es decir, ese «impulso» inconsciente que nos lleva a rechazar lo que nos hace bien. Freud escribe en Jenseits des Lustprinzips (Más allá del principio del placer, 1920): «Los seres humanos no pueden aceptar plenamente el amor sin que la sombra de la destrucción lo amenace». A veces, la gente no agradece porque reconocer el bien recibido implicaría aceptar su propia fragilidad. La gratitud implica una cierta sumisión psicológica, y hay quienes no pueden tolerar esa idea. El miedo, socialmente generado, a sentirse indefensos o vulnerables es por mucho uno de los que más perjudican la vida de las personas. Esa idea de «si me muestro débil, me harán daño», incubada desde las más tiernas infancias con mandatos poco oportunos, genera una carga muy pesada y ésta ocasiona que las acciones se vuelvan cada vez más complejas en las relaciones humanas.

Melanie Klein, en su teoría sobre la envidia desarrollada en Envy and gratitude (Envidia y gratitud, 1957), explica que la ingratitud puede ser una forma de negación: «El niño que no puede aceptar el amor de su madre destruye simbólicamente el vínculo». La ingratitud, en muchos casos, no es sólo olvido, sino rechazo activo. Hay quienes, incapaces de tolerar la deuda emocional, optan por borrar todo rastro de lo que han recibido. Aquí habría que preguntarnos qué es lo que genera esa incapacidad o rechazo. ¿Qué se viene arrastrando?

Más adelante, Jacques Lacan nos advierte que el deseo humano es insaciable. Nunca nos sentimos completamente llenos, por lo que muchas veces no agradecemos porque siempre estamos esperando algo más. En Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964), afirma: «El deseo del ser humano es el deseo del otro». La gratitud exige detenerse y reconocer lo recibido, algo que la estructura del deseo a menudo nos impide hacer. ¿Cómo podemos agradecer algo que no sabemos por qué lo queríamos o necesitábamos? Si atendemos la mímesis del deseo, que nuestro deseo es el deseo del otro, es entendible que entremos en conflicto cuando realizamos el deseo y caemos en cuenta de que en realidad no era algo que habíamos querido.

La ingratitud lastima de maneras diversas

El retrato literario

Fue Fiódor Dostoievski quien, en Prestupléniye i nakazániye (Crimen y castigo, 1866-77), nos muestra a Raskólnikov, un hombre que ayuda, pero termina sintiéndose vacío y culpable. Nos recuerda que a veces, la ingratitud no es sólo del otro, sino también de nosotros mismos cuando no aceptamos nuestro propio valor. En esta novela, vemos cómo incluso la culpa puede convertirse en una forma de rechazo de la gratitud. Anlicemos esta frase de la novela: «Se habituó a la idea de que los hombres, en general, se inclinan por la ingratitud, basándose en que, aun cuando alguien sea excesivamente generoso con ellos, en el fondo no se lo perdonan». Esta frase refleja la visión pesimista de Raskólnikov sobre la naturaleza humana, sugiriendo que la ingratitud no es sólo un acto de olvido, sino también una forma de resentimiento hacia quien da sin esperar nada a cambio. Es una idea que encaja con su teoría del «hombre extraordinario» y su justificación para el crimen, pues ve en la sociedad una estructura donde la bondad no siempre es recompensada.

León Tolstói, en Smert Ivana Ilichá (La muerte de Iván Ilich, 1886), nos muestra la indiferencia de la familia ante el sufrimiento del protagonista. «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?'». La ingratitud también es el abandono. La historia nos revela cómo la sociedad construye vidas vacías y cómo las relaciones personales pueden convertirse en pura apariencia. Iván Ilich, al final de su vida, descubre el vacío de una existencia guiada por lo que «debía ser» en lugar de lo que verdaderamente quería ser. Tolstói nos obliga a pensar en la manera en que los que nos rodean nos abandonan en nuestro error. Por eso es que debe existir la figura de alguien que nos oriente, haciendo una corrección fraterna a tiempo. Aunque, cuidado aquí: de nada sirve que nos hagan ver nuestro error si no hay humildad para reconocerlo y enmendar.

