«Nadie se da cuenta de que algunas personas gastan una energía tremenda simplemente para ser normales».
-Albert Camus
Queridos(as) lectores(as):
Les pido perdón por el distanciamiento que he tenido. Junio y julio no son meses fáciles para mí, y reconozco que a veces ciertas cosas entorpecen mi proceder con otras. En fin, aquí estamos, listos para un encuentro más. En esta ocasión quisiera hacer un poco de propaganda a la intención de auto-conocernos. Sin embargo, ¿de qué manera podemos hacerlo sin caer en la auto-mentira en el proceso? Siempre hemos escuchado aquello que dice «no te engañes», pero también el «no te mientas». Y no, no es lo mismo. El engaño es, por decirlo de alguna manera, aceptar un hecho determinado a pesar de la evidencia contraria, mientras que la mentira es un intento, una vil herramienta para buscar caer o que caigan en el engaño. Dicho de otro modo, la mentira es el paso previo al engaño. Vamos a trabajar con esto más adelante.
En las últimas semanas he sido testigo directo de varios casos muy interesantes donde se juegan ambas realidades de maneras muy inconscientes o bastante conscientes. ¿Pero que se logra con ello? En uno de esos casos escuché un «así soy y se aguantan». Es curiosa la manera agresiva en la que se exige que nadie se meta con uno. En ese particular momento justo caí en cuenta de la frase de Camus con la que empezamos el encuentro. Lo que el filósofo francés-argelino plantea es bastante oportuno; comenzando con aquello de «normales», nos obligamos a pensar «según quién, según qué». En un encuentro mucho muy anterior a este ya hemos abordado aquello de lo normal desde lo esfuerzos de Michel Foucault. Lo interesante en todo esto es que justamente por intentar ser «normal» (lo que otros aprueban) terminamos por tener una terca idea de despreciar nuestra propia identidad, cayendo en la necesidad de querer encajar con los demás. Una conducta bastante infantil que remota al deseo de pertenencia.
Esto que digo que soy
Platicando ayer con una amiga mientras comíamos, salió a flote el tema de la hipocresía de las personas: en un lado con ciertas personas son de determinada manera, pero después en otro lugar con otras personas también son de otra manera. Y no es de sorprender, ya que hay que tener presente que desde que somos parte de la sociedad, aprendemos a jugar el «fabuloso» juego de máscaras. Ahora que digo esto, regreso a otra plática con mi amigo Martín, que justamente me preguntaba si cuando se cae la máscara de uno, eso realmente pasa o se sobrepone a la máscara otra. ¡Qué difícil! Y lo es porque nos cuesta mucho lidiar con la verdad, es más, ¡con la Verdad! Y esa verdad que somos, eso que tanto nos gusta, eso que tanto nos disgusta, nos resulta una labor titánica reconocerlo. Para bien o para mal, somos lo que somos, pero muchas veces no sabemos exactamente decir qué.
Durante una sesión, G me decía «cuando soy lo que soy, los demás son lo que no quiero que sean». Después de eso, la pobre no podía dejar de llorar. «Y termino siendo lo que no soy, para que los demás sean peor de lo que creí que eran». Este juego de máscaras de la sociedad es en verdad delirante. El problema surge a partir de las exigencias, en su mayoría ridículas y absurdas, de todos aquellos que se abrazan a la falsa esperanza de pretender creer que el deber ser es siempre justo y oportuno, creando a lo largo de nuestro andar un sinnúmero de dictadores y tiranos. Pero, ¿qué pasa cuando esos monstruos somos nosotros mismos, encontrándonos frente al espejo y deseando ser nuestras propias víctimas? Quien se miente a sí mismo no puede esperar en ningún momento que los otros le ofrezcan un camino a la realidad. La auto-mentira da paso a los mentirosos de la vida, a todo aquello que nos aleja de lo que realmente es.

