«Nadie puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague».
-Juan Rulfo (Pedro Páramo)
Queridos(as) lectores(as):
Se nos va noviembre y en México se acaba el mes de muertos. Desde que la película de Disney, Coco (2017), se estrenó en los cines mundiales, nuestro país tuvo una importante repercusión en la curiosidad tanto de extranjeros como de los propios nacionales. Muchas veces sucede que estamos fascinados por los mil y un cuentos/narraciones que vamos descubriendo a lo largo de la vida sobre ideas y creencias que se tienen en otras culturas, pero al mismo tiempo nos pasa que ignoramos lo que es nuestro. Y uno de los temas que siempre llama al interés de los seres humanos, sin lugar a dudas, es la muerte. Unos se aterran, otros lloran, unos recuerdan, los otros la esperan con ansias, por eso es que es muy probable que en las conversaciones que se llegan a tener con familiares y amigos, nos guste o no, es un tema bastante recurrente.
Claro, las distintas culturas del mundo tienen una percepción determinada sobre la muerte. Unos la ven como el fin de todo, a saber, no hay nada después; otros la ven como un paso más en la vida, otros como un anhelo y otros como una auténtica tragedia. Las creencias religiosas, de hecho, tienen en la muerte un fundamento bastante interesante. Lo llamativo es que en todas por lo general se habla de transición: hacia otra vida o hacia la nada. Pero es movimiento al final de cuentas. Pensemos en los griegos, por un lado estaba el dios Hermes, quien guiaba a las almas hacia el más allá, donde serían esperados por el barquero Caronte, quien por unas monedas (mismas que se colocaban sobre los ojos del muerto durante el rito funerario) le ayudaba al alma a cruzar hacia el otro lado del río Estigia. En la cultura bretona, existía Ankou, quien con una carroza recogía las almas de los muertos. Ahora bien, en el curioso mundo del vudú haitiano, yace la figura del Barón Samedi, quien aguarda en las encrucijadas donde pasan las almas para guiarlas en el camino hacia el inframundo. Pero, en el mundo azteca, yace también el dios Xólotl, quien creó a los seres humanos, mismos que terminó detestando y que no le quedó de otra más que imponerse a sí mismo la tarea de conducir a los muertos hacia el Mictlán (inframundo).
Ese lugar yace en lo hablado
Hace unos días, se estrenó en Netflix la película Pedro Páramo (2024), misma que se basa en la novela homónima del escritor mexicano, Juan Rulfo. Esta novela tiene lugar en la localidad ficticia de Comala (aunque sí existe en el Estado mexicano de Colima). Este pueblo simboliza, entre muchas cosas, los deseos insatisfechos de sus pobladores, las ambiciones silenciadas, el dolor, la tristeza, la desesperanza… la existencia. Desde el título, Rulfo nos dice bastante, ya que tal como indica Silvya M. Domínguez en su texto La Comala de Juan Rulfo: una distopía: «El nombre de Comala deriva de la palabra comal, implemento de cocina que se usa para calentar la comida sobre las brasas. La gente de Comala está muerta y el demonio es quien calienta sus almas, juega con ellas antes de comérselas». Son muchos los que refieren que el texto de Rulfo es en sí la novela existencialista por excelencia de México, elevando al autor a puestos que ocupan autores como Kafka, Dostoievski, Hesse, etc., dentro de este género literario. Sin embargo, quienes conocen México, pueden ver que es parte del encanto surrealista nacional. Y hablando de surrealismo, el cineasta español, Luis Buñuel, en su libro Mi último suspiro (1982), sentencia que «la muerte es acto y potencia», entendiendo de ese modo que la muerte se sostiene en todo momento y no se habla de ella, no se vive, hasta que uno se muere. «Mientras más vives, más mueres», decía una amiga en un poema suyo.