Por último, Anton Chéjov, en Vishniovy sad (El jardín de los cerezos, 1903-4), nos habla de cómo el pasado y los sacrificios son olvidados con facilidad. «Todo lo que amamos se convierte en un fantasma». La ingratitud puede ser el precio del tiempo, de una modernidad que no respeta la historia personal de los demás. Cuando amamos algo o a alguien, le damos un valor emocional enorme. Sin embargo, con el tiempo, incluso lo más amado puede desvanecerse, convirtiéndose en un fantasma de lo que fue. Esto aplica a las relaciones humanas: podemos ser profundamente importantes para alguien en un momento, pero con el tiempo, nuestra presencia o actos se diluyen en la memoria de los demás. Esto nos enseña que hay que saber valorar a las personas, las situaciones y las cosas en su justa dimensión.

¿Cómo viven la ingratitud?

  • ¿Alguna vez han sentido la herida de la ingratitud? ¿Cómo lo manejaron?
  • ¿Creen que la gratitud debería ser una expectativa o un regalo espontáneo?
  • ¿Cómo creen que la sociedad actual influye en la manera en que valoramos lo que recibimos de los demás?
  • ¿Tienen alguna canción, película o libro que refleje su experiencia con la ingratitud?

Déjenme sus comentarios, me encantaría leer sus perspectivas y generar un diálogo sobre este tema tan humano y universal.

Gracias por leer.

Soledad en la era digital

«Estar juntos pero solos»

-Sherry Turkle

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un mundo hiperconectado, donde un mensaje de WhatsApp puede viajar miles de kilómetros en segundos y las redes sociales nos permiten «compartir» momentos en tiempo real. Sin embargo, nunca hemos estado más solos. Sherry Turkle, en Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other (2011), advierte que las nuevas tecnologías nos han hecho confundir conexión con intimidad. La conversación ha sido sustituida por la mensajería instantánea, donde los tiempos de respuesta, los «visto» y las reacciones sustituyen la profundidad del diálogo.

Desde el psicoanálisis, Freud hablaba del individuo y cómo, al vivir en sociedad, debe reprimir sus deseos y emociones más profundas. En la era digital, esto se multiplica: presentamos una imagen editada de nosotros mismos, dejando fuera los aspectos más humanos como el dolor, la tristeza y la vulnerabilidad. ¿Cómo podríamos construir relaciones genuinas si constantemente estamos administrando nuestra «marca personal»? En su libro, El malestar en la cultura (1928), nos dice: «La felicidad en el sentido restringido del término solo es posible en contraposición con el sufrimiento. La vida social nos exige renunciar a impulsos que nos son propios, y en ese sacrificio se encuentra nuestra frustración».

El miedo al silencio y la incapacidad de estar con uno mismo

Uno de los grandes problemas de nuestra época es la incapacidad de estar solos sin estímulos externos. Todo el tiempo buscamos algo con qué distraernos: redes sociales, series, música, mensajes. El silencio se ha convertido en un enemigo. Hannah Arendt, filósofa alemana, nos vería de reojo y sentenciaría: «La soledad es la condición humana. Cultívala». Para Hannah Arendt, la verdadera soledad no es la ausencia de compañía, sino la incapacidad de tener un diálogo interno. Es en la introspección donde realmente nos encontramos con nosotros mismos, pero en un mundo donde todo es inmediato, ¿cómo podríamos detenernos a pensar y sentir? En su libro, La condición humana (1958), Arendt nos explica que «el pensamiento comienza en la soledad, cuando nos distanciamos del ruido del mundo y nos enfrentamos a nuestra propia conciencia«.

Freud también abordó el tema de la evitación del vacío. Desde su perspectiva, la mente busca placer y huye del displacer. Si el silencio nos incomoda, si estar con nosotros mismos genera angustia, es porque hemos aprendido a huir de nuestras propias emociones. Me he topado varios casos en los que las personas no pueden, no toleran, estar en silencio. Cayendo entonces en una desesperada respuesta: hacer ruido, sea como sea. «El ruido como un inquietante y necesario acompañante», diría un paciente. Lo llamativo aquí es que hay ocasiones en que incluso irrumpen de manera directa, y hasta grosera, con el silencio de otros. Pienso en un amigo, que sin importarle que esté yo escribiendo o leyendo, por esa necesidad desesperada de interacción, demanda mi atención al mostrarme algo en su celular o compartirme algo que quizás no es para mí de importancia o interés. ¿Pero qué importa? Hay que satisfacer esa demanda sea como sea, porque la angustia es insufrible.

