Un falso protagonismo

«Es a menudo más conveniente disimular una ofensa que vengarla».

-Séneca

Queridos(as) lectores(as):

Cada vez la convivencia se está volviendo más hostil y desgastante con los demás. No, no es cierto, al menos eso es lo que creemos que está pasando. Hoy por hoy, son incontables los casos de personas que se quejan de que la gente «cada día está peor», cosa que muchos podrían estar de acuerdo, pero pareciera que se quedan o nos quedamos en lo que apenas y logramos percibir. ¿A qué voy con esto? Cada uno de nosotros tenemos nuestros propios problemas y nuestras maneras muy particulares de enfrentarlos (o evadirlos). Y claro, sucede que se nos «olvida» que estamos en una sociedad donde el contacto con los demás, en su gran mayoría, es casi inevitable. Se ha incrementado, también es cierto, sobre todo en los últimos años cierta actitud, vamos a llamarle «ermitaña», en la que muchos buscan todos los medios posibles para no tener que salir de sus casas. «Es una prueba de que ya eres grande y no soportas a los demás», y demás tipos de «argumentos». Pero, ¿no creen que es un extremo que habla más de uno?

Como bien es sabido, esta época que vivimos le ha abierto progresivamente las puertas a la salud mental, dándole importancia a la educación emocional, ir a análisis o terapia, tener espacios de meditación, prácticas de yoga y demás. Sin embargo, hay que tener cuidado de no caer en terrenos del individualismo salvaje que da paso al egoísmo y ciertos brotes narcisistas de desprecio por los demás. Hace unos días, entré a una aplicación para conocer gente (misma que ya no me acoraba que la tenía), y en muchos perfiles me encontré una demanda particular: que tengas responsabilidad afectiva y que vayas a terapia. ¡Qué bien! Suena excelente. Sin embargo, ¿lo que se exige también se ofrece?

Realidad psíquica

En varias sesiones con distintos pacientes, ha surgido constantemente el tema que popularmente se conoce como «ofenderse de a gratis». En México tenemos una expresión que dice «ser el arroz de todos los moles», en otras palabras, estar siempre en todo. En encuentros anteriores hemos hablado de esta desesperada manera de llamar la atención y de que todo gire en torno a uno, logrando hacer que cosas que nada tienen que ver con uno así lo sea. Pienso, por ejemplo, en siniestros donde muchas personas lamentablemente salieron heridas o que perdieron la vida, nunca falta el sujeto que sale a publicar cosas como «y pensar que estuve ahí hace 2 semanas», «estuve a punto de estar allá», «no lo puedo creer, iba a ir pero a la mera hora no quise», etc., para luego compartir su «pésame». Tema de falta de mirada, de falta de escucha, mismos que no se solucionarán en ese momento ni de esa manera. ¿De casualidad recuerdan un episodio de Los Simpsons en el que reaparece la mamá de Homero? En un momento, ella está platicando con Lisa mientras están sentadas fuera de la casa, a lo que Homero (quien sufrió el abandono por parte de ella siendo apenas un niño) intenta desesperadamente llamar la atención de su madre. Ella, sin voltear a verlo, sigue mirando y hablando con su nieta, diciendo «sí, sí, ya te vimos, Homero».

Esta falta de mirada y escucha son generalmente demandas que se buscan satisfacer de manera desesperada e inmediata. Recuerdo que en una sesión, un paciente me decía que en su trabajo hay un individuo que «siempre se la trae contra mí». Desarrollando más el relato, me hace notar que ese individuo «tiene un trato nefasto, desagradable y muy grosero con todos». Es interesante cómo un todo lo tornamos en algo privado meramente nuestro. ¿Pero por qué? Hay muchas maneras de hacer interpretaciones salvajes sobre ello, sin embargo, ¿qué tan ciertos estamos en adjudicarnos cierta responsabilidad en ello? Una vez más, Freud tiene razón: «hacer consciente lo inconsciente». Mi paciente, a lo largo de su discurso, fue aportando material para entender esa «necesidad de ofenderse», de tomarla (muy) personal, y en definitiva no era todo culpa o responsabilidad del otro, y lo propio debía trabajarse entonces.

