La prioridad libertaria

«El amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor»

-Mariano José de Larra

Queridos(as) lectores(as):

Debo de confesar que no tenía la más remota idea de que últimamente me iba a topar con tantas narraciones e historias respecto al amor propio y cómo, hoy en día, parece que no sólo lo descuidamos, sino que lo apostamos hacia el olvido. Ya lo hemos platicado en anteriores encuentros, pero la sociedad moderna en verdad que nos está consumiendo de maneras terroríficas, haciéndonos quedar como auténticos pordioseros de nuestro propio ser. No hay peor bajeza que despreciarse a uno mismo sólo para recibir migajas de un otro. Son incontables las veces que me he enterado de casos muy concretos donde las mayores víctimas son al mismo tiempo sus propios victimarios. Y hay quienes, rendidos y cansados, sólo aciertan en decir «así es la vida». ¿Por qué no dicen «así está siendo mí vida»? Porque hasta para lamentarse, uno es capaz de olvidarse de sí mismo.

Fue el propio Gustav Jung quien nos explicó algo en sumo importante: «Hasta que no hagas consciente lo inconsciente, seguirá dirigiendo tu vida y lo llamarás destino». Tengo una amiga que no la está pasando nada bien; platicando con ella, le hice notar que su pasado sigue siendo la enorme piedra que sigue arrastrando hasta ahora, y así como el pobre Sísifo, ella cuando parece que ya está bien, ese pesadísimo ente del pasado la arrastra una y otra vez hacia el mismo camino tortuoso. En su caso, así como en otros muchos a lo largo del mundo y no sólo eso, se ha evadido. Ella solloza el triste destino que parece negarle toda oportunidad amorosa sana, pero quizá las cosas podrían cambiar de un momento a otro para bien. Aunque eso sí, sólo depende de ella.

El individuo que se ignora a sí mismo

Hay por ahí un chisterete bastante simplón, pero muy oportuno. El cual dice: «¿Cuántos psicoanalistas se necesitan para cambiar un foco? Uno, pero el foco debe querer cambiar» (tu, tun, tzzzzz). Malísimo, pero una vez más, oportuno. Hoy por hoy, la sociedad nos está volviendo contra nuestra propia individualidad, en un desesperado frenesí de una globalización cada vez más descarada e impositiva. El libre pensamiento se va viendo coartado constantemente. ¿Les suena eso de la inclusión (forzada)? ¿El «si no piensas así, estás mal»? Es curioso: tanta búsqueda de igualdad (más bien podría ser «equidad») lo único que está provocando es división. ¿Y quiénes son los principales beneficiados? Los gobiernos y las empresas. Nada más. ¿Los individuos qué? Tener cierta ilusión de cambio se vuelve una cortina (desgarrada) que busca ocultar la realidad que es muy distinta.

Retomando al famoso Oráculo de Delfos, habría que tener presente tanto el «conócete a ti mismo» y el «todo con medida». No por nada los filósofos estoicos apostaban por el fortalecimiento de la vida interior. Uno de los grandes problemas de nuestra actualidad es que el celular dicta demasiado nuestro día a día: siempre pendientes de lo que hacen o no algunos famosos, lo que usan, lo que compran, etc. ¿Y la originalidad? Dejen eso, ¿y la autenticidad? El poder conocerse a uno mismo, el poder escuchar el deseo, el poder analizarse, es la piedra angular para que nuestras vidas sean en verdad auténticas y muy nuestras. No como las cientos de miles de millones de copias que van por ahí en la vida. Por poner un ejemplo: ¿de qué nos sirve un médico que está enfermo y no se cuida, para atender a los pacientes? Aquí es donde surge el tema de este encuentro: la prioridad de uno, es empezar por sí mismo.