El culto al «yo» y la soledad como alienación

El auge del individualismo nos ha llevado a creer que ser autosuficientes es un valor absoluto, pero ¿realmente lo es? Erich Fromm, en El arte de amar (1959), advierte que en la sociedad moderna la independencia ha sido llevada a un extremo tal, que hemos perdido la capacidad de vincularnos con los demás. Nos aislamos en la idea de que «nadie nos merece», en la necesidad de validación digital y en la obsesión por demostrar que somos exitosos sin necesitar a nadie. Pero Fromm nos recuerda: «Si el hombre es incapaz de construir un puente hacia el otro, se condena a sí mismo a la soledad». Un amigo me decía que «los valores no existen, sólo en la bolsa». Claramente lo decía con ironía. Ciertamente estamos atrapados en una manera de vivir en la que el individualismo nos consume de una manera desmedida. Y es que es muy común que confundamos las nociones. «La independencia no es aislamiento. El amor es la superación de la separación humana», recalca Fromm.

Zygmunt Bauman, por su parte, en Amor líquido (2003), analiza cómo las relaciones humanas han perdido solidez y se han vuelto reemplazables. En la era digital, las personas son «descartables», los vínculos frágiles y las conexiones efímeras. No nos damos el tiempo de profundizar en los otros porque la inmediatez nos ha enseñado que todo es reemplazable, incluso el amor y la amistad. Hay prisa. No hay tiempo. Conocer al otro es algo todavía más riesgoso: implicaría tener que conocerme bien, o al menos intentarlo. ¿Qué pasaría si el otro me pregunta genuinamente sobre mí? En una ocasión, charlando con una amiga vía Whatsapp, le dije: «Ya no me hables de tus problemas y frustraciones. Cuéntame sobre ti». Y la respuesta fue automática: «No hay nada que decir». ¿Y los sueños, los gustos, los miedos, las vivencias del día a día, etc.? Me parece que al momento en el que se pone sobre la mesa de la conversación algo que limita al sujeto en su satisfacción inmediata, pongamos por ejemplo la queja, hace que una barrera se alce entre los interlocutores y no haya otra posibilidad. Bauman agrega: «Las relaciones humanas se han convertido en productos de consumo, desechables cuando ya no producen satisfacción inmediata».

El diván en tiempos de redes sociales

En el espacio psicoanalítico, el silencio tiene un valor fundamental. Mientras que el mundo exige respuestas rápidas, en el diván el tiempo se detiene y se permite el pensamiento sin presión. El filósofo francés, Roland Barthes, hablaba del lenguaje como un acto de amor, donde el significado real no siempre está en lo que se dice, sino en lo que se deja entrever. En su libro, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Barthes nos dice: «En un mundo de constantes interacciones, pocos se detienen a escuchar«. Hoy por hoy es más que notorio que la demanda individual exige la escucha del otro, pero no hay espacio para una demanda empática de también escucharlo. Las constantes interrupciones durante una charla, el no dar su espacio y tiempo al tema que el otro está compartiendo, arremeter con algo que no tiene nada que ver y advertir en forma de disculpa «perdona, antes de que sigas, un paréntesis», son muestra de ello.

En un mundo donde todo se comparte en redes, nos olvidamos de que hay cosas que no necesitan ser vistas para ser reales. Muchas veces, la verdadera conexión se encuentra en lo invisible: en una mirada sincera, en el tiempo que se dedica a escuchar, en el acto de estar presentes. «El amor no se dice, se muestra en la espera, en la escucha, en el cuidado», nos anima Barthes. Es curioso cómo lo que antes podría ser visto como una falta de educación, hoy no es otra cosa sino la imposición narcisista de la inseguridad personal. Mi amigo tenía razón en su ironía: los valores no existen. Y es que estamos haciendo que no existan. Las demandas constantes no está balanceados con lo que ofrecemos al otro. Es exigir sin dar. Reclamar sin ofrecer. No es de sorprender que la gente se termine cansando. Que limite sus interacciones. «¿De qué sirve que cuente si no me escuchan?». Y a pesar de ello, la resistencia a ir con el psicoanalista no cede. Porque incluso en eso hay una demanda: yo merezco que me escuchen, pero a mi modo, a mi manera, cuando yo quiera. Pero los pretextos son otros a la hora de afrontar la posibilidad de una terapia, de un análisis, etc.

La soledad como posibilidad

La soledad no es el problema. El problema es la incapacidad de abrazarla como un espacio de introspección y crecimiento. Nos han hecho creer que estar solos es un fracaso, cuando en realidad es una oportunidad. La era digital nos ha quitado la paciencia, el silencio y la intimidad, pero no estamos condenados a ello. Podemos recuperar la capacidad de conversar, de escuchar y de estar realmente presentes en nuestra vida y en la de los demás.