Niños lastimados

Recién una amiga me compartió una publicación en la cual resaltaba lo siguiente: el día que entendamos que vivimos en una sociedad de adultos que esconden a sus niños lastimados, podremos vivir sin la necesidad de tomarnos todo personal. Y bueno, también ya lo hemos mencionado en otros encuentros. Es decir, sí, en buena medida muchos cargamos con pasados que no son exactamente lo que hubiéramos querido, incluso donde hay abundancia puede haber muchísima carencia. Recordemos que cuando hablemos de riqueza y pobreza, no siempre es respecto a lo material, también lo hay en otras cosas. Pero, una vez más, ¿qué hacemos con eso que no pudimos controlar? Una paciente me decía en alguna ocasión que «lo tuve todo, nunca nada me faltó, mis papás me daban todo cuanto les pedía, pero nunca tenían tiempo para mí». Esto me hace pensar en un meme que una vez vi. En dicha imagen, un joven estaba con su psicoanalista y le decía que su papá estuvo con él en todo momento, que lo acompañó a todos lados, que estuvo en sus campeonatos deportivos y demás, pero que nunca le dio espacio. Abundancia y carencia.

Las frustraciones personales son una realidad a nivel social que no podemos descuidar, pero que tampoco nos corresponde hacer algo siempre por salvar al mundo. En la Torá dice «quien salva una vida, salva un mundo». Y muchas veces, esa vida es la de uno mismo. Es más que conocida aquella enseñanza popular que reza: empieza por ti mismo. ¿Qué frustraciones cargas? ¿Qué dolores tienes? ¿Qué pasa? El poder hablar y compartir aquello que se quedó inconcluso en nuestro pasado es un dulce bálsamo que trae alivio. Es la importancia de resignificar las cosas. Tomarse todo a pecho o personal, es una red flag (llamada de atención) sobre nosotros mismos. ¿Qué no hemos podido trabajar? ¿Qué no hemos podido superar? Claro, no podemos descuidar que en efecto hay cosas que son personales y que tampoco se deben de permitir, pero curiosamente, sucede que cuando nada tienen que ver con nosotros, reaccionamos de manera más violenta y negativa que cuando sí lo es. ¿A qué se deberá esto? Pues, mis queridos(as) lectores(as), tiene mucho que ver con el apego y el afecto, y para ello hay que volver a nosotros mismos, dejar el protagonismo en la vida ajena a nosotros y ver que o no estamos estableciendo límites necesarios o no nos está importando que pasen encima de ellos… todo por no perder al otro. ¿Pero quién es realmente el otro que ponemos en el otro? Y vuelvo a hacer la pregunta inicial: ¿lo que exigimos también lo ofrecemos?

Perder(se) el miedo

«Analizarse es aceptar el reto de convertirse en un sujeto diferente; es un acto de vida que se pone en movimiento y también una elección. […] renacer en Análisis es hacerse cargo del destino, tomar la decisión de no rendirse y poner en juego el deseo propio».

-Gabriel Rolón

Queridos(as) lectores(as):

«¡Qué fascinante es el psicoanálisis… pero no quiero analizarme!», de esa manera una amiga me dejaba en claro que el deseo siempre es algo que nos mueve, pero que tampoco es fácil asumirlo. Recordemos que el ir a análisis (evitaré hablar de ir a terapia, porque no es lo mismo), antes que nada se trata de un acto motivado por el deseo y nunca lo veremos como una cuestión de necesidad. Es decir, se va a análisis porque se quiere, no porque se necesite. Es bastante común escuchar hoy en día cosas como «deberías ir a terapia». Si bien es cierto que el ser humano en su vida se ve fuertemente influenciado por el deseo mimético (el deseo del otro), es importante que cada uno reconozca lo que le es propio.