Como decimos acá, «tiro por viaje» (cada vez que se puede), hablamos de la muerte. Insisto en lo que decía anteriormente: unos desde las lágrimas, otros desde el recuerdo, etc., pero se habla porque se habla, incluso desde las abstracciones más repetitivas en el día a día del mexicano. Es decir, por poner un ejemplo, en tiempos de la Revolución Mexicana, surgió la expresión «ya chupó faros», para dar cuenta de que tal persona ya había muerto; teniendo su origen en la petición de poder cumplir el último deseo de un preso condenado a ser fusilado de poder echarse/fumarse unos Faros (cigarrillos baratos, sencillos y corrientes) antes de tocar las Puertas de San Pedro (otra expresión para expresar el fallecimiento). Y así nos vamos en un sinfín de expresiones para no-hablar pero sí hacerlo de la muerte al mismo tiempo: «ya colgó los tenis», «ya se petateó», «ya se nos fue», «ahora sí no regresa», «fue su último baile», «se nos peló»… hasta lo irónico como «muerto pa’ siempre» acompañado de una boba risita., etc. Quien no hable de la muerte, es porque no está vivo (así de lógico).
Tan mexicano como la muerte misma
Si queremos poner en complicaciones a un mexicano, hay que ponerle a explicar el Día de Muertos a un extranjero. Definitivamente es una tradición que a pesar de lo mucho que «ayudó» la película Coco (y lo pongo así porque ningún mexicano pensaba en un puente hecho de pétalos de la flor de cempasúchil), nos cuesta mucho explicar. Una creencia que incluso no compagina del todo con la fe católica (en mayoría) de la población mexicana, pero que aún así no es en ningún momento despreciada por las autoridades eclesiales. Al contrario, la aceptación se debe en buena medida al tierno y buen recuerdo de nuestros seres queridos que se han ido, que se han adelantado en este viaje llamado vida. Cuando hablaba de las abstracciones sobre la muerte en el día a día mexicano, hasta pareciera que o bien Martin Heidegger fue mexicano encubierto o todos de algún modo y sin saberlo, lo leímos con atención en algún momento, ya que recordemos que el filósofo alemán sostenía que el «ser humano es un ser para la muerte» (parafraseándole) y que «constantemente huimos de la muerte». Esa huída de la que habla se hace presente, insisto, en el día a día del mexicano, en cuanto a la expresión trágica de las realidades sociales. «Ahora sí ya estoy muerto», haciendo referencia a que lo descubrieron en algo «malo»; «me van a colgar», «no pues ya fue» (cuando algo sale mal), etc., pero nada más mexicano todavía que la expresión «ya valió madres». Curioso que algo tan bello y preciado como una madre sea del uso común para tantas cosas, buenas y malas. Madre como origen y fin de todo. Acto y potencia. Seré, soy, seguiré siendo y dejaré de ser, pero mientras pasa eso, pues a ver qué pasa. El mexicano abraza la incertidumbre para terminar diciendo «ya chingué», «ya chingamos», «ya me chingaron», «ya nos chingaron». ¡Ah, chingá! ¿Y eso qué chingados es?
En su libro, Útil y muy ameno diccionario para entender a los mexicanos, el escritor mexicano, Héctor Manjarrez, nos dice que chinga es «dificultad, adversidad, molestia, friega», a su vez chingada, chingadera y chingar: «mexicanismos de uso corriente». La posibilidad hecha expresión en medida de los incontables usos que se le puede dar tanto a «madre» como a «chinga» (y sus derivados). En torno a estas fantásticas palabras que dan paso a fantásticas manifestaciones lingüísticas del mexicano, yace entonces el acto y la potencia, la vida y la muerte. La abstracción del mexicano es incluso algo de un profundo origen metafísico, donde vida y muerte son lo que son, un principio y un fin. Donde hay mexicanos hay fiesta, donde hay fiesta hay tequila, donde hay tequila hay risas, dolor, recuerdos y tristezas. Pero estará ahí un otro, un guía, para el paso a paso, quien nos cuida o quien nos hunde. ¡Me salvaste! ¡Me chingaste! El otro está presente. Aquí y ahora. Después… también.
¡Viva la vida! Brindemos ahora por tus muertos y por los míos. Hoy y mañana, aunque quizá ya no estemos, alguien nos tendrá presentes.