Porque, como decía Arendt, «la soledad no es ausencia de compañía, sino la capacidad de dialogar con uno mismo». El problema surge cuando decimos: «no tengo nada interesante que contar». Me voy asumiendo poco o nada interesante. Alguien más. Una vida cualquiera sin valor. Sin chiste. Es así cuando la soledad negativa en verdad triunfa: no vale la pena frecuentar a esa persona. Qué aburrido. Qué pérdida de tiempo. Pero las redes sociales siempre estarán ahí para enmascararnos. Para culpar al mundo. Para no hacernos responsables.

Vivir en el abismo de la elección

«Elige la mejor manera de vivir, la costumbre te la hará agradable».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

El miedo es una de las emociones más primitivas del ser humano, pero también una de las más reveladoras. Nos confronta con nuestra fragilidad, con nuestra incertidumbre ante la vida, y con la necesidad de elegir. Nos paraliza y, al mismo tiempo, nos empuja. Es el filo de la navaja entre la comodidad de lo conocido y el vértigo de lo auténtico. Pero ¿qué significa realmente ser auténtico? Y más aún, ¿por qué el miedo parece ser su mayor enemigo y, paradójicamente, su mayor impulsor? Kierkegaard nos da una pista en El concepto de la angustia (1844): «La angustia es el vértigo de la libertad».

La libertad nos permite elegir, pero con la elección viene la angustia. No hay certezas absolutas, no hay garantías de que lo que decidimos será lo correcto. Esta es la gran paradoja: el miedo nos hace dudar, pero solo a través de la duda podemos encontrar el camino a la autenticidad. En Temor y temblor (1843), Kierkegaard nos muestra a Abraham enfrentando la prueba definitiva de su fe. Dios le pide sacrificar a su hijo Isaac, y él, sin entender completamente el propósito, decide obedecer. Lo que hace a Abraham un «caballero de la fe» no es la ausencia de miedo, sino su decisión de atravesarlo. No busca justificaciones racionales, no espera que el mundo lo entienda. Simplemente da el salto. «La fe es precisamente la paradoja de que el individuo es superior a lo universal». En otras palabras, la autenticidad requiere un acto de valentía: la disposición de vivir según nuestras convicciones más profundas, aun cuando vayan en contra de lo que dicta la sociedad o la razón común.

La autenticidad como un camino, no como un destino

Jean-Paul Sartre lo plantea de otro modo en El ser y la nada (1943): «El hombre está condenado a ser libre». No tenemos opción. Siempre estamos eligiendo, incluso cuando decidimos no elegir. Pero muchas veces lo hacemos desde el miedo: miedo a decepcionar, miedo a fracasar, miedo a la soledad. Entonces nos refugiamos en lo que Sartre llama la mala fe: esa actitud de autoengaño en la que fingimos que nuestras decisiones no nos pertenecen realmente. Por eso, la autenticidad no es un punto fijo al que se llega, sino un esfuerzo constante. Simone de Beauvoir lo entendió bien cuando escribió en Para una moral de la ambigüedad (1965): «Ser libre no es actuar según los propios caprichos, sino comprometerse con un camino que se elige conscientemente». Ser auténtico implica renunciar a muchas cosas: a la validación externa, a la comodidad de lo predecible, al falso control sobre nuestro futuro. Pero nos da algo invaluable: una vida que realmente nos pertenece.

Dostoievski, en Los hermanos Karamázov (1880), nos presenta la historia del Gran Inquisidor, quien argumenta que la mayoría de las personas no quieren ser libres, porque la libertad es aterradora. Prefieren que alguien más les diga qué hacer, qué pensar, cómo vivir. Prefieren renunciar a su autenticidad a cambio de seguridad. Pero también nos muestra lo contrario: aquellos que eligen, a pesar del miedo. El príncipe Myshkin, en El idiota (1866-67), elige la compasión a pesar de la crueldad del mundo. Raskólnikov, en Crimen y castigo (1886-67), enfrenta su propia culpa y se entrega a la redención. Tolstói, en La muerte de Iván Ilich (1886), nos da una lección aún más dura: «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?’». Es el miedo más profundo de todos: el miedo a haber vivido mal, a haber traicionado nuestra esencia por complacencia o cobardía.

