«Mañana de niebla, tarde de paseo».
-Refrán
Queridos(as) lectores(as):
Los días en la Ciudad de México son en verdad fascinantes. En esta época del año, tenemos la capacidad de gozar de tantos climas en un solo día: por las mañanas está fresco (hay quienes dicen «¡qué frío!», pero mucho me temo que exageran), a mediodía empieza un calorcito agradable, a partir de las 14 hrs el sol y el calor aumentan y se vuelve sofocante, más tarde llega el momento templado y en la noche es un volado, puede hacer frío o puede hacer calor. Y la lluvia, siempre la lluvia nos deja a la espera…
¿Pero qué hace que los días así sean especiales? Precisamente el asombro. Nadie puede confiar en los programas del clima, porque además de tener bellas distracciones, el clima parece que no está en la labor de hacernos creerle. Dicen que hará frío, hace calor y viceversa. Y la lluvia… ahí está, en acto y en potencia. ¿Hace cuánto que nos dejamos de preocupar por cosas tan banales como el clima? Y lo digo así porque son cosas que aunque se nos salgan de la mano, en cierto modo podemos hacer algo al respecto. Recuerdo, hace algunos ayeres, cuando iba a entrenar atletismo por la tarde, a pesar de las nubes negras de tormenta que amenazaban con desatar su furia, uno decía «pues ni qué hacerle, hay que entrenar». Y llovía, y el cuerpo lo agradecía. Después de tanto ejercicio, no había nada más delicioso que el agua al caer desde el cielo. Aunque, claro, teníamos que tener cuidado de no refrescarnos de más.
Lo que unos tienen
Muchas veces, el ser humano se encuentra tan limitado por las circunstancias pero también por sí mismo. Hay tantas resistencias inconscientes que limitan nuestro pensar, nuestro hacer, etc. ¿Qué nos detiene para hacer las cosas? En estas semanas, un querido amigo proveniente de Ecuador (el buen Sebastián), me avisó que estaría por acá. Tuve la ocasión de poder verlo 2 veces. Nuestras pláticas nunca carecieron de contenido. Quedé fascinado por su propia fascinación por la Ciudad de México. Sí, es cierto, uno como capitalino puede tener una idea determinada sobre esta enorme y caótica ciudad, pero mirar con ojos ajenos es una ocasión que no debemos desaprovechar por tanto que olvidamos aprovechar. El tesoro de uno es el anhelo de otros.

A veces olvidamos lo tremendamente afortunados que somos. Sebas me comentaba que en Quito no hay la misma oportunidad, por ejemplo, de adquirir un libro que se busca en caso de no encontrarlo en la librería, ya que allá no hay tantas ofertas como las que tenemos acá. Podríamos decir que por cada librería ecuatoriana, en la CDMX tenemos 6. Pensamos los latinoamericanos que somos tan iguales, cosa que es cierta en muchos puntos, pero la realidad es que sí hay diferencias muy marcadas. «Aquí hay muchísimos edificios que hasta parece que estás en un enorme museo», me decía Sebas. De hecho, no sólo me hizo notar cosas como esas, sino otras muy básicas o al menos que podríamos pasar por desapercibido. Cosa que agradezco, pues la reflexión sirvió para valorar más lo que tengo aquí.
¿Hace cuánto…?
Del mismo modo, tengo de visita a mi mejor amiga que viene de Celaya. Fernanda me invitó a hacer unas cosas que ella tenía (como decimos acá en México) en el radar, es decir, que eran prioridades. Hace tanto tiempo que no veía a un adulto sonreír (hasta las lágrimas) por poder realizar un sueño infantil. Hicimos dos visitas a dos lugares, uno de ellos era a una tienda de productos de danza. El sol estaba desatado, por lo que le pedí poder esperarla bajo la sombra. Cuando salió, como si se tratara de una pequeña niña, venía cargando/abrazando una caja, con lágrimas en los ojos y una sonrisa de oreja a oreja. Uno de sus sueños «frustrados» de su infancia era poder tomar clases de ballet, pasados los años y como si fuera un regalo de la vida, frente a su casa abrieron -por lo que tengo entendido- una academia de danza. Así es, por fin podría hacer su sueño realidad. Tan simple, tan sencillo, tan sincero y tan envidiable. ¿Por qué tanta frustración por cosas tan mundanas que hacen que despreciemos cosas tan pequeñas y tan llenas de alegrías?
¿Qué estamos esperando? Es muy común que escuche en la clínica aquellas tristezas por lo que no se pudo hacer cuando mis pacientes eran niños. Pasan los años y pareciera que el lamento sólo puede ser eso. Pero, ¿qué sucede cuando podemos darnos aquello que no tuvimos? Quizá no sea lo mismo, pero en buena medida me parece que incluso sería hasta mejor. Aprovechamos más lo que de niños estaríamos limitados por distintos factores. Y entre muchas cosas que perdemos con el pasar del tiempo, es la capacidad del asombro. En ocasiones anteriores había sugerido el «mirar con ojos de novedad» lo que vivimos a diario. Pero, ¿qué pasaría si dejamos la seriedad seca del adulto a un lado y damos paso a la diversión del niño para resignificar nuestra vida?
¿Hace cuánto no se ríen hasta las lágrimas?
¿Hace cuánto no juegan bajo la lluvia?
¿Hace cuánto que quieren comprarse algo?
¿Hace cuánto…?