No confundir

Me resulta muy llamativo que a las personas que se ponen como prioridad, no tarden en tacharlos como egoístas, creídos, etc. Siempre descalificativos que no hacen sino hablar más de quienes los profieren. En esta sociedad de copias, siempre va a ser raro el que no quiera seguir cual borrego a los demás de la manada. Y está bien, aunque parece que tiene consecuencias negativas. Sin embargo, ¿importan esas consecuencias que sólo se traducen como ser parte de lo mismo? Por supuesto que no. El individuo, en su máxima posibilidad de ser en cuanto lo que es, tiene la oportunidad de vivir asumiendo su propia responsabilidad. ¿O acaso no somos capaces de ver que la mayoría de los que lapidan a los que actúan de manera independiente, no hacen sino demostrar una infantilización descarada? Es interesante ver que quienes no se comportan como niños berrinchudos esperando que alguien más se haga responsable, son los que están mal para el resto de la sociedad. Quizá Rousseau tenía razón y es «la sociedad la que corrompe al individuo».

¿No me creen? Pensemos en las relaciones tóxicas que tanto pululan hoy en día. El caso de la pareja grosera, violenta y miserable que trata al otro como auténtica basura. Una y otra vez. Hay quienes me han comentado que se trata de perfiles narcisistas, pero me niego a darles tan fácilmente tal intento de justificación. Un día llega en que la víctima se harta del mal trato, pone límites o incluso se va. ¿Qué pasa con el victimario? ¡Se autopercibe como la víctima! Y no sólo eso, sino que se hace de recursos para hacer sentir al otro culpable de su ahora desgracia personal. La manipulación y chantaje emocional se vuelven herramientas de auténtica tortura. Es decir, ¿está mal que quien es mal tratado se harte, se ponga a sí mismo(a) como su propia prioridad, y que termine siendo el malo del cuento? El amor propio se vuelve una ofensa para su victimario. ¡Qué tal! Y termina en que el otro vuelve, le PIDE PERDÓN a su agresor, y le da OTRA OPORTUNIDAD. ¿Qué creen que pasa? Exacto, la historia se repite una y otra vez (¡pobre Sísifo!). Pero, cuando la persona harta se da cuenta que hay muchas cosas que trabajar en ella misma y toma la decisión de ponerle solución a ello, se termina yendo y el victimario entra en una crisis de la que nos se ve liberado sino hasta que encuentra a otra víctima más.

Uno se libera y el otro se esclaviza… a sí mismo.

La desesperación «amorosa»

«Enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible»

-Jorge Luis Borges

Queridos(as) lectores(as):

Parece -hasta cierto punto- que el tema del amor me persigue con insistencia en estos días. Ojalá fuera a modo del goce y disfrute, sin embargo, no es así. En pocos días he sido testigo de varias historias (des)amorosas, sobre todo de amigas, y al mismo tiempo me he vuelto testigo de la incertidumbre, testigo del vulgar intento de establecer una explicación por lo menos un tanto creíble de lo que está sucediendo. Tomo mi mate, acompaño a mi amigo Pablo por un cigarro y a caminar por las calles cerca de mi departamento; siento la toxicidad de ese vicio que no es mío tocar mis pulmones (hace ya tanto que no fumo) y acompaño el andar en silencio, contestando apenas algo que siga el hilo de la conversación en turno. «¿Qué sucede? ¿Dónde quedó la confianza en el amor? ¿Qué es el amor?», y los pensamientos como porcas, innumerables, revolotean en mi cabeza. Hay más ruido que claridad.

T. me dijo «lo corté antes de seguir y caer en el mismo patrón». A. me compartió «sólo me dijo cosas que no creía él mismo y no le importaron mis sentimientos». M. llorando me decía «estoy harta, no quiero más esto». S. me confió «yo sólo quería tener lo que no tuve y me ofreció exactamente lo mismo». Y así nos podemos ir, pero lo cierto es que poco a poco me quedo sin respuestas que no rocen lo que ya muchos estamos ciertos: la inseguridad de las personas los torna peligrosos, para los demás, pero sobre todo para sí mismos. ¿Pero eso convence? Me temo que no…