La decisión de vivir sin miedo: el coraje de la autenticidad

Llegamos al punto crucial: ¿cómo se vive sin miedo? O mejor dicho, ¿cómo se vive a pesar del miedo? Porque el miedo nunca desaparece del todo. Está en cada elección, en cada cambio, en cada despedida. Es el susurro de la duda que nos paraliza antes de dar un paso hacia lo desconocido. Y sin embargo, hay quienes se lanzan, quienes atraviesan la tormenta y siguen caminando. ¿Cuál es su secreto? Para Nietzsche, la respuesta estaba en la afirmación de la vida. En Así habló Zaratustra (1883-85), nos dice: «Lo que no me mata, me hace más fuerte». Una frase que ha sido malinterpretada hasta el cansancio, pero cuyo significado original es mucho más profundo. Nietzsche no se refiere a una simple resistencia al dolor, sino a una transformación interna. Cada desafío, cada miedo superado, nos convierte en algo más grande de lo que éramos antes.

No se trata sólo de sobrevivir, sino de vivir con intensidad, con un sentido de propósito que haga que la vida valga la pena. Aquí es donde entra una figura crucial para entender la decisión de vivir sin miedo: San Juan Pablo II. El 22 de octubre de 1978, en su primera homilía como Papa, Juan Pablo II pronunció las palabras que marcarían su pontificado: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo». No era una frase vacía. Karol Wojtyła conocía el miedo de primera mano: la Segunda Guerra Mundial, la ocupación nazi en Polonia, la represión comunista, la muerte de su familia en su juventud. Era un hombre que había visto de cerca el horror, el sufrimiento y la desesperación. Pero nunca se dejó dominar por el miedo. ¿Por qué? Porque entendía que el miedo sólo tiene poder sobre nosotros si le damos espacio en el corazón. Vivir sin miedo no significa ignorarlo, sino enfrentarlo con fe, con valentía y con amor.

En su libro Cruzando el umbral de la esperanza (1994), escribe: «El hombre que se aparta de Dios no sólo se aleja de su Creador, sino que también se aleja de sí mismo. No se entiende a sí mismo, no sabe para qué vive, no sabe cuál es su misión». Es aquí donde encontramos la clave: el miedo es el resultado de la incertidumbre sobre quiénes somos y para qué vivimos. Si no tenemos un propósito claro, el miedo nos consume. Nos aferramos a lo seguro, a lo predecible, porque el vacío nos aterra. Pero cuando encontramos ese propósito —cuando abrimos las puertas a lo trascendente, al amor, al bien—, el miedo pierde su fuerza. No desaparece, pero ya no nos controla.

El miedo y el amor: la verdadera batalla

En Cartas del diablo a su sobrino (1942), C.S. Lewis nos muestra el miedo como un arma del enemigo. El demonio intenta que el ser humano viva atrapado en la incertidumbre, en la ansiedad, en la angustia de lo que vendrá. Pero la única respuesta real al miedo no es la valentía, sino el amor. «No hay miedo en el amor, sino que el amor perfecto echa fuera el miedo». (1 Juan 4:18) Esto nos lleva a una verdad profunda: vivir sin miedo no es una cuestión de valentía, sino de amor.

Cuando amamos de verdad —a Dios, a los demás, a la vida misma—, dejamos de tener miedo. Nos lanzamos sin reservas, porque sabemos que, pase lo que pase, valdrá la pena. San Juan Pablo II lo vivió así. Enfrentó atentados, persecuciones, crisis globales. Pero nunca dejó de sonreír, de abrazar, de hablar con esperanza. No era ingenuidad. Era la certeza de que el amor es más fuerte que el miedo.

Regresamos a la gran pregunta: ¿cómo se vive sin miedo? No hay fórmulas mágicas, pero hay decisiones que pueden cambiarlo todo:

  1. Aceptar la incertidumbre. No podemos controlarlo todo, y eso está bien. La vida es un viaje, no un plan maestro perfectamente trazado.
  2. Elegir la autenticidad sobre la aprobación. No podemos vivir esperando la validación de los demás. Como decía Sartre, estamos condenados a ser libres.
  3. Dejar de posponer la felicidad. Siempre estamos esperando el “momento ideal”, pero ese momento nunca llega. La vida se vive ahora.
  4. Vivir desde el amor. Cuando amamos lo que hacemos, a quienes nos rodean y a la vida misma, el miedo pierde su poder.
  5. Tener un propósito más grande que uno mismo. Cuando sabemos por qué estamos aquí, cuando vivimos para algo más grande que nuestro propio ego, el miedo se convierte en un obstáculo pequeño en un camino inmenso.

