El capitán Ahab y su peligrosa obsesión

«No hay locura de los animales de este mundo que no quede infinitamente superada por la locura de los hombres».

-Herman Melville

Queridos(as) lectores(as):

Hace unas semanas, mi querida Rebecca me regaló el libro Moby Dick (1851) del escritor estadounidense, Herman Melville (1819-1891). Curiosamente, leí ese texto en mis años de preparatoria y nunca supe qué fue de la copia que tenía. Esta aventura -¿o desventura?-dejó una marca muy peculiar, no sólo en mi ser, sino en mi interés. Si bien esta novela destaca por tantos datos biológicos marinos, información sobre las ballenas, es también una suerte de diálogo filosófico-teológico sobre el bien y el mal, mismos que se ven increíblemente reflejados en los varios personajes, desde el capitán Ahab, el ingenuo Ismael, el misterioso arponero Queequeg y demás tripulantes del Pequod. Cabe decir que esta narración es también un auténtico contenedor del simbolismo, por lo que no es de sorprendernos cuando el propio barco parece representar a la humanidad misma.

Pero ahora que tuve la oportunidad de volverlo a leer, sobre todo bajo la presión e insistencia de Rebecca, no cabe duda que pude descubrir más y más cosas. Durante mi formación como psicoanalista, mis coordinadores de seminario repetían que «leer a Freud es descubrir algo nuevo cada vez», y eso me parece que también puede aplicar en los grandes autores. En recientes días he estado reflexionado mucho respecto al egoísmo, y no cabe la menor duda que Moby Dick, sobre todo la historia del capitán Ahab, es el mejor ejemplo para verlo desde la óptica de la obsesión y lo peligrosa que puede ser, no sólo para uno mismo, sino para los demás. No pretendo hacerles un resumen del libro, sólo quiero aprovechar lo que el autor nos ofrece para profundizar en el tema de la obsesión.

El mar y lo inconquistable

La historia comienza siendo narrada por Ismael, quien es un marinero con nuevos intereses que lo llevan a embarcarse en el Pequod, un barco ballenero. Este barco es capitaneado por Ahab, un viejo lobo de mar: experimentado marinero, valiente, autoritario y salvaje. Lo que llama la atención de este capitán es que tiene una pierna postiza de marfil. Una vez reunida la tripulación, Ahab les advierte que será un viaje de 3 años, pero lo más importante: estarán a la caza de una peculiar criatura, un cachalote blanco llamado Moby Dick, representante del legendario Leviatán. ¿Leviatán? En la Sagrada Biblia hay muchas referencias a este ser que supuestamente habita en las profundidades de los mares. Creo que la cita de Job 3, 8 nos queda perfecto para continuar: «Maldíganla los que maldicen el día, los dispuestos a despertar a Leviatán». Este cachalote blanco se había ganado la reputación de ser el terror de los mares, y el mismo Ahab lo experimentó en carne propia pues fue la responsable de que perdiera su pierna.

La tripulación poco a poco descubre que si de por sí la caza de ballenas es algo muy peligroso, así como el sobrevivir en el inconquistable mar, la peligrosa obsesión de Ahab hace que sus probabilidades de salir vivos de esta travesía se reduzcan. Como decimos acá en México, «para no hacer el cuento largo», la obsesión del capitán termina por descubrirse como un egoísmo sin rival. Pensar la obsesión debe ser pensarla desde su origen, desde la persona. Una persona obsesiva descuida todo lo demás que no tenga que ver con sí mismo y con el objeto deseado. El mar es una figura oportuna para justamente representar lo que es una obsesión cuando no se trabaja: un destino inconquistable, insatisfactorio. Lo demás no importa, los demás no importan. Es el ir sin conceder descanso, el subir sin reparar en los escalones que sean, el sumergirse más y más en uno que yace desesperado ante algo o alguien.

Un destino funesto

A lo largo de la lectura, se nos narra que el Pequod se encontró con 9 barcos durante la caza de Moby Dick, siendo cada uno de esos encuentros una suerte de mensaje que progresiva y terroríficamente va marcando el destino de Ahab y de su tripulación. Antes de seguir, hay que tomar en cuenta algo. Ya lo hemos advertido, la obra está fuertemente cargada de simbolismo, por lo que el propio cachalote blanco nos puede indicar lo peligrosa que la naturaleza puede llegar a ser. Pero no nos vayamos por la idea de una naturaleza como creación aparte, sino la propia noción de naturaleza que hace posible que derivemos en la del ser humano.

¿Qué hace que el ser humano sea lo que es? Rousseau decía que «el hombre es bueno por naturaleza», Maquiavelo sostiene que tiene una naturaleza instintiva (pulsional) o Hobbes reutilizando la locución latina sostenía que homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). Demasiadas reducciones que terminan por despreciar cada uno de los rasgos propios del ser humano. Por eso es que esta novela la podemos ver incluso como un tratado sobre el bien y el mal en la naturaleza humana. El elemento distractor sería Moby Dick, siendo la representación de la naturaleza destructiva y poderosa, cuando lo que realmente debemos observar es lo que el ser humano es capaz de hacer por algo tan banal como la venganza. El hombre castrado que busca retomar lo que le quitaron: el poder. ¿Humano o naturaleza?

El egoísmo y la obsesión

Si bien es cierto que Ahab advirtió a los tripulantes sobre su verdadera intención de venganza contra el cachalote blanco, es interesante ver que la avaricia de los demás los hace aceptar el peligroso viaje sin más. Todo lo que podrían ganar con lo que fueran recolectando y, como broche de oro, lo que podrían sacar de la caza de una auténtica leyenda del mar. ¿Será entonces que el egoísmo de Ahab por su venganza personal llevó a la tripulación del Pequod a su funesto destino nada más? En un principio, enfocados en la propia narración de Ismael, podríamos pensar que todo es culpa del capitán, que se lleva consigo a los demás a su catastrófico final. Sin embargo, ¿no son actos egoístas los que vemos a lo largo del viaje en cada uno de los miembros? No olvidemos que el Pequod es el barco que representa a la humanidad: ni todos son santos, ni todos son pecadores. Pero las conductas específicas de unos, sobre todo de quienes tiene poder, pueden generar auténticas tragedias.

Una persona egoísta corre el riesgo de perder más de lo que puede llegar a ganar, si es que gana realmente algo. El problema de la sociedad de individuos tan obsesionados consigo mismos, los «yo, yo, yo… y al final yo», es que se pierde la dimensión de la relación con los demás. Gente que por estar con unos termina alejando a los que ya estaban en sus vidas, gente que por querer tener más y más termina por perder lo que ya tenía. La obsesión, sin embargo, es frecuentemente confundida (y mal) con la determinación y la motivación, y es que a diferencia de estas últimas dos, la obsesión desprecia todo límite y la paciencia y la prudencia desaparecen. Al final, la «fuerza de la naturaleza» termina por imponerse. El mundo sigue girando…

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