Mucha certeza que no sirve

La semana pasada, mi querido amigo, el periodista Carlos Ramos Padilla, me invitó como un panelista a su programa televisivo A fondo, donde tratamos el tema de la reconstrucción social después de las elecciones (que vivimos recién en México). En esa ocasión, pude conocer al sociólogo y académico mexicano, Roberto Álvarez Manzo (al cual ahora presumo como amigo), quien en una brillante intervención dijo que «tenemos preguntas fuertes con respuestas débiles». ¡Por supuesto! En la sociedad actual, bombardeada por tanta (des)información, no es de sorprender que tengamos mucha certeza que termina por no servir del todo. De hecho, hace unas horas, platicando con mi querido amigo, Marcelo Augusto Pérez, psicoanalista argentino, tocamos el tema de las respuestas que se dan a modo absoluto, es decir, sin ninguna justificación, razonamiento o algo que permita una argumentación creíble (incluso falseable, para atender a mis amigos popperianos). «Porque sí», «así es esto», «es que no hay de otra», etc. Respuestas débiles que no tienen un respaldo para sostener un diálogo saludable y NECESARIO.

Retomando el tema del (des)amor actual, mucho me temo que lo que estamos viviendo es exactamente lo mismo, aunque de un modo más cruel. ¿Por qué amar? ¿Por qué esperar ser amados? ¿De qué manera lo hacemos? Y es muy molesto contestar/escuchar: «Es que sí». ¡¿Es que sí qué?! La psicoanalista austro-argentina, Marie Langer, sostenía (parafraseando) que «el psicoanálisis sirve para empezar a dejar de engañarnos a nosotros mismos». La importancia de ser sinceros. Y es devastador cuando lo empezamos a ser y nos damos cuenta que las cosas no son exactamente como creíamos, o peor aún, como nos hicieron creer. Un paciente, en algún momento me dijo «quiero tener novia porque no quiero estar solo». ¿Hay alguna pizca de intención amorosa en ese comentario? Aunque no lo crean, sí. Y quizá lo tomen como una sinvergüenzada de su parte, pero ese «porque no quiero estar solo», es una confesión sincera del amor propio que se tiene y que le lleva a buscar un bien que le aparte del dolor y de la tristeza. ¡Qué egoísta! ¡Qué bárbaro! ¡Qué miserable! Claro, entiendo sus expresiones, pero hay que recordar que Freud decía que «amar al otro es renunciar a una parte de nuestro narcisismo». Es decir, es un proceso de apertura a la posibilidad amorosa. Sin embargo, ¿realmente llegamos a amar al otro renunciando a una parte del narcisismo propio? Hoy por hoy muchos evidencian que no…

Eso no es amor…

Siguiendo con el tema de la sinceridad, quizá una de las cosas que más nos dolerá reconocer es que aquello que estamos buscando, al final, no es amor, sino una respuesta desesperada a la confusión interna de cada uno de nosotros. La desesperación para el filósofo danés, Sören A. Kierkegaard, no es sino el «morir sin morir». ¿Cómo puede ser que algo que buscamos de modo desesperado, pueda ser que nos brinde calma, estabilidad… amor? Cuando chicos, los papás nos decían una fórmula que parece que hoy en día hemos olvidado: si lo haces a prisa, lo vas a terminar haciendo mal. Y como si fueran profetas, en efecto, eso pasaba. Trabajos escolares hechos a prisa, sin cuidado y con desesperación, nos brindaban calificaciones negativas. Sin embargo, ¿cómo evitar estar desesperados cuando la sociedad misma nos presiona para tantas cosas? Pienso en el caso de las mujeres, que todavía hoy en día persisten ciertos mandatos y/o sentencias tales como «tienes que casarte antes de los 30’s», «tu reloj biológico te persigue», etc… ¡Qué delirante!