En el fondo, vivir sin miedo es un acto de fe, no sólo en Dios, sino en la vida misma. En el amor, en la posibilidad de construir algo hermoso a pesar del dolor y la incertidumbre. Juan Pablo II lo entendió mejor que nadie. Sus palabras resuenan aún hoy, en un mundo dominado por la ansiedad y el miedo: «¡No tengáis miedo!» No tengamos miedo de ser quienes realmente somos. De vivir con intensidad, con amor, con esperanza. De mirar al abismo y dar el salto, no porque estemos seguros del futuro, sino porque estamos seguros de que vale la pena intentarlo.

Porque al final, sólo aquellos que se atreven a vivir realmente, viven sin miedo.

Carta a los que ya no pueden más.

Querido(a) lector(a):

Si estás leyendo esto, es porque algo dentro de ti está cansado. Pero no hablo de un cansancio común, de esos que se quitan con una siesta o un café. Hablo de ese agotamiento que se siente en el alma, ese que arrastras día tras día sin saber exactamente cuándo empezó ni si alguna vez terminará. Tal vez nadie lo nota. Tal vez sigues funcionando, sigues cumpliendo con lo que se espera de ti, sigues siendo la persona que todos creen conocer. Y tal vez incluso sonríes, pero por dentro, el peso sigue ahí. Un peso que no se mide en kilos, sino en decepciones, en heridas, en cosas que callaste porque en este mundo nadie tiene tiempo para escuchar de verdad.

Si supieras cuántas veces he pensado en esto… En lo injusto que es que nos enseñen a seguir adelante como si fuera tan fácil. En cómo la gente te dice que seas fuerte, que no te rindas, que «todo pasa por algo», como si eso solucionara algo, como si no supieras ya todas esas frases. Pero dime… ¿quién escucha a los que escuchan? ¿Quién cuida a los que siempre están ahí para los demás? ¿Quién nota cuando alguien como tú está al límite, cuando ya no puede más? Tal vez nadie lo ha hecho. O tal vez sí, pero no de la forma en la que realmente necesitabas. Porque no es suficiente con un «¿cómo estás?« lanzado al aire. A veces lo que uno necesita es que alguien simplemente esté ahí, sin consejos, sin prisas, sin exigencias.

No sé cuánto has cargado, ni cuánto te ha dolido. Pero lo que sí sé es esto: NO ESTÁS SOLO(A).

No, no es una frase vacía. Es una verdad que quiero que sientas, aunque sea por un momento. Porque ahora mismo, mientras lees esto, alguien te está diciendo lo que quizás nadie te ha dicho en mucho tiempo: lo que sientes es válido. Lo que has vivido importa. Y si sigues aquí, no es por debilidad, sino por una fuerza que ni siquiera tú alcanzas a ver en ti mismo(a).

Y aunque el dolor parece interminable, aunque la desesperación a veces nuble todo, quiero recordarte algo: la vida sigue valiendo la pena. No porque sea fácil, no porque siempre tenga sentido, sino porque, a pesar de todo, hay instantes de belleza, momentos de calma, pequeñas luces que aparecen cuando menos lo esperas. Tal vez hoy no puedas verlas, tal vez sientas que todo está cubierto de sombras. Pero en medio del caos, la vida aún nos ofrece cosas que hacen que todo este camino, con sus heridas y su cansancio, valga la pena. Porque la vida no es sólo dolor. También es esa canción que te hace cerrar los ojos y suspirar. Es una risa inesperada en medio de un día gris. Es el abrazo que no pediste pero necesitabas. Es el consuelo de alguien que, sin conocer tu historia, te dice: «te entiendo».

Y si después de leer esto sientes aunque sea un poco de alivio, si dentro de ti hubo un mínimo suspiro de descanso, quiero pedirte algo: respóndeme. No tienes que escribir nada largo. Sólo un «gracias», un «te leí», un «aquí sigo». Porque así como tú necesitabas leer esto, yo también necesito saber que esto llegó a alguien. Que no escribí en el vacío. Que, aunque sea por un instante, no estamos solos. Porque aunque no nos conozcamos, o tal vez sí, nos hicimos un rato de una maravillosa compañía, más allá del tiempo y del espacio.