El filósofo y antropólogo francés, René Girard (1928-2015), en su teoría mimética, nos advertía que si bien el hombre desea el mismo objeto del otro (ojo, no es nada más una cosa, puede ser resultado de una mezcla de otras tantas), lo que también imita es el deseo mismo, aquello que lo mueve hacia la cosa u objeto. Los comportamientos pueden ser resultado de una fuerte imitación. ¿Pero y lo auténtico? No podemos ir por la vida siendo calca/copia de alguien más. «Cómo se ve que eres hijo de…». La identidad del deseo es algo que perturba y que nos sumerge en crisis muy profundas. ¿Por qué quieres algo? ¿Por qué quieres lo que quieres? ¿En verdad lo quieres o quieres quererlo como otros lo quieren? Preguntas fuertes, una vez más, con respuestas débiles e incompletas.

El deseo de uno

No hay que escandalizarse de algo que puede resultarnos perfectamente común, incluso hasta natural. El planteamiento de Girard no es otra cosa que darle continuación al modo del acceso de la realidad, a los objetos, por parte de los niños una vez que se topan a sí mismos frente al mundo. Recordemos que uno de los primeros métodos de aprendizaje que empleamos en la niñez es precisamente la imitación: el niño aprende imitando a sus padres o a los demás. Pero no es lo mismo hacer que conocer el porqué se hace algo. El niño imita muchas veces sin saber exactamente cuál es la intención del otro. Hay videos en la red, por ejemplo, en el que un papá hace cierta acción con su esposa y acto seguido un pequeñito va y sin preguntarse simplemente repite lo observado. Puede ser cómico, pero ya quitados de ese «evento simpático», es motivo de preocupación ver que así se comportan muchos adultos hoy en día.

La sociedad infantilizada que cada vez se expone más y más, nos demuestra que la carencia de juicio crítico, del pensar por uno mismo (sapere aude!), es un fiel resultado de un malestar silencioso y muy perjudicial: la incapacidad de conocerse a uno mismo. Pero no sólo eso, sino de aceptarse y no huir de nosotros mismos. El más que citado Oráculo de Delfos y su «conócete a ti mismo», no deja de tocar a la puerta. Pero, ¿de qué sirve el (intentar) conocerse a uno mismo si no se es sincero en el proceso? Uno de los temores más grandes y recurrentes a la hora que buscar analizarse, sin duda es el darse cuenta de que no se es lo que se cree que es; que se caiga la o las mentiras que hemos ido edificando a lo largo de nuestra vida sobre nuestra propia Historia. «Es que yo fui médico porque no quería decepcionar a mi padre», «es que aprendí a tocar la guitarra porque a mi familia le gustaba», etc. Son apenas unos de tantos (auto)reclamos que se escuchan en las sesiones. Ah, pero antes de sincerarse con los motivos, por lo general se presumen las cosas como algo meramente propio y resultado inequívoco del gusto personal. «Yo soy médico y me encanta», «yo toco la guitarra porque no hay mejor manera de expresarme». Insisto: todo es fantástico y maravilloso (aunque evidentemente puede ser también horrible y espantoso) hasta que nos preguntamos sobre ello y de su autenticidad.

Tampoco estás tan mal

Hace algunos años, un ex analizando (digamos, paciente), solía reclamarme mucho durante las sesiones el que yo «le destruyera todo lo que él decía». Él se refería a que cada vez que teníamos sesión, en el proceso se le derrumbaban (o destruían, según su expresión) todas las cosas, en tanto que se iba dando cuenta que sólo hacía por obedecer, que sólo decía por cumplir, que muchas de sus actividades no eran sino el resultado de la exigencia de alguien más. Esos reclamos, que en un principio eran algo violentos ante el «horror» de darse cuenta, la clásica negación, se fueron tornando en auténticas oportunidades para cuestionarse el porqué de su vida y su manera de vivir. Lo que empezó como una mera copia o resultado de la obediencia ciega e incuestionable a los deseos y/o designios del otro, se volvió una ocasión perfecta para resignificar las cosas. «Oye, ahora que sé esto, vamos, quizá sí hice mal en hacerlo por sólo cumplir las expectativas de otros, pero no puedo negar que le he encontrado el gusto y que nadie hace las cosas como yo». Esa claridad le permitió a mi ex analizando empezar a asimilar que uno puede hacer algo genuinamente propio a pesar del origen externo del mismo.

En alguna ocasión, comenté que «muchos tienen miedo de enfrentarse con el monstruo que (dicen) son, pero después descubren que hay alguien fantástico esperando a que lo dejen asomarse en sus vidas». No es fácil, al contrario, es muy difícil dar paso a procesos analíticos por tantas resistencias que hay, siendo uno mismo y sus miedos una de las mayores. Claro, ¿a quién le gusta exponerse delante de un perfecto desconocido? Pues muchas veces nos exponemos delante de perfectos conocidos (según) y los resultados terminan siendo más problemáticos. Es por ello que una escucha neutra es preferible. Los analizandos recuerdan, repiten y reelaboran. Darse cuenta de uno mismo nunca es malo, al contrario, puede ayudarnos a rectificar el camino y nuestra manera de caminar. Es cuestión de irnos perdiendo el miedo: nadie es tan santo ni nadie es tan demonio. El análisis es una oportunidad que tenemos de conocer al guionista de nuestra vida, de entenderlo, de criticarlo (¿por qué no?), de preguntarse las cosas una y otra vez y de darle nuevo sentido a cada día que se vive.

¡El psicoanálisis es permitirnos hacernos cargo de nosotros mismos!

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¿Te gustaría analizarte? Te escucho…

Atención en línea. No importa de dónde seas.

En busca del silencio

«Escucha, y serás sabio; porque el comienzo de la sabiduría es el silencio».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

Cada día es en definitiva una experiencia muy distinta para cada uno de nosotros. La relatividad se constata de muchas e incontables maneras, pero lo que es cierto es que hay cosas, quizá podríamos decir «necesidades», que todos y cada uno de nosotros busca satisfacer. ¿Es acaso el mismo estrés vivir en el campo que en la ciudad? Seguramente muchos de ustedes me dirán que no, que en definitiva no es lo mismo, que seguramente la vida en el campo es menos estresante que la que se tiene en la ciudad. Pero eso sería partir del «yo creo» y no del «así es». Cada vida tiene lo suyo y aunque no se pueden comparar las cosas entre sí con tanta facilidad, debemos considerar que para cada quien las cosas son lo que son. ¿Es lo mismo la frustración de que se ponche/reviente una llanta en plena avenida problemática en el horario desquiciante, a que se descomponga el tractor sabiendo que no está cerca el técnico especialista para poder arreglarlo?

Ahora bien, contemplado lo anterior, la vida de cada uno de nosotros es difícil a su modo, así como lo es fácil también. Hace unos días en Instagram, vi un reel en el que decían «nunca desees la vida del otro cuando sólo disfrutas lo visible». Es como la falacia de la Época de Oro: cuántos de nosotros no hemos dicho «en x tiempo la vida era mejor a lo que es actualmente». Por ejemplo: un muy querido amigo se la pasa añorando los tiempos del gran resplandor de Roma, insistiendo que aquella época era lo mejor; desviviéndose en señalar cada aspecto «bueno» de aquel entonces, enalteciendo algunas cosas determinadas, etc. ¿Pero la vida de quién quisieras, la de un senador romano o la de un esclavo? -le suelo interrumpir. Claramente pensamos desde lo mejor, desde lo positivo, lo acomodado y el lujo. Nadie en su locura se atrevería a decir (bueno, hay uno que otro que tal vez sí): ¡quisiera ser un esclavo en tiempos de Roma! En fin, espero se entienda el punto. Pero, como comentaba anteriormente, hay cosas que sí o sí todos necesitamos y que buscamos satisfacer, entre ellas es encontrar un poco de silencio ante el escándalo de la vida.

Añoranzas regionales

Es curioso cómo habiendo tantos recursos tan fantásticos en nuestra región occidental, solemos voltear hacia oriente para deslumbrarnos con lo que ellos tienen para sí. Hay que tener presente que la cosmovisión, el modo de vida, las creencias y demás rasgos culturales de aquellas zonas, poco o nada tienen que ver con las nuestras. Hablamos mucho de querer alcanzar los «niveles del nirvana«, palabra de origen sánscrito que refiere a un estado óptimo o superior del alma que se logra con una profunda meditación en la que nos desprendemos de todo lo material y que «nada ni nadie nos puede perturbar». Interesante, porque el mundo griego nos ofrece algo que se conoce como ataraxia, que es casi lo mismo, sólo que en vez de la negación de los deseos y demás cosas que inquietan la psique o el alma de las personas, se logra un estado de control total de las emociones y demás cosas que perturban al ser humano. Sí, seguramente habrá entre ustedes que me digan , y con justa razón, que muchas cosas de Occidente son herencia directa de Oriente. Sólo que no hay que descuidar que más bien se tratan de adaptaciones que más tienen que ver con lo nuestro, con lo que nos es propio. Pongamos un ejemplo que quizá sea un poco burdo, pero me parece que servirá para esto que estoy comentando. En Occidente cuando decimos «quiero comer comida japonesa», lo que estamos pidiendo es la versión occidentalizada (sobre todo agringada o estadounidense) de esos platillos, ya que lo que conocemos como tal pasó por las modificaciones hechas en EEUU. ¿En qué parte de Japón servirán sushi PHILADELPHIA?

Ahora bien, esas añoranzas regionales nos distraen justo de las cosas que quizá podrían tener más efecto en nosotros. En verdad desconozco si a los orientales les pasa lo mismo, es decir, que en vez de hacer meditaciones un día digan «vamos a rezar el rosario en vez de meditación budista para BUSCAR EL MISMO FIN». Francamente lo dudo. Aunque, insisto, puede ser. El hecho de que en Occidente tengamos medios específicos para lograr ciertos fines es porque simple y sencillamente es lo que nos ha funcionado. Y no me mal entiendan, no les estoy diciendo que está mal que practiquen yoga o que tomen cursos de mindfulness, porque si es algo que les sirve, qué bueno. Pero sí es un recordatorio que acá, de este lado del mundo, tenemos también nuestras propias herramientas y/o recursos, y que muchas veces solemos ignorar por modas de otros. Hay que darle oportunidad a lo que también es nuestro y difundirlo. Esa es parte de la identidad, misma que se ve cada vez más fragmentada por las influencias forzadas de otros o de lugares distintos. No es de sorprender las crisis de identidad cuando día con día la detonamos con cosas externas.

Lo que nos une

Una vez visto lo anterior, vuelvo a insistir: a pesar de las diferencias, los seres humanos tenemos las mismas necesidades básicas, seamos de donde seamos. El silencio es precisamente una de ellas. Ya sea en Oriente o en Occidente, el silencio tiene un fin igual: la paz interior, lo que se entienda por ello. Es decir, eso no está con derechos de autor o de exclusividad cultural. ¿Cuántos de nosotros, después de las tediosas jornadas que vivimos, no buscamos un poco de paz, de calma, de tranquilidad… de silencio? Y no me digan que no, ¿no acaso hay muchos que tienen o tenemos el celular, ya no en modo vibrador, sino en silencio? Es una demanda inconsciente que se vuelve cada vez más consciente. No es motivo de asustarse, es perfectamente natural y por tanto entendible que el ser humano busque un poco de orden en tanto caos. Y el silencio es una oportunidad, precisamente, de lograr ese poco de orden en cada momento de nuestras vidas.

Los católicos, por ejemplo, le damos una gran importancia al silencio: cuando hacemos oración, cuando meditamos (oh, sí, también meditamos para poner en orden nuestras pasiones, nuestros pensamientos, poder entrar en contacto con nuestros sentimientos y tener cierta claridad en lo que vivimos), cuando reflexionamos sobre alguna circunstancia, etc. En el examen de conciencia que muchos de nosotros solemos hacer en la mañana y/o en la noche, incluso hay una pregunta muy importante: «¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?». Todos y cada uno de nosotros tenemos derecho a un poco de silencio en nuestros días. Pero aquí surge una pregunta que lo hace todavía más interesante e importante: ¿por qué? El estado místico del ser humano no sólo es hacer algo determinado que nos liga con nuestra espiritualidad, sino saber exactamente por qué lo hacemos. El silencio es una invitación a escucharnos a nosotros mismos, a darnos nuestro espacio, a poner límites a nuestra relación con los demás. No es egoísmo, al contrario, es algo necesario para mejorar primero con nosotros y así después con los demás.

Trampas constantes

Si bien es cierto que hay gente que no sabe estar sola, que no le gusta estar sola, es lo mismo que aplica con el silencio. Y lo volvemos a preguntar: ¿por qué? El silencio, desde el psicoanálisis, es un recurso de elaboración de lo que nos sucede sin interferencia de algo o alguien más. El problema es que hay campañas, hay gente, que promueve nociones negativas sobre la soledad, pero también sobre el silencio. Y todavía presionan en decir «no está bien». ¿Según quién y por qué? Y no faltarán respuestas débiles a estas preguntas tan fuertes. Cuando no sabemos valorar el silencio, rompemos en la desesperada necesidad de llenar de ruido el ambiente. Hay quienes no pueden hacer absolutamente nada en silencio y recurren a poner música (muchas veces a niveles muy altos), a hablar sí o sí con alguien, etc. Haciendo trampa en la búsqueda del silencio. Pero, ojo, no me mal entiendan otra vez, no estoy en ningún momento diciendo que está mal trabajar con un poco de música, por ejemplo, ya que al contrario, muchas veces (si no es que siempre) nos ayuda a tener más ánimo, nos inspira, etc. Pero todo tiene su tiempo, y cuando hay oportunidades para silenciar todo y estar en perfecta compañía con nosotros mismos, no hay que desaprovecharla nunca.

De hecho, retomando un poco lo que decía más arriba respecto a la pregunta en el examen de conciencia («¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?»), es curioso que eso muy pocas veces lo sabemos hacer. No respetamos nuestro silencio, mucho menos el de los demás. Pienso, por ejemplo, en las personas que viven o trabajan con otros. Nunca falta quien se ponga a escuchar música (sus gustos) sin importarle los demás. Además de falta de respeto, es falta de consideración por lo que los demás necesitan en esos momentos. Puede ser que no haya problema, pero quizá la medida más correcta es hacer uso de audífonos. Ya si los demás dicen «¿qué estás escuchando?» y se animan a acompañar eso, ¡fantástico! Pero, de nueva cuenta, es tan necesario el silencio porque me atrevo a comentar, hay quienes de ustedes al leer lo anterior se dijeron a sí mismos «oye, yo hago eso…». El silencio y la soledad, son hornos de transformación para cada uno de nosotros. Son ocasiones para caer en cuenta de muchas cosas que tienen que ver con los demás, pero sobre todo con nosotros mismos, que solemos ignorarlas o de plano no darles su merecida importancia.

Sucede que pasa.

Pasa que sucede.