Reza el dicho popular «a fuerzas ni los zapatos entran». Las personas nos vemos tan presionados por fantasmas histéricos que justo nos hacen caer en una profunda y cruel desesperación. Y no, desgraciadamente no se queda sólo en el rubro amoroso, sino también en el personal, en lo profesional, incluso en lo social. ¿Quién dijo que las cosas tienen que ser sí o sí, de un modo determinado, al tiempo debido? ¿Quién proyecta sus inseguridades, sus miedos, sus fracasos en nosotros? El amar por amar es un cáncer, porque lo que se está haciendo es forzar un sentimiento a partir del miedo de no tenerlo, de no experimentarlo. El miedo es un factor que incluso muchos (pseudo)narcisistas aprovechan para hacer lo que quieran con personas que buscan que su corazón también lata en otro cuerpo. Y sí, eso termina y terminará siempre mal. Pero no hay que perder la esperanza, hay que renovarse a uno mismo desde la propia sinceridad, que nos llevará a cuestionar qué tanto nos amamos realmente y de qué modo lo hacemos, de tal modo que podamos tener claridad y respuestas fuertes para preguntas que seguirán siendo fuertes. El amor sí existe, pero también desalmados que se aprovechan. Los amorosos sí existen, y debemos cuidarlos con amor, no con desesperación.

Todo a su tiempo y a su ritmo.

¿Qué prisas reales tenemos?

El capitán Ahab y su peligrosa obsesión

«No hay locura de los animales de este mundo que no quede infinitamente superada por la locura de los hombres».

-Herman Melville

Queridos(as) lectores(as):

Hace unas semanas, mi querida Rebecca me regaló el libro Moby Dick (1851) del escritor estadounidense, Herman Melville (1819-1891). Curiosamente, leí ese texto en mis años de preparatoria y nunca supe qué fue de la copia que tenía. Esta aventura -¿o desventura?-dejó una marca muy peculiar, no sólo en mi ser, sino en mi interés. Si bien esta novela destaca por tantos datos biológicos marinos, información sobre las ballenas, es también una suerte de diálogo filosófico-teológico sobre el bien y el mal, mismos que se ven increíblemente reflejados en los varios personajes, desde el capitán Ahab, el ingenuo Ismael, el misterioso arponero Queequeg y demás tripulantes del Pequod. Cabe decir que esta narración es también un auténtico contenedor del simbolismo, por lo que no es de sorprendernos cuando el propio barco parece representar a la humanidad misma.

Pero ahora que tuve la oportunidad de volverlo a leer, sobre todo bajo la presión e insistencia de Rebecca, no cabe duda que pude descubrir más y más cosas. Durante mi formación como psicoanalista, mis coordinadores de seminario repetían que «leer a Freud es descubrir algo nuevo cada vez», y eso me parece que también puede aplicar en los grandes autores. En recientes días he estado reflexionado mucho respecto al egoísmo, y no cabe la menor duda que Moby Dick, sobre todo la historia del capitán Ahab, es el mejor ejemplo para verlo desde la óptica de la obsesión y lo peligrosa que puede ser, no sólo para uno mismo, sino para los demás. No pretendo hacerles un resumen del libro, sólo quiero aprovechar lo que el autor nos ofrece para profundizar en el tema de la obsesión.

El mar y lo inconquistable

La historia comienza siendo narrada por Ismael, quien es un marinero con nuevos intereses que lo llevan a embarcarse en el Pequod, un barco ballenero. Este barco es capitaneado por Ahab, un viejo lobo de mar: experimentado marinero, valiente, autoritario y salvaje. Lo que llama la atención de este capitán es que tiene una pierna postiza de marfil. Una vez reunida la tripulación, Ahab les advierte que será un viaje de 3 años, pero lo más importante: estarán a la caza de una peculiar criatura, un cachalote blanco llamado Moby Dick, representante del legendario Leviatán. ¿Leviatán? En la Sagrada Biblia hay muchas referencias a este ser que supuestamente habita en las profundidades de los mares. Creo que la cita de Job 3, 8 nos queda perfecto para continuar: «Maldíganla los que maldicen el día, los dispuestos a despertar a Leviatán». Este cachalote blanco se había ganado la reputación de ser el terror de los mares, y el mismo Ahab lo experimentó en carne propia pues fue la responsable de que perdiera su pierna.