Volar sin alas
Cuando era niño, uno de mis primos de mi edad, me convenció de jugar a que volábamos. Afortunadamente los 4 escalones que nos separaban del piso no eran lo suficientemente altos. El juego empezó con un «yo vi en una caricatura que el personaje volaba sin alas, ¿qué tal si nosotros también?». La ingenuidad de los niños es maravillosa hasta que la realidad les sorprende de golpe. Y eso fue lo que pasó: él se subió hasta el cuarto escalón y se me aventó. Nos metimos un golpe fantástico. Pero lo que más dolió fue que no pudo volar. Bueno, a él, a mí sí me dolieron más los dos impactos. En fin. En esta breve historia de la infancia, el dolor es una herramienta (in)necesaria para aprender que la verdad es lo que es y que lo que opinemos en torno a ella tiene una franca oportunidad de ser error.
G terminó por comprender que el «ser para ser», que el «soy para que sean», es al final una mentira. Al final de cuentas, ¿con quién vamos si nos duele una muela? ¿Con el carnicero o con el dentista? ¿Por qué hay cosas con las que no nos podemos engañar y, aún así, queremos mentirnos al respecto? En psicoanálisis, precisamente, encontramos las herramientas, no para conocer los frutos de la mentira y del engaño, sino para comprender el deseo y/o la necesidad detrás de ello. Si es cierto que al ser humano le cuesta aceptar la verdad, ¿en qué momento es mejor aceptar la mentira y el engaño cuando terminan heredando dolor y miseria? Recuerdo a mi papá: «Mejor el dolor de la desilusión, que el error de esforzarse por nada».
Un esfuerzo mejor
Así como nos esforzamos, al punto de ejercitarnos en ello (que cada vez nos cueste menos mentir y engañar), ¿por qué no retomar la virtud? La virtud se ejercita día con día. Mirarnos al espejo no es tan sencillo. ¿Qué vemos? ¿Lo que hay o lo que es? Este es un breve ejercicio que he hecho no sólo con mis pacientes, sino conmigo mismo y con otros amigos y familiares. Al ver lo que hay, podemos decir las cualidades físicas observables: estamos flacos, gordos, altos, chaparros, blancos, negros, narizones, orejones, etc. Claro, cuando somos sinceros y no somos aquellos que se ponen lentes de autosatisfacción. Pero cuando nos atrevemos a ver lo que es, no podemos ser sino sinceros: estamos tristes, estamos contentos, molestos, felices, esperanzados, desilusionados, dolidos, etc. ¿En verdad somos tan incrédulos como para sentirnos de la mierda, luego auto-mentirnos y decir «¡estoy de puta madre, venga, vamos a armar fiesta!»? Hay gente que lo hace constantemente, y constantemente se azota contra la realidad.
Cuando fue la época de la pandemia mundial de COVID-19 (2020-2021), insistía mucho con mis allegados en que dejaran de estar diciendo cosas que no eran. ¿Cómo podíamos estar ante el miedo y el terror de esa mugre pandémica? ¿Cómo podíamos reaccionar? Esa enferma idea de optimismo tóxico de quererle ver lo bueno a lo malo a fuerza, es una de las más claras formas de entender a Martin Heidegger cuando decía que constantemente estamos huyendo de la vida, negándola. Siempre que me escribían mis amigos para preguntarme cómo estaba (cosa que agradecía por la amabilidad y el gesto amoroso de preocuparse por alguien más en esos momentos tan difíciles), se sorprendían mucho cuando les contestaba «de la mierda, estoy harto, fastidiado… pero ahora que hablo contigo empiezo a sentirme un poco mejor a pesar de todo esto». ¿Cuántas veces contestamos por contestar? Hagamos un experimento… escríbanle al terminar de leer esto a quien quieran, y verán que cuando le pregunten cómo está, les contestará automáticamente «bien, ¿y tú?». Pero si siguen avanzando en la charla, verán que es más que probable que les cuenten que no todo está bien. Y si sí, ¡qué bueno! Tampoco nos esforcemos en que los demás tienen que estar igual que nosotros… eso ya es perverso.
*Por cierto: de nada sirve ser sinceros sobre cómo estamos, si no hacemos nada al respecto para sentirnos mejor.