Gracias por ser quien eres, porque junto con lo que haces, ES MUY VALIOSO.

¡RESISTE!

Te abrazo.

Te acompaño.

Atte.

Héctor Chávez Pérez

P.d. Qué bien te ves hoy. Y más con esa sonrisa increíble que tienes ahora en tu rostro.

Mandatos y rebelión

«La única forma de lidiar con un mundo sin libertad es volverse tan absolutamente libre que tu propia existencia sea un acto de rebelión».

-Albert Camus

Queridos(as) lectores(as):

Hace algunos ayeres, mi querido amigo, Paniel, tuvo la amabilidad de invitarme a dar una conferencia sobre el Psicoanálisis para sus alumnos de Psicología en la UPAEP (Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla) aquí en México. El subtítulo de la misma fue Una revolución antropológica. Desde hace mucho tiempo, me he sumado a las voces de aquellos que dicen que el psicoanálisis, en cierta medida, es una filosofía práctica. ¿Han escuchado alguna vez esa redundancia de «mi filosofía de vida»? ¿Por qué digo que es una redundancia? Porque la Filosofía en sí es un modo de vida, es algo antropológico como tal, surge del hombre y regresa al hombre. El hecho «ver la vida interior», esa profunda reflexión, ese cuestionamiento, nos obliga al análisis de lo que somos, lo que hacemos con ello, por qué no hacemos y demás, llegando a un acuerdo con el propio psicoanálisis. Es justo recordar que Sigmund Freud, quiso ser filósofo (fue alumno de Henri Bergson) pero su deseo mayor era poder casarse, por lo que estudió Medicina para convertirse en Neurólogo. Y de ahí hacia la fundación del Psicoanálisis.

En fin, no entraré en más detalles en esta ocasión. Pero, regresando al subtítulo de mi conferencia, el Psicoanálisis justamente genera una revolución antropológica, es decir, un cambio en la persona. Y es que uno de los mayores deseos del ser humano, sin lugar a dudas, es saber quién es. Pero no es fácil contestar si se plantea desde algo meramente relacional: es hijo de, hermano de, estudió tal cosa, es de tal lugar, etc. Una de las primeras demandas en la clínica es precisamente lograr encontrar autenticidad. Eso es innegable. Ahora, antes de continuar, quiero dejar muy en claro que esto es lo que yo he ido viendo con mi experiencia, y quizá muchos de mis colegas no estén de acuerdo. Y qué bueno, ya que eso brinda oportunidad de diálogo y de seguir aclarando las cosas. Todo esto sin descuidar un hecho: puede que nunca lleguemos a estar 100% de acuerdo, y en verdad lo celebro.

Lo que le decimos a los niños

Muchos profesionales de la salud mental estarán de acuerdo con Freud y su famosa frase de que «infancia es destino», es decir, lo que se vive en la infancia demuestra la importancia de las experiencias primarias y su impacto en el desarrollo de la persona (y de su neurosis). Más tarde, Santiago Ramírez, lo refuerza ya que para él la infancia imprime su sello en los modelos de comportamiento tardío del sujeto. Y no hay que ser expertos en el tema para caer con la evidencia de ello. En una charla, un amigo mío recurrió varias veces al uso de la palabra «mediocre» y a sus derivados. Pero, lo que llamó mi atención, es que esa palabra era constantemente algo que se decía a sí mismo. Un temor profundo por la mediocridad. Cada vez que la decía, era con un profundo desprecio, coraje y hasta odio en su expresión. Por lo que a la primera oportunidad le pregunté por qué decía tanto esa palabra y por qué le pesaba tanto. Cabe decir, antes de continuar, que en un momento él me compartió: «Si yo sigo en el trabajo en el que estoy en 2 años, seré un verdadero mediocre». Y, como lo he dicho, al hacerlo mostraba una negatividad tremenda. Sigamos. Fue entonces cuando me contestó que «mediocre» es algo que decían mucho su abuela y su madre. ¡Era casi un pecado ser mediocre! Y sí, este amigo lo demuestra constantemente, odia a profundidad esa palabra. Aunque es curioso, ya que ni su abuela ni su madre se referían a él porque lo fuera, sino que más bien le advertían: «No vayas a ser un mediocre». Aunque, aquí vamos a hacer otra nota, este amigo suele ser muy cruel con quienes él considera mediocres, ya que se refiere a gente que juzga así de una forma denigrante y terrible. El dolor se vuelve la herramienta sádica contra el otro, ya que cuando se burla del otro, se ve en su rostro un goce innegable.

Ahora bien, ¿será que ese mandato de la infancia realmente se vuelve su apoyo para salir adelante o más bien una auténtica pesadilla? En un momento masoquista, su recuerdo maternal le genera una cierta satisfacción de auto-complacencia al tratar de justificar que no está siendo un mediocre en su actual trabajo, exaltando todo lo que hace (que siendo honesto, es lo mínimo que se espera del trabajador) a tal punto que los demás «no son como él», y de ahí la burla hacia ellos. Pero el temor latente está ahí. ¿Qué pasará el día en que alguien le diga directamente «mediocre»? Lo mismo que pasa por ese doloroso recuerdo de su abuela y de su madre, sólo que ahora sí será él sentenciado por el mandato. Y de ahí la frustración, el dolor, la tristeza, el menosprecio y demás negatividad posible. Aunque, mientras tenga con quiénes compararse y poderse desquitar, por el momento será su dulce bálsamo. Sin embargo, como sabemos, ese tipo de defensas no terminan nunca bien.

Rebelarse contra los mandatos

Sapere aude! (piensa por ti mismo/atrévete a saber), es sin lugar a dudas otro mandato, pero justo y necesario. Cuando uno lo dice, no tiene la menor idea quién lo manda, pero en un ejercicio de reflejo del espejo, ese mandato nos lo decimos a nosotros mismos. Parte de del desarrollo y evolución de las personas, sin lugar a dudas, es la de cuestionar lo que antes le han hecho pensar, decir, hacer y, por supuesto ser. No olvidemos que eso es parte de la cultura. De nada nos sirve ir por la vida diciendo que somos algo que no sabemos por qué. La idea de la rebelión de uno mismo no es otra que la invitación de cuestionarse, aprender a discernir y a desafiar las cosas que simplemente no nos gustan, no nos parecen coherentes. En México al menos es muy común el legado familiar en cuanto a profesiones se refiere. El abuelo es médico, el papá también, el hijo, por tanto, «tendría que serlo». Y sí, en muchos casos las profesiones se recubren del talento que se hereda y claro que es algo bueno. Sin embargo, muchas veces, el ser por ser no es lo mejor. Como dice el dicho popular: las cosas ni a la fuerza. Es decir, forzar algo o a alguien, sólo genera problemas. Si la familia de médicos tiene a un integrante que le gusta, le apasiona, no sé, ser bailarín de ballet clásico como profesional, pues es lo que es. Pero eso muchas veces cuesta por los temores a no cumplir con las expectativas, de otros y propias. Eso es precisamente rebelarse contra uno mismo, contra sus miedos, contra sus dudas, sus hechos incluso. Probando un poco de todo puede que se encuentre lo ideal.

Tampoco se trata de rebelarse a lo idiota, poniendo la salud, la vida y la dignidad en riesgo. No podemos estar en el «adolescente» perpetuo que se niega a responsabilizarse, como muchos en la sociedad actual se encuentran: inconformes, quejumbrosos, caprichosos… adultos con su niño interior roto y frustrado. La rebelión en sí misma es algo que exige compromiso, que existe aceptación respecto a la responsabilidad de la decisión que se toma. Si nos equivocamos, pues nos equivocamos, hay que enmendar y seguir intentando. Regresando a la palabra «favorita» de mi amigo, la única mediocridad es el conformismo, de quedarse «agusto» en la zona de confort y nada más estar quejándose con una pose como si el mundo nos debiera todo. La mediocridad, del latín mediocris (medio, común, ordinario), está ligada al compuesto medius (medio, central, intermedio) y ocris, palabra de origen arcaico que puede significar montaña o peñasco. «El que se queda a la mitad de la montaña». Pensemos, el sujeto no quiere seguir hacia arriba o regresar hacia abajo, se queda ahí, sin hacer más. Pero ve que otros sí suben o que otros se regresan, y sólo los critica, los envidia o anhela un día ser como ellos, nada más que no dice cuándo con exactitud. La queja es un recurso para lidiar con la realidad que no nos gusta, pero no hacer nada más… eso sí es mediocre. ¿Qué ha hecho mi amigo entonces con tanta queja? Perpetuar el mandato de su infancia de manera tajante e irse identificando de manera inconsciente (a veces me atrevería a pensar que bastante consciente) con ello. ¿Qué será lo que realmente odia? Se lo dejo a ustedes…