La tripulación poco a poco descubre que si de por sí la caza de ballenas es algo muy peligroso, así como el sobrevivir en el inconquistable mar, la peligrosa obsesión de Ahab hace que sus probabilidades de salir vivos de esta travesía se reduzcan. Como decimos acá en México, «para no hacer el cuento largo», la obsesión del capitán termina por descubrirse como un egoísmo sin rival. Pensar la obsesión debe ser pensarla desde su origen, desde la persona. Una persona obsesiva descuida todo lo demás que no tenga que ver con sí mismo y con el objeto deseado. El mar es una figura oportuna para justamente representar lo que es una obsesión cuando no se trabaja: un destino inconquistable, insatisfactorio. Lo demás no importa, los demás no importan. Es el ir sin conceder descanso, el subir sin reparar en los escalones que sean, el sumergirse más y más en uno que yace desesperado ante algo o alguien.

Un destino funesto

A lo largo de la lectura, se nos narra que el Pequod se encontró con 9 barcos durante la caza de Moby Dick, siendo cada uno de esos encuentros una suerte de mensaje que progresiva y terroríficamente va marcando el destino de Ahab y de su tripulación. Antes de seguir, hay que tomar en cuenta algo. Ya lo hemos advertido, la obra está fuertemente cargada de simbolismo, por lo que el propio cachalote blanco nos puede indicar lo peligrosa que la naturaleza puede llegar a ser. Pero no nos vayamos por la idea de una naturaleza como creación aparte, sino la propia noción de naturaleza que hace posible que derivemos en la del ser humano.

¿Qué hace que el ser humano sea lo que es? Rousseau decía que «el hombre es bueno por naturaleza», Maquiavelo sostiene que tiene una naturaleza instintiva (pulsional) o Hobbes reutilizando la locución latina sostenía que homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). Demasiadas reducciones que terminan por despreciar cada uno de los rasgos propios del ser humano. Por eso es que esta novela la podemos ver incluso como un tratado sobre el bien y el mal en la naturaleza humana. El elemento distractor sería Moby Dick, siendo la representación de la naturaleza destructiva y poderosa, cuando lo que realmente debemos observar es lo que el ser humano es capaz de hacer por algo tan banal como la venganza. El hombre castrado que busca retomar lo que le quitaron: el poder. ¿Humano o naturaleza?

El egoísmo y la obsesión

Si bien es cierto que Ahab advirtió a los tripulantes sobre su verdadera intención de venganza contra el cachalote blanco, es interesante ver que la avaricia de los demás los hace aceptar el peligroso viaje sin más. Todo lo que podrían ganar con lo que fueran recolectando y, como broche de oro, lo que podrían sacar de la caza de una auténtica leyenda del mar. ¿Será entonces que el egoísmo de Ahab por su venganza personal llevó a la tripulación del Pequod a su funesto destino nada más? En un principio, enfocados en la propia narración de Ismael, podríamos pensar que todo es culpa del capitán, que se lleva consigo a los demás a su catastrófico final. Sin embargo, ¿no son actos egoístas los que vemos a lo largo del viaje en cada uno de los miembros? No olvidemos que el Pequod es el barco que representa a la humanidad: ni todos son santos, ni todos son pecadores. Pero las conductas específicas de unos, sobre todo de quienes tiene poder, pueden generar auténticas tragedias.

Una persona egoísta corre el riesgo de perder más de lo que puede llegar a ganar, si es que gana realmente algo. El problema de la sociedad de individuos tan obsesionados consigo mismos, los «yo, yo, yo… y al final yo», es que se pierde la dimensión de la relación con los demás. Gente que por estar con unos termina alejando a los que ya estaban en sus vidas, gente que por querer tener más y más termina por perder lo que ya tenía. La obsesión, sin embargo, es frecuentemente confundida (y mal) con la determinación y la motivación, y es que a diferencia de estas últimas dos, la obsesión desprecia todo límite y la paciencia y la prudencia desaparecen. Al final, la «fuerza de la naturaleza» termina por imponerse. El mundo sigue